El Baratero

Rosario de Acuña


Cuento


El mocito se las traía. Vivía en un barrio popular, pero en una casona grande y vieja, cuyo piso principal lo tenía alquilado un clérigo, vara alta en la parroquia, con vistas a Roma, y bien cubierto de peluconas, y en el piso segundo vivía un retirado de la milicia, cojo de la pata derecha, por lo que andaba siempre torcido, y manco de la misma mano, por lo que se manejaba zurdamente; con un ojo menos, con lo que no veía más que a tres palmos de las narices, y lleno el pecho de cruces y de medallas, de tal manera, que vivía en grande con los que le rentaba.

El mocito habitaba encima de estos vecinos, y así abarcaba más horizonte y tenía mejor aire; era un ricacho, gracias a los gatuperios de sus progenitores, y se alocaba al lado de su madre, una beata viuda, que cuando mandaba la Iglesia comer de vigilia, ayunaba a pan y agua, y cuando prescribía ayuno, se comía una tajada de bacalao seco y luego no bebía agua en todo el día; de tal manera se le figuraban pocas todas las mortificaciones de ritual para salvar su oscura alma, no se sabe si de los remordimientos o de las pesadillas de un cerebro tocado de monomanía religiosa. El mocito había hecho toda su vida lo que le había dado la real gana; en confesando, comulgando y rezando, cuando venía a cuento, su mamaíta le había criado en libertad, como a los caballos del circo, y él, claro, se había plantado en mandar, y mandaba que era un portento. Con cabriolas y graciosismos de truhán tenía embobados al clérigo y al militar, y como en el barrio eran quien cobraba el barato, los dos vecinos de campanillas, que, en realidad, estaban entre aquella populachería como moscas en leche, se ceñían al mocito y decían: «¡Bah! Tenemos la mejor casona de todas, y o porque nos temen, o porque temen al chico, ello es que todos se nos quitan el sombrero y nos hacen zalemas, y se dejan mansamente esquilmar de nosotros en cuantos asuntos ponemos mano en la compañía de la vecindad: vamos andando y agarrémonos al muchacho, que es listo, travieso, aficionado a hacer la mamola a todo el mundo y un engañatontos de primera fuerza»

La cosa iba bien. ¿Había verbena en el barrio?... pues el chico de la viuda ya estaba en danza: como él quería se colgaban los faroles, tocaba la música lo que él mandaba, disponía de todas las hembras y tenía bajo la pollera a todos los machos, se quemaba la pólvora que él quería y a la hora que le daba la gana, y… ¡viva la Pepa ! Ni más Dios ni más Santa María había en el barrio que él. Si era de procesión de día, ¡ande la órdiga!, ya estaba [¿el mocito?] en danza: hasta en las capas pluviales mandaba el mocito y hasta en los incensario metía las narices, pues ni la mirra quedaba en libertad de arder si no daba el la orden…

En fin, todo el barrio empezó a amoscarse con aquel zascandil, el primero en todo… La viuda y los parientes del chico, es verdad que daban algo, y, como entre la chusma el hambre medra siempre, se tragaban el anzuelo de aquella calamidad semi-infantil, semi-imbecil y semi-pícara, a cambio de alguna tajadilla manida, algún pingajo todavía de poner o algunas chancletas viejas para irse arrastrando sobre el fago…; mas el mocito crecía, y con él crecía la mandonería y la imbecilidad y la picardía, y el ríome de todos para hacer mi santa voluntad sin más tus ni mus; que todo el barrio había de ser monigote de sus gracias, de sus caprichos, de su vanidad y de su estultez…

El pati-manco-tuerto miliciano y el bien cebado regoldador clérigo estaban ya que no les llegaba la camisa al cuerpo, porque barruntaban que, por haberse agarrado demasiado a tan comprometedora aldaba, se les iba a venir la puerta encima, y en cuanto a la viuda, que, como toda beata, no era tonta más que para hacer algo útil o bueno, todo se la volvía extremar sus disciplinazos, esperando del otro lado de las tejas, hacia arriba, el remedio de aquella trifulca que empezaba a conmover el barrio.

Lo que era de esperar sucedió. Una mañanita se olvidó la chusma de las tajadas podridas, y de los trapos rotos y de las chancletas sin forro que les daban los de la casona; empezaron a ver que el paraíso que les ofrecía el clérigo era solo para él, mientras los demás estaban en el infierno; que el terror que les inspiraba el miliciano era una tontería, pues con pata de palo, mano de goma y ojo de cristal no podría mucho, y en cuanto a los desplantes del mocito, ¿qué iba el a hacer el día en que todo el barrio se le echase encima?... La cosa pasó como debía de pasar: al baratero, de mala casta por los cuatro costados, no le valió ni la iglesia, ni la milicia, ni el ascetismo de la demente beata. En un dos por tres, sin organización, sin armas, sin otra cosa que palos de escoba, mangos de zorros, ganchos de trapero, y encendedores de faroles, mas con toda la saña de un pueblo ya harto de que se les tome el pelo, les dieron tal paliza al mocito, al clérigo, al miliciano y a la viuda, que apenas valieron después para que se los llevase el barro de la basura. Del clérigo no quedó más que el solideo; del miliciano, la pata de palo; de la viuda, un pedazo de cilicio; y del mocito, las botas con las canillas dentro, que no se las pudieron sacar de estrechas que le estaban…

Así terminó, para escarmiento de pícaros y advertencia de tontos, aquel baratero de barrio y sus secuaces.


Publicado en El Socialista, Madrid, 10 de mayo de 1923.


Publicado el 28 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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