El Enemigo de la Muerte

Rosario de Acuña


Cuento


Dedicado a José Anca, médico de Pinto.
 

«El conflicto es importante: estáis en mi presencia porque yo no cuento con bastantes fuerzas para resolver la cuestión; me acordé de vuestros padres, la Soberbia y el Sensualismo, pues donde yo ando están bien esas dos pasiones tan corruptoras como yo, convencidos de que es necesario cese ese estado de cosas en la aldehuela de Cariamor, donde campa por sus respetos el doctor Almalegre, os evocaron a mi presencia, dejando a vuestra iniciativa la presentación: decid quiénes sois y qué podéis hacer para resolver el conflicto.»

Quien así hablaba era la Muerte. Replegando su manto de jirones de miseria, dejaba al descubierto su amarillento esqueleto, sentada en actitud meditabunda sobre áspero guijarro; a su alrededor se veía un grupo de seres fantásticos: los unos, mitad hermosas mujeres, mitad reptiles; los otros, fuertes mancebos terminados en cuerpos de fieras. En lontananza se extendía hermoso valle, cerrado por áspera cordillera revestida de perpetuas nieves; en el fondo del valle, desparramadas sus casas entre florestas y robledales, se alzaba la aldea de Cariamor, que, escondida entre uno de los repliegues del Pirineo y defendiéndose de los fríos de sus neveras por rocosos taludes y frondosos bosques, gozaba de todas 1as dulzuras del Mediodía y de todos los vigores del Norte.

A este pequeño rincón del mundo, llegó un doctor, que, sin saber por qué, aunque es de presumir que por mucha sabiduría, se había encerrado en el valle, y hacia veinte años asistía a sus habitantes.

De lo inmejorable que como médico era Almalegre, no hay más que decir, sino que, desde el punto y hora de encargarse de su clientela, no se había vuelto a abrir el cementerio, y ¡había vidas que segar!, pues eran más de cinco los centenarios, treinta los que asomaban al siglo y muchos los ya traspuestos por el meridiano de la juventud; pero ello es que ninguno moría. Así que alguna enfermedad asomaba por el hogar de un cariamorense, y antes de que pasara a apoderarse del organismo, allí estaba el doctor Almalegre, preparando armas y bagajes para ganarle la batalla; y no a saltos, ni a inspiraciones, ni acometidas, sino con la flexible perseverancia y minuciosa firmeza del héroe que avanza a pie, pero sin retroceder nunca. Y como, además, el doctor tenía a sus clientes preparados con admirable higiene, que en las noches invernales les explicaba con paciente elocuencia, y durante todo el año les imponía, con amorosísimo ejemplo, resultaba que la enfermedad, emisaria casi siempre de la muerte, agachaba las orejas, y apenas llegaba a la sangre de los clientes del doctor, se iba cantando la palinodia, y dando en hocicos a la muerte, que huía de Cariamos llena de coraje.

Había que ver al doctor en caso grave, que alguno hubo en los veinte años. Almalegre, que era en todas ocasiones el enfermero de sus enfermos, puede calcularse lo que sería cuando esperaba el lance. Allí había que verle cómo iba sacando de su alma frases y frases, que unas veces daban serenidad al moribundo, otras ánimo a los parientes; y siempre impregnaban la atmósfera moral en que respiraba el enfermo de una quietud tan suave, de una esperanza tan infinita, de una resignación tan profunda, que insensiblemente se tornaban los espíritus hacia la alteza inmortal de una vida sin fin, estado tan aborrecido de la muerte, que a todo trance desea barullo, y lágrimas y desesperaciones, pues así, en estos borrascosos momentos, es cuando ella crece y medra y se hace invencible... Y cuando ya el doctor la tenía acorralada, a fuerza de serenidad y hasta de placer en recibirla, ¡con qué ímpetu la batía en cada una y en todas las moléculas del organismo! Allí, sus manos aplicando diligentes los remedios; allí, acechando, con una minuciosidad de amante, la leve contracción del músculo, la tenue lividez de la piel, el ligero estremecimiento del nervio, la suave ondulación arterial, los matices, casi inapreciables, pero siempre acusadores de un nuevo síntoma en el mal, que ya le encontraba al doctor apercibido a combatirlo.

Y cuando en el paciente que tenía delante se complicaba con el cansancio del organismo el cansancio del espíritu, agobiado por esas penas agudas y misteriosas que todos los hogares albergan, había que admirar al doctor en su trabajo de redención. ¡Con que suavidad buscaba el sitio vulnerable al dolor! Lo primero era reunir a los crucificadores; después, con una dulzura de apóstol, inconmovible a las salidas de tono del amor propio herido, les iba trazando pasito a paso el proceso de aquel dolor que sobre el alma de1 mártir había ido cayendo hasta sobrenadar por encima de los músculos. Y no se contentaba con ponerlos delante de su obra destructora, sino que les iba buscando las rendijas del corazón, y hábil conocedor de los resortes que guarda tan delicada víscera, aun suponiéndola metida en pecho de fiera, los iba tocando en los registros más sensibles, de modo que los padres sayones, muchas veces inconscientes de sus hijos, caían del burro de la soberbia autoritaria, transformando en mieles los zarpazos de energúmenos. El esposo, Judas por inspiración de la vanidad, volvía a la ruta de la honradez y de la ternura; los hermanos, mal guiados al camino de las rencillas, las más de las veces por artes de la envidia, se tornaban al supremo instante en que de un mismo seno fueron llegados a la tierra, y anudando entre hijos, padres, esposos, hermanos y parientes, el santo nudo del amor que tan apretada e invencible hace la cadena de la vida, extendía el doctor, en torno del alma acongojada, un panorama tal de nuevas y desconocidas venturas, que por llegar a él y disfrutar de sus bienandanzas, el espíritu más cruelmente dolorido se agarraba a la esperanza, y ¡mala hora para la muerte aquella en que la esperanza tiñe, con matices de oro, el porvenir de los enfermos! Y como en la aldea de Cariamor pasaba lo que en todas partes, que los ricos eran los menos, y que para un enfermo la pobreza suele hacer buen pasadizo para la muerte, el doctor, lo primero que hacía era brujulear en la despensa del paciente, y si en ella no había aquellas suculencias, necesarias muchas veces, en seguida llegaban de casa de Almalegre unas cuantas gallinas, frescas docenas de huevos, algunas magras de jamón y la indispensable botellita de Jerez, cuyas gotas llenan de regocijo la sangre enferma.

El doctor salía de casa de sus enfermos cuando ya los había dado de alta, que era muy tarde, pues no dejaba él detrás de sí rastro de enfermedad, y entonces, según frase corriente de los cariamorenses la cara del médico daba luz: de tal modo el gozo, la satisfacción, la ventura; todos los diferentes matices del Amor irradiaban en torno de su rostro, y eso que nada había en él de extraño. Almalegre tenía figura vulgar; lo que sí rebosaba por toda su persona era un aspecto de pulcritud, de simetría, de proporción armónica, que si no la belleza era lo más aproximado. Su casita estaba en un extremo del pueblo, sobre unas aristas de roca; la rodeaba una estrecha pradería salpicada de manzanos que bajaban, colgados materialmente entre las piedras, hasta el fondo del valle; su conjunto semejaba un ramillete de frondoso verde, rematado por blanca azucena. Dentro de la casa tampoco había nada extraño al lugar: sencillos muebles de nogal, blanquísimo lecho, una biblioteca de contados, aunque selectos libros de medicina, un laboratorio, el retrato de una mujer anciana, que, según decía el doctor, era su madre, mucha luz y muchísima limpieza. Una mujer ya vieja, pero con agilidades de juventud, y un rapaz que cuidaba del caballo y los bien poblados corrales, a más de unas cuantas cabras y ovejas, eran la servidumbre de Almalegre, que los designaba a la consideración de la gente con el nombre de «familia».

Tal y conforme estaban las cosas, cuando la Muerte, citando a consejo a los hijos de la Soberbia y el Sensualismo, abrió sesión en los peñascales que dominaban el valle y la casa del doctor. La primera que contestó a la interpelación de la Muerte fue la Vanidad Científica.

«Me llamo Científica, dijo, porque haciéndome chica, elástica y escurridiza como un sapo, pude arrastrarme por debajo del templo de la sabiduría; y mordiendo un aforismo, arañando una doctrina, royendo éste y aquel método, logré, poco a poco, cargar con un bagaje de conocimientos que, convenientemente hinchados por el vaho de mi aliento, y haciéndolos relumbrar con seriedad insultante y un si es no es satírica, me permiten codearme impunemente con los poquísimos verdaderos sacerdotes de la ciencia, a quienes engaño con la mayor facilidad, gracias a la sencillez suya y a mi rapidez en doblarme y escurrirme cuando, a mis sofismas, se opone la verdad. Estoy a tu disposición siempre que no me obligues a destruir mi naturaleza, mi genealogía.»

En seguida habló la Ambición Científica:

«Como mi hermana, uso el calificativo, merced a los subterfugios de mi organización de reptil, pero soy un poquito más noble que ella, por cuanto que estimulo, algunas veces, a naturalezas apáticas y deficientes para el estudio; sin embargo, soy hija legítima de la Soberbia y el Sensualismo; el fin que persigo es la apoteosis de mis padres, y una higa se me da a mí de los sujetos de experimentación, como llamo a cuantos enfermos tratan los médicos a quienes sugestiono, importándome menos que nada entregarte a cientos de vidas, si logro descubrir, en un solo caso, el remedio apropiado para curar la enfermedad o para simular la curación que, para mi fin, es lo mismo. Puedes utilizarme como quieras, siempre que vaya ganando reputación de sabiduría.»

Aquí tomó la palabra la Envidia Científica:

«Soy la más pequeña y ruin de mis hermanas y la más querida de mis padres; nací exclusivamente para envenenar todos los santuarios de la ciencia; me cuelo en ellos bajo diferentes aspectos, pues tengo tal dosis de malignidad en mi naturaleza, que puedo impunemente disfrazarme de “piedad”, de “concordia”, de “sabiduría”, y hasta de “modestia”, conservando intrínsecamente mi carácter de Envidia. Así que llego donde hay ciencia, ya estoy labrando tristeza, en cuyo trabajo me ayudan mis hermanas la Vanidad y la Ambición. Te doy a miles las existencias, pues de tal manera ciego a los que domino, que, llevados del afán de hundir a sus comprofesores, no reparan en los medios que usan, siempre que les sirvan para tachar de ignorantes a los demás, con lo que ¡figúrate de qué modo segarás vidas! Puedes mandar lo que gustes, seguro de que mi regocijo es servirte y de que, por mucho que yo haga, jamás se me conocerá.

«Convencida estoy, contestó la Muerte, de vuestra insustituible importancia en el asunto de que se trata; pero es el caso que el doctor es, como hombre, un bendito de Dios; que se acuesta con las gallinas, que goza como en el Paraíso viendo jugar a los rapaces del pueblo, y que tiene bastante para el sustento de su cuerpo con su pote de patatas y unas escudillas de leche, y para el de su alma con los libracos de su biblioteca y los análisis de su laboratorio, con lo cual resulta que no sé de qué modo vosotras, dignas hijas de vuestros padres, podéis clavar las uñas en su ser.

«Creo que soy el único para preparar el terreno; me llamo el Amor Propio, dijo un mancebo de apacible hermosura, que ocultaba sus garras de tigre bajo áureas vestiduras y que llegaba con un rapazuelo en la mano.

«¡Tú! ¿Estás loco? ¡El doctor Almalegre vencido por ti!», contestó la Muerte.

«Escucha y no te dejes llevar de la primera impresión. El doctor Almalegre, como muchos que andan por el mundo, teniendo conciencia de lo que son, se ha metido en esa aldehuela porque, en realidad, ha sentido el despecho de todos los que son desconocidos o erróneamente conocidos, que es un modo de desconocer como otro cualquiera. Bien sé yo, pues muchos días me he sentado a la cabecera de la cama del famoso doctor, que allá, en las sinuosidades de su conciencia, sufre accesos de melancolía, al considerarse tan eminentemente sabio y tan completamente ignorado: en la mayoría de las ocasiones, mis suaves caricias le hicieron desterrar sus tristezas, y aunque, a poco de sentirme infiltrado en sus pensamientos, por un arranque generoso de su corazón, enamorado de la humanidad, supo tenerme a raya, convirtiendo en ardiente caridad mis sugestiones, ello es que estuve dentro de él, inspirándole hondo desprecio a los seres y a las cosas, y un íntimo regocijo al aquilatar, con la contemplación de sí, el rico caudal de sus conocimientos y virtudes. No siendo muy ajeno a mi influencia ese estado de serenidad y apacible dulzura que lo caracteriza, y que de tal modo lo eleva sobre los míseros habitantes del valle. Creo, pues, que de acuerdo con mis hermanas. y aleccionando bien a este rapaz, hijo mío y de la Concupiscencia, que se llama el Egoísmo, habremos de poner al doctor al servicio tuyo.»

«Yo, dijo el pequeño, me cuelo con gran facilidad en pos de mis padres; donde ellos entran hago de las mías; y organización donde yo pueda rebullirme, es fortaleza entregada a todo lo que sea corrupción, anonadamiento y sombra...»

«Sinónimos míos, interrumpió la Muerte, conforme estoy en lo que dijisteis; y ya podéis establecer el cerco en toda regla, pues dentro de pocos días voy a esparcir el veneno del cólera en la comarca, y creo que la ocasión es de perlas.»

Y no hubo más. Pasados unos días, el cólera se extendió por las vertientes del Pirineo, rodeando a Cariamor, que seguía inmune a toda enfermedad. El doctor, así que supo el suceso-, se fue de casa en casa diciendo:

«¡Ánimo, y no hay que asustarse! Mañana y noche visitaré vuestros hogares, reconociendo con cuidado a la familia, y al primer amago del mal allí me tendréis, como siempre, dispuesto con mi propio calor a reanimar el enfermo. Cuidemos bien de la limpieza del lugar; demos de mano a todo odio por leve que sea, y unidos, sobrios, límpidos de cuerpo y de alma, presentemos al mal nuestra mejor sonrisa de felices y resignados; y si aun así quiere ese pícaro cólera llevarse alguno, volvamos la cara al cielo y ¡a morir!, que bien sabido lo tenemos desde que nos dimos razón de la vida»

Con esto, los socorros que iba repartiendo y su hábil medicación preventiva, la aldea seguía limpia de epidemia.

Llegose una noche serena y despejada. El doctor acababa de entrar en su casita: venía de recorrer los hogares del pueblo; nada extraño halló en ellos, y con la perspectiva de una noche tranquila y la satisfacción de un día de noble trabajo, el doctor se sentó delante de la abierta ventana, paseando la mirada por la amplia extensión del valle. La luna llena iba trazando su órbita inmensa por un cielo oscuro, y los últimos cantos del iluminado ruiseñor avisaban el fin de la primavera y los primeros días del estío. La noche, cargada de suaves brisas y perfumes, ofrecía esa cadena de horas llenas de inspiraciones, fantasías y delirios.

La naturaleza dormía una de esas noches suyas, tibias y serenas, en que los cantos del ruiseñor avisan los primeros días del estío, y en que, las brisas y los perfumes., aligeran las inspiraciones de la imaginación, haciéndola volar al país de rosados sueños.

El doctor se recogió muy dentro de sí y un éxtasis lleno de promesas, compensadora de los dolores que el mundo ofrece, se extendió por su cerebro… Se sintió dos: uno estaba allí, en aquel repliegue de la tierra, sobre el alféizar de su ventana, en su humilde casa de médico de pueblo, reinando, con incuestionable soberanía, merced a su ciencia y virtudes, sobre aquel mísero rebaño de seres humanos, más sugestionables que las bestias del bosque. El otro él se vio en ciudad soberbia, coronada por todos los esplendores, de la civilización, en su Trinidad de Ciencias, Artes e Industrias; habitaba en un palacio maravilloso, y una sola de sus recetas y de sus consejos, se pagaban a peso de oro. Su nombre iba en lenguas de la fama, pregonándolo por sabio, por virtuoso y por grande. Aquí el éxtasis del doctor tomó carácter de diálogo, y como si continuara siendo dos, se dijo:

«Y no hay duda, todo lo merezco. Sé mucho, y ¡cuánto! ¡cuánto pierde la ciencia con que yo me calle mis descubrimientos, mis análisis! ¡Qué filigranas en el arte de curar hice en estos veinte años y cómo sé llevar a la naturaleza, salvando las sirtes del dolor, hasta dejarla en el tranquilo océano de la salud! Y si todo lo que sé se esparciera por el mundo, ¡qué gloria para mí! ¡cuánta riqueza! ¡Y pensar que todos mis condiscípulos están tan elevados en la sociedad! ¡Ellos, que no valen juntos lo que yo! ¡Y mañana, vuelta a la visita, a llevar mi poderosa razón hasta esos conatos de razón, que bullen en los cerebros de los cariamorenses! ¡Vuelta a descender, desde la aristocracia del talento y la sabiduría, hasta los suburbios de la ignorancia y de la rusticidad!»

Al llegar a esta consideración, el corazón del bueno del doctor dio un salto muy grande; una oleada de sangre ardiente, henchida de ternura, subió por su pecho, borboteando por la carótida e inundando de generosidades los hemisferios cerebrales, se convirtió en dos silenciosas lágrimas que llevaban en sus amarguras hondas heces de remordimiento. Con aquella oleada de ternura subieron al pensamiento del doctor memorias de gratitud, recordándole la alegría de las madres cuando les entregaba sanos sus antes enfermitos pequeñuelos; el delirio gozoso de la esposa ante el esposo curado; la santa emoción del mancebo al besar las canas de la restablecida abuela y las últimas palabras de su madre, que sonaban siempre en sus oídos diciéndole: ¡Sé bueno! Coro de bendiciones que habían caído sobre su frente de médico, dotándola de aquella luz especial que decían los cariamorenses que daba la cara de Almalegre...

Una algarabía de chillidos de búho se oyó entonces a lo lejos. El doctor volvió en sí a tiempo que la Muerte y sus aliados huían del valle. Mas, el primer ataque estaba dado. El Amor Propio había prendido bien sus garras sobre la inteligencia del doctor, y el Egoísmo, siempre sutil, emprendió desde aquella noche su tarea destructora. «¡Sé bueno! –le decía al oído–, pero ¡no tanto!, ¡te haces viejo! Después de todo, si no ha de servir tu sabiduría, para otra humanidad que este puñado de imbéciles, basta con la adquirida; descansa, no estudies tanto. Piensa, añadía el Amor Propio, que todos esos seres a quienes curas y salvas de la muerte, no valen lo que tú solo. Tú solo eres el fuerte, el racional, el virtuoso.» Y la Vanidad Científica murmuraba: «¡Cuánto sabes! ¡Qué deslumbramientos producirías en el mundo de la ciencia!» «¡Y cuánto podrías ser en la sociedad culta si te dejaras de esos sentimentalismos indignos del verdadero sabio!», continuaba la Ambición. Y la Envidia roía muy en lo hondo del corazón de Almalegre, haciéndole observar el encumbramiento de sus compañeros infinitamente inferiores a él en sabiduría y en virtud.

En este batallar del ánimo se pasaba las horas el doctor, ínterin el cólera iba cercando la aldea; el momento era decisivo.

El resplandeciente genio del Amor humano, único que engrandece y fortifica la inteligencia, iba recogiendo sus níveas alas sobre la frente del doctor, y a medida que su llama inmortal se apagaba, el huracán de las pasiones corruptoras ensombrecía el noble entendimiento del sabio. En vano aquella ternura de su corazón generoso, nacida del más puro altruismo, intentaba sujetar en su cerebro la verdadera misión de su ciencia médica. Las maldecidas aliadas de la Muerte, cegaban los ricos veneros de donde surgían, en las horas de crisis, las templadas armas destructoras de la enfermedad.

A la cabecera de los enfermos no era ya el doctor el adalid sereno, atento antes que a nada y sobre todas las cosas a salvar las existencias y a libertarlas del dolor; era el conjunto de egoísmos feroces, que hallaban, en el cuerpo enfermo y el alma dolorida, elementos insustituibles para medrar, para ensoberbecerse. Allí, al lado de aquellos dolientes, la caterva de pasiones que embargaban al doctor, bullían rugiendo, con necesidades de fieras, y sus inspiraciones eran las que ponían en manos de Almalegre el medicamento de efectos dudosos, el método atrevido de audacias comprometedoras, la fría expectación del cruel experimentador que, ávido de conocer la verdad, deja pasar el momento oportuno, cambiando la crisis salvadora en morta1. Y cuando satisfecho el Amor Propio, llena de alegría la Vanidad Científica y acalladas la Ambición y la Envidia con proyectos de encumbramiento, se alejaba el doctor del pobre enfermo para trazar con mano firme la historia de un "caso", se encontró un día –¡el primero en veinte años!– con que la muerte inesperada se llevó a una de los más robustos mancebos de la aldea.

A la primera derrota siguieron muchas. El cólera hizo de pronto su aparición, y el doctor Almalegre, completamente abstraído por la Soberbia y el Sensualismo, que le impulsaban como sabio al encumbramiento, y como hombre al sibaritismo, dejó segar vidas d y vidas, que nada le importaban ya, pues sus actividades habían cambiado de rumbo , tomando a la humanidad como medio y no como fin.

Simultáneamente a esta transformación del doctor, llegó a su noticia que el mundo culto comenzaba a ocuparse de él: sus veinte años de estancia en Cariamor, durante los cuales nadie se murió, eran conocidos y las revistas y los libros llenaban sus páginas de alabanzas al sabio y al bueno. ¡Oh, misterios del destino! ¡El encumbramiento humano de Almalegre comenzaba en los primeros instantes en que volvía la espalda a la humanidad!

Los cariamorenses, abandonados a su rusticidad, a sus pasiones del odio; sin guía para la higiene física y moral de su vida; sin mentor de sus razones embrionarias o degeneradas, fueron cayendo en esos abismos de violencia para la salud en que moran la mayoría de los seres, huérfanos ya del instinto salvador de los animales, y vírgenes aún de los albores de la ciencia y del racionalismo. Los gérmenes del mal atraídos, buscados, pudiera decirse, por la supina ignorancia de las seres que alborean a la inteligencia, fueron posesionándose de Cariamor, y el largo catálogo de las enfermedades incubadas par la desidia, por la torpe creencia de un alma incorrupta y el imprudente orgullo, fueron extendiéndose por el valle, segado en poco tiempo por la Muerte.

El doctor Almalegre fue llamado a populosa ciudad, y allí se quedó labrándose una reputación europea. ¡Cuán a su gusto se hallaron en aquel recinto las pasiones que en él vivían! En la lucha por la vida contra los elementos que le son hostiles y para el bien de sus congéneres, nunca le fueron necesarias. En la lucha por la vida contra los individuos de la especie, y para el bien de sí mismo, aquella caterva de arpías, le era indispensable.

¡Había sido completa la derrota de «El Enemigo de la Muerte»!


Publicado en El País, Madrid, 22 de agosto de 1892.


Publicado el 29 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
Leído 30 veces.