Viajero que pasas, si te detienes junto a esas piedras que bordean el camino, recoge estos apuntes que te dejo entre las finísimas hebras de mis plumas; párate y escucha las últimas frases de mi agonía, escritas entre los píos de mis postrimeros gorjeos; ¡ojalá que medites al terminar lo que leyeres!, ¡ojalá que busques entre el terroso polvo que pisas, algún tenue hueso de aquel que fue mi cuerpo!; y ¡ojalá que, al tender tu mirada en el espacio de los cielos, no envidies el poder de las alas que allá en tu fantasía, quisieras tener para cruzar, como el pájaro, la región infinita sin fijar tu planta sobre la áspera tierra…! ¡Escucha…!
Yo nací en jaula de oro; entre las suspendidas pajas de un nido hecho de filigrana, abrí mis ojos a los rayos del sol de mayo; todo era luz en torno mío; un tibio invernadero daba vigor a exóticas plantas abrigando con sus delicados efluvios la tenue vida que en mí nacía ante el suave calor de mis enamorados padres; volteadores compañeros mandaban a las vibradoras ondas del aire su confuso tropel de trinos y gorjeos, y sobre las arqueadas ramas de un simulado sauce de plata, piaban a porfía mis hermanos de otra nidada, aprendices del canto de nuestros mayores que, en tonos destemplados, intentaban formar armónicas escalas y desprendidas notas. Mi pluma fue de oro como mi jaula; cuando pude tenerme sobre el argentino árbol, me fije vanidoso en las ondas del cristalino arroyuelo que por la pajarera cruzaba, y con el orgullo de mi belleza, alisé mis plumas en orden minucioso con todo el primor del que ama la hermosura, y en sí mismo la ve. Aprendí a cantar; mis trinos dominaban con su agudo poder, las voces de mis asombrados compañeros, y cuando al ponerse el sol le despedía desde las más altas ramas del sauce, todos los pájaros que conmigo vivían, escuchaban con religioso silencio, el inspirado himno de mi amor. Un día mi hermosura y mi canto llamaron la atención de una mujer que me contemplaba absorta; cambié de jaula, me despedía de mi infancia, y abandoné aquel recinto donde las palmeras enanas mezclaban sus largas hojas con el brillante plátano y el aterciopelado naranjo; mi jaula fue de plata, y en vez de árbol una argolla de sonrosado coral me brindaba, suspendida por tenue alambre de oro, el suave vaivén de columpiadota rama; estaba solo, solo en el santuario de una mujer hermosa; vivía entre el amor, la molicie, el lujo y, ¡quién sabe!, ¡acaso la falsedad!; desde mi jaula contemplaba a mis pies todo un mundo de pequeñeces, al parecer grandezas entre los hombres; anchos divanes de rameado raso dejaban escapar de sus bordes cascadas de seda y deshilachado hilo de oro; jardinera de bronce y afiligranado barro, sostenían plantas compañeras de aqeuellas otras que vi al conocer la vida, pero que solo eran iguales en la forma, pues mucho más reducidas o empobrecidas vegetaban buscaban un rayo de luz, y entreabriendo sus pálidas flores ante los minuciosos y artificiales cuidados de mi dueño; grandes lámparas de bronce y de china pendían, como mi jaula, de aquel nido de la tierra, y sobre mesas, muebles, estantes y veladores, un mundo de barro, metal, marfil, nácar, pórfido y alabastro, se mostraba a la vista bajo las múltiples formas que la naturaleza ofrece en sus infinitas y admirables transformaciones. Aquel gabinete era como una miniatura, hecha por tosca mano, de las grandiosas obras de la creación; en detalles admirable, en conjunto mísero; de mi reino no había más ejemplar que yo; a mi ama no le gustaban las aves, y solo por lo excepcional de mi belleza y mi mérito, pude entrar en aquel mundo sin creador.
Era feliz; cuidadosamente atendido, jamás me faltaba el agua cristalina en mi taza de cristal de roca, ni la fresca yerbecilla enganchada en los primorosos alambres; como de noche cambié de jaula, no conocía más cielo que un jirón azul o ceniciento, según las nubes que lo surcaban, que por entre las corridas cortinas aparecía como punto brillante de un más allá ignorado y desconocido; mi ambición era mi canto; separado muy joven de mis entendidos maestros, apenas si recordaba alguna que otra escala, y como en aquel recinto no vibraba otra armonía que la de mi garganta, yo luchaba con valentía por recordar el canto de mi infancia, creando en mis largas horas de soledad variaciones para mí desconocidas, y que brotaban entre mis trinos, bajo el soplo divino de una inspiración ardiente y avasalladora. La gloria de mis triunfos era escucharme; tenía la conciencia de mi mérito; sabía que valía mucho, y la satisfacción de conocer mi valor, creaba en torno mío un mundo de felicidades; además, sabía que me atendían; veía a mi dueña medio recostada en suntuosa otomana, suspender el caprichos trabajo que entre sus dedos tejía, fijando en mi entreabierto pico, la mirada de sus ojos grandes y melancólicos, y le oía decir con encantadora sonrisa: «¡Qué pájaro!, ¡parece mentira cómo canta! ¡Con él mi cuarto es un paraíso!» ¡Oh! ¡por qué ambicioné hacer de aquel rincón de la tierra un facsimil del alcázar del cielo…!
Un día se fue mi ama encargando que me cuidasen con delicada solicitud y que, para que no sintiera su ausencia, sacasen mi jaula al balcón de su cuarto; así se hizo, y aquel día vi por primera vez el cielo, me hallé de frente por la primera vez de mi vida con el pájaro libre, con el audaz compañero que vagaba cruzando con sus olas las ondas del aire, y llenando de armónicos sonidos las galas de la naturaleza; del balcón donde me pusieron, dominé un extenso jardín; al final de él se abarcaba un horizonte inmenso; el campo con sus altas lomas cubiertas de doradas mieses, sus solitarios y torcidos árboles; las enmarañadas viñas y los cenicientos olivares, y allá, muy lejos, las altas crestas de quebradas montañas medio vestidas de nieve; ¡el campo con su majestuosa belleza, con la diáfana luz de sus dilatados horizontes, con el purísimo ambiente de los aromáticos efluvios de plantas y de flores! ¡Oh!, ¡aquello era la vida de lo desconocido que se mostraba ante mis ojos en toda la extensión de su grandeza! ¿Qué paso por mí? ¡Lo ignoro!, ¡sé que mis plumas se ciñeron en derredor de mi cuerpo como frío sudario; sé que mis alas, trémulas y vacilantes, hicieron con brusco movimiento ademán de extenderse, y que al tropezar con el frío metal que me envolvía en círculo entretejido, se abatieron cayendo sin fuerza ni calor en derredor de mí; sé que mi pico entreabierto para modular un gorjeo, dejó escapar el eco ronco de un agudo grito, y sé que mi cabeza extendida, jadeante, ávida de penetrar en aquel horizonte que ante mi vista se extendía quedose inmóvil y fija, absorta en la contemplación de aquel nuevo mundo…! ¡Pobre preso!, pasó diciendo un pájaro ceniciento, feo en comparación a mí, pero hermoso en medio de aquel cuadro de pardos matices donde el batir de sus alas era la representación de la vida en acción. ¡Pobre preso!, gritó alejándose y perdiéndose como punto invisible en el océano de luz que lo envolvía…
¡Con que estoy preso!, murmuré mientras mis alas se recogían lentamente en torno de mi cuerpo, y mientras mi cabeza ciñéndose al cuello, dejaba huecas las plumas de mi pechuga.
¡Preso!, ¡preso!, y ellos ¡libres!, ¡libres! ¡Pobre de mí…! Aquel día no canté; pasaron muchos y mi voz se anudaba en mi garganta cuando quería modularla: ¡cantar estando preso!, ¡si estuviera libre! Por fín, llegó un día en que vencí la pena que embargaba mi voz y canté, pero, ¡ay de mí!, mi canto no era el trino melodioso, juguetón, alegre y agudo de los pasados tiempos; cantaba, sí, pero llorando; los gorjeos que de mí salían llevaban en sus notas gritos de angustia, sollozos de desesperación, quejidos de amargura, y dominando tan estrafalario concierto, sobresalía siempre, como la esperanza sobresales en los movimientos del dolor, una nota aguda y estridente que repetía sin cesar: «¡Libertad!» «¡Libertad!»
A fuerza de repetirlo llegué a amarla, y enamorado ya de aquel mito que, en medio de mi dolor, brotó como rayo de luz en densas tinieblas, sólo por ella llegué a comprender el por qué las plumas de mis alas se extendían en delicado círculo; desde entonces viví para la libertad; esperándola sufría tranquilamente la ausencia de aquel cielo que vi una vez no más; esperándola, volteaba en mi argolla de coral, como si en ella viese la rama que más tarde habría de sostener mi nido; y esperándola, ensayé nuevos cantos, creyendo que cuando para siempre la gozase, debía saludarla con el himno más hermoso de cuantos me inspirase el cielo…
Por fin un día le canté, con todo el entusiasmo de mi juventud, sobre las altas ramas de un ciprés…estaba libre, ¡libre!, y mi canto resonaba en el árbol, emblema de la muerte… Desde mi jaula, por un descuido abierta, volé a aquel árbol, que dominaba a todos; aunque corto el trayecto, la fatiga me rindió y allí posé mi planta y canté a la libertad; el cielo era mío, no tenía más que tender las alas y mecerme en sus etéreas gasas; el horizonte era mío; batiendo el aire con mis plumas, cruzaría lomas, vegas, olivares y montes; el más allá para mí no existía; la tierra era mi mundo, el cielo mi techo, la creación mi jaula. ¡Hermosa libertad…! Tendí mis alas, un dolor agudísimo me obligó a recogerlas, ¿cómo es esto?, ¿con alas no he de poder volar? ¡Ay de mí!, ¡no podía, el hecho era bien cierto…! ¡Cómo volar con ellas, si las cien generaciones de mis antepasados y yo con ellos nunca hicieron uso de aquellos miembros que para volar nos dio el cielo…! ¡Fatalidad! ¿Tendré que volverme a ese mundo en caricatura donde pasé mi vida? ¿Será posible que siendo pájaro, tenga que ir a encerrarme en el estrecho recinto de un antro informe…? ¡No!, dije con un arranque de indomable valor, mi sitio es éste; si logro acostumbrarme a este mundo en que jamás viví, mis hijos serán libres; probemos; no yendo lejos, tal vez pueda volar… Tendí las alas; el poderoso esfuerzo de mi voluntad a quien la libertad aguijoneaba, me dio fuerzas y volé; un árbol grande al borde de un camino fue mi parada; el sol se alzaba majestuoso en medio del cenit y su fuego, cayendo en abrasadores rayos, tornaba el ramaje del árbol en ardiente recinto; mi pico se entreabría de calor y cansancio, tenía hambre también. ¿Dónde comer…? Busqué con la mirada, y nada; sin embargo, yo veía algunos pájaros más pequeños que yo, que desde larga distancia, venían a recoger algo que yo no veía sino cuando ellos lo levantaba; me fijé bien y comprendí mi desgracia, no veía como ellos…; es decir, ¡que no solo mis alas eran miembros inútiles, sino que mis ojos también!
¡Pobre preso!, en la media luz de invernaderos y gabinetes, tus pupilas perdieron la potencia que les dio el cielo, y hoy no sabes recoger el mísero grano que para ti destinó la naturaleza; lloré cantando; solo cantar sabía y mi esperanza me llevó a creer que, al escuchar mi voz, acudiría algún ave que cariñosa me serviría de guía y de sostén en la ruda prueba que me esperaba; canté las más dulces endechas de mi infancia, aquellas que atraían en otros tiempos la atención de todos mis compañeros; al poco rato, un pájaro se posó junto a mí, luego otro y otro; todos eran pardos, del color de la tierra; sus recias alas y sus agudos picos demostraban bien claro lo acostumbrados que estaban a los rudos trabajos de la vida… ¡Ay!, ¡eran libres! Mirándolos seguí mi canción. De pronto un confuso clamoreo me advirtió que se hablaban; «que feo es», exclamaba uno. «Miren el remilgado y qué primores se sabe», murmuraba el otro. «Más valía que en vez de cantar se tiñese con tierra esas plumas chillonas y descoloridas». Callé trémulo de amargura… Yo, que me suponía belleza superior, era objeto de escarnio para aquellos reyes del aire; en esto llegase al grupo otra ave, me vio, lanzó un agudo grito y diciendo: «Está junto a mi nido», se lanzó sobre mí con el pico abierto y las alas extendidas; todos le siguieron, y antes de darme cuenta de mi nueva desventura, caía al pie del árbol a fuerza de picotazos y empujones. Hasta allí me siguió la saña del me creyó su rival, y magullado, con cien plumas de menos, herido y triste, pude en fuerza de temor, volar hasta un escueto olivo donde al fin me di cuenta de mi situación; la noche avanzaba, el hambre y la sed me acosaban con insufrible necesidad, el frío sucediendo al calor comenzaba a entumecer mi cuerpo, y con las tinieblas se acercaba para mí un mundo de terrores y de congojas; ¿dónde acogerme…?, ¡a mi jaula no!, ¡antes la muerte! ¡Sin libertad, para qué vivir!, ¡si al menos tuviese hijos! ¡Ellos sí que serían libres!, pero nada, estoy solo, y la noche llega con sus sombras y sus rumores: los gritos de las nocturnas aves, la fría escarcha de sus nieblas, lo espantoso de su soledad… Ahuequé mi plumaje, me recogí debajo de una rugosa corteza, y temblando de frío, de hambre y de sed, cerré mis ojos, mientras un pío quejumbroso y doliente se escapaba de mi desgarrado corazón; ¡qué noche!, solamente la esperanza de no pasar otra me anima a describirla. El cielo con sus astros, suspendidos sobre mi cabeza, parecíame inmenso capuz que dejaba al descubierto mil ojos, ávidos de buscarme para herirme; la tierra parda y fría, perdiéndose en la sombra, ante la escasa fuerza de mi mirada; y yo, aterido de frío, temblando de terror, sin más apoyo que la frágil rama que más de una vez osciló ante el vuelo del búho, que, con sus ojos rebuscadores y brillantes, intentaba hacer presa sorprendiendo la adormida república de las aves, contando con espanto los eternos instantes de aquella noche en la cual sufrí mucho más que la más temerosa fantasía pudiera figurarse.
Nada hay en mí de ayer; no vuelvo a mi dorada prisión, porque, enamorado de una vez para siempre de lo que en mí despertó el dolor y el placer, quiero ser mártir de mi pasión y abrazado al áspero tronco donde hallé mi martirio y mi felicidad, quiero morir por la libertad, puesto que por ella viví; y al sucumbir a los rigores de un mundo que no es mío y de una naturaleza que me rechaza como espurio, siendo su hijo, quiero exhalar mi último canto en loor de ella y por ella, para que si alguna vez se creyese indignidad el exceso de mi amor, en fuerza de su misma intensidad, y de mi prolongado martirio, se haga sublime su causa y me redima de mi pasión al morir por ella…
Antes de salir el sol, próximo a perder para siempre este don de la vida que no ha sido bastante a darme la felicidad en la tierra, dejo caer al pie del árbol donde voy a morir, las plumas en que lego a la posteridad las memorias de mi existencia, y ¡ojalá!, viajero, que al pasar las recojas diciendo al leerlas: ¡he aquí lo que cuesta el primer día de libertad!
Febrero, 1881.