El Secreto de la Abuela Justa

Rosario de Acuña


Cuento


Dedicado a los hijos de Bonafoux
 

Mis pequeños amigos: A vosotros, que tan inteligentes sois, dedico este cuento; leedle, aprendedle bien, ya que, por dicha vuestra, nacisteis en un hogar alejado de la infecta atmósfera en que se desarrolla la ferocidad salvaje de la mayoría de los niños españoles. Que vuestras almitas ansíen llegar a poseer el secreto de la abuela Justa; sed muy amantes ahora que sois niños, para ser luego justos cuando seáis hombres; elegid entre las sabidurías la que brota del corazón; con ella llegaréis a poseer la que surge de la inteligencia; preferid la gratitud del humilde, del pobre, del desvalido, al homenaje del fuerte, del poderoso, del soberbio; el amor de los pequeños podrá enseñaros algo, y siempre os dejará el corazón tranquilo, y la mente serena; el de los grandes secará vuestras ternuras y nunca os enseñará nada. Volved los ojos y el pensamiento a todas las hermosuras de la Naturaleza: el pájaro tejiendo su nido; la hormiga que arrastra la paja; la rosa cambiando su manto de nácar por un cáliz de oro, fecundo por las caricias de la abeja… que sean a vuestra curiosidad infantil las más preciadas páginas de la sabiduría. Uniros, con todos vuestros sentimientos delicados, a la existencia de la Tierra; en ésta, nuestra amorosa madre, de la cual nacemos y a la que vuelve nuestra vida cuando el sueño de la muerte nos entrega al descanso, se encierra toda nuestra felicidad; glorificadla con la inteligencia; adoradla con el corazón; ella os dará, en cambio, horas deliciosas de paz y de ventura; no cansaros jamás de contemplarla; los espectáculos que nos ofrece, siempre distintos y siempre magníficos, dotarán a vuestras almas de una serenidad inmortal. No hay gloria social ninguna que presente más deleite al espíritu humano que inundarse con la gloriosa luz del sol cuando surge en Oriente sobre un trono de fuego o se apaga en el Océano bajo un dosel de púrpura… ¡Uniros, uniros al planeta con todas las energías de vuestras almas! ¡Que vuestros infantiles cerebros sientan el afán de penetrar los secretos que encierra, y acaso luego, cuando la juventud esmalte los horizontes de vuestras vidas, formaréis entre los escogidos para llevar a la Humanidad a la cumbre de sus destinos!


Os abraza con la mayor ternura vuestra amiga

Rosario
 

En una aldea de las montañas gallegas, alejada de las últimas casas y sobre un cerro que domina el mar, había una cabaña en la que vivía la pobre abuela, Justa, viejecita, arrugada y rosada como las manzanas que se guardan entre la ropa; tenía ya los cien años [bien] cumplidos, y aun sus ojitos, vivos, y lucientes, alcanzaba a ver los horizontes, y aun sus piernas secas y duras, trepaban por los peñascales de la costa; apoyada siempre en grueso cayado y con sus cabellos blancos, como vellón de blanca lana, recogidos en pañuelo de chillones colores; su corpiño de estameña; su refajo hecho de remiendos y calzada de zuecos, había que verla ir, ligera y erguida, a casa de los vecinos de la aldea para decirle a cada uno aquello que mejor le había de servir para su ventura y prosperidad.

Porque la pobre abuela era una especie de augur infalible de las variaciones atmosféricas, de las probabilidades buenas o malas para la pesca, para la siembra, para la cosecha, para todo cuanto se relacionase con la vida de trabajo de aquellos campesinos y marineros. «Hijos míos, decía la abuela Justa a los pescadores, no salgáis mañana porque habrá galerna». Y los pescadores miraban al mar y, aunque nada viesen que les anunciase el temporal no salían; de tal modo tenían comprobado el don de acierto de la viejecita. Lagalerna soplaba al día siguiente y se llevaba barcas y pescadores de toda la costa menos de aquella aldea y de otras tres o cuatro donde se corrían los avisos de la abuela Justa. Los marineros sacaban siempre de la mejor redada el pez más hermoso y se lo llevaban a la abuela en señal de gratitud. un tiempo hubo en que se cruzaron dimes y diretes entre los aldeanos sobre si aquel don maravilloso que tenía la viejecita era cosa de brujería; pero la pobrecita Justa vivía bien a la luz; de nadie se ocultaba; noche y día estaba abierta la puerta de su cabaña y allí podían hallarla, ya remendando su ropa, ya atizando el pote, ya torciendo el lino; a fuerza de conocer su vida, hora por hora, se convencieron de que no era bruja y quedó su fama para siempre segura, como el de una buena mujer cuyo don maravilloso era un secreto.

Varias veces los notables de la aldea, médico, cura, tendero y dos o tres indianos, tan cargados de títulos y de dinero como de vanidad, la interpelaron con maña, y siempre sus curiosidades eran contestada con una sonrisa bondadosa, como si las preguntas le evocaran recuerdos tiernos; pero siempre había dicho a todos: «No se cansen, ese es mi secreto y aun no llegó el día de publicarlo.» Así pasaron años y doblo la punta de los cien sin cesar de decirles a sus vecinos: «¡Sembrad temprano que el otoño será de agua; no esquiléis las ovejas, que la primavera traerá hielos; haced buen acopio de redes que pronto llegarán las sardinas; ¡los ganados a casa, la cosecha a la panera, las barcas a la playa ¡pronto! que se aproximan vendavales y tormentas». Así de casa en casa, iba llevando la previsión que es la única dicha de la humanidad; y todos los vecinos la llevaban a su choza el pedazo de pan, el jarro de leche, la lonja de cerdo, el haz de leña… contribución de su gratitud, que era la única renta de su vejez y de su soledad… y ¡cuidado con llevarle dinero! porque ella decía enfadada: «Si me dais pan daré el que me sobre a otro más pobre que yo; si me dais dinero, entraré en la tentación de guardarlo, con lo que se harán dos males, quitar pan a un pobre y darme un vicio que no tengo…» Un día se la vio a la abuela Justa entrar en casa del alcalde; enseguida tocaron a Concejo y reunidos los principales vecinos en la casa Ayuntamiento, empezó a hablar así la viejecita:

«Hijos míos, hace poco cumplí los cien años y espero de un día a otro que la ley de la Naturaleza me llame para siempre al descanso; no quiero dejaros a vosotros, compatriotas míos, a quien tanto amé, con la sospecha de que la pobre abuela Justa sea una mala alma, de esas que vuestras infantiles supersticiones suponen tocadas de brujería. Voy a revelaros el secreto que durante noventa años me sirvió para pronosticar el tiempo y sus vicisitudes, relacionadas con vuestros trabajos y ¡ojalá mis palabras lleven a vuestro entendimiento la seguridad de que no hay poder comparable al que da la ternura hacia la Naturaleza!

Tendría yo nueve o diez años cuando una tarde, al salir de la escuela, me reuní para ir a casa con dos chicos vecinos; subíamos por la calleja del monte, y entre unos laureles alcanzaron a ver mis compañeros un nido de gorriones; verle y cogerle fue todo uno, y apenas me di yo cuenta de la acción cuando el nido, con tres pajarillos a medio vestir, estaba en poder de los muchachos; yo temblaba de pena al ver aquellos gorrioncitos encogidos de miedo en el fondo de su camita, y con los ojitos muy abiertos como si quisieran sacar por ellos sus almitas acongojadas e inspirar compasión y pedir amparo. Los chicos ya había hecho el reparto de los pájaros: éste para ti, éste para mí, y éste para Justica. Cerré yo la mano con todo el mimo que me fue posible, sobre aquella miajita de vida envuelta en plumas y aterida de espanto, ínterin los chicos tiraban el nido y empezaba a idear de qué modo se divertirían con los pájaros; uno haría una horca de caña para colgar el suyo; el otro haría unos arreos para que tirara de un cajón de papel. Olvidándose de mí se fueron a buen paso, y debo confesaros hijos míos, que uno de aquellos rapaces murió en garrote vil por haber cometido asesinato y el otro se fue a América, se hizo vendedor de esclavos y le asesinó uno de éstos en venganza de lo brutalmente que los trataba… Al verme sola recogí el nido y metí en él al pájaro; dudé si lo dejaría entre el laurel, pero temí que lo volvieran a encontrar los chicos y me lo llevé a casa; aguanté sin chistar la riña de mi madre por venir con tal embajada, y la pedí, con lágrimas en los ojos, me dejara guardar nido y pájaro; conseguida su venia, con unas tablillas hice un rinconcillo en la ventana que daba a nuestro huerto; en aquel hueco metí el nido; preguntábame cómo daría de comer al tierno prisionero, cuando vi con asombro a los pájaros padres que, erguidos sobre los sarmientos de la parra, le daban alimento al pequeñuelo; los pobrecitos, siguiéndome, entraron en el huero, y venciendo su terror por amor paternal, acudían a la ventana a cuidar a su hijito; nada tuve que hacer sino deleitarme en ver aquella amorosísima pareja criando al pobre pájaro; y un día, cuando el sol de julio salpicaba de briznas de oro las olas del mar, las tres avecillas volaron libres y dichosas a las ramas de un cerezo; mis ojos, húmedos de ternura, les enviaron una amorosa mirada de despedida, mientras mis labios les decían: ¡Adiós! ¡Adiós! Entonces fue llegando a mis oídos su pío pío suave y dulce que fue modulándose de canto en sílabas, de sílabas en palabras hasta convertirse claramente en estas frases: ¡Adiós, Justa! la piedad de tu alma hacia nosotros, los pequeñitos, los humildes hijos de la Naturaleza, no puede quedar sin recompensa; desde hoy nuestro lenguaje te será conocido; así como nos entendemos, tú nos entenderás a nosotros; de la misma manera que este nuestro pío, pío, de gratitud llega hasta ti convertido en palabras, todos los píos, gorjeos y modulaciones de todas las aves del mundo llegarán a tus oídos transformadas también en palabras; conocerás nuestro idioma; ¡ojalá te sirva de algo el conocerlo, porque así te acordarás siempre de la gratitud de los humildes, de los desvalidos! ¡Adiós! ¡Bendita seas por tu bondad!

Los pájaros volaron perdiéndose en el cielo y yo me quedé atónita; corrí a mi madre a contarle el suceso, y me rechazó diciendo que no la dijese tonterías; tal impresión hizo en mi alma aquella repulsa de su incredulidad que se cerró sobre mi secreto de tal modo que he pasado noventa años guardándolo. Y he aquí, hijos míos que ahora le conocéis; yo os interpreté las palabras de las aves; no hay augur más seguro; ¿y veis esas gaviotas que pasan sobre vuestras cabezas graznando en diferentes tonos? pues unas veces le dicen a la abuela Justa: «¡Huimos de la galerna, viene por el norte!». Otras veces: «¡Vamos a la sardina, viene un enorme banco!» y yo, hijos míos os digo: ¡no salgáis al mar, corred a la pesca!... Así, todas las aves de la creación me avisan la sequía, la humedad, el hielo, el calor, las tormentas; así, las grullas pasan a inmensa altura gritándome: «¡Invierno crudo! ¡Invierno crudo!» Así, los cuervos, mientras se espulgan, me dicen graznando: «¡Va a llover mucho! ¡Va a llover mucho!» No hay ave, desde el humilde pardillo hasta el águila soberana, cuyo lenguaje no sea comprensible para mí; mis pronósticos, mis adivinaciones, no son más que la interpretación fiel de la conmovedora armonía que inunda la tierra, nuestra amada madre, a la cual debemos siempre volver los ojos, llevando hacia ella, nuestra más sagrada veneración, nuestro más intenso cariño…

Hijos míos, pronto la abuela Justa irá a dormir los sueños de la eternidad; mi voz, callada para siempre, no traerá a vuestros oídos esos avisos que la sabia Naturaleza puso en el lenguaje de las aves; pasará sobre vuestra barca la garza marina y nada os dirá; cruzarán sobre vuestros campos las palomas torcaces y nada entenderéis al oír su arrullo; desgracia será para vosotros que esta pobre vieja se lleve la clave de ese idioma tan sublime que atraviesa de polo a polo, como voz inmortal del hermoso planeta; pero no olvidaros nunca, ni aun en vuestra desgracia, que por la bondad me fue descifrado el enigma. ¡Amad! ¡Amad mucho a los débiles, a los vencidos; envolved en ternura infinita a todos los pequeños, que sólo por amor a los humildes llegaréis a comprender el lenguaje del Universo! ¡Oh! ¡Aquel día la felicidad hará de la Tierra el Paraíso!...

¡No olvidéis El secreto de la abuela Justa!


Publicado en El Porvenir del Obrero, Mahón, 21 de octubre de 1904.


Publicado el 28 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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