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No se pueden conocer en las familias de los pueblos las influencias regeneradoras de la vida campestre; con raras excepciones, estas familias viven como en las grandes poblaciones, con el aditamento de todos los inconvenientes de las vecindades reducidas; una aldea, tal y conforme hoy se encuentra, parece una inmensa casa de Tócame-Roque, con sus enredos, cuentos y chismes; pero sin el colorido vivo y alegre de aquellas escenas llenas de originalidad y gracia.
Si esto decimos de los pueblos, que, al fin y al cabo, tienen las ventajas de sus caserones espaciosos, llenos de sol y de luz, la pureza de sus aires saturados del acre olor del quemado rastrojo, de las aromáticas hierbas del cercano monte, ¿qué se podrá decir de ese aglomeramiento espantoso de seres en nuestras ciudades, donde nada hay que hable al pensamiento de la grandeza de la creación, y donde viven las familias como en profundos avisperos sin luz, sin aire, sin otros aromas que la repugnante mezcolanza de olores que despiden la inmediata carnicería, el cercano puesto de fruta, la vecina taberna, la próxima tahona, el no lejano comercio de ultramarinos? ¿Qué se podrá decir de esos abismos hondos y negros, llamados calles, donde la luz opaca, vergonzosa, llena de ráfagas de sombra, penetra amarillenta al iluminar con esplendores difusos la vida del hombre, que cruza, va y vuelve sin otra noción del tiempo que la que le presta su reloj o los relojes públicos, si más idea de lo infinito que el paso de un cortejo fúnebre empenachado y reluciente, y sin más contacto con el cielo que la contemplación de un jirón azul estrecho, encerrado en marco de tejas y hacia el cual tiene que dirigir la mirada violentando su cabeza hacia atrás en postura incómoda? ¡Él! ¡El ser escogido entre los seres, que puede girar los globos de sus ojos hacia todas partes, sin que su frente cambie de posición, que puede abarcar de una mirada la infinidad de los espacios y la extensión de la tierra, sin que un solo músculo de su rostro se conmueva!... Nada tiene de extraño que el hombre, viviendo así, se enerve, que sus facultades intelectuales se reduzcan a los límites estrechos donde gira su existencia, y que su corazón, sin el cálido fluido que prestan los rayos del sol, se deje penetrar por el hielo del desengaño, envolviéndose en un sudario de indiferencia y de escepticismo que pervierte su naturaleza y afea y empobrece sus actos.
14 págs. / 25 minutos.
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Publicado el 27 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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