La Casa de Muñecas

Rosario de Acuña


Cuento


Acababan de regresar los niños Rafael y Rosario de sus respectivos colegios, y con la alegría propia de haber sacado en los exámenes notas de sobresalientes.

El niño tenía nueve años; la niña ocho: sus almas gemelas en sentimientos y en inteligencia, habían sufrido una lamentable desviación en los colegios a donde los habían llevado sus padres, que por sus muchos quehaceres, no pudieron dedicarse exclusivamente a la educación de sus hijos; pero la suerte había cambiado, y, por lo tanto, dueños ya de todo su tiempo, resolvieron sacar a sus hijos del colegio y terminar su educación en casa, y bajo su exclusiva dirección, porque hay que saber que los padres de Rafael y Rosario eran unas personas de mucho estudio, de muchos conocimientos y grandísima perspicacia para conocer lo más razonable y conveniente de todas las cosas. Había, pues, llegado el día en que los niños volvieron del colegio a la casa paterna, y puede calcularse la alegría de padres e hijos al encontrarse reunidos para siempre.

Rosario era una niña viva, alegre, expansiva, cariñosa, llena de vigor y de salud, y amiga más bien de correr y saltar que de estarse sentada y quieta; Rafael era cariñoso y reflexivo y menos alborotador que su hermana; mas por arte de los métodos y de los sistemas, Rosario se había vuelto una mujercita chiquitita, formal y seria, que siempre quería estar sentada y quieta, y su hermano Rafael se había convertido en un pequeño Cid, batallador, pendenciero, revoltoso y deseando siempre mandar y disponer como un tiranuelo. Vieron los padres de estos niños, con su profunda inteligencia, el derrotero violento y forzado que habían tomado los caracteres de sus hijos, por la imposición de reglas y doctrinas que sobre ellos habían pesado mientras estuvieron fuera de su casa, y deliberaron la esposa y el esposo sobre los medios más sencillos y factibles para que sus hijos volviesen a ser criaturas sinceras y consecuentes con las condiciones personales de sus almas; hétenos aquí con que determinan, lo primero de todo, comprarles una casa de muñecas; y como eran ricos y su única ambición consistía en hacer de sus hijos seres honrados, trabajadores y útiles para los demás y para sí mismos, no les dolió ningún gasto, y ya es sabido que nada es imposible ni difícil habiendo firme voluntad. En efecto, al poco tiempo de hallarse Rafael y Rosario en casa de sus padres, los llamaron éstos, colocándoles delante de una puerta cerrada, y diciéndoles la madre:

–Hijos míos; detrás de esa puerta, en la sala principal de nuestra casa, hemos dispuesto, vuestro padre y yo, ayudados de mecánicos y arquitectos, una magnífica casa de muñecas, para regalárosla por lo bien que habéis aprendido a leer, escribir, gramática, geografía, aritmética, historia de España, dibujo y música (pues esto solamente era lo que hasta entonces habían aprendido los hermanos, porque sus padres no quisieron que se les enseñara más, para que se desarrollasen mejor; la niña sabía, además, coser, cortar ropa blanca y peinarse sola)

–Vais a poseer una casa de muñecas, como de seguro no la tienen ni los hijos del rey; pero si queréis que sea vuestra y disponer de todas las preciosidades que encierra, nos vais a ofrecer, con toda la formalidad, y después de que penséis un rato en vuestra respuesta, que para jugar y disfrutar de la casa de muñecas y de todo lo que en ella hay, habéis de estar siempre juntos y no haréis el más pequeño juego, ni la más pequeña variación, ni el más pequeño trabajo, sin que el uno cuente con el otro; sólo comprometiéndoos, con vuestra palabra, a seguir esta conducta, os entregaremos ese tesoro de maravillosos juguetes, que están encerrados ahí dentro.

Rafael y Rosario se quedaron un poco pensativos al oír las palabras de su madre, que su padre había escuchado aprobándolas con signos de afecto, porque como los niños habían estado separados hasta entonces, desde la edad de cuatro años, se puede decir que apenas se conocían, y ni siquiera tenían idea el uno del otro; pero como sus almitas eran gemelas, exactamente iguales en sentimientos e inteligencia, y la diferencia y desconocimiento mutuo no provenía de la naturaleza, sino del molde en que los había tenido sujetos, así que sus ojos se encontraron, brotó de ellos una chispa de generosa abnegación, y casi al mismo tiempo dijeron ambos:

–No tengas cuidado, mamá, que, aunque no nos dierais la casa de muñecas, te prometemos a ti y a papá no separarnos en la vida, porque nos queremos mucho.

Conocieron los padres de Rafael y Rosario cuán entusiasta y sincera era la promesa, al par que cuán difícil de cumplir, teniendo en cuenta las opuestas costumbres adquiridas en el tiempo que estuvieron sus hijos fuera de la casa, y exigieron de los niños que rectificase la promesa de unión, haciéndola exclusiva a todo lo que se relacionase con la casa de muñecas: una vez que ambos niños estuvieron conformes en cumplir lo ofrecido, abrieron de par en par la puerta del salón.

¡Qué espectáculo tan hermoso se ofreció entonces a los dos hermanos! La sala, que era inmensa, había sido forrada de zinc y sus paredes pintadas figurando ramaje; el techo representaba el cielo, y en uno de sus extremos se alzaba una casita de unos tres metros de largo por dos de ancho y otros dos de altura; sobre el zinc se había echado tierra y toda la sala estaba convertida en una preciosa quinta o casa de campo, que ahora vamos a describir.

Una de las fachadas de la casa, la principal, que daba a un hermoso camino, era de quita y pon, de modo que todo el interior de la casa quedaba a la vista y manejable. La puerta principal estaba en medio, y había que subir para entrar tres escalones; daba a una antesala, de donde arrancaba la escalera: a la derecha de la antesala, había una puerta a un salón con hermosas ventanas a Levante y Poniente; todo el salón estaba rodeado de estantes de ébano cuajados de ricas entalladuras y cerrados por cristales de una sola pieza; en medio había una mesa grande, llena de Periódicos y Revistas; sobre ella una escribanía de plata repujada y una papelera también de plata con todo lo necesario para escribir; sillas de rejilla maqueadas al rededor de la mesa y fijos en la pared divanes de tafilete recamados con arabescos de oro y rodeados de magníficos flecos y almohadas de seda de colores; tres lámparas pendían del techo, dos de aceite de oliva con pantallas de cristal verde y la de en medio eléctrica; en uno de los testeros había un soberbio espejo de cristal de Venecia y en el otro un piano de palosanto con abrazaderas de plata cincelada; en el sitio principal del salón se veía un aparato telefónico y el testero del centro una chimenea de mármol brocatel de forma antigua y para quemar en ella leña; sobre la chimenea se veía una copia del cuadro de Miguel Ángel, titulado El juicio final.

Por la izquierda de la antesala se entraba al comedor; las paredes, así como las del salón y las de toda la casa, estaban enlucidas de blanquísima y tersa cal y todas las habitaciones tenían redondeadas las esquinas; en los testeros principales del comedor de la antesala y de las demás piezas de la casa, había pintados medallones al fresco representando paisajes de sierra, de campiña o del mar; todos los techos eran blancos y en forma de bóveda, y los suelos enladrillados con pequeñas baldosas de mármol rojo y negro.

En el comedor había una mesa de roble en el centro; en el testero principal un aparador de hierro revestido de porcelana blanca, en cuyo aparador se veía una vajilla completa de loza blanca y un servicio de cristalería liso y transparente; al rededor de la mesa sillas de bambú y en el centro del techo una lámpara eléctrica; otra chimenea de mármol blanco para leña, se veía en el comedor sobre un pie de hierro un filtro para agua; en seguida había un pequeño cuartito a donde iba a parar el torno de la cocina, en donde había una hermosa fuente de mármol con su caño de agua corriente, y después estaba el cuarto de baño; este cuarto era todo él revestido de mármol rojo y blanco, y en medio había una soberbia piscina o bañera cuadrada de mármol blanco, con sus correspondientes grifos para el agua fría y caliente, y sus necesarios juegos de regadera en el techo y en las paredes: otra lámpara eléctrica y un trapecio pendían del techo, y una percha, un espejo y diván de bambú con asiento de finos mimbres, completaban el ajuar del cuarto de baño.

Volviendo a la antesala, se subía por la escalera, que era de hierro colado, y se llegaba a otra pequeña antesala, casi toda ella ocupada por una inmensa chimenea para leña.

A la derecha, y correspondiendo encima del salón del piso bajo, había cuatro habitaciones; la primera estaba rodeada de armarios de nogal, los del frente con puertas de espejo; en el centro un velador; pendía del techo una pequeña lámpara eléctrica, y había varias sillas de rejilla por medio de la pieza; las otras tres habitaciones eran tres cuartos-alcobas exactamente iguales y con igual mobiliario los tres, que se componían de una cama de bronce con un solo colchón de lana de dobles bastas, de modo que resultaba bastante duro; un lavabo de hierro blanco con dos jofainas grandes, una mayor que otra, de loza blanca y llave para verter el agua, y encima de los lavabos grifos de agua fría y caliente; una mesita de noche de hierro blanco, y sillas altas y bajas de bambú y lona los asientos, completaban los muebles de las tres alcobas, que además tenían un espejo redondo sobre los lavabos y un tapiz de piel de oso delante de las camas; todas las habitaciones tenían ventanas a Levante y Poniente; de modo que el sol, cuando terminaba de entrar por un lado, llegaba por el otro.

A la izquierda de la antesala de arriba, estaba la cocina que correspondía encima del comedor, y en uno de cuyos rincones se veía el torno que llegaba al comedor; el fogón estaba en medio, era de hierro y bronce, con horno, depósito inmenso para el agua caliente, de cuyo depósito partían tuberías hacia el baño; en un colgador, y simétricamente colocada, se veía una batería de hierro y porcelana blanca, tan completa como requiere el moderno arte culinario; la cocina, que como toda la casa, según antes se dijo, estaba revocada de blanquísima y pulida cal, tenía el pavimento de mármol blanco, y un zócalo al rededor de lo mismo; de mármol también era el fregadero y una pila grande y profunda, sobre la cual caía un caño de agua corriente.

Las otras tres habitaciones de la izquierda, una era un hermoso cuarto de plancha y costura, que tenía mesa a propósito para planchar, tabla de enaguas, rodillos para ahuecar bullones, tenacillas, planchas y demás enseres del oficio, y un costurero provisto de toda clase de sedas, hilos, trencillas, botones, corchetes, agujas, tijeras, alfileteros y demás menudencias propias de la costura; y además una preciosa máquina de coser encerrada en una mesa-cajón de caoba; las otras restantes habitaciones eran dos cuartos-alcobas amuebladas exactamente igual que los de la derecha: todas las piezas tenían lámpara eléctrica y la de la plancha y costura un gran quinqué de aceite con pantalla verde.

Desde la antesala de arriba partía una pequeña escalera que daba a un hermoso terrado con cubierta de hierro, sostenida por elegantes columnas, y cerrado por cristales y persianas portátiles, de modo que, en el invierno, resultaba el tejado de la casa convertido en un magnífico paseo seco, abrigado y alegre, que no robaba terreno a la propiedad, y en el verano, quitados los cristales, y puestas las persianas, circulaba el aire por debajo de la cubierta sirviendo para evitar el calor a la casa, y haciendo frescas y saludables sus habitaciones.

La casa tenía una hermosa bodega, toda ella de piedra sillería, que servía de almacén, despensa o depósito de comestibles y artículos de uso doméstico, pues todo al rededor de sus paredes había estantes de hierro y enrejado de alambre, dentro de los cuales se veían telegos, latas y cajones, con garbanzos, arroz, judías, patatas, huevos, chocolate, azúcar, café, galletas, jabón, velas y demás ingredientes y comestibles, todos colocados en el mayor orden dentro de los estantes, que tenía cada uno su correspondiente cartelito diciendo lo que contenía, con lo cual se observaba que la casa estaba provista para todo el año; del techo de la bodega pendía otra lámpara eléctrica y de ganchos de hierro jamones, chorizos, hojas de tocino, vejigas de manteca, salchichón, bacalao, rastras de pimientos y tomates secos, ajos, cebollas y demás vituallas posibles de conservar en sitio fresco y seco; en un rincón había dos zafras (especie de tinajas de hoja de lata) llenas de aceite de oliva; en otro un aparador de alambre lleno de botellas de vino, cerveza y licor de diferentes clases, todas puestas boca abajo, y en otro dos tinajas llenas, una de vino tinto y otra de vino blanco; la bodega tenía cuatro ventanas al nivel del suelo exterior, a los cuatro puntos cardinales del viento Norte, Sur, Este y Oeste.

La casa, por fuera, estaba estucada de blanco, y todas sus puertas y ventanas del exterior se cerraban con triples cierres de persianas, cristales y maderas pintadas al óleo del color de la caoba y con sus picaportes, tiradores y cerraduras de bronce, revestidos de cristal; todas las ventanas tenían visillos de muselina blanca y lisa sobre los cristales, no habiendo en ninguna puerta ni ventana cortinajes ni colgaduras, si se exceptúan dos cortinas de abrigo, quitadas o corridas en el verano, sobre las puertas de ambas antesalas y las colgaduras del salón de los estantes, que tenía en sus puertas riquísimos tapices de brocado recamado de seda de colores, y sobre las ventanas pabellones de batista de nipis, maravillosamente bordados y guarnecidos, unos con encajes de Bruselas y otros con encaje de punto de Inglaterra; sobre la mesa del salón caía un tapete de cachemir, tejido con oro, y el cubre-piano era de crespón de la India bordado en colores; en todas las habitaciones había campanillas eléctricas, y las máquinas o acumuladores para producir la luz de las lámparas, se encerraban en la bodega de otra pequeña casita que se alzaba al extremo del jardín que se extendía ante la casa principal; ésta tenía otra puerta que daba al jardín, y antes de salir a él se veía un pequeño pasillo que conducía a un cuarto retrete, completamente independiente de la casa, revestido de mármol y con un hermoso depósito de agua corriente, medio cubierto de hermosas plantas de reseda y heliotropo, que se erguían en dos macetas fijas en las paredes.

Como se ve, la casa de muñecas de Rafael y Rosario, era una hermosísima casa de campo que tenía jardín, huerta y tierras de labrantía, que se extendía por todo el largo del salón, donde los buenos padres de estos niños habían instalado la miniatura de habitación humana. Para mayor ilusión, en una de las paredes de la sala se había pintado un fresco, representando una ciudad vista desde lejos y rodeada toda ella de innumerables casas de campo, semejantes a la que habían regalado a sus hijos, la cual figuraba alzarse en un camino que conducía a la ciudad, por cuyo camino pasaba un hermoso tranvía de vapor.

La fachada posterior, o sea la que daba al otro lado del camino, tenía enfrente un jardín con fuente en el centro, y dentro de la fuente una infinidad de peces de colores; después del jardín se alzaba otra casita más pequeña, de un solo piso, y detrás de esta casita se extendía un hermoso campo, mitad huerto, mitad terreno de labor, donde se veían ensayos del cultivo de plantas de España y de otros países; en medio de los terrenos había una magnífica noria de hierro.

La casita pequeña estaba dividida en dos compartimientos; uno de ellos tenía tres habitaciones, que eran una cocina con todo lo necesario para el uso de una familia de campesinos acomodados, incluso horno; un cuarto-alcoba, cuyo mueblaje era exactamente igual al de los cuartos-alcobas de la casa principal; y otra habitación con dos camas y unos armarios roperos, un espejo, un velador y sillas de hierro. La otra mitad de la casa tenía tres piezas o habitaciones, y un cocherón o cubierto; en el cocherón se veían aperos de labor, todos modernos, incluso una prensa para uvas; y además un ligero carruaje de campo y las correspondientes guarniciones para dos caballos de silla y tiro; de las tres habitaciones restantes, una era un establo donde se veía una hermosa vaca gallega y dos graciosas cabras; la segunda habitación era una cuadra con dos caballos castaños, y la tercera un gallinero y palomar, que tenía diez gallinas y un gallo, una docena de palomas, media de patos y media de pavos; este gallinero se abría a un inmenso corral enarenado de fina gravilla, donde estaban por el día cabras, gallinas, patos, pavos y palomas, y en uno de cuyos rincones se alzaba un inmenso montón de leña, al lado del que se veían las bocas o caños de una conejera, capaz para una docena de conejos; en medio del corral había un estanque de agua corriente y al rededor una hilera de árboles que eran moreras, fresnos, plátanos, acacias, nogales, olmos, cedros y álamos; de modo que de cada clase había uno o dos. Al lado de la casita del guarda, hortelano o jardinero, que para él eran las tres habitaciones de la casa pequeña, se veía bajo cubierta de hierro una pila de agua corriente, y en un horno portátil una caldera de cobre; pila y caldera para lavar y hacer la colada de la ropa con toda comodidad y limpieza.

Toda la quinta, villa, torre, cortijo o caserío, estaba rodeada de verja de hierro que, por el interior, ostentaba un magnífico emparrado, y por el exterior un seto de zarza-rosas, espinos y madre-selvas; en el jardín, y entre unos bosquecillos de almendros, nogales y castaños de Indias, había un invernadero con muchos tiestos llenos de flores delicadas, y en medio una pajarera con nidales de junco y bebedero de agua corriente, donde habría unos quince o veinte pájaros, entre canarios, jilgueros y verderones que, como tenían una jaula tan grande y estaban tan abrigaditos y rodeados de flores y verdor, cantaban más contentos que unas pascuas; pues como los padres de Rafael y Rosario habían hecho o mandado hacer todo a propósito, los pájaros eran de cuerda y gorjeaban lo mismo que si estuvieran vivos. Por el jardín y entre los arietes de rosas, azucenas, lirios, geranios y dalias, se paseaba una hermosa pareja de faisanes y otra de pavos reales.

Pueden considerar mis pequeños y amados lectores, por la descripción que precede, el alborozo que sentirían Rafael y Rosario al encontrarse dueños de aquella inmensidad de preciosos juguetes: no sabían qué hacerse, dando vueltas al rededor de la quinta, tocaban este árbol, cogían aquella gallina, volteaban la noria y todo lo querían ver y palpar, chocándoles cada cosa nueva de las que había en la casa y en el campo. Sus padres se miraban y sonreían llenos de satisfacción, esperando, como era de suponer, el chaparrón de preguntas que se les habría de ocurrir a sus hijos, que eran niños despejados e inteligentes por naturaleza, ante las novedades inusitadas y casi desconocidas que ostentaba la casa de muñecas; en efecto, las preguntas llegaron así que se calmó en los niños la primera alegría que les produjo el regalo.

–Mira, Rafael, ven al salón –dijo la niña a su hermano– y verás lo que hay dentro de los armarios.

Al mismo tiempo abría los estantes del salón de la casa; en cada uno había mil preciosidades. Por un lado muñequitos de china, de barro y de mármol, representando las obras de arte más renombradas del mundo; por otra parte minerales, ostentando sobre el peñasco en bruto el producto en limpio; por ejemplo, sobre un pedazo de carbón un diamante, sobre un mineral de plata una moneda, sobre uno de hierro un clavo, y así todos; en otros departamentos había objetos antiquísimos, armas romanas y griegas, telas egipcias encerradas entre cristales, miniaturas sobre marfil y joyas y adornos de cientos de años, en otro estante plantas, insectos, pájaros y semillas disecados o encerrados en frascos, y en otro lado una biblioteca henchida de libros de historia natural, ciencias, viajes, filosofía, artes, oficios y agricultura. En este mismo estante se descubrían dos microscopios, dos telescopios y una caja botiquín con reactivos y preparados para disponer la disección y conservación de plantas y animales, haciendo fácil el mandarlos a los laboratorios oficiales, o de sabios, sin peligro de perderlos por la descomposición; y por último, sobre la mesa se veían Periódicos y Revistas de las cinco partes del mundo, oyéndose desde el salón el tic-tac de un reloj, que ostentaba la fachada de la casa correspondiente al jardín.

–Y dinos, papá, dinos, ¿para qué sirve este salón con tanta cosa distinta, muebles tan ricos y tan diferentes de todos los demás de la casa?

Llegaba la hora de las respuestas, y como los padres de Rafael y Rosario querían que sus hijos, al tomar posesión de la Casa de Muñecas, lo hicieran con conocimiento de causa, les hablaron así:

–Este salón es el de recibo, o sala de visitas de la casa; como veis, es el único donde existe el lujo en el sentido de lo inútil, y la comodidad en el sentido de lo sibarítico, y voy a deciros el por qué de ambas cosas. La industria y con ella todos los obreros que la industria sostiene, morirían si los que tienen bienes de fortuna, o ganan con su trabajo suficiente dinero, no se rodearan de ciertas preciosidades; como veis, aquí hay tapices riquísimos, colgaduras, encajes y bordados del mayor precio; la sillería o cerco de divanes del salón es una verdadera joya de la industria y el arte, el tapete de la mesa representa una fortuna, y en el invierno podréis cubrir el suelo con alfombras de terciopelo y pieles de oso.

Las lámparas de aceite, que son, como veis, de bronce repujado, sirven para el estudio y lectura de noche, porque con su luz no se gasta la vista; la eléctrica para las noches de tertulia; el piano para recreo en las veladas, o distracción en las horas del descanso, y el aparato telefónico para que se pueda comunicar con la ciudad y las demás casas de campo que, como veis, rodean la vuestra, haciendo así del salón una especie de santuario de la amistad y del progreso, tan necesarios elementos para las inteligencias cultivadas, y creo que los futuros dueños de esta casa serán criaturas sumamente cultas. Esta especie de museo que adorna las paredes del salón, dentro de esos armarios que cada uno representa una obra de arte; todas estas preciosidades, son medios utilísimos para levantar la imaginación y la inteligencia de los visitantes de vuestra casa, y a par que sirven de estímulo para hacer serias, amenas e instructivas las conversaciones que aquí se tengan, sirven para estudiar en las horas de soledad y meditación; en este salón, convertido en museo del arte, de la industria y de la naturaleza, serán muy difíciles las hablillas, los chismes, las calumnias y las vanidades; y los amigos, o conocidos de los dueños de esta casa, por muy indignos que sean, al sentirse en medio de esta especie de templo de la naturaleza y de la humanidad, habrán de manifestarse sencillos, ilustrados, discretos y bondadosos, condiciones indispensables para que las visitas no se conviertan en semillero de enredos y en pugilatos de soberbia y de envidia, ardides odiosos del mutuo desprestigio.

–Pero, papá, en este salón tanta comodidad y riqueza en el mueblaje y en las demás habitaciones tanta modestia y tanta austeridad y escasez de muebles. ¿Por qué así?

–Porque, hijos míos, el hombre y la mujer, para que sean vigorosos, inteligentes y útiles a los demás y a sí mismos, no necesitan ni el lujo, ni la comodidad, sino todo lo contrario, la modestia y la austeridad; así, pues, si durante las horas de una velada o de una reunión de amigos, utilizan y usan muebles y objetos suntuosos que es necesario que compren (cada familia con arreglo a sus rentas), para favorecer la industria, el comercio y el arte y para hacer amenas las horas que sus amigos les dediquen, para la vida usual, cotidiana de la familia, para el bien de su salud, de su razón, y de su moralidad, es preciso que sean templados, sobrios y aptos para resistir durezas y privaciones de refinamientos sensuales; y para que veáis, hijos míos, que a este fin obedece vuestra casa de muñecas, veamos el comedor: observad en él sobre todo una carencia total de objetos que puedan convertirse en nidos de suciedad: la vajilla blanca y lisa, y la cristalería lisa y transparente; la mesa sin barnizar, para que se pueda limpiar con lejía o jabón; el aparador de hierro sin cajones ni escondrijos, donde tan fácilmente pueden meterse restos de fruta, de comida, de pan y demás cosas que tanto pueden inficionar la atmósfera, que debe ser purísima en el sitio destinado a ingerir los alimentos; todo lo que pusiéramos en este comedor, además de lo que hay, sobraría para el objeto a que está destinada la pieza, que es el de comer: ved al mismo tiempo que la cocina de vuestra casa de muñecas está encima y no debajo.

–En efecto, papá –dijo Rosario– ya me había chocado mucho esta novedad.

–Habiendo en los tiempos presentes mil medios para que las aguas sucias se viertan por cañerías y las limpias asciendan hasta los últimos pisos, las cocinas, en las casas donde hay que aprovechar el terreno, es mejor y más higiénico que estén en los últimos pisos; todos los miasmas, los tufos, olores y vahos, tienden a subir, y, por tanto, estando la cocina en los pisos altos se libra la casa de atmósferas impuras, y a la vez se proporciona a las cocinas luz más viva, dotándolas con esto de una condición indispensable para que su limpieza sea tan exquisita como debe serlo en ese maravilloso taller donde se produce el vigor de la vida.

Vamos, ahora, a ver el cuarto de baño. Como toda la casa, se sigue en este cuarto el mismo procedimiento de reunir lo útil y exclusivamente necesario para que la familia viva sana, inteligente y tranquila: sobre la pila veis un trapecio que está puesto para que, antes del baño o cuando se está en él, puedan ejercitarse los músculos con algunos ejercicios, lo cual puede contribuir al desarrollo físico de los niños, y mantener en constante elasticidad el organismo de los adultos: observad al mismo tiempo que todas las habitaciones de la casa carecen de esquinas, es decir, todas las habitaciones presentan forma redondeada.

–¿Y para qué están así, papá? –dijo Rosario que era la que había observado antes esta particularidad de la casa.

–Esto obedece a dos fines; el primero la facilidad de la limpieza de las habitaciones; con la facilidad de la limpieza es menor el trabajo de los criados, de que luego os hablaré, y aún se necesitan menos criados; de todos modos es mayor el aprovechamiento del tiempo cuanto más se simplifican los quehaceres, y por lo tanto se hace más larga la existencia, porque, habéis de saber, hijos míos, que vivir mucho no significa tener muchos años, sino haber descansado muy poco tiempo, o mejor dicho, haber trabajado mucho; en segundo lugar la utilidad que tienen las habitaciones sin esquinas, es por los siguiente: las corrientes de aire que circulan por las habitaciones de las casa, se hacen menos violentas y menos perniciosas para la salud…

–¿Y por qué, papá? –interrumpió el niño.

–Porque en las esquinas chocan las corrientes y chocando se hacen más rápidas en virtud de una ley física que ya sabréis cuando tengáis más años; la rapidez de las corrientes de aire confinado en estrecho espacio perjudica mucho a las criaturas.

Habréis observado también: primero, que en ninguna puerta ni ventana hay colgaduras ni cortinajes, objetos completamente inútiles para la existencia sana e inteligente de la familia; y segundo, que toda la casa por dentro, está revestida de cal y enlucida de una manera tosca y brillante, y por fuera revocada con estuco impermeable, o sea refractario al agua.

–¿Y para qué? –dijo la niña

–Para que sea factible de encalarla por dentro cada dos o tres años, y para que las lluvias resbalen por el exterior sin que den humedades a la casa. Se sabe, hijos míos, que las paredes de las habitaciones recogen, absorben y detienen todos los miasmas (olores), partículas y temperaturas que se desprenden del cuerpo de las criaturas y seres vivos, y se sabe que la cal es un producto que tiene la propiedad o la condición de absorber todos estos miasmas, librando de impurezas el ambiente; así, pues, con las paredes encaladas no hay que tener cuidado a que aniden en ellas restos que pudieran contaminar el aire: esos medallones pintados al fresco, y que tan bonitos paisajes nos ofrecen, no sólo adornan la pared, sino que son como un recuerdo vivo de las hermosuras del planeta sobre el cual habitamos; y a la vez que animan las habitaciones con sus colores, sin peligro de transformarse en nidos de polvo, de insectos, o de sombras, hablan a la imaginación el doble lenguaje de la Naturaleza y del arte.

–Y dime, papá, estas puertas con tiradores, picaportes y rebordes cubiertos de cristal, ¿para qué están así?

–Para que ofrezcan mayor garantía de limpieza; el cristal es un cuerpo muy duro y terso, y difícilmente se le pega nada, bastando pasarlo una esponja húmeda y después un paño para que esté limpio; de este modo se evita que las puertas y ventanas ostenten esas manchas o estrías roñosas que acusan el paso de las manos que las cierran y las abren; y ya que de ventanas hablamos, ved todas las de vuestra casa al Levante y al Poniente, con el objeto de que el sol no deje nunca de bañar las habitaciones; porque, sabedlo para siempre, el sol es la mitad de la vida del hombre, así como la otra mitad es el aire.

Veamos el piso superior, y observad de camino la escalera, de hierro colado, para que ofrezca dos resultados: duración y limpieza. Ved al mismo tiempo el enlosado de la casa de pequeñas baldosas de mármol rojas y negras, unidas entre sí, y por debajo, con un cemento especial que hace casi invisibles las junturas; estos suelos, sobre no dar de sí ninguna partícula de polvo y limpiarse con suma facilidad, tienen la ventaja de su color oscuro.

–¿Y qué ventaja es la del color?

–La de que no refleje la deslumbradora blancura de las paredes; la luz, para no herir violentamente a los ojos, ha de venir de arriba; estos suelos oscuros amortiguan el resplandor y devuelven una semi-oscuridad que neutraliza los efectos de la radiosa luz que observáis en toda la casa; así veis que las habitaciones, a pesar de su blancura, son alegres, pero no obligan a guiñar los ojos: por la misma razón las puertas están pintadas de oscuro. Veamos esta antesala con su magnífica chimenea…

–Que por cierto –interrumpió Rafael– no me explico por qué es para leña; así como todas las demás de la casa.

–Pues yo te lo voy a explicar –contestó su madre–; lo primero de todo hay que tener en cuenta que España es un país meridional, donde los fríos nunca adquieren una intensidad tan cruda que hagan precisos los sistemas de calefacción por tuberías diseminadas, desde un centro único, a toda la casa, único sistema verdaderamente digno de la civilización moderna, pues los demás (estufas o calentadores de cok, gas, etcétera) más que un semillero de gases metíficos que envenenan, con mayor o menor lentitud, a la familia, bajo el poco racional pretexto de la economía; y, en segundo lugar, hay que no olvidarse que el calor de las habitaciones, para que éstas sean únicamente abrigadas y no comprometedoras de la salud, no debe pasar de diez grados más que la temperatura ambiente externa, para la cual, en España, basta con una chimenea de leña.

–¿Y cómo no las hay más que en el salón, el comedor y la antesala de arriba?

–Hijo mío –siguió diciendo el padre– porque sólo en estas piezas se necesitan; en el salón para pasar la velada o el tiempo del estudio o de la tertulia convenientemente abrigados; lo mismo en el comedor durante el tiempo de las comidas, y en la antesala de arriba para que, repartiéndose el calor por igual hacia la izquierda y la derecha, llegue a las alcobas sin llevarlas más que el preciso para hacerlas sanas y no asfixiantes: ved estas alcobas, o mejor dicho, cuartos dormitorios, todos con sus dos ventanas de triples cierres, persianas, cristales y maderas; en ellos no hay otra cosa que lo necesario para dormir; las camas de bronce, en vez de colchón de muelles, verdadero tormento si es duro, y verdadero consumidor de vigores si es blando, tienen una tela metálica, y, encima de ella un solo colchón de lana hecho con dobles bastas, de modo que ofrezca cierta dureza, porque la cama, para ser verdadero sitio de reposo del cuerpo y verdadero reparador de vigores y energías, ha de ser dura y tersa; este colchón de lana se puede sustituir, en el verano, por uno de cerda vegetal, con funda de piel curtida, colchón que reúne las ventajas de ser más fresco y más limpio. Los lavabos de las alcobas, abundantes de agua, no tienen, como veis, ni botes, ni cacharros de ningún género; dos cepillos: uno de dientes y otro de uñas, una pastilla de jabón superior, un frasco de agua de colonia y dos grandes esponjas correspondientes a cada una de las jofainas basta para el aseo de un cuerpo sano, limpio y trabajador.

–¿Y las ropas de cama y mesa? –dijo Rosario que como hija de madre hacendosa y limpia ya había notado la falta de ellas.

–Cuando tu padre termine su explicación abrirás los armarios del cuarto ropero y te enterarás de lo que contienen.

–Poco tengo ya que explicar; la cocina está montada con arreglo a los mayores adelantos; como veis, todo en ella es blanco, hasta el suelo; es el mejor medio de que toda ella esté siempre limpia: la pila con agua corriente, en una cocina de la última civilización, debe ser tan necesaria como el fogón: el agua, el agua y el agua, he aquí los tres medios de sanear, hermosear y purificar una casa: en esta hermosa pila pueden lavarse los comestibles que lo requieran, sin tener que acudir al fregadero, donde pueden inficionarse con las suciedades de los platos, cacerolas y cacharros.

El cuarto de plancha y costura veis que tiene lo necesario para ambos oficios…

–Y observa, Rosario –añadió la madre– que en ese costurero hay de todo cuanto puede necesitar una familia para la recomposición y construcción (o confección) de prendas; habla poco a favor del orden y de la economía de una mujer hacendosa y honrada el tener que mandar por dos cuartos de agujas, un metro de cinta, o media docena de corchetes; en donde sucede esto, una de dos, o los vicios masculinos quitan dinero a las necesidades de la familia, o las mujeres de la casa son unas descuidadas y manirrotas; de ambos modos resulta un desmerecimiento para la familia humana que debe ser el santuario, el compendio, la condensación de las grandes y pequeñas perfecciones…

–Y di, papá –exclamó la niña– ¿por qué has dicho oficios al hablar de la costura y la plancha?

–Porque lo son; y una señora, una mujer culta e ilustrada, que disponga de medios para ser dueña de un hogar y de una familia, no debe, realmente, desempeñarlos; debe aprenderlos para poder enseñárselos a sus criadas, o para saber apreciar el esmero con que estén desempeñados, y en último caso para ejecutarlos si la pobreza llama a las puertas de la casa; pero fuera de esto, la esposa, la madre, la hermana, la hija (pasado el tiempo de su ecuación), no es una oficiala de taller de costura, de plancha o de cocina, cuya única misión consista en ganar lo que come, lo que vista y lo que la respeten a modo de jornal.

El progreso hará de estos oficios un destino especial, y la mujer del porvenir, radiosa mitad humana que entrará en los mundos de la ciencia y del arte, con representación propia, no será necesario, para que la respeten y la estimen los suyos que planche, que cosa, ni que friegue.

Ved ahora esos cuartos alcobas cuyo mueblaje es igual al de los otros del lado derecho de la casa.

Cuando determinéis qué familia ha de habitar la casa, podréis elegir unos u otros, para los criados.

–¡Para los criados, papá! Pues si están igualmente amueblados que los otros, ¿cómo han de ser para los criados?

–Hijos míos –dijo el padre con acento solemne– nuestros criados no deben diferenciarse de nosotros sino en dos cosas: en la sabiduría y en la pobreza; fuera de estas desigualdades que les ofrece la suerte, al nacer en familias pobres e ignorantes, son exactamente iguales a nosotros, ¿por qué han de tener sus habitaciones inferiores a las nuestras? Ellos, como nosotros, o tal vez más, por causa de sus oficios, necesitan limpieza, aire y luz; si sus anteriores costumbres no les hicieron sentir estas necesidades de todos los organismos humanos en plena salud, al hospedarlos en nuestras casas debemos hacer que lleguen a sentirlas; nuestra primera obligación de sabios y de ricos, relativamente a ellos, que son ignorantes y pobres, es hacerlos ricos y sabios, en la medida de nuestras fuerzas; los servicios para los cuales ajustamos no implican que hemos de dejarlos sistemática y continuamente en su ignorancia y su pobreza; los amos, hijos míos, no pueden serlo, sino a condición de servir de Providencia a sus criados; este es el único medio de que, no sólo nos sirvan según razón y conforme el ajuste que con ellos estipulemos, sino el medio de que nos amen según la dignidad y justicia que vean en nosotros.

Además, mis queridos hijos, los criados están llamados a desaparecer del seno de las familias…

–¿Y lo tendremos que hacer todo nosotros mismos? –interrumpió con asombro la niña.

–En efecto, así será; la civilización en su marcha ascendente de progresos nos prepara grandes sorpresas, y no temo aseguraros que, en su porvenir, no muy remoto, este resto de esclavitud disimulada, llamada servidumbre, que pesa sobre el pueblo, desaparecerá radicalmente; ínterin, si hacéis vivir criados en vuestra casa, no les neguéis ninguna de las satisfacciones físicas que disfrutéis vosotros; que la diferencia entre amos y criados exista en la elevación del espíritu, de la inteligencia y de las virtudes, pero que no estribe nunca en la negrura de sus cuartos de dormir, en la suciedad o miseria de su ajuar, ni en la escasez o mala calidad de sus comidas.

Veamos ahora el terrado-galería de la casa: aquí tenéis una de las más imprescindibles necesidades de la vida de la familia: este anchurosísimo terrado, cerrado con cristales en el invierno y persianas y transparentes (o cortinas) en el verano, puede servir para dar higiénicos paseos en los días de continuado temporal, sin sufrir las molestias del viento y la humedad, tan perjudiciales, sobre todo para los niños, y al mismo tiempo sin privarse de la hermosa vista del campo y de la vivificadora luz del cielo; además puede transformarse en salón de gimnasia y de billar, pues para todo tiene espacio, ocupando, como ocupa, toda la extensión de la casa. Para hacerlo más abrigado puede colocarse en él una estufa de leña que, con su llama, alegre y temple el recinto. En el verano, con sus persianas y cortinas, dejará pasar el aire, y no el sol, estableciéndose, con la corriente de la escalera, una especie de manga de ventilación que tendrá frescos y henchidos de oxígeno los pisos de la casa.

Veamos la bodega: observad en ella el buen gobierno de una familia económica, base tan sólida para que sea feliz. Todo está almacenado por mayor, es decir, dispuesto para el consumo de un año, o si se quiere de recolección a recolección: de este modo se compra directamente a los productores, y ellos no pierden tanto y el consumidor tampoco. El comercio, hijos míos, que es una de las palancas más potentes de la civilización, habrá de limitarse, con el tiempo, a los objetos y artículos que pudiéramos decir de segunda necesidad con respecto a los productos de primera necesidad, comestibles y ropas de uso interior, se llegará al ideal de la cooperativa, es decir, se tomarán los artículos de las mismas manos del productor, para repartirlos, por iguales dividendos, entre los consumidores: sólo así podrá ofrecer la subsistencia de las familias seguridades de sanidad y de economía.

Muchos de los productos que veis en esta bodega, despensa o depósito podrán ser recogidos en nuestra finca, porque a pesar de todo cuanto estáis viendo, la fortuna que representa esta casa es una fortuna media, que tiene apariencias de grande, no porque en realidad lo es, sino por lo bien entendida y ordenada de su administración. Para que comprendáis bien esto, vamos a las dependencias de la casa, y antes os advierto que en la biblioteca tenéis tratados prácticos de cultivos y de cría de animales, los cuales pueden ser como el alma de vuestra posesión. Ahí tenéis la huerta; en ella hay de todo, no sólo para el gasto anual de la casa, sino para mantener con los desperdicios a los conejos, a las cabras y a los dos cerditos que dentro de su porqueriza asfaltada, y con cobertizo de zinc, están instalados en un extremo de la finca. En los terrenos que siguen a la huerta, y que representan unas ocho fanegas de tierra de primera clase, gracias a las mezclas químicamente realizadas de guanos, estiércoles y calizas; en esos terrenos tenéis cuadros donde hay toda clase de plantaciones, desde el alforfón, el azafrán y la pataca, hasta el trigo, la remolacha y el tabaco; probados aquellos cultivos, bien continuos o alternos, que mayor rendimiento produzcan, teniendo en cuenta, como hay que tenerlo, la proximidad de la quinta a una populosa ciudad, se puede tener por seguro que vuestra posesión no sólo dará para sostenerse a sí misma y a sus habitantes, sino que dejará un residuo que, agregado a las rentas que la familia tenga por sus trabajos especiales o por sus propiedades, contribuirá al bienestar de la familia; sólo así se comprende la casa de campo, de otro modo no es más que un pretexto de ostentación o de vanidad, que lejos de producir, hace gastar, y que no se tiene por la salud, la virtud y el bienestar de la familia, sino para causar envidia, promover pereza y acarrear ruina.

La noria de hierro que llena este utilísimo depósito es un recurso para las grandes sequías, o para cuando se inutilicen las cañerías de agua potable que os vienen de la ciudad por el mismo camino por donde pasa el tranvía de vapor; unidos de este modo al centro de vuestras actividades intelectuales podéis llevar a la vida ciudadana todos los vigores, todas las purezas, todas las realidades de la Naturaleza, y así el comercio social será siempre renovado con elementos nuevos y fecundos, que empujen con más rapidez humano.

–¿Y la vaquita, papá?

–La vaquita, mantenida a poca costa con las verduras del huerto, asegura leche pura y sana, y sirve además para sacar agua de la noria; su paso tardo es el único para este oficio, y a la vez hace ejercicio, tan conveniente a las vacas lecheras; las cabritas pueden sustituir la leche de la vaca en caso necesario; y además se pueden sacar algunos quesos o manteca de ambos productos; de las gallinas, patos, palomas y pavos, huevos, pollos, pichones y pavillos para nuestra mesa; todos ellos ofreciendo la seguridad de unas carnes sanamente hechas; los conejos darán gazapitos tiernos y blancos; y, por último, los caballos que, como veis, son para tiro y silla, servirán para que los dueños de la casa vayan hasta las puertas de la ciudad sin esperar al tranvía, o se paseen en las hermosas tardes de primavera y otoño; elegidos estos caballos de razas resistentes al trabajo, a la fatiga y a la falta de cuidados minuciosos, verdaderos caballos de campo, podrán ser enganchados a las sembradoras, aradoras y demás máquinas agrícolas que tenéis en el cocherón, y al carro para conducir las verduras, frutas y granos que hayáis de vender: su estiércol, el de la vaca y demás animales de la quinta, contribuirá a devolver a la tierra su fecundidad. Del emparrado que rodea la posesión se puede sacar vino para el consumo de la familia, de modo que tan preciado licor, en vez de ser un elemento de perturbación física y moral, resulte un elemento robustecedor de las energías vitales, pues hecho a la vista del dueño, es decir, siendo vino puro, la sencilla fermentación del jugo de las uvas, y bebido con moderación, es uno de los esenciales medios de alimento fortificante.

–La pila y caldera para lavar y colar la ropa –dijo la madre–, contribuye a la sanidad y pureza de la familia; de este modo las ropas interiores no se confunden en la repugnante mescolanza del lavadero público, y así se garantiza su aislamiento con ropas inficionadas por enfermedades y erupciones: al mismo tiempo se asegura su duración, porque pudiendo la dueña de la casa vigilar las coladas, éstas serán sólo de ceniza y jabón, únicos ingredientes que deben tener para que las ropas resulten limpias y no destrozadas.

–Y decidnos, papá y mamá; de estos pájaros, de estas flores, de estos peces, de estos jardines, ¿qué se puede sacar? –preguntó el niño, que sin duda, estimulado por el anterior discurso financiero económico del padre, no comprendía que en la casa hubiera algo que no diera producto.

–Hijos míos –contestó la madre; estas aves, esta murmuradora fuente, estos peces, estas flores, estos jardines y bosquecillos, hacen de vuestra casa un verdadero Paraíso, ofreciéndoos con sus hermosuras, sus armonías y sus grandezas, un producto insustituible.

–¿Cuál, mamá?

–El de haceros amar la Naturaleza, madre de todos nosotros. ¿Creéis que hay cantos y músicas más sublimes, más puras, y a la vez más eternas que esos gorjeos y esos píos que al amanecer entonan las aves como himno sagrado de bendiciones al sol? ¿Creéis que hay colores, matices y perfumes, que más deleiten y conmuevan con regocijo castísimo, que esos colores, esos matices y esos perfumes que se desprenden de las flores, de los árboles y de las plantas? La renta de todas estas bellezas que atesora vuestra casa, la cobráis recibiendo en vuestras almas gratísimas y serenas felicidades, riquezas ante las cuales se contemplan todos los tesoros del mundo sin la más leve ambición.

–¿Y las ropas, mamá, y las ropas? –decía Rosario, que como más vehemente, no podía escuchar largo rato sin interrumpir.

–Helas aquí, dijo su madre, abriendo los armarios del cuarto ropero, que era la cuarta habitación a la derecha del piso alto.

¡Que alegría la de Rosario ! Allí había de todo, sabanitas, toallas, servilletas, manteles, paños y delantales, todo pequeñito, y proporcionado al mueblaje de la casa: en otro armario se veían camisas, chambras, calzoncillos, peinadores, enaguas, medias, calcetines y pañuelos, en diferentes tablas, según eran, de mujer o de hombre las ropas expresadas; todo estaba primorosamente cosido, pero sin una puntilla, ni un adorno, ni un pliegue.

–¡Pero mamá –exclamó la niña– ¿por qué toda la ropa está tan lisa? ¿No valía más que hubiera menos y estuviese adornada? Así era la de los ajuares que yo he visto.

–No, hija, no; es mejor que haya mucha y ésta sea lisa; esto es más limpio, más prudente y más sano; los bordados, encajes, adornos y rizados en la ropa blanca, no sirven para nada; todo lo contrario, recogen y guardan entre sus pliegues, tejidos y rebordes, los sudores y suciedades de los cuerpos; dificultan el lavado y el planchado, duran menos y obligan a un recosido continuo, haciendo gastar tiempo inútilmente; estas ropas, como veis, de telas riquísimas, lisas y sólidamente cosidas, aseguran una gran duración y una pulcritud exquisita, y como son tan abundantes, pues lo que había de haberse gastado en el adorno se ha empleado en multiplicarlas, facilitan el que la familia se mude cada dos días o diariamente, que sería lo mejor, ofreciendo con esto salud, economía y hermosura para la vista, porque la verdadera hermosura consiste más en la limpieza que en el adorno.

–Y no hay una sola prenda de color –dijo el niño que revolvía los armarios entusiasmado de ver tan primoroso ajuar.

–Así es, hijo; toda la ropa blanca debe ser blanca; todo otro color que se le dé es impropio de su uso inmediato a la carne humana: lo blanco es lo que únicamente rechaza; sin subterfugios, la suciedad; y la cuestión de la salud para las criaturas racionales, creedme, que tiene su más sólido fundamento en la limpieza: camisas azules, encarnadas o amarillas; medias moradas, verdes o negras, no pueden ser más que dos cosas, o nidos de suciedad o pretexto de despilfarro: si aquellos que las usan no son ricos, se trasforman en nidos de suciedad, pues con su color ocultador evitan el frecuente relevo; y los que las usan son ricos, o las tiran a la primera postura o se gasta en lavarlas químicamente un dineral, y con esto se hace alarde inútil y pueril de desprendimiento; y de todos modos, ricos o pobres, los que usan telas de colores, aún de las mejores, están expuestos a graves envenenamientos, y cuando menos a picazones y malos olores. He ahí, pues, la ropa blanca de la casa de muñecas, dispuesta para que la use el hombre y la mujer, en beneficio de su salud, de su comodidad y de su hermosura, y no en beneficio de su pereza, de su vanidad o de su soberbia.

Este armario está desocupado para que los muñecos que decidáis traer a la casa coloquen su ajuar de ropa de color, vestidos, abrigos, calzado, etc.

Réstame señalaros la última pieza de la casa, el cuarto-retrete. Ved en él, con el alejamiento necesario para que sus olores no envenenen las demás habitaciones de la casa, el agua corriente, que es el mejor desinfectante; el mármol blanco, que es el mejor evitador de suciedades, y las macetas de plantas olorosas para recrear la vista y purificar el ambiente.

–Y dime, papá, –interrumpió el niño– toda esta quinta, y sobre todo estos terrenos de plantaciones, estos jardines y demás cosas que tiene la posesión, siendo de mentira, es decir, estando todo contrahecho, ¿cómo hacer que produzcan, y cómo hacer que crezcan, y cómo sembrarlas y regarlas, y demás faenas que nos has explicado?

–Hijos míos: es cierto que todo es imitado en vuestra posesión, o mejor dicho, en la posesión de vuestros muñecos; los cálculos de productos, el estudio de siembras y crecimiento de las plantaciones que aquí se os ofrecen todas en la plenitud de su desarrollo, podéis estudiarlo en los libros que yo os daré y que son iguales a los que figuran de mentirijillas en la casa de muñecas; el manejo del agua, que es una de las cosas que más os entretendrán en vuestros juegos, podéis hacerle, porque todo se halla dispuesto para evitar corrupción y humedad, y además, se renovará la tierra de vuestra finca cuantas veces sea preciso; en cuanto a la dificultad que encuentras en poderos figurar que toda vuestra posesión es real o de verdad, no creo que la tengáis; los sables de hojalata, los caballos de cartón, los soldados de plomo, que tenías antes, ¿no se os figuraban de verdad?

Vuestra imaginación infantil, hijos míos, descendiente purísima del cielo, tiene una fuerza creadora inconcebible; no hace mucho tiempo tuve la dicha de conocer a dos hermosos niños de un amigo; mientras hablaba con sus padres, observé en los niños, que tendrían de cinco a siete años respectivamente, el siguiente manejo: cogieron dos sillas de rejilla, y atándolas unos cordones se los sujetaron a la cintura; daban así con ellas arrastra, una vuelta a la sala, y luego se descabalgaban, y acercándose a un sofá de paja inclinaban la cabeza; estaban un rato así, y volvían a coger las sillas y a tirar de ellas: acosados a preguntas pude sacar en limpio, que las sillas eran para ellos coches, que ellos eran para sí mismos caballos y a la vez cocheros (dualismo de persona y de irracional muy fácil de encontrar en el estudio psicológico del alma infantil) y el sofá de paja el abundante pesebre donde reposaban de sus fatigas. Veamos ahí la poderosísima iniciativa de creación que atesora la imaginación de los niños; gastad la vuestra, hijos míos, en figuraros de verdad la casa de muñecas, y que al llegar a otras edades vaya en vuestra memoria tan grabada la imagen de estos juguetes que os sirva de estímulo para amar la naturaleza y a la patria, haciendo de vosotros criaturas honradas, trabajadoras y útiles, únicas que pueden conducir las sociedades por los derroteros del progreso y de la virtud.

Ahora, hijos míos, aquí tenéis las llaves de este salón; no olvidaros jamás de la promesa que nos hicisteis de disfrutar, unidos y en perfecta armonía, de la casa de muñecas: tened seguridad de que todo lo que pidáis para la casa y sus dependencias se os dará enseguida, si ha de contribuir a que sea un modelo de morada humana.

Diciendo así, los padres de Rafael y Rosario dejaron a los niños en posesión de la preciosísima casa.

Pues señor, ¡que era tal la alegría que tenían ambos hermanos, que no sabían qué hacerse! Lo primero que se le ocurrió al niño fue coger un caballo de la cuadra, caballo que tenía el pelo y todo como los de verdad y cuerda para que anduviese; cogió el caballo y las guarniciones y el coche, y se puso a enganchar la bestia al carruaje: su hermana, que estaba cerrando los armarios roperos, sacó la cabecita, vio al niño y se plantó de un salto a su lado.

–Ea, ya estás aquí de más –dijo Rafael– las mujeres a la cocina; de esto no entiendes tú; y con el codo empujaba a la pequeña, para que no echase mano al caballo.

Hizo la niña un mohín, diciendo:

–¿Y cumples así lo ofrecido a papá y mamá?

–¿Y qué es lo ofrecido?

–¿No te acuerdas que dijimos que estaríamos siempre juntos y reunidos, para jugar y disfrutar de la casa de muñecas? Pues yo quiero enganchar el caballo como tú.

–Pero mujer, ¿no ves que esto no es cosa de niñas?

–Pues, o te ayudo yo o llamo a papá.

El niño, levantisco y acostumbrado a la enseñada superioridad, no se conformó con aquella intrusión de su hermana en sus quehaceres, y dejando coche y caballo en mitad del corral, se fue al establo, tiró de la vaca, la enganchó en la noria, y cogiendo una azadita se puso a regar el huerto. Violo la niña, y cogiendo otra azada se puso a abrir surcos al agua.

–Ya nos hemos fastidiado –gritó Rafael; te dejo coche y caballo y te vienes enseguida a meterte en mi trabajo. ¿De modo que no es posible que me dejes hacer nada a mí solo, ni a mi gusto?

–Mira, Rafael; he prometido y tú también que no nos separaríamos, y ni que quieras ni que no, juntos hemos de participar de todo esto.

–¿Pero está bien que tú, una señorita, vengas a enganchar caballos y a regar patatas?

–Yo no sé si está bien o mal; pero lo que sé es que ofrecimos a papá y mamá estar unidos con la mayor armonía, y que debemos cumplirlo. Tú lo único que deseas es separarme de ti para hacer tu sola voluntad sin enseñarme nada de lo que tú sabes.

–¿Pero quieres que yo me ponga a espumar el puchero mientras tú siegas alfalfa?

–Lo que yo quiero es que no nos separemos para nada, o que nos separemos por deliberación tuya y mía.

–Pues yo te digo que no me vas a poner la ley.

–Pues yo te digo que haré lo mismo que hagas tú.

Se sentó Rafael en una esquina de la sala refunfuñando, y la niña, con esa facilidad que tienen los niños buenos para olvidarse de las cuestiones o rencillas, se fue hacia la casa y se puso a preparar el microscopio, que es un instrumento muy bonito para ver bichitos y objetos pequeños de un tamaño muy grande; estaba dándole vueltas, cuando se acercó Rafael y echándole mano, le cogió.

–Y ahora ¿por qué no me llamaste tú para jugar con esto?

–Porque como te he visto en un rincón, sin querer jugar… pero toma, ahí le tienes. Y así diciendo se dirigió a la cocina y se puso a preparar fuego (de mentirijillas se entiende), enseguida cogió de la bodega un jamón para partirle. Rafael, a quien la curiosidad atrajo hacia su hermana, vio el jamón, y quiso partir una magra para comerla.

–¡Anda allá! Los hombres no se meten en la cocina ni hacen comistrajos; vete al huerto o a la cuadra, aquí no haces nada.

–Pues aquí y en el huerto, y en la cuadra, haré lo que quiera, porque los amos de las casas son los hombres, y no hay quien mande aquí sino yo…

En este momento se abrió la puerta de la sal; las voces, algo destempladas de los niños, habían llamado la atención de sus padres que presenciaron toda la disputa detrás de la puerta.

–Hijos míos, –les dijo su bondadoso padre– el amo de esta casa de muñecas y de todo lo que contiene, soy yo, que os la entregué para que juntos, unidos y en perfecta armonía, la disfrutaseis, jugando y enseñándoos, por medio de todo lo que encierra, a ser trabajadores y virtuosos, única felicidad positiva de la vida. Tú, Rafael, no tienes aquí otro derecho que el de cuidar que la hacienda prospere y el de hacer que tu hermana participe y disfrute de todos tus trabajos y de todas tus alegrías.

Y tú, Rosario, no puedes oponerte a que tu hermano participe y disfrute de tus quehaceres y entretenimientos: lo que nos ofrecisteis es menester cumplirlo al pie de la letra, si no os quedaréis sin casa de muñecas; juntos y unidos, habéis de cultivar la tierra y cuidar de la familia; tenedlo entendido de una vez para siempre.

Comprendieron los dos hermanos, que eran niños inteligentes y perspicaces, la razón de la reprimenda, y, desde entonces, fue un portento verlos jugar con la casa de muñecas.

–¡Rafael! –dice la niña desde el terrado de la casa– ¿has metido ya las cabritas en el establo?

–¡Si! –la dice su hermano–¿Y tú, estudiaste ya el modo de matar los pulgones de las habas?

–Ya lo tengo aprendido y luego te lo diré: mira, que no se te olvide quitar el caldero de la colada de encima del fuego.

–Que tampoco se te olvide a ti, Rosario, sacar un poco de harina de maíz para los caballos.

–Ya la sacaré cuando termine de recoser esta sábana.

La unión se realizó, al fin, entre aquellos dos hermanos. El carácter de Rafael volvió a su cauce normal: prudente, sereno y robusto, adquirió esa tranquila bondad de los fuertes, esa reposada ternura que distingue a los valerosos; nada le ofendía, nada le denigraba respecto a las menudencias de la vida, porque la íntima conciencia de su superioridad le hacía ser indulgente con todas las criaturas; el amor propio de sus virtudes, tan contrario al amor propio de los vicios, le hacía generoso, leal y valiente.

El carácter de Rosario volvió también a su ser natural: viva, alegre, expansiva, sincera, como ser exclusivamente formado para llenar de felicidad y de esperanza el humano hogar, la falsa y estúpida seriedad que la llevaba directamente a una mezquina hipocresía, desapareció del todo en la intimidad del trato con el carácter varonil de su hermano. Sus cantos, sus risas, la pura y casta habilidad con que desempeñaba todos los quehaceres de la casa y del campo, habían hecho resaltar la hermosura vigorosa de su cuerpo, desarrollado con plenitud de gracias, por el ejercicio y el movimiento.

Aquellos dos hermanos, exacta imagen de la pareja humana, fueron dichosos durante su vida entera; ligados desde su infancia a la Naturaleza, a la que llegaron a comprender, respetar y amar en todas y en cada una de sus leyes y de sus aspectos, sufrieron las vicisitudes de la vida con una grandeza de alma y una serenidad de conciencia, que jamás les hizo maldecir de su suerte, y cuando llegaron a viejecitos, aún solían decir a sus nietos:

–Hijos queridos, toda la felicidad de nuestra existencia se la debemos a LA CASA DE MUÑECAS.


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Publicado el 29 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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