La Roca del Suspiro

Tradición vascongada

Rosario de Acuña


Cuento


En las montañas de Vizcaya, bajo su cielo ceniciento, y en su costa bordada de escollos y salpicada por un mar casi siempre turbulento y sombrío, sobre un promontorio de granito que avanza en áspero talud entre las olas del océano, álzanse, en la misma roca asentadas, las ruinas de un castillo, medio cubiertas de zarzas y de hiedra, y solamente habitadas por el espantadizo búho y el medroso murciélago: como toda ruina, tiene su tradición o leyenda, y como toda leyenda, la suya aparece sencilla, apasionada y melancólica, levantándose como indecisa niebla ante el fulgor de la aurora, sobre aquellas piedras carcomidas por el paso del tiempo y el constante batir de las olas.

Cuentan que allá en lejanos días, cuando el castillo se elevaba arrogante, vivía en su recinto un anciano señor de noble linaje, aunque de escasas rentas, que por su mejor fortuna tenía una nieta bella como una mañana de primavera, y de alma tan angelical como la sonrisa de un niño; pobres y retirados a la morada de sus mayores, vivían con algunos fieles y antiguos vasallos, tan ajenos a las vanidades mundanas, como felices con su ignorada existencia.

No lejos del castillo, y sobre la misma costa, existía una populosa ciudad, punto de partida y regreso de los aventureros del Nuevo Mundo: llena de mercaderes y de nobles enriquecidos con el oro de las Américas, era su recinto albergue de todos los placeres y semillero de todos los vicios; en ella, disfrutando de cuanto la fortuna alcanza, vivía un pechero a quien por su oro acababan de dar flamante nobleza, el cual tenía un hijo, mozo de gallarda presencia y corazón valiente para riñas y cuestiones, pero de alma voluble e imaginación soñadora, y de tan frágil voluntad, que jamás pudo en cosa alguna demostrar la virtud de la constancia; como fue no se sabe, pero lo cierto es que en una excursión que hizo a los alrededores, conoció a Irene, la Castellana, como en la comarca la nombraban; y ávida su alma de la pureza, cansada del cieno en que siempre vivió, sintió abrasadora la llama del amor, consiguiendo, al fin, que la joven le diera algunas citas al pie de su morada entre los mismos escollos de la costa.

Lo que había de suceder se realizó: el mozo amante, la doncella rendida al primer aliento de su virginal corazón, ambos se amaron, pero ninguno de los dos selló su alianza con iguales cadenas; mientras la virgen entregó los tesoros de su alma apasionada, el doncel dejó vagar su pensamiento en los espacios de un porvenir desconocido, y mientras ella dijo: «Después de su amor, la muerte»; él pensó: «Después de mi pasión, el hastío».

Así las cosas, y en una noche de plácida velada, uno de los servidores del castillo, hablando de los sucesos próximos a realizarse en la vecina ciudad, dijo, ignorante acaso de los amores de su joven señora, o tal vez deseando curar el mal que no desconocía, que era cosa cierta la boda del hijo de don Diego con una judía recién convertida al cristianismo.

Oyole la joven: se cambiaron las rosas de sus mejillas en blancas azucenas; temblaron sus labios con el primer latido de la fiebre; y una lágrima, rebelde a la voluntad, saltó abrasadora por el cristal de sus ojos, quemando silenciosa el rostro de la acongojada doncella; después, allá en lo profundo de su corazón, al amor rendido y por el amor alentado, surgió como destello vivísimo de voraz incendio, u deseo impetuoso de ternura, una ola de apasionado confianza que, invadiendo su alma con los efluvios generosos de un amor infinito, hizo brotar a sus labios la palabra «¡Imposible!» dejando a su imaginación adormida en los cariñosos brazos de la esperanza.

«Esta noche, como todas las de la luna nueva, vendrá mi amado a la roca de la playa; y allí, con las caricias de sus ojos, con el vibrar de su enamorado acento, desmentirá esta noticia absurda de su boda, que solo pude oírla para convencerme de que era falsa.»

Llegó la media noche, sin luna, revestida de pardos nubarrones que velaban el incierto rielar de los astros, y cubrían el mar de medrosas sombras; la roca de la playa es un peñón enorme, rodeado del talud donde se asentaba el castillo; por uno de sus lados, socavada, forma una especie de gruta revestida de aristas, desde donde se contempla, sin límite cierto, la inmensidad del océano; separada de la costa, esta roca, rodeada de fina arena, es cubierta por las altas mareas de la luna nueva que, como es sabido, ascienden más que ninguna otra.

Bajó Irene a aquel sitio a la hora convenida con su amante, el cual acudía a las citas en una barca que varaba en la solitaria playa, y que les servía de seña para terminar sus entrevistas, pues cuando la barca flotaba a impulso de las olas, era que la marea comenzaba a subir y que la rocas se hacía peligroso sitio.

La una acababa de oírse en el reloj de la ciudad, y la Castellana, sentada en una arista del escollo, envuelta en un blanco velo que el aire del mar plegaba y desplegaba en torno de su frente, interrogaba con ávida mirada las movibles ondas que, en revueltos torbellinos de espuma, venían a morir, con rumores impetuosos, en las blancas arenas de la playa.

El mar estaba levantando; la brisa del Norte, fría y penetrante, trayendo agujas de hielo en sus corrientes, azotaba con violencia los labios de Irene, que con nervioso impulso se abrían jadeantes ante el hálito abrasador de los deseos y de las esperanzas, de la incertidumbre y de la pasión; sus ojos, fijos y abiertos, en vano interrogaban al mar con la impaciencia del amor; y sus manos, unidas y mojadas por el polvo de las espumas y los besos del cierzo, en vano estrujaban los pliegues de su blanco ropaje; la barca esperada no brotaba de entre las sombras, la voz querida no vibraba para desmentir el rumor de aquella boda, los amados ojos no aparecían para disipar con su luz aquel abismo de dudas, donde la amargura del desengaño vertía a raudales los acres perfumes de la muerte.

Pasaron horas; la noche, de encapotada, se volvió tormentosa, y el grueso oleaje del mar subía, con el ímpetu de la marea, a romper sus montes de agua sobre las rocas de la costa; Irene, inmóvil, veía ascender hasta sus mismas plantas las revueltas olas, como se ven en el mundo las pasiones invadiendo con su tumultuoso oleaje la paz de un alma limpia de error: ella amaba y esperaba; el mar subía, insensible a su amor y a su esperanza, pronto a cubrir de alborotada espuma aquella roca inmóvil asentada sobre un lecho de movediza arena.

El mar subía; el grito del búho mezclábase al mugido del océano; pardas nubes vestían de sombras los cielos y la tierra, e Irene, fija en su esperanza, confiada en su amor, seguía inmóvil buscando entre la incierta luz de los relámpagos la venturosa barca, sin hacer caso de aquellas olas de verdosos matices, que presto la harían sentir el frío de la muerte: de pronto, como ráfaga de fuego, surgió de entre las nieblas un hermoso bajel que a su bordo llevaba festones de antorchas, rumores de cánticos y de músicas, ecos de fiesta y de alegría.

Irene vio, entre las siluetas que poblaban la nave, la figura del hombre a quien amaba, cuyos brazos, como argollas de flores, ceñían la esbelta figura de una mujer hermosa; el cierzo llevó a sus oídos cantares de himeneo, brindis de desposorio; y sus ojos, fijos y abiertos con la rigidez del dolor, vieron perderse en los horizontes del mar aquel barco que, como aparición del infierno, brotó un instante de entre las sombras de la noche, para morir en las sombras de la amargura su pobre corazón.

El mar indiferente subió a mojar el manto de Irene; y mientras sus ojos, siempre abiertos, seguían el rumbo de la funesta nave, una ola inmensa, saltando sobre el escollo, lo envolvió en cascadas de espuma, menos blanca que el velo de aquella infeliz que, al inclinarse en los senos del mar, dejó escapar, como único reproche, un suspiro tristísimo, eco profundo de su dolor sin nombre, último adiós a una vida que para siempre abandonaba.

Desde entonces dicen que, cuando las mareas de la luna nueva invaden la solitaria roca, se oye brotar del fondo de su cimiento socavado un quejido, o lamento, que el viento repite, y que es fácil escuchar en el silencio de la media noche: probablemente el mar, al penetrar en aquel arrecife, será el que imite el eco de un suspiro; pero lo cierto es que la leyenda, o tradición, subsiste a pesar de los siglos, y aquel poema de amor y tristeza se trasmite de generación en generación, gracias al lamento que se escapa de la abrupta peña, conocida generalmente por la Roca del Suspiro.


1881


Publicado en El Imparcial, Madrid, 9 de enero de 1882.


Publicado el 29 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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