Melchor, Gaspar y Baltasar

Rosario de Acuña


Cuento


Érase una tarde del mes de noviembre; recios copos de nieve caían en las extensas llanuras de La Mancha, vistiendo de blanco ropaje los humildes tejados de un pueblecito, cuyo nombre no hace al caso, y cuyos habitantes, que apenas pasaban de trescientos, tenían fama por aquella comarca de sencillos y bonachones.

–Apresuremos el paso, que el tiempo arrecia y aún falta una legua –decía un jinete caballero en un alto mulo a un labriego que le acompañaba sobre un pollino medio muerto de años; arreó el labriego su cabalgadura, y con un mohín de mal humor, sin duda porque la nieve le azotaba el rostro, se arrebujó en su burda manta, encasquetándose el sombrero hasta la cerviz, y diciendo de esta manera:

–Vaya, vaya con don Gaspar, y qué rollizo y sano que se nos viene al pueblo; ya verá su merced qué contento se pone don Melchor cuando le vea llegar tan de madrugada; según nos dijo ayer, no se esperaba a su merced hasta esotro día por la tarde; nada, lo que yo digo, esta Nochebuena estamos de parabién; todas las personas de viso se nos van a juntar en la misa del gallo; digo, si no me equivoco, porque parece que también el señor don Baltasar está para llegar de un momento a otro…

–Es cierto, Martín –le contestó el llamado don Gaspar–. Mi hermano Baltasar ya estará en camino para el pueblo, según lo que me escribió a Santander… pero arrea, que tengo gana de abrazar a mi hermano Melchor, después de dieciocho años de ausencia.

El que así había hablado tendría unos treinta y cuatro años [la autora, por entonces, unos treinta], y era un mozo gallardo, de buena cara y buena presencia, que se expresaba con soltura y facilidad, como todo aquel que vive en el bullicio de la sociedad, y ya que no otra cosa, recibe de ella cultura y gracia; su fisonomía correcta y expresiva pudiera ser simpática sin la viva luz de unos ojos negros y relucientes donde se adivinaba al hombre sensualista por excelencia, émulo de Lúculo en la intemperancia [en referencia a Lucio Licinio Lúculo político romano que vivió en el siglo I a.C., famoso por la opulencia de los banquetes que ofrecía], y más amigo de una buena moza que de resolver un problema científico. ¡Cosa singular!, al oírle nadie diría que don Gaspar era dueño de su cara y de sus acciones; tal era la diferencia que existía entre los componentes de su entidad.

Dejémosle, en compañía del tío Martín, camino de su pueblo natal, y contemos la historia de estos tres hermanos, necesaria como antecedente a lo que más adelante vera el lector, si en ello se fijase.

Melchor, Gaspar y Baltasar (puestos por orden de edades) eran hijos de un rico labrador, el cual, escrupuloso católico con sus ribetes de teólogo, buen marido y cariñoso padre, les dejó a su muerte una haciendita muy saneada y cumplida, a más de un apellido honrado aunque oscuro, y un nombre de pila que correspondía al que llevaban cada uno de los Reyes Magos que, siguiendo el rabo de la estrella anunciadora, dieron de manos a boca en el consabido pesebre; el capricho de ponerles tales nombres, lo tuvo el viejo para que en los únicos tres hijos que le dio el cielo, quedase representada la adoración que el paganismo del Oriente rindió a las santas verdades de la fe.

Huérfanos los tres reyes, es decir, los tres hermanos, mozos todos y algo codiciosos de mundo, trataron de su porvenir ajustándose a lo que el mayor les propuso, como lo que mejor cumplía a sus deseos y aspiraciones; hicieron tres partes del caudal paterno, vendieron dos, repartiéndose entre los tres todo el producto; la tercera, afianzada y entregada la administración a un honrado amigo de su difunto padre, quedó a modo de reserva para aquel de los tres que primero se cansare de correr tierras, siempre con la obligación de guardar casa y mesa para los hermanos ausentes; hechos estos negocios, y cuando el mayor apenas contaría veinte años, después de una despedida no muy tierna, pues, como mozos y llenos de ilusiones, no suponían los riesgos de la vida, tomaron cada uno su derrotero, diciendo al salir de su pueblo, si bien cambiando de tiempo y de lugar, lo que el famoso conquistador : llegaremos, veremos y venceremos .

Han pasado dieciocho años de lo que queda dicho. Don Gaspar era esperado en la casa solariega, habitada por don Melchor, el mayor de los tres hermanos y el primero se recogió a los paternos lares: he aquí de qué manera.

Apenas salido de su pueblo, fuese a Madrid, donde empezó el estudio del Derecho, que no continuó, porque haciéndose amigo de un sagaz jesuita, dio en la manía de darle oídos, reverenciando como verdad cuanto se le antojaba decir al astuto padre, el cual influyó en la determinación de don Melchor haciendo que se volviese a su pueblo a disfrutar de la parte de hacienda que, como reserva, habían dejado los hermanos; y sin más pensarlo, a los cuatro años de salir de aquel rincón de la Mancha, volviese don Melchor a su casa, hecho un teólogo de primera fuerza, gracias a las aprovechadas lecciones del reverendo don Agapito, para quien se pudo conseguir el curato de la aldea, pues sin duda el pastor no quiso abandonar a la recién conquistada oveja; mas no fue tan listo don Agapito que no se descuidase un punto, y en éste, don Melchor, que, como joven, era dado a todos los placeres de la vida, hizo conocimiento con una moza, si no bella, por lo menos graciosa; y tanto pudo en él la gracia de aquella Eva, que sin más ni más, urgiéndole regresar al pueblo, en cuya parroquia estaba instalado don Agapito, se encaminó con ella a la casa de sus mayores, y sin duda por ahorrar gastos de boda, o por parecerle mal casarse con quien traía cual manceba, lo cierto es que don Melchor la presentó como su legítima mujer, aunque en realidad no lo era, y hasta el mismo don Agapito tuvo que tragarse la píldora, so pena de perder el curato conseguido por la influencia de don Melchor; y aquí comienza el cuento.

Apenas llegados los viajeros, y después de los abrazos, apretones, golpes y demás contusiones que se reciben de los sencillos lugareños, y pasado el período de los besos del sobrino (don Melchor tenía un hijo), y aquello de: «Tomarás algo». «Unas sopas de leche». «Ya verás cómo hemos puesto la huerta y qué fácilmente sacamos agua de la noria». «Si parece mentira que hace dieciocho años eras un chico…» ¡Y todo el acompañamiento de frases expresivas propias de una familia cariñosa y elocuente!, instalose don Gaspar en el cuarto que de mozo tuvo, despojándose de mantas y capotes, para bajar al comedor, donde, según suponía, le esperaba el suculento desayuno; chocole al nuevo huésped de aquella casa el primoroso y acicalado altar con que estaba engalanado su cuarto, pero creyendo que sería alguna novena perentoria que celebraba su cuñada, y que por falta de habitaciones se había instalado en su aposento, pasó por alto el suceso sin darle más importancia, y bajó al comedor, llevando en su labios una sonrisa irónica que brotó al contemplar los escarolados lazos y almidonadas velas de aquel altar cuyo remate era una paloma de azúcar-cande que llevaba en el pico una estrella de hoja de lata con un sendo rabo de papel dorado. ¡No sabía don Gaspar la tortura de imaginación que le había costado a don Melchor aquel monumento simbólico de refinado misticismo!

Ya esperándole en la mesa, aunque no sentados, fue recibido don Gaspar con un “Vamos, descúbrete”, y cuál no sería su asombro al encontrarse, más que en el comedor de su antigua casa, en un verdadero refectorio de monjas capuchinas; aunque limpios los manteles y limpia la vajilla, no se vislumbraba en la mesa más que el moreno pan y los trasparentes vasos, y a juzgar por el frente del comedor, ocupado por una tribuna y un San Lorenzo, el desayuno debía ser más para benedictinos que para un viajero hambriento y despreocupado.

Descubrióse don Gaspar, echando mano a la prudencia, más por alarde de educación que por movimiento de cariño, y empezó la bendición del refrigerio, dada por el padre cura, hombre como de cuarenta años, gordo como bellota, pequeño en demasía para la circunferencia del abdomen, y de tan rubicundo color, que a no demostrar su estado la negra hopalanda [vestidura que llegaba hasta los talones muy holgada y pomposa] que vestía, hubiérasele tomado por un honrado expendedor de uvas machacadas.

Terminada que fue la ceremonia, y escuchada con humilde recogimiento, dio principio el almuerzo, mientras el hijo de don Melchor se encaramaba en el púlpito, leyendo con destemplada voz, interrumpida por bostezos frecuentes, la vida del santo del día y que, a decir verdad, parecía poco a propósito para excitar el apetito de los comensales. Don Gaspar apenas volvía del asombro que le causaban aquellos hechos: callóse como pudo lo que se le venía a la boca y rabiaba por decir, y empezó a mascullar un potaje de lentejas, si bien ricamente aderezado, falto de sustancia, y cuando se disponía a emprenderla con una fritada de abadejo díjole don Melchor:

–No mezcles, Gaspar; no mezcles; como suponía que vendrías necesitado del viaje, mandé que para ti hiciesen hoy comida de carne, y ahora te traerán una perdiz y de postre un par de mantecadas, porque, ya ves tú, el ser viajero te disculpa, ¿Verdad, padre?

–Es cierto, don Melchor, su hermano puede comer hoy de carne, y esto le prueba a usted, don Gaspar, lo mucho que le quieren, cuando así se alteran las costumbres de esta santa casa.

Esto contestó el cura, a tiempo que don Gaspar trinchaba una perdiz cocida con calabaza e ínterin el rapa lector contaba la manera con que el santo raía la podredumbre de sus úlceras con el casco de un melón que por acaso se encontraba a  la puerta de su gruta; no sabemos si por la analogía que halló don Gaspar entre el melón del santo y la calabaza de la perdiz, o por el recuerdo de haber alterado las costumbres de aquella santa casa, lo cierto es que de las profundidades de su estómago subiéronle a la garganta ciertos nudos y congojas que le obligaron a retirarse bruscamente de la mesa, apartando de sí la desaliñada perdiz, diciendo con destemplado acento:

–¡Por Dios, hermano, que nunca creía yo encontrar en nuestra casa tan estrafalarias costumbres y tan ridículos recibimientos!

Como si una bomba hubiese reventado sobre la mesa, levantáronse todos bruscamente quedando cada uno en la más horripilente actitud.

–¿Cómo es eso, Gaspar, te repugnan los cristianísimos ejemplos de esta casa? – dijo don Melchor, con la vibrante palabra de un hombre henchido de ira.

–Más prudente debías haberte mostrado –añadió la cuñada–, y siquiera por educación podías conformarte con nuestro modo de vivir.

–Señora, bastante educación he mostrado tomándola como hermana, cuando…

–Vamos, vamos, don Gaspar… –interrumpió el cura–. Menos palabras y más prudencia, no olvide usted que ésta es la casa de su hermano…

–Y la mía –gritó don Gaspar, perdiendo ya los estribos.

–La tuya sería, si no fueses un hereje, como lo demuestra tu desacato y descompostura. ¿Se te ha ofendido en algo para que demuestres tal desagrado?

–Pues bien; sí, y muy grande que le tengo; pase por el mamarracho que habéis puesto en mi cuarto; pase por las bendiciones y salmos del padre cura, y por lo de no mezclar carne y pescado, que al fin y al cabo el estómago lo gana en indigestiones; pero eso de estar recreándome el oído con cuentos de gusanos, salamandra y otras asquerosidades, mientras paladeo manjares y viandas, ni es lícito, ni decoroso, ni puedo pasarlos, ni…

–¡Hombre! ¡Hombre! ¡Hombre! ¡Parece mentira! –dijo don Melchor con la misma ironía y mientras el chico se aprovechaba de la confusión para llenarse los bolsillos de pasas y la cuñada hacía aspavientos de asombro como si oyera en don Gaspar al mismísimo Lucero–. Hombre, ¡que tú seas tan meticuloso y delicado en estas cosas que atañen a la materia! Tú, famoso pontífice del espiritualismo más refinado, para quien no existe otra cosa que alma y conciencia, y para quien todos los movimientos de la carne parten de una entidad espiritual, partícula invisible del Alma eterna, toda esencia, toda pensamiento, toda incorpórea; ¡que lo dijera Baltasar, que, según me han dicho, es un médico materialista hasta la médula de los huesos, pero tú, hombre…!

–Pues ahí verás –dijo don Gaspar, asombrado de la perorata de su hermano, a quien no suponía con tales dotes de talento, y conteniendo otra vez los impulso de su desagrado en los límites de la buena educación–. Yo lo digo y lo repito: ¿qué tiene que ver con mis creencias sobre la inmortalidad y espiritualidad del alma, el que me guste comer y beber bien, sin que me regalen al oído con cuentos de vieja…?

–Bien, hombre, así me gusta verte, francamente ateo mejor que hipócrita católico; pero has de saber, hermano Gaspar, que en esta casa, que fue de nuestro padre, y que gracias a Dios ha sido mía primero que de vosotros, impertérritos adoradores del mundo y sus vanidades, somos buenos cristianos, buenos creyentes en Dios, en los santos y en todo eso que tú llamas cuentos de vieja, y que como no es cosa que por un perturbado individuo se trastorne toda una honrada familia, o tendrás que participar, respetándolas, de nuestras costumbres, o buscarás sitio más a propósito para tus descabelladas ideas y extravíos.

Y esto diciendo, se sentó don Melchor, con lo que todos le imitaron; prosiguió el rapaz la historia del santo y de sus llagas, y siguióse comiendo el delicado desayuno. Apartó don Gaspar bruscamente su silla, murmuró una palabra no se sabe si de ira o de desprecio, y salió del comedor dando con brevedad la orden de que llevasen su equipaje a la única posada del pueblo.

Como es de suponer, hubo un escándalo mayúsculo en la localidad con la acontecido en casa del alcalde, que alcalde era el hermano de don Gaspar; las hablillas y suposiciones menudeaban de lo lindo, y hasta hubo quien dijo que al salir don Gaspar de su casa, le asomaba por cierta parte la punta de un rabo descomunal, que sin duda se le desató de la cintura cuando escuchó las bendiciones del bueno de don Agapito; mas como todo pasa en el mundo, pasó la efervescencia que causó aquél acontecimiento, y volvióse cada cual a sus faenas, no sin santiguarse, viejas y chicos, cuando pasaban por la puerta de la casa que compró don Gaspar.

Digamos algo sobre este personaje. De genio emprendedor y aventurero, así que salió de su pueblo, joven de dieciséis años, se embarcó para la América del Sur, donde, luchando sin cesar con las contrariedades de la vida y las asperezas de aquellos climas, consiguió al fin crearse una regular fortuna, que, después de dieciocho años de ausencia, traía a su patria con el fin de disfrutarla. Decir los lances, las aventuras, los peligros y contratiempos de la arriesgada vida que sufrió en aquellas tierras, fuera largo trabajo; baste saber, para los fines del cuento, que su naturaleza bien constituida, las dotes de su inteligencia despejada y audaz, y los contrarios elementos en que se desarrollaron estas cualidades, le formaron un carácter independiente, despreocupado, generoso y a la par egoísta, despegado; las selvas vírgenes del Brasil, con sus innumerables peligros, y el Océano Atlántico con sus violentas tempestades, le hicieron conocer de cerca la muerte, y de aquí el desprecio soberano que mostraba a la vida en sus manifestaciones exteriores, teniéndola más bien que como fuente de todos los placeres, como estorbo de todas las aspiraciones; de imaginación vigorosa y desarrollada en medio de una naturaleza salvaje y de una sociedad mezcla de todos los vicios y todas las virtudes, de todas las sencilleces y todos los ardides, su fantasía no encontró el límite exacto de las condiciones de vida, y volando más allá de lo conocido, penetró en las regiones de lo vedado, creando en ellas una religión apasionada, entusiasta e intransigente hacia todo lo que no fuese sublime y grande, con alejamiento absoluto de las pequeñas causas, hasta un extremo tal, que para él todos los movimientos de la materia eran las expresiones manifiestas del espíritu, único responsable, autor y repartidor de las consecuencias. Mas como la vida, en los climas en que se desarrolló la de don Gaspar, tiene apremiantes necesidades, de aquí que inconscientemente, renegando de todo lo que contribuye al placer de los sentidos, fuese don Gaspar el más perfecto sensualista de cuantos rinden culto a las prerrogativas de los gustos materiales; su mesa era más bien la del suntuoso magnate que la del misántropo pensador; sus mujeres, que siempre procuraba fuesen las más hermosas, se llevaban la mejor parte de su fortuna, y el lujo y comodidad de su casa eran el perfecto fac simile de aquel caos en que vagaba su inteligencia soñadora y resuelta.

Adorador de un Dios creado en su fantasía, incorpóreo, perfecto en cuanto se relacionaba con el alma, presentido a través de las soledades de las Pampas, y en los ventisqueros de los Andes, sentía una repugnancia avasalladora hacia todo otro culto que no fuese el de los grandes elementos de la naturaleza, comparando cuantos religiones existen en la tierra a las rarezas de un monomaníaco que le diera por vestir de papel dorado el cráter del Vesubio, o de cruzar sobre un endeble corcho el Océano Pacífico. Júzguese, pues, el asombro, la rabia y el desprecio que hacia los suyos sentiría al encontrarse en medio de lo que él llamaba supersticiosa idolatría, y con cuánta indignación se rebeló ante la perspectiva de un forzado ayuno a favor de un Dios en quien no creía y para cumplir con un precepto tan ajeno a las indomables necesidades de su organización. Don Gaspar, después de romper seriamente con su hermano mayor, compró la mejor casa del pueblo, e instalándose en ella, según decían, por breve espacio de tiempo, esperó la vuelta de don Baltasar, el menor de los tres hermanos, que, según se sabe, era uno de los más afamados médicos del extranjero.

Próxima ya la Nochebuena y en una oscura y destemplada tarde, llegó don Baltasar al pueblo en que se meció su cuna, y como ya conociese por anteriores relatos la riña de ambos hermanos, queriendo evitar en lo posible mezclarse en el suceso, hizo alto en la posada, desde donde mandó recado a sus hermanos diciéndoles que, por cansado, no acudía a sus casas y que se alegraría de verlos. Más despreocupado Gaspar que Melchor, acudió presuroso a la cita, en tanto que el mayor, no queriendo encontrarse con el ateo, como ordinariamente le llamaba, suspendió la visita hasta la hora en que suponía hallar solo a don Baltasar.

–¿Por qué no has ido a mi casa? –entró diciendo Gaspar al recién venido, después de darle un fuerte abrazo.

–Hombre, porque, a la verdad, si iba a tu casa se enfadaría Melchor, y si a la suya era seguro que te enfadases tú; y además, francamente, me cargan los chicos por un lado, y del otro, tú solo, con criadas lugareñas, no tendrás grandes comodidades, y a mí, qué quieres, me gusta dormir bien, comer bien, cuidarme bien; lo primero es el cuerpo, chico, porque sin él ni hay razón sana ni voluntad propia.

–Vaya –dijo Gaspar–, alabo tu franqueza y te felicito por el gusto, por más que no ande muy acorde contigo; nada me importa esta inútil y despreciable máquina que tú llamas cuerpo y yo cárcel donde se aprisiona un rayo del divino origen; pero, qué demonio, no quiero pelearme contigo, que basta ya que lo esté con ese hipocritón de Melchor.

–Pero vamos, dime; ¿qué fue ello?

–Nada; figúrate que nuestro señor hermano es un supersticioso fanático, que, entre rezos, mojigaterías y bendiciones, se pasa la mayor parte del día, en tanto que la noche cuando la entretiene con esa mujerzuela a quien hace pasar por su mujer, la pasa de bureo en casa del secretario, otro hipocritón, con el que arma en la bodega de su casa una timba de a peseta, de donde sale siempre Melchor con unos cuantos duros menos y dando traspiés, gracias al peleón con que remojan de cuando en cuando la partida.

–Hombre, vaya en gracia –dijo Baltasar–; muy duro me parece lo que me cuentas, y más en persona de tanto recogimiento.

–Pues no es ni duro ni blando, sino la verdad pura; Melchor tiene un espíritu ruin, estrecho, lleno de sinuosidades, incapaz de abarcar ningún horizonte externo y despejado, y de aquí ese torpe embrutecimiento de ideas y de costumbres; en fin, su espíritu es de la cuarta especie, lo mismo que el de los brutos.

–Sí –añadió Baltasar pensativo–, el bueno de Melchor siempre tuvo un temperamento linfático con sus conatos de bilioso; esto y los alimentos grasientos de las aldeas, han consumado la obra, y de ahí ese misticismo casi idólatra, y los excesos consecuentes de un cerebro perturbado por las torpes funciones de la digestión; créeme, Gaspar, el pobre Melchor no sabe lo que se hace, va impulsado por el imperfecto organismo de su constitución.

–¡Qué constitución, ni qué caracoles! Melchor sabe perfectamente lo que se hace, en cuanto lo permite su alma pequeña e insuficiente, y yo digo que a más de ser en esencia y potencia un imbécil, es, en voluntad, un tunante que quiere conquistar la estimación del pueblo con sus hipocresías, para divertirse luego a sus anchas.

En esto iban los dos hermanos, cuando apareció el mayor en la puerta, y a juzgar por su cara, había oído el juicio poco halagüeño que de él estuvo haciendo el despreocupado don Gaspar.

–¿Te está ya contaminando ese hereje con sus malas mañas? –díjole a Baltasar mientras le abrazaba.

–Vamos, vamos; no hay que reñir el día de mi llegada – replicó Baltasar, como todo hombre que se precia de egoísta, con el enfado propio del que no quiere que se le moleste con voces ni denuestos–. Por un día, qué demonio, bien podéis dar al traste vuestros resentimientos.

–Por mí, ya callo –dijo Melchor–, que en esto me humillo como debe hacerlo todo buen cristiano, pero en lo de pasar por sus herejías y maquiavelismos, ni ahora ni nunca pienses que puedo pasarlos, que antes que él está mi conciencia, mi fe y mi salvación.

–Vaya, pues yo –añadió Gaspar– ni hablo ni hablaré del asunto; pero que no me salga con sus ridículos disparates, porque entonces sí que no respondo de callar.

–Pero hombre, ¿por qué no seguís ambos a dos vuestro camino, sin meterse el uno con el otro? Si el temperamento de éste le lleva a la meditación, al éxtasis, al ayuno, a las explosiones de un culto, de acuerdo en todo a los glóbulos de su sangre, a las grasas de sus vísceras, dejadle en paz, que cumple perfectísimamente el fin de su organización física. Y si tu naturaleza sanguínea y nerviosa, compuesta de tejidos exuberantes de fosfatos, se entrega a las atrevidas concepciones de una divinidad pura, abstracta, invariablemente perfecta, y tan infinitamente transformable como lo es tu parte imaginativa, centro de tu actividad, déjesete en paz con tus buenos o malos, verdaderos o falsos pensamientos, puesto que también cumples con la ley de tu constitución, que te impone las manifestaciones de tus ideas, bajo la presión de tus sustancias orgánicas.

Y con esto interrumpió Melchor.

–Veo que no me han engañado al decirme que eres una hechura de tu siglo, mi pobre Baltasar; materialista descreído, sin asomo de sentimiento ni sombra de conciencia; extraviado en el laberinto de las verdades científicas, que te has acogido al frágil hilo de los instintos, pensando explicar los grandes misterios de la memoria, del entendimiento y de la voluntad por medio del análisis de la sangre, del fósforo y de los nervios.

Contestó a esta perorata una sonora carcajada del sabio doctor, que fue interrumpida por una enérgica exclamación de Gaspar.

–Por cierto que, acaso por la primera vez de tu vida, no has hablado con falta de inteligencia, hermano Melchor; en efecto, veo en Baltasar un sacerdote de la tosca e insufrible materia, y es lástima que su genio se haya extraviado en culto tan repugnante y antipático; en vez de la adoración de esta luz interna que ilumina nuestro ser, rastro desprendido de un Creador, alma y móvil de lo creado, parte, a la vez que causa, de los mundos del espacio, de las plantas de la tierra, fluido etéreo y animador de todo lo que percibimos con los sentidos y presentimos con la inteligencia, fuente de donde brotan obras y palabras, y el único y exclusivo regulador de cuanto se hace y se hará en lo infinito de la vida; en vez de ver en la materia un medio ruin, una cosa grosera, instrumento dócil del alma, obediente esclava de nuestras concepciones y pensamientos, la diviniza, colocándola en el lugar que tan sólo debe y puede ocupar el misterioso fluido del alma. ¡Triste, y muy triste es verte seguir por tan extraviada senda!

–Senda que a nada conduce sino a la vida animal – dijo don Melchor.

–Sin Dios y sin alma –añadió don Gaspar–, ¿en qué diablos puedes fundar la felicidad de la vida?

–En mi estómago –gritó don Baltasar, entre risueño y amostazado–. ¿Qué demonios de predicadores tan elocuentes que os habéis vuelto en los dieciocho años de separación! ¿Y queréis decir en que Dios y en qué alma fundáis vosotros la dicha?

–En el único –se apresuró a decir Melchor– capaz de encenderla; en el que manda que seamos mansos, condescendientes con las culpas ajenas, en el que no permite los apetitos de la gula, ni de la lujuria, ni de la avaricia, y en el que, a fuerza de mortificaciones y padeceres, nos promete un cielo de alegrías, de placeres y venturas, como no podemos ni soñarlas en la tierra.

–¿Es decir que tú estás haciendo ahora los méritos para ir a tan delicioso paraíso? ¿De modo que cuanto sufres ahora es por egoísmo?

–¿Cómo es eso?

–Es claro; lo que estás haciendo es amontonar moneda falsa con la esperanza de que la cambien por oro de buena ley cuando te canten el gori; pues mira, Melchor, para ello valía más que te echaran las bendiciones matrimoniales con esa tu mujer, según la llamas, que yo sé de buena tinta (y con efecto, ambos hermanos sabían lo que había de cierto en el asunto) que, antes de serlo tuya, lo fue del que quiso tomarla.

–Y tú –dijo Baltasar, volviéndose a Gaspar, y sin dejar que el hermano mayor metiese baza–, ¿me quieres decir en qué Dios reconcentras ese fabuloso culto de los espíritus?

–¿En qué Dios? En ninguno. ¿Piensas acaso que la palabra Dios concreta un ser o expresa un hecho? Dios es todo, y todo es el alma, la esencia de la vida que nos hace pensar, sentir, movernos, accionar; el alma es Dios, como Dios es el alma, y alma es todo cuanto se manifiesta en forma, tiempo y espacio. ¿Quieres que te pinte a Dios bajo la forma tosca e inverosímil de algún ser de los que pueblan la tierra? ¡Bonita idea la de Dios bajo la forma de un lindo rapaz, vestido con enaguas bordadas de talco, como se lo representa mi digno hermano, o con las disformes orejas del elefante, suplantadas en la dulce cara de una doncella, como le pinta la idolatría de los indios! Paréceme muy degradante a la divinidad, de que toma origen el alma, la representación de tales caricaturas.

–¡Ateo, perjuro, apóstata! –gritó fuera de sí don Melchor–. Prefiero mil veces el escéptico materialismo de Baltasar a esa amalgama monstruosa de la verdadera creencia con el culto enigmático de Satanás; cállate de una vez, si no quieres que maldiga el llamarme tu hermano.

–¡Imbécil! –se apresuró a decir Baltasar–. ¿Estás en ti, hombre? Pero… ¿qué estoy diciendo? Esa misma excitación en que te veo, no reconoce otras causas que la interrupción de tus habituales funciones; con la bilis de la primera reyerta que tuviste con Gaspar, y con los excesillos de casa del secretario, estás irascible y sumamente excitado. Y tú, Gaspar, sin hábito de esta vida de pueblo, monótona y reposada, te encuentras predispuesto a todo lo que sea intransigente y violento. ¡Oh! ¡Las pasiones, las pasiones! ¡Qué cierto es que tienen sus raíces en ciertos jugos del individuo! ¡He aquí por qué traéis a vueltas dioses e ídolos, almas y conciencias, voluntades y entendimientos! Vaya, vaya, retiraos en paz y en armonía. Mira, Melchor, que te haga tu mujer una taza de hojas de naranjo amargo; y tú, Gaspar, vete y anda de seguido dos o tres leguas hasta que se consuma esa exuberancia de actividad, y hasta mañana, que conoceréis a mi legítima mujer, que, porque no me sirva de molestia, viene con los mulos del equipaje.

Esto decía el doctor, a la par que daba amistosos golpecitos en los hombros de los dos contrincantes. Fuéronse ambos, murmurando algo que no se entendió bien, y quedóse el bueno de Baltasar haciendo mohínes con la cabeza, restregándose con fruición ambas manos, y diciendo por lo bajo:

–Pues señor, están buenos mis señores hermanos, el uno con sus santos y su paraíso y el otro con sus esencias y eternidades, voy creyendo que tendré que proporcionarles alguna plaza en San Baudilio, donde a fuerza de duchas les entre en caja su perturbado cerebro. ¡Vaya con los hombres! ¡Y que a apoco más me arman aquí el gran escándalo y tengo que retrasar la hora de mi cena!

Esto diciendo, llamó al criado que consigo traía, y se arrellanó en un antiguo sillón de vaquera extendiendo ambos pies hacia las grandes brasas de una descomunal chimenea.

Era el doctor don Baltasar hombre tan sumamente delgado, que más parecía existir por el espíritu que por el cuerpo, y a no verle cuidar con minucioso esmero su alimentación y buscar en todo lo más conveniente a su comodidad, nadie le hubiera tomado por tan acérrimo partidario de la materia; más bien parecía, por la elegancia, la distinción y la soltura de sus miembros, un ágil montañés, sobrio y despreciador de cuantas sibaríticas ventajas ofrece la actual civilización; su cabeza, alta y arrogante, parecía más bien hecha para penetrar en los eternos espacios de lo increado, que en las minuciosidades que descubre el escalpelo; y en sus ojos brillaba más el fuego de la inspiración que el ansia del análisis. Don Baltasar había estudiado cirugía y medicina en la Universidad de Berlín; apenas separado de sus hermanos, hizo amistades en Madrid con un doctor, entusiasta por la escolástica alemana, el cual, queriendo que un hijo que tenía estudiase en aquellos países, le propuso a Baltasar costearle la carrera que eligiese si se avenía a ser compañero y vigilante de su hijo. Aceptó la propuesta Baltasar, cuyo carácter era apacible y poco amigo de aventuras y trapisondas, y aficionado a la medicina por lo bien que de ella hablaba su amigo el médico, eligió esta carrera, y juntos, ayo y colegial, emprendieron el viaje a la patria de Lutero.

Dieciséis años pasó en aquellas tierras de la filosofía, y gracias a su aplicación y excelentes condiciones de carácter, llegó a ser uno de los primeros médicos de Alemania; rico, joven y sumamente querido, empezó a sentir la nostalgia de su país y, cosa rara, aquel hombre, para quien todo era materia, aquel ser tan refractario a cuantas teorías probasen que una parte de la vida se escapa a las leyes de los cuerpos, y que después del átomo existe una voluntad dominadora y causante de las funciones de la inteligencia; aquel doctor que buscaba el origen de las pasiones en las vísceras del apasionado, y que consideraba todas las prerrogativas de la imaginación como derivadas de la sangre o de los tejidos; aquel hombre, por último, para quien el espacio era un inmenso receptáculo de materia viviente, masa dispuesta por sí misma para la formación de mundos y de soles, de criaturas y de vegetales, de gases y de sólidos, de efectos y de causas, sintió en su organización la nostalgia de un mísero pueblo de la Mancha, y, dejando provenir y ciencia, emprendió el regreso a su patria, alegre como un colegial que sale de vacaciones, y sin meditar que aquel hecho, puramente inmaterial, a que le conducía la necesidad de su alma, daba al traste con la brillante escuela que defendía; y no era que en su patria adoptiva le faltase el calor del cariño, bien es verdad que tampoco debiera, según sus ideas, preocuparse por cosa de tan escaso valer, nada de eso; casado hacía seis años con una joven simpática berlinesa que le había traído en dote medio millón de francos, parecía que todo le debía sujetar en aquellas tierras; pero no fue así, y realizando su fortuna y despidiéndose de su clientela, abandonó Alemania, y ya se ha visto cómo regresó a su primitivo hogar.

Entróle el criado la suculenta cena; alegráronse los ojos de don Baltasar, ante el hermoso pavo trufado, el pastel de foie-gras y el rojo Burdeos (don Baltasar lleva siempre consigo el cocinero), y dispuesto para hacer los honores a la cena, trinchó una perdiz, pidiendo para aderezarla sal, pimienta y vinagre; trájole el criado lo demandado, y no bien puesto sobre la mesa, tuvo el salero la mala suerte de dar sobre el borde de un plato, y quebrándose al tiempo de caerse, derramó en abanico toda la sal que contenía…, y aquí fue Troya; con las mejillas encendidas, trémulo y vacilante, levantóse de la mesa don Baltasar, arrojó con ímpetu la servilleta y dijo con destemplada voz:

–¡Ya me quedé sin cenar! ¡Maldita suerte! ¡Cuando tenía un apetito de dos mil demonios!

–Señor, yo… –murmuraba el criado.

–¡Tú eres un animal! Debías haber pensado que hoy era martes y haber puesto tus cinco sentidos en el salero; ¿quién come después de este contratiempo?

Y sin escuchar más disculpas del atortolado criado, salió de la estancia encerrándose en su cuarto, tras un sendo portazo y una frase de bastante mal tono. Como se ve, don Baltasar, no solamente tenía nostalgia, esa enfermedad del alma, que muchas veces mata al cuerpo, sino que también tenía supersticiones, cosa muchísimo peor para quien blasona de escéptico.

* * *

Pasaron años; ocho o diez a lo menos; habíase olvidado en el pueblo la vuelta y riña de los tres hermanos, y nadie los mentaba sino para hacerse cruces de sus riquezas y extravagancias.

Don Melchor seguía haciendo novenas y panegíricos, jugando al tute con el cura y visitando con frecuencia la bodega del escribano. Don Gaspar vivía en Madrid, donde se daba una vida de príncipe, asombrando con su lujo y sus desórdenes,  y siendo director de un periódico científico titulado El alma, donde intentaba probar que fuera de las venturas que proporciona el espíritu por medio de la imaginación y el pensamiento, no hay en la tierra felicidad posible.

Don Baltasar, establecido en la capital de la provincia, vegetaba en una vida contemplativa haciendo frecuentes excursiones al lugarejo donde nació, y perfectamente enamorado de un robusto chiquillo que le dejó su mujer, antes de morir.

El muchacho contaría unos cinco años, y el doctor era para él, no solamente padre, sino madre, nodriza, niñera, criado y hasta caballo, puesto que más de una vez, dejando a medio hacer la disección de algún miembro humano, salió de su laboratorio para que el rapaz montase sobre sus espaldas, paseándolo a cuatro pies por los espaciosos salones de su casa, levísima prueba del amor, casi culto, que profesaba al travieso niño.

Así las cosas, llegó el momento más triste para la vida de don Melchor, que fue el de la muerte; volviendo una noche de casa del secretario, donde se presume que se excedió más que de costumbre, le acometió un síncope a la entrada de su casa, y perdiendo sentidos y conciencia, murió a las veinticuatro horas sin haber podido hacer testamento, ni lo que era más triste, cumplir con todos los deberes de buen cristiano, y he aquí el gran escándalo: don Melchor no estaba casado con la que decía ser su mujer, y como la muerte no le dejó tiempo para arreglar el asunto, se encontró la huéspeda sin casa, familia ni rentas, y todo el pueblo haciendo cruces de tan estupendo suceso; el cura, sofocado y casi pesaroso de haber sido tan indulgente con el difunto, trataba de disculparse con sus escandalizados feligreses, diciendo que él bastante le había predicado; pero don Melchor era muy moroso para todo y para esto fue más, y que como ni él ni el otro pudieron creer que la muerte se viniera tan de rondón, lo habían ido dejando para más adelante; y que la cosa, después de todo, no era para tanto, porque si él había cumplido bien, y además, con tantas caridades como había hecho, casi, casi se le podía disculpar; pero el padre cura no contaba con la huéspeda, que en esta ocasión fue el pueblo, todo indignado al ver que se le había hecho comulgar con rueda de molino y respetar a una mujer tan sin vergüenza; y tal cisco se armó y tales murmuraciones llovieron sobre el cura, que éste, como medio de acallar la tormenta, decidió negar sepultura religiosa a don Melchor, con pretexto de que había muerto en pecado mortal o impenitente; acallóse el pueblo con la resolución, y hétenos con que el célebre don Melchor, o sea sus despojos, el que fue en vida cofrade del Sagrado Corazón y presidente de la congregación de San Roque, mayordomo mayor de Santa Úrsula y otras mil cosas más de prolija enumeración, dio con su cuerpo al mismísimo pie de un frondosísimo olmo  del huerto de don Agapito, sitio donde fue depositado sin aparato, ni honras de ninguna clase; y no bien llegada la noticia a oídos de don Baltasar, montó en cólera y fuese a ver al señor Obispo, a quien contó lo sucedido, enalteciendo las religiosísimas prendas del alma de su hermano, y que él iría en demanda hasta el mismo Papa, pues no era cosa que la memoria de su hermano no se honrase como merecía, enterrándolo en lugar apropiado, donde pudiera reposar como hombre honrado y creyente, y donde el cuerpo tuviese santo descanso; y según todo esto, puede verse al famoso doctor abogando a favor de cosas que siempre creyó ridículas y fuera de racionalidad; enternecido el Obispo, y después de recibir una docena de miles de reales con destino a las arcas de San Pedro, puso fin a las querellas de don Baltasar, y el cuerpo de don Melchor se trasladó, desde el olmo, a un lujoso mausoleo que le mandó construir su hermano en medio del cementerio, como para darle con él en la cara a todos sus conciudadanos; y apenas cerrado aquel sepulcro del místico-prevaricador, vino de Madrid don Gaspar, hecho una furia contra el escribano del pueblo porque no había dado los pasos necesarios para poner de patitas en la calle a la mala mujer que había engatusado a su hermano, y tras otra serie de escándalos ente el alguacil y aquella infeliz, que se resistía a dejar la casa donde había pasado diecinueve años y donde había visto morir al hijo de su vida, y tras de varias idas y venidas a la capital de la provincia para que su hermano Baltasar tomase cartas en el asunto, se vio don Gaspar en posesión de la regular fortuna de su difunto hermano, que a decir verdad no le venía muy mal en atención a la dispendiosa vida que llevaba en la corte, y que fue toda suya, pues su hermano el doctor, más generoso que aquel predicador de las excelencias del alma, renunció a su parte, y aun antes de cumplirse el mes de la muerte de don Melchor, salióse del pueblo don Gaspar, dejando a merced de la caridad pública a la mujer que fue compañera de su hermano más de la mitad de su vida. Deseoso de recobrar el tiempo perdido en su pueblo, se lanzó de lleno don Gaspar a todos los placeres que le brindaban sus riquezas, y antes del año escribió al doctor una carta en que le pedía con urgencia que fuese a verle, pues se sentía bastante malo; emprendió el médico el camino de la corte, y así que reconoció al paciente, vio que la muerte no andaba lejos de su lado: don Gaspar estaba tísico, la disipación de su vida le había conducido a tan penoso estado, y lo que no pudieron hacer ni los pantanos de América ni los ardores de los trópicos, lo hizo el abuso de los goces sensitivos, viciando un organismo admirablemente constituido y empobreciendo una voluntad y un entendimiento rico en dones naturales; el doctor triunfaba, y así lo hizo ver a su hermano, por cierto con poca caridad hacia su estado.

–Tu cuerpo se descompone –le dijo entre risueño y pesaroso–. Por mucho que se empeñe eso que tan pomposamente llamas destello del alma inmortal, no conseguirá nada; te matan los abusos a que has entregado tu cuerpo; un prudente uso de tus facultades físicas, te hubiera prolongado la vida hasta su último límite, hasta la vejez; esa atrofia de todos los órganos por cansancio, te hubiera producido la muerte; pero has creído que no debías contar para nada con la materia, y he ahí las consecuencias…

Don Gaspar empeoró de día en día; durante tres meses, su vida fue una agonía insufrible, en cuyos intervalos de mejoría se ocupaba con minuciosa prolijidad de todos los detalles de su encierro; por voluntad suya se encargó don Baltasar de su embalsamamiento, y después de dejar parte de su fortuna para la fundación de un Instituto donde se enseñase la incorruptibilidad del espíritu, dejó el mundo de los vivos, mientras que una hermana de la Caridad encendía los blandones de su entierro, pues quiso, antes de cerrar los ojos, ver cómo lucían.

Don Baltasar sintió la muerte de su hermano cuanto era susceptible de sentirla un carácter como el suyo, que sólo tenía movimiento de cariño para su pequeño heredero. Hizo el embalsamamiento con toda la mesura y prolijidad del escepticismo más absoluto, y cumplidos los encargos del difunto, regresó a su casa, donde le esperaba el más desgarrador espectáculo. Su hijo estaba gravemente enfermo, desde el día anterior. ¿Qué tenía? El mejor médico de la ciudad no había podido decirlo. Calcúlese cómo se quedaría don Baltasar ante aquel suceso. El niño agonizaba por momentos; una fiebre violentísima le quitaba fuerzas y vida, y mientras sus ojos, medio cerrados, se fijaban sin expresión en el vacío, sus blancas manitas retorcían en menudos pliegues los finos encajes de su lecho de muerte; una fiebre maligna se lo llevaba, y su padre, acaso el mejor médico de Europa, le veía agonizar con el convencimiento de su impotencia y la seguridad de su futuro aislamiento; todo cuanto le sugirió la ciencia lo puso en juego para salvar a su idolatrado hijo; y cuando sus recursos se agotaron, echó mano de ese arsenal de sandeces con que el vulgo pretende curar a los que la ciencia desahucia. Y, ¡oh prodigio del amor!, aquel hombre que hacía poco había herido las arterias de su difunto hermano con la impasibilidad del sabio, fue con lágrimas en los ojos a pedir a un saludador que hiciera sus ceremonias sobre el agostado cuerpo de su hijo, y ¡cosa aún más grande!, cuando el estertor de la agonía entreabrió los labios del agonizante, mandó con un rico presente para el señor Obispo a su antiguo criado, con orden de que suplicase a Su Eminencia, en su nombre, que se hiciese una suntuosa rogativa para implorar del Dio de los cristianos la vida de su hijo…

Todo fue inútil; el niño murió, sin que ciencia, sortilegio ni intervención monástica, bastase a detener la muerte, y don Baltasar se encontró una tarde sin más compañía que sus inmensas riquezas y el recuerdo de su hijo. Cinco días estuvo encerrado en su cuarto, sin permitir ver a nadie ni hablar una palabra; cuando salió de su voluntario encierro había envejecido diez años, y nadie podía ver en él al hombre decidor y resuelto que con fina ironía criticaba las rancias costumbres de sus conciudadanos. Don Baltasar envejeció en cinco días, bajo el peso de un dolor puramente moral que no partía de ninguna de sus vísceras, y que fue tan profundo y tan intenso que le ocasionó una enfermedad de muerte, a la que se ha puesto el nombre de hipocondría, y la cual fue producida en don Baltasar a consecuencia de un sentimiento aflictivo del alma.

Pasaron meses; sin fiebre ni gran alteración en sus regulares funciones, extenuado y completamente abstraído en la contemplación del recuerdo de su hijo, don Baltasar murió una tarde al pie de la verja que cerraba el sepulcro del inocente niño, y semejante a esos perros fieles que sin conocer otro amo mueren sobre la tumba del primer dueño, el sabio doctor, sin agonía ni padecimiento, fue a morir ante el sepulcro de un ser que ya no existía más que en su imaginación, besando la tierra donde estaba encerrado aquel polvo que, según sus teorías, era solamente elemento de materia orgánica dispuesto para la formación de otras nuevas vidas inferiores. En la frente de aquel hombre, encanecido por el dolor, se leían todas las tradiciones de la vieja Alemania, así como en las teorías que sostuvo mientras gozó la vida se encontraban los extravíos del período revolucionario por que atraviesan nuestras generaciones.

De aquellos tres hombres, hermanos por naturaleza, y separados por tan distintos ideales, no quedaba ni aun el recuerdo.

Los tres, por el medio distinto en que se desarrolló su inteligencia y facultades, aparecieron tan extraños los unos de los otros como si fueran hijos de distintos hogares.

Reyes Magos de los tiempos presentes, cada uno siguió el rumbo de diferente estrella, y como solamente en una habrá de encontrarse a Dios, a la Ciencia y a la Verdad, he aquí que en vez de dar con el prometido Mesías, pereciesen sobre las ruinas de las creaciones por ellos levantadas.


Publicado el 28 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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