Enviar a Pocketbook «Cabezas», de Rubén Darío

Crítica, Biografía


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  Crítica, Biografía.
78 págs. / 2 horas, 16 minutos / 223 KB.
4 de junio de 2018.


Fragmento de Cabezas

Hace veinte años que vi por la primera vez a este admirable uruguayo. Los que le conocen me han dicho que, hoy como antes, anima un espíritu encendido y palpitante aquel cuerpo que crece al resplandor de la frase oratoria, aquella cabeza de tribuno, aquella cabeza de poeta. Y como vive de fe y respira esperanza, se diría que una inagotable juventud conserva firmes sus nervios, airoso su gesto, cálida y vivificante su palabra, toda energía y ritmo.

Le recuerdo en días de triunfos y de gozos, entre fiestas y pompas españolas. Las delegaciones de las repúblicas americanas contaban, como era de razón, sobre todo las tropicales, con sujetos verbosos y hábiles para el discurso; pero en conjunto, no podíamos presentar delante de un Castelar, sino al delegado uruguayo, a la sazón ministro de su país ante Su Majestad Católica. A su fama asentada de gran poeta unía el dominante prestigio de una elocuencia, si a veces harto fogosa, por lo mismo plenamente representativa de nuestros entusiasmos y vivacidades continentales. Su negra y copiosa cabellera se agitaba en la conmoción de las arengas; el brazo diestro se alzaba como arrojando, como esparciendo, como regando las oraciones; los ojos, la máscara toda contribuían a la conquista de los auditorios; y un común orgullo nos producía a los neomundiales la victoria de aquel hombre generoso y lírico, que había cantado al épico charrúa Tabaré, y saludaba en vibradores y musicales períodos, en nombre de las naciones nuevas, a la regia decaída y maternal España. Con Tabaré y con la Leyenda Patria—que celebraron poetas como Olegario Andrade, autoridades como Paul Groussac—se colocó Zorrilla de San Martín en el escaso número de los grandes líricos americanos. Se ha dicho que siempre en el poeta aparece la amplitud, la exuberancia oratorias. No olvidemos que ello es una característica de Víctor Hugo, y más cerca y no a tantas alturas, de Núñez de Arce. Es una elocuencia llena de lirismo, y esto lo admiramos hasta en el mismo viejo Esquilo. Cuando en mi primaveral juventud llegó a mis manos el poema épico lírico del célebre uruguayo, me impresionó por su belleza armoniosa, y por el contagio entusiástico de lo que antaño se calificaba con el nombre de «inspiración». En Tabaré—«ese extraño y hermoso poema, con el que acaso sean más justicieras que las actuales las generaciones que vendrán», según el decir de un meditativo y decoroso pensador que brilla en la juventud uruguaya, Amadeo Almada—encontré en días en que imperaban endémicas doctrinas, una novedad sana y un sentido de musicalidad honda y trascendente, que venían de la influencia de un poeta «menor» pero de los más dignos de admiración y amor en la España del siglo pasado: Bécquer. «Mi Gustavo Bécquer, genio admirable y querido, despertador de mi adolescencia poética», dice Zorrilla de San Martín en una confesión reciente publicada en Mundial. Había, en efecto, un eco del arpa de Bécquer, pero sinfonizado en un órgano que se diría hecho de las más robustas y sonantes cañas y bambúes de nuestras selvas americanas.


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