La Caravana Pasa

Rubén Darío


Crónica, Ensayo



Libro primero

I

Desde el aparecer de la primavera he vuelto a ver cantores ambulantes. Al dar vuelta a una calle, un corro de oyentes, un camelot lírico, una mujer o un hombre que vende las canciones impresas. Siempre hay quienes compran esos saludos a la fragante estación con música nueva o con aire conocido. El negocio, así considerado, no es malo para los troveros del arroyo. ¿Qué dicen? En poco estimables versos el renuevo de las plantas, la alegría de los pájaros, el cariño del sol, los besos de los labios amantes. Eso se oye en todos los barrios; y es un curioso contraste el de que podéis oir por la tarde la claudicante melodía de un aeda vagabundo en el mismo lugar en que de noche podéis estar expuesto al garrote o al puñal de un terror de Montmartre, o de un apache de Belleville. Mas, es grato sentir estas callejeras músicas, y ver que hay muchas gentes que se detienen a escucharlas, hombres, mujeres, ancianos, niños. La afónica guitarra casi ya no puede; los pulmones y las gargantas no le van en zaga, pero los ciudadanos sentimentales se deleitan con la romanza. Se repite el triunfo del canto. Las caras bestiales se animan, las máscaras facinerosas se suavizan; Luisa sonríe, Luisón se enciende. El mal está contenido por unos instantes; el voyou ratero no piensa en extraer el portamonedas a su vecino, pues la fascinación de las notas lo ha dominado. Los cobres salen después de los bolsillos, con provecho de los improvisados hijos de Orfeo—o de Orfeón—. El cantante sigue su camino, para recomenzar más allá la misma estrofa. La canción en la calle.

El dicho de que en Francia todo acaba en canciones es de la más perfecta verdad. La canción es una expresión nacional y Beranger no es tan mal poeta como dicen por ahí. La canción que sale a la calle, vive en el cabaret, va al campo, ocupa su puesto en el periódico, hace filosofía, gracia, dice duelo, fisga, o simplemente comenta un hecho de gacetilla. Ya la talentosa ladrona señora Humbert anda en canciones, junto con la catástrofe de la Martinica, y la vuelta de Rusia de M. Loubet. En Buenos Aires hay poetas populares que dicen en verso los crímenes célebres o los hechos sonoros, como en Madrid los cantan los ciegos. En Londres se venden también canciones que dicen el pensar del pueblo, lleno de cosas hondas y verdaderas, «a tres peniques los cinco metros» de rimas. Ese embotellamiento castalioperiodístico es útil a la economía de las musas.

* * *

Dos cancionistas acaban de irse a hacer una jira alrededor del mundo. Conozco a uno de ellos, a Bouyer, excelente muchacho que hace versos lindos. Ese viaje alrededor del mundo es con el objeto de hacer dinero. La empresa es loable, aunque un poco difícil. Esas cigarras corren el peligro de abandonar la lira en el camino a pesar de la réclame de Le Figaro, de la protección de las colonias y del talento de los viajeros. La canción y el cancionista parisienses fuera de París, no resultan. Siempre consideré la bella y generosa idea del Dr. Cané, en uno de sus artículos, el establecimiento de un cabaret artístico en Buenos Aires, como irrealizable. La canción de aquí necesita primero su idioma, sus oficiantes melenudos, su ambiente singular, la cultura de un auditorio ático. Ya me imagino en un café criollo, una especie de Quat'z-arts, la figura de Yon Lug, por ejemplo, cantando, con su melena, y sus pantalones. ¡Pobre melena, pobres pantalones y pobre Yon Lug! Louise France no saldría dos veces. Y en cuanto a los hyspas que quisiesen ridiculizar a tales o cuales personajes mundanos o políticos, no quiero pensar en los percances que les sucederían.

La calle y el aire libre dan su nota especial a todo lo que en ellos pasa, cortejo, personas, música o palabra. El mismo ensueño brota en veces de la calle. ¿Quién no se ha sentido vagamente sentimental, en la tristeza de una tarde, al oir cómo brota en fatigadas ondas de melancolía la música soñadora de un organillo limosnero? ¿No ha escrito un altísimo poeta un maravilloso poema en prosa con ese motivo?

La canción anda por las calles y callejuelas de París desde hace tiempo. Los triolés de Saint Amand nos dicen algo de las que se oían por aquí por mi vecindad, en el Pont Neuf. «Se las oye entre ocho y nueve, las raras canciones del Pont Neuf. Su papel es menos blanco que un huevo, pero mi lacayo las encuentra bellas. Las canciones del Pont Neuf se unen a los raros libelos.» El espíritu popular ha florecido siempre en las canciones, en blancos amorosos, en rosados alegres, o en los rojos furiosos de las locas carmañolas. Charles Arzano nos renueva la historia de la canción callejera desde su aparición en ese Pont Neuf y sus alrededores,


...rendez-vous des charlatans,
Des chanteurs de chansons nouvelles.
 

Los cancionistas eran un poco bohemios, un poco prestidigitadores o maestros de animales sabios, perros o monos. Y sus cantos eran solos o acompañados de lamentables violas o violines. Un pobre diablo de poeta del tiempo de Saint Amand se llamaba el Perigourdin, andaba hecho una lástima, vendiendo sus composiciones o haciendo que las vendía. Luego hay otros, como el loco Guillaume, que divertía a Enrique IV y a Luis XIII. Las mazarinadas aparecieron. Scarron afilaba sus tijeras. La sátira de todos se encarnaba en volantes estrofas.


Un vent de fronde
A souflé ce matin:
Je crois qu'il gronde
Contre le Mazarin.
 

Las mujeres no faltan. Ya es la Mathurine compañera de Guillaume el bufón, ya la terrible verdulera «dame Anne» que andaba en el mercado y fuera de él esparciendo invectivas contra su regia tocaya de las bellas manos, Ana de Austria. Desfilan en la curiosa lista de la canción flotante, Phillipof el ciego, que


...a gueule ouverte et torse
A voix hautaine et de toute sa force
Se gorgiase a dire des chansons;
 

el cojo Guillaume de Limoges, el Apolo de la Grève, Mondor y Tabarin su criado, Bruscambille, Duchemin, y el gran charlatán barón de Grattelard. Bajo Luis XV, Minart y Leclerc, Valsiano y esa hermosa Fanchon, cantora atrevida, pródiga de su cuerpo, que llevaba encajes de Chantilly en su delantal. «Verdadera cancionista de las calles, a la Watteau, ningún souper fin digno de ese nombre se podía dar sin la presencia de la bella Fanchon, a quien se festejaba y se llamaba por todas partes.»

Bajo la Revolución no surge más figura que la de Angel Pitou, tan famoso en el mundo gracias a Dumas. Pero la canción callejera entonces va en coro, en grandes coros trágicos. Lleva el gorro frigio, rojo como la sangre, y en las puntas de las picas, cabezas. Después la canción ha degenerado. No aparecen figuras concretas y notables. Los caricaturistas, como Daumier y Gavarni, se ocupan de ella como una página de miseria al servicio de la filosofía de su lápiz.

Hoy los cantores ambulantes, como he dicho, son siempre camelots que venden canciones con ocasión de un suceso cualquiera, así como venden juguetes, grabados, tarjetas postales o abanicos. Y cantan ellos del mismo modo que pronuncian discursos o bonimenst. La primavera es un pretexto, Víctor Hugo otro, Boulanger otro, el 14 de Julio otro; y la venta aumenta con un hecho criminal de resonancia como el asesinato de Corancez:


Ecoutez le terrible drame
Qu'à tous ici je vais chanter,
Vous en s'rez tous épouvantés
Et pleurerez á chaudes larmes.
¡Faudrait qu'vous n'ayez rien dans l'âme
Si vous réfusez de me l'acheter!
Un père, un inmonde assassin
Dont le cœur n'était pas humain
Et quin n'est poín digne d'estime,
Commit les plus horribles crimes.
La colère guidant sa main,
Il assomma tout's ses victimes.
 

La canción, editada generalmente en el Faubourg Saint-Denis o en la calle du Croissant, lleva su ilustración, su grabado espeluznante, o amoroso, o patriótico. Así la canción en la calle va presentada por la pintura, por la música y por la poesía. No podrá quejarse el aficionado. Los temas cambian como la actualidad, y de este modo la profesión no tiene tiempo perdido, y la ganancia es segura. Vale más que asaltar, robar o hacer el oficio de los célebres, por ahora, Leca y Manda, dueños que fueron de la innominable Casque d'or.

* * *

Eugenie Buffet logró gran fama, hace algunos años, saliendo a cantar para los pobres; y en las calles de París recogió muy buenas cantidades, ayudada por su agradable figura, su buena voz y su buen talento. La vi en tiempo de la Exposición, en el París viejo, en el Cabaret de la pomme de pin. Y la he vuelto a ver en otro cabaret que ha hecho ruido al fundarse en Montmartre, pues no se podía conseguir el permiso para su fundación: La Purée. En esos cabarets montmartreses y en algunos del barrio Latino, se refugia la canción que guarda las tradiciones y las preeminencias de antaño, aunque muy venida a menos. Los poetas cancionistas de esos lugares son casi todos comerciantes al pormenor de talentos sin salida o sin colocación. Esos artistas que tanto han dicho y dicen de la burguesía, son servidores de ella, histriones de ella. El renombrado Fursy tiene como clientela la flor mundana y demi-mundana. Los poetas de su boîte divierten a las cortesanas y a las gentes de dinero, diciendo sátiras más o menos graciosas contra personalidades conocidas, y formando, por así decir, una gaceta lírica con todos los sucesos que llaman la atención pública. El cabaret de Fursy es caro como un teatro de primer orden, y se va a él después de comer en casa de Paillard... Esa no es la canción en la calle. Es la canción del tiempo en que vivimos.

¡Ah! las ilusiones de tantos jóvenes americanos cuyas cartas recibo, en que me hablan como de un soñado paraíso intelectual de esos centros en que ellos juzgan triunfantes a la bella Poesía y al Arte adorado.

Hay, en esos centros, unos cuantos hombres de bastante talento, aquí donde todo el mundo tiene talento, que le saben sacar su provecho al oficio de rimar; y unos cuantos pobres diablos que cantan por unos pocos francos la romanza sentimental o la canción de faits divers. Y entre los concurrentes, gentes de todo pelaje, mujercitas fáciles, botticellis que se dicen eterómanas, poetastros, viejos ratés, o muchachos con fortuna que van a pasar el rato con su amiga. Por una hermosa poesía, muchas mediocres, escatológicas, o tontamente obscenas. Por una manifestación de arte, o de sentimiento, un sinnúmero de bufonadas sin sal ni gracia. No faltan exóticos y rastacueros que aparentan gozar con todo lo que allí se ve y oye, dando por un hecho que, para ser parisiense, hay que gustar de ello.

La época actual ha bastardeado las cosas del espíritu y del entendimiento y corazón. El utilitarismo y la poca fe han mermado el soñar y el sentir. La vieja lira se ha vuelto un instrumento que hay que poseer a escondidas, en catimini, como dicen por acá.

Las rimas en Francia están de baja. A pesar de ser Hugo divinizado, los libros de versos no tienen salida en las librerías, ni los poetas nuevos logran romper el hielo general. No debe ser esto signo de progreso, porque en Inglaterra y en los Estados Unidos no hay familia que no tenga su poeta favorito junto a la biblioteca del hogar.

Los poetas oficiales son como M. Rostand o como M. Sully Prudhomme... Ni unos ni otros llenan el vacío ideal. Los otros se van cada cual por su camino, mientras las sombras de Verlaine y Mallarmé desaparecen entre los cipreses obscuros de una hermosa leyenda. La canción se echa a la calle...

Prefiero oir el organillo, el «orgue de Barbarie»...

II

Ha habido en estos días dos exposiciones que han atraído la atención parisiense, sobre todo la de la gente elegante: una de perros, otra de flores. Tan de buen tono es una perrera de distinción, como una colección de orquídeas o crisantemos.

En la plaza de la Concordia, frente a la exposición canina, se ha instalado todos los días un grupo singular de hombres y canes, una especie de pequeño mercado al aire libre: los perros pobres, los perros de la calle, los «cuatro patas de París» cantados por Bruant cuando Bruant no tenía rentas. Es algo como el Salón de los Independientes, ante los medallados y ricos...

Ciertamente, en todo hay clases, hay jerarquías. Los perros del coloquio de Cervantes no eran del mismo rango que los que acompañan, decorativos, a los príncipes, en los retratos de Velázquez, y un perro de ciego no es igual a un perro de millonario. El otro día, en el hall del Elysée Palace Hôtel, he visto algo que preocupaba a la servidumbre. Los larbins sonreían, casi se humillaban... Solicitaban una caricia, una mirada, quizá una mordida... Se trataba de los perros de la baronesa Hirch, que andaban ahí por los salones, señores distinguidos aunque importunos y mal educados.

Allí en la exposición se ha reunido una larga cantidad y variedad del quizá extremadamente alabado animal, que usufructúa la mejor fama de fidelidad y de nobleza. Todos los pelajes y todas las formas, desde los enormes mastines hasta los perrillos redondeados como pelotas para alfileres o semejantes a manguitos. Entre los visitantes he visto personas que miraban con verdadera ternura a las notables bestias y he recordado la suscripción abierta por el New York Herald para un hospital de perros, y a la cual han contribuído con buenas sumas, nobles foxterriers y blasonados galgos. Y hay, en una isla del Sena, un cementerio cínico que...

—«Cuanto más vivo entre los hombres, amo más a los perros», dejó dicho alguien. «Yo, agregó un filósofo bastante cuerdo, con quien departía junto a la gran perrera de las Tullerías, cuanto más vivo entre los hombres envidio más a los perros. De ellos es la tierra prometida y sus sucursales: París, Londres, New York. «La más noble conquista del hombre» y el perro, han logrado gran parte en el imperio del mundo.

La ocurrencia de Calígula fué un presentimiento. Antes que en París, en los Estados Unidos los perros han llegado, merced a la complacencia y al capricho de sus amos millonarios, a la filozoología, parangón de las obras y del sentimiento de los filántropos. Los perros ricos han dado dinero a los perros pobres, sus hermanos desheredados. La caridad es una noble virtud.

Los perros parisienses de la élite, gozan de todas las ventajas de su excepcional posición. Disfrutan de ésta con un exceso chocante. Los hay que no disimulan su petulancia y su vanidad. Los hay que van solos, en los carruajes de sus amos al Bosque, en estas dulces tardes doradas de sol. Miran, desde sus cojines, con un desdén manifiesto; no bajan de su preeminencia social. Su desdén abarca a los hombres, a los hombres pobres. Son autoritarios con los perros de la clase media, y tiranos con los perros callejeros.

Jamás consentirían en una messaliance; tienen decoro. Hasta hoy, en este favoritismo de que gozan, la gente de buena voluntad veía algo como una coerción benéfica en los caballos y en los gatos; pero los gatos se han dado demasiado a la literatura desde Beaudelaire; y sufren, a causa del civet de liebre, la predilección de los cocineros de rotiserías mediocres. En cuanto a los caballos que se dirían exclusivamente favorecidos por las sociedades protectoras de animales, están demasiado degenerados y abatidos por un servilismo que retrogradará muchos siglos su progreso... ¡Hay el gran Prix, sí; pero hay también la hipofagia! En tanto que los perros...

Haraposos, hombres y mujeres, los del mercado improvisado de perros, estaban allí frente a la terraza de Orangerie. Les rodeaban un grupo de pobres diablos y de curiosos; y por el aspecto, muchos de ellos necesitados, hambrientos. Dentro se oía la algazara de los perros ilustres; perros que valen una fortuna y que lo saben; perros titulados y con holgadas rentas anuales; perros que tienen cocinero, veterinario y modisto; perros parvenus, hijos del azar, perros cristianos y perros judíos.

¡Ah! admirable Teufelsdroeckh.

«A los ojos de la lógica vulgar, ¿qué es el hombre?—¡Un bípedo omnívoro que usa calzones!» Tú serías hoy impagable para una conferencia trascendente sobre la psicología de los perros y su relación con los humanos.

A la puerta de la exposición, un gran perro, vagabundo, un verdadero «quat'patt's de París», sarnoso, flaco, lleno de remiendos y peladuras, pero fuerte, con una gran boca que deja ver muy firmes y agudos dientes, mira hacia adentro con ojos que sin ser humanos podrían decir muchas cosas.

¡Si él pudiera!...

* * *

Turno de las flores.

Esto es más grato. ¿Recordáis las maravillas florales de la Exposición Universal? Habría que repetir el mismo himno, que glosar el mismo canto. Flores de todos los climas, de todos los colores y de todas las formas se presentan en las serres nuevas, en el jardín de las Tullerías, al lado de la rue Rívoli La jardinería confina ya con la escultura, con la pintura, con la literatura. Hay aquí también nobleza y distinción. Junto a las rosas reinas y las princesas exóticas, están las flores de los campos, las flores rústicas que han recibido educación, que han aprendido a ser elegantes, que han aumentado y afinado sus trajes, que saben, al paso del aire, hacer cumplidas reverencias y que pueden ser cortejadas por las más exigentes mariposas. Un soplo de penetrantes aromas brota de tantas delicadas carnes, de tantas magníficas corolas. Mil formas se combinan, se juntan, y todos los tintes lucen a la luz que pasa amorosa por los vidrios de las galerías. ¡Qué vasta nomenclatura! Las familias se multiplican y se llega en ocasiones a perder el conocimiento. Rosas, ¿cuántas rosas? Claveles, ¿cuántas especies de claveles? Llaman las clemátides japonesas de colores episcopales; los geranios de todos los colores, los caladiums tropicales, las otras flores de sonantes nombres latinos y griegos; las rosas siempre, de cien, de mil nombres, desde los de las leyendas hasta los de las vulgares dedicadas a subprefectos y propietarios; las reina-margaritas, los jazmines, las múltiples violetas; las cestas de amapolas civilizadas; la anémona antigua que en el latín de Plinio como bajo el cielo se abre al soplo del aire: Flos numquam se aperit nisi vento spirante, unde et nomen ejus. Y otras, y otras, infinitas joyas de los parterres.

Las marquesas, los ministros, militares, ricos mundanos iban y venían gozando en la fiesta primaveral y perfumada.

El filósofo, silencioso, meditabundo me dijo de pronto:

—La verdad es que el derecho al pan es indiscutible.

—Sí, le contesté.

—Y también este otro: que cada cual tenga en la vida su parte de rosas.

III

Andrianamanitra mby an-trano, en correcto malgacho, quiere decir: «El buen Dios está en la casa», lo cual se aplica, allá en Tananarive, cuando la luz del sol invade las habitaciones. Es una manera de expresarse poética, sencilla, religiosa, como conviene a gentes salvajes, negras, desprovistas de toda civilización.

En París, capital de la cultura, cuando llega oficialmente cornacqueada la pobre reina Ranavalo, se la llama «la negrita de la rue Pauquet», se la aloja en un «garni» de segundo orden, se la pinta como una mona, en los periódicos; lo cual no obsta para que, en la estación, al llegar su majestad hova, se haya gritado, a falta de algo mejor: «¡vive la reine!»

La reinita morena—nigra sum sed formosa—es bastante agradable y simpática; no es, ni mucho menos, una salvaje, puesto que pedalea y lee novelas francesas. Si la pensión que se la pasa no fuese tan limitada, se entregaría quizá al automovilismo. Prisionera, después de ser destronada de un modo completamente progresista, ha vivido en una villa que la sirve de jaula en Argel. Es algo en cambio de su palacio de plata, en la capital de su reino, en donde, soberana, gozaba de su libertad poderosa y de sus caprichos. La tierra de su nacimiento es de singular hermosura; y al llegar a París, no ha dejado de recordarla.

Ese país, hoy bajo la fuerza francesa, es descrito así por Pierre Mille: «Allí, dice, las tempestades mismas no obscurecen la claridad del cielo. Las estrellas no son las mismas que en Europa, y la luna es tan bella y majestuosa que los niños la llaman «abuela», queriendo significar así su respeto y su afecto por ese astro. La tierra en ese país es roja y casi sin árboles.

«Los ríos, detenidos por diques frecuentes, se extienden en los valles y favorecen así el cultivo del arroz, que rinde ciento por uno. En fin, los habitantes, siendo de origen polinesio, tienen más inocencia que virtud. Aman el amor, los niños, los cantos fáciles, y, sobre todo, la luz.»

Como véis son absolutamente bárbaros; y se ha procurado y se procura infundirles ideas nuevas e importarles diferentes artefactos, así como iniciarles en los refinados adelantos de nuestro ilustre Occidente. Como Ranavalo lee los periódicos, se ha encontrado, a su llegada, con el asunto de la secuestrada de Poitiers, una señorita encerrada por su distinguida madre y su ex suprefecto hermano, durante un período de veinticinco años, y encontrada medio podrida en un infecto cuarto; varios procesos de delitos contra natura; un obispo estafador; un tal príncipe de Vitenval, pontificio, preso por idénticos motivos; descubrimiento de torturas y castigos vergonzosos en el ejército; la cuestión dudosa del Figaro; y los odios antisemitas y nacionalistas. Y al enterarse habrá exclamado: ¡Andrianamanitra mby an-trano! lo que, como ya sabéis, quiere decir en lengua de Madagascar: ¡El buen Dios está en la casa!

* * *

A la reina se la dan—hay que ser justos—25.000 francos al año; lo cual representan el revenu de cualquiera buena burguesa retirada de sus negocitos. En cambio, el militarismo nacional impuso a la honesta república la conquista de un país ya unido a Francia por lazos morales y políticos, desde el tiempo de Luis XIV. El dulce Mercier fué el alma de esta campaña heroica que costó a los franceses siete mil soldados muertos de disentería y fiebres tropicales. La toma de Tananarive no costó un solo cañonazo: la reina y los príncipes se entregaron a la generosidad de los invasores. Francia asumió el protectorado directo de la isla. Las cosas andaban muy bien y ya empezaba a reinar el bienestar en el país, cuando, con pretextos más o menos fútiles, el general Galieni, secuestró violentamente a Ranavalo, la despojó de toda autoridad, e hizo fusilar en la plaza pública a los parientes y ministros de la pobre soberana esclava.

Por eso cuando ahora la preguntan a ésta si ha tenido noticias de la bas se pone casi a temblar y olvida el francés que ha aprendido.—«Des nouvelles? Non, non. Jamais des nouvelles. Rasanjy? Sais pas. Philippe Razafimandimby? Sais pas!» No, no quiere saber nada. Se imaginará que la van a fusilar.

Y la sobrinita María Luisa, que se llama en malgacho Zatú, tiene ya nociones de lo que es la civilización europea. Y cuando la preguntan: «¿Qué quieres ser tú cuando seas grande?» contesta:

—«¡General!»

El año pasado, en la Exposición, tuve oportunidad de conocer a una señora francesa que había habitado por largo tiempo en Madagascar. Llevaba consigo a una morenita hova, como de siete años, vestida con su traje nacional, de lanas y sedas rojas y blancas. El pequeño bronce vivaz tenía los más lindos ojos negros y una graciosa sonrisa que enseñaba la finura de sus preciosos dientes. Hablaba la malgachita con toda facilidad el francés y el inglés, y sus gestos y movimientos denunciaban selección de raza y origen principal. La señora contaba la historia de su bello hallazgo exótico, y es singular. Era la niña hija de un alto dignatario. Cuando los pacificadores de Galieni quisieron sofocar una pretendida rebelión, cuya causa mayor eran exacciones de colonos aventureros, no encontraron mejor medio que imponer el terror, y así fusilaron a gran parte de personajes influyentes, cuyo concurso habría sido justamente indispensable para calmar cualquier movimiento sedicioso o de protesta. Refugiados los sobrevivientes en lo intrincado de las selvas, vivieron allí meses de hambre y angustia. Los que se atrevían a salir servían de blanco a los soldados. Por otra parte no era un sport nuevo. Los ingleses lo conocen.

Un día, después de una matanza de indígenas, encontraron abandonada a esa chicuela, en un estado de lamentable extenuación. La buena señora la recogió y después de muchos cuidados, logró salvarla. La niña contaba que por largo tiempo había vivido alimentándose de raíces. La misma señora no cesaba de alabar la inteligencia de su protegida. La raza hova—decía—es de las más nobles y fáciles de gobernar. Es verdaderamente una inmensa injusticia la que se ha cometido imponiendo el régimen militar con su séquito de excesos y sus crueldades. Actualmente todavía se impone allá la ley marcial. Fusiles y espadas dominan.

Y la niña como que quería agregar:—Andrianamanitra mby an-trano!...

* * *

El redactor de un periódico, recién llegada la reina Ranavalo, recibió una carta en estos términos: «Señor, quedaré muy agradecido si me explicáis porqué la reina Ranavalo ha sido recibida de otra manera que el presidente Krüger. El caso es idéntico. Ambos, víctimas de la violencia, han tenido que abandonar su patria invadida por el estranjero. La única diferencia está en que la reina ha sido despojada por hombres que usan guerreras obscuras y pantalones rojos y el presidente por soldados que tienen guerreras rojas y pantalones obscuros. Esta diferencia es muy poco importante para que la suerte de la una sea menos interesante que la suerte del otro y despierte menos simpatías. Por lo tanto, me preguntó: ¿a qué causa atribuir la actitud tan contradictoria de la población parisiense?

La respuesta es sumamente sencilla y el periodista ha contestado en consecuencia. El inglés encuentra muy legítima su acción en el Transvaal, y condena la del francés en Madagascar; el francés considera que tenía derecho a tomarse Madagascar; pero que el inglés, al conquistar el Transvaal, se ha portado como un salteador. «Resulta, decía una notable carta publicada en La Nación, de Buenos Aires, que cuando la mueve su pasión, su interés o su conveniencia, la civilización europea es más bárbara que los bárbaros».

Ciertamente, entre Krüger y Ranavalo hay considerable diferencia. El viejo boer está libre y la reina no; Krüger tiene salva toda su fortuna—quince millones, por lo menos, de pesos oro—, y la reina no dispone sino de lo que el gobierno de Francia la quiere dar, en pupilaje; Krüger lee la Biblia, y a Ranavalo se le ha contaminado de Ohnet, Mary, y compañía. Y para colmo de desventuras de la infeliz, cuando ha adoptado las modas europeas, comprado bicicleta, aprendido un poco de piano y venido a París con licencia, se la recibe como a una macaca, se la llama negra y fea a cada paso, y poco falta para que se la proponga una contrata en un circo, para bailar la bámbula al lado de Chocolat.

Entretanto, ella recibe su pensioncita, que la viene a ser como el coronelato de Namuncurá.

Y el mariscal Waldersee vuelve ya de la China, en donde los soldados de la civilización desventraron chinitas tan monas como María Luisa Zatú. En el sur de Marruecos se pacifica. En Cuba la enmienda Platt protege a la isla ex española. Tacna y Arica no saben a qué atenerse. En el Transvaal, Cecil Rhodes hospeda a Jameson, el del raid, en su mansión que tiene un jardín, según nos cuenta Jean Carrère, como no lo tuvieron Césares romanos, lleno de flores raras y de leones enormes prisioneros...

Decididamente, Andrianamanitra mby an-trano.

IV

Suelo encontrarme con gentes imaginativas y con gentes prácticas, con caballeros de la célula y doctores místicos, con personas que todo lo arreglan como dos y dos son cuatro y con personas que están esperando en estos momentos el caballo blanco del Apocalipsis. Toda la biblioteca Alcan me merece mucho respeto, y doble la figura de los santos padres que inspiran esa y otras bibliotecas parecidas. Los espiritualistas hasta el éxtasis y los swedenborguianos de la rue Thouin, me inspiran vagos temores que algunas risueñas ideas suelen aminorar. A propósito de una autopsia ruidosa que tuvo por anfiteatro el del hospital Saint-Antoine, y en la cual unos estudiantes de buen humor rellenaron de periódicos el cráneo de un ex gendarme—simbólica ocurrencia,—multiplicaron su hígado y desparramaron sus demás miembros, se ha hablado y escrito mucho en París. He oído la opinión de los de la célula, y no encuentran de particular en el hecho sino la mala administración del hospital; los del caballo blanco, por el contrario, me han prometido para dentro de muy poco tiempo, la destrucción del mundo por el fuego del cielo. No sé qué dirá la «Camarde» de la sabia tranquilidad de los unos y de las bíblicas seguridades de los otros; pero algo debe preparar después de tantas ofensas, olvidos y burlas ante los cuales ese cómico descuartizamiento de un difunto agente de orden público, es poca cosa. La verdad es que No hay que jugar con la muerte, y París está jugando con ella, sin mirar que desde lo obscuro de su abismo, horrible como en el fresco del campo-santo pisano, esa flaca fatal ve mucho más allá de sus ausentes narices.

Desde luego el olvido. ¿Quién recuerda, en el bullicio de esta vida de continuos placeres en la lucha incesante por el dinero, por la posición o por la fama—que todo en el fondo es uno,—quién recuerda que tiene que morir? Es el perpetuo ejercicio de los sentidos, y la fatiga consiguiente. Cuando llega la hora, todo el mundo está desprevenido. Si se es algo, la noticia irá en las secciones de crónica social de los periódicos, y a nadie se le ocurrirá que tal cosa pueda acontecerle. Las ofensas son más. La frecuencia del duelo es una de tantas manifestaciones. Otra, la destrucción de la vida en su germen, los fraudes del amor, las connivencias de M. y Mme Saturno. La estadística enseña resultados increíbles, y la simple conversación con un portero instruye como un libro. Las «hacedoras de ángeles» han ocupado tanto a la justicia, como la cirugía galante que abelardizó una crecida clientela de damas ultraprudentes, partidarias de la despoblación francesa. Estos terribles menoscabos a la vida, son otros tantos insultos a la Muerte, que se ve privada de gran parte de su cosecha y suplantada en sus futuras funciones.

La burla es peor. Existe en Montmartre un cabaret, que puede ser considerado como uno de los templos en que mayor culto recibe la estupidez y la grosería humanas. Se llama el cabaret du Néant, y es una de las «curiosidades» que el recién llegado a París se ve obligado a visitar, inducido por el cicerone, por el amigo bromista, por la guía o por haber oído hablar del obscuro rincón en que se toma a la muerte como un inconcebible pretexto de bufonería. Atenas no habría consentido ese infecto bebedero, y en otra capital que no se llamase París no habría ni policía ni público para la siniestra farsa. La fachada del cabaret está pintada de negro y una lámpara verdosa ilumina la entrada. Ya en lo interior, os reciben unos cuantos croquemorts con saludos fúnebres, y os llaman la atención las decoraciones absolutamente mortuorias. Calaveras, tibias, esqueletos, inscripciones tumbales hieren la vista en las paredes; y las mesitas para los consumos, están substituídas por ataúdes. El croquemort que hace de mozo, al servir lo que se le pide, no deja de acompañarlo con comentarios escatológicos, y de evocar ideas de carroña y de inmundicia; las provocaciones al asco suelen ir acompañadas de insultos grotescos, y todo esto, por lo general, es recibido por un público singular, con risas aprobativas:

Luego se pasa a una especie de teatrito, en donde, por un juego óptico, se presencia la descomposición de un cadáver. Y he encontrado un típico personaje en ese antro: una infeliz muchacha, que cuando el lúgubre barnum pregunta al público: «¿No hay quien quiera hacer de muerto? y no surge de los asistentes el mozo ocurrente, o la joven lista, se presta—dos francos la noche—a la macabra apariencia. Se ve entrar a la persona en el ataúd, y se va advirtiendo poco a poco la lividez, la podredumbre, la cuasi liquefacción y el esqueleto. El resultado es un ¡uff! de desahogo, al salir de tan abyecta cueva. ¡Cuán lejos, en el camino de lo infinito, el fresco de Lorenzetti!»

* * *

Tengo gran estimación por los médicos y gran devoción por la medicina, entre otras cosas, porque Esculapio es hijo de Apolo. Por esto mismo he sentido correr frío por mis venas cuando he oído a varios estudiantes de medicina ciertos informes y juicios. «Yo, señor, me dijo uno, voy a recibir mi título dentro de poco, pero ni ejerceré mi profesión, ni me pondré jamás en manos de un colega.» ¿Me habla usted del desprecio de la muerte, de los chistes cadavéricos, de bromas de carabin? Aún hay algo peor en los internados. ¿Qué diría usted si le dijese que suelen verse y no con rara frecuencia, casos de absurdas necrofilias, e inconcebibles profanaciones por inicuos farsantes? Pues bien, el desprecio de la vida, la burla de la vida, es algo que da escalofríos. ¿Ha leído usted Les Morticoles, de León Daudet? ¿Le han narrado casos curiosos? Yo le diré de uno observado por mí.

Llega un infeliz, el profesor diagnostica: apendicitis. Ya sabe usted la enfermedad que estuvo hace poco de moda. Va uno a operar. Se le abre el vientre al pobre paciente, se ve, y se encuentra que no tiene en absoluto tal apendicitis. El profesor, muy tranquilo: «¡Está bien, cósanle!» ¿No es esta la peor de las vivisecciones y la más horrible de las infamias?

Otro caso. Un marido, recién casado, va a consultar a un médico, acompañado de su señora. Era un asunto ginecológico. El matrimonio, rico. El doctor asegura al marido que hay que hacer una operación, una operación muy ligera, cosa de cortos instantes, «mientras usted se fuma un cigarrillo». Y el marido enciende el suyo, y se queda, no sin cierto temor, esperando los resultados de la carnicería, en la antesala. Yo, me dice mi amigo, tenía el cloroformo y otro ayudante el pulso; el doctor comenzó a operar, y a poco vi un chorro de sangre que se elevaba casi hasta el techo. No hubo remedio posible.

El médico, asustado, dijo: ¡Ça y est! Unos instantes después la mujer era cadáver; el ayudante tuvo que salir a dar la noticia al marido, pues el doctor tenía, y con razón, miedo de que le matara. Y como éste, otros tantos casos. Naturalmente, esto no lo dicen los Doyen, los Albarrán, los Mauclair. Otros me narran historias que serían hoffmanescas si no fuesen netamente repugnantes, de las horas inútiles del internado. Cuando el reciente hombre descuartizado, que es todavía incógnita para la policía, se supuso una broma de estudiantes. ¡Ah, las bromas! hay imbéciles que para asustar al profano, se lanzan hasta hacer sospechar, con ambiguas reticencias, ocurrentes antropofagias. Ante esta clase de internos, futuros doctores, me complazco en recordar a buenos amigos míos, del hospital San Roque de Buenos Aires, excelentes muchachos que cuando las fatigas de la obligación y del estudio concluían, pasaban sus horas libres hablando de arte, dibujando o interpretando en el armonium a Wagner, a Beethoven, a Grieg.

¿Y los vagos rumores de enfermedades sostenidas, de monstruosos abortos, de verdaderos asesinatos en favor de impertérritos herederos, de esos que han tenido su comentario mejor en una popularísima caricatura de Caran D'Ache, y los encierros de gentes en su sana razón en manicomios y casas de salud? Cierto; esto sucede en todas partes, y entre vosotros podéis señalar algunos ejemplos que la prensa ha hecho visibles y resonantes; pero en esta vastísima capital del placer, del oro, del amor, los hechos son muchos.

Los camelots venden juguetes macabros, el esqueleto se prodiga en dijes y pisapapeles. En una ocasión no lejana se dió un concierto en las catacumbas y se flirtó al amor de una sensación nueva. La poesía de Rollinat, que hoy ya nadie recuerda, tuvo muchos aficionados, y Mademoiselle Squelette muchos intérpretes. La Gran Histrionisa genial Sarah Bernhardt, hizo famoso su féretro-lecho. La duquesa de Pomar, tocada de teosofía, daba bailes en donde aparecía, según se dice, el espectro de María Stuart; y el de Esseintes de Huysmans, cuyo modelo en carne y hueso es el conde Robert de Montesquieu Fezensac, ofrecía comidas negras, a las que no hubiera tenido inconveniente en sentarse la sombra del Comendador.

Hay una literatura faisandée, que huele mucho a cadaverina con su poco de cantárida; a ella pertenecen, para señalar un ejemplo, ciertos cuentos de M. Jean Lorrain, caro a lectores reblandecidos.

La guillotina ha sido llamada por un escritor «el espectáculo nacional», como los toros de España; y hay gentes, sobre todo en un especial medio femenino, que buscan esos sangrientos pimientos eróticos, para condimentar deseos insaciados y animar ensueños viciosos.

Claro, que no es todo París, hay que fijarse bien y claramente, no es todo París, sin excepción; pues hay un París que trabaja y es inmenso ese París, y hay un París que reza, inmenso también, aunque parezca esto una eminente paradoja. Gran parte de la enfermedad está sostenida por la carne cosmopolita que dominguea en la ciudad fabulosa y maelstrómica.

Pero de un modo o de otro, París, en medio de su gloria, en medio de la alegre agitación de sus pecados amables y terribles; en medio de la avalancha de oro que un solo soplo de sus labios hace rodar al abismo; en medio de tantas músicas y canciones que no hacen oir las quejas de los de abajo, de los que están, como los muertos, en sus negras catacumbas, miseria y hambre; en medio de una primavera que presenta incesantemente sus flores y un otoño continuo que da sus frutos a los paladares favorecidos de la suerte; en medio de un paraíso de locura en que la mujer en su sentido más carnal y animal, es la reina invencible y la devoradora todopoderosa, ha olvidado que hay algo inevitable y tremendo, sobre los besos, sobre los senos, sobre la alegría, sobre la música, sobre el capital, sobre la lujuria, sobre la risa, sobre la primavera y sobre el otoño; y este algo es sencillamente la Muerte; la Muerte, a la cual se olvida, o se ofende, o se burla.

No hay que meter periódicos en el cráneo de los muertos, como el mozo del hospital Saint-Antoine. Se pueden poner al tanto de lo que pasa.

No hay que dar conciertos en las catacumbas. Se puede despertar la Muerte; y ponerse a bailar, como en la Edad Media...

Ese sería el desquite de la Muerte...

V

Un distinguido asesino inglés, o al menos apellidado Smith, ha intentado, con mal éxito, degollar a una vieja cortesana retirada, ya sin cotización en plaza, pero que tiene automóvil. Las señoritas de Pougy y otras Oteros, se han estremecido ante sus diamantes. En Maxim's la noticia del suceso hizo palidecer muchas caras bonitas. El hecho del día ha sido la preocupación de esas damas, que por mucho tiempo tendrán que pensar en los inconvenientes de su lucrativa carrera. Han parado mientes en que, en Babilonia y en el mundo ou l'on s'amuse, bajo una buena levita se oculta un buen estrangulador, y en que Smith es uno más en la lista de los Pranzinis, Prados y compañía.

¡Ah! estas graciosas desplumadoras de pichones y gallos viejos, encuentran de repente la garra de la bestia bruta que por quitarlas el collar les quiebra el lindo cuello, o les pega una puñalada, o les ahoga, o emplea las armas principio de siglo del héroe de ahora: la pelota de plomo en la cáscara de la mandarina, y el anillo atado a la fina cuerda. Y no será quien las mate el hambriento desesperado de los suburbios o el marlou de gorra y blusa. Será uno de esos desechos humanos, uno de esos intrusos de todas partes, caballeros de industria, «rastas» empobrecidos y sin oficio, rondadores de mesas de juego, componedores de amor ajeno a tanto la pieza, parásitos de hetairas y candidatos a la momentánea o larga celebridad que ofrece el aparato de M. Deibler.

En los cafés de mujeres elegantes y venales, habéis visto esos extraños tipos, de nacionalidades dudosas, valacos, griegos, levantinos, americanos del norte y también del sur, rubios u obscuros, elegantemente vestidos, con prendedores hirientes, bigotes tziganos, conocidos de muchos sin que ninguno sepa a punto fijo quiénes son, amigos confianzudos de las más señaladas Emilianas y Margaritas, y que levantan a su paso vagas interrogaciones: «¿De qué vive éste? ¿Cómo gasta, cómo derrocha?» Vive, casi siempre, de los calaveras que le prestan y de las mujeres que le dan. Pero de repente, una noticia circula al son de los valses húngaros, por las mesas envanecidas de champaña: «¡Sabes! Fulano, preso. Una estafa. O un robo.» Cuando el aventurero es de hígados negros, la campanada anuncia un asesinato. ¿Cuántos de esos van por el bosque, haciendo el rico, en equipajes ajenos? ¿Cuántos se sientan a jugar en los casinos al lado de títulos y personajes, hasta que un día se les agarra en la engañifa, se les echa a puntapiés, o se les desenmascara?

Mas, es cerca de «esas damas» donde ellos aprovechan con más frecuencia, pseudo protectores, «señores de compañía» como el grotesco tipo que acaba de presentar Coolus, secretarios, o perros de presa. Por ese camino se llega a todo. El dinero a que están acostumbrados les hace falta de pronto, y hay que buscarlo de cualquier manera. Tienen muchas amigas de las carreras, del aperitivo, de la cena, del teatro, conocen sus joyeros, sus habitaciones, sus hábitos. Y así, de cuando en cuando, una pobre pecadora muere de sangrienta y trágica muerte.

* * *

Esas damas...

¡Preciosas estatuas de carne, pulidas y lustradas como dijes, como joyas, flores, o animales encantadores, estuches de placer, maestras de caricias, dignas de una corona de emperatriz, ducales, angelicales, y tan brutas, tan ignorantes, tan plebeyas en su mayoría!

Cuando más os deleitan un gesto atávico, un modal hereditario, os revelan la antigua granja, el gallinero, el lavadero o la cocina maternales. Todas las aguas de Lubín, todas las invenciones de Lenteric no bastarán a quitar la original mancha nativa; todos los roces con Gales, con Borbón o con Sagán no las suavizarán la aspereza de generaciones de servidumbre y vulgaridad, y cuando el carácter exalta o se agria brotan de los más bellos labios palabras y hacen los más blancos brazos gestos, que piden la portería o el mercado.

Ésta nació en un pueblecito de provincia; vino a París no se sabe cómo; quiso trabajar y no pudo; le cayó del cielo de un lecho casual una liga medianamente favorable. Abandonada, fué soubrett, y de criada de señora alegre, fué arrebatada por tal viejo vicioso que la lanzó, es el término. Tuvo suerte, y hoy posee una mediana educación, un hotelito, caballos, y su nombre figura en las crónicas del Gil Blas.

Esa otra es gallega. Sirvió en Madrid en una casa de huéspedes. Todos los estudiantes supieron en su pensión de a dos pesetas lo que era el amor de la sirvientita, cuya cara primaveral era un plantío de sonrisas, y cuya generosidad no tuvo límites. ¿Quién le enseñó a bailar el vito y el fandango? ¿Quién la levantó de tan bajo como había caído? ¿Qué ángel le mostró el camino de París, y quién la hizo descaderarse ante un concurso de periodistas? Es el hecho que triunfó en un instante, y sus castañuelas hicieron llover luises. Los jóvenes vivos y los viejos bobos la llenaron de diamantes. ¡Qué de diamantes! Sus diamantes fueron tan célebres como sus conquistas. Torpe como un pato, tiene en su época la celebridad de una Aspasia. Tiene hotel, casas que alquila, todavía más diamantes, y mil trompetas que anuncian al mundo el reinado de su belleza.

Aquélla, tuvo por cuna un montón de coles, se corrompió casi en la niñez, circuló por los barrios parisienses, en noches de frío, en busca del paseante trasnochador. La casualidad la hizo hallar su suerte buena en un desconocido. Ascendió. Ganó. Acaparó. Juega a los caballos. Su llegada a Niza y Monte-Carlo causa siempre sensación.

Aquella otra, ¿se acordará del pobre pintor que fué su amor primero en un cuartucho del barrio Latino? ¿Se acordará de las noches danzantes de Bullier? ¿De la escasa cena a la madrugada, en los mercados? Quizá, porque se la suele ver en ocasiones pasear sus trajes de Doucet por cafetines del Boul' Mich y saludar a sus antiguos conocimientos.

Las obreritas miran con envidia a estas desdichadas con fortuna, cuyas faldas, cuyos sombreros, valen un año de trabajo en un taller matador. El lujo las fascina, ese lujo gritón y exhibicionista; y el ver a las ilustres pelanduscas en compañía del lord, del conde y del millonario. Y no sospechan los lados duros y trágicos de esos aparatos de placeres, a quienes el placer mismo martiriza.

Algunas empiezan ya a guardar dinero, a poner en el Banco economías, y suelen ser menos frecuentes los fines de fiesta a lo Cora Peral. Pero la riqueza no es segura y un crecido tanto por ciento va siempre a los hospitales y a la miseria degradada, cuando un ímpetu salvador no lleva la vieja carne inútil al Sena. Las que logran asegurar los años últimos, ya se sabe en lo que paran. Como el diablo viejo, en fraile; la diablesa gastada, en devota.

Hay sus raros ejemplos de afición a la literatura, y sobre todo a las tablas. Lo primero no deja de ser una especie de réclame, como en el caso de Mlle. de Pougy; y lo otro no es más que el affiche viviente, la muestra plástica, el escaparate del «restaurador» que pone a la vista lo que atrae a los amantes de la bonne chére, o si queréis, bonne chair...

* * *

¿Habéis estado alguna vez, pasada la media noche, en casa de Maxin? Cito este lugar, por ser uno de los que más ha estado de moda en este último tiempo. Una muchedumbre de beldades caras se instala en las mesas, que no tardáis en ver coronadas del indispensable cordon-rouge o extrady. Caballeros de todos portes invaden el recinto y entablan la partida amorosa de la cena, mientras los tziganos, que casi siempre son españoles, italianos y franceses, martirizan los violines en un suplicio orféico que no cesa. Jovencitos adinerados y más que maduros marcheurs se disputan la primacía del halago a las mujeres, radiantes de joyas, maravillosamente vestidas, irresistibles de vicio. Hay sonrisas, charlas, risas, y no son raros los insultos. Allí están las varias Guerreros, estranguladas de perlas, repartiendo sus tentaciones españolas; allí varias yanquis, soberbias y duras, con las manos pesadas de brillantes; y las innumerables Fulanas de Tal Cosa, Perengana de Tal Otra, francesas con su falso apelativo nobiliario, graciosas, atrayentes, pálidas de noches blancas, a pesar de los afeites. Y se come y se bebe; y cuando llega la madrugada, ya las mesas se han apartado y el baile se inicia, y dale Valse bleue y demás músicas en boga. Por el lado del bar pasan los equívocos chasseurs que llevan mensajes; por otro circulan los mozos serviles, renovando la champañada. Y la quête de los músicos, completa los indispensables desembolsos. (¿Qué diríais al saber que los violineros del Café de París se han ganado en un año de propinas setenta y tantos mil francos?) Y las mozas se alegran más y más. Cada cual cuenta con su presa. Y el inadvertido mozalbete no consulta su cartera; y el animado gagá no halla qué hacer con su emperatriz de a tantos luises. Y hay entre ellas celos y recelos. La ninfa no esconde a veces a la verdulera, y la marquesita Watteau no oculta que sabe el vocabulario de su papá el cochero.

El triunfo está a la salida, cuando cada víctima se lleva a su compañera del brazo. No se cambiaría un caballero de éstos, en ese instante, por el mismo ex príncipe de Gales.

Allí he visto auténticos potentados asiáticos e inconfundibles majestades yanquis; conocidos lores, y, ¡qué honor para el continente! gran variedad de afortunados hispano-americanos.

Allí he visto—y ya comprenderéis que no he asistido como uno de tantos, pues no tengo inconveniente en manifestaros que no me llamo Vanderbildt, y que la buena mensualidad que me paga La Nación no me alcanzaría para dos noches;—allí he visto, con cierto pesar, a ricos argentinos, desparramar los billetes azules, esfumar los oros con prodigalidades que no dejaban mal puesta la bandera... Pero os juro que más de una vez he tenido la tentación de decir a uno de esos notables gozadores de la vida: «Señor, es una bella pasión la pasión de la belleza, y la grata compañía de estas princesas, envidiable desde todo punto de vista, de oído, de olfato, de tacto. Tenéis un capital que no palidece ante el de algunos de estos nababs cosmopolitas. No sería yo quien os aconsejara tomar la vida por su lado obscuro, cuando las estancias producen tanto y no gastáis sino los intereses de vuestro haber total. Pero permitidme que os haga esta pequeña observación. Con lo que gastáis en una semana de superfluos derroches, podría seguir por mucho tiempo sus estudios un joven pintor, músico, escultor, escritor, de los muchos que en vuestro país son pobres, y podrían más tarde dar honra y brillo a la patria. Con lo que gastáis en dos semanas podríais obsequiar al Museo nacional de Bellas Artes, una hermosa obra, que acrecentaría al naciente emporio artístico; con lo que gastáis en un año—y hablo de gastos absolutamente sin razón—¡calculad lo que podríais hacer!»

Pero, casi siempre, cuando voy a hablar esto, suenan los violines, se esparce la Valse bleu, se interponen los chasseurs, hace cuatro reverencias el sommelier...

¡Y esas damas...!

VI

Lo que se llama aquí la Gran Semana, es dedicada principalmente a «la más noble conquista del hombre»; «la más noble conquista del hombre» ya se sabe que es el caballo.

Ya fué la fiesta de Auteuil, en donde, con la complacencia de un día amoroso y dorado, se vió un brillante ejército de mujeres deliciosas, vestidas con el arte de encantamiento que los costureros saben; irrupción de rostros sonrientes, trajes de primavera, sombreros y sombrillas que alegran de armoniosos colores el espectáculo: un ir y venir de gentes elegantes; en las tribunas una aglomeración de notas encantadoras; y cerca, los lagos, los carruajes ostentosos, también con su carga de belleza y de riqueza; ya Chantilly, con su Derby que hace competencia y vence en Epsom, Chantilly, lugar aristocrático y deleitoso; ya Longchamps, adornado de lujo e hirviente de mundo; al Gran Prix, con sus pompas y ruido.

El entusiasmo que hay en París por las carreras, sólo puede compararse al que hay en España por los toros. Se juega mucho, se juega demasiado. El sport actual no ve la mejora de la raza caballar sino en la ganancia. El cuadro estético interesa poco. La equitación, atacada por la bicicleta y el automóvil, está en decadencia. Saxon, Jocely, Chéri son aclamados, más que como «violentos hipógrifos», como fuentes de entradas, de francos o de luises. Los que pierden, ciertamente, no aclaman al cuadrúpedo triunfante. Pero por el momento los nombres de los ganadores van hasta las constelaciones. Desde 1873, una larga lista señala triunfos sucesivos—tal una enumeración de papas, de reyes o de generales: The Ranger, Vermont, Gladiateur, Ceylan, Férvacques, The Earl, Glaneur, Sornette, Cremome, Boïard, Trent, Salvator, Kisber, Si-Cristope, Thurio, Nubienne, Robert-Devil, Foxhall, Bruce, Frontín, Little Duhk, Paradox, Mintin, Tenebreuse, Stuart, Vasistas, Fitz, Roya, Clamart, Rueil, Ragotski, Dolman Baghtche, Andree Arreau, Doge, Le Roi Soleil, Pert, Semandria, hasta el glorioso bruto de ahora, Chéri, cuyo propietario, Caillaut, no cabe en su orgullo. Calígula no andaba muy errado. Las publicaciones sportivas son numerosísimas y el público las compra como el periódico noticioso, el diario preferido. Los principales cafés y bars tienen un servicio de información inmediata para las carreras; las gentes del alto mundo, tanto como las del bajo, tienen su animal favorito y apuestan. Los suicidios a consecuencia de pérdidas en los hipódromos no son escasos. Hay quienes opinan que las carreras son útiles y de alta moralidad política. Las ha llamado alguien «pararrayos de las revoluciones», exactamente como Huysmans llama pararrayos de las tempestades diurnas a los conventos. El pueblo se divierte, dicen, y así no hay temor de que se subleve. Panem et circenses. Mas no se fijan que las carreras sin el pan, no contentan a los proletarios; y lo que se está preparando en lo nebuloso del porvenir, por obra del fermento popular, y de la miseria negra que contrasta con la insolencia de la riqueza exhibicionista, no es la caída de un ministerio más o menos Waldeck, o de una república más o menos radical o clerical; es algo que soñó demasiado hermoso Hugo y que previó demasiado rojo Heine; algo que le va a quitar el automóvil al príncipe D'Arenberg y las caballerizas a M. Edmond Blanc. Eso no lo sabe tanto orgulloso satisfecho de los que tienen por Homero a Jean Lorrain y por gráfico retratista al mordiente Sem.

Grandes sportwomen hay, que se apasionan por el juego elegante, y otras que son dueñas de haras. Por mucho tiempo la vizcondesa d'Harcourt hizo lucir sus caballos, con sus jockeys blanco y oro. Hoy se ve siempre en la tribuna a la duquesa d'Uzés, a la de Noailles, a muchas duquesas; a las condesas de Roederer, de Le Marois, de Saint-Phallier, de Portales, a la princesa Murat, y cien otras nobles más, y señoras de propietarios de écurie, y mundanas en profusión tanto como semi-mundanas... Y es desde luego una parada de elegancias, una exposición de trajes y joyas, en competencia; visión de sedas y encajes sutiles, visión de flores y de sombreros, de sonrisas, de gestos graciosos. Del lado de los hombres, el todo d'Hozier, la banca, los negocios, los clubs. Entre las barbas blancas, la del duque de Chartres y del rey Leopoldo, y las patillas que enmarcan la cara dura del barón Alfonso de Rothschild. Luego el grupo de los comisarios, dueños de caballos, corredores, etc., y la tribuna de entraîneurs y jockeys.

Los jugadores y curiosos pobres están más allá, bajo los árboles, a la hora del salchichón al aire libre, y junto a la reja en el momento de la corrida de las ligeras bestias.

Y cuando la carrera empieza es el enorme griterío, la expectación, la impaciencia por saber cuál ha de ser el dichoso ganador; y los nombres de los animales que corren en competencia se pronuncian entre el ruido, mientras los caballos van por la pista como la bola en la ruleta. Así, como el entraîneur de M. Caillaut, propietario de Chéri, llegase tarde cuando el Gran Prix se corría, no encontró lugar en la tribuna en que le correspondía estar, y no supo la victoria de los caballos de su amo sino por las exclamaciones que entre la tempestad de gritos llegaban a sus oídos: se nombraba a Saxon, el ganador de Chantilly, y al inglés Lady Killer, hasta que el hábil hombre de caballeriza sintió un soplo de alegría al oir aclamar en último instante a Tibère y a Chéri.

Desde el presidente de la República al último camelot, pasa en triunfo el nombre del vencedor, los colores del patrón adquieren un nuevo brillo y como que, al pasear al bruto triunfante, se dejase ver, en cuatro patas flacas y con una cabeza soberbia, la imagen de la vanidad, pasajera y momentánea. Pues el doble event es cosa rara, y Saxon, ganador en Chantilly, no tuvo el gran premio. Y ese principado hípico tiene el fin de todos los principados humanos. Arquías hacía ya lamentarse al corcel antiguo triunfador en la carrera; «me he visto, dicen los versos de la Antología, coronado, en otra época, en las orillas del Alfeo; gané dos veces el premio junto a la fuente Castalia; y obtuve aclamaciones de la muchedumbre y aplausos, en Nemea y en el Istmo; a la piedra de Nisipo pasaba como llevado por el aire, ¡Oh desdoro! hoy doy vueltas a la piedra de un molino, en ruin ocupación, y sufro el látigo». Los Saxon y los Chéri no irán, gracias a los progresos de la industria, a hacer harina; pero no está en lo imposible que sus gloriosas carnes sean mañana, cuando la vejez llegue, consumidas en beefteaks de culinaria subrepticia, o claramente ofrecidos a la hipofagia parisiense. No serán los primeros outsiders víctimas del apetito.

Un bello espectáculo es sin duda alguna el desfile, cuando las horas doradas de la tarde ponen en el Bosque su ambiente de amorosa alegría, en esta estación que hace hervir las savias y precipitarse la sangre. El presidente de la República se retira, y generalmente es aclamado a su paso. Una interminable procesión de vehículos se extiende, en un resonar sordo de cascos y un sacudimiento de sonorosos arneses. Pasa el mundo oficial, el gran mundo, los batallones de clubmen. Las hetairas no son las menos miradas como comprenderéis—, la Emilienne d'Alençon en su cab inglés, la Otero en su equipaje superior al del mismo millonario Chauchard, y todas las celebridades de la gracia en venta y del amor profesional. Se disemina el inmenso río de carruajes y automóviles y bicicletas. Quiénes van a los restaurants del Bosque, quiénes a la ciudad. París murmura, se estremece, bañado de fuego vespertino, y al entrar a la plaza de la Concordia, al ver el casco de oro de los Inválidos, las lejanas agujas de Santa Clotilde y, en el inmenso forum que engrandece y alegra el espíritu al propio tiempo, el obelisco sobre el fondo verde de las Tullerías; al respirar este ambiente y sentir filtrarse en uno el alma del día, se experimenta un singular placer. Se viene de coronar a un caballo; pero no importa. Allá está enterrado Napoleón, aquí respiró Víctor Hugo; sentimos como que vamos sobre el pecho del mundo.

Venimos de la coronación de un caballo; en Atenas también se hacía lo mismo. Un caballo bueno vale más que un general malo. Y luego, «la más noble conquista del hombre» siempre ha sido compañera de la gloria; no se concibe a Alejandro sin Bucéfalo, al Cid sin Babieca; no puede haber Santiago en pie, Quijote sin Rocinante ni poeta sin Pegaso. El caballo es noble, es generoso, es bueno. Merece más que los elogios de M. de Buffon.

* * *

Lo lamentable es que en el sport moderno, lo repito, en las carreras, no se tenga por mira el espectáculo estético, sino el lucro, el azar, la ganancia. La gran pelousse equivale a una mesa de billar, a una carpeta de juego. La Gran Semana es la semana de la ostentación del lujo por un lado y la apoteosis del juego por otro. Dicen que esto es el 14 de Julio sportivo. Hay razón en decir eso. Mas no es envidiable la celebración desde aquel punto de vista.

Mejorar la raza caballar es una gran cosa. Se ha llegado en esto a resultados admirables. Mejorar las razas humanas sería indiscutiblemente mejor. Mejorar los cuerpos, mejorar las almas. No la persecución imposible de una humanidad perfecta, pues esto no está en la misma naturaleza; pero sí un progreso relativo, seguir el camino que muchos conductores de ideas han señalado y señalan para bien de los pueblos. Es mucho el contraste entre la maravillosa exposición de bienestar y de riqueza sobrante y desafiadora, y la enorme miseria que se agita, y el enorme aplastamiento del obrero por la masa del capital.

La noche del Grand Prix he visto a la célebre Fagette, una mediocre divette que sale a las tablas con un «bolero» que cuesta millón y medio. No es equivocación del corrector: millón y medio.

Luego, se asustan de Ravachol.

La mejor conquista del hombre tiene que ser, Dios lo quiera, el hombre mismo.

VII

Ludus.

O para decirlo en moderno, sport; o para decirlo en castizo, deporte. Yo, por mi parte, nunca diré deporte; primero, porque así dicen los puristas, y luego, porque esa palabra no quiere decir las fiestas de agilidad y los concursos de fuerzas, que, en nuestros días, dominan el aburrimiento de los desocupados del mundo.

Ludus es en latín, y esto puede ya hacer que me perdonen ciertos jueces que no me permito atender, sobre todo cuando voy a hablaros del sport francés, asunto agradable.

Hay aquí desde hace tiempo un despertamiento de afición a las cosas sportivas que tanto dan que hacer a los anglosajones, a punto que se creería que ellos son los inventores. El ejercicio es humano; la fuerza sorda es bárbara; la gracia en la fuerza es latina; la elegancia es latina. Por eso se ha necesitado descender en el concepto de la ornamentación personal hasta la chatura de nuestro tiempo, para que Pool sea el árbitro de la sastrería masculina, y que la elegancia tenga su papa en Londres. La elegancia es helénica y latina. Ella hace que el gladiador busque un bello gesto para la muerte, y que al toro del sacrificio se le pongan pámpanos y rosas en los cuernos. Ella hace que los aspectos de los centauros y lapitas en el mármol de las metopas se afirmen hermosos y decorosos.

No puede haber comparación, sino para mengua de lo moderno, en el concepto de la hermosura, entre los juegos antiguos que celebraba Píndaro y los de ahora, que cantan el Auto-Vélo o el París Sport. Pero aun así, los actuales ejercicios y divertimientos ofrecen cuadros y escenas de innegable atractivo. El teufteur, el pneu y los diversos matchs de velocidad o agilidad, que hoy están de moda, entrarían difícilmente en la oda. El automóvil ha encontrado un robusto poeta en prosa en Paul Adam, y algún pequeño poeta ha celebrado a las varias bellezas que se visten de oso y se ponen caretas extraordinarias para ir a gozar de las delicias del torbellino de polvo, sobre el demonio de caucho y hierro, fulminador de pavos, patos, gallinas y perros, cuando no del desventurado peatón.

Otra vez he hablado de las carreras de caballos. Hoy se interesa el público por las carreras de automóviles. «¡El caballo se muere! ¡El caballo ha muerto!» gritan algunos. Pero el Grand Prix no deja de ser la fiesta por excelencia, y Auteuil y Chantilly y demás lugares de hipógrifos con pedigree, se siguen viendo tan concurridos como siempre. Un periodista afirma que «un simple Rothschild puede franquear en una armazón eléctrica, en diez y siete horas y media, la distancia que separa Stuttgard de París; es decir, setecientos fulgurantes kilómetros, y eso en el momento mismo en que la pobre Kizil Kourgan—ilustre yegua—hija de Eolo, gana el antiguo premio de los hipódromos vieux jeu, y da vueltas ante el presidente de la República. ¿Qué decís, oh días del corcel caro a Píndaro, y qué vais a hacer? Triste sport de tortugas, ¿qué nos quieres? El Grand Prix de París me parece tan lejano en la historia como las lupercales en honor del dios Pan. Epsom, Longchamps, Auteuil y Chantilly, otros tantos nombres que suenan a viejo régimen, viejos principios y radotage. Yo estoy por los pneus, por los teuf-teufs, por los autos,—y los express son nuestras diligencias.» A lo cual otro le contesta que el automóvil no es para todo el mundo, pues hay que ser rico para pagarse las delicias de los 100 por hora. No ha llegado tampoco el tiempo en que el caballo sea únicamente un comestible en las carnicerías hipofágicas. «Creemos, dice el bravo defensor del animal poético que relincha en Job y galopa en Virgilio, creemos que los autos no reemplazarán jamás nuestra caballería armada, la cual, con las actuales máquinas de guerra y con las que nos prepara el porvenir, se hacen más y más indispensables. Esas solemnidades hípicas cuya ironía os parece risible, son, pues, más útiles y de un orden más elevado que nunca, y el día que anunciáis en que se abolirán las corridas de caballos, mientras el caballo volverá a las pampas; el día, en fin, en que «los coraceros cargarán en triciclos a petróleo»—no es broma, eso está en el artículo—ese día encontrará mejor su lugar en carnaval que aquel predicho por vos, en que «el caballo gordo, despacio, coronado de pámpano, mitológico y comestible», desfilará por el bulevar. El mismo Paul Adam ha preconizado la potencia destructora de los automóviles de guerra, y lo que se creía una imaginación suya se ha visto confirmado por la opinión de revistas técnicas y algún ensayo práctico en el ejército inglés. Pero nada le quitará al caballo su triunfo estatuario y su belleza lírica. No hay que olvidar que Pegaso es caballo.

* * *

El ping-pong revoluciona las horas del salón, sin el encanto del aire libre del lawn-tennis. Pero vino de Inglaterra y vence. La pesca tiene sus aficionados, los de la paciencia inaudita con caña, y los de la red, a l'épervier en los ríos cercanos, sobre todo en el amable Marne; o en el mismo Sena, o en Lagny, Andresy, Chelles o Poissy. El caballo de silla tiene sus campeones y amadores, como ese pobre millonario, el joven Sterne, sobrino del pintor Carolus Durad, que acaba de matarse en un steeple. Hace poco se han efectuado los steeples militares en Verie-Saumur, donde hará un año se ejercitaba con lucimiento algún jinete argentino. Los concursos hípicos se verifican en Vichy, Limoges, Roubaix, Brest, Rouen, Nancy, Poitiers, Bologne-sur-Mer y Spa. Por lo general, son pruebas de obstáculos, saltos de fosos, de barreras y de ríos. Son famosos los Habits-Rouges de París. Y hay luego los tiradores de armas, desde los de la esgrima de sala hasta los aficionados al cañón, que van a probarse en Fontainebleau.

El jockey es un personaje; el pelotari aún figura; el maestro de billar se hace nombrar; los entraîneurs tienen como los Watson, de las caballerizas Rotschild, sueldos de embajadores. Y aquellos hombrecitos que corren los caballos, monos de seda, ligeros y osados, con los colores tales o cuales, logran conquistas amorosas que tan solamente tuvieron un tiempo los tenores, y que hoy pudieran apenas disputarles los toreros. Dígalo ese muchacho yanqui, de diez y ocho años, Rieff...

Los concursos ciclistas van uno tras otro, en donde se ponen en liza Meyers, Grogna, Ellegaard y cien más, cuando no negro prodigio, como Major Taylor.

Los más a la antigua son los atletas. Desde la resurrección de los famosos juegos olímpicos, hay todos los años campeones que, como en la vieja Grecia, se disputan el lauro de la carrera, del disco, del salto. Los triunfadores, en imagen, son popularizados por la fotografía, como antes el bronce o el mármol en Pitia u Olimpia honraba a los corredores, gimnastas o pancraciastas. En los vasos de Volci o en la estatua de Mirón se admiran los antiguos cuerpos amacizados de ejercicio y en posturas nobles y gallardas, que, por más que hagan, no pueden igualar los gimnastas, luchadores y discóbolos de ahora. Antes que el maravilloso estadio que inmortalizan las helénicas antologías, lo que evocan, vencedores y todo, es la feria, el tablado de Neuilly, las barracas anuales de los bulevares exteriores.

Otros son los del remo, como los que tuvieron también su celebración de campeonato el día mismo en que se concluía la carrera automovílica París-Viena y se verificaba la fiesta del Grand Prix de Paris Cycliste. El Rowing Club proclamó a Roche y d'Helley campeones de Francia en doble-scull; a Hiser campeón de los juniors en skiff, y a Prével campeón de Francia en skiff. No hay la locura seria de los oxfordianos y cambridgianos; los aficionados se ejercitan con pasión, pero no con la decidida convicción patriótica que los colegas de ultra Mancha.

* * *

¡Ah! y esa carrera París-Viena, ¡lo que ha dado que hablar! No hay carrera de esas en que no haya su muerto, o cuando menos su herido. Como los que tienen automóvil son gentes de fortuna, nobles o burgueses, sucede que los anarquistas tienen en la máquina violenta una colaboradora de más de la marca. Ya van varios millonarios muertos por la pasión de la velocidad. Aquí sí que confunden precipitación con velocidad; y así un Cahan d'Anvers fué lanzado por su auto a la otra vida; y Vanderbilt estuvo el otro día en gran peligro de perder la suya; y muchos otros eminentes automovilistas, aun testas coronadas como el rey de Italia, han pasado por ciertos peligros que el modesto y elegante caballo, y aun mejor el vehículo de San Francisco, no ofrecen a quienes se dedican a ellos.

No niego que hay su belleza en el automóvil, y que una vez puesto uno en la silla, se va ensanchando Castilla delante del armatoste formidable y no se acuerda uno más de los aplastados, desde el momento en que se siente aplastador. La gloria de ir como en un vuelo fabuloso, dominando el espacio en un monstruo casi mitológico o bíblico, puesto que ha habido quien crea que Eliseo al dejar su manto lo hizo yéndose en un automóvil avant la lettre; el placer físico de la ligereza, de sentirse liviano como el aire mismo, son cosas innegables, pese a los que, como yo, no pueden ver pasar una máquina de esas sin cierta sublevación de ánimo. Pero, tal como se usa, es un placer inestético y sucio. Inestético, porque jamás la mejor dion o mercedes, o deschamps, equivaldrá en gracia y elegancia a un soberbio carruaje tirado por tronco más soberbio aún de brillantes caballos; y porque para hacer esas vertiginosas caminatas hay que vestirse de máscara, con inusitados balandranes o capas esquimalescas; y sucio, porque mientras no se rieguen con petróleo todos los caminos del mundo, el que se atreva a correr parejas con el huracán resultará lleno de polvo, negro de tierra, incómodo y feo. Y luego, es un sport para privilegiados. La más barata máquina cuesta cuatro mil, seis mil, y ocho mil francos. Las hay de cincuenta mil, de cien mil, y no sé si de doscientos mil. Y no todos somos el cha.

Todo sport tiene su encanto, su placer relativo; natación, caza, pesca, remo, duelos a primera sangre, billar, turf, teuf-teuf y compañía El placer está en no llegar a la exageración, en no romperse el alma por hacer 101 kilómetros; el no ahogarse por querer pasar el Canal de la Mancha; el no pescar una insolación antes que una trucha, caña en mano. El ejercicio y la distracción hacen más amable la vida con tal de que ésta no se exponga inútilmente.

Si el perilustre Mr. Vanderbilt, conocido del payo Roqué, me dijese.—«Voy a regalar a usted un automóvil, y va usted a hacer 103 por hora», yo le contestaría:—«Muchas gracias, Mr. Vanderbilt, J'aime mieux ma mie ô gue! J'aime mieux ma mie!»

VIII

La vuelta de Jules Bois de la India ha coincidido con un despertamiento de curiosidad para los estudios psíquicos. Le Journal y Le Matin han publicado relaciones de milagros, reportajes de personas iniciadas en los asuntos del au-delà; y han hablado sacerdotes, médicos, magos, espiritistas y videntes. He creído oportuno, pues ocuparme en este asunto; y me he dirigido a un amigo mío muy versado en lo que pasa de tejas arriba, artista y teólogo, perteneciente a los círculos swendemborguianos y espíritu convencido. He hablado ya de él en otra ocasión: me refiero a G. Núñez.

Era una tarde opaca, como de comienzos otoñales; llegué a la casa de mi amigo con objeto de saber su opinión a propósito de los milagros de Lourdes. Le encontré en medio de su familia y en unión de su inseparable Henri De Groux. Una gran Biblia estaba abierta en una mesa. Mientras el crepúsculo penetraba por los vidrios de los balcones, una de las hijas del artista despertaba suavemente en el piano, música vaga, triste, como adecuada al momento.

Debo advertir que creo en absoluto en la sinceridad de mi amigo. A pesar de que muchas veces he oído de sus labios narraciones, sucedidos y hechos personales que parecerían increíbles, no me han sorprendido tanto, después de haberme dedicado, en otros tiempos, a lecturas teosóficas y ocultistas. Las historias y experimentos de Núñez, no me parece que sobrepasen a lo que todos conocemos en William Crookes, H. P. Blavatsky, Richet, Lombroso y tantos otros. Núñez es un oculista cristiano; y, repito, es un hombre sincero. Es este el principal valor de su opinión.

Sentadas mis proposiciones y hechas mis preguntas, quedóse mi amigo meditando. Luego, comenzó a hablar:

* * *

—No pueden, me dijo, negarse los hechos. El mismo canónigo Brettes, dice que esas maravillas están anunciando en renacimiento de fe.

Animado por la lectura de esas polémicas y opiniones, había creído oportuno publicar algo de lo que yo creo comprender sobre los innegables milagros que se han producido y se siguen produciendo en Lourdes. Es muy cierto que la humanidad está esperando hoy un nuevo fiat lux.

Es muy cierto que aguardamos ese fiat lux, que venga a restablecer el orden moral que todos ansiamos.

Nos encontramos en plena era de lo metafísico.

Tenemos, por lo tanto, que hablar de todos los asuntos metafísicamente. Lo que es del «espíritu», «espíritu es», como dice el Evangelio, y lo que es de la «carne», «carne es». Tenemos, pues, que estudiar los milagros de Lourdes, desde el punto de vista espiritual, pues son un efecto material que nos admira, y para comprender su significación hay que estudiar sus causas.

Yo, como todos los que amamos la verdad, he estado durante años esperando el santo advenimiento de esa fe tan deseada, y después de muchos estudios he llegado a conseguir aquella voz del alma que Dios concede a los que buscan sinceramente. Fundando mis razones en esa verdad, en esa fe, voy a decir lo que sé sobre este singular y discutible fenómeno de los milagros de Lourdes y a poner de acuerdo a los que, como facciones opuestas todas ellas en guerra, buscan la solución y no la encuentran.

Tenemos enfrente una dificultad parecida a la del huevo de Colón. Vamos a verla. Vamos a romperla.

Según declaraciones personales del canónigo Brettes, el clero romano no quiere imponer al mundo católico la creencia en los milagros de Lourdes, y en sus palabras textuales califica de ignorante, de hombre de mala fe y de otras cosas que se abstiene de escribir, a todo aquel que se atreva a asegurar que el rebaño católico está obligado por Roma a sostener como artículo de fe que los milagros de Lourdes son auténtica obra del cielo.

M. Brettes sabe muy bien lo que está diciendo. Sus palabras son la expresión de todo el clero romano.

Este sabio e inteligente prelado añade a renglón seguido que los hombres pueden salvarse sin que sea para ello indispensable creer en los milagros de Lourdes, pero que su salvación sería más segura y fácil si creyeran. Por otra parte, monsieur Brettes cree firmemente en ellos y declara haber presenciado diez y siete curaciones milagrosas que se efectuaron entre cincuenta enfermos que él personalmente condujo en peregrinación al santo lugar de las aguas encantadas.

El que sepa leer entre renglones observará que el clero romano no se atreve a imponer la creencia en los milagros de Lourdes como dogma de la religión romana, porque en presencia de los hechos imposibles de negar, hay un vago presentimiento que les está diciendo que Lourdes puede llegar a ser su propia ruina, pues si por un lado la evidencia de los hechos los obliga a defender la existencia de los milagros, por otra parte ve y palpa que dichos milagros no tienen carácter divino; y si se niegan a reconocerlos como verdades del cielo, no por eso dejan de preconizarlos, de predicarlos y de desplegar en su honor todo el culto y respeto y pompa eclesiástica, con toda la grandeza y lujo que son capaces de ostentar cuando lo crea necesario.

El clero romano está dando al mundo el ridículo espectáculo de un pueblo arrodillado ante un rey que ellos mismos han reconocido, y que no se atreven a coronar, porque le temen. Esa misma es la actitud de M. Brettes. En su carácter de prelado romano no le es posible reconocer a Lourdes como una verdad, pero en su opinión particular se postra ante esa verdad que le es imposible negar.

Estas cosas tienen un sentido muy hondo, pues al mismo tiempo que Roma desconfía de Lourdes, las medallas, las imágenes, las reliquias y las aguas embotelladas como de Vichy o las de Huyady Janos circulan por el mundo católico recomendadas por todos los clérigos, dando con este proceder una prueba irrefutable de que sin querer dar la cara, están ellos mismos persuadidos de una verdad que no comprenden y temen reconocer abiertamente. Los milagros de Lourdes han puesto a Roma en un triste predicamento.

La ausencia completa de grandeza y majestad que se observa en ellos, los tiene perplejos, pues si es incontestable que hay curaciones milagrosas (eso no lo puede negar nadie), esos milagros no llegan nunca a la altura de dignidad y nobleza de los milagros que se relatan en los Evangelios y en el Viejo Testamento. Son de carácter interior y limitado. Imperfectos.

Monsieur Naudeau, hombre inteligente y sincero, presintiendo la verdad simple y sencilla, pregunta al canónigo de Brettes por qué no se ve nunca en Lourdes el renacimiento de un brazo o de una pierna amputada.

Si yo hubiera estado presente le hubiera preguntado a M. de Brettes por qué no se ha visto nunca en Lourdes un muerto resucitado por las aguas milagrosas.

Todo el clero romano, empezando por el papa y acabando por el sacristán, se hubiera visto imposibilitado de dar una respuesta satisfactoria.

¿Es que Dios le ha señalado un límite a la Reina de los Angeles, para producir milagros?

¿Por qué no se ven en Lourdes otros milagros sino el de la curación de enfermos?

Jesucristo resucitaba muertos, calmaba tempestades, convertía el agua en vino, andaba sobre los mares, dividía cinco panes para que comieran y se hartaran 5.000 personas.

¿Cómo es que a su Santísima Madre en Lourdes no le ha permitido curar sino a un diez por ciento de miles de enfermos que imploran la salud?

El clero romano, que sabe estas cosas, no ha establecido a Lourdes artículo de fe católica, porque no tiene mucha confianza en el autor del milagro, y tiene razón; pues si esos milagros dimanaran de la Divina Providencia, las virtudes de las aguas no estarían tan circunscriptas como se ve que están.

Los milagros verdaderos que proceden de Dios, no están limitados en manera alguna: son netos, redondos, francos, completos.

San Pedro y San Pablo resucitaron muertos, como consta en los Actos de los Apóstoles.

Según la teneduría de libros de las oficinas de Lourdes, los enfermos restablecidos en salud no han pasado nunca de un diez por ciento (información que se le dió a M. Emile Zola), y, sin embargo, es sabido que hay gente que ha hecho el viaje a Lourdes durante ocho y diez años consecutivos sin lograr que el milagro los toque.

No puede darse mayor fe que la de esos desgraciados. Nunca logran su curación, a pesar de su persistencia, y, sin embargo, Jesús ha dicho que la fe transporta las montañas. Jesús no ha mentido, pero los hombres trastornan su fe; ahí está la explicación.

¿Debemos creer, por los fiascos de Lourdes, que los poderes de Dios sean limitados o encuentren en el mundo material obstáculos imprevistos para realizarse?

No. Pero es lo cierto que nos encontramos en Lourdes con un dilema colosal. Hélo aquí: O Dios se encuentra imposibilitado para curar a todos los enfermos que van allí, o le ha puesto un freno al autor de los milagros para que no traspase los límites determinados por su infinita sabiduría.

El mismo M. de Brettes reconoce que hay en todo eso un designio particular de Dios que nosotros los hombres ignoramos. Tiene razón. Eso no puede negarse, como ha habido también un designio de Dios, y esto tampoco puede negarse—en las apariciones de espíritus (que M. de Brettes reconoce) y sus hechos ampliamente demostrados por los hombres de ciencia que no son capaces de mentir, y entre los cuales se nombra a M. Camille Flammarión, William Krookes, Zoelner y otros.

También ha habido designio particular de la Providencia cuando permitió que el príncipe de Gales, hoy rey de Inglaterra, presenciara los milagros portentosos hechos por los fakires indios, y que han sido relatados en sus viajes para asombro de los que los leen. Ya se ve por todo eso que Dios prepara un renacimiento de fe, como dice M. de Brettes.

El clero romano sabe o debe saber estas cosas. El mismo canónigo dice en su conferencia con Naudeau, que la aparición de los espíritus es un hecho, y si él y el clero romano saben a qué atenerse con respecto a los espíritus y a sus mentirosos milagros, habrán observado también que todos ellos tienen un mismo carácter, que todos están limitados a ciertos casos y a condiciones determinadas. Como pasa en Lourdes.

Los fines de la Providencia al permitir esos milagros, no son otros que el restablecimiento de la fe contra la ciencia experimental, contra el materialismo moderno y la filosofía positiva, que sin esos obstáculos que se oponen a su progreso se despeñarían como un torrente maligno. Dios ha querido desacreditar y destruir la ciencia de mala ley que se esfuerza en atacar el principio espiritual de la naturaleza.

El triunfo no puede ser más completo, pues aunque el clero católico se encuentre en un gran predicamento, la existencia de Dios y del mundo espiritual está bien probada. La ciencia y el positivismo moderno han sufrido y sufren un golpe mortal con los portentos de Lourdes. Lo espiritual ha vencido a lo material.

Con la misma piedra, sin embargo, Dios ha matado dos pájaros: a la ciencia materialista, y al catolicismo romano. Ambos van a morir en Lourdes. Voy a explicar por qué y de qué manera los milagros de Lourdes van a ser el Waterloo del clero romano.

Esta vieja y venerada institución no se atreve a declarar a Lourdes como artículo de la fe romana, y al mismo tiempo se encuentra, hoy por hoy, altamente comprometida a declararse abiertamente sin reticencias ni hipocresías, puesto que atribuye los milagros a la influencia y poderes de la Purísima Concepción; hemos de ver muy pronto que Roma en su agonía reconoce oficialmente a Lourdes como milagro de la Virgen, y cuando este reconocimiento tome la forma canónica y esté sancionado por la infalibilidad, hemos de ver que las aguas pierden sus virtudes y Roma se quedará abochornada, como sucedió con el cementerio de Saint Medard, en el siglo antepasado. La ciencia positiva, por otra parte, no tiene fuerzas en lo que ha dicho hasta hoy para negar a Dios y al alma, pero les sobra con las que tiene para negar con éxito las supercherías romanas.

Las razones que expone M. de Brettes para justificar el hecho de que esos milagros se efectúen con preferencia en Francia, no están bien explicadas en su conferencia con M. Naudeau. M. de Brettes no ha querido confesar que la Francia es hoy el país más materialista de la tierra. No sentaría bien en un clérigo romano semejante declaración, puesto que Roma no desea hoy otra cosa que tener de su parte a la fille aînée de l'église a la primera de las naciones latinas, a la más rica, y a la que podría poner a su disposición capitales, ejército, escuadras y un millón de hombres, dado caso de que la Francia doblara la rodilla a su santidad. Francia sería la más preciosa perla en la tiara de los papas.

Dice M. de Brettes que la prueba de que Dios ha preferido a la Francia para esas manifestaciones, es que hay enfermos que hacen el viaje a Lourdes cinco y seis veces, y que su fe permanece. No me parece que una cosa sea consecuencia de la otra; pero, en fin, que recuerde M. de Brettes que la Francia es el país de los Enciclopedistas, de Voltaire, de Diderot; que recuerde que en Francia fusilaron a un arzobispo en los tiempos de la Comuna, y que recuerde por fin que en Francia casi no hay sino materialistas y católicos fanáticos. Que recuerde que en Francia están hoy expulsando las congregaciones, y que aunque esto no sea completamente grave para Roma, prueba muy bien de una manera o de otra que la Francia es un país con quien no pueden contar abiertamente.

Por otra parte, yo creo que si Dios permite esas maravillas en Francia no es con el objeto de proteger a Roma, sino para extinguir la incredulidad que reina en este importante país. M. de Brettes es un clérigo muy discreto en lo que dice. Lo reconozco, y admiro su talento.

Ahora bien. «Un milagro, según la explicación que da el ilustre canónigo, es un fenómeno que se produce fuera de las reglas ordinarias, por la intervención directa de la Divinidad.» Eso podría negarse por los textos sagrados; pero pasemos adelante. Continúa el canónigo diciendo que las reglas ordinarias no son las reglas que rigen en el mundo. Así es como la resurrección de un muerto (según el canónigo), es menos grande que la creación de un ser humano, y la mies del campo que se produce todos los años es un milagro mayor que el de la división de los cinco panes entre 5.000 personas.

Yo, por mi parte, creo que son tan grandes el uno como el otro, pero reconozco que M. de Brettes es un pensador y, por lo tanto, le preguntaría lo siguiente:

¿Por qué Dios, en Lourdes, no puede resucitar a un muerto, siendo esto más fácil que hacer nacer el número de niños que seguramente nace allí diariamente?

¿Por qué Dios no puede curar más que un diez por ciento de los enfermos que van a Lourdes, ni reconstituir piernas amputadas, ni repartir su bien y su bondad con la misma abundancia con que Cristo dió de comer a 5.000 hombres, y con la seguridad y grandeza con que levantó a Lázaro, ya podrido, de su sepulcro, y con la certeza que Dios da la mies al campo?

No creo que esos milagros sean hechos por Dios, y si no lo son, son obra de su enemigo.

Son obra del Genio del Mal. De la entidad Demonio.

Y si fuera Dios quien los hiciera, no resultaría un diez por ciento del milagro, sino el milagro completo, pues según derrama Dios la luz del sol sobre justos e injustos, y llueve sobre buenos y malos, como dice Jesús, asimismo daría alivio y curación a todos los que se toman el trabajo de ir a Lourdes para ser curados por la gracia Divina.

Sin embargo, Roma, que desconfía mucho del milagro de Lourdes, quiere valerse de él para prolongar por más tiempo su dominio en el mundo.

El poder y el prestigio romanos están en las últimas, y Roma hace hoy alianzas con todo lo que cree que puede salvarla. Esa es su política presente.

Suponiendo que los milagros de Lourdes sean hechos por Dios con el objeto de levantar la fe católica y proteger a Roma y sus clérigos, éstos están dando ejemplo de una inconcebible ingratitud al Ser Supremo, no reconociendo esos milagros como artículo de fe; y si no, dan prueba de una gran apostasía entregándose hipócritamente a la especulación con un hecho que no creen procedente de la Divina Providencia.

Además de eso, debemos observar que esa celeste religión está recibiendo desde hace tiempo los golpes más rudos que la política del mundo puede darla. Por todas partes está perseguida. Ella cree que tiene vida eterna, pero toma sus precauciones atesorando cuanto puede por si vienen los malos días. Hoy no hay en ella sino especulación. Amor al dinero.

Esa religión querida y protegida por Dios, perdió en 1870 el poder temporal de los papas, milagro, en mi concepto, más grande que el de Lourdes; perdió anteriormente a la Inglaterra y a los países reformados; pierde su prestigio de día en día hasta el punto que la misma España, la nación más católica del mundo, quiere expulsar a sus religiosos; y sus congregaciones no saben dónde sentar el pie, pues su decadencia es manifiesta y conocida de todos. Eso sí es obra de la Divina Providencia.

¿No tiene Dios otro medio de salvarla que haciendo milagros con un diez por ciento de verdad? Si Dios quisiera restablecer la Iglesia romana en su anterior grandeza, otros medios tendría de hacerlo sin recurrir a esas cosas.

Los designios de la Providencia son otros. Más bien parece que quiere acabar con ella. En efecto, ¿Qué ha hecho el catolicismo romano en el siglo xix? ¿Qué le deben los hombres? La ruina de España. La ruina y la anarquía de las repúblicas sudamericanas. La pobreza de Italia. La decadencia actual de la Francia. Los países católicos están perdidos, pobres, ignorantes, infelices, debiles, y Roma quiere continuar dirigiendo el mundo habiendo sido un árbol que ha producido tan malos frutos.

¿Y cree Roma que Dios no ve estas cosas?

¿Cree Roma que puede continuar la adoración de huesos muertos en los tiempos presentes, y las simonías, y el comercio de almas, y la serie de iniquidades espantosas que insultan a Dios, y que cometen diariamente en el nombre de un Dios todo amor, que murió en una cruz para salvarnos?

Si yo creyera en la transmisión hereditaria de las llaves de Pedro, diría desde luego que de dos llaves entregadas a los pontífices romanos, ellos no han sabido usar sino una, y ésta es la que ha abierto las puertas del infierno y lo ha desencadenado como torrente espantoso sobre el mundo, y entre los hombres. La otra llave no han sabido usarla sino para abrirse ellos mismos las puertas de su propio cielo, que consiste en el poderío, el lujo y los deleites.

—¿Sabe usted, le dije, que habla como un clarín del Juicio final? ¿Y los milagros?

—Para comprender las cosas de procedencia espiritual hay que estudiarlas espiritualmente.

El fenómeno de Lourdes es espiritual en el fondo. Busquemos, pues, su explicación en el sentido espiritual que encierra, pues en el espíritu es donde hay que buscar las causas, y las causas no pueden conocerse estudiando los efectos; hay que proceder por el orden opuesto; buscar la causa para conocer el efecto. El hecho material que presenciamos en Lourdes, es un efecto, un hecho palpable, pero para encontrar su significación hay que buscarla en las causas que lo producen, y éstas las iremos esclareciendo poco a poco hasta que aclaremos bien lo que tenemos delante.

Como Dios no es un ser sujeto a vanidades ni a caprichos, ni es lícito suponer que haga lo que hace para ser mirado por los hombres, nos vemos forzados a convenir que los milagros de Lourdes, así imperfectos como son, han sido permitidos por Dios para que los hombres aprendamos con ellos algo que nos interesa saber.

El estudio y la observación en los tiempos presentes en la historia de la humanidad, nos están revelando que el mundo ha de cambiar de un momento a otro; que está cambiando. El canónigo de Brettes ha dicho, con mucha razón, que la crisis presente es demasiado fuerte. Que estamos en una época de agonía, de angustia, y que el sér humano implora la Verdad, cueste lo que cueste. Que es preciso que la Verdad se presente, que aparezca. El sér humano la llama a gritos, la invoca, la quiere. Una revolución moral está a la vista. Esas son sus palabras.

Todos los grandes pensadores están diciendo lo mismo. No hay quien no lo observe, y, sin embargo, mentira parece, nadie quiere darse cuenta de que estamos entrando en el gran día del Juicio final. Monsieur Brettes lo presiente.

Nadie se da cuenta de esa Verdad. Todos creen que aquel gran día está a una distancia inconmensurable de nosotros, sin advertir que lo tenemos encima.

No me sería difícil explicar las razones en que reposa ese engaño, pero, como quiera que sea, en ese gran día hay muchas cosas que están condenadas a perecer, y una de ellas es la religión católica, apostólica, romana.

El que quiera verlo claro, que lea los capítulos XVII y XVIII del Apocalipsis y se convencerá de ello; verá a esta religión tratada como una mujer vestida de oro y pedrería, con un cáliz en la mano lleno de abominaciones y un nombre en la frente: Misterium, etcétera.

Roma está condenada a desaparecer, y lo prueba su decadencia y su perdido prestigio.

Una nueva religión vendrá en que se adorará a Cristo en toda su gloria.

La gloria de Cristo va brillando más y más cada día, y el hombre observador notará que hay una gran verdad que se abre paso en medio de esta crisis, que aparece como envuelta en nubes, pero que cada día se ve más clara.

Esa es la nueva religión. La verdad cristiana en toda su pureza.

—¿Y el Antecristo?... me atreví a preguntar.

—Aquí es donde vamos a encontrar la solución del misterio de Lourdes; pero antes es necesario saber quién es el Antecristo.

El Antecristo no es un guerrero (como se ha dicho), que ha de venir del Oriente con grandes ejércitos cual otro Atila, a destruir la religión católica, apostólica, romana. Eso es un absurdo. No se necesita tanta fuerza y aparato semejante para destruir una institución que ya a estas horas está agonizando.

Cuando sepamos quién es el Antecristo, hemos de verlo cara a cara tal cual es; pero antes de desenmascararlo es conveniente que oigamos algunas palabras de los apóstoles, y especialmente de San Pablo, que lo tiene bien apuntado con el dedo.

Oigamos a San Pablo, hablando del Juicio final:

«No os engañe nadie en manera alguna; porque no vendrá aquel día sin que venga antes la Apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición.

El que se opone y se levanta sobre todo lo que se llama Dios o es adorado; tanto que, como Dios, se asienta en el templo de Dios, haciéndose parecer Dios, ¿No os acordáis que cuando estaba con vosotros, os decía esto?

Y vosotros sabéis qué es lo que impide ahora para que a su tiempo se manifieste. Porque ya se obra el misterio de iniquidad: solamente que el que ahora impide, impedirá hasta que sea quitado del medio.

Y entonces será manifestado aquel inicuo, al cual el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con la claridad de su venida.

Aquél cuya venida será, según la operación de Satanás, con toda potencia, y señales, y milagros mentirosos.

Y con todo engaño de iniquidad obrando en los que perecen.»

(II de los Tesalonicenses. Cap. II, 3-10.)

El Antecristo es La Muerte.

La muerte es un ser invisible, un espíritu malvado que habita en el mundo y que no desea ni hace otra cosa que trabajar por separarnos de la tierra. En otra Epístola de San Pablo, hablando también del Juicio final, dice lo siguiente:

«El postrer enemigo que será destruído es la muerte.»

(1a. de Corintios XV, 25.)

Ese hombre invisible es el hombre de pecado, el hijo de perdición de que habla San Pablo.

Nosotros no hemos visto en la muerte sino el fenómeno natural con todos sus horrores, pero no hemos visto la causa de ese fenómeno. Vamos a verla.

Si los hombres no pecaran nunca, ese hombre invisible no podría entrar en nosotros y habitar en nuestro cuerpo, pues el hombre no fué creado por Dios para morir como se muere, sino para transformarse de otra manera, y si fuéramos justos y no pecáramos nunca, seríamos al mismo tiempo inteligentes, sobrios, precavidos, y ese inicuo hijo de pecado y perdición no encontraría ocasiones de sorprendernos con su cortejo de enfermedades sucias y dolorosas y asquerosas que prepara con astucia en nuestro cuerpo, destruyendo nuestro organismo y arrebatándonos antes del tiempo en que nuestra transformación, semejante a la crisálida que se transforma en mariposa, hubiera de efectuarse. La muerte se desencadenó entre los hombres por medio de Caín, primer homicida en el mundo (la de Corintios XV, 21).

Ese hombre invisible, con la astucia que lo caracteriza, se ceba también en los animales, pero no con tanto celo como en los hombres, y por eso las enfermedades son menos frecuentes en ellos. Sabido es que los espíritus entran en los animales como entraron en los puercos que Jesús expulsó del loco de los sepulcros. (Marcos V, 13.)

La muerte tiene dominada a la humanidad por el miedo, el espanto, el terror.

La muerte vino al mundo por Caín.

El que quiera abrir una Biblia, encontrará un pequeño diálogo entre Caín y el Eterno, que ya sabía que Caín había de asesinar a Abel.

El Eterno le dice lo siguiente:

Si hicieres bien, ¿no serás aceptado? Mas si no hicieres bien, el pecado está a la puerta. Y a ti estará sujeta su voluntad y tú serás su señor. (Génesis IV, 7.)

Quiere decir que el pecado está obligado a hacer la voluntad del genio homicida. El pecado, pues, abre las puertas a la muerte.

Caín fué el primer homicida que hubo entre los hombres, y su espíritu ha dominado a la humanidad entera desde entonces acá.

Jesucristo vino al mundo precisamente para deshacer la obra de la muerte. Él no padeció jamás enfermedad, porque nunca pecó, ni tampoco murió de lo que llaman muerte natural, porque le mataron, y para revelarle a los hombres la gran mentira de la muerte, resucitó con su cuerpo y apareció varias veces después, delante de más de 500 personas, según el Nuevo Testamento. (la. de Corintios XV, 6.)

Los cristianos de la iglesia primitiva sabían estas cosas (ya olvidadas), y por eso vemos en los crucifijos el cráneo y los huesos debajo de los pies de Jesús. Es una tradición que viene desde entonces. El espíritu de la muerte puede entrar y salir en el cuerpo del pecador si así le conviene. Su puerta es el pecado, como le dijo el Eterno a Caín, y el pecado hace su voluntad.

Las enfermedades de los hombres son pecados funcionando en un organismo humano. Es lo que querían decir los apóstoles cuando decían que «todo pecado engendra la muerte.» La enfermedad es la materialización de un pecado. Se abriga en la carne.

La lepra (enfermedad incurable hoy), la curaban los sacerdotes de Leví con ritos y ceremonias religiosas que Jehova mismo reveló a Moisés.

Jesucristo les decía a los enfermos que curaba: «tus pecados te son perdonados»; y otras veces: «vete y no peques más». La enfermedad es efecto del pecado, que se anida en la carne y la destruye.

La muerte (el hombre invisible), se burla de los doctores y sus drogas.

Los milagros operados por reliquias, huesos de muertos, tierra de sepulcros, aguas encantadas, etcétera, son milagros de hombre invisible, de Caín, que como dice San Pablo, se sienta en el templo de Dios, haciéndose parecer Dios.

Ahí lo tenemos en Lourdes, subido en los altares y realizando milagros mentirosos.

Cuando ese hombre invisible, a quien la enfermedad obedece, no ha llegado todavía a destruir alguno de los órganos indispensables de la vida, la curación se opera con sólo retirarse del cuerpo enfermo, como sucede con las enfermedades nerviosas, parálisis, reumatismo y todas las enumeradas por M. Darieux en su entrevista con M. Naudeau. Pero cuando se ha destruído uno de los órganos indispensables del organismo, el hombre invisible no puede reconstruirlo, porque al infierno no le es dado crear sino matar.

Esa es la razón porque en Lourdes no se pueden ver muertos resucitados, ni piernas reconstruidas, y que las famosas aguas no pueden curar sino un diez por ciento de los enfermos.

Algunos de los que se curan tienen apariencia de muy enfermos, pero no lo están en realidad. Si fuera posible hacerles una autopsia, se encontrarían sus órganos enteros todavía, aunque enfermos muy graves en apariencia.

Milagros semejantes a los de Lourdes se han visto y se ven en todas partes del mundo, con todas las religiones; en el siglo pasado, cuando la muerte del diácono jansenista François de París, se vieron las mismas maravillas en el cementerio de Saint-Médard, hasta el punto que se tuvo que cerrar por orden del rey. Las curaciones eran idénticas.

La ciencia moderna ha dado un paso muy importante, descubriendo que las enfermedades son ejércitos de animales microscópicos destruyendo un organismo humano. Muy bien. Ya se empieza a ver que en la muerte hay un principio de vida. Lo único que falta es descubrir al capitán de esos minúsculos ejércitos. Ese es el hombre invisible, el genio de destrucción que está en nosotros y que en todas partes se ha sentado en los altares haciéndose pasar por Dios. En el antiguo Egipto, bajo la forma descarnada de Isis; en la Caldea, como un pez enorme; entre los negros de Africa, como un cocodrilo; en China, como un dragón, etc., etc.

Los hombres de todos los países y en todos tiempos, aterrados por el espectáculo de la muerte con su espantoso estado mayor de enfermedades y terriblezas, le atribuyó a la muerte poderes divinos y suprema omnipotencia.

No pudiendo imaginarse a ese Dios sino bajo aspecto horroroso, creyeron ver su símbolo en animales espantosos, como cocodrilos, serpientes y otras fieras asquerosas que realizaban en ellos la idea de la potencia destructora. De aquí viene el origen de aquellas idolatrías que tan salvajes nos parecen hoy. Pero no nos hagamos ilusiones; nosotros mismos, los civilizados del siglo xx, somos víctimas de los mismos errores, pues si es cierto que no adoramos serpientes ni dragones, veneramos como dioses encarnados a aquellos de nuestros semejantes que mejor han sabido matar hombres en grandes cantidades. La muerte nos engaña de mil maneras para echarnos fuera del mundo. Hoy se ven naciones que se despueblan por los vicios y la corrupción. Esa es su obra. Por último, los milagros de Lourdes son milagros del inicuo invisible, traídos por el infierno y permitidos por Dios para que sepamos que hay un más allá que no vemos con los ojos, pero desde donde se dirige la máquina del mundo.»

Me despedí, no sin cierta inquietud.

Era ya la noche.

Un tranvía eléctrico pasó ante mi vista. Subí y partí.

Libro segundo

I

Tres horas de mar y héme aquí en Londres. La inmensa ciudad está lluviosa, lodosa, y una tempestad ha hecho chasquear sobre ella rayo tras rayo. De Victoria Station al hotel me lleva el cab y al cab lo lleva empujando el viento. Al paso desfilan las casas obscuras rayadas de lluvia. Lluvia que ya arrecia, ya persiste cernida, y que me ha de aguar la visita por varios días. Mas como no tengo tiempo que perder, encontrado un amable amigo que me espera, nos lanzamos a la calle. Enorme, bulle el profuso amontonamiento de hombres, cinco millones casi, en su fabuloso inmóvil océano de sombrías construcciones partido por el glauco Támesis sobre el que flotan brumas y pesadillas. ¡Capital potente y misteriosa! Cuantas veces la visitéis, siempre os dominará bajo el influjo de su severa fuerza. (¿En dónde estás, dulce sonrisa femenina de París?) Viril orgullo en las cosas mismas, aspecto de humana dignidad en las manifestaciones monumentales, serena majestad en la naturaleza. Es explicable en estas gentes confiadas en sí mismas, el ímpetu a la dominación, la necesidad leonina; porque no es el leopardo, sino el león del escudo el que, sobre la isla, vuelve la mirada a los cuatro puntos del horizonte.

Esta gente va, va. ¿Adónde va? Adelante, más adelante. Lo dicen en sus divisas, en sus proloquios, cortos, porque no son verbosos como nosotros los latinos, raza de retores. Y lo hacen. País de rapiña, se dice; tanto peor para los que no puedan resistirle y caigan bajo su zarpa... Esta gente va, va.

Gallia causidicos docuit facunda britannos;

pero no son pródigos en sus palabras ni de gestos, como el vecino de enfrente; van a lo que consideran indicado por su deber; su deber les dice ser vigorosos, crecer, engrandecerse más y más; y es el caso que desde ese navío anclado se tiene en jaque al mundo. Sin entrar a las pedagogías de M. Demolins, no es difícil explicarse que ese vigor colectivo viene del ejercicio de la energía individual. Ser hombres; ese es el oficio de los ingleses. This was a man es elogio shakespeareano. En ninguna parte se amacizan por igual cuerpo y espíritu como en la Gran Bretaña. La conciencia propia y particular ha creado la conciencia nacional y común. El orgullo norteamericano tiene aquí su origen, y las recientes fanfarronadas del millonario Carnegie, metido a periodista, debían haber comenzado por esa profesión. Pero el yanqui, como buen advenedizo—advenedizo colosal, es cierto—, es rastacuero y exhibicionista. El inglés es silencioso y guarda su íntimo conocimiento y convencimiento. Su respectability forma parte de su coraza. La raíz celta y la raíz anglosajona nutrieron de savia concentrada el tronco nativo; y desde la heptarquía hasta la dominación danesa y la conquista normanda, se fué desarrollando el árbol de Guillermo, que fué el árbol de Isabel, que fué el árbol de Victoria. No sabemos que exista aún acero para hacer un hacha que pudiera cortarle.

El inglés, generalmente, es fuerte y grande, bien musculado, de movimientos ágiles y seguros; pero no se crea que todo el mundo es en Londres coloso. Fuera de los policemen y de magníficos ejemplares de la raza anglosajona que sobresalen, el tipo medio es de un equilibrado desarrollo. Mas una cosa he de advertir: la inglesa fea de las caricaturas y la elegancia que siguen los anglómanos del extranjero, también un poco y hasta un mucho caricatural, son para la exportación. Sí, he visto en mis viajes de Italia, de España, de Francia, las caravanas de la agencia Cook, con muestras de la más exquisita fealdad; pero en Londres no he dado un paso sin encontrarme con deliciosas figuras de mujer; de un particular atractivo y dignas de ser incontinenti madrigalizadas y amadas. En cuanto a la fashión, en lo que he advertido, se sigue a la letra por los verdaderos gentlemen el principio aristocrático de Brummel: La elegancia suprema consiste en no hacerse notar.

El sentimiento de la dignidad personal y el respeto de sí mismo, son innatos en todo inglés. Esto obliga a la reserva. Cada inglés es isla. En su unidad y solidaridad moral, nada tiene el país soberbio que envidiar al mundo. Es dueño de Shakespeare y del Océano. Impera el oro en la tierra; los norteamericanos hablan de sus millonarios... Bastará nombrar a este imperial Beit, jefe de la casa Vernher, Beit and Co., propietario de la mitad de las minas del Africa del Sur, y, sobre todo, las de Kimberley...

Algunos agudos espíritus han creído ver en el coloso los síntomas de una decadencia. Es el efecto de la residencia tenaz de las repúblicas africanas. W. H. Darvey, en el Mercure de France, y Andrew Carnegie en la Nineteenth Century, han presentado razones y datos que traerían por consecuencia la disminución del antiguo poderío, la constancia de un desmoronamiento en la base del secular edificio. La marina, que antes se creía invencible, estaría hoy, según datos técnicos y estadísticos, en condiciones que dejan mucho que desear; el comercio, en merma; el poder militar, impotente para decidir de una vez la cuestión boer. Durante las guerras de Napoleón, dice el almirante Seymour, con un gran genio como Nelson a la cabeza de nuestra marina, sabéis qué dificultades no tuvo para descubrir aun las idas y venidas de sus enemigos; sabéis que, a despecho de su infatigable vigilancia, Napoleón logró escaparse de Egipto después de la destrucción de su marina en el combate del Nilo; recordáis las luchas desesperadas de Nelson en el gobierno, a propósito de la falta de barcos y de hombres; y todo eso con el mayor genio conocido para el mando. ¿Creeréis que nuestra marina en esa época era igual y aun un poco superior a la del resto de la Europa reunida? ¿Y a qué iguala nuestra marina actualmente? ¡Apenas a las Francia y Rusia combinadas! ¿Y dónde está el Nelson, en estas condiciones mucho más difíciles? Es un estado de cosas que debe hacer reflexionar. Y los calculadores, alarmados de la oposición, claman a los imperialistas tenaces el peligro económico. El comienzo de la época victoriana no fué copioso a este respecto. El tesoro inglés padecía las consecuencias de las guerras que turbaron los albores de la pasada centuria. Mientras en las altas regiones se verificaban los apuros, descendían sobre el pueblo los aumentos de impuestos, que eran recibidos con las protestas consiguientes. Así la situación al advenimiento de la difunta reina. Por muchos esfuerzos logrados no se mejoró ese difícil estado de cosas hasta el año 45, más o menos. Se realizaron economías, y la deuda pública fué suavizada en los últimos años.

Mucho tiempo—casi todo el reinado de Victoria,—la cordura vigiló la hacienda, con escasos intervalos, hasta el año 97, en que empezaron nuevos y extraordinarios gastos. Calculad con algunos datos sobre lo que se ha aumentado nada más que en el ramo de guerra y marina. El año de la coronación de la reina Victoria, 1837, los gastos de guerra y marina eran algo más de 300.000.000 de francos. Cincuenta años después han subido ya a 762.500.000 francos. Hay que advertir, naturalmente, que las fuentes de entradas crecieron en igual relación o algo más. Diez años después se ve aumentado el mismo presupuesto a más de mil millones. Después, en este último tiempo, ha llegado a 1.575.000.000.

Así los impuestos se han multiplicado. Hace menos de diez años eran de 1.875.000.000 de francos y este año han subido a 3.050.000.000. Sin contar los gastos de guerra, esa suma apenas basta para llenar el presupuesto ordinario del país. Los prudentes se miran con temor, pensando en que las tendencias, tanto en el Parlamento como fuera de él, van a mayores empresas. El imperialismo pide sangre y oro, ¡Pero son tan fuertes estos hombres!

Entretanto, Chamberlain cuida sus orquídeas. Roberts es colocado en el sentimiento popular entre Marlborough y Wellington, y al nuevo Iron Duque se le regala un buen por qué de libras esterlinas, juntando a la gloria el sentido práctico. Declara Kitchener fuera de la ley a los boers aún resistentes. El hard man demuestra que es el steel lord y que merece serlo. Y el rey Eduardo, que parece decir como su antecesor Enrique IV, en el drama tan bellamente vertido por Cané:


I have long dream'd of such a kind of man
So surfeit-swell'd, so old, and so profane;
But being awake, loide despise my dream,
 

se prepara medioevalmente para su coronación del año entrante—lo que no le impide seguir siendo rey de la moda y partidario del automovilismo.

Encuentro por las calles de Londres soldados vestidos de kaki, con la flamante medalla que acaba de colocarles en el pecho el rey Eduardo. Parece que su majestad cuida de llevar bien la corona como el «ocho reflejos». Así sea.

Interesante monarca el rey Eduardo. Se creía, antes de morir la reina Victoria, que al pueblo británico no sería simpático el reinado del célebre príncipe de Gales. Una vez éste en el trono—When thou dost oppear I am as I have been...—se ha visto que todo ha continuado de la misma manera. El rey, aclamado y querido, ha enterrado al ruidoso calavera de antaño. Él ha entrado en su papel, y puede decirse que es un digno soberano de su nación. Cada rey tiene el reino que merece. Guillermo II es estudiante y vive casi siempre en ópera wagneriana; Alfonsito XIII acaba de presentarse por primera vez en el coso madrileño y ha sido aclamado por la tauromaquia nacional; Inglaterra, «país tradicionalista y práctico en que la decoración de la vida social yustapone armoniosamente vestigios de arte gótico a construcciones de usina», está muy satisfecha con un rey que viste púrpura, armiño y oro, se coloca en la cabeza la corona de los viejos monarcas, ante su parlamento animado de fórmulas y ceremoniales, y luego, con un habano en la boca, se va en su automóvil, en menos de una hora, de Londres a Windsor; visita el yate que ha de disputar la copa a los yanquis, o se interesa por sus caballos Diamond Jubilee, Ambusch o Persimmon. Ese rey sportman es grato a su país de sportmen, es amable para los ciudadanos que gustan del tiro al blanco en Bisley, del remo en Henley, de las carreras en Ascot o en Epsom. El corpore sano de los universitarios, es una de las causas de la robustez, de la salud de la nación. Como algunos de nuestros repúblicos americanos, como algunos de nuestros directores de pueblos, el rey se interesa por las razas caballares, gusta de los ejercicios físicos, pero sabe su Shakespeare admirablemente, entiende de arte a maravilla, y puede consultar su Homero en griego y su Horacio en latín, como os lo certificarán sus compañeros de Oxford y de Cambridge.

No es Eduardo un príncipe guerrero. Llega ya tarde al trono y mal sentarían aires marciales y feroces al arbiter elegantiarum de los reyes y al rey de los gentlemen. El gran país de presa es odiado en la tierra toda; y ese odio se ha agriado más por los recientes sucesos africanos; mas es casi cierto que si el rey de la Gran Bretaña se presenta en esa misma Francia recelosa, será, como en Italia, acogido con la misma simpatía que la poderosa anciana imperial que pasaba con sus hindús y su burrito. La reina Alejandra, por su parte, es digna del cariño de sus súbditos y del respeto de los extraños. ¿No es acaso la princesita que cosía modestamente en compañía de su hermana, una zarina futura, en días de escasa fortuna en Copenhague? ¿No es la culta doctora en música de la Universidad de Irlanda? Y sobre todo, ¿no posee un carácter sencillo y amable desde la altura en que acompaña a su marido y no sabe adornar de suave majestad la gracia encantadora de su belleza? En Sandringhan como en Marlborough Palace, ha sabido ser una ejemplar señora, y en la corte de su suegra una ejemplar princesa.

II

Mientras Waldersee se ponía en camino de Pekín a Berlín, tuve ocasión de ver en París y en Londres sendas pantomimas en sendos circos, en los cuales se representaba la guerra de China. Había chinitas preciosas y chinos muy ridículos y feos, y bizarros y bonitos oficiales de Europa que les quitaban las muchachas a los chinos y ainda mais les daban palos; había batallas con música y fuegos vivos, en que los chinos cobardes salían corriendo y los soldados de Francia cantaban la Marsellesa y se tomaban un fuerte; soldados ingleses con la chaquetilla roja; marinos rusos muy grandes; oficiales americanos con sombreros de cowboy y enorme revólver; italianos coronados con colas de gallo, y japoneses menudos que, ni carne ni pescado, hacen el caucásico sin dejar de ser el mongólico. De todo ello resultaba que los celestes son un pueblo bárbaro e infeliz al cual hay que descuartizar en provecho de nuestro glorioso Occidente.

De esas farsas pintorescas, pirotécnicas y filosóficas me acordaba al ir por Witechapel a ver la exposición china que se halla abierta en la Art Gallery del barrio de Jack the Ripper. Fijaos bien, lectores; es el barrio del destripador, el barrio terrible, y voy a él, no a la taberna a ver a los asesinos, sino a una galería de arte, en donde se exponen objetos raros, curiosos y preciosos que enseñan mucho de la vida y del sentido artístico del imperio chino. Así, pues, el barrio que os imagináis poblado de gentes dantescas y en donde, en efecto, se encuentran como en otros puntos, por ciertas callejuelas, pobres diablos y diablesas ebrios, posee lugares de estudio y de cultivo espiritual y organiza exposiciones que no podemos tener nosotros. ¿Por qué? Porque aquí la iniciativa particular se emplea en obras que aprovechan a la cultura común. Y esta exposición, por ejemplo, que se sostiene con lo que los visitantes quieren dejar, unos pocos céntimos, si gustáis, se realiza porque asociaciones religiosas o bancarias como la British and Foreing Bible Society, la London Missionary Society, la Hong-Kong and Shanghai Banking Corporation, y personas como lady Hannen, lady Hart, sir Walter Hilier, sir William Des Vœux, sir Claude Macdonald y otros, han enviado objetos y cuadros de que son propietarios y que constituyen la exhibición. La entrada no cuesta nada, y, como he dicho, el que quiere deja algo para los gastos de sostenimiento. Allí se dan lecturas que explican el significado de muchas cosas, y, ya sea con intención conquistadora, ya con deseo de divulgar conocimientos, se hace ver lo que es esa inmensa nación asiática que, o será comida o comerá, según lo han de ver los años.

El local de la exposición no es muy extenso, pero en él se contiene notable cantidad de objetos y documentos del celeste imperio. Ya estaréis pensando que algo de todo eso habrá sido comprado y mucho perteneciente al botín de las tropas que demostraron en la tierra de Lao-Tseu la dulzura de nuestra civilización. Desde luego, veo una bandera imperial, de riquísima seda amarilla, con caracteres que me hacen envidiar los conocimientos de madama Judith Gautier, o de Alexandre Ular. Según los datos del catálogo, esta bella pieza fué tomada en 1900 en los fuertes de Shan Hai-Kuan, por sir Walter Hillier y 18 soldados, aunque los chinos que los ocupaban eran 5.000.

Paso ante maniquíes vestidos de truculentos guerreros, ante la Puerta de los Espíritus, y cuadros y fotografías que representan escenas de la vida china, y un gran mapa de Asia, en el cual está bien señalada la región celeste, como un plato que habrá que dividir, tocando la mejor parte, a no dudarlo, a estos terribles importadores de misioneros y de opio... Hay rollos decorativos con representaciones religiosas y un par de «paraguas de diez mil nombres», paraguas de honor. Esto merece su explicación. Cuando en China se quiere honrar notablemente a una persona, se le regala un gran paraguas de seda, en el cual van bordados o escritos los nombres de los donantes. Cuando muere el personaje a quien se ha regalado tan extraño presente, éste se lleva en el entierro. ¡El paraguas de honor! Cedo el dato gustosamente al lápiz de Mayol. Veo un dormitorio, en el cual una cama construída y ataraceada en Ningpo. Es una cama de lujo con cobertores de finas telas, y que me enseña cómo los ricos chinos no usan colchones, sino mullidas colchas. De todos modos, no debe ser muy cómodo dormir en cama semejante. Una mesita hay cerca, para jugar al ajedrez, y dos sillas, todo incrustado con habilidad y gusto completamente orientales.

Hay muestras interesantes del arte pictórico chino; sus faltas de perspectiva, la manera singular de ver los objetos, en planos contradictorios, choca desde luego; pero no hay que olvidar, que como dice una conocedora, Mrs. Little, «antes de que Giotto naciera, los chinos pintaban la figura humana como no pueden hoy hacerlo». Y cuenta esta misma señora que en la ciudad de Chung-King, ha conocido un pintor de flores maravilloso, que vende sus pinturas... por centímetro cuadrado, por decirlo así.

Las lacas son variadas y valiosas, y hay ejemplares de la rara laca roja de Soa-Chow, cuyo secreto de fabricación se perdió cuando el incendio de aquella ciudad, devastada en la rebelión Tai-Ping de hace cincuenta años. Incomparable de riqueza los bordados que hay en ropas femeninas,—muy parecidas por otra parte a las masculinas. Y los rollos suceden a los rollos, y las banderas amarillas a las banderas amarillas. Luego vienen fotografías de los templos, confucistas, taoistas y budistas. A los taoistas se debe principalmente el extremo culto a los antepasados, que los chinos tanto conservan y defienden. Ya recordaréis la amenaza de las potencias, en tiempo de la última guerra, de hacer desenterrar los huesos de las antiguas tumbas imperiales.

Veo fotografías de bonzos y objetos pertenecientes al culto, y reproducciones de ídolos e ídolos legítimos. Allí está el dios del Fuego, el dios del Mundo Inferior, el dios de la Música y el feo dios de la Guerra. Sabido es que los chinos miran con gran desdén la carrera de las armas, así como reverencian altamente la de las letras. Quiera Dios que continúen con tales ideas, pues ya os imaginaréis qué pasaría con el inmenso pueblo bien armado, jingoísta e imperialista, y con muchos Rud-Yard-Ki-Pling, cantando la conquista y el exterminio de los bárbaros de Occidente.

Buda, en bronce y madera, entrecruza sus piernas como un sastre y expresa el éxtasis; la virgen Kwan-Yin está, madona amarilla, cercada de raros candeleros y aun más raros incensarios. Junto a un vaso de bronce cloisonné, vése una antigua pintura que representa a Buda y que proviene de un convento de lamas tibetanos. Figuras mil en papel de arroz; y vestidos de la clase pobre; pinturas al óleo hechas hace más de cincuenta años—, los japoneses han creído innovar al presentar las suyas en la pasada exposición. Luego, maniquíes de cera vestidos de seda, figurando actores y juglares; y modelos de juncos con sus velas cuadradas. Es de notarse la colección de acuarelas de asuntos chinos, paisajes, vistas urbanas, edificios que presenta miss Gordon-Cumming. Maravillas de habilidad se confunden, hechas de plato o marfil, cucharas, pimenteros, junquitos, cajas, pipas; y al lado tejas amarillas de la tumba de los emperadores Ming; incensarios de bronce labrados finamente, y que representan monstruos como el Ki-lin. Un magnífico vaso de cristal de roca parece extraído de un palacio miliunanochesco. De tiempos anteriores a Cristo son los vasos sagrados que figuran cabezas de dragones y varios monstruos, y hay un precioso vaso de sacrificio, de oro y plata, de la más extraña y bella orfebrería. Y bronces, y más bronces, de pagodas, de palacios, de monasterios. Es también de raro valor la colección de jades labrados.

No es muy curiosa la de monedas modernas, como el papel moneda antiguo. Los chinos, como sabéis, lo usan desde hace muchos siglos. Marco Polo comienza uno de los capítulos de sus viajes, al hablar de un lugar que visitó: «Los habitantes de esta ciudad son idólatras y usan papel moneda».

La parte relativa a la imprenta es de interés, sobre todo para un hombre de letras. Hay muchos libros viejos impresos en planchas, y hay impresiones modernas hechas con caracteres movibles. Llama la atención el sello imperial, un sello enorme, con grandes caracteres, que deben significar las virtudes y potencias del Hijo del Cielo. Y tres números del decano de los diarios del universo: la Gaceta de Pekín. Al lado vénse carteles, invitaciones en enormes tarjetas o en trozos de rica seda, y un libro de caja de lo más extraño.

Hay instrumentos de música. Conocéis la anécdota del embajador chino, que creyó lo mejor de la ópera el momento en que la orquesta templaba sus violines. Y de mí diré que los músicos chinos que he oído en los teatros celestes de la Habana y otros lugares, no me han entusiasmado. Pero eso debe ser cuestión de costumbre y de iniciación... Porque si no, no podría haberle pasado lo que le pasó a Confucio. Este filósofo se conmovió una vez tanto con un trozo musical de su país, que no probó un bocado de carne por tres días seguidos. Y eso que la escala china se compone solamente de cinco notas; los instrumentos pueden ir en tonos desacordes; sus melodías van siempre al unísono, y otras tantas condiciones que a nuestros gustos no sientan bien. Aquí veo violines bicordes; la especie de órgano llamado cheng, un laúd de diez cuerdas; címbalos que acompañan en los templos las plegarias.

Y más perfiles y más jades, con decoraciones de leyenda y de pesadilla. Aquí está en jade el Ki-lin, cuerpo de ciervo, cola de zorro y cabeza de unicornio. Saludo la tumba de Confucio representada en miniatura, y admiro al pasar las porcelanas, ya antiquísimas, ya de fabricación no tan lejana en el tiempo. Se recuerdan versos de Gautier y de Hugo, y al emperador Houng-Li, bajo cuyo poder se descubrió el arte de esta exquisita alfarería, y al emperador Wac-Li, bajo cuyo poder se escribieron unos versos que deben ser muy hermosos, y en los cuales se nombra por primera vez la porcelana. Se miran piezas de todas formas y de varios colores, sobre todo un vaso de la dinastía Ming, cuya arquitectura y adornos son de la más exótica elegancia y gracia. Hay representados varios caballeros y emblemas budistas como el parasol, que significa el honor; dos peces, que significan la abundancia; el loto, que está dedicado a Buda, y otras tantas cosas más. Y una tacita preciosa, con los más brillantes colores; y varios pequeños vasos, con mariposas, con pájaros, con flores, de la más delicada pasta y del más admirable tono.

No acabaría en muchas páginas, si me detuviera a admirar tantas cosas que revelan en aquellas almas extrañas una comprensión y una observación de la vida y de la naturaleza, que no es propiamente para tratarlas de salvajes e irles a incendiar sus palacios y casas y a robarles sus tesoros y asesinarles sus niños. ¡Sus niños! He visto retratos, fotografías encantadoras de chinos chicos y de chinas adolescentes, bellas, bellísimas en su gracia singular de seres como venidos de otro astro, de seres misteriosos que tienen otras sensaciones y otro concepto de la vida que el que con nuestra civilización nos hemos hecho nosotros.

Tés y plantas odoríferas, sedas, ceras, esmaltes, metales, ricos trabajos por artistas de manos ágiles y como aéreas líneas que han trazado esos dedos sutiles y visto ojos como de pájaros; arquitecturas de cuento, paramentos de cuento, casas, cosas, ideas, manifestaciones de gentes de fábula, almas antiguas como el mundo, ¿no es más bien un lugar de paz y ensueño, esa China noble y poética que se ha ido a despertar a cañonazos?

III

Partí rápido a Dunkerque. De Brujas, toda paz, toda quietud, espiritual y natural, a Dunkerque, en donde se colgaban todos sus escabeles los actores de la comedia patriótica, en una danza de naves, con música de cañones y Mariana recibía con su más amable sonrisa y hacía su mejor reverencia al dueño del Oso. Decir las durezas de mi viaje, las apreturas en las estaciones de ferrocarril, la falta de correspondencia de trenes, los roces horribles de las aglomeraciones, las difíciles comidas en los restaurants, la cama por ochenta francos en cuartos compartidos, lo fabuloso del tupe cocheril y otras cosas que deseo echar en olvido, sería historia amarga y larga, sin contar con la demanda de papeles por la policía a cada instante, y la imposibilidad de poder acercarse a mirar la faz de los autócratas cuando éstos pasaron por la ciudad de Jean Bart, veloces, como por un tubo de acero, empujados por un soplo. ¿Un soplo de miedo?...

Miedo... Mientras Francia se ponía de gala para saludar al emperador aliado; mientras se preparaba Compiègne, antiguo nido de águilas, para recibir a la bicéfala de las Rusias; mientras Nicolás y su linda mujer se alistaban con el mejor humor posible a escuchar marsellesas y a entrar de fiesta en donde han de sonreir a Liberté, dar la mano a Egalité e ir del brazo de Fraternité; mientras se disponen las trompetas de los saludos y los violines de los bailes, y todo el mundo está muy contento, en espera de un regio y regalado divertimiento... quelqu'un, troubla la fête, allá lejos, en los Estados Unidos, quelqu'un que quita la vida al jefe de la inmensa república imperialista que estaba por tender un tentáculo a la América del Sur; y quelqu'un hijo de un país que se llama Polonia... Nicolás se puso pálido; pues no es cómodo ya el oficio de Rey, habiéndose llegado a fuerza de civilización a tener en perpetua realidad la prueba simbólica de Dionisio de Siracusa.

Mas la cita estaba dada, y debía cumplirse con el pequeño prólogo suavizado de Dantzig, suavizador para Guillermo, amado primo, que busca a las claras el flirt.

Cuando llegué a Dunkerque, la ciudad hervía de gozo municipal y forastero; mas en verdad, fuera de las manifestaciones de gremios aislados y de la pompa y engalamiento oficiales, no encontré que hubiese allí un foco de entusiasmo, una de esas fiebres que ponen a los pueblos en delirio en ocasiones semejantes. No encontré, por ejemplo, el estremecimiento ciudadano de París cuando la llegada de Krüger, o cuando la primera venida de este mismo zar. Quizá serían las precauciones, absolutamente rusas, tomadas para evitar un atentado, las cuales llegaron a impedir casi por completo que los dunkerqueses contemplasen la figura de las imperiales personas; o, quizá también, una disminución del ardor con que se tomó al principio la alianza, cuando no estaba tan menguante la inquina con el alemán; o quizá, porque no deja de estar en buen sentido del populo la filosofía que oí hacer a un quidam, frente al arco de triunfo, elevado ante los bassins del puerto:—«¡Mirad!—decía, y en voz alta, de modo que no sé cómo no fué arrestado—; ¡mirad! ¡tanta bandera y tanto lampion por un hombre que viene a quitarnos dinero!»

La ciudad presentaba un aspecto florido, toda ceñida de estandartes, pabellones, banderas y banderolas. La noche anterior a la llegada del zar, las iluminaciones hacían de toda la población un inmenso ramo de fuegos de colores; y, por el lado del mar improvisaban el día, un día blanco y deslumbrante en el vago tapiz de la sombra, los focos y reflectores de la escuadra. Imposibles los hoteles, los cafés rebosando de gentes, las calles con arcos de linternas, estofas vistosas y bombas japonesas; la catedral empavesada como una colosal nave; las músicas resonando a lo lejos; los grupos circulando por todas partes; todo el mundo en espera del acontecimiento del siguiente día, la entrevista, más que la revista. Aunque no se ocultaba en las conversaciones el despecho del pueblo: «¿Somos acaso unos parias para que se nos prohiba que le miremos?» Mas este despecho se aminoraba por la causa: el Gobierno quería prevenir cualquier atentado; nadie podría acercarse al séquito; la línea misma del ferrocarril por donde habría de pasar el tren, estaría como en Rusia, guardada por doble fila de soldados.

A las siete de la mañana del día 18, M. Emile Loubet se embarcaba en el Casini, para ir al encuentro del Standart, yate imperial. Las olas hacían bailar los barcos, y los cañones daban un continuo trueno. Nadie más que las gentes oficiales pudo llegar al punto de desembarco. La revista: vasta cuadrilla y tempestuoso cañoneo. El zar, por fin, llegó a tierra, y con él la zarina: él de uniforme, ella de negro, dicen los que los percibieron. Yo no vi con el anteojo, desde lejos, más que muñequitos, al son de los clarines y de las bocas de fuego. Llegaba en los aires el severo himno ruso y la siempre impetuosa Marsellesa; y los aires deben haberse encontrado perplejos al presentarse cosas tan contradictorias: «¡Dios salve al zar!»... y: «¡contra nosotros se ha levantado el estandarte sangriento de la tiranía!»...

Loubet, cuya buena madre aldeana, quizá, daría en ese instante de comer a sus gallinas en la casa de campo de Montelimar, iba del brazo de la zarina Alix; Alix, la zarina de Rusia, que aparece allá, en la pompa de su corte semiasiática, semejante a una emperatriz bizantina, ídolo autocrático de un colosal imperio cuasi bárbaro. En la galería que une el desembarcadero con la Cámara de Comercio, un grupo de pescadoras, de ropas obscuras y blancas cofias, ofrece a Alix un pez de plata sobre un cojín de seda. El séquito se detiene en la Cámara de Comercio. En Dunkerque, el zar Nicolás, el Pacificador, es saludado por la Guerra y hospedado por el Dinero. Y son luego los cortesanos, los protocolares, las presentaciones y los salamalecs. Y el ágape, en que han de oirse nuevas protestas de amistad y liga, y los brindis que llegan y repiten en esa manera oficial, que cree decirlo todo y no dice nada, palabras que parecen simpáticas y fraternas, pero de las cuales los siglos sonríen.

Luego el tren partió con los porfirogénitos huéspedes, hacia Compiègne. El recuerdo de Luis el Piadoso sería propicio al emperador, y el de Juana de Arco a la emperatriz, y a ambos los de Napoleón y María Luisa, en cuyas alcobas iban a dormir.

* * *

Cuando el maire de Compiègne ofreció a la emperatriz un ramo de brezos, su flor preferida, M. José María de Heredia había ya lanzado el suyo por las columnas de su diario. No era un soneto. Eran versos serios, académicos y mediocres, como si hubiesen sido de encargo. Versos a la emperatriz a la cual trataba de vous... Car le poète seul peut tutoyer les rois. Rostand, por su parte, encargado oficial esta vez, había escrito una oda, en la cual dice a su majestad cosas como ésta:


En revenant de Danemark,
Vous avez, pour gagner ce parc
Passé devant chez Jeanne D'Arc.
 

Ante los malos versos aristocráticos, prefiramos los buenos versos anarquistas. En la presente ocasión, las musas de la Cúpula no han ayudado al ilustre autor de los Trofeos, y el autor de Cyrano.

París no sabía si iría a recibir la visita de los soberanos amigos. Tras el bouquet de brezos y el cumplimiento, se durmió en el castillo de Compiègne, donde debe vagar algunas noches una sombra cesárea que extrañaría mucho ver al amo de los cosacos en íntima unión con la República francesa. Se consolaría observando que el Bósforo no es ruso todavía.

La revista de Dunkerque, como las grandes maniobras del Este, eran el principal objeto de la venida de los autócratas; al día siguiente, pues, el 19, se dirigieron al campo de operaciones. El zar montó a caballo, galopó a su placer, se hizo explicar cañones, almorzó tarde y precipitado, examinó el nuevo freno hidráulico en la artillería, meditó ante el nuevo cañón de 75 milímetros, vió desfilar los batallones, las corazas, los penachos, las espadas desnudas, las lanzas, los uniformes vistosos, oro, hierro, acero, escarlata, oyó las bandas y el ensordecedor trompeterío; bebió el vino del soldado bajo la tienda de campaña, y sumó en su interior la fuerza de la aliada república con la fuerza de sus dominios inmensos; y después de esto, recordando quizá el pasado Congreso de la Haya celebrado junto a la gracia sonrosada y joven de la última flor de la rama de Orange, habrá repetido el verso del lírico italiano:

¡Io vo gridando pace, pace, pace!

Y he pensado en que aquel pobre y grande Castelar, que vivió y murió tachado de poeta, tuvo una palabra profética al escribir, a la orilla de la muerte, esta sensación del porvenir: «El descontento del gobierno italiano, producido recientemente a consecuencia de sus fracasos diplomáticos en la cuestión de China; las dificultades suscitadas entre Francia e Inglaterra por el Sudán y el Nilo; el aumento de la escuadra inglesa, que ha necesitado una suspensión de la amortización y un déficit de importancia; el cambio de América, que ha modificado su temperamento industrial y trabajador para marchar a la guerra y a la conquista; el reparto de la China, deseado por universales ambiciones; los progresos del ferrocarril ruso en la Mongolia; los conflictos del Transvaal entre la presidencia de Krüger y la dictadura del desequilibrio del Napoleón del Cabo; las amenazas contra Portugal y sus colonias; los temores y los espantos, tan fundados como legítimos, de nuestra desgraciada España; la rivalidad de Turquía y de Grecia, de Francia y de Prusia, de Rusia e Inglaterra; los motines de Austria; el movimiento interior que reclama y pide una Alemania más considerable, y numerosa que la Alemania actual; los gérmenes de desacuerdo entre las primeras potencias por consecuencia de las extensiones territoriales de sus colonias. Todas estas cosas dicen que después de la exposición de 1900 no tendremos una hora de paz, y que los elementos de guerra estarán diseminados y extendidos por todas partes.» Mas como el zar Nicolás ha sido el coronado mensajero de pacificación universal, ante el cual hombres como el bravo periodista Stead han creído ver un ser casi elegido por la Providencia, pronuncia después de la revista frases que no cuentan con la codicia de las naciones y con las trampas de los políticos, esta gran manifestación de guerra, como la revista naval de Dunkerque, serían, ¡oh, paradoja! el mejor sostén de la paz en el mundo.

Y tras la revista, el sacrocesáreo ortodoxo visita la basílica de Reims, en que han sido consagrados los reyes de Francia; allí el representante de la paz, esto es, de Cristo, le recibe en su pompa ritual, rojo entre negras sotanas. Allí, bajo el rosetón que corona la doble entrada, ante la estatua de la Virgen, entre las estatuas de santos que decoran la vieja arquitectura, el cardenal arzobispo saluda al jefe de la iglesia rusa, que penetra en la catedral católica. Y la catedral dice en su inscripción de entrada: Deo Optimo Maximo. Prudente sería su eminencia para no rozar la religión rusogreca ni hablar con untuosa diplomacia pontificia, ya que de uniones se trata, de la unión de las cristianas iglesias. En el Diario de Pedro el Grande, al referirse a la visita que aquel duro emperador hiciera a París en 1717, se lee: «El 3 de Junio su majestad se presentó en la Academia, donde los doctores de la Sorbona trataron ante su majestad de la unión en la fe, diciendo que sería fácil establecerla. A lo que su majestad se dignó responderles que este asunto era grave y que era imposible arreglarlo en un breve término; que por lo demás, su majestad se ocupaba principalmente de asuntos militares. Pero que si lo deseaban en realidad, no tenían más que escribir a los obispos rusos, pues este era un asunto importante, que exigía una asamblea eclesiástica; al mismo tiempo se dignó prometer a los doctores que si escribían a los obispos rusos, ordenaría a éstos contestar según la autoridad que Dios les había dado.» Como véis, aquel espeso autócrata tenía la malicia fina. No se trató ahora en Reims con doctores de la Sorbona, sino con un purpurado de la república, bajo el pontificado de León el Diplomático.

Después fué el día de real holgorio en Compiègne: paseos en el parque lleno de encantos, el bello parque poblado de arboledas magníficas, de estatuas que saben secretos eclógicos y aguas tranquilas realzadas de cisnes; y por la noche, en el teatro del mismo castillo, la fiesta de gala, con declamación, danzas preciosas y divertimientos lindos y delicados como conviene a los reyes. Y la emperatriz con su diadema imperial, y el zar, pequeño y apretado en su uniforme y en su orgullo, formando un contraste curioso con el bueno, honesto y sonriente Loubet, la excelente presidenta y el coro de ministresas burguesas que han tenido que estudiar con profesor de baile la reverencia, y que lo que menos pudieran tener sería al taburete en la corte de Francia, la almohada en la corte de España. Y Millerand por allí, al antiguo atacador de este mismo zar; elementos que se rozan con el socialismo, contemporizando con elementos autocráticos; la república de los Derechos del Hombre, el país que se precia de ir adelante en la historia con la bandera de la libertad, festejando al jefe de un imperio en que reina el despotismo más absoluto, en donde Tolstöi bajo Nicolás, sufre por sus ideas más que Soloviov bajo Alejandro; el país que predica la soberanía de la prensa, unido al país en donde el caviar tradicional empuerca y mutila periódicos y libros; la tierra en donde por todas partes se encuentran las letras L. E. F., hecha una con la tierra en donde el Knut existe y la Siberia continúa siendo lugar de deportación y de castigo, y en donde los estudiantes acaban de ser apaleados y heridos y muertos. Es cosa verdaderamente singular. Los versos de Rostand resuenan en el teatrito:


En revenant de Danemark
Vous avez, pour gagner ce parc
Passé devant chez Jeanne D'Arc...
 

La tierra de Juana de Arco, con la tierra que se ha tragado a la desventurada Polonia. El grande anciano de la lesnaia-Polonia lo acaba de aclamar a los cuatro vientos de la justicia y de la verdad: la unión entre Francia y Rusia es un enorme absurdo y una mentira colosal.

* * *

Pedro el grande, que era inculto, hasta limpiarse los dedos en los trajes de sus vecinas de mesa, vino aquí a observar civilización: la observó, junto con la cara de la hábil viuda Scarrón. El abuelo del actual zar, Alejandro I, vino también, pero con otro objeto, después de Austerlitz, después de Friedland, después de Eylau y después de la paz de Tilsit; vino en compañía de los Borbones, y entonces no se le cantaron marsellesas. Alejandro II vino o estrechar amistades con Napoleón III, lo que no obstó para que en el 70 la Francia estuviera sola. Alejandro III no vino, pero dice que dijo estas palabras: «La Francia debe ser grande, para que la Rusia se desarrolle. La Rusia debe ser fuerte y armada hasta los dientes, para que la Francia viva en paz». ¿No creeríais oir en el cuento de Perrault el toc, toc, toc, del lobo en la puerta de la cabaña? Nicolás ha venido porque ama a Francia, dicen unos; otros, porque quiera saber cómo está de armas el aliado; otros, por un empréstito. Este joven zar aseguran que, siendo niño, al ver un álbum con vistas de París, exclamó: «¡oh comme je voudrais la visiter!» Quizá sea París su fascinación, y como el gran rey crea que bien vale una misa. París le ha correspondido. Ni en sus Lividias, Petersburgos y Vladivostocks; ni cuando siendo zarewich recorrió medio mundo, encontró nunca acogida tan formidablemente satisfactoria cual la que le brindó París en su primer viaje. Por todas partes va regando frases que halagan el amor propio francés. Y cuando el metropolita de San Petersburgo, Paladius, le casó con la princesa Alix, la mujer que tomaba era, según se cuenta, una adoradora de Francia. Cuando la visita a esta capital, Nuestra Señora de París recibió como correspondía a los devotos de Nuestra Señora de Kazan. Hasta se ha encontrado una descendencia francesa a Alix de Hesse. Una hija de Santa Isabel de Hungría se casó en el siglo xiii con Enrique el Magnánimo, duque de Brabante y príncipe de la casa de Lorena. Hijo de ellos fué Enrique el Niño, quien abandonó el ducado y fué a Hungría, donde fundó una rama nueva que fué después la casa de Hesse. La genealogía tiene más utilidad y oportunidad de lo que aparenta. Es una dulce y bella mujer la zarina de Rusia que está al lado de su esposo como un escudo de marfil. Desgraciadamente, ¿no era hecha de marfil y rosas fragantes y de espirituales perlas, aquella infeliz Elisabeth de Austria que encontró en Ginebra, en su soledad errante, el puñal que va derecho y no distingue?

¡Terrible vida la de un César como el zar eslavo! Aparte de las víctimas que el anarquismo ha hecho y sigue haciendo por todos los lugares de la tierra, tiene en su propio país la misteriosa sombra del nihilismo, que duerme, pero no ha muerto; y el recuerdo de su padre, el coloso Alejandro, despedazado por las bombas, debe venir a cada instante a su mente, aun en los momentos del hogar y del amor. Porque está visto que cuando llega la hora señalada por lo desconocido, el príncipe de las Mil y una Noches, encerrado en su torre, muere violentamente, y el monarca encuentra su asesino en su centinela o en su ayuda de cámara. Parece que mientras mayor potencia opresora se aglomerase arriba, por ley de presión, asciende la fuerza de abajo.

No vino esta vez a París el zar, claramente se mira, no porque no tuviese deseos, o porque tan sólo hiciera su visita a la marina y al ejército, como lo dió a entender en el brindis de Bhéteny el presidente; no vino porque la policía rusa no lo quiso consentir de ninguna manera, porque hay muchos rusos vigilados en París, y porque de donde menos se pensara podía brotar la certera locura de cualquier libertario.

Porque: es bella y triunfante una coronación cuasi divina bajo el amparo del Santo Sínodo, en ceremoniales que recuerdan la prestigiosa Bizancio que Jean Lombard ha evocado de tan magnífico modo; es bello y grandioso el dominar el imperio más potente del globo, y ser aún, en el siglo xx, las dos divinas mitades de que habla Hugo, papa y emperador; son soberbias las excursiones a Livadia, y la mirada omnipotente sobre el mar Negro, y la caza del oso con parientes de real sangre; es dulce e imperial tener por esposa una animada y rubia figura de icono, «ser que parece que anda en las nubes», ser nefelibato; tener como guardias dorados gigantes, rudos y pomposos heiducos; comer a la mesa más exquisita del mundo; poder lanzar hordas de cosacos como los hunos de Atila, cabalgar con los húsares de Grodno o con los soldados del Preobrajensky; poseer el Kremlin en Moscú, el Palacio de Invierno, el Anichkoff y el Ermitaje en Petersburgo; y el Tsarkeio-Selo, y el de Peterhof, Versalles ruso; ser saludado «padrecito» por el mujick, cuando se va en el chato drosky o en la rápida troika; reunirse con la familia de coronas y diademas en la mesa del «suegro de Europa», allá en Fredensborg; tener por antepasados a los majestuosos Romanoff, autócratas de hierro; reposar en la Casa de Pesca en Finlandia, a la orilla del río lleno de peces como de oro y plata; recibir de más de 120 millones de hombres, en lenguas distintas, el respeto y la casi adoración como Imperatorkij Goubernator y como cabeza de la iglesia; y todo eso para estar en el continuo cuidado de un condenado a muerte que no sabe si logrará el indulto... estas cosas son la sonrisa de la Boca de Sombra.

En el 98, por orden del emperador Nicolás, decía el Messager Oficiel, de Saint-Petersburgo, que «el mantenimiento de la paz general y una reducción posible de los armamentos excesivos que pesan sobre todas las naciones, se presentan en la situación actual del mundo entero, como el ideal a que deberían tender los esfuerzos de todos los gobiernos. Los deseos humanitarios y magnánimos de su majestad el emperador, mi augusto amo, están allí enteramente dirigidos. En la convicción que ese elevado fin responde a los intereses más esenciales y a los votos legítimos de todas las potencias, el gobierno imperial cree que el momento presente sería más favorable a la rebusca, en la vía de la discusión internacional, de los medios más eficaces para asegurar a todos los pueblos los beneficios de una paz real y durable, y a poner ante todo un término al desarrollo progresivo de los armamentos actuales. Penetrado de ese sentimiento, su majestad se ha dignado ordenarme proponer a todos los gobiernos cuyos representantes están acreditados cerca de la corte imperial, la reunión de una conferencia que habría de ocuparse en ese grave problema.

»Esta conferencia sería, con la ayuda de Dios, de un feliz presagio para el siglo que va a empezar; ella juntaría en su haz poderoso los esfuerzos de todos los Estados que buscan sinceramente hacer triunfar la gran concepción de la paz universal, sobre los elementos de perturbación y de discordia. Ella cimentaría al propio tiempo sus acuerdos por una consagración solidaria de los principios de equidad y de derecho sobre los cuales reposan la seguridad de los Estados y el bienestar de los pueblos.» De allí el Congreso de la Haya. ¿Qué salió de esa conferencia en la capital de la fresca Guillermina? Inglaterra saltó sobre el Africa del Sur; Alemania agarró más fuertemente la Alsacia y la Lorena; Francia apuró sus fábricas del Creusot; la China fué «castigada» por la pacífica y civilizadora Europa; y hoy Nicolás, cuyo ferrocarril transiberiano conduce las más sanas intenciones, viene en visita de paz, a admirar marinos y soldados, nuevos armamentos y nuevas invenciones para matar mejor. Los perros de la destrucción y de la muerte están mejor amaestrados que nunca: Death and destruction dog... dice Shakespeare. El sueño de la paz universal queda reducido a espuma en esa revista de Reims, tierra florida de dulce vino de champaña. Allá en las largas estepas, en las chozas de los pobres, la figura del zar es colocada al lado de la milagrosa panagia, y San Félix Faure está a su lado. Rusia, Francia, Alemania, Inglaterra, los amenazantes yanquis, el entero mundo civil está listo para la matanza y para la rapiña. Los reyes, por más que busquen la paz, son siempre, en la inmensa fauna humana, águilas, las águilas son pájaros de presa, son carnívoras. Mas en lo hondo de la montaña misteriosa, en lo profundo de los valles del porvenir, se oyen de cuando en cuando sones de cuernos, ladridos, tropeles. Se mira en el Oriente como una alba terrible. Los pueblos presienten algo: el presente está en cinta: y quién sabe si de repente el hombre a tientas encontrará el camino que desde el principio de los tiempos le tiene señalado la voluntad infinita, el Dios de todas las razas y de todas las almas.

¡Entonces será tal vez el advenimiento de la Justicia y de la Paz!

IV

Una noticia llega: el príncipe consorte de los Países Bajos, le ha pegado a su mujer... Sensación. Indignación... Sonrisa... ¡Cómo! ¿Ese muchachón teutón, educado a la prusiana, ha podido levantar la mano contra una reinita que París ha visto, saludado y aplaudido, entre el ruido y alegría de los bulevares?

...La reina habría dicho a su marido algunas palabras, en la mesa, que provocaron después la cólera del Mecklemburgo... ¡Cómo! ¿Las majestades y las altezas se tiran los platos y se tratan exactamente como el vecino del entresuelo, o del primero, o del segundo?

La Prensa comenta el hecho, comenta y aumenta, e inventa... Los salones de Europa tienen por muchos días un asombroso y pimentado tema que gustar... Guillermina, que es, con Nicolás, la soberana de la paz... ¡Buena está la paz! Los caballeros franceses que quedan, censuran ásperamente a ese caballero de ultra Rhin que olvida el precepto oriental: ni con una rosa... Exigen al príncipe de Holanda que se esté bien quieto, dentro de su queso.—Los detalles llegan. El príncipe es un hombre poco galante, muy seco, muy militar, muy soudard. Desde los primeros días del matrimonio, se le ha visto alejarse más y más de la reina, demostrarle diferencia y desvío, él que no tiene más oficio que ser el marido de su mujer... Los detalles aumentan. El príncipe debe y bebe... Los acreedores pasan sus cuentas y la reina no quiere saber nada de eso, de las cuentas enormes del príncipe Enrique... En cuanto a su afición báquica, se complica de pasión cinegética y el príncipe prefiere irse al campo, con sus amigos a permanecer junto a su esposa. Además, se dice que el consorte no tiene simpatías por Holanda, y los holandeses le pagan en la misma moneda... La reina se disgusta, se enferma... Salen a su defensa oficiales de su real casa, que son heridos en duelo por el marido espadachín. El castillo de Loo está en conmoción.

Por otra parte, trae el telégrafo nuevas que desmienten todo eso... No, no ha pasado nada en el castillo de Loo, y los racontars no tienen fundamento ninguno... El príncipe Enrique no debe nada a nadie y sus relaciones con la reina están en perfecto estado. La corte está apenada por todas esas invenciones, obra de malintencionados socialistas... La indisposición de su graciosa majestad ha tenido otras causas que las que las que se murmuran y van por las gacetas, por la Gazzette de Hollande... La reinita del cuento azul, o de poemita en prosa de Gaspard de la Nuit, la favorita de la paz, vive en paz con su marido, quien no tiene inconveniente en apartarse de los negocios del Estado por consagrarse por entero a las funciones para que ha sido elegido. Cuando deja la grata compañía de Guillermina, es para dedicarse a la agricultura... Hay en ello siempre el idilio.

* * *

¡Hélas! como se dice por aquí. ¡Y cuán cotidiana es la vida, según el verso del admirable montevideano Jules Laforje, áun para los que viven en palacios reales, y han nacido porfirogénitos! Verdad: no se necesita de anarquistas amenazadores para que se tenga por poco envidiable, una cantidad de derecho divino y una figuración en el almanaque de Gotha.

Hablaba el ministro argentino una vez, en Bruselas, con una de las princesas, mujer cuerda y de inteligencia, y a propósito de algo, concluyó una de sus frases: ...«para las que tienen la dicha, o la desgracia, de ser princesa»... Le malheur, monsieur le ministre, le malheur!...», contestó en seguida su alteza real. Le malheur... Ciertamente, no es una historia de dichas la de las testas coronadas, y circunscribiéndonos al caso de la reina de Holanda, el hogar y el trono no pueden caber, sino con raras excepciones, en el mismo sitio... Las Jantipas coronadas han sido muchas, y reyes que puedan señalarse como modelos de virtud conyugal son tan escasos.... El prudente Ulises queda para Homero con la reina Penélope, que sabía tejer, y la princesa Nansicaa, que sabía lavar su ropa.

En nuestro tiempo, con dirigir la vista alrededor de Europa, hay para estarse quieto, en la apacible medianía horaciana, en la descansada vida de fray Luis o en la modesta burguesía que tiene su ideal supremo en un automóvil.

Mirad allá en Rusia, en donde hoy, según se ve, reina la más envidiable paz doméstica bajo las techumbres de los palacios imperiales, no puede borrarse el no muy lejano recuerdo de un matrimonio como el del zar Pedro III, el marido de la gran Catalina... Ser el marido de la gran Catalina... ¡Morir como murió ese pobre zar Pedro...! No, en verdad, no era ese un hogar modelo, ni de varios grandes duques, cuyas aventuras y desventuras suenan por ahí. En Austria, la tragedia... Vagará por mucho tiempo, en Mayerling, la sombra de aquel pobre príncipe heredero, muerto de tan romántica muerte con la Vetsera... Para que su buena esposa después se case con un elegido de su corazón; y luego se hable del divorcio de la condesa de Lonyay... Agregad las varias méssalliances cuajadas de anécdotas, ya cómicas o dramáticas...

En Italia, todo muy bien... Solamente, un gran rey de grandes bigotes, es apellidado el Galantuomo. Y luego, en el reinado siguiente, en la paz de la corte, una bicicleta francesa va por allí, dando vueltas, causando perturbaciones... en la familia.

En Alemania, perfectamente, en las altas regiones; pero escándalo sonoro y granducal, en el país de Hesse y de Aquel...

En España como es de razón, por el sol y por la sangre. Hay libros, memorias, cuentos, anécdotas, chascarrillos. Isabel II, Don Francisco de Asís... Alfonso XII, el rey Barbián... La reina Mercedes que pasa malos ratos, la reina Cristina, que quiere irse a casa de su familia... el Papa que Interviene. Y los matrimonios que vienen. La infanta Eulalia y su divorcio ruidoso... Un pueblo entero queriendo impedir que se case una joven infanta con un joven Caserta... ¡Es delicioso el goce del hogar, en el esplendor de la corte de España!

En Servia... Este era un rey que se llamaba Milano... Por España anda la viuda, que fué tan hermosa, la reina Natalia... Se ha hecho católica, reza mucho... El hijo se casó con una señora que es hoy la reina Draga... Y en su palacio pasan cosas, cosas tan tristes... ¡Y tan ridículas... Fué un matrimonio por amor, el del hijo del rey Milano y de la reina Natalia!

En Rumania, la reina continúa haciendo literatura y la señorita Vacaresco también, aquí en París... Esta pobre señorita Vacaresco, que pensaba posibles los cuentos azules, que creía llegar a ser reina, o cuando menos, esposa morganática, según se cuenta... Para venir a parar aquí, soltera, siempre, haciendo versos, coronada poetisa por la Academia francesa, y recitando en casa del ministro Haití...

En Portugal...

¿Los príncipes de antes eran más felices que los de ahora?... Hay quien achaca la culpa de las desventuras de los actuales al periodismo, al reporterismo. Antaño la maledicencia cortesana no transcendía como hoy, a las hojas de los periódicos; los decires iban de boca en boca, tan solamente circulaban en las cortes, en el plano superior... Ahora, todo va a todos. Y las debilidades de los afortunados son el regocijo de los de abajo... El pueblo siente un verdadero placer en la demostración práctica de que todos los seres privilegiados que tienen una corona o una autoridad, están sujetos a las mismas pequeñas miserias que el más humilde de los hombres. Y como el periodismo no deja noticia sin publicar y detalle sin aprovechar, las alcobas imperiales y reales son exhibidas a la mirada de un público lleno de odios y malignidades.

Volviendo, pues, al caso tan comentado de la reina de Holanda, hay que convenir en que la posición del príncipe no es de las más envidiables. Del rey de Dinamarca se ha dicho que es «el suegro de Europa». Es una inestimable ventaja. En el príncipe Enrique de Mecklemburgo, la situación es desventajosísima: la nación es su suegra. En todo otro Estado, el papel de príncipe consorte habría sido lleno de inconvenientes y de molestias; pero en Holanda, en donde la reina es el ídolo del pueblo, en donde todo el mundo está con los ojos fijos para velar por su completa tranquilidad y por su dicha, el puesto es de todo punto incómodo. De aquí han venido los recientes ruidos, con base real o ficticia, pero que tienen por un momento la atención y curiosidad de Europa dirigidas al castillo de Loo.

La verdad, según personas bien informadas, es que el matrimonio es muy dichoso, la reina y el rey se quieren mucho, y todo lo que se ha dicho ha sido producto de muchas imaginaciones. La más enamorada pareja está sujeta a pequeñas nubes estivales. Algún instante hay en que el mejor amor interrumpe su constante faz por un ligero choque, que suele tener siempre exquisitas consecuencias y aumentos de afecto, si es posible. Uno de esos instantes ha sido sorprendido por alguien, que ha aumentado el hecho, y la bola de nieve ha llegado al alud periodístico. La reina Guillermina, por su belleza, por su juventud, por sus bellos gestos como el de tender la mano al errante y lamentable viejo Krüger, por las cualidades de su espíritu, de su carácter, de su corazón es adorada de sus súbditos. Al príncipe le tienen en perpetua observación, como a quien se ha confiado una joya incomparable o la existencia de un hijo. Y los celos públicos son terribles. Por algo se ha silbado en los music-halls holandeses el retrato del príncipe Enrique, después de saludar con aclamaciones y aplausos el de la reina... El príncipe hace lo que puede, para pasar inadvertido, para dejar que la reina sea única y exclusivamente saludada, para apartar su persona de las miradas del pueblo. Y cuando va con su graciosa mujer, ya en la Haya, o en la linda población de Apeeldorn, en donde se ha elevado un monumento conmemorativo de las regias nupcias, él hace como que no escucha, y apenas si saluda, ante las manifestaciones de la muchedumbre. Sabe bien que él es nadie—el esposo de su majestad;—y parte, desde que lo puede, a la campaña, a interesarse por cuestiones agrícolas y a cazar.

Es muy conocido el cuento del rey que andaba en busca de la camisa del hombre feliz, y que nunca la encontró, pues el hombre más feliz que había en todos sus Estados no tenía camisa... No es muy probable que esa prenda se encontrase hoy en ninguna de las cortes de Europa.

¡Quizá, como nos hace pensar cierta filosofía, la camisa del hombre feliz existe, y es la que a uno le ponen cuando va a dormir el último sueño...! Si se la ponen.

V

Los franceses suelen mirar con cierto menosprecio a los belgas. Cuando digo los franceses, digo sobre todo los parisienses. Es una injusticia, y Víctor Hugo no pensaba de la misma manera. Baudelaire fué cruel, en «su corazón puesto al desnudo». Hugo vivió aquí desterrado, Baudelaire también: Hugo por la política, Baudelaire, por la vida. No sé si Baudelaire se arrepintió; pero los intelectuales belgas de hoy han olvidado la amargura del hombre del estremecimiento nuevo. Intelectuales y en su parte latina, Bélgica está unida a Francia y ha dado a la literatura francesa contemporánea buena parte de sus mejores espíritus. «¡Eh, Eh! ¡Bruselles! Vous n'avez qu'a vous bien tenir vous autres ici. ¡Bruxelles, oui, je n'en dis pas plus!» Es Villiers de l'Isle Adam el que habla y es Mallarmé el que lo cuenta. Aquí vino Hugo, aquí sufrió Verlaine, aquí sufrió Baudelaire; y Mallarmé aquí regó satisfecho en su campo propicio, mucho de la simiente de sus sembrados mágicos. Los Verhaeren, los Maeterlinck, los Rodenbach, como poco antes y ahora los Huysmans, acrecen la común heredad del pensamiento de lengua francesa, siendo en Francia entre los nativos los primeros. «Bruselas, se dice, es un París chico.» Mas si Bruselas imita a París; Bélgica no sigue a Francia. Aparte está su gran movimiento industrial; sus ciudades de trabajo, flamencas y walonas representan las propias energías, conservadas de la activa vitalidad de antaño. Son los hombres sanos y fuertes, pesadamente alegres, ruda flotación de pueblo. La flamenca canta, por boca de uno de sus más bravos poetas:


Mon homme est fort.
Dans tout le port
On sait les fardeaux qu'il souleve;
Il a le cœur au bon endroit.
Il marehe vite et marche droit...
Son sang monte comme la sève...
Je suis heureuse de mon sort.

Mon homme est fort.

Mon homme est fort.
Le froid du nord
Le soleil pas plus que la grêle
N'usera son cuir de flamand:
C'es en vain qu'en leur tournoiemet
La neige et le vent pêle-mêle
Le cernent. Intact il en sort

Mon homme est fort.
 

Las mujeres también, fuerte son, hermosas de carnes, frescas de colores; y el primer día, al llegar, pude contar: uno, dos, tres, diez, muchas Rubens y Jordaens. Bruselas peripuesta a la moderna, tiene, verdad, en pequeño, mucho del París bulevardero, con poco de aquella sensualidad ambiente que lo cantaridiza todo. La ciudad trepida al paso de los tranvías eléctricos; los carruajes circulan, y deja su mal olor o bufa cuando menos lo pensáis, el odioso automóvil; y las bicicletas pasan a cada instante por las avenidas y desfilan por el bosque de la Cambre. Hay cafés con terrazas, en las vitrinas se ven retratos de bellas parisienses, sobre todo el de la señorita Cleo de Merode; en las librerías se venden con profusión libros de franceses; las damas se visten con Doucet o Paquín, o cualquiera de esos señores; se lucha por Wagner; Sarah y Coquelin vienen a trabajar en estos teatros; los diarios tienen algunos redactores franceses. Me diréis que todo eso pasa en Buenos Aires también. Perfectamente. No argumento, sino que certifico.

Al que está acostumbrado al francés de París, el de aquí parece duro y amarsellado. Otra cosa que extraña es el cambio de carácter en la población. Tienen fama de insolentes los cocheros belgas. ¡Jamás podrán igualar a los parisienses! El servilismo del larbín no se encuentra tampoco aquí. Aquí no os estrujan a genuflexiones y a s. v. p. La obra social ha adelantado mucho. El obrero conserva aún el orgullo de los gremios antiguos. En cuanto a la burguesía no hay que olvidar que es en su fondo la misma que ennoblecieron los pintores de siglos gloriosos. El mejor maire tiene algo de vulgar; en el último burgomaestre se cree hallar algo de dignidad atávica...

Una de las ocurrencias biliosas e injustas de Baudelaire fué ésta. «Los belgas piensan en banda». El pensamiento belga está, por el contrario, compuesto de individualidades. Bastaría con señalar actualmente a Rodenbach, a Lemonnier, a Maeterlinck, a Felicien Rops, y a ese potente Wiertz, cuyo atrevimiento y libertad anteceden a tentativas revolucionarias artísticas que han triunfado en el mundo, y al cual sería una injusticia no considerar como un precursor. Aquí laboran silenciosos sabios y artistas, trabajadores de la transformación social, aquí viven tranquilos; aquí he visto la persona venerable del viejo Reclus pasar bajo la sombra fresca de la avenida Luisa, cuyos árboles, ahora pálidos de otoño, son hospitalarios y acogen pensativos.

En el bosque de la Cambre, paisajes y lugares a que la naturaleza y el hombre contribuyen, entretienen la mirada, brindan su regalo de salud y de belleza. No os libraréis del restaurant a la moda en que se retienen mesas y os asesinan alma y paciencia los violines de los tziganos, ni tampoco de la amenaza vandálica del chauffeur. Mas hallaréis amables umbrías, dulces rincones en que vagar y meditar, y en donde lo que menos pensáis es en que aquí reina el rey Leopoldo, ese señor bien que tiene una estancia negra que se llama el Congo.

Kiekenfretter quiere decir en flamenco comepollos. Jordaens y sus reyes glotones y obesos me han traído a hablaros del apetito brabanzón, y en cadenas de ideas, de la comida bruselesa. Aquí se come mucho, y juro que muy bien; así los refinados encuentran la bonne chère que sueñan, los cultivadores del estómago la sana y bondadosa cocina local, cuyas carbonadas y gallinas asadas con compotas de fruta, llaman el acompañamiento del lambic. Hallaréis buenos vinos; pero las cervezas os brindan su reino; los reyes de Jordaens todos son parientes de Gambrinus. Y comiendo bien y bebiendo bien, el pueblo es francamente alegre—-; lejos las pálidas faces de los ajenjistas de París, la inmensa bruma verde que envuelve tantos espíritus en aquella alegría nerviosa y torturada; aquí, por la tarde o al anochecer, he solido encontrar grupos de muchachos y muchachas que van por las calles cogidos de los brazos como en las rondas de las kermeses, y lanzando sus cantos en coro, muchachos robustos, muchachas con carrillos como manzanas, de estos mismos que en el florecimiento de su pubertad dejan ver, bajo la corta falda, las más firmes y torneadas piernas.

Como en todas partes, gusto más de la parte vieja de la ciudad que de la nueva. La ciudad, en sus signos monumentales, habla de grandes cosas pasadas; y tan solamente en San Marcos de Venecia he sentido el respetuoso placer de la contemplación, de la evocación de siglos difuntos, que en la Grand Place, a la cual Hugo, con alguna exageración, llamara la primera del mundo. Nada más hermoso que este conjunto de nobles arquitecturas en que la Maison du Roy es cincelada joya, las casas de las corporaciones, bellas páginas de piedra, y el Hotel de Ville, osado y soberbio, la más admirable catedral cívica que haya labrado la legendaria masonería gótica. La imaginativa de los antiguos escultores se revela en simples detalles de una concepción definitiva, que forman en el vasto libro arquitectónico, lecciones estupendas en la interpretación de la faz humana y en el simbolismo zoológico. Al entrar, nada más, podéis adivinar ciertas páginas de Huysmans y ciertos gestos de Henri de Groux, en un simple murciélago lapidario o un rostro humano decorativo.

Las casas históricas con su estilo, sus dorados, su aristocracia de monumentos, parece que aguardan la presencia de cortejos reales o procesiones de dignatarios. Y mientras miro y admiro, me solicita una muchacha que vende flores, ofreciéndome pompísimas rosas, y pasa una lechera flamenca con su carrito tirado por tres magníficos y pacientes perros.

Un pensamiento que no dejará de despertarse en vuestra mente es el del perdido poderío español... Aún vaga por aquí la sombra del «duque de sangre», y las estatuas fraternales de los condes de Egmont y de Hornes, en el square del Petit Sallón, fijan en bronce el duro recuerdo. Se perdió Flandes; se perdió la América continental, se perdió Cuba...; el general Weyler no tendrá a mal que se le compare con don Fernando Alvarez de Toledo...

Santa Gudula es hermana de Notre-Dame de París, de la familia de tantas otras iglesias venerables en que las dos torres góticas se alzan, enormes centinelas del tabernáculo, trabajadas por la virtud de siglos de fe; urnas vastas en que se guardaba la esperanza cristiana y cuyas anchas ojivales puertas se abren hacia las bullentes ciudades, como con sed de almas.

Tan descriptos están los monumentos, que no caben de ellos ya más que las impresiones. Diríase que el tourisme ha profanado todos los santuarios de la tierra en que la religión y el arte conservan sus reliquias y elevan sus plegarias. La agencia Cook borra todas las huellas sagradas e interrumpe las meditaciones de los fervorosos que aún quedan. Es un complemento del experimentalismo... Mientras admiro en el severo templo los vitraux de Van Oreley y de Frans Florís, hay unas cuantas personas que rezan en el más profundo y piadoso silencio; mas de pronto una tropa (¿tropilla?) de viajeros con cornacq hace su irrupción y se percibe que la gente que ora sufre con la entrada de la caravana. La voz del guía pronuncia en inglés con mediano tono de discurso: «Aquí tenéis el cenotafio de Juan II, duque de Brabante y de Margarita de York, 1312 a 1318; y enfrente el del archiduque Ernesto, gobernador general de los Países Bajos, etc...»

La vista del palacio de Justicia da idea de un aplastamiento; es un edificio de Babilonia; lo rechoncho en lo enorme; la gran corona que remata el monumento semeja la tapa de una colosal pieza de postre en una mesa de Brobdignac. Polaert, el arquitecto, pensaba poner en lo alto una pirámide hindú; sus planes no se pudieron llevar a la práctica por imposibilidad material, y se construyó un domo con estatuas. Se alaba mucho esta gigantesca ensalada de estilos: hay griego, egipcio, asirio, romano, romántico, renacimiento. A mi entender, es una creación semiyanqui que asombra por su tamaño, y que queda bien entre las cosas greatest in the world.

Prefiero ir a admirar el Mercado, esa obra maestra de la ferreteria moderna, que encontró un cantor magnífico y férreo en Huysmans, y en donde el metal domado une la solidez a la gracia y a la elegancia; trabajo ciclópeo y artístico que no se cita ni se recomienda en las guías.

¿Cómo no hablaros de la gloria municipal de Bruselas, el muñequito de bronce que ha llegado a ser un símbolo, y que, en ejercicio de una de las más prosaicas funciones fisiológicas, ha adquirido el cariño popular, renombre y honores, todo como un hombre? Como habrá muchos de mis lectores que no sepan lo que es el Manneken-Pis, trataré de decirlo en pocas palabras. Cuéntase que un noble ciudadano de Bruselas tenía un niño a quien quería entrañablemente, el cual niño desapareció un día sin que su padre, que lo hizo buscar por todas partes, diese con su paradero. Por fin, fué encontrado en la calle, y en una posición difícil de explicar si se guardan las conveniencias. Hacía... lo que un personaje de Rabelais para apagar incendios; no tanto como Sancho en una de las más bravas aventuras de Don Quijote...; lo que se dice en un usual latín después de Domine labia... Si con tantas indicaciones hay quien no haya comprendido, que haga el viaje a la capital brabanzona y vea lo que está haciendo Manneken-Pis.

En conmemoración del hallazgo, el padre del niño hizo elevar la estatua, que se atribuye a Duquesnoy. Después, ésta tuvo tanta fama como la de Pasquino en Roma. Fué robada dos veces y encontrada. Luis XV le concedió la orden del Espíritu Santo; en ciertas épocas la han vestido de guardia cívico; se la mezcla en política; una vieja solterona la dejó mil francos de herencia, como a un simple gato o perro, y la municipalidad paga a un valet de chambre, para que la cuide, 200 francos anuales.

No es demasiado. En todas partes hay hombres que en la política, las letras, las ciencias y demás disciplinas hacen cosas peores que Manneken-Pis, y tienen buenas posiciones y ganan pingües rentas.

VI

La sola palabra Trianón evoca el espíritu y la vida de toda una época. Se acerca, en el tiempo, como un perfume antiguo; se oye un son de viola de amor, un minué en el clavicordio de la abuela; se mira, con los ojos entrecerrados de la memoria melancólica, un conjunto de suntuosidades y elegancias. Los arriesgados ejercicios de la coquetería, las declaraciones de los caballeros y las sutiles conversaciones de los abates; horas de encaje y seda; embarques para Citeres; idilios rústicos entre pastores gongorinos y pastoras «preciosas». Collar de horas que fué como una guirnalda de rosas que cubriese de pronto una ola de púrpura. Tiempo encantador, ciertamente, que tiene su parangón en los libros de cuentos de hadas y que adoraban los Goncourt. Hoy, ese tiempo florido hace escribir algunos buenos libros; inspira a ciertos poetas musicales deleitosas poesías; interesa a los compradores de cuadros y a los modistos y peluqueros, con ocasión de los bailes de trajes o cabezas empolvadas. ¡Buen baile de cabezas dió fin a la perenne fiesta en que la reina María Antonieta imperaba de todas guisas!

Los lugares que sirvieron de teatro a tantas maravillas, tienen hoy en su severa soledad una dulce tristeza que no querría ser perturbada. Versalles y sus rincones de amor y de recuerdo, parece que no deberían profanarse con ruidos modernos, con vulgares paradas contemporáneas. Déjense las umbrías de los nobles bosques, las gloriosas y abandonadas arquitecturas, a los soñadores, a los enamorados, a los solitarios. Esas lindas gracias del siglo xviii que quedan en memorias que parecen leyendas, y se admiran en cuadros y retratos que semejan sitios y figuras de encanto, gocen de la quietud que les dió su trágico final.

Eso han pensado algunos parisienses con motivo de un acontecimiento mundano que ha ocupado grandemente la atención en estos días. Cierto grupo de damas de la alta sociedad ha querido resucitar por unas cuantas horas aquel hermoso vivir. Mas ha habido grandes dificultades. La vieja y restringida aristocracia, no ve con buenos ojos algunas iniciativas que vienen de la nobleza adventicia. Una verdadera condesa, con verdaderos cuarteles, protesta ante la intromisión en asuntos de su sola incumbencia, de tal o cual marquesa o condesa de ultramar, coronada de perlas heráldicas en virtud de los millones de papá. Cierto es que entre las iniciadoras había nobles de auténticos pergaminos, como una La Rochefoucauld y una Folingnac; pero la persistente imposición de tal miss Gould, por ejemplo, devenida condesa de Castellane, arruga muchas frentes. «En el hameau de la reina, observa alguien, antes las grandes damas hacían papel de fermières; hoy las fermières intentan hacer de grandes damas.» Otro dice: «He soñado mucho con las bellas figuras que animaron tan admirables escenarios para arriesgarme a ir a padecer con la desilusión de personas actuales desprovistas de toda poesía.» Pasada la reunión, un cronista anota, junto a una Clermont-Tonnerre, «noblezas del Ural y de las Cordilleras». El poeta Montesquiou-Fezensac se asusta encontrando allí «cabezas que rehusaría seguramente la guillotina»; y el Jean Lorrain, desventrado cien veces por Laurent Tailhade, agrega en verso:

La pique en les voyant recule epouvantée. Con todo, la celebración histórica ha sido variada, alegre y hermosa. Las princesas de hoy, aburguesadas de gustos y aficiones, cuentan, sin embargo, con preciosos ejemplares; y con dinero, todo se dora y se imita. En los salones actuales, los abates de antaño están sustituídos por ciertos sacerdotes distinguidos que el autor del Journal d'un défroqué ha sabido retratar, y los Copée, Lemaître y Barrés, reemplazan el espíritu del buen tono de la vieja Francia. No han faltado pavanas y minuetos bailados por bailarinas; y la taimada madame de Thébes ha hecho de Cagliostro, diciendo la buena ventura y vendiendo amuletos para ganar dinero y para ser amado. Hay que confesar que los segundos se vendieron más que los primeros.

La resurrección de una época no se hace únicamente con trajes costosos y comparsas teatrales. Ciertos juegos necesitan señalado estado moral y cultivo espiritual. Cuando lo griego y lo romano estuvo de moda, en época distinta de la Francia, flotaba por las salas como un ambiente de academias. Las damas se ilustraban y, petulantes o marisabidillas, representaban con perfección sus papeles. Los salones oían con frecuencia las palabras de los sabios, los discursos de los poetas, las agudezas de los hombres de ingenio. Madama Recamier invitaba. Ahora, los nobles legítimos y los advenedizos, con notadas excepciones, al decir de los bien informados, no se han ocupado en la cita de elegancia que se dieron más que de la carrera de automóviles París-Berlín, y otros asuntos de igual transcendencia estética. Las berquinadas tienen otro nombre. Lancret, Fragonard, Watteau, nada tienen que ver ante Woth, Paquín o Redfern. Un Morgan cualquiera se lleva a Chicago o a Nueva York tesoros del más puro arte francés; el señor de Iturri, tucumano según me dicen, y amigo íntimo de Montesquiou-Fezensac, descubre en un convento de Versalles la tina en que se bañaban la Montespan y el rey juntos y la instala en Neully.

¡Ah, el alma fina del siglo de las frágiles y pomposas elegancias y de las gracias sutiles, del siglo de Florian y de Boucher, no pertenece, como otras tantas cosas, a los ricos de hoy! Es la herencia de los artistas, de los Verlaine, los Samain, de los Helleu. Los pobres príncipes de belleza y de armonía tienen este desquite.

Cuentan que el ya muy nombrado poeta de los «olores suaves», uno de los pocos portalira de que la nobleza puede hoy glorificarse, dió una fiesta en Versalles en honor del Pauvre Lelian, a la cual fiesta concurrió buen golpe de bellas marquesitas, duquesitas, princesitas y baronesitas de su parentela y amistad.

No sé qué cara pondría el viejo fauno delante de ellas, como no sea la máscara satiríaca que solía expresar la alegría pánica y báquica. Mas entre todas, ¡qué impresión haría la presencia del triste y terrible poeta, triste de amor, terrible de dolor! Ninguna, supongo, fuera de la malsana curiosidad, o el superficial snobismo.

La nobleza femenina, en todas partes, se dedica hoy con preferencia al sport, se interesa mucho por el cuerpo, descuida bastante el espíritu. Este rumbo siguen las jóvenes «bien» de nuestras democracias y la adinerada burguesía universal.

La bicicleta ha juntado al príncipe con el hortera, la «Mors» une el chocolate con la flor de lis. Y entre todos los sports hay uno, nivelador también, en el divertimiento y en el flirt: la caridad... La fiesta de Trianón, como la del Bazar memorable, era una fiesta de caridad.

He querido, principalmente, en estas líneas hacer notar la cuestión del conflicto de las noblezas, la antigua y tradicional y la adquirida. El papel en que se coloca a las americanas ricas casadas con títulos, es poco envidiable.

Un alto desdén, justificado hasta cierto punto, e irremisible, se cierne sobre las cabezas recién ilustradas con la corona nobiliaria.

No borrará toda la catarata del Niágara pactolizada, la mancha nativa de Porcópolis, o de Oil City. En todas partes existe, en el gran cuerpo de la aristocracia, una aristocracia chica y cerrada, que no transige ni admite mescolanzas ni componendas. D'Hozier frunce el entrecejo ante los reyes del acero y los barones del dollar. Hay nobles arruinados que se ponen a precio, y nobles de manga ancha que contemporizan con las plutocracias exóticas; pero las tres docenas de familias que vienen de muy lejos en la historia, y que miran sobre el hombre a los titulados de Luis XIII acá son impenetrables en su mayoría. La messaliance es cosa rarísima. Para eso se fué a las cruzadas.

* * *

Reflexionen las niñas que en nuestras Américas incuben la lejana esperanza de entrocar en el árbol genealógico de uno de estos viejos nombres europeos. Es bonito, «viste mucho», como dicen en España, eso de oirse llamar Madame la Comtesse, Madame la Marquise, Madame la Princesse; pero desde el momento en que se sabe que ese tratamiento es para una «galería» especial, que el verdadero núcleo a que se aspira rechaza la solidaridad y se señala a cada momento la liga; que su paso levantará siempre un equívoco murmullo y provocará más de una afilada sonrisa; que la coburguisación, digamos así, o la adquisición de un marido, por lo general de escaso intelecto, de costumbres poco ejemplares y de salud casi siempre averiada, no valen la pena de sacrificar una juventud y una vida a la vanidad más improductiva, creo que no habrá una sola que prefiera a un dorado ridículo y a un flordelisado martirio, ser cabeza de ratón entre los suyos, en su casa, en su tierra, en su sociedad, en su patria.

Ahora, la nobleza del dinero, lo que hace resonar el globo con su metal desparramado, los principados del cheque, las baronías del casino, el armonial de hierro y caucho, los marquesados del jeckey, los cuarteles del yate eso es otra cosa.

Yo sé de un filósofo a quien admiro.

Guarda ovejas en la pampa.

VII

París, ardiente me ha soplado con boca de horno empujándome a la orilla del mar, a Dieppe, frente a Inglaterra, en el Canal de la Mancha. Es lo que está más cerca de París, para pasar el tiempo de verano al amparo del frescor marino, sin ir a los deliciosos y peligrosos paraísos de la Costa de Azur, de la Grande Bleue. He llegado en días gratos y de espectáculos pintorescos. Buena cosecha, o si queréis, pesca de impresiones.

Anidado, cerca del agua, comienzo por dar un buen vistazo a la ciudad. La cual se divide en dos partes: la elegante y muy moderna, ceñida de villas y chalets, que se extiende por la calle Aguado hasta el viejo castillo y el morisco edificio del Casino, y la que contiene el bario de Pollet, en donde está el puerto. Calles interiores estrechas, casas sin carácter, más no exentas de uno que otro golpe pintoresco. Por las cuadradas ventanas que se decoran de tiestos floridos como en España o Italia, suele aparecer la faz graciosa de una muchacha, o la vieja coronada de apretado trapo blanco, muy semejante a un gorro de dormir.

Por la Grande Rue, un comercio y un vivir de ciudad de pocos ruidos. No encuentro mucho de original, como no sean los escaparates de labores en marfil que un tiempo tuvieron tanta boga y renombre. Al paso, en una plaza, la Nacional, veo a Duquesne en bronce, gran dieppense aquel marino; crespa y larga cabellera, bravo talante, firme en sus botas, bocina en mano. Cerca una vieja iglesia, con su torre que recuerda la de Saint Jacques, de París, y que lleva el mismo nombre, afirma la nobleza severa del arte antiguo que la levantó y la fuerza de la olvidada piedad.

Una callejuela me hace caer de pronto en pleno mercado de cosas marinas, la Poissonnerie. En un instante pasan por mi mente figuras de Thwlow; versos de Richepin. Un olor salado flota en el aire. De las barcas que atracan al muelle sacan los cestos de mariscos; los azulados bonitos, anchas y sonrosadas rayas, plomizas anguilas, aranques como puñales, y el «cardenal de los mares» todavía sin su púrpura, y enormes cangrejos y erizadas centollas. Como salidos de un baño de rosas se miran los salmonetes, de rosas y madreperlas; lácteos, azulados y semitransparentes, los calamares; como pasados por laminador, los lenguados grises; y los gordos peces mayores, dejando entrever la flor escarlata de las agallas. Aquí de Simón Pedro, aquí de Tobías, aquí de las Mil Noches y una Noche y de Brillat Savarín. ¡Y los admirables tipos de gentes de mar! No hace falta sino saber dibujar, eroquer, tanta cara singular, tanto aspecto lleno de carácter: la anciana revendedora que asiste al remate, fuera del recinto propio del mercado; la joven más fresca que el pez recién sacado, y perfumada de mar también, atrayente con su rostro encendido, sus copiosos cabellos, su sonrisa; los viejos y duros pescadores, cabezas de pipa como hechos en madera; narices rojas, barbas en barboqueio o herradura; el bigote afeitado, las anchas manazas, las firmes patazas; quien con el arete de oro a la oreja, o la cachimba entre los dientes, y en la mirada una profundidad inmensa, esa profundidad serena e inmensa que comunica la frecuencia del Océano, el azul de los golfos, lo vasto del cielo, a los hombres que viven y trabajan sobre las olas, acostumbrados así a los cantos del alba, a la dulzura de las saladas brisas, como a las injurias de la espuma y las bofetadas de la tempestad.

El lugar de la venta del pescado no es muy extenso. Es una sólida galería de hierro, con puestos laterales, en donde las pescadoras exponen sus artículos ¿Es una obsesión, o es la asendereada ley del medio?

Parece que todas estas mujeres, las de edad como las mozas, tuviesen en su rostro algo de pescado; los ojos y las bocas, sobre todo, casi ictiomorfos... Una pescaderita de quince años, que ríe con finos dientes y tiene en su cabellera reflejos de algas, se me antoja que tiene algo de sirena. Guardo y paso.

Ante sus langostas, me detiene con su figura una robusta anciana, como sacada de no sé qué olvidado cuadro. Bajo el cucurucho blanco del gorro dos macizas arracadas de oro puro descienden hasta los hombros; un corpiño obscuro aprisiona auténticos y generosos testimonios de maternidad; una falda corta acampanada, deja ver las columnas de las piernas cubiertas por medias de lana; sobre los duros zuecos, dos bien construídas carabelas en que un Colón de Liliput podría ir a descubrir en Noche Buena no importa cuál América de nacimiento.

La venta es buena. Al día siguiente han de comenzar las fiestas. Así, pasan a mi lado haciendo sus compras varios burgueses de Dieppe; y, nota parisiense entre la concurrencia, blanca toda, fina, bella, una señorita que ha bajado de su carruaje, llega, acompañada del groom, compra un buen paquete de langostinos y se va, rápida como un pájaro.

El apetito, más que despierto, me hace dirigirme a un restaurant vecino, cerca de las arcadas del Café Suizo—aquí, como en todas partes del universo, hay un café Suizo.—Comida barata sabrosa, marisco fresco, ausencia de vino y presencia de sidra, rica sidra de ámbar o de topacio, pues en Normandía, como en el paraíso terrenal, triunfa la manzana. Mientras almuerzo, oigo de lejos cantar la draga en el canal, como un gran grillo de hierro.

El día comienza a ponerse opaco. Se hace recordar la vecindad de Inglaterra. Mientras en París se derriten los sesos de las gentes, aquí se siente un grato frescor. Después del café, me dirijo a la playa. Llega al desembarcadero un vapor de Newhaven. La niebla aumenta poco a poco. Casi ha invadido todo el mar, toda la costa. La tarde naciente se ahuma. Empieza a vocear, triste, insistente, la campana de la bruma, allá en el faro. La campana, en tiempo de niebla, hace las veces de la luz; es el faro del oído. Las olas llegan a la arena en actividad y encrespamiento que hacen resbalarse a la continua los guijarros; mas no es la soberbia acompasada que enarca las gruesas marejadas cuando se enoja el viento. El agua no carnerea, hierve, en la enorme extensión, sin rasgarse. De cuando en cuando una vela fantasma, una sombra de barca, se percibe en el tupido vapor flotante; a través del aire espeso llegan lejanos ruidos de sirenas y de esquilas. La humedad se insinúa en la piel, barba y cabellos. Se gusta la sal del ambiente.

El sol, que se asemejaba a luna una, o a un astro de pesadilla, no logra hacerse paso entre las espesas nubazones. Así se desliza el tiempo hasta la noche, en que se aclara un tanto el espacio. Las luces de los faros rielan sobre las aguas. Las aguas, más tranquilas, dan campo a la mirada que puede ya lanzarse al horizonte. Quietud.

* * *

Volvía yo de recorrer el bulevar marítimo, a eso de las diez, cuando una aglomeración de muchedumbre, un son de trompetas y un brillo de antorchas en la sombra de una calle me hicieron detener. ¿Qué capitulo de viejo libro estaba viendo? Ante el pueblo reunido, había dos heraldos, de armas y un regidor, montados en sendos caballos un pelotón de arcabuceros y otro de arqueros. Uno de los heraldos desenrolló un largo papel, y con una gran voz, dijo:

Or, tost, accourez tous, faictes bonne silence et oyez.

Es nom des schevins et tout ayant étè par eux arresté avec très honorable sire Charles des Marets, capitaine du Chastel et de la ville de Dieppe, pour Notre Roy et soubverain segneur Charles le septième.

Faisons assavoir:

Que le jour de demain, dimanche, septième de Juillet, se doibvent tenir en ceste cité des festes soulennelles et espéciales pour le resjouissement et grand proffit de tous.

Adonc, en celluy jour de demain, sus le midy ou environ, si haura par les voies et carrefours de ceste ville, une belle y avenante monstre numéreuse a la vérité diré, jusques a passer cinq censt parsonnes, et figurant, sommairement et comme par abrégé, avec personnages les mieux en point que puet estre, les faicts les plus illustres en l'histoire de Dieppe à travers les âages et les plus dignes de ramentevance.

Et maintenant, cecy dit, de vostre part, bourgeoys, manans et vilains, faut jà vous retirer. Et sitôf que s'oyra covre feu soner, bien nous vos advison que tout bruyt se doibt cesser, que toute chandoille de sieu ou resine doibt estre esteinte.

Et bien vous préparez, par un bon somme, à estre frais et dispoz pour célébrer dignement et alégrement la grant journée de demain.

¡NOEL! ¡NOEL! ¡VIVE LA FRANCE!

Como el grupo era pintoresco, la música alegre y la noche fresca, seguí a los heraldos de Charles des Marets «capitaine du Chastel et de la ville de Dieppe», entre el regocijo de crecido número de pescadores y pescadoras que iban en la procesión, y así escuché varias veces el pregón. Y siguiendo después el consejo de prepararme con un buen sueño, para estar frais et dispoz para la fiesta próxima, me encaminé a mi hospedaje, en donde, al amor del mar, dormí gratamente, hasta que la animación de la aurora entró por los cristales de mi ventana y la armoniosa lengua de las olas me dió los buenos días.

Bueno era ese, de sol claro, de cielo lavado y bruñido. La ciudad, llena de banderas, se agita en su fiesta. Gente del lugar y forastera circula por las calles principales e invade la playa. Se oyen a lo lejos gritos, cantos y petardos. Camelots de París venden sonoros mirlitones. En la Grande Rue se extiende un mercado improvisado, un mercado de aves, de manteca y quesos, de verduras, de productos de la campaña; y en la plaza Nacional se instala un bazar de cuanto os podáis imaginar de cosas viejas y nuevas, con el aditamento de muy baratas. Hay desde frenos hasta calzoncillos, y mientras un zapatero remendón elogia las botas claveteadas que ha rejuvenecido, un vistoso charlatán canta su ditirambo delante de una cabellera fenómeno que debe su famosa riqueza a una botella de agua milagrosa.

Llegan los trenes de París y Rouen repletos de gente. Los vecinos de Treport, Puy, Varengeville, aumentan la suma de visitantes. Se advierten tipos de la capital, mujercitas del bulevar, y no faltan cabezas del Barrio Latino y de Montmartre. No son los que menos se notan los ingleses. Hay bastantes bicicletas, y, bufando, se han hecho presentes dos o tres automóviles. Los marinos y pescadores no ponen buena cara al hipógrifo de caucho.

El cortejo, el gran cortejo histórico «Dieppe a través de los siglos», comenzará a desfilar dentro de poco.

El cortejo. Era primero el siglo xv, y venía a la cabeza dando al aire sus sones la fanfarra de la milicia burguesa. Son los tiempos en que los dieppenses, fatigados de la lucha con el inglés, acaban de volver a su independencia, por obra y empuje de Desmarest. Allí viene Desmarest tras el preboste de los comerciantes, los ballesteros casqueados y forrados en sus túnicas rojas, los regidores de negro, los trompeteros violeta, azul y encarnado, y los heraldos de armas con dalmáticas y cota. Es el bravo Desmarest o Des Mares, caudillo desde la adolescencia, y que luego, brazo poderoso, fué creciendo en empuje hasta sus acciones en Dieppe y Bures, y a quien después de rudo batallar y vencer, no pudo la muerte arrancar del mundo sino cuando en el descanso de su ancianidad, había llegado a ciento quince años.

Viene después Dieppe en el siglo siguiente en la época de su mayor auge. Este tiempo opulento se anuncia desde luego con oros y colores. Un grupo de niños llega con palmas doradas en las manos y sombreros de airosas plumas sobre las rosadas cabezas. Preceden a Descellier, el geógrafo que antes de Gerardo Mercator publicaba su planisferio que mejoraba los trazados ptoloméicos. Viene Descellier en el carro de la hidrografía enseñando a sus discípulos, pues, según las palabras de Asseline, a propósito de las cartas marinas, «le sieur Pierre des Cheliers, preste a Arques, a eu la gloire de'avoir ètè le premier qui en a fait en France. Aussi estoit-il un si habile géographe et astronôme qu'il fit une sphère plate, au milleu de laquelle en voioit un globe qui représentait toutes les parties du monde.» Vestido de negro pasa en su carro, que imita una bella boiserie que existe en el castillo de Gaillón; y tras él la música de los arcabuceros, negro y azul, jóvenes pajes, a la manera florentina, y precedidos de sus capitanes, el armador magnífico y fuerte Jean Angó, aquél que solo y con flota propia, declaró la guerra al rey de Portugal, sin que nada tuviese que ver en la empresa el gran rey Francisco. Angó es la figura más brillante de Dieppe. Por él la ciudad, antes de que las luchas de religión contribuyesen a su ruina, se levantó a una situación de riqueza y de poderío. Angó heredaba de su padre el espíritu. Como él, Angó se lanzó a empresas coloniales en la India y en América. De allá viniéronle riquezas en sus navíos, y con ellas llevó vida de príncipe, opulento, lujoso, y al mismo tiempo de pensar maduro y juicioso. Hizo aquí construir un palacio admirable. «La fachada, de madera de encina, había sido esculpida por los más hábiles artistas y representaba escenas de navegación, combates entre ingleses y normandos. Los cuadros y las estatuas de los más grandes maestros ornaban ese palacio, y le daban un aire de magnificencia incomparable. Desde sus ventanas Jean Angó tendía sus miradas sobre el puerto, sobre el mar y sobre el valle de Arques.» Francisco I le visitó, y la ciudad permitió al magnate que las fiestas fuesen pagadas con su peculio. El rey quedó maravillado de la fastuosidad de su anfitrión. Hubo lujo de vajilla italiana, en plata labrada, viandas exquisitas y vinos incomparables, arcos de triunfo, y, para paseo por el mar, barcas doradas que corrieron las aguas con buen tiempo y cielo propicio. Angó murió en la pobreza, y he recordado su grandeza de un tiempo ante la piedra tumbal que cubre sus viejos huesos, en la iglesia de Saint-Jacques.

Redoble de tambores. Acorazados de cuero y en la cabeza el casco, pasan los soldados de la milicia burguesa; los oficiales de a caballo van casqueados también, y brillan sus coseletes de hierro. Los gremios desfilan en seguida, los de la industria del hierro que llevan jubón azul; los de la cerveza, violeta, y los del marfil, en cuero de gamuza. Amarilla y negra la banda de la guardia real, lanza su música, y oro y negro y a la espalda un manto, los heraldos del rey. Sigue el gobernador Aymar de Charles, con su uniforme de caballero de Malta; el capitán de Vardes luce su jubón gris, y luego seis pajes azules en grandes caballos, antes del gran escudero que porta el real estandarte, anunciador del rey soberbio, cuya magnífica armadura relampaguea al sol. Allí va luego el «padre de la agricultura», el buen Sully, de negro, al que hacen fondo los suizos vestidos de verde. Es el tiempo en que Enrique IV ha venido a Dieppe antes de la batalla de Arques y de Ivry, en que hubo de salir triunfante del duque de Mayenne.

Tras el tiempo caballeresco y heroico, el siglo pomposo. Semejantes a otros tanto Aramises y Portos, los mosqueteros a caballo, gran chambergo emplumado, coraza y larga capa negra de terciopelo, desfilan seguidos del gobernador Montigny. El rey Sol es aún niño, y en una carroza de gala va en compañía de Ana de Austria, la de las bellas manos. La reina está representada por una graciosa moza que saluda linda y realmente. A caballo sigue el rojo Mazarino, y un grupo de cortesanos le acompaña. Llegan gentes de mar. Son los hombres de Duquesne. Allá, sobre una reducción de la Sainte André, el gran marino, el orgulloso calvinista que desecha por su fe el bastón de mariscal, está de pie. Angó era el fuerte armador del comercio; Duquesne es el hombre de la guerra. Es el combatiente de Suecia como vicealmirante de Cristina; es el reorganizador de la armada francesa y el jefe de la expedición de Nápoles; es el luchador feliz contra españoles, ingleses y holandeses; es el generoso vencedor de Ruyter, el bloqueador de Chio y el temor del Dux veneciano. Cuando Duquesne murió, el rey le negó una sepultura...

Tambores. A compás marchando van ocho tamborcitos, luego una banda militar y el pabellón. Dos ujieres de la ciudad se adelantan al maire y al cuerpo comunal; en todos los negros trajes lucen tan sólo las hebillas de plata de los zapatos. Y luego Balidar. ¿Quién es Balidar? Es el desconocido turbulento y terrible, el que impuso su nombre como una bandera de amenaza en la Mancha, el corsario de quien John Bull supo mucho, y que en Roscoff, cansado de pelear bajo el poder de Napoleón, puso a su casa balcón de plata maciza, y freía monedas de plata y oro para arrojárselas al populacho bien calientes. Cuando la independencia americana, Balidar fué a pedir carta de corsario, y no se supo más de él que su paso por las costas mejicanas. Ese fué Balidar. Así, pasa orgulloso entre sus hombres de mar; síguele un grupo de marinos veteranos; luego, la guardia consular y los trompetas vestidos de amaranto o blancos brandeburgos. En su caballo blanco cierra la marcha Napoleón, el Napoleón de largos cabellos del tiempo consular. Unos cuantos oficiales le acompañan; los húsares, de azules dormanes van tras él. Tal ve Dieppe pasar su pasado. Un pasado casi legendario, de empresas bravas y singulares conquistas, con princesas bellas, reyes gallardos, bizarros capitanes, corsarios temerarios, magníficos marinos. Y así inaugura el Dieppe de hoy su bulevar marítimo, que pone hacia las olas que vieron tantas proezas, un balcón extenso para los veraneantes que no, es por cierto, de plata, como el de Balidar.

«Al principio no había nada.» El mar cubría la mitad de la playa y la marea llegaba hasta el valle del Arques. Luego hubo un lento retiro, de siglos. Un día se creó la pelouse donde hoy se alzan los grandes hoteles de la calle Aguado. Creció allí hierba y pastaron rebaños. La ciudad prosperaba, comerciaba y entonces los ingleses, como siempre, aparecieron. Los échevins alzaron entonces fortificaciones, y tres grandes torres para polvorines. Luego vino la iniciación de los baños de mar en Dieppe. La sociedad parisiense comenzó a venir en «largas diligencias», y la moda se hizo. A comienzos de este siglo ya venía mucha gente cuando la duquesa de Berry afirmó la boga. Se construyó un teatro, se alzó un casino para los grandes señores de la Restauración. En 1836, el Estado vendió los terrenos en que antes había fortalezas. Se levantaron casas y se creó la calle Aguado, cuyo nombre tiene a causa del banquero español que intentó dotar a Dieppe de un ferrocarril, intentó, pero no lo realizó. La calle, sin embargo, lleva su nombre. Napoleón III quiso pasar su luna de miel en Dieppe. Eugenia quedó encantada del lugar. Gracias a ella se embelleció y prosperó en poco tiempo. Veinticinco años después la ciudad hizo fuertes gastos para el establecimiento de sus primeros casinos. Los terrenos de la playa centuplicaron su valor, y el Estado, interviniendo entonces, vendió a la ciudad la playa en 451.000 francos. En 1895 el alumbrado eléctrico fué introducido. Así continuó hermoseándose, hasta que se observó el daño que causaban a la plaza las invasiones del mar. La municipalidad dieppense resolvió la construcción del bulevar, una sólida muralla, flanqueada de rotondas provista de un parapeto con un ancho trottoir carrelé alumbrado con numerosos postes de luz eléctrica. Entre este bulevar y la calle Aguado se extiende la espaciosa plaza llena de césped. El bulevar tiene cerca de un kilómetro de largo, es un paseo excelente y fué construído por el ingeniero Herzog.

Libro tercero

I

He recibido un libro importante y curioso, de M. Henri d'Alméras, Avant la Gloire. El autor ha tenido la amabilidad de enviarme un ejemplar antes de que aparezca en las librerías. Es un volumen que trata, en un estilo sin penachos, sencillo, a veces malicioso y casi siempre espiritual, de los comienzos de muchos grandes nombres de las letras francesas contemporáneas. Grandes nombres es mucho decir. Hay en la obra mezcla de grandes y medianos. Lo mismo que «gloria» habría quedado mejor sustituída por «celebridad». El autor ha averiguado con paciencia e interés los detalles de los comienzos y primeros pasos de los escritores que figuran en su obra, desde que, completamente desconocidos, hicieron los iniciales esfuerzos para lograr renombre. Los escritores son de diferentes tamaños. Los hay enormes, como Zola, y chatos, como Ohnet. El libro es ameno y logra que el lector se interese por más de un precioso dato.

¡Los comienzos! Es decir, los sueños, las esperanzas, el entusiasmo. Esos principios son más bellos muchas veces que las más triunfantes victorias. Siquiera porque toda esperanza es hermosa, y todo logro quita el placer de esperar y da el cansancio humano de lo conseguido. La posesión de la gloria es lo mismo que la posesión de la mujer.

El libro de M. D'Alméras está lleno de anécdotas, que son la sonrisa de tantas luchas. Él ha buscado documentarse en conversaciones, lecturas y recuerdos. Comienza con Alejandro Dumas, hijo, de cuyo nacimiento habla su padre en sus Memorias con estas palabras: «El 29 de Julio de 1824, mientras el duque de Montpensier venía al mundo, a mí me nacía un duque de Chartres, plaza de los Italianos, número 1.» Cuenta sus primeros años de colegio, sus versos, porque hizo versos. Su entrada en el mundo, muy joven, y estos paternales consejos, muy del viejo Dumas: «¡Ya eres hombre! Escucha mis instrucciones. Cuando se tiene el honor de llamarse Alejandro Dumas, no se debe vivir como un mercachifle o como un hortera. Se come en el Café de París. Se tiene lindas mujeres y se les paga regiamente. No se priva uno de nada. Anda, hijo mío, y cuenta conmigo. En tres o cuatro años, si quieres casarte—porque al fin se llega a eso—te daré trescientos mil francos para comenzar.» Demás decir que Dumas, hijo, siguió con todo empeño el consejo de su padre, y en muy poco tiempo llegó a tener cincuenta mil francos de deudas. Cuando le pidió al autor del Montecristo para pagar, aquél le contestó: «¿Cómo diablos te voy a poder dar cincuenta mil francos para pagar, yo que debo seiscientos mil?» Con todo, el hijo, que se vió en la necesidad de pedir prestado a muchos amigos, hasta en verso, murió rico y avaro.

De los Goncourt hay noticias que ya conocemos en algunas páginas autobiográficas, como las referentes a la publicación de En 18... No son de los que menos han sufrido en su iniciación, los dos hermanos Zemgano de la escritura artística. Solicitudes, fracasos, desdenes de editores, incomprensión, amarguras de toda especie acompañaron su entrada a la literatura. En cuanto a Alfonso Daudet, M. D'Alméras se ha encontrado el trabajo hecho, en el encantador Petit Chose. Mas hay otros puntos nuevos y páginas bien narradas sobre la juventud del padre de Tartarín. «El joven escritor, dice en su párrafo, había escapado, gracias a una casualidad feliz—la protección de un hombre de esprit—a la negra miseria de los comienzos, de que no se avergonzó jamás. Ya no estaba expuesto a comer con un apetito de diez y ocho años, por toda comida, un pedazo de pan y un trozo de salchichón. No corría ya el riesgo de verse echado, por un bárbaro propietario, por algunas mensualidades atrasadas, y pasar la noche—felizmente en verano—en un banco del Luxemburgo.» Y la anécdota del «paso de Fromont jeune et de Risler aîné.» Son las primeras ganancias serias que aseguran la vida. Esa novela, de una observación tan penetrante y tan conmovedora, había sido compuesta en medio del París industrial, en un cuadro material y moral que le convenía, a maravilla. »Mi gabinete, escribía el autor, años más tarde, daba sobre los verdores y los negros enrejados de un jardín. Pero más allá de esta zona de frescor y de trinos de pájaro, había la vida obrera de los barrios, la recta humareda de las usinas, el rodar de los carretones, y aún oigo sobre el pavimento de un corralón vecino el ruido de una carretilla de comercio que en la época de los regalos iba llena de tambores para niños. La vuelta, la salida de los talleres, las campanas de las fábricas pasaban sobre mis páginas a hora fija. Ni el menor esfuerzo para conseguir el color, la atmósfera ambiente; estaba lleno de ello.» Fromont jeune et Risler aîné—que la Academia debía coronar en su sesión de 15 de Noviembre de 1875—tuvo un gran éxito de Prensa y llegó muy pronto a ese número de ediciones que asegura—a veces injustamente—a un escritor el mérito de su obra. En el mes que siguió a la puesta en venta, Alfonso Daudet había sido invitado a almorzar en casa de su editor Charpentier. Este, cuando se levantaron de la mesa, le dijo en voz baja: «No os olvidéis, ante todo, antes de iros, de pasar a la caja.» Cuando él se presentó, un poco conmovido, ante la ventanilla, el cajero le entregó en luises de oro, en monedas de a cinco francos y en moneda menuda, según dese manifestado, una suma muy respetable—los primeros beneficios del libro—. Daudet salió como un loco, tomó un coche para llegar más pronto a su casa, subió la escalera rapidísimo, entró sofocado, encantado, en la pieza en que se encontraba su mujer, y después de haber arrojado a manos llenas sobre la alfombra, sin tener fuerzas para decir una palabra, el dinero que acababa de dársele, bailó lo que después se llamó entre los suyos «el paso de Fromont jeune et de Risler aîné». Y con ese paso de ballet fué como entró en la gloria».

De Maupassant hace notar la rapidez en la reputación, desde sus primeros trabajos. De paso habla de sus versos. De éstos se dijo que revelaban un excelente prosista. Sin entrar en esas sutiles distinciones, es el caso que en Maupassant había un verdadero poeta ahogado después en necesidades de producción y de oficio. ¡Voilà le mort d'amour avec savandière! Veamos algunas líneas de M. D'Alméras: «Sabía sacar partido maravilloso de su literatura, fabricada concienzudamente y con método. Se le pagaba lo que valía, lo cual es muy raro en el mundo de las letras. Evitaba las colaboraciones a la ventura y las casas cuya prosperidad no le parecía bastante cierta. Su reputación aumentaba cada día». Bel Ami le colocó en primer rango entre los novelistas, nuevos y viejos, y le dió gloria. Así, en cuatro años de vida literaria llegó a la cima; pero ya se desarrollaba en él, como una enfermedad incurable, ese doloroso estado de alma que debía emponzoñar todas sus alegrías. El medio de los literatos, de los artistas, en que estaba obligado a vivir, le repugnaba más y más, y a los treinta años experimentaba el cansancio y los disgustos de un escritor envejecido y fatigado. El periodismo, con su necesidad banal y monótona, no le interesaba ya: «No tengo sino un deseo en mi vida—escribía a un director de revista—; y es el de no escribir jamás una sola línea en ningún diario del mundo»; y agregaba esta otra confesión, que muestra hasta qué punto estaba desencantado: «Tengo una imperiosa necesidad de no oir hablar más de literatura, de no hacerla más, de no vivir en eso y de ir a respirar lejos un aire menos artístico que el nuestro». Todo esto, en verdad, es excesivo, pero se explica. A través de lo justo de esos desencantos prematuros se transparenta la inquietud mental del enfermo, que debía acabar por perderse en la locura y en la violenta muerte.

De Verlaine hay poco que no se sepa en su accidentada vida. Por otra parte, él ha dejado mucha confesión, recuerdos y páginas de autobiografía. Saint-Paul-Roux descubrió en el campo a un labrador, tío del pobre Lelián. Poco nuevo hay en este libro que pueda interesar a los verlainistas. Por lo que toca a Catulle Mendès, sí hay noticias escasamente sabidas. Desde luego, estos versos escritos en la infancia, y que son inéditos:


Le poêle brûlant, rouge, accroupi dans son angle
Comme un âne poussif par sa corde étranglé.
Râlait sous une bande en cuivre roux, qui sangle
Son gros ventre d'argile aux feux tout écaillé.
 

Aunque apoyado largamente al principio por su padre, Mendès no dejó de pasar horas muy duras, después de haber fundado varias revistas y alzado y derribado muchos castillos en el aire. «Casi célebre ya, aquél, a quien se llamaba el Clodión de la pequeña literatura, gastaba mucho y ganaba poco. Allá por 1868, la recomendación de la princesa Matilde le hizo obtener una plaza de expedicionario—90 francos al mes sin contar gratificaciones—en no sé qué ministerio que dependía del mariscal Vaillant. La primera vez que Catulle Mendès se presentó en su oficina, un ujier vino a buscarlo de parte del mariscal Vaillant. Persuadido, con ese tocante candor de la juventud que la mayor edad no corrige casi, de que se le va a ofrecer un puesto digno de él, entra, lleno de confianza y buscando fórmulas de gratitud, en una gran pieza en que se encontraba un hombre gordo en mangas de camisa. El hombre gordo se vuelve apenas, y con una voz brusca:

—¿Es usted el que ha escrito esto?—le dijo mostrándole un ejemplar del Román d'une nuit, con las páginas sin cortar.

—Sí, señor—respondió Mendès; pero, a una seña de las personas que estaban presentes, corrigió:—Sí, mariscal.

—No lo he leído, pero me parece que es inconveniente. Yo no quiero en mis oficinas empleados que escriban inconveniencias. ¡Lárguese!

Así terminó la carrera burocrática de Catulle Mendès. La princesa Matilde, resentida de que se hubiese echado tan poco atentamente a su protegido, el yerno de su viejo amigo Gautier, le estableció una pensión. Poco tiempo después, la gloria y el provecho llegaron.

Mucho se sabe de la leyenda de Jean Richepin. En su vida, la leyenda y la realidad se confunden. Nació en Argel; su padre fué un médico militar, y fué bautizado por un sacerdote que había sido zuavo.

Veinte años más tarde comienzan sus esfuerzos para proclamarse turanio, bohemio y por épater a las gentes. Fué periodista, profesor, gimnasta y pasó mil necesidades. Fué soldado. Usó un gran sombrero que fué célebre.

—«¿Qué es ese sombrerón?—murmuraban las gentes ya conquistadas.

—Es Jean Richepin, joven poeta de porvenir. Se habla muy bien de las obras que va a escribir.»

Luego fué la gran campanada de la Chanson des Gueux, por el cual libro de versos fué llevado a la prisión de Sainte-Pelagie.

Después dejó París. «Otro quizá habría quedado aplastado, definitivamente vencido por la persistencia de su mala suerte; pero el vigor físico, en Richepin, venía en ayuda del vigor moral. Después de haber cantando a los gueux, no vaciló en serlo él mismo, y el rudo oficio de cargador en los muelles de Burdeos permitió al poeta esperar días mejores. Vuelto a París, pudo entrar en el Gil Blas y encontró una colaboración seria. Eso no era aún la gloria, pero sí la vida asegurada». Después fué cómico, con Sarah Bernhardt, en Nana Sahib, y luego fué célebre.

En las páginas sobre Sardou son de señalar las que tratan de su espiritismo. Sardou se apasionó de esos estudios desde la llegada del medium Homc. Conocidos son sus dibujos y sus escritos de ese género; ya se sabe que todavía persevera en sus creencias y en sus experimentos. En cuanto a su estreno teatral, fué con la Taverne des étudiants, y la historia de esa comedia es de lo más interesante y sugerente.

A Jules Lemaître, hoy perdido en los laberintos obscuros de la política, la suerte le vino por el lado del normalismo. En la Escuela Normal se inició en las letras, y hasta escribió versos, no completamente católicos.


Qui ne la connaissait, hélas!
Aux bons endroits du Boule-Miche?
Mon Dieu! comme elle parlait gras
Et buvait sec la pauvre biche!

O Nini,

N, i, ni,

C'est fini.

Elle n'avait jamais un sou

Elle était franche et facile,

On l'appelait Nini Voyou.

«Encore une étoile qui file.»
 

Ya véis que cuesta mucho creer que eso sea del actual sostenedor del nacionalismo en unión de Coppée. Vinieron después los trabajos críticos, la seriedad, la celebridad, las ganancias. Un artículo duro contra George Ohnet hizo ruido. D'Alméras tiene a este propósito una frase deliciosa: «Attaquer le talent de George Ohnet, c'était dire du mal d'un absent.»

¿Y Scholl? Aquí están también los comienzos de este famoso periodista, hoy muy viejo, a quien algunos creen muerto. Son también interesantes y ayudan a conocer esa personalidad ya casi desaparecida, pero que tuvo el imperio de la crónica.


C'est le mousquetaire Aurélien Scholl,
Au Palais-Royal, le soir, quand il passe,
Les arbres, courbant leur front avec grâce,
Lui disent: Bonjour, Monsieur Rivarol.
 

En las páginas sobre Claretie encontramos cómo fué que el actual administrador de la Comedie Française aprendió español: llevando los libros y la correspondencia de un comisionista en mercaderias. Hay un detalle asimismo muy curioso. ¿Quién conoce la primer novela de Claretie, Les secrets d'Exili? Esta obra no se ha publicado en francés. Véase cómo. El autor había guardado su manuscrito en un colegio, y un chileno lo descubrió y lo mandó a la América del Sur. He aquí por qué esa obra apareció en un diario de Chile, en español. ¿Cuál fué ese diario? ¿Quién fué ese chileno? ¿Quién sabe en Chile detalles sobre ese asunto?

Y así sobre el perilustre Montepin, sobre Zola, sobre Anatole France y otros autores menos altos. M. d'Améras ha compuesto su libro y le ha hecho amable a la lectura, con el halago que presentan las cosas inéditas, las confidencias, los lados ocultos o poco sabidos de la existencia de los hombres notables.

La moral de la obra está en que no hay que desesperar si la suerte se presenta poco favorable al principio. Casi todos los dueños de la gloria y de la fortuna han tenido que luchar, que sufrir, que pasar horas muy amargas, muy terribles. Con fe y con voluntad han triunfado. Después ha venido la fama, y con ella el dinero, precipitado actual de la celebridad, ya que no de la verdadera y soberana Gloria.

II

No se sabría ignorar que París ha atraído y atrae a la intelectualidad de todos los lugares del mundo. Numerosos artistas y escritores extranjeros hacen de París su residencia preferida. No se encuentra en ninguna parte este ambiente espiritual y esta contagiosa vibración de vida. Si la inmigración a este respecto no es mayor, débese a que París no consiente el triunfo constante de un extranjero. Un escritor, un sabio o un artista, será alabado en este centro en tanto que su nombre llegue de lejos. Cuando ese artista, ese escritor o ese sabio, instalado en París, se convierte en un rival, cuando su producción llega a hacer competencia a la producción propia, se le atacará, se le demolerá o se le desdeñará.

Strindberg, entre cien, pagó cara su carta de vecindad parisiense; D'Annunzio no ha vuelto a pensar en escribir en francés, y Sienkiewicz, aun allá en Varsovia, por sus multiplicadas ediciones, es apellidado ya le juif polonnais. Viven, pues, aquí muchos hombres de letras, extranjeros, que escriben para sus respectivos países, o como Max Nordau, para públicos de distintas naciones.

La literatura hispanoamericana es, como lo he dicho en otra ocasión, completamente desconocida. Apenas el Mercure de France abrió por algún tiempo en sus páginas una sección, que ha desaparecido. Por otra parte, todo lo hispanoamericano se confunde con lo netamente español. Y es digno de notar que gran parte de la élite de las letras de nuestras repúblicas vive hoy en París.

En épocas pasadas, París albergó a notables personalidades de la intelectualidad de nuestro continente. La figura más alta, indiscutiblemente, fué la de Alberdi. El chileno Bilbao fué aquí donde recibió las lecciones directas de sus maestros Lamennais y Quinet. El colombiano Torres Galcedo, diplomático y escritor de muy buenas intenciones, logró hacerse una personalidad un tanto parisiense, y Jules Janin le escribió un prólogo para un libro de versos. Héctor Varela, de bulliciosa memoria, hizo por un instante volver la vista hacia sus fuegos artificiales. Numa Pompilio Llona, el respetable poeta ecuatoriano, tuvo muy buenas amistades en la corte de Hugo.

Más recientemente, otro ecuatoriano genial muy poco conocido en la América de este lado de los Andes, Juan Montalvo, pasó los últimos años de su vida, duros y penosos, bajo este cielo. Demás decir que en cuanto murió se le levantó una estatua en Quito o Guayaquil.

Actualmente residen en París, establecidos desde hace tiempo, el célebre filólogo colombiano J. Rufino Cuervo y el crítico cubano Enrique Piñeiro. El señor Cuervo es un prodigioso trabajador de infinitas pequeñeces transcendentalmente lexicográficas. ¡Es el autor asombroso del Diccionario de regímenes! Es, indudablemente, un lingüista sabio, y la Academia española se inclina ante su inmensa labor, que ocupará, concluída, varios estantes. El señor Piñeiro publicó hace muchos años en Nueva York un libro sobre poetas modernos, que puede considerarse como una de las más serias y elevadas obras de crítica intentadas en la América latina. El señor Cuervo continúa en su tarea lexicológica fabulosa, que ha hecho que en Colombia se le compare, con ventaja, a Littré.

Entre los diplomáticos hay algunos nombres. El ministro de Guatemala, D. Fernando Cruz, ha, en sus tiempos floridos, «pulsado la lira», y Clori y Filis le agradecieron más de un bouquet galante, allá en tierra guatemalteca. Su secretario, Domingo Estrada, ha publicado prosas y versos muy estimables, entre estos últimos la traducción de Las Campanas, de Poe. Recientemente ha merecido tener éxito su librito bien sentido sobre José Martí.

El marqués de Peralta, ministro de Costa Rica, parece que no tiene su conciencia bien tranquila respecto a asuntos del Parnaso, y, ahondando en sus recuerdos, se encontraría más de una ligera confabulación en las musas. Fernández Guardia, secretario de la Legación, autor de un muy bonito volumen de cuentos, es de los más notables escritores de los países centroamericanos.

A este respecto se lleva la palma de poeta el secretario de la Legación argentina, García Mansilla, cuyos versos, de una elegancia discreta, y escritos en francés, no quieren traspasar los límites del salón, en donde se tratan confidencialmente con las flores de Magdalena Lemaire y las músicas de Benberg.

El marqués de Rojas es un escritor de sólido saber, y cuya autoridad en asuntos económicos es por todos acatada.

El ministro de Chile, Señor Blest Gana, es autor de varias novelas que tuvieron en su época gran acogida. Si Miguel de Unamuno las lee, irá Martín Rivas junto con Nastasio a la Universidad de Salamanca. El ex presidente de Honduras, Marco Aurelio Soto, uno de los dos miembros honorarios de la Real Academia Española, y que hizo el Luis XIV bastante bien hecho, en Tegucigalpa, hace años que no tiene nada que ver con la literatura, lo propio que el señor Gustavo Baz, encargado de Negocios de Méjico. Hay otros literatos residentes en París, los activos, algunos de ellos no desconocidos en Buenos Aires.

* * *

Luis Bonafoux, corresponsal del Heraldo de Madrid y el director del Heraldo de París, es un crítico temido y de autoridad en España. Es nacido en Puerto Rico, pero se le considera como español. El señor Bonafoux, satírico violento, elegante y sutil cuando sujeta sus ímpetus flagelantes, y de una aspereza que en Francia tan solamente podría compararse con las justicias e injusticias de Bloy o de Tailhade, casi siempre tiene razón cuando ataca. Como cuentista ha publicado, entre otras cosas, un reciente pequeño volumen de narraciones y nouvelles, en donde hay verdaderos hallazgos de invención y bellas gracias de estilo.

Miguel Eduardo Pardo, autor de una buena novela venezolana, Todo un pueblo, es un temperamento de luchador y acompaña en el Heraldo de Madrid al señor Bonafoux. Escribe allí generalmente sobre asuntos políticos sudamericanos, y en especial sobre los sucesos de su patria, Venezuela, en donde, dado su carácter, no será difícil verle ocupar un puesto público.

Otro venezolano reside en París, cuyo nombre entre los intelectuales argentinos es saludado con simpatía y respeto: ha nombrado a Manuel Díaz Rodríguez. Es éste un espíritu de excepción, de los pocos que forman la naciente y limitada aristocracia mental de nuestra América. Es un entendimiento serio y reflexivo, aislado de las bulliciosas tentativas de un arte de moda, como de las filas de momias que duermen entre sus bandelettes tradicionales. Desde su primer libro, la nobleza de su pensamiento y la distinción de su estilo le colocaron en un lugar aparte en nuestra literatura. Confidencias de Psiquis, De mis romerías, Cuentos de color nos pusieron en comunión con una de las más fervientes almas de arte que hayan aparecido en tierra americana. Dentro de poco se publicará una novela, obra de médula y aliento, muy americana en su psicología, y muy europea en la forma arquitectural del libro, que revela desde luego en el autor la seguridad y la fuerza de un maestro. Y el señor Díaz Rodríguez es aún muy joven, apenas roza la treintena. Yo quisiera que todos los nuevos talentos de América cultivasen la propia personalidad con la firmeza y discreta gallardía de este generoso trabajador. La publicación de Ídolos rotos, si no se pudiera llamar con el usado clisé, un acontecimiento literario, causará innegable agrado. Y levantará los más justos y sinceros aplausos en los grupos pensantes de las repúblicas de lengua española. Esta es de las novelas que, traducidas, pueden incorporar una literatura hasta hoy ignorada, como la hispanoamericana, al movimiento cosmopolita. La idea de Max Nordau no anda muy lejos de la verdad, al ver en lo porvenir una rica primavera para el pensamiento americano. Si Europa llega a poner su curiosidad en nuestros productos intelectuales, habrá de comenzar por obras como las del señor Díaz Rodríguez.

Amado Nervo, el poeta mejicano, se ha establecido también en esta capital de las capitales. Buen artista, buen monje de la belleza, buen muchacho, lleva su nombre con toda seguridad; se le conoce, y al llamársele, no se miente. Sensitivo, verleniano, virtuoso en la ejecución del verso, y, sobre todo, sincero y de conciencia, que en esto, como en todo, es lo principal, tiene su triunfo seguro. He dicho que es mejicano, y, naturalmente, es en Méjico donde se le ataca. El ambiente de París ha dado nuevas vibraciones a los nervios de Nervo, y hecho el indispensable y complementario viaje a Italia, el fiel laborioso prepara nuevas obras que han de superar desde luego a Perlas negras y a Místicas, en donde un cuidado de métier y una preocupación de técnica y de décor, apartaban la fuente oculta de la íntima poesía de verdad y de vitalidad que empieza a aparecer en Savia enferma. Hay en el fondo de este poeta mucha savia sana, y es la que hemos de ver pronto en poemas de energía y de gozo, en una epifanía espiritual, en una exaltación de las propias fuerzas, sobre la simple «literatura», y que llevará en sí una virtud comunicativa de anhelos de bien, de esparcimientos de puro y caritativo arte. ¡Gloria sea dada en la tierra y en el cielo a los artistas de buena voluntad!

Vargas Vilas es un escritor genial, novelista y poeta. Su vida es también un poema, de luchas y de triunfos en la política agitada de nuestras repúblicas hispanoamericanas. Su obra, incorrecta como un torbellino, sonora como un mar, es una obra de bien. Vargas Vilas no es ni de su tiempo ni de su país. Su época habría sido la de la Italia del Renacimiento, y su país, esa misma Italia que él ama y en la cual su espíritu se ha aparecido y ha creado páginas de amor, dolor y belleza.

Rufino Blanco Fombona es un artista delicado y raro, al propio tiempo que un espíritu osado y violento; hay en sus versos trino y aletazo, suave pluma y garra de bronce. Sus cuentos son páginas de emoción y de pasión. La juventud, con todos sus dones primaverales y todas sus exuberancias irreflexivas, se abre paso en toda la producción, ya considerable, de este autor brillante y elegante. Ha viajado mucho y ha gozado mucho. Conoce el color de todas las cabelleras amorosas, y le han dicho «yo te amo» en todas las lenguas conocidas. Mañana será la madurez y el peso del pensamiento y la acción provechosa que su patria espera. Hoy, en la copa de oro, es justo y natural ver deshojar rosa y rosa o disolverse una perla.

Un folleto publicado en Nueva York hace algún tiempo, El continente enfermo, causó bastante ruido en algunas repúblicas hispanoamericanas. Su autor, un venezolano, César Zumeta, exponía con valiente franqueza las dolencias y vicios continentales, los peligros de nuestras democracias, la constitución dañada del social organismo, las consecuencias fatales de las malas políticas y lo inevitable de la amenaza yanqui. Este folleto ocasionó la publicación de un libro de alto mérito del señor Francisco Bulnes, mejicano. Como hombre de letras, el señor Zumeta merece un renombre superior al que ha logrado por su labor sociológica. Un libro suyo, de calidad exquisita, pero abrumado por un título que recuerda los cuadernos de escuela primaria: Escrituras y lecturas, conocido por un escaso número de lectores y apreciado en su justo valor por limitadísimo grupo intelectual, bastaría para dar a su autor la autoridad y consideración respetuosa. Es un sincero adorador de belleza. Produce poco y muy de tiempo en tiempo. En París sostiene precariamente una revista de intereses americanos, que, a pesar del talento de su director, no es sino una de tantas, por culpa esencialmente criolla.

El Mercure de France tenía como redactor de su sección de letras hispanoamericanas, a Pedro Emilio Coll, también, como el señor Zumeta, de Venezuela. Espíritu fino y delicado, Coll ha publicado escasamente; pero lo poco suyo conocido nos revela una fuerza mental sobre la mentalidad provisional de nuestra América. Como todo lo poco que pesa y se impone en las repúblicas de lengua española. ¡Estas repúblicas de Sud América son en todo tan provisionales! exclamaba con su sabia ironía monsieur Rémy de Gourmont, en uno de sus últimos Epilogues.

«POLONIO.—¿Qué leéis, monseñor?

HAMLET.—Palabras, palabras, palabras.

POLONIO.—¿Pero de qué se trata?

HAMLET.—¿Entre quiénes?

POLONIO.—Quiero decir ¿de qué asunto trata el libro que leéis?

HAMLET.—¡Calumnias! El perverso satírico afirma que los viejos tienen la barba gris, el rostro lleno de arrugas, que sus ojos vierten ámbar y goma, y que unen a la falta de entendimiento una gran debilidad de piernas; lo cual creo plenamente, y, sin embargo, no me parece honesto hallarlo consignado en tales términos, pues vos mismo, señor, seríais de mi misma edad, si os fuera posible andar hacia atrás como el cangrejo.

POLONIO, in péctore.—Aunque todo lo que habla son locuras, no deja de tener en el fondo cierto método.»

Esta cita de Shakespeare sirve de prólogo al primer libro de Coll, Palabras, unida a estas exclamaciones de Hamlet, en las maravillosas Moralités Legendaires: «¡Ah, qué solo estoy! Y en verdad, la época no es culpable de ello. Tengo cinco sentidos que me atan a la vida; pero, este sexto sentido este sentido de lo infinito... Soy joven todavía, y en tanto goce de mi excelente salud, todo irá bien. ¡Pero la Libertad! ¡La Libertad! Sí, me marcharé de aquí y viviré anónimo entre gentes honradas y me casaré para siempre, la cual será la más hamlética de mis ideas. Pero hoy es preciso obrar, es necesario objetivarse. ¡Adelante por sobre las tumbas, como la Naturaleza!»

Estas preferencias inducen al conocimiento de un temperamento. Como crítico, el señor Coll ha dado a conocer, siempre con amable optimismo, en sus revistas del Mercure, la producción intelectual de la América española en estos últimos años. Es una lástima que su partida a Venezuela haya puesto fin a tan plausible tarea.

Otro venezolano aún, Pedro César Dominici, una de las más activas y abiertas inteligencias de su país, publicó el año pasado una novela, La tristeza voluptuosa, de innegable valor psicológico, aunque torturada de descuidos de forma; que no tendrían en absoluto excusa por ser voluntarios.

Bolivia tiene un representante en el joven poeta Franz Tamayo, autor de un libro de Odas muy meritorias que se dirían calcadas en Hugo. Este culto talento, cuyo solo contrapeso está en la difícil digestión de unas cuantas filosofías y variedad de erudiciones, honrará, si su voluntad persevera, al pensamiento de su patria, ya glorioso en el mundo de la nueva poesía, con el solo nombre de Ricardo Jaimes Freyre.

Argentino es el señor Soto y Calvo, autor de picantes páginas de viajes, y que por su mentado Nastasio ha juntado a lo que la naturaleza le dió lo que Salamanca le presta. Los méritos poéticos del señor Soto y Calvo han sido revelados a nuestro público por el sabio rector de la Universidad salmantina, ¡mozo jinetazo ahijuna! que no halla inconveniente es estudiar a un tiempo la patrología griega y ser el escoliasta de Martín Fierro o Anastasio el Pollo.

Argentino asimismo es Manuel Ugarte, joven cuyo talento ponderado y buscador ha logrado la realización de más de una bella joya de arte. Su sobriedad le ha impedido los pasos en falso, las caídas icarias. No tiende sino hasta donde sus fuerzas le alcanzan y el pegaso, en los vuelos precisos, jamás se ha dislocado un solo hueso. Su vaso es pequeño; pero cuando lo necesita, se fabrica otro más grande, y bebe así en sus dos vasos. Sabe lo que se propone, y el cielo de París le ha alentado en sus deseos. Sus versos son siempre gratos; bellos algunas veces. Busca la originalidad y se aparta de la extravagancia. En prosa es claro y pictórico cuando describe. Es socialista, y aun creo que en el fondo de sus voliciones, anarquista:

Y argentino Angel Estrada, cuyo libro El color y la piedra tanta agitación causó con su aparecimiento en Buenos Aires. Como el Dr. Cané, no pocos hemos sido los que hemos visto como un signo de vida nueva en la juventud argentina—yo digo en la juventud americana—el hermoso aparecer de este joven talento, cuyo libro primigenio tiene todo el color y la gracia del primer fruto de un árbol sano y gozoso de savia. Generoso temperamento ante la naturaleza, espíritu religioso y al propio tiempo dueño de la libertad del arte, ha viajado mucho, y en todos lugares, los paisajes de la tierra, las luces del cielo, las armonías de las cosas le han hecho vibrar como un instrumento acordado, y el don de Dios ha hecho fluir la digna idea en noble ritmo, en la música de la palabra. Ya conocido en nuestro mundo intelectual por su poema especular, en que el alma de Rodenbach se romantiza en la emoción lírica de una juventud coronada de sueños, su obra en prosa vino a asentar la fuerza de su pasión artística, la discreción aristocrática de su buen gusto. Nuevas poesías han brotado al influjo de climas diversos, y nuevas páginas de impresiones y de recuerdos, mentales y sentimentales.

Las prosas cantan en su música interna de ideas y evocaciones más sutilmente aún que en sus cuerdas de palabras; son las hermanas de los versos, educados ambos por la misma voluntad paternal, en un cuidado de armonía y en un anhelo de ascensión que se diría tienen las mismas voces y las mismas alas. Mayor sobriedad, el desdén de la preocupación puramente «artística», y que asoma con más frecuencia, apareciendo entre la riqueza del décor, el alma sincera y fresca del poeta, que sabe la inmensidad de su virtud íntima y tiene el orgullo de su tesoro—, orgullo que no se muestra más que benévolo en el don de su primavera.

Todos estos escritores y poetas que he rápidamente nombrado, y yo el último, vivimos en París; pero París no nos conoce en absoluto, como ya lo he dicho otras veces. Algunos tenemos amigos entre las gentes de letras; pero ninguno de estos señores entiende el español. El Mercure abrió la rubrique de letras hispanoamericanas, hoy desaparecida por un extremado cosmopolitismo, y M. Finot, director de la Revue et Revue des Revues, al encargarme un estudio sobre el movimiento intelectual argentino, fué franco en no ocultarme que tomaba el asunto casi como perteneciente al folk-lore. Así, de la literatura malaya se pasa a la literatura dominicana o a la poesía de las islas Fidji. Desgraciadamente todo es cuestión de moda. Hace algunos años todo lo ruso privaba y luego lo escandinavo. Se hizo una estación en Italia con D'Annunzio y la Serao, y hoy se grita ¡Vive la Pologne Monsieur! a causa del fatigante y asenderado Quo Vadis? A nosotros no nos ha tocado aún el momento; y mucho es que el poeta Díaz Romero encuentre su prosa traducida en revista como el Mercure, a propósito de Albert Samaín. Cuando uno piensa que hace más de dos meses que Bjorsterne Bjornson se encuentra en París y que si no fuera un grupo de naturistas y otros entusiastas que han pensado en hacer representar una obra suya, nadie sabría que el pobre grande hombre está en la enorme capital...

III

El acontecimiento del día es la entrada a la Academia del marqués de Vogüé, su discurso y la respuesta de José María de Heredia. El «preux» y el conquistador. Se ha visto más que nunca que la Academia es, ante todo, un oficial salón aristocrático. La fiesta ha sido un triunfo del mundanismo y de la nobleza. Allí había Gotha, d'Hozier y el Almanach des châteaux. La pompa solemne era sacada de una página de historia. El académico entrante y el que le recibía tienen una buena parentela de armaduras. Heredia lleva en su blasón, si mal no recuerdo, una ciudad de plata bajo una palmera de oro, o viceversa; Vogüé, un gallo de oro sobre campo azul.

Como es natural, Vogüé hace el elogio de su antecesor, el duque de Broglie. Habla de su vivaz inteligencia, de su espíritu penetrante e incisivo y del fondo vigoroso de su alma. Y no calla sus lados opuestos y defectuosos, como su timidez. ¿Quién diría que el fuerte duque de Broglie fuera un tímido? «Este hombre, cuyo coraje cívico y valentía moral no se desmintieron nunca, era un tímido que el contacto de sus semejantes embarazaba, a quien un acto de autoridad costaba un penoso esfuerzo. Su naturaleza, un poco dura, sujeta a extrañas distracciones, no respondía siempre a los impulsos de su corazón o a las intenciones de su perfecta cortesía.» Cuestión de «raza». Tanto en un discurso como en otro, a cada momento se habla de raza. Largos párrafos van desenvolviéndose, evocando rasgos históricos, presentando tipos vigorosos de mariscales, de estadistas o de obispos. Aguarda uno el momento en que, por fin, llegue la parte de las letras, objeto principal, al parecer, de la Academia. Y llega sin gran brillo, aunque respetable, la cita de la obra intelectual del duque de Broglie. Algún sentimental lamentaría que no aparezca en todo el discurso una sola vez citado el nombre del pobre Doudan, el áulico preceptor, el filósofo doméstico, el fiel cronista de los Broglie. Cierto es que no era sino un criado para el cerebro.

El discurso de Vogüé es una obra maestra de ese estilo correcto, distinguido, eminente, que conviene a los escritores de su laya, temerosos o desdeñosos de la metáfora; literatura de buen tono. En un párrafo, creeríase oir una repetición de la escena de los retratos en Hernani... «Francisco María de Broglie, el primero que sirviera a Francia y que se hizo matar a los cincuenta y seis años por su patria adoptiva—Víctor Mauricio, que fué el primer mariscal de su nombre—; Francisco María, el lugarteniente preferido de Villars, que fué el último en dejar el campo de batalla de Malplaquet y entró el primero en la de Denain, y que a su vez mariscal de Francia, peleaba aún en Bohemia a los setenta años, Víctor Francisco, tercer mariscal, el vencedor de Bergen y de Sondershausen; su hermano, el discreto y valiente depositario del secreto del rey; su hijo Mauricio, obispo de Gante, quien resistió a Napoleón y preparó la emancipación de la Bélgica. Otros aún, cuyos servicios, no por ser menos brillantes fueron menos abnegados.» Los párrafos y las frases van en el discurso guardando su categoría; sin precipitaciones ni violencias. La admiración misma se manifiesta con pulcritud. Aun en los pasajes en que se trata de política, nada revela que se altere la noble limitación de la pieza académica. Apenas en un punto, a propósito de la actitud de Broglie con Chateaubriand, expresa: «Una voz solamente salió del círculo habitual de sus trabajos y de su moderación habitual, Las Memorias de ultratumba acaban de aparecer; esta confesión póstuma del genio, que descubría sin prudencia las más secretas llagas de un alma desgarrada, y mostraba, sin velos, todo lo que la irremediable flaqueza humana puede mezclar de pequeñeces y de egoísmo a las sublimes aspiraciones del patriotismo. El joven crítico se indignó. Vertió su indignación en rasgos de un raro vigor y viril elocuencia en que flagelaba con mano implacable las tristes confidencias de un viejo lúgubre, las injustas recriminaciones del político desengañado, levantando la piedra de su tumba para verter la calumnia, en la seguridad y la irresponsabilidad de la muerte.» Confesaréis que, aun lo de «viejo lúgubre», aplicado nada menos que a Chateaubriand en tal recinto, guarda siempre ciertas conveniencias.

La producción intelectual de Broglie aparece, ya que no grandiosa, respetable. Como historiador, su Historia de la Iglesia y del Imperio Romano en el siglo IV, le da una buena base. Es una obra de estudio, de reflexión y de labor, pero hecha con un criterio parcial en cuanto a ideas religiosas, y muy lejos de un procedimiento estrictamente científico. En dos revistas, la Revue des Deux Mondes y el Correspondant, dejó gran parte de sus lucubraciones el autor blasonado que, a los cuarenta años, era acogido por la Academia, bendecido por Pío IX y defendido por Lacordaire.

M. de Heredia, para responder a la aristocrática arenga, se puso todos sus hierros españoles; sacó la vieja espadona del abuelo de Cartagena, y tuvo gestos de adelantado que ni el mismo Pedrarias Dávila o Pedro de Mendoza. Sabido es que Heredia tiene la nobleza homérica de los fundadores de ciudades, y guarda en su salón, como una joya heráldica, una evocación de «L'Ancêtre» por Claudius Popelin.

Su discurso fué otro desfile de figuras nobiliarias y de hechos heroicos, iluminados esta vez por el resplandor meridional de su verbo de poeta, y en la música de un idioma sonoro y metálico. Hay allí una gran cantidad de sonetos perdidos.

El severo y magnífico D. José María ha demostrado una ocasión más que el deus no abandona a los favorecidos de las Gracias en ninguna ocasión, así sea en la ardua de contestar el discurso académico de un Vogüé. Galeras conquistadoras, choques de armas, vuelos de gerifaltes, todos los trofeos aparecen en el animado fondo de esa prosa elegante y soberbia. No dejará él de dirigir sus párrafos genealógicos a propósito de los Vogüé, como al cubrirse por vez primera un grande de España. «En el año de 1084 Bertrand de Vogüé funda el monasterio de San Martín de Villadieu. Raymond de Vogüé estuvo en la tercera cruzada, si he de creer a una escritura fechada en 1191 en el campo cristiano, bajo los muros de Ptolemais sitiada, por la cual el buen caballero recibe prestados de algún judío o lombardo ochenta y cinco marcos de plata. Paso, en el curso de los siglos, más de un Raymond, Jorges, Pedros, Geoffroys y Audebertos. De todos esos barones, caballeros o donceles, los mayores guerreaban, se casaban con herederas y vivían noblemente, acreciendo su dominio y su descendencia. Grandes bailíos de espada del alto y bajo Vivarais, caballeros de la Orden, se asentaban en los estados de la nobleza de Languedoc. Los menores eran obispos o canónigos de Viviers y de Trois-Châteaux, o entraban en la Orden de San Juan de Jerusalén, mientras que las hijas no casadas se hacían religiosas o abadesas de Saint-Bernard d'Alais y de Saint-Benoît d'Aubenas.» Con toda la dignidad del caso, el hidalgo enumera todas las glorias familiares de ese antiguo y frondoso árbol de Vogüé, en que han florecido muchos reyes magos; conviene a saber, varios Gaspares, Baltasares y Melchores, uno de los cuales ocupaba ya un sillón de la Academia Francesa y es uno de los escritores más eruditos, discretos y sabrosos de estas letras contemporáneas. M. de Heredia quiere disculparse, en un pasaje de su persistencia, en tratar esos asuntos personales, y da por excusa que en la Academia, «l'homme, quel qu'il soit, n'est estimé qu'à sa valeur personnell». Haciendo el elogio de toda la ilustre parentela, halaga al recién venido y de paso a la Corporación que, como la otra que sabéis, pretende o aparenta fijar, limpiar y dar esplendor a la lengua de Flaubert y de Baudelaire—, dos que no pertenecieron al senado «inmortal».

La prosa de M. de Heredia tiene mucho de marcialidad; cosa no extraña en el traductor de Bernal Díaz, y compulsador de tanta crónica y página de viejos soldados escritores. El épico penacho de crin aparece de cuando en cuando. Y la gallardía, la superbia lírica, no abandonará en todo el tiempo al adorador de Musagetes. Por esto no puedo menos que imaginarme una vaga sonrisa en ciertos colegas suyos que se sientan en el ilustre Instituto única y exclusivamente «por su valor personal». «¡Poeta, pensarán, poeta!» mientras los pensamientos heroicos y las cláusulas sonantes se van por el aire de la inmortalidad

Comme un vol de gerfaults hors de charniers nata.

Los méritos del marqués de Vogüé son, por otra parte, positivos, y su entrada a la Academia estaba prevista desde hacía tiempo. Además, era ya miembro del Instituto en su sección de Inscripciones y Bellas Letras. Los trabajos de ese noble son muchos y enormes. M de Heredia saluda admirado esas Iglesias de la Tierra Santa, Templo de Jerusalén, Siria Central, Inscripciones semíticas, que han colocado a su autor en un honorable puesto entre los modernos arqueólogos: «Vos habéis fijado las reglas sobre la paleografía fenicia y aramea, aclarado más de un punto de historia por las inscripciones y la numismática, establecido el carácter del arte fenicio, revelado el arte chipriota, explicado la representación religiosa y comercial de los hebreos y de los arameos en Siria, y arrojado una luz nueva sobre los palmirianos y los nabateos, esos dos pueblos que el comercio del Oriente hizo tan prósperos y que han desaparecido dejando dos maravillas: las ruinas de Thadmor y las de Petra. Cuando en 1868 fuiste elegido miembro libre de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, ya estábais considerado desde hacía largo tiempo como uno de los maestros de la arqueología oriental». Ya veis, pues, que en este caso las brillantes armas de Heredia rinden bien los honores, y esos honores son justos, puesto que se hacen a un aristócrata del estudio y de la sabiduría, antes, o al mismo tiempo que al descendiente de una docena de mariscales y una veintena de duros y «ferrados» barones, matizados de amatistas con varias abadesas y dignatarios episcopales.

La Academia une, después de todo, a los hombres de genio que alberga como a los mediocres de espíritu resplandecientes de apellidos, en una misma tarea, vaga y eterna: hacer el diccionario. Un diccionario que se está haciendo desde hace muchísimo tiempo y que, probablemente, no se acabará nunca. Sospecho que ese es el secreto de la «inmortalidad». Si algún poeta está en su puesto en tan misteriosa y dilatada tarea, es M. de Heredia, que tardó los años que se sabe en dar a luz sus famosos sonetos.

Ya hay, pues, dos de Vogüé en el ilustre recinto «bajo la Cúpula», como se dice por aquí. El vizconde Melchor guarda silencio desde hace algún tiempo. No hay que olvidar que se le deben libros resonantes y meritorios, y que es un gran admirador y celebrador del espíritu y de la solidaridad latinos. Él fué quien, oficialmente, digamos así, presentó la obra de Gabriel D'Annunzio a los franceses.

El marqués, una vez en posesión de su silla, podrá hacer notar a su pariente que falta otro Vogüé todavía en el Instituto, para que quede completo el número de los reyes magos tradicionales.

IV

Por fin Enrique Heine tendrá su estatua en París, verdadera patria suya. Sabido es que su patria original, la tierra de su nacimiento, Alemania, no ha consentido en que se levante el menor monumento.

Razones ha tenido Alemania para no tratar con excesivo cariño al portalira de la sardónica musa, que le dijo y cantó tantas verdades. Amor con amor se paga. Mas lo cierto es que los profetas y las patrias no han hecho nunca buenas migas. Un profeta molesta mucho al vecindario, perturba al cura, inquieta al alcalde; vale más que vaya a otra parte a hacer sus profecías. Si no se va, se le crucifica, se le apalea o se le desdeña. Pero entonces, sí, inmediatamente que muere, se le dedica una calle o se le inaugura un simulacro de mármol o de bronce. Heine amó grandemente a Francia; amó, sobre todo, a París, respiró este ambiente, sufrió aquí la terrible enfermedad que tanto le hizo padecer, y reposa en un rincón del cementerio de Montmartre. Allí están los despojos de aquel que dijo: «Yo soy un ruiseñor alemán que vino a hacer su nido en la peluca de Voltaire.»

Un ruiseñor alemán... Cantó divinamente aquel ruiseñor. Cantó divina y dolorosamente; así Dios, según dicen, saca los ojos a sus pájaros de poesía para que canten mejor.

Muchas gracias. Valdrá más, entonces, no cantar ni bien ni mal. ¿Por qué la desventura ha de ser condición del genio, y, sobre todo, de los maestros de la armonía, desde Homero, rey de los ciegos y de los cisnes?

Heine, dulce y áspero, risueño y sollozante a veces, padeció muchísimo, espiritual y corporalmente. Por eso se construyó su fina armadura de ironía, su escudo de desdén, su espada de amargura. Y de esa manera, alejado de los olimpos de un Goethe, o de la serena meditación de un Novalis, rompe con todos los dioses y desconfía de todos los hombres. Apenas algo antecesor en esto de Nietzsche, dedica una parte de su admiración a los grandes conquistadores, a los acaparadores de la gloria que, como el emperador francés, dominan en los siglos. Francia le atrajo con el irresistible encanto de sus seducciones. Alemania, gran madre, sin embargo, Germania mater, no ha llenado los sueños y aspiraciones de más de uno de sus ilustres hijos. Fuera de sus cazadores de absoluto, Fichte, Schelling, Hegel, están los que protestan y se erizan. «Previendo mi muerte, dice Schopenhauer, declaro: que desprecio la patria alemana, a causa de su estupidez, y que me avergüenzo de pertenecer a ella.» Y Heine: «El pueblo prusiano, es siempre el mismo pueblo de muñecos pedantes; siempre el mismo ángulo recto a cada movimiento, y, en el rostro, la misma suficiencia helada e estereotipada. Se apretaban, siempre tan tiesos, tan estirados, tan estrechos como antes, y derechos como una I. Diríase que se han tragado la vara de cabo con que antes les zurraban». «Es el país chato de Europa», escribe de su Alemania el flagelante Nietzsche: Das Flachlan Europas.

Pero la verdad es que aquel judío melodioso ha entrado a la eterna Walhalla de la gloria, si no a la consideración oficial del imperio de Guillermo II. Si en su Alemania, si en su Atta Troll, si en muchas partes de su obra admirable, zahiere la patria que no le fué maternal ni simpática, extrajo de ella misma una inmensa riqueza poética. En la luz de sus claros de luna cristalizó más de un collar de perlas del más mágico oriente; hay versos suyos eternamente húmedos de rocío de sus florestas y campos; el ensueño alemán flota, con su legendaria bruma, en el canto musical y entristecido del prusiano rhenano.

De su permanencia en París, Gautier nos ha dejado algunas páginas muy bellas. Cuando sufría el ruiseñor alemán, ya herido por su dolencia, no en la peluca de M. de Voltaire, sino en la silla de enfermo de la que no podía levantarse, le pinta un escritor, habitando rue de la Chataigneraie en Montmorency: «Vivía solo, pobre, orgulloso, cuidado por su mujer, que era muy bella, un poco vulgar. La amaba mucho y le toleraba, sin embargo, un compañero bastante desagradable: un loro hablador. Era una gran condescendencia de su parte, pues el menor ruido le irritaba. No podía ni resistir el tic-tac de un reloj en el bolsillo de un visitante; su sensibilidad exacerbada transformó la mitad de su existencia en áspera agonía. Pasó sus días como un desollado vivo.»

Suplicio prometeano, suplicio dantesco. Hay en él entonces algo de un Job irónico. No cabe en su delicadeza de imaginativo y de sensitivo la dura blasfemia, el desahogo brutal. Las abejas de su jardín zumban, melancólicamente, y extraen su miel heráclea de los más amargos ajenjos y gencianas.

* * *

Es interesante, vivamente interesante el culto, el cariño admirativo de la pobre y trágica emperatriz de Austria, Isabel la mártir, por la memoria y la obra del lírico alemán.

La tontería ultrapatriótica rechazó a éste de Berlín; la torpeza antisemita le negó la ciudadanía de Viena. No quisieron en la capital austriaca su estatua porque era israelita. No querían el azor ni los ejemplos buenos, por nacer en «vil nio» y «por los decir judío» como reza el verso de Rabbi Sem Tob. La princesa atrida, entonces, en su villa de Corfú le levantó su monumento. Muerta la emperatriz y puesto a la venta el Achilleion, un millonario italiano ha querido ser generoso también con el poeta, y ha dado la estatua para que sea colocada en la tumba del cementerio de Montmartre. No ha de faltar el día de la inauguración el cumplido homenaje de París. El primero de los satíricos modernos, según el sentir de Menéndez Pelayo; pero sobre todo, el poeta, el melodioso y triste poeta, tendrá flores en su sepulcro y se celebrará su gloria como en lugar propio.

Sí; Heine el volteriano es ciudadano de París, Heine, el admirador de Napoleón, tiene ganada su carta de ciudadanía francesa.

¿Recordáis la balada? Dos granaderos, prisioneros en Rusia, volvían a Francia. Y al entrar en país alemán, inclinaron la frente. Allí escucharon ambos esta triste noticia, la Francia perdida, el gran ejército vencido y mutilado y el emperador, el emperador prisionero. Entonces, los dos granaderos se pusieron a llorar juntos, al saber tan tristes nuevas. El uno dijo: «¡Cuánto dolor siento! ¡Cómo me arde mi vieja herida!» El otro dijo: «La canción ha concluído; yo también quisiera morir; tengo, sin embargo, mujer e hijo en la casa que, sin mí, perecerían. Qué me importa mi mujer, qué me importa el hijo: tengo más alto un deseo mejor. Que mendiguen cuando tengan hambre. ¡Mi emperador, mi emperador prisionero!

»Hermano, concédeme lo que te ruego: si muriere ahora, lleva mi cadáver a Francia, entiérrame en la tierra de Francia. La cruz de honor con la cinta roja me la colocarás sobre el pecho; me pondrás el fusil en la mano y me ceñirás mi espada.

»Quedaré acostado así, el oído atento, como un centinela en la tumba, hasta que escuche al fin los aullidos del cañón y el sonar de cascos de los caballos relinchantes.

»Mi emperador entonces, tal vez pasará sobre mi tumba, mil espadas se chocarán y brillarán. Así, saldré todo armado de la tumba, para proteger al emperador, ¡al emperador!...»

Pocas liras francesas han celebrado con más bello sonar la grandeza del Cabito, del Petit Caporal.

M. George d'Esparbes debe hacerse presente en la fiesta de Heine, su antecesor, en el culto de la leyenda del Aguila.

Tanto peor para las patrias que desconocen a sus hijos ilustres; tanto peor para las patrias cuando los hijos gloriosos las dicen con justicia: «No tendrás mis huesos». Alemania hará construir cien monumentos más a sus mariscales, políticos y Césares.

Heine descansa contento en París.

* * *

Tiempo después de escritas las anteriores líneas he asistido a la inauguración del monumento, un modestísimo monumento. No hubo, pues, regalo de millonario. Tanto mejor.

V

Dos artistas—uno argentino, el señor Irurtia, otro mejicano, el señor Ramos Martínez—, me habían invitado para ir con ellos esta mañana al campo, a respirar el fresco aire y ver los hermosos paisajes que ellos trasladan a la tela. Había que levantarse temprano. Yo fuí muy matinal y me dirigí a buscarlos a la rue Campagne Première. Nos encaminamos luego a la Avenue du Maine en donde debíamos sacar a otro compañero. Serían las seis, más o menos. El cielo estaba tranquilo y claro. Caminábamos conversando alegremente de proyectos, de luchas, de obras por hacer, de sueños por realizar. De repente, al llegar a la avenida, uno de mis amigos llama la atención:

—«Eh, miren allá, en el cielo. Santos Dumont, seguramente». Un globo, no lejos, estaba a nuestra vista. Se dirigía como hacia el lado de Mont Rouge.

Yo hice notar que Santos Dumont, según los diarios, había llegado hacía dos o tres días, de los Estados Unidos, bastante enfermo. Seguimos mirando el aerostato, que se acercaba más, cuando no pudimos menos de lanzar un grito: «¡Se quema!» Del globo salió una luz, una llama, y se produjo una detonación, un corto trueno, y luego un humo que nos llenó de espanto a todos, a nosotros y a unos cuantos transeuntes que se habían detenido a ver... No; es algo tan horrible que no encuentro cómo escribirlo. La impresión penosa me dura, y el recuerdo me durará por toda la vida. El globo reventado descendió en un momento, arrastrado por el pesado aparato que servía de barquilla. Fué tan rápido eso, que no nos dimos cuenta exacta del tiempo; unos pocos segundos. Oímos el ruido del choque, horroroso choque, como a unos doscientos metros... El espanto parecía que había paralizado a todo el mundo. Mis amigos y yo no nos hablábamos una sola palabra hasta momentos después, que pasaron varios automóviles que venían en socorro de los aeronautas. A lo largo de la avenida, cerca de la rue de la Gaîté, estaban los restos del globo, y bajo ellos, los despedazados restos de dos bravos hombres: el pobre señor Severo, diputado brasileño, émulo de Santos Dumont, y su mecánico, M. Sachet. A poco llegaban las camillas y se recogían los cuerpos... Yo no quise ver... sacos sangrientos de carne y huesos deshechos... Luego supimos que allá, en el parque de Vaugirard, la pobre mujer del aeronauta y su hijito mayor, habían presenciado, locos de terror, la caída...

Ya no pensamos más en paseo ni en paisajes... Nos volvimos, rudamente conmovidos, enfermos, a nuestras casas. No, no olvidaré esto nunca, nunca...

* * *

Este pobre señor Severo, brasileño como Santos Dumont, había venido a París con el objeto de encontrar gloria, gloria y provecho, superando a su ya famoso compatriota. Aún no vieron algunos con buenos ojos el aparecer de este competidor, en los días mismos en que aquel joven aeronauta lograba sus mejores triunfos. Se apartó toda idea de envidia y mala intención, cuando se supo que fué a iniciativa de Severo, que el Congreso del Brasil acordó un premio valioso a Santos Dumont. Pero es el caso que él también estaba poseído por el demonio del invento, y unía a su carácter tesonero un valor singular. Lo que le faltaba, según dicen los entendidos, eran conocimientos prácticos en la navegación aérea, pues no había subido en globo a pesar de sus estudios teóricos, sino dos o tres veces, lo cual hace más temeraria la tentativa que le ocasionó la muerte. Un hombre más en la larga lista de los devorados por la ciencia, de los rechazados y destruídos por la fuerza secreta de la naturaleza, que no quiere dejarse conocer y vencer. Muchos designios desconocidos se oponen a la conquista del universo, al humani generis potentiam et imperium in rerum, de Bacón. Después de que muchos han caído, después de que la muerte y la desgracia han deshecho mil constancias y paciencias, un día llega en que alguien logra dar un paso adelante, entrar un poco en el campo ambicionado. Enorme es el martirologio de la ciencia, y su número acrecerá hasta lo infinito. Es constante el que un abanderado caiga y otro recoja la bandera. Y el ejército silencioso sufre mermas y claros que se reponen luego. Caen las construcciones, explotan los laboratorios, muelen las máquinas, envenenan los gases, fulminan las fuerzas eléctricas, emponzoñan los microbios, y los consagrados a hacer adelantar la felicidad y el progreso humanos siguen en su labor ardua y paciente.

En la lucha con los elementos, el aire resiste, misterioso y traidor. Muchísimos son ya los que han corrido la suerte del antiguo Icaro; muchos los imprudentes y osados.

Recuerdo haber visto en el museo Borbónico un vaso pintado en que representa a Dédalo poniéndose las alas, ayudado por Minerva. Juzgo que esta pintura debía estar en el escudo de cada aeronauta, pues la cordura debe presidir a cada tentativa, so pena de exponerse a la irremediable catástrofe. Al echar a volar de la prisión cretense en que los tenía aprisionados el rey Minos, llevaban alas iguales Dédalo y su hijo Icaro; pero éste no escuchó los consejos prudentes de su padre y fué precipitado en el Egeo. Así, los Icaros modernos deben tener siempre fijo el significado del mito griego.

El desgraciado Severo, como el hijo de Dédalo, fué víctima del fuego; al uno los rayos del sol derritieron la cera de sus alas, y al otro el encendido motor hizo explotar el hidrógeno de su globo. La trágica prosa de estos infelices estrellados en pleno París, convertidos en una sangrienta masa, supera en su horror al poético descenso del personaje legendario a las aguas de un mar armonioso. Severo era fatalista. «Si he de morir hoy, dijo, moriré.» Y murió. Era también bastante meridional. Gustaba de las hermosas frases, y llevaba en su barquilla papeles impresos en que «El Brasil saludaba a Francia desde el Pax». Su entusiasmo era superior a su reflexión, cosa que no ocurre en los verdaderos sabios... Su ímpetu poético le fué fatal, y su noble impaciencia de victoria. Pensaba construir después de su primer triunfo un gran globo que se llamaría Jesús, y con el cual atravesaría el Océano. Soñaba en la paz humana, en la conquista de tranquilidad del mundo por la ciencia y por la virtud cristiana. La casualidad, que es misteriosa pariente de la ironía, hizo que el globo llamado Pax cayese con su creador Severo en la calle de la Gaîté, y que el globo Jesús quedase en proyecto en el despedazado cerebro del lamentable brasileño.

No se arredran los que tienen la fiebre del descubrimiento. No les atemoriza la terrible lección de un antecesor que fracasa en un drama espantoso. Todos saben que hay escollos y dificultades, y lo que es peor, la probable muerte. No importa. La fe va de guía; la fe, que es ciega. Así el desventurado Severo. Así tantos otros. Pilatre de Rieres no aleccionó a Zambeccari, ni Zambeccari a Giffard, ni Giffard, entre muchos, a Woelfert, ni Woelfert a Jagels, ni Jagels a los Tissanddier, a Renard y Krebs, a Santos Dumont y al soñador del Pax y del Jesús.

Los chinos y los japoneses tienen dioses horribles de los elementos. Los dioses del aire, de la tierra, del fuego, son seres a quienes hay que hacer sacrificios y no ofender en sus distintos reinos. La iglesia católica reconoce en cada elemento una potencia que obedece a sus conjuros, y a los cuales el sacerdote bendice en día señalado, conforme al ritual. Mas el esfuerzo humano va conquistando a cada paso el dominio del mundo, en continua lucha con lo desconocido. Y dioses nuevos se descubren: el dios de la electricidad, el dios del vapor asientan más y más su potencia sobre la faz de la tierra. Mas para alcanzar esas victorias, ¡cuántas víctimas, cuánta sangre, cuánta vida!

¡Pleno cielo! cantaba Hugo. Ninguna conquista más atrayente, más grande, más transcendental que la del espacio. La locomoción aérea dirigida y voluntaria, es el cambio de la existencia actual; el advenimiento de una nueva era, la revolución más decisiva en el estado actual de las sociedades humanas. La guerra no desaparecería de entre los hombres; pero sí mil leyes, convenciones y modos de ser. Hay en ello mucho en que soñar, y la sonrisa del lápiz ha trazado ya más de una graciosa imaginación con ese tema.

Se explica el entusiasmo de un inventor, al creer ya en su poder las riendas del huracán, el imperio del cielo azul. Ser como el águila o el cóndor, sobre la pequeñez de las fronteras y de las aduanas, y realizar una vez más la grandeza del mito, siendo sencillamente y con fuerza simplemente humanas, una voluntad casi divina. Es, en verdad, demasiado hermoso. Mas la esfinge, no se deja vencer fácilmente. La energía de lo oculto se manifiesta contra el hombre invasor que se atreve a rasgar el velo de lo misterioso.


Et les bûchers flambaient, multipliés, dans l'air
Fétide, consumant la pensée et la chair
De ceux qui, de l'antique Isis levant les voiles
Emportaient l'âme humaine au delà des étoiles.
 

Así dice el poeta, y así se cumple. Y así se ha ido en el penoso y largo camino desde el hombre lacustre hasta los Pasteur y los Edisson, desde Tubalcaín hasta Eiffel, desde el fabuloso hasta los modernos Icaros.

—¿Qué hará usted ahora?—han preguntado a Santos Dumont después del trágico suceso de la Avenue du Maine.

—Recomenzar—contestó.

Y comenzará de nuevo. Y quizá él también vaya a aumentar la lista de los sacrificados, por la noble tenacidad que hace a los héroes y a los sabios. ¿Creerá él también en la fatalidad?

El elemento que pasa por la naturaleza entera y al cual llamamos vulgarmente fatalidad, toma un aspecto brutal y bárbaro, dice Emerson. Y Chaucer: El destino, ministro general que ejecuta todo aquí abajo—la cosa prevista por Dios—, es tan fuerte, que, así el mundo entero hubiese jurado lo contrario, por sí o por no, un acontecimiento que no llega en mil años, llegaría en un día dado; pues, ciertamente, nuestros deseos o apetitos, guerreros o pacíficos, de odio o de amor, están aquí gobernados por una presidencia superior.

Y si el luchador ha de triunfar, triunfará, pues la fatalidad del bien es igual a la fatalidad del mal, y en donde el acorazado que sabe adonde se dirige, se hunde, la carabela de Colón, pasa guiada por el destino hacia en donde ha de aparecer la deseada América.

Icaro ha de ser, por fin, dueño del elemento con que ha tanto tiempo brega. De las legendarias alas a la aviación actual, los trofeos ganados son muchos. La raza es generosa y potente. Eupalamo, que inventó los barcos, y cuyo laberinto, que se creía invención de la fantasía, acaban de encontrar felices arqueólogos fué un ser de carne y hueso y el maravilloso arquitecto fué el abuelo de Icaro. Hoy surge un hijo de la tierra americana, que representa la antigua estirpe y que quizá sea el señalado por la suerte para el logro definitivo.

Es de notarse que es el nuevo continente quien da hoy esos nombres a la gloria. Y Severo muerto, y Santos Dumont en la obra que le posee, son lustre y orgullo, no solamente del Brasil, sino también de la América toda. O para decir mejor, de la humanidad.

Libro cuarto

I

Una sensación de bosque. Los árboles llenos de hojas forman cúpulas de frescura de donde se escapa suave rumor y una incesante polémica de pájaros. La fuente de Médicis evoca la gracia italiana que trajo aquella magnífica María, flor florentina. Las estatuas se duplican en el agua especular. A lo largo de las alamedas juegan los niños de piernas desnudas. Más allá, frescas muchachas se divierten con el lawntenis. Bandadas de gorriones saltan familiares sobre el terreno cubierto de hierba menuda y fina. Vuelan palabras, gritos, risas. La fuente central, frente al palacio, lanza su chorro verticalmente, que el aire transforma en una larga pluma cristalina y espumosa. En los bancos, al amor del delicioso ambiente, las gentes leen sus periódicos o sus libros. Varias mujeres hacen su labor. Uno que otro pintor copia rincones pintorescos. Abro mi diario y recorro sus columnas: la nueva ley sobre el servicio militar; una endemoniada en un convento; detalles sobre la catástrofe de la Martinica; todavía los Humbert... Llegan a mis oídos los acentos de una música militar. Por una almeada un sacerdote despacioso se adelanta; frente a él vienen dos estudiantes que discuten. Oigo la palabra laico... He ahí las dos fuerzas que hoy en Francia luchan con encarnizamiento... Y recuerdo la pregunta de Zola: «¿Adónde váis, jóvenes; adónde váis, estudiantes, que recorréis las calles manifestando, arrojando en medio de nuestras discordias la bravura y la esperanza de vuestros veinte años?—Vamos a la humanidad, a la verdad, a la justicia.» La Francia de mañana, los hombres de lo porvenir, no todos siguen el mismo rumbo. Hay la juventud atada a las tradiciones y prejuicios, y la juventud violenta de deseo, llena de ansias de futuro, dispuesta a la conquista de la felicidad humana. Hay la juventud gárrula, los hijos de papá, los trasnochadores de la taberna del Pantheon y otros d'Harcourts, y los laboriosos que siguen una carrera y la coronan, y no cesan de estudiar y bregar noche y día, dando lecciones, viviendo del propio esfuerzo, en tarea y en dignidad. Hay los ciegos o vendados por la influencia de la educación sectaria, voluntariamente inútiles, o poseídos de su idea parcial, y los que con los ojos bien abiertos buscan la vía segura, confían en la fuerza del pensamiento y se abrevan de ciencia vestidos de constancia y acorazados de voluntad. No creo mucho en las exageraciones de cierta juventud laica, que confinan con la filosofía de la crueldad y del absoluto egoísmo so pretexto de librar el alma de todo yugo dogmático. Ser laico, dice Lavisse, no es limitar al horizonte visible el pensamiento humano, ni prohibir al hombre el ensueño, y la perpetua rebusca de Dios; es reinvindicar para la vida presente el esfuerzo del deber. No es querer violentar, no es despreciar las conciencias aún detenidas en el encanto de las viejas creencias; es rehusar a las religiones que pasan, el derecho de gobernar a la humanidad que dura. No es odiar tal o cual iglesia o todas las iglesias juntas; es combatir el espíritu de odio que sopla de las religiones, y que ha sido causa de tantas violencias, carnicerías y ruinas. Ser laico no es consentir en la sumisión de la razón al dogma inmutable, ni la abdicación del espíritu humano delante de lo incomprensible; es no afiliarse a ninguna ignorancia. Es creer que la vida vale la pena de ser vivida, rechazar la definición de la tierra «valle de lágrimas», no admitir que las lágrimas sean necesarias y bienhechoras, ni que el sufrimiento sea providencial; es no tomar partido por ninguna miseria. Es no esperar en un juez que está sentado más allá de la vida, que ha de dar de comer al hambriento, de beber al sediento, de reparar las injusticias y de consolar a los que lloran; es librar batalla contra el mal en nombre de la justicia. Ser laico es tener tres virtudes: la caridad, es decir, el amor a los hombres; la esperanza, es decir, el sentimiento bienhechor de que un día vendrá, en la posteridad lejana, en que se realizarán los ensueños de justicia, de paz y de felicidad que, mirando al cielo, acariciaban los lejanos antepasados; la fe, es decir, la voluntad de creer en la victoriosa utilidad del esfuerzo perpetuo. Estas palabras, escuchadas del labio del sabio maestro, me parecen simplemente una interpretación moderna de la antigua idea cristiana. Y no encuentro la razón de ser del anticristianismo que en estos momentos se manifiesta en una parte del joven pensamiento francés. Un ideal de verdad, de justicia y de paz universal no está en contradicción con la doctrina del Nazareno, como la fe, la esperanza y la caridad. El dañó está en el estrecho clericalismo. La juventud idealista francesa oye desde hace tiempo el anuncio de un alba nueva, de una aurora de redención, y lo que ve surgir de cuando en cuando, en una noche cada vez más obscura, son manifestaciones medioevales, apariciones de retroceso, odios sectarios, nacionalismo odioso, antisemitismo ferozmente arcaico, el elogio de las matanzas de religión, el despertamiento de las Dragonadas, la dormida Montagne Pelée de los ancestrales rencores que hace erupción cuando menos se piensa, poniendo en peligro la ciudad de libertad, de igualdad, de fraternidad que se va construyendo poco a poco. Una parte de la juventud se esfuerza en evitar el mal. Las otras partes la han amenazado, la han burlado, se le han opuesto. Los descendientes de la Revolución no han dejado, no dejan de proseguir su campaña, alentados por unos cuantos maestros. Ellos buscan que la educación política se emprenda sobre bases sólidas para que luego mantenga el edificio de la nación. Nuestro objeto, dicen, es hacer la educación republicana de las jóvenes generaciones de nuestro país. Su profesión de fe filosófica, política, social y artística, está concentrada en este verso de Fernand Gregh:

Aimer le vrai, rêver le beau, dire le juste.

Ponen frente al viejo ensueño semita del Evangelio, la «unión de la cordura antigua y de la ciencia moderna.» Luchan entre la anarquía moral por un ideal moderado, «en nombre de la Verdad contra los Dogmas, en nombre del Derecho contra la Fuerza, en nombre de la Justicia contra todas las iniquidades sociales.» Otros van más lejos y traspasan los muros de la ciudad utópica de la comunidad humana, mientras se mueren en su ingrato oficio los Trublions de Anatole France. El ejército se mira combatido por los que, como el marqués de Rochefort, abanderado del Estado Mayor, atacan de todas guisas la idea del militarismo. «Ah, voilà assez longtemps qu'on nous embête avec l'honneur militaire!» grita ese furioso viejo gamin. Drumont predica el patriotismo, al propio tiempo que llama al Ministerio de la Guerra «una caverna, un lugar de perpetuos escándalos, una cloaca que no podría compararse a los establos de Augías». El coronel Villebois-Mareuil, en una carta resonante, confiesa que «ciertamente, los galones no valen la pena.» El diputado nacionalista Alfonso Humbert, llama al pabellón símbolo de la patria, una «loque tricolore». El mismo Rochefort escribe que «nuestros vencedores no son más crueles respecto de nosotros que lo que nosotros hemos sido feroces con nuestros vencidos, y que «il faut absolument en finir avec le rêgne des soudards». Cassagnac deja constancia de que, bajo la república, se prefiere siempre a «un imbécil o a un canalla, y que el Estado Mayor está compuesto de imbéciles, de vanidosos y de ganapanes». Edmond Lepelletier demuestra que los jefes del ejército comienzan ya a ser escogidos entre los antiguos alumnos de las casas religiosas. Se citan versos de Coppée:


Vous portez, mon bel officier
Avec une grâce parfaite,
Votre sabre a garde d'acier;
Mais je songe à notre défaite.

Cette pelisse de drap fin
Dessine à ravir votre taille;
Vous êtes charmant, mais enfin
Nous avons perdu la bataille,

On lit votre intrépidité
Dans vos yeux noirs aux sourcils minces
Aucun mal d'être bien ganté!
Mais on nous a pris deux provinces.

Vos soldats sont-ils vos enfants?
Etes-vous leur chef et leur père?
Je veux le croire et me défends
D'un doute qui me désespère.
 

Lemaître declara que las promociones se hacen en el ejército entre los «flexibles, los intrigantes y los imprudentes», Charles de Freycinet, senador y tres veces ministro de la Guerra, afirma que hoy la vida del soldado más bien merma que aumenta su valor moral. M. Jules Delafosse, diputado conservador, asegura que con el servicio militar obligatorio y universal, no podrían rivalizar en obra de mal, «ni las epidemias mortíferas, como la peste o el cólera, ni las convulsiones del mundo físico, como los terremotos y los ciclones, ni las catástrofes devastadoras, como los incendios y las inundaciones». Y esto lo escuchan los jóvenes espíritus que han cantado la Marsellesa y que piensan en futuros ataques a la integridad de la patria. Otros piensan en otra patria mayor, en los intereses universales, en la solidaridad de los hombres. No admiten la divisa romana en el concepto romano de la patria: Tu regere imperio populos, Romane, Memento, y oyen palabras que, como la de Paul Bert, les dicen: «Queremos que se respete la patria, porque allí vemos una expresión, una de las manifestaciones más elevadas de la libertad humana.» La patria no se define por los límites naturales; no se define por la lengua, por la raza; no tiene que ver casi con la geografía, la lingüística, la etnografía. La patria se constituye por el libre y mutuo consentimiento de hombres que quieren vivir bajo un régimen político y social que han libremente creado o adoptado. Se cimenta por el recuerdo de las luchas sostenidas para conquistar ese estado social, por la fraternidad de los campos de batalla, de la sangre vertida y también por las aspiraciones comunes y por los intereses comunes. El peligro está, indudablemente, bien señalado, y contra él van los franceses de buena voluntad, jóvenes y viejos. Los sueños libertarios por bellos que sean, no dejan de estar muy lejanos. Los hombres de lo pasado, los representantes de las viejas ideas, se diría que son los únicos que tienen valor, energía, voluntad.

Ellos defienden bravamente su terreno conquistado desde tantos siglos, y no se dejarán destruir, armados como están de todas armas, y con un vigor que no demuestran los contrarios.

A un paso se alza la cúpula del Pantheon. A un paso está el Museo. Reinan un ambiente de gloria y un soplo de arte. El arte, la ciencia, la investigación del misterio humano, la liberación de todos los espíritus por medio de la Verdad y de la Belleza, he ahí la verdadera salvación de la Francia, de la tierra, de la humanidad entera. Los grandes creadores de luz son los verdaderos bienhechores, son los únicos que se opondrán al torrente de odios, de injusticias y de iniquidades. He ahí la gran aristocracia de las ideas, la sola, la verdadera que desciende al pueblo la impregna de su aliento, le comunica su potencia y su virtud, le transfigura y le enseña la bondad de la vida. Y es el camino hacia lo desconocido, en busca del secreto de nuestro ser. Mientras en la calle se entrechocan las antipatías y las hostilidades, mientras los portavoces de las pasiones violentas y malignas agotan sus terribles diccionarios, mientras se gastan en campañas miserables, i en trabajos de destrucción y de rencor fuerzas que podrían ser empleadas en bien de la comunidad, en provecho de la república, unos cuantos sabios prosiguen en sus laboratorios sus investigaciones; unos cuantos pensadores se afanan en la solución de más de un problema benéfico; unos cuantos artistas se aislan en su obra diaria, en la metódica labor que crea poco a poco la obra durable. Y hay por eso que confiar, que no desesperar. A la consecución de altos fines tiende el impulso vehemente de las almas nuevas. No sabemos si ese pálido joven de larga cabellera que acaba de pasar con un libro debajo del brazo es uno de los salvadores de mañana. Lo que sí sabemos es que los salvadores de mañana no están entre los danzantes de Bullier y donjuanes de la terraza. Felizmente, la juventud estudiosa americana que viene a París, buena parte encara los grandes problemas y consagra a la observación y a los libros sus mejores horas. No toda viene a bailar y beber.

He de ocuparme en los estudiantes americanos. He de escribir de su vida y de sus esfuerzos. He de visitarlos en los hospitales, en los laboratorios, en los talleres. Y he de contar la existencia del artista, pensionado o no, que pasa sus horas en la esperanza de su visión, en la fe en su arte, en el amor de su propósito. Estos no van a gritar a los monomios, ni buscan recomendaciones. Aprenden las maneras de la juventud libre y sana. No desdeñan reir, a pesar de la arruga que el pensamiento les cincela en la frente. Piensan en engrandecer la patria lejana, con todo y la indiferencia de los gobiernos y las sociales miserias, cegueras e injusticias. Miran, observan las agitaciones de las naciones europeas, los progresos, las tentativas, los fracasos y las victorias. Meditan en sus pensiones, en sus cuartos, en sus estudios más o menos pobres. Sonríen a uno que otro amor pasajero. Y, a la hora de los poetas, suelen venir a respirar olor de bosque bajo los árboles del jardín próximo, como estos verdes y frescos del Luxemburgo.

II

M. Jean Finot, al hablar de la Inglaterra enferma, no deja de hacer notar la vitalidad creciente de los Estados Unidos. No poco le ha servido para sus estudios y comparaciones la obra de M. Stead sobre la americanización del mundo, la cual tiene como epígrafe una frase de Cobden, en 1835: «We fervently believe that our only chance of national prosperity lies in the timely remodelling of our system, so as to put it as nearly as possible upon an equality with the improved management of the Americans.» M. Stead considera con razón como el más grande fenómeno político, social y comercial, la ascensión de la gran república al primer puesto entre las potencias del mundo.

El valiente periodista ha dicho claramente a sus connacionales: Si no renunciamos a un ficticio orgullo y no imitamos los procedimientos de los americanos, y no trabajamos para la concordia y unión del english-speaking world, vamos a quedar reducidos a la posición mediocre de Holanda o de Bélgica.

«Los norteamericanos se esfuerzan con inaudito despliegue de energía en rehacer el mundo a su imagen y semejanza. Y la americanización universal ha comenzado. Inglaterra está invadida. Irlanda es más americana que inglesa. Un irlandés preferirá siempre, y estará orgulloso de ser ciudadano americano, a ser súbdito de la Gran Bretaña. La mayoría de los irlandeses miran con hostilidad al imperio británico. El partido revolucionario irlandés es en América donde tiene su base, sus banqueros, sus comités. Cada día Irlanda está más americanizada, más y más asimilada a las ideas de la democracia del Oeste.

»Lo que América ha dado a los irlandeses es mucho más valioso que dollars. Es únicamente en las ciudades de la Unión Americana donde los irlandeses han tenido oportunidad de desplegar aquellas facultades políticas, cuyo ejercicio se les niega en su tierra natal.» M. Stead es un escritor franco, que no disfraza nunca su pensamiento y que habla claro.

Las Antillas están llamadas a la anexión a los Estados Unidos; y es muy significativa una caricatura yanqui en que van, en forma de pollitos, a caer bajo el sombrero-trampa del Tío Sam. En cuanto al Canadá, juzga M. Stead que será la primera entre todas las antiguas colonias inglesas que se separe del Imperio para echarse en brazos de la forma republicana, aunque no para una anexión a los Estados Unidos.

Sin embargo, hay muchos partidarios de ella, sobre todo entre los canadienses de origen francés.

Australia está influenciada por los principios de la república americana. En la organización del Australian Commonwealth se ha tenido la mira puesta en los Estados Unidos. «El nuevo parlamento no tiene un año, pero ya ha formulado una petición de grandes alcances para la adopción de una doctrina de Monroe para el Pacífico.» Por lo que toca a la vida y costumbres, los australianos son mucho más americanos que ingleses, como lo han hecho notar algunos escritores y viajeros, entre ellos Henry George.

De paso, notemos una de las principales bases de la fuerza norteamericana en la inmigración. Son enormes aumentos de aspiraciones y energías las que han ido a acrecer la potencia propia. «La emigración, que a menudo es mirada por los americanos como un elemento de peligro, ha probablemente contribuído más que nada, excepto el puritanismo en la educación de la Nueva Inglaterra, a la formación de la república.» El profesor Starr ha asombrado recientemente con su afirmación de que, si no fuese el continuo influjo de la emigración extranjera con sus prolíficas familias, el tipo genuíno americano se aproximaría al piel roja, y, como el piel roja, estaría llamado a desaparecer. El país ha sido «un crisol de naciones».

La americanización de Europa va en una rápida progresión, aunque a ella se opongan unos cuantos espíritus defensores y previsores, cuyo principal representante y director es el emperador de Alemania. M. Stead tiene una frase muy feliz a su respecto: es Canuto, dice, enfrente del mar. La ola no deja de avanzar poco a poco a pesar de todas las protestas y de todos los esfuerzos. Y el viaje reciente del príncipe Enrique ha podido convencer al magnate viajero de la verdadera fuerza yanqui en su centro y origen, y el kaiser, una vez más, habrá sido bien informado. A esta oposición del kaiser obedecen las nuevas disposiciones y las nuevas tendencias de encauce de la emigración de que he hablado en una de mis correspondencias anteriores. Pero oigamos: «No hay ciudades más americanizadas en Europa que Hamburgo y Berlín. Son americanas en la rapidez de su progreso, americanas en su nerviosa energía, americanas en su pronta apropiación de las facilidades para el rápido transporte. El americano se encuentra mucho más en su casa, a pesar de la diferencia de idioma, en la concentrada y febril energía de la vida de Hamburgo y de Berlín, que en las más estacionarias y conservadoras ciudades de Liverpool y Londres. El manufacturero alemán, el armador alemán, el ingeniero alemán, están prontos a emplear las más recientes máquinas americanas. La máquina de escribir americana impera tanto en Alemania como en la Gran Bretaña; y, lo que es mucho más importante, el estanciero americano continúa proveyendo de pan y tocino, en cantidades cada vez mayores, la mesa alemana». Hay además la transfusión de ideas políticas, que ha preocupado mucho al emperador, con justo motivo.

La influencia norteamericana en el imperio otomano se ha entrevisto recientemente, a propósito de la captura de miss Stone. El misionero yanqui ha fundado colegios y centros que, al propio tiempo, son de propaganda evangélica y de provecho para los Estados Unidos. En Bulgaria, la mujer mas influyente era una discípula de la famosa miss Stone; la señora W. B. Kossuroth. Si el gobierno americano hubiese querido tomar la cosa a pechos, cuando el secuestro sonoro, «las Estrellas y Listas hubieran flameado pronto sobre las aguas del mar de Mármara, y el trueno de los cañones americanos hubiera sonado la agonía de la dinastía otomana. Ningún poder sobre la tierra hubiera podido detener el avance de los barcos americanos, y ninguna potencia de Europa, por supuesto, se habría atrevido a intentarlo.»

En el resto de Europa la americanización ha tomado otras vías. La invasión es sentida por todos y en la conciencia de todos parece incontenible.

En Asia, los Estados Unidos, después de la guerra con España, han llegado a ser un poder activo con la toma de las islas Filipinas. El influjo del capital americano en China y en el Japón ha ido en aumento desde hace tiempo.

Por lo que entrañan y lo que dejan gráficamente significado, las caricaturas son muy valiosas lecciones, y en este caso hay innumerables obras de dibujantes ingleses y americanos.

En una está el «Colonel Jonathan J. Bull», o lo que llegará a ser John Bull. En un fondo londinense, pero lleno de casas a lo yanqui, está plantado John Bull, la personificación simbólica de Inglaterra. Pero viste un traje que participa del traje propio conocido y del del tío Sam. A su lado está el águila americana, pero con cabeza de león, del león británico. Esa híbrida mezcla quiere decir demasiado para detenerse a explicarla. El dibujo es del Punck.

Ya he hecho referencia al sombrero-trampa que coge los pollitos de las Antillas. En otra caricatura, a propósito de la tarifa Wal, se alude a la anexión de Cuba. La única salvación está, ante el muro levantado, en un santos-dumont que se llama Annexation y que va montado por un cubano. Ambas caricaturas son de origen yanqui.

Hay otra del Punck de Nueva York, en que, ante las naciones de Europa, gallos enjaulados en la jaula de la doctrina de Monroe, se pasea, gallo enorme entre los pollos de las naciones latinas de América, el Uncle Sam. En otra el mapa de la América del Sur forma una cabeza cuyo sombrero es el del mismo Tío. En otra, con motivo de la terminación del tratado Clayton Bulwer, John Bull se inclina descubierto al abrir una puerta por la que entra orgulloso, armado de pico y pala, a abrir el canal de Nicaragua, el Tío consabido. En otra, un monstruo, una extraordinaria serpiente marina formada de arados, locomotoras, vagones, bolsas de trigo, máquinas agrícolas, barricas y algodón, avanza hacia el continente europeo, y a su vista salen corriendo, espantados, los tipos representativos de las naciones de Europa, John Bull el primero. Y en otras, ya es John Bull que sale a pasear por su propio país, y se encuentra con que todas las propiedades que ve están compradas por capitalistas norteamericanos; ya es el mismo John Bull que trabaja en una oficina en donde todo es «made in U. S.», o en una calle no encuentra tranvía en que subir que no sea de Compañía americana. Aquí va Jonathan llevándose un talego que representa el comercio del mundo, y a su paso atropella a las naciones del viejo mundo; más allá se demuestran las victorias seguidas de los Estados Unidos en materia de sport. O se ve a John Bull víctima de una pesadilla, viendo por todas partes tíos Samueles que le estorban el paso, que le prenden, que le juzgan, que le pegan en el box, que le dejan sentarse, que le vencen a la carrera o que se ganan todos los aplausos en los teatros. Por un lado, un retrato charge de Pierpont Morgan, cubierto con un sombrero que simboliza los truts y vestido de un chaleco de dollars. En otra parte, él mismo, como Atlas, lleva el mundo al hombro; y en otras tiene los tentáculos de un pulpo, o va en una bicicleta cuyas dos ruedas son los dos hemisferios del planeta.

¿Cuáles son los medios con que la dominadora América americaniza? Tiene la religión, por medio de sus innumerables ejércitos de misioneros y asociaciones de todos los cultos e iglesias americanas.

Hasta el espiritismo ha sido un útil medio en sus manos. Luego, la obra del Christian Endeavour movement, se ha extendido en toda tierra de habla inglesa.

Su influencia en el mundo intelectual y en el periodístico es grande. Desde el almanaque del Poor Richard hasta los ensayos de Emerson y la obra sociológica de Henry George. En el siglo pasado ha dado dos poetas de una originalidad y vuelo que se han impuesto al Universo: Poe y Whitman. Sus humoristas han contagiado a todas las literaturas de la tierra, a punto de hacer pesado en más de un autor «gai» francés el tradicional y ligero espíritu de la risa gala. Novelistas como Bellamy han logrado fama en un momento. Sus diarios son los colosos del diarismo mundial, y sus «magazines» son insuperables. En arte tienen un movimiento enorme que comienza a conocer el mundo; y la pintura saluda a Vhistler como la escultura a St. Gaudens, entre los grandes maestros. Su ciencia ha conseguido varias victorias. Su teatro ha invadido plenamente a Inglaterra. Su sociedad se ha ennoblecido por alianzas, gracias a su riqueza. Yanquis son la virreina de la India, lady Curzon, como la duquesa de Marlborough, y como muchas tituladas de todas las cortes de Europa. En el mundo del sport son reyes los yanquis. Y el Truts tiene carta de ciudadanía americana. Son los directores actuales de la Fuerza en la Humanidad.

III

La vieja cuestión del canal interoceánico se renueva de tiempo en tiempo. En estos momentos, se agita en los Estados Unidos y tiene naturalmente gran repercusión en Francia. ¿Se realizará el canal por fin? ¿Cuál de los canales? ¿El de Nicaragua? ¿El de Panamá? ¿Los dos? Colombia, Nicaragua, Costa Rica están a la espera de las resoluciones definitivas. El proyecto de Nicaragua parece ganar terreno; el cadáver de Panamá se diría conmovido eléctricamente como la rana de Galvani. M. Buno-Barilla lanzó aquí hace algunos meses un llamamiento a los panamistas, en el buen sentido de la palabra, para interesarlos en favor de una empresa que podría resarcir las antiguas pérdidas; nadie hizo caso. M. Hutin hizo un viaje a los Estados Unidos para tratar de ofrecer al yanqui los restos de Panamá, a un buen precio. Las influencias y los ofrecimientos usuales en los medios políticos americanos, no han escaseado. Nada se ha resuelto todavía. Entretanto, los norteamericanos se posesionan poco a poco de Nicaragua, en donde el gobierno ha comenzado por hacer concesiones que han sido aminoradas por declaración del presidente Zelaya, pero que, por parte de los Estados Unidos, han sido mantenidas, según las primeros versiones que la Prensa hizo conocer; es decir, cesiones territoriales a un lado y otro del futuro canal, con derecho de establecer guarniciones militares y tribunales de justicia. No se podrá alegar, pues, en tal caso, la «soberanía» de la república centroamericana, aunque hay que confiar en el reconocido patriotismo y tacto político del general Zelaya.

El señor Crisanto Medina, antiguo ministro de varias repúblicas de Centro América en Europa, persona de consejo y habilidad, que conoce perfectamente la cuestión del canal, como que ha sido actor en muchos preliminares de ella, ha ido recientemente a Nicaragua, y no es de dudar que sus indicaciones hayan sido escuchadas en el gobierno. Ha escrito con oportunidad una interesante historia del canal interoceánico, que reviste la mayor actualidad. No es el señor Medina de los dudosos, él cree probable que llegará, tarde o temprano, la necesidad, para el comercio del mundo, de los dos canales, el de Panamá y el de Nicaragua. Por de pronto, y por más que se asegure que los entusiasmos norteamericanos por el istmo nicaragüense son aparentes y tan sólo manifestados para encontrar más fáciles las ofertas del Panamá, abandonado por la mano francesa, parece extraordinario que se pueda suponer interés en continuar la ruta fracasada de Lesseps. Me ha tocado visitar en compañía de ingenieros desolados ante el espectáculo ciertamente conmovedor, aquel inmenso cementerio de construcciones, aquel colosal osario de máquinas, entre las ruinas, en el lugar fatídico en que la imprudencia por un lado y el delito por otro, enterraron un sinnúmero de vidas y un sinnúmero de ahorros de pobres gentes... Proseguir, animar de nuevo las viejas dragas llenas de herrumbre, volver a turbar con nuevos ruidos el silencio que dejó allí la más formidable de las «débacles», una especie de Sedán económico de Francia, sería una locura que no cabe, sobre todo, en cerebros yanquis. Pero, todo puede ser.

Los días pasados, en casa del señor Medina, recorría yo las líneas que ha dedicado a la obra ístmica. Él hace primero, y antes de entrar en recuerdos y apreciaciones personales, una reseña ligera de las tentativas que, a través de los siglos, se han iniciado para unir los dos océanos. Tiene el buen gusto de no citar la previsión de Séneca: «aquí está la vasta puerta de dos mares» demasiado mellada por el uso que de ella han hecho cuantos han tenido que ocuparse en el asunto. Habla de los ingenieros del Renacimiento, que fueron a buscar oro de Cipango, y que señalaron varias rutas factibles. Refiriéndose a ellos, cuenta que M. de Lesseps le dijo un día: Ils n'étaient pas fixés! Él tampoco, el pobre grande hombre n'était pas fixé!...

—Vea V., me dice el señor Medina—mientras la madera crepita en la chimenea de su «bureau» de diplomático, en la rue Boccador—; vea V. lo curioso que es ese proyecto de un antiguo español, Diego de Mercado, cuya relación se ha encontrado hace poco en los archivos de Sevilla: «Diego de Mercado no era un ingeniero; tampoco era un geógrafo. Él mismo dice modestamente a su soberano, Felipe III, que es «fabricante de pólvora, y antiguo soldado, a la sazón vecino desta ciudad de Santiago, de la provincia de Goathemala.» No obstante, sus descripciones son de una precisión admirable, y sus proyectos no carecen de buen sentido práctico. Principia Diego de Mercado por diseñar un cuadro muy completo de los puertos de San Juan al Norte y San Juan al Sur de Nicaragua; y explica en seguida la conformación del río San Juan y las muchas, pero no insuperables, dificultades que ofrece para la navegación a causa de sus arenas, sobre todo de sus raudales. Luego indica el trabajo que sería necesario hacer en él. Hace en seguida comparaciones entre los puertos de Panamá, Colón, San Juan del Norte y San Juan del Sur, y después de algunas descripciones prolijas y entusiastas, en las cuales el buen Diego de Mercado revela su alma de flamenco, hablando con más entusiasmo de los cereales que de las selvas vírgenes; después de un largo examen de las riquezas conocidas del suelo costarricense y de las riquezas y misterios y de la costa de Mosquitia, cuyo nombre primitivo de Sierra del Oro (Saguzgalpa), hace germinar en su imaginación ensueños de fortuna y de conquista, llega a su proyecto de canal y lo expone con sencillez y claridad en páginas que muestran su gran deseo de ser útil a la humanidad y al rey. Diego de Mercado fué un hombre estudioso y perspicaz, de buena voluntad y de fe entera, que comprendió desde luego las grandes ventajas que la canalización de Nicaragua ofrecía a la navegación universal en cambio de un ligero sacrificio. El rey Don Felipe III, no obstante, debe de haber dado muy poco crédito a sus palabras, puesto que aun teniendo seguridad de que, según sus propias palabras, «los trabajadores llevarían la obra a cabo sin necesidad de pagarles salario alguno», dejó sin respuesta definitiva la proposición de su leal vasallo.

Antes habían ya hecho propuestas semejantes al emperador Carlos V, Hernán Cortés y Angel de Saavedra; el primero señalaba como utilizable el curso del Darien y creía hacedero el canal por Panamá, basado en los estudios hechos por Vasco Núñez de Balboa en 1513; Cortés optaba por Tehuantepec, y encargó de hacer los estudios a Gonzalo de Sandoval. Carlos V se encogió de hombros. Tenía otras cosas que intentar. Luego, un aventurero portugués, llamado Antonio Galvao, encontró hacedero el canal por cuatro vías diferentes: Nicaragua, el istmo de Méjico, Panamá, entre el golfo de Uraba y el golfo de San Miguel. Felipe II recibió los pedidos de López de Gomara para que llevase a la práctica la obra del canal. Mucho tiempo pasó sin que ningún paso importante se diese. El fundador del Banco de Inglaterra, William Patterson, hizo que su rey aprobase un plan de colonización del Darien y de un canal por ese punto; aunque la expedición se organizó, no pudo efectuarse. Después tenemos la iniciativa de Bolívar, que, naturalmente, encontraba muy factible la obra por el istmo panameño; el Libertador se ocupó en el asunto antes y después de la realización de sus sueños políticos.

La primera expedición científica fué en tiempo y por orden de Carlos III. «Dos ingenieros eminentes, dice el señor Medina, uno francés y otro español, Martín de la Bastide y Manuel Galistro, fueron a Panamá y a Nicaragua; examinaron el terreno, hicieron minuciosos sondajes y volvieron a Europa con un proyecto favorable a Nicaragua (y no a Panamá, como dicen algunos historiadores), según consta del Abanico Geográfico que Martín de la Bastide depositó en la Biblioteca Nacional de París en 1805, es decir, en el mismo año del nacimiento de Ferdinand de Lesseps.»

No pudo tener buena acogida el plan de esos dos ingenieros; el tiempo y el medio no estaban de su parte. Es el tiempo y el medio pintados y evocados magistralmente en ese Enfant d'Austerlitz que acaba de producir el genial poder de Paul Adam. Todo lo envolvía el soplo agitado de la Revolución, y luego el estruendo y la tempestad de las guerras imperiales. En cambio, a comienzos del siglo pasado, fueron legión los proyectos y tentativas. Los grandes países, hace notar el señor Medina, enviaban entonces comisiones tras comisiones, y los sabios iban personalmente a América. Es la época del barón de Humboldt, panamista, también en el buen sentido, avant la lettre. Por parte de Nicaragua estaban Crosman, Baily, Félix Belly, Childs, Tay y otros; y Tehuantepec tenía a varios, sobre todo norteamericanos, por interés de vecindad y, por tanto, de absorción. «El historiador D. Alejandro Marure refiere que un hijo de Nicaragua, el señor Manuel Antonio de la Cerda, jefe que fué después de aquel Estado, tuvo la gloria de ser el primer centro americano que promoviese (en Julio de 1823) el asunto del canal, y explica los motivos que le impidieron llegar a un resultado. El señor Cañas, ministro de Centro América en Wáshington, en un oficio dirigido al departamento de Estado, en 1825, propuso la cooperación de Centro América con los Estados Unidos para abrir el canal por la provincia de Nicaragua. Como consecuencia, el famoso Clay, entonces secretario de Estado, comunicó sus instrucciones a Williams, ministro de la Unión en Centro América, para hacer las investigaciones necesarias y aún se celebró un contrato para la construcción del canal, que adolecía de defectos consiguientes a la ignorancia en que por falta de estudios exactos, se estaba todavía sobre el costo y las necesidades de la obra.» Entonces fué cuando el gobierno centro-americano recurrió a Holanda. La política europea echó abajo las buenas intenciones de la compañía holandesa que se organizó. Centro América intentó de nuevo, esta vez con los Estados Unidos, en tiempo del presidente Jackson. Hace tiempo que se solicita la boca del lobo... Las negociaciones siguieron su curso hasta que, en 1853, el Senado adoptó una resolución excitando al presidente a abrir negociaciones al efecto de proteger por tratados a cualesquiera compañía o individuos que acometiesen la construcción del canal, para los Estados Unidos lo mismo que para las demás naciones. En 1849, los Estados Unidos dieron dos buenos pasos a ambos lados del istmo: obtuvieron una concesión del ferrocarril de Panamá, y firmaron un tratado con Nicaragua para la apertura del canal. Inglaterra paró la oreja; y a propósito de los indios de la Mosquitia, celebró el famoso tratado de Clayton-Bulwer, tan llevado y traído en estos últimos tiempos.

En 1880, siendo presidente de Nicaragua el general Zavala, se firmó el contrato Cárdenas-Menocal, que quedó en nada. En 1884 firmó en Wáshington el ministro Zavala un tratado, «en virtud del cual los Estados Unidos se comprometían a construir el canal con acompañamiento de ferrocarriles y telégrafo, concediendo Nicaragua no sólo el territorio al efecto, sino una faja de dos y media millas inglesas de ancho en toda la longitud de la obra. La empresa sería virtualmente administrada por el gobierno americano quien entregaría al de Nicaragua una tercera parte de los productos netos.» Este tratado no obtuvo la ratificación del Senado americano; Cleveland lo retiró. Luego hubo otros arreglos y contratos que caducaron sin resultado ninguno.

Respecto a la tristemente célebre Compañía Universal del Canal de Panamá, el señor Medina es más explícito. «Tendré que tratarla, dice, con más detalles, por haber sido testigo presencial de los acontecimientos desde su origen hasta el fracaso definitivo.» Así, recuerda el primer Congreso científico que haya tratado del canal, en Amberes, el año de 1871, de donde salió muy recomendado el proyecto por el Darien, entre los ríos Tuyra y Atrato, presentado por M. de Gogorza. En 1875 la cuestión fué tratada en el Congreso de Geografía de París. Se trató de la reunión de un Congreso internacional que decidiría. Ya Lesseps aparece; y luego el Sindicato que él apoyaría y que tuvo por presidente al general Türr. Conseguidos los capitales, la Comisión de estudio que debía dictaminar fué enviada. La Comisión partió para América en Noviembre del 76. Iba a bordo del vapor Lafayette, y entre sus miembros se contaban el ingeniero Reclus, el oficial italiano Bixio, Víctor Celler y seis ingenieros más, bajo las órdenes de Luciano Napoleón Bonaparte Wyse. Tocóle al señor Medina ir en ese vapor en tal ocasión. Varios de los miembros de la Comisión eran amigos personales suyos y hace memoria de sus impresiones.

Sabido es que en ese tratado se estipula que las partes contratantes se comprometen a no ejercer un contrato exclusivo sobre el canal, a no alzar fortificaciones en él, a no ejercer dominio alguno sobre Nicaragua, Costa Rica, la costa Mosquitia ni parte alguna de la América Central, ni directamente, ni por medio de alianzas o protectorados. Ya se sabe cómo es la política de los países anglosajones, y cómo saben interpretar, según el caso, sus tratados y sus doctrinas. El canal no pudo tampoco hacerse entonces. Luego fué la invasión filibustera de Walker. Si Walker triunfa, el canal estaría hace tiempo abierto. En el 63 los Estados Unidos, que ya tenían plantado el jalón del ferrocarril en Panamá, propusieron a Colombia la construcción del canal; tales condiciones ponían, que Colombia no aceptó. «Se dice—agrega el señor Medina—que el príncipe Luis Napoleón estuvo en San Juan del Sur, y fué uno de los más entusiastas partidarios del canal por Nicaragua, aunque más tarde, dueño ya de un imperio, no hizo nada para llevar a la práctica la realización de sus ensueños juveniles.» En efecto, Napoleón III publicó un estudio sobre el canal de Nicaragua, muy meditado e importante, y del cual, ya en tiempos en que era emperador, se ocupó el Instituto de Francia. Pero la cosa no pasó a más. El señor Medina habría podido investigar y darnos a conocer algo de las relaciones estrechas que ligaron al monarca francés y al ministro nicaragüense Castellón.

«En nuestras largas conversaciones—cuenta el diplomático centro-americano—, los ingenieros y, especialmente, Bonaparte Wyse y Bixio, me hicieron ver la importancia decisiva de la misión que ellos llevaban, asegurándome que, una vez sus estudios terminados, la obra se ejecutaría sin demora, gracias al poderío y a la influencia de Lesseps, en quien la Europa toda había depositado una confianza ilimitada después de Suez. Yo lo creía también así, y, naturalmente, no dejé pasar una sola de las ocasiones que se me presentaron para influir en sus ánimos, haciéndoles ver las mil ventajas que Nicaragua ofrecía a la empresa; indicándoles la clemencia relativa del clima, la densidad de la población, superior a la de Panamá, la abundancia de maderas y víveres, etcétera. Tan pronto como terminaran sus estudios en el istmo y firmaran un contrato con el gobierno colombiano, tenían la idea de pasar a Nicaragua con igual objeto. Así pensaban regresar a Europa con todos los elementos necesarios para que la resolución del Congreso pudiera darse con entera imparcialidad y perfecto conocimiento del asunto. Pero cuando Bonaparte Wyse regresó de Colombia y Nicaragua, resultó que sólo con el primero había celebrado contrato para la construcción del canal de Panamá. Esta era la situación cuando se reunió el Congreso internacional que debía resolver definitivamente el punto.» Aquí los recuerdos personales del señor Medina se precisan. «Reunióse el Congreso en París, y celebró sus sesiones en el hotel de la Sociedad de Geografía, en los días 15 a 29 de Mayo del año de 1879. El elemento extranjero en dicho Congreso se componía de 62 delegados, representantes de Alemania, Austria, Bélgica, China, España, Estados Unidos, Colombia, Gran Bretaña, Hawai, Holanda, Méjico, Noruega, Perú, Portugal, Rusia, Suecia y Suiza. En cuento a las Repúblicas de Centro América, sólo estaban allí representadas: el Salvador, por el ilustrado publicista colombiano D. José María Torres Caicedo (con quien el señor Medina tuvo un duelo célebre); Costa Rica, por don Manuel M. Peralta. Yo representaba entonces a Guatemala. Además de estos delegados extranjeros, había en el Congreso más de ochenta representantes franceses, en su mayor parte ingenieros distinguidos y casi todos hombres de verdadero talento y de real sabiduría; pero que, habiendo sido hábilmente escogidos por M. de Lesseps, estaban dispuestos a apoyar sus planes y a formar siempre la mayoría necesaria al triunfo de su inquebrantable voluntad. Para llevar a cabo metódicamente sus labores científicas, dividióse el Congreso en cinco Comisiones especiales, y a mí me tocó en suerte, a pesar de mis escasos méritos, ser el vicepresidente de la primera de ellas y de dirigir sus debates durante las ausencias del ilustre sabio francés M. Levasseur. Tratábase, ante todo, en el seno de esta Comisión de establecer, gracias a datos y cálculos estadísticos, los rendimientos probables del canal, para poder, desde luego, estar seguros de la equitativa relación que debía existir entre el capital empleado y los dividendos futuros. En este sentido traté siempre de inclinar los ánimos en favor de Nicaragua, basándome en cifras exactas, pues todos o casi todos los proyectos de apertura de la vía interocéanica por el Lago y el San Juan, marcaban la necesidad de un capital menor al que era indispensable para llevar a cabo la obra en el Darien, y, por lo mismo, ofrecían más probabilidades de ganancias para los accionistas. Esta cuestión era, en el fondo, una de las más importantes, y si mis ideas hubiesen prevalecido entonces, no hay duda de que la opinión pública hubiera ejercido una presión contra Panamá; pero el público no prestó gran interés a ese punto de detalle y dejó obrar a los hombres que, estando encargados de hacer los cálculos estadísticos, con una libertad hasta cierto punto fantástica, debían decidir, en última instancia. Dispuesto M. de Lesseps a no aceptar a Nicaragua sino en último caso, pidió que los datos fueran calculados con toda la posible largueza, basándolos en el tráfico probable del porvenir, teniendo en cuenta el aumento gradual que habría obtenido el comercio cosmopolita cuando el canal empezase a funcionar; es decir, estableciendo los cálculos según lo que ese aumento estaba llamado a producir en 1866. El tonelaje previsto fué de 7.250.000. A pesar de la elevación en tal cifra fué necesario subir el precio primitivamente fijado como derechos de tránsito del canal; y, aun con todo eso, apenas se llegaba a obtener los rendimientos indispensables para pagar los intereses del capital que se necesitaba invertir en la obra. No así adoptando el proyecto Menocal por Nicaragua, que revelaba una economía de 500.000.000, comparado con el presupuesto hecho para Panamá, por el ingeniero Ribourt.»

Las revelaciones del señor Medina son muchas y muy interesantes. Sería de desear que extendiese sus Memorias, que aumentase los detalles y diese a luz un verdadero libro que, de seguro, contendría datos curiosos, previsiones cumplidas y rasgos pintorescos. Recuerda el informe de Levasseur y los estudios de la cuarta Comisión del Congreso, compuesta de los más sabios ingenieros del universo, y que tenía que ocuparse de la parte técnica de los proyectos, que fueron muchos. Me llama grandemente la atención lo que rememora de una carta de M. Lucien Puydt y que leyó en una sesión el secretario de la Comisión. Era un eco anticipado de la catástrofe que debía venir, un anuncio del formidable «Panamá» que debía minar la base de la gloria del Gran Francés. En esa carta se decía que «M. de Lesseps se ocupa exclusivamente del éxito y del porvenir de la compañía civil, y que la cuestión de la apertura del canal, desde el punto de vista del interés universal, queda regalada a un plan secundario, y su solución subordinada a la aceptación del proyecto de su protegido.»

Más, mucho más contienen las apuntaciones y la riquísima Memoria del señor Medina, respecto a los entretelones de la cuestión del canal, de asuntos técnicos y pasos diplomáticos, tanto en Europa como en los Estados Unidos. No dejaré de citar sus impresiones en las últimas sesiones de ese Congreso con M. de Lesseps. «La opinión extranjera, dice el señor Medina, se había pronunciado casi con unanimidad en favor de Nicaragua. Viendo esa presión desinteresada, M. de Lesseps se dirigió confidencialmente a mí y me dijo textualmente lo que sigue: «El sentimiento de la mayoría del Congreso parece pronunciarse en favor de Nicaragua; yo no tengo ningún interés personal en que se favorezca tal o cual vía, tanto más, cuanto que los gastos hechos por el Sindicato de exploración Türr y Wyse pueden ser reembolsados por la compañía que se forme; pero sería necesario formalizar algunas bases de arreglo con el gobierno de Nicaragua, porque si el Congreso opta por el canal de Nicaragua y enviamos después un comisionado a tratar con aquel gobierno, sin arreglo previo de ningún género, las pretensiones serán tales que no habrá modo de hacer un contrato realizable. ¿Hay alguien aquí autorizado para hacer cualquier ofrecimiento en nombre de Nicaragua?» «Yo sabía desgraciadamente que no, y me limité a asegurar a M. de Lesseps, como amigo de Centro América, que Nicaragua comprendería demasiado sus intereses para demostrar la intransigencia que él temía, y le insté para que dejara que el Congreso se pronunciase libremente; pero mis instancias, como las de otros, se estrellaron contra los temores de M. de Lesseps y contra la presión del Sindicato colombiano que trabajaba por que la decisión fuera enteramente favorable a sus proyectos.» Lesseps se decidió firmemente por Panamá. En la votación general la mayoría de los representantes extranjeros se abstuvo. Entonces resultaron 87 votos por Panamá, y sólo 8 por Nicaragua. El Gran Francés había triunfado...

Ahora es en los Estados Unidos. Se verá, por fin, cuál será la vía elegida por los yanquis, pues ellos son los que han de hacer práctico tanto proyecto. Por Panamá, o por Nicaragua o por ambas partes, ellos buscan que América sea para los americanos. O para la humanidad... que habla inglés.

IV

Un almirante de la marina de Francia se quejaba los días pasados, en el Congreso, de las disposiciones del gobierno que suprimen a bordo de los barcos de la armada toda manifestación religiosa, desde luego la bandera con la cruz, que se izaba durante el sacrificio de la misa, y después, la misma misa... «No sé qué mal puede hacer a la marina francesa, decía el almirante, el signo y el nombre de Cristo, cuando en Francia casi todos son cristianos, y en una enorme mayoría, católicos.» Una vez puesta la atención en estos asuntos, la verdad que encontraréis es que el espíritu que anima a este país no es el de un pueblo ateo. Un espiritualismo histórico impregna la médula de la raza, y no es por cierto una seca filosofía lo que subsiste junto con la claridad tradicional al influjo lejano del ensueño celta. Aun en la locura diluviar de la Revolución, la idea de la divinidad queda flotante. «Si no existiese Dios, dice un demoledor, sería preciso inventarlo». Los hombres de la Enciclopedia, aun los osados como D'Alember, confinan con la tolerancia. Toda la literatura clásica converge a una concepción deísta.

Dieu laissa-t-il jamais ses enfants au besoin?, es la voz de Racine en Atalia; mientras Corneille deja el drama cristiano encarnado en toda su intensidad en su admirable Poliuto... A veces una explosión revela los ardientes elementos contenidos en el seno de la nación, las exasperaciones del fanatismo, el fermento de una creencia demasiado recelosa; según los tiempos, la complicación de causas se caracteriza, y así es el movimiento de las Cruzadas, la revocación del edicto de Nantes, la noche de San Bartolomé, y en nuestros lamentables tiempos el antisemitismo reforzado del veneno de políticas caseras. Mas un soplo religioso agita todas las florestas, pasa por todas las ciudades, y no está echada en el olvido la antigua divisa Gesta Dei per Francos; la corona de los emperadores de Occidente fué colocada en la frente del gran Carlomagno por las manos de un Papa, y la ampolla de San Remy aún guarda en Reims el recuerdo de Juana de Arco... Son cosas que tiene en entredicho la república francmasona o pseudosocialista... No pertenece al reino de lo imposible que las palabras a Clovis sean repetidas más tarde a tantos fieros sicambros... No está destruída, ni con mucho, en esta Francia generosa, la savia de la conciencia religiosa. Hay unas frases de Tolstoï, que así dicen: «No ignoro que, siguiendo una opinión extendida en nuestro tiempo, la religión es un prejuicio del que la humanidad está ya libre, y resultará de esto que no existe en nuestro tiempo conciencia religiosa común a todos los hombres... Sé también que esta opinión pasa por ser la de las clases más ilustradas de nuestra sociedad. Los hombres que no quieren reconocer el verdadero sentido del cristianismo, inventando toda suerte de doctrinas filosóficas y estéticas para ocultar a sus propios ojos la sinrazón de su vida, esos hombres no pueden ser de otra opinión. Sinceramente o no, confunden la idea de un culto religioso, y rechazando el culto, se imaginan rechazar con el mismo golpe a la conciencia religiosa. Pero todos esos ataques contra la religión, todas esas tentativas de establecer una filosofía contraria a la conciencia religiosa de nuestro tiempo, todo eso prueba bastante claramente la existencia de aquella conciencia, y que ella reprueba la vida de los hombres que la atacan y la contradicen. Si se determina en la humanidad un progreso, es decir, un paso hacia adelante, preciso es necesariamente que algo designe a los hombres la dirección que deben seguir en la marcha. Pues tal ha sido siempre el papel de las religiones. Toda la historia nos demuestra que el progreso de la humanidad se ha verificado siempre bajo la guía de una religión. Y como el progreso no se detiene, como su marcha ha de continuar durante mucho tiempo, mucho tiempo necesita también una religión propia.» Es lo que acontece en todas partes y en Francia en particular, revelado por signos que un día son las grullas de M. de Vogüé; otro, las tendencias artísticas y literarias de una élite; otro, la palabra de tal o cual representante del espíritu universitario, como M. Brunetiere. A una inclinación exagerada, responden un enderazamiento y un impulso en ángulo igual. Veremos, quizá pronto, la contraparte de la ley de las Congregaciones. Tómese como ejemplo la ley Falloux, de cuya abrogación se trata en estos momentos.

En 1850, el ministro Falloux propuso la ley que lleva su nombre y que fué aceptada, en favor de la enseñanza primaria de las Congregaciones religiosas. En 1886, la ley de 30 de Octubre quitó los privilegios. Actualmente, el maestro de primaria religioso tiene los mismos grados que el institutor laico. Y la resultante es que, si en 1849, según la declaración del hermano Philippe ante la Comisión extraparlamentaria, los Hermanos de la Doctrina Cristiana, solamente, enseñaban unos 200.000 niños, y las Hermanas de la Caridad, cerca de 120.000 niñas, hoy las Congregaciones sostienen, según los mejores datos estadísticos, por lo menos 1.600.000 niños.

* * *

Acaba de ser juzgado en consejo de guerra el soldado Grasselin, del batallón de artillería, después del soldado Delsol—dos especies de «doukhobors»,—influencia de Tolstoï en el medio del «pioupiou». No he de presentaros sino un fragmento del interrogatorio:

—«El 19 de Noviembre se os ha dado la misma orden; os habéis negado a ejecutarla. Pasan días y seguís con la misma actitud de oposición. Se os ha leído el Código penal cinco veces. Ruegos, amenazas, reprensiones, nada ha logrado vencer vuestra obstinación. ¿Por qué obráis así?

—»Jesucristo ha dicho: No matarás. Amaos los unos a los otros. Yo no he querido ser dañoso para nadie.

—»Abrir una culata no es dañar a nadie.

—»Más tarde se me habría dado un fusil; un fusil sirve para matar, como el hierro del arado sirve para cultivar la tierra.

—»En fin, no teníais que discutir; se os daba una orden.

—»Sobre mis superiores, que son hombres, está el Cristo.

—»Por último, ¿no queréis ir a la guerra?

—»No.

—»¿Aceptáis, al menos, someteros a la ley?

—»No para matar. Que se me ordene hacer otra cosa.

—»¿Haríais lo que se os mandó, abrir las culatas, ahora?

—»Querría prometer, pero no cumpliría. No podría cumplir. Esto no es insubordinación, es sumisión a mi conciencia.»

Esto no está tomado del «acta» de ningún mártir, no está en la Leyenda Dorada ni en los Bollandistas: está en los periódicos. Todo el mundo ha podido leerlo. Muchos se han encogido de hombros, y han creído que esos dos casos son simplemente casos clínicos. Esos dos soldados que toman al pie de la letra los mandamientos de Jesucristo no son irresponsables, puesto que han sido condenados... y son ciertamente significativos.

La aristocracia francesa y la alta burguesía no son anticristianos. Es la república la que—y esto no siempre—ha sido hostil a las creencias nacionales. Y aun en la república no ha habido gobiernos antirreligiosos, sino ministerios antirreligiosos. La Revolución ha sido, según el P. Delaporte, «este acto de felonía de la Francia oficial para con el Hombre-Dios.»

Este activo sacerdote lleva a un plan decisivo su concepción de la salud de la patria. «Dos perspectivas se ofrecen a nosotros: una, la de la vuelta de las naciones a la aceptación de la soberanía de Dios; otra, la de la potencia que se disfraza con nombres diversos: revolución, ciencia, estado laico, soberanía del sufragio universal. Lo que hay que hacer es restablecer el orden verdadero. El orden verdadero es la preeminencia de la sociedad religiosa, la sola absolutamente esencial.»

Es el lenguaje de un bravo sectario. «¡Leed, releed el Evangelio!—dicen otros.—El Evangelio está descuidado aún en los colegios de enseñanza religiosa, en los seminarios; hay que volver a él y dejarse guiar por él.» Así lo ha hecho M. François Coppée; y el otro día le he visto, por el jardín del Luxemburgo, muy contento y rejuvenecido... Antes, uno de los personajes de su drama Pour la couronne, certifica el bien de tales fuentes:


—Qui t'a rendu si bon?

Ma mére et l'Evangile.
 

El evangelismo no está ausente en la literatura contemporánea más en boga. ¿Quién diría que un tan fino inmoralista como Paul Bourget lo predica discretamente? Cristo ha sido y continúa siendo una preocupación de los intelectuales y de los socialistas, así se le considere como un simple cartel, como dice Severini con demasiado oratorio irrespeto: «El tribuno pálido, clavado, como el primer affiche socialista, sobre el madero del Gólgota.» Jules Guesde declaraba en una sesión del Congreso, la del 19 de Febrero de 1794: «Estamos obligados a dejar constancia de que hay en esta asamblea, al menos un miembro, el abate Lemire, que representa el Evangelio del Cristo, ante el cual se inclinan hoy los socialistas». Los anarquistas mismos, si cuentan con elegantes blasfemos como M. Tailhad, tienen poetas que no desdeñan nombrar al Divino Libertario en versos como éstos:


Puisque le Christ, le sang, les pleurs
Tyrans! no'ont pu former vos cœurs
Aux sentiments de la Colombe:

Gare la bombe!
 

Cuando llega la Cuaresma, los diarios suelen presentar muestras de literatura fervorosa, a propósito de los oradores sagrados. Los conferencistas como monsieur Brunetiere, son casi considerados como apóstoles; y lo cierto es que muchas de sus conferencias tienen el arte y el tono de los mejores sermones y homilias. Y con Brunetiere, otros cuantos severos y respetables varones. Para mí todo eso no vale en piedad, y fe verdaderas una plegaria del Verlaine de Sagesse.

A través de los últimos salones se ha visto también el arte preocupado de religiosidad. Después de las grandes «machines» de Munckassy, nada ha causado tanto ruido como las reconstituciones de Tissot. Las profanaciones de Juan Beraud no dejan de ser también señal de una idea en marcha. Hasta los pintores mundanos se han sentido influídos, y M. Carolus Duran tiene su Calvario, como el museo de cera Grevin tiene su pasión en tiempos de Semana Santa.

Al dar cuenta del Salón del Champ de Mars, en 1894, hacía notar M. Turquet: «Llama la atención el número de cuadros religiosos. Los unos son puramente religiosos y representan escenas de la historia cristiana; los otros, inspirados por un profundo sentimiento religioso, reproducen escenas de la vida moderna.

Los que piensan, se preguntarán lo que quiere decir ese movimiento en el mundo de los artistas, y ese renuevo en un arte que los escépticos se felicitaban de ver desaparecer. Eso no es sin motivo; y corresponde evidentemente a un nuevo estado de alma en la nación. No solamente los cuadros religiosos y los que están impregnados de sentimiento religioso son numerosos, sino que atraen a los visitantes. He querido darme cuenta de la impresión producida, y he escuchado a menudo las observaciones hechas. Rara vez he oído reir; raramente he visto burlarse. Es un signo del tiempo, que deben tomar en cuenta los que quieren gobernar el país.» Hay que apartar del movimiento religioso las comedias del diletantismo, las misas wagnerianas y el preciosísimo decorativo de un misticismo literario completamente superficial. Mas los casos de recogimiento, las victorias morales como la de Huysmans, son, sí, de atraer al observador. La Samaritana de M. Rostand frecuenta demasiado la calle de la Paix, como la María Magdalena de M. Massenet; pero los frescos de Besnard dicen demasiado, y en tales monasterios de París, un núcleo de creyentes artistas oye aún el verdadero canto de la música antigua que dice cosas de Dios, y se oyen flautas angélicas como en los versos de Schiller:


Sie flœten so süs,
Wie Stimmen der Engel im Paradies...
 

La provincia está llena de religiosidad, desde la clara Provenza hasta la negra Bretaña. Las pinturas realistas hechas con el talento que distingue al conde Austin de Croze, no son completamente imparciales. M. de Croze es un enemigo declarado del clericalismo. Mas tanto en la provincia como en el centro, la verdadero levadura religiosa no debe ser confundida con la obra de una política que tiene muy poco de evangélica. La Francia cristianísima, lo es, a pesar de los errores comprometedores de los sectarios y de las campañas ruidosas de un clero harto combatido.

Suelo penetrar en los templos—Saint Severin, Notre Dame, Saint Eustache—lejos de la devoción elegante y ostentosa—, y allí veo, siempre, muchas buenas almas francesas, con humildad, en silencio, haciendo una cosa muy sencilla e inmensa, que se creería que ya no se hace, y menos en París,—orando.

V

He recibido de M. Jacques Morland la comunicación siguiente: «En un discurso reciente, el emperador Guillermo II ha proclamado de nuevo la pretensión del espíritu germánico a una supremacía mundial.»

Parece, no obstante, que una reacción se produce contra la influencia intelectual alemana que fué tan fuerte en maestros como Renán y aun Taine en Francia, y en la mayor parte de los espíritus de la segunda mitad del siglo xix.

Las victorias de 1870 han valido a Alemania un ascendiente universal. Los franceses, vencidos, estuvieron por reconocer esa preponderancia y creyeron deben instruirse en el país de sus vencedores.

De vuelta de ultra-Rhin, los jóvenes franceses se interrogan, se felicitan de algunos fecundos procedimientos de trabajo adquiridos en las universidades alemanas, pero muchos confiesan una decepción.

Numerosos síntomas indican un descenso de esa autoridad que se había acordado a la cultura germánica.

Hace dos años, el célebre crítico dinamarqués, Georg Brandes, al dar una serie de conferencias en Hungría sobre las diferentes civilizaciones europeas, preconizó el genio francés, con gran enojo de los diarios de Berlín, de Leipzig y de Hamburgo.

Hoy las estadísticas demuestran que los estudiantes ingleses comienzan a desertar de las universidades alemanas para venir a instruirse a París.

En fin, en Alemania misma, Nietzsche, después de Goethe y Schopenhauer, ha hablado de sus compatriotas con desdén.

Se cree interesante hacer una «enquête» entre algunos sabios, filósofos, literatos y artistas franceses y extranjeros, con el objeto de obtener testimonios competentes que no podrían ser suplidos por un examen personal. El Mercure de France emprende esta «enquête», sin «parti pris», solamente para aclarar la opinión y también el juicio de los alemanes, si es posible, respecto a su propio valor.

«¿Qué piensa usted sobre la influencia alemana desde el punto de vista general intelectual, y más especialmente desde el punto de vista filosófico y moral en la América del Sur?

¿Esta influencia existe aún y se justifica por sus resultados?»

Siendo muy niño, allá en mi país natal, recuerdo haber tenido, por primera vez, la sensación de la influencia alemana, gracias a un famoso asunto Eisenstuck: el pequeño puerto de Corinto amenazado por las bocas de fuego de los buques de guerra alemanes. Fué mucho después que leí la Crítica de la razón pura...

Después de recorrer casi toda la América española y de haber residido por algún tiempo en varias de las Repúblicas, creo poder afirmar que las ideas alemanas no han encontrado ni pueden encontrar buen terreno en nuestro continente. A medida que la civilización ha avanzado, el pensamiento naciente ha buscado diversos rumbos en los tanteos de un comienzo deseoso y entusiasta. Filosófica y moralmente se ha seguido hasta hace algunos años por el antiguo cauce español. Pero una tendencia continua al progreso ha hecho que cada movimiento de ideas europeo haya tenido allá repercusión. Las «ideas abuelas», como las llama M. Paul Adam, han fructificado sobre todo; la mental savia latina se ha mantenido incólume, a pesar del poderoso y vecino elemento bárbaro. Toda gran voz humana se ha hecho oir allá por el órgano de la Francia. La América latina, después de la Revolución, en el orden de las ideas, mira en Francia su verdadera madre patria. Cuando en España causó una especie de revolución filosófica un mediocre profesor alemán poco admirado en su país—he nombrado a Krause—, el contagio no pasó el Atlántico, y la América española estuvo libre de él. En cambio, Comte encontró allá largas simpatías y el positivismo discípulos y seguidores. Si hoy Nietzsche ha obrado en algunas intelectualidades, ha sido después de pasar por Francia.

Ciertamente, alguna parte de la juventud hispanoamericana se ha educado en Alemania y ha logrado grandes progresos desde el punto de vista profesional. No nos falta el médico que guarda en su cara el recuerdo de los estúpidos duelos universitarios y la dilatación de estómago de los aún más estúpidos trasegamientos obligatorios de cerveza. Pero no se tiene, en el grupo pensante, puesta la mirada y el ensueño en Berlín ni en Bonn, sino en París. Aun algunos de nuestros mejores intelectuales que por sangre y cultura tienen más de un punto de contacto con los alemanes, como el argentino doctor Bunge, autor del notable libro sobre la Educación, el centro-americano Ramón Salazar y el colombiano Pérez Triana, son a su manera lógicos y a su estilo claros, influídos voluntariamente o no, por los pensadores y escritores franceses. Chile es quizá el único país de la América hispana en donde el espíritu alemán haya logrado alguna conquista. De Ventura Marín a Valentín Letelier, los estudios filosóficos dan un paso enorme del aula hispanocatólica a la enseñanza universitaria alemana. Con todo, después de las doctrinas de un Lastarria, no creo que las ideas del señor Letelier, representante el más conspicuo de las tendencias germánicas en Chile, influyan mayormente sobre sus compatriotas.

Las victorias alemanas sobre Francia han producido, naturalmente, en aquellos países nuevos un acrecentamiento del militarismo. La divisa chilena cierto es que parece pensada por Bismarck: Por la razón o la fuerza. En cada pequeña República no ha faltado un pequeño conquistador que quiera hacer de su país una pequeña Prusia. El progreso ha llegado a la importación del casco de punta y del paso gimnástico marcial. En ciertos gobiernos una moral a uso de tiranos se ha implantado. Pero esos gobiernos han caído, caen o presto caerán, al impulso del pensamiento nuevo, de la mayor cultura, de la dignidad humana. Los sudamericanos que meditan en la verdadera grandeza de los pueblos, los hombres de buena voluntad y de juicio noble, no se hacen ilusiones sobre la virtud y alteza del alma alemana.

Se conocen los versos célebres de Arndt:


Deutsche Freiheit, deutscher Gott,
Deutscher Glauber ohne Spott,
Deutsches Herz und deutscher Stahl
Sind vier Helden allzumal.
 

Y sabemos que la libertad de los alemanes es tanta, que casi no hay día en que no haya un proceso de lesa majestad; que el dios de los alemanes no es otro que el bíblico «dios de los ejércitos», que les ayudó en Sedán; que la buena fe sin burla la conoció muy bien Jules Favre por el «canciller de hierro», y París sitiado nada menos que por Wagner, y que el acero de los alemanes cuesta muy caro a las pobres naciones militarizadas de la América española, en donde hay la desgracia de tener un agente de la casa Krupp.

* * *

No, no puede ser simpático para nuestro espíritu abierto y generoso, para nuestro sentir cosmopolita, ese país pesado, duro, ingenuamente opresor, patria de césares de hierro y de enemigos netos de la gloria y de la tradición latina.

Los eruditos de la última gaceta os dirán que han aprendido que no hay raza latina, y que en Europa misma los elementos componentes de la nacionalidad española o francesa son todo menos latinos en su mayor parte. «La nacionalidad latina, responderá Paul Adam, es toda de ideas, no de sangre.» Nosotros somos latinos por las ideas, por la lengua, por el soplo ancestral que viene de muy lejos. «En la América del Sur, ha escrito M. Hanotaux, ramas vigorosas han florecido sobre el viejo tronco latino y le preparan el más brillante porvenir.» En países como los nuestros, en que, ante todo, se busca hoy un ideal comercial, han podido deslumbrar, junto con la victoria de las armas, las conquistas de la industria y del comercio alemanes hasta hace poco preponderantes. Pero ese ideal, absolutamente cartaginés, no podría ser durable. Tenemos a la vista el ejemplo de los Estados Unidos. El país de Caliban busca también las alas de Ariel. Y volviendo a la Alemania, un escritor francés que la conoce mucho y que ha sido el introductor de Nietzsche en Francia, acaba de expresar: «Los Heine, los Boerne, los Herwegh—para no nombrar sino poetas—, han encontrado entre nosotros una segunda patria y la libertad de escribir. Sin duda, los tiempos han cambiado, y la Alemania de los Hohenzollern ha reemplazado gloriosamente el caos de las Germanias de antes. La holgura ha venido, la prosperidad material, pero también la arrogancia y la hinchazón. Se trabaja, se gana dinero, pero ya no se tiene tiempo de tener espíritu. No se impide a Hegel profesar, pero es tal vez porque no hay otro Hegel. Se tiene el orgullo de las libertades políticas, pero ¿se admite acaso la libertad moral? Hace algunas semanas ha circulado una protesta entre los escritores alemanes. En ella se pedía la abrogación del párrafo 166 del Código penal del imperio, que se refiere a los «ultrajes a las instituciones religiosas». ¿Y a propósito de qué? A propósito de una traducción alemana de un volumen de Tolstoï, titulado El sentido de la vida, y que contenía, entre otras cosas, la Respuesta al Sínodo, volumen confiscado en Leipzig—y no en Rusia—. El escritor polaco Estanislao Przybyzewski, que publicaba sus obras en lengua alemana, tuvo que dejar Berlín hace algunos años. Escribe ahora libremente en Varsovia. Lejos de mejorar las condiciones intelectuales de Alemania, ¿no se agravan más?

La tiranía de la opinión pública iguala a la severidad policial y la estrechez de espíritu no fué quizá nunca como hoy. Hace cincuenta años, Max Stirner, hizo aparecer Lo único y su propiedad, sin ser inquietado. Hoy, los calabozos de Weichselmünde, le enseñarían a reflexionar. Hace cien años, los poetas románticos se mostraban por todas partes con sus queridas... y Goethe sonreía. ¿Es que, acaso, musicalmente, nos habrá conquistado el espíritu alemán? No me parece que el wagnerismo mecánico de la moda haya obrado muy transcendentalmente en nuestros talentos musicales.

Por más que se diga, somos, más que otra cosa, hijos mentales de Francia, de la civilización latina. Un impulso latino mantiene nuestro anhelo de libertad y de belleza. Los mismos defectos son heredados y tradicionales cuando no reflejados o impuestos por una ley simpática.

Y hay atrevidos descendientes del «ruiseñor alemán que hizo su nido en la Peluca de Voltaire», que dicen y cantan la verdad a la orgullosa patria. Así Oscar Panizza, el autor de Parisiana, que vive aquí, como Heine, y que ha sido tan atacado y perseguido por sus versos valientes y ásperos, y que habiendo reconocido en Francia una madre intelectual, la celebra y anuncia sus futuras victorias, a despecho de la patria original.

Las patrias madrastras deben cuidarse de los hijos que desconocen y ofenden.

VI

M. A. Viallate acaba de publicar en una de las revistas más importantes, La Revue de París, un estudio en que, con motivo del Congreso panamericano de Méjico, trata de las relaciones de la gran república norteamericana con sus hermanas menores del Sur, y de las varias tentativas hechas para extender la influencia yanqui por todo el continente. Comienza por hacer notar que durante la guerra de la independencia, los Estados Unidos no prestaron ayuda oficial alguna a los pueblos hispano-americanos que luchaban por su libertad; pero, que no obstante, los ciudadanos norteamericanos demostraron sus simpatías. Por otra parte, los Estados Unidos fueron quienes primeramente reconocieron su rango de naciones a las antiguas colonias de España. Desde entonces aparece el pensamiento de las ventajas futuras que el país anglosajón entrevé, y es el célebre Henry Clay, representante de Kentucky, el que expresa en el Congreso estas palabras en 1818: «La América española, una vez independiente, cualquiera que sea la forma de gobierno que sus habitantes elijan, estará necesariamente animada por un sentimiento americano y guiada por una política americana.

»Y en 1820, la América del Sur, dice, a la hora actual tiene 18.000.000 de habitantes.

»La población de esos países se desenvolverá con una rapidez igual a la nuestra. En veinticinco años se puede prever que será de 36.000.000; en cincuenta años de 72.000.000. Los Estados Unidos tienen ahora 10.000.000 de habitantes. Gracias al carácter de nuestra población, nuestra nación será siempre la primera de este continente desde el punto de vista industrial y comercial. Imaginad cuál será la potencialidad de ambos países y la importancia de sus relaciones comerciales cuando nosotros tengamos 40.000.000 de habitantes, y la América del Sur 70.000.000.» Aunque los cálculos de Clay no hayan salido exactos, puesto que hoy los Estados Unidos cuentan 66.000.000 y la América española 55.000.000, la idea del orador no ha desaparecido, afianzada después por la doctrina de Monroe. A pesar de las declaraciones de Mac Kinley y de Roosevelt, los Estados Unidos buscan no solamente influencia, sino también dominación. Han demostrado ya prácticamente buen apetito.

Habla M. Viallate de las varias tentativas de unión hispanoamericana, que, desde Bolívar, se han hecho. El libertador no envió invitación a los Estados Unidos para la conferencia de Panamá en 1824. Pero el año siguiente los gobiernos de Colombia y Méjico pidieron al de la Unión que enviase sus representantes. Era secretario de Estado el mismo Henry Clay, y, aunque el entonces presidente Quincy Adams, no estaba muy bien dispuesto a entrar a esas vías, Clay lo convenció, viendo en ese Congreso, según sus palabras, «el principio de una era nueva en los asuntos humanos.» Veía un inmenso triunfo para la democracia universal, y la demostración más clara, a los pueblos europeos dominados por la monarquía, del valor y grandeza de las instituciones republicanas. Clay, dice M. Viallate, temía también una unión de la América latina, de la cual estuviesen completamente excluídos los Estados Unidos. Dos grupos de origen, de lengua, de aspiraciones diferentes se encontrarían creados en el continente americano. La decisión de Adams para enviar representantes a Panamá, tuvo gran oposición en el Senado. El Congreso se verificó, y con ningún éxito, en 1826. No hubo más delegados que los de Colombia, Centro América, Méjico y Perú.

Desde 1825 a 1845, los Estados Unidos no se preocupan de la América latina. Tanto rehusaron intervenir en la cuestión de las islas Falkland, entre la Argentina e Inglaterra en 1831 como el año de 1840, cuando dejaron a Francia e Inglaterra tomar parte en la cuestión de la Argentina con el Uruguay. En 1835 y en 1848, no se dieron por entendidos de la ocupación inglesa en Nicaragua—como tampoco en el no lejano desembarco en el puerto nicaragüense de Corinto.—Atacaron a Méjico y se anexionaron Tejas en 1835, y en 1848 Nuevo Méjico y California. Buchanan proyectaba el establecimiento de un protectorado sobre las provincias mejicanas septentrionales, y pedía al Congreso el derecho de entrar, en caso necesario, en territorios de Méjico, Nicaragua y Nueva Granada, para defender las personas y los bienes de los ciudadanos americanos. Si el Congreso hubiera cedido, el presidente de los Estados Unidos hubiera sido pronto el dictador de la América Central. Las tentativas del filibustero Walker en Nicaragua no fueron sino vistas con gran simpatía en los Estados Unidos.

La intervención europea en Méjico, en tiempo de Maximiliano, hizo que la república anglosajona tomase su papel de defensora de Sud-América, por el temor del establecimiento de una monarquía en el vecindario; pero las cuestiones peruano-chileno-españolas, que trajeron como consecuencia actos como el bombardeo de Valparaiso, los dejaron tranquilos: y como dice M. Viallate, los Estados Unidos se proponían impedir a Europa instalarse de fijo, aunque fuese disimuladamente, en la América del Sur, pero no querían defender a las repúblicas latinas contra las consecuencias naturales de sus faltas políticas. Esto se acaba de ver confirmado una vez más con la actitud que tomaron con motivo de las amenazas de Alemania en Venezuela.

¿La causa? El mal uso que de su independencia y autonomía han hecho las naciones de la América española, manteniéndose desde su separación de la madre patria en revolución continua, retardando su progreso y dando al mundo todo el espectáculo más desconsolador y lamentable. Las cuestiones territoriales fueron causa continua de desavenencias, y las varias tentativas de un arreglo por el arbitraje no tuvieron ningún resultado en las varias conferencias de Lima. La conferencia de Panamá iniciada por Colombia en 1880, no pudo realizarse a causa de la guerra del Perú y Chile. Luego fué la iniciativa de los Estados Unidos bajo la presidencia de Garfield. En ese momento, la situación política en la América latina estaba muy perturbada. Chile, vencedor del Perú, amenazaba imponer a éste condiciones de paz que le habrían casi anulado, mientras que Méjico se preparaba a posesionarse de Guatemala. Blaine vió el peligro que había para los Estados Unidos en dejar libre carrera a esas ambiciones. Ellos no tenían interés en ver desarrollarse indefinidamente la potencia de un pequeño número de Estados en el hemisferio Sur; por otra parte, esas guerras presentaban siempre el peligro de una intervención europea que podría solicitar, así fuese pagando con una parte de su independencia la potencia más débil. Blaine estaba convencido de la necesidad para los Estados Unidos de hacerse los árbitros de las querellas entre las naciones sudamericanas. Era preciso hacer aceptar por esas potencias el principio del arbitraje. Ese debía de ser el objeto de un Congreso panamericano cuya idea hizo aceptar al presidente. La muerte de Garfield, asesinado meses después de la inauguración, llevó al vicepresidente Arthur a la presidencia. Éste resolvió continuar la política de su predecesor, y el 29 de Noviembre de 1881, Blaine dirigía a las naciones independientes de la América invitaciones a un Congreso que se verificaría en Wáshington al año siguiente, «con el objeto de estudiar y discutir los medios de impedir en lo futuro los horrores de las luchas crueles y sangrientas entre países casi siempre de la misma sangre y lengua, o las calamidades mayores aún de la guerra civil.» Las ideas de Blaine fueron más claras después. «No hemos llevado nuestras relaciones con la América española tan cuerdamente y tan firmemente como pudimos hacerlo. Durante más de una generación nada hemos hecho para atraernos las simpatías de esos países. Deberíamos hacer todos los esfuerzos posibles para ganarnos su amistad. Mientras que las grandes potencias europeas aumentan constantemente su poderío territorial en Africa y en Asia, lo que nosotros debemos hacer es acrecentar nuestro comercio con las naciones americanas. Ningún campo nos ofrece una cosecha tan abundante, ninguno ha sido tan poco cultivado. Nuestra política extranjera debería ser una política americana en el sentido más amplio; una política de paz, de amistad y de desenvolvimiento comercial.» La conferencia no se realizó porque el Congreso no votó los créditos necesarios, a la salida de Blaine, en 1881.

En 1884 el Congreso creó una Comisión para estudiar «los mejores medios de asegurar las relaciones internacionales y comerciales más íntimas entre los Estados Unidos y los países de Centro y Sud-América.» Se vió que el comercio norteamericano había perdido mucho, y después de varios tanteos, se encontraron bien dispuestas todas las repúblicas, con excepción de Chile, a celebrar tratados de reciprocidad comercial con los Estados Unidos. En 1888, la ley de 24 de Mayo autorizó al presidente a invitar a las naciones independientes de América a una conferencia en Wáshington, «con el objeto de discutir un plan de arbitraje para el arreglo de las diferencias susceptibles de nacer entre ellos en lo futuro, y estudiar las cuestiones relativas al mejoramiento de las relaciones comerciales, al establecimiento de las comunicaciones directas entre esos países y al desarrollo del comercio recíproco, capaz de asegurar a sus productos mercados más extensos.» La conferencia se reunió, como es sabido, en Wáshington. Blaine presidió, y en su saludo de bienvenida habló de «confianza sincera» y «ayuda mutua»; pero los diarios hablaban con demasiada claridad de las intenciones ogrescas. «Queremos, decía el Sun, de Baltimore, monopolizar, si es posible, el comercio de la América central y meridional, no por la baratura y buena calidad de nuestros productos, sino encerrando a esos países en nuestra tarifa protectora. Queremos poder entrar en los puertos de esos países, mientras que la entrada en ellos será prohibida a nuestros competidores europeos.» Era un lazo tendido a todos los mercados latinoamericanos. Poco se habló en el Congreso de arbitraje; todo fué casi alrededor del comercio, y a cada paso salía a relucir la palabra de Monroe. Entonces fué cuando el representante argentino contestó con su célebre frase: «La América para la humanidad.»

El escritor francés demuestra cómo la obra económica del Congreso de Wáshington fué casi tan vana como su obra política. Luego se ocupa de ese inútil Bureau de las repúblicas americanas, que aún se mantiene en la capital anglosajona. En realidad, el mundo comercial ignora su existencia y no se cuida casi de él.»

Se refiere luego a las repetidas tentativas norteamericanas para lograr el dominio de los mercados de las demás repúblicas. Ya son los trabajos en la Exposición de Chicago, ya la fundación del Philadelphia Commercial Museum, la reciente Exposición de Buffalo y el Congreso de Méjico. Citaré a este respecto las palabras de M. Viallate: «Con menos prisa que hace diez años, las repúblicas sudamericanas han aceptado la invitación de Méjico. Algunas de ellas no parecían esperar que el Congreso pudiese llegar a un resultado serio. Además, la situación política no se ha modificado en el hemisferio meridional. Los peligros de revolución y de guerra son siempre grandes; los diferentes gobiernos no han adquirido una estabilidad interior bien sólida; apenas si se puede fiar en la calma que ofrecen desde hace algunos años un pequeño número de entre ellas. La situación internacional no es mejor, y esos pueblos de la misma lengua y de la misma raza continúan ofreciendo el triste espectáculo de hermanos enemigos, siempre listos a despedazarse. Poco tiempo antes de la apertura del Congreso, un conflicto que dura todavía estalló entre Venezuela y Colombia. El odio entre Chile y el Perú, consecuencia de la guerra de 1880, no está cerca de calmarse, y existe, desde hace muchos años un estado de antagonismo latente entre Chile y la República Argentina, que ha estado por traer la guerra al mismo tiempo en que sus plenipotenciarios discutían en Méjico los medios de hacerla imposible. En fin, los triunfos recientes de los Estados Unidos, sus conquistas nuevas, sus éxitos industriales mismos, no son para no causar a las naciones de la América latina naturales cuidados. Ellas vacilan en unir demasiado estrechamente su porvenir político al de tamaña potencia: tener en ella un protector interesado que tiene demasiados medios de transformarse un día en dueño autoritario.» Respecto al Congreso, la obra política, concluye, en lo que concierne a las ambiciones de los Estados Unidos, ha fracasado. Su obra económica no podría tener resultado mejor. Los Estados Unidos, según el articulista, tienen infinitos obstáculos que vencer en la América del Sur, aunque hayan logrado la supremacía en el Golfo de Méjico. No cree, como algunos estadistas, que esté muy próxima la hegemonía de los Estados Unidos sobre el continente todo, con perjuicio de los intereses de Europa. El peligro existe, pero puede ser evitado. Y concluye: «La orgullosa afirmación de mister Olney, cuando la querella de los Estados Unidos e Inglaterra, a propósito de territorios de Venezuela, de que «los Estados Unidos son hoy prácticamente soberanos sobre el continente americano», no está de ningún modo de acuerdo con la realidad de los hechos. Ellos aspiran a serlo, es verdad, y el colosal desarrollo de sus riquezas, la profunda confianza que tienen en sí mismos, les hacen creer en la fácil realización de esos ambiciosos deseos; pero están lejos de haberlo logrado. Puede esperarse que la construcción del canal interoceánico traiga el establecimiento de un protectorado más o menos disfrazado de los Estados Unidos sobre los pequeños Estados de la América Central; se puede prever que las Antillas escapen poco a poco a la dominación europea para caer en las de ellos. Quizá, también, si anda falto de cordura y prudencia, Méjico, a pesar de su importancia, concluya por ser asimismo un satélite de los Estados Unidos. Les será preciso a éstos mucho más largo tiempo y muchísimos más grandes esfuerzos para extender su hegemonía sobre las naciones sudamericanas, suponiendo que puedan llegar a ello. Sin duda, los Estados Unidos verán aumentarse sus relaciones comerciales con esos países y participarán de los efectos de crecimiento y prosperidad que parecen estarles reservados. El desarrollo de su potencia industrial, la reconstrucción de su marina mercante, les ayudará mucho; pero, por muchos años aún la gran corriente comercial de la América del Sur continuará dirigiéndose hacia Europa, cualesquiera que sean los medios que empleen los Estados Unidos para desviarla. Y si el Brasil, la Argentina y Chile, abandonando sus querellas intestinas y sus rivalidades, hallasen la estabilidad política y se consagrasen a cultivar las riquezas maravillosas de su suelo, se podría ver, en un cuarto de siglo, o en medio siglo, constituirse en esa región naciones potentes, capaces de contrapesar a la América anglosajona, y de hacer en lo de adelante vano el sueño de hegemonía panamericana acariciado por los Estados Unidos.»

Subrayo las palabras finales, porque ellas son la expresión del juicio que la Europa sensata y previsora tiene de nuestras repúblicas, ante la amenaza del imperialismo yanqui. Es de desear que nuestros hombres de Estado se fijen en estas manifestaciones. El estudio que he extractado, encierra la opinión del criterio serio europeo, y ojalá los pensadores nuestros tomen en cuenta estas altas vistas.


Publicado el 13 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
Leído 225 veces.