Mary Postgate

Rudyard Kipling


Cuento


De la señorita Mary Postgate, lady Me Causland escribió que era «sumamente concienzuda, ordenada, cordial y elegante. Lamento mucho prescindir de ella y siempre me interesaré por su bienestar».

Fue con esta recomendación como la contrató la señorita Fowler y, para su sorpresa, pues tenía amplia experiencia en señoritas de compañía, comprobó que todo era cierto. La señorita Fowler andaba por aquel entonces más cerca de los sesenta que de los cincuenta y, aunque necesitaba algunas atenciones, no agotaba la vitalidad de su empleada. Era ella quien, por el contrario, resultaba agotadora con sus estímalos y sus recuerdos. Su padre había sido un modesto oficial de la corte en los días en que la Gran Exposición de 1851 acababa de ratificar el perfeccionamiento de la civilización. No todas las historias de la señorita Fowler eran sin embargo aptas para jóvenes. Mary no era joven y aunque su conversación fuese tan insulsa como sus ojos o su pelo, jamás se escandalizaba. Escuchaba a todo el mundo sin parpadear, y al final decía «¡Qué interesante!» o «¡Qué espantoso!», según requiriese la ocasión, y nunca volvía a referirse a ello, pues se enorgullecía de tener una mente disciplinada, que «no se detenía en ese tipo de cosas». Era además una joya para la economía doméstica, razón por la cual los comerciantes del pueblo, con sus libros semanales, no sentían demasiada simpatía por ella. Por lo demás, no tenía enemigos; no provocaba envidias siquiera entre los más modestos, ni fue nunca objeto de habladurías o de calumnias; ocupaba puntualmente el puesto vacante en la mesa del médico o del rector, aun cuando el recado sólo llegara con media hora de antelación; era como una tía para muchos niños del pueblo, cuyos padres lo aceptaban todo, aunque luego lamentaban lo que ellos llamaban «influencia»; participaba en los comités de enfermería locales por designación de la señorita Fowler cuando ésta se veí

Fin del extracto del texto

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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