Alma Enferma

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I
II
III

I

Toda la tarde estuvo Eudoro, la cabeza entre las manos, los ojos perdidos en no sé cuál lejanía de ensueño, muy lejos de sí mismo, en una escapada melancólica al país de los recuerdos.

Estaba triste, muy triste. Por la primera vez amaba de veras, y su amor era la causa de su pena. Ese amor no podía vivir. Lo mataba la inopia. Y el pensamiento del joven, adolorido, se fue á los buenos tiempos de la infancia.

El recuerdo es amargo y embriagador como el ajenjo. La memoria de las cosas pasadas, de los amores muertos, de las viejas alegrías, es de una voluptuosidad dolorosa. Eudoro pensó en su padre, en el gallardo militar muerto de cara al enemigo, en pro de su bandera. Tuvo envidia de aquella desaparición luminosa. El hijo del héroe sintió la nostalgia de la gloria. Sentía vagas aspiraciones hacia esa dulce quimera. Retoño de una aristócrata, que despreció siempre las clases bajas, y de un soldado, que despreció siempre la vida, Eudoro sentía cómo se alzaban en su corazón desdenes atávicos, cumbres de orgullo, doradas nieblas de vanidad. Estas nieblas, ahora rompidas por la miseria, no eran sino trágicos girones; estas cumbres, fulminadas por el dolor, ardían; estos orgullos, enfrenados, se encabritaban como potros cerriles.

Nacido en cuna de oro, criado en la opulencia, gozando una primera juventud color de rosa, Eudoro, como la Porcia de Musset, vivió:


Ignorant le besoin, et jamais, sur la terre,
Sinon pour l'adoucir, n'ayant vu de misère.
 

Sumido en el pasado, Eudoro veía surgir del fondo del tiempo aquellos días risueños, colmados de bienestar, aquellas noches de fiesta presididas por su madre, joven y hermosa. Después vino la muerte del padre, el abandono de los mejores amigos, la indiferencia de los áulicos de la víspera. Los días radiantes pasaron primero, á los ojos de su espíritu, como una dulce teoría de vírgenes blancas y soñadoras. Pronto vio interrumpida la procesión de frescas hermosuras por una cáfila de euménides de rostros espantables y cabelleras en desorden. Eran los días negros, las horas de miseria y pesar.

Su padre, después de todo un poco bohemio, era un despilfarrado. La muerte lo sorprendió en la bancarrota. Su vida, lujosa y dorada, era algo teatral. Caído el telón pudo verse que el brillo era de lentejuelas; el oro oropel; la majestad apariencia; la riqueza ruina; y que sobre aquellos hombros la púrpura encubría la desnudez.

El huérfano fue padre. Se encontró, á los cinco lustros de su edad, jefe de una familia de mujeres. Con una educación superficial, educación de diletante que todo lo desflora sin profundizar en nada, con hábitos de lujo, inhábil para otro ejercicio que no fuera el amor, la galantería, aquel joven cortesano, hecho de pronto gladiador en la lucha por la vida, entró en el circo mal armado, y regó la arena con sangre, y abrió surcos con su cuerpo y marcó huellas de lágrimas.

Bello como un San Jorge, dulce por temperamento, fino por educación, este enamorado, lirio de los salones, languidecía al golpe violento del huracán. Su tallo se cimbraba, pronto á partirse; su corola de nieve, abatida, besaba el polvo.

Eudoro meditaba en todo esto. Se comprendía débil sin querer confesárselo á sí mismo. Su ensayo de hombre fuerte fue un fracaso. Sin darse cuenta de ello, Eudoro era una víctima: víctima de sus abuelos ociosos, galantes y soñadores; víctima de su educación; víctima de su medio. Del espíritu emprendedor, marcial y aventurero de su padre no tenía Eudoro. Era más bien como uno de sus antepasados maternos: hermoso, enamorado; poeta cuya mejor canción era su propia juventud; espíritu contemplativo; incapaz para el combate, apto para el placer.

Eudoro sufría mucho esta tarde. Su último dolor le rompía el alma. Amaba, amaba de veras, como nunca amó. Aquello no era un amor, sino el amor. El padre de la hermosa adorada no transigía con Eudoro; mataba el sentimiento en el corazón de la niña; la distanciaba del gentil mancebo; y hacía de su voluntad, dique, para que aquella pasión no rodara sus crecientes linfas en el seno de la beldad.

Eudoro comprendía que su indigencia era su perdición. Por eso pensó en su padre, en los buenos días dorados, en su infancia risueña y feliz.

De súbito se incorporó, y dirigiéndose como á un interlocutor invisible, dijo rabiosamente:

—Me hubiera muerto niño.

Se respondía con esto á una pregunta esbozada en su ánimo, á una pálida aspiración de aniquilamiento.

Recordando al padre de la niña, rugió:

—¡Qué infame! ¡Rechazarme por pobre!

Y prosiguió monologando mentalmente:

—¡Por pobre! ¿Nada valen mi nombre, mi juventud, mi amor? Mi padre no ilustró su apellido para que un cartaginés, un vampiro de la banca, un avaro, lo afrentase, rechazándolo. Mi juventud reciba un puntapié de Harpagón. Ese hombre no sabe que un mozo es una mina. En el fondo de un corazón juvenil acaso duerma, como el oro en el yacimiento, la virtud de la intelectualidad poderosa, la perla del heroísmo, el genio en embrión. De la juventud puede esperarse todo porque á todo se atreve: huella todos los caminos, invade todos los campos, cruza todos los espacios, salva todos los abismos, ama todas las ideas, persigue todos los ideales. La juventud es interesante como que puede ser el alba del prodigio. Cuanto sale de ella es puro como el agua del manantial. Ella es el amanecer del porvenir; la fianza del futuro. ¿Acaso el oro es la felicidad? ¿Un rayo de amor no deslumbra más que el brillo del dinero? ¿Qué moneda sino el beso paga el suspiro de un corazón enamorado? ¡Miserable Eugenio Grandet, te abomino! Pero verás cómo lucho con tu avaricia; cómo venzo de tu crueldad, anciano terrible. Tu cara es de Tersites, tus ademanes de Cartouche, tus procederes de Loyola. Tienes aspecto de espectro. ¡Gavilán, yo arrebataré de tus garras el ave del paraíso!

Fatigado el pensamiento de Eudoro, se detuvo al recordar á su amada; se detuvo en ella, en la memoria de ella, como una paloma anhelante en la cima de un limonero en flor.

De nuevo echó á volar, torciendo el rumbo. Y Eudoro se dijo:

—No; yo no debo denigrar de ese hombre. En el fondo procede bien. Su conducta es inspirada en el amor. Ese padre quiere á su niña. Espera para ella los blancos palacios de mármol, las libreas galonadas de los lacayos, el oro de los candelabros, las sedas, en una palabra, la dulzura de la vida tal como puede concebirla su cabeza de negociante. Después de todo está en lo cierto: fuera del dinero no hay salvación. Un pobre no tiene derecho al amor; no puede pagarse ese lujo. El amor entre dos pobres es una conspiración contra la sociedad. Un pobre enamorado de una rica es sencillamente un hombre sin pundonor, un cínico. Yo no aspiro á ese dictado. ¡Cállate, corazón! Escónde tu lepra. Tu amor es tu ignominia.

¡Quién sabe, por otra parte, cuántas noches de insomnio le cuesta mi pasión á ese infeliz! ¿Qué derecho tengo yo para hacer desgraciado á un hombre por el solo crimen de ser padre de una mujer hermosa? ¿Cómo podría, sin ser un criminal, ceñir de angustia esa cabeza blanca, echar el dolor, como un dogal, al corazón de ese padre?

¡Yo la amo, y en nombre de mi amor la hago sufrir, ensombreciendo el alma de ese anciano! Otro le dará también su amor sin que ese amor cueste ni una lágrima. Ese viejo que me odia tiene un punto de contacto conmigo: su hija: ambos la queremos. El cariño de esa mujer nos une. Debo estar agradecido al bienhechor de mi amada.

Con una sonrisa de tragedia en los labios y una mirada maldita en los ojos, el enfermo, el pobre enfermo de amor, se puso en pie.

Su alma, levantada también de un nido de recuerdos, sacudía las negras alas.

A lo lejos, hacia el fondo de la casuca, se escuchaba, fresca y vibrante, la voz de una hermanita del soñador que lo llamaba cariñosamente:

—Eudoro, Eudoro.

II

Es una noche azul y transparente, noche del trópico, tibia y fragante como lecho de recién casados. La multitud llena las calles. Los letreros de gas fulguran, temblorosos, como arañas trémulas que escalan los muros. El traqueteo de los coches, el chasquido de las fustas, la voz de los pregoneros, la charla de los enamorados, la risa de los alegres, los pasos de la turba, la respiración de la ciudad, constituyen el estrépito vagneriano, la extraña sinfonía de la prima noche.

El parque rebosa en gente. Una banda militar suena los cobres, de cuyas gargantas metálicas surgen notas vibrantes como centellas, suaves como caricias, dolorosas como lamentos, como cintarazos rudos. La multitud la rodea. La banda toca y toca. Aquellos músicos de uniforme, aquellos como soldados artistas, al final de cada partitura se embriagan con el aplauso, y á las veces repiten la tocata con furia lírica, llenos de un ardor marcial.

Al rededor del parque la gente se pasea. Algunos novios, dulces enemigos, se reconcilian en la penumbra, bajo el follaje; otros abren su alma, rico estuche de afectos, donde fulgura el amor, ese diamante, como una chispa de sol.

En la sombra, al pie de un frondoso árbol, en un banco de piedra, estrecho y rústico, se percibe la figura de Eudoro. Está solo; medita; y una como negra nube de dolor oscurece su frente.

La banda rompe de nuevo, después de unos minutos de silencio, con una armonía bélica. Es una marcha militar. Un instante, Eudoro, fuera de su meditación, mira como pasaba y repasaba un hombre, marcando el compás. El individuo se devolvía de un farol á otro, en un espacio de veinte y cinco metros, casi en la sombra. Se divertía el buen sujeto sin creerse observado.

De pronto un grupo de jóvenes, estudiantes acaso, lo advirtió. El racimo humano de mozalvetes lanzó una sonora carcajada y prosiguió á su vez la marcha, marcando el compás. Una pareja de novios, dos muchachos, que venía detrás, del bracero, contagiada, imitó á los estudiantes; alguien imitó á su vez á los novios, y por un momento fue la plaza batallón alegre y revoltoso que marchaba al compás de la música.

Eudoro se sonrió melancólicamente á la vista de aquella multitud danzante y risueña:

—Qué barato compran algunos la felicidad, exclamó.

Ante la alegría de los demás Eudoro comprendió la profundidad de su tristeza.

Nada de lo que divierte á los otros, me satisface ni me gusta, se dijo. Yo me siento muy distante de esa multitud. Parodiando al Cristo, yo pudiera exclamar:

—Pueblo, ¿qué hay de común entre tú y yo?

Y prosiguió monologando, engolfado mentalmente en una desolada filosofía.

—Yo me alejo de la turba: la temo; me contagia su estupidez. Mi piedad para ella se resuelve en cóleras.

La música había terminado. La gente, poco á poco, abandonó la plaza. Apenas restaban grupitos, al pie de los faroles. De los cafés vecinos salían carcajadas. De cuando en cuando atravesaba, el paso menudo, recogido el enfaldo, aromando el ambiente, alguna devota de Afrodita. El cielo parecía un cofre en cuyo fondo azul centelleaban topacios. Los globos de luz eléctrica, pálidas lunas, iluminaban con su blanco fulgor de perla.

Un ebrio pasó haciendo eses y gritando:

—¡Viva la República!

Eudoro pensaba: la lucha es estéril. ¿Qué beneficiamos de ella? ¡Cómo consagrarle nuestra juventud, nuestras ideas, nuestras energías á una sociedad que nos abandona! Lo único amable es el amor. La juventud es de él, como la primavera es de las rosas. La poesía de la existencia consiste en el dolor de amar. Y cuando un hombre no puede darse al amor se debe dar á la muerte.

El soñador volvía al suicidio, como siempre que el Dolor lo acosaba; volvía al suicidio, con anhelo de refugiarse en la tumba.

Eudoro se decía: un suicida es un valiente. La única puerta por donde puede salir la dignidad, del mundo, sin doblegarse, es la del suicidio. Un hombre que se mata á conciencia es un héroe. Todas sus culpas, todas sus flaquezas, todas sus ignominias, si las tuvo, deben ser olvidadas. Ese se ha redimido. La muerte así es un crisol. Sí; el que se aventura á lo desconocido, el que da un puntapié á la existencia, el que se embarca en la barca negra, rumbo á lo ignoto, no teme cuanto existe de más temible: el misterio, la tumba, el olvido, en una palabra, la sombra.

Eudoro había cultivado en su alma la idea de la muerte voluntaria, como una flor, y ya la flor daba su aroma fúnebre.

Ya era tarde, y en el silencio nocturno, Eudoro oía su propio pensamiento. Un rayo de luna, filtrándose al través del follaje verde, acariciaba como un beso de plata aquel rostro. A esa luz se podían ver las centellas de aquellos ojos húmedos y claros como algas.

Muy cerca del banco rústico de donde surgía, de cuando en cuando, la voz de Eudoro, en aquel sordo monologar del enamorado, el fauno de bronce de una fuente vomitaba un chorro de agua refrescante. Casi todo el mundo había desaparecido. Un polizonte, de lejos, observaba la actitud sospechosa y escuchaba el lenguaje entrecortado y alarmador de aquel extraño platicante de la media noche.

Por fin se partió. El policía lo miró alejarse. El fauno de la fuente con su faz grotesca y empapada de agua se sonreía al verlo pasar; y alguno que conociese el lenguaje de los bronces tradujera la pícara sonrisa, el guiño de ojos del fauno, en un reproche por aquel abandono, en un presentimiento de tragedia, en un adiós melancólico.

III

Eudoro entró en su casa. El perro, el viejo Sultán, lo desconoció y gruñó; pero pronto vino hacia su amo, meneando la cola.

La casa dormía. Eudoro entró en su cuarto é hizo luz.

La lámpara, una lámpara con pantalla verde, esparce un fulgor de esmeralda. A esa pálida claridad resplandece una pequeña habitación de soltero. En un rincón, el lecho, de albura inmaculada; al otro extremo, el escritorio de palisandro, mueble antiguo, reliquia del hogar, resto de esplendor salvado milagrosamente.

Exornan las paredes algunos cuadros: una caza de Diana, un Caronte feroz y un grupo de Vestales.

Sobre el escritorio lucen dos grabados, muy modernos.

Es el primero un oficial francés, caído en el campo de batalla, la espada rota, sin kepi, desfalleciente. Ha pasado el combate; un médico de la Cruz Roja con cara de angustia pide un trago de aguardiente á un paisano. Este empieza á escanciarlo de su bota en un vasito, poco á poco, casi con indiferencia. El médico tiende la mano y la vista al frasco generoso, mientras el oficial, muy parecido á Rochefort, parece morirse.

El otro cuadro es mucho más risueño. Es la tarde. Un mísero anciano trabajador restituído al hogar de su faena del día, toma asiento en una carretilla y empieza á encender su pipa. Su netezuelo, niño hermoso é ingenuo, lo mira, deja el trompo, y corre á sentarse, lleno de curiosidad, junto al anciano. A lo lejos, hacia el fondo de la casa y del cuadro, cruza una mujer llevando un perol en la mano. Acaso sea la hija del viejo, la madre del muchacho, que vaya á preparar en la cocina el puchero de la tarde.

Eudoro, sentado al escritorio, desde que entró, hunde la frente en el pupitre, y, los dedos enclavijados sobre la nuca, yace en una inmovilidad de ataraxia.

Lentamente alza el joven la pálida cabeza y murmura como si desgarrase el dolor con los dientes.

—Sí; debo matarme. Hace tiempo aguardo el valor que me acompaña en este momento.

Tenía hundidos los ojos, pálido el color, demacrado el semblante. Dos violetas, muy parecidas á las violetas de la muerte, teñían de morado sus párpados. Los labios hacían una mueca trágica. Abrió una gaveta y sacó dos retratos: el uno era de su padre en uniforme de rigurosa gala, de su madre el otro. Los miró mucho espacio de tiempo, los besó repetidas veces, los puso contra su corazón como la imagen de una novia, los besó nuevamente, y ante aquellas efigies adoradas rompió á llorar.

Al cabo de unos momentos se recobró. Restañó sus lágrimas y convino consigo mismo en que debía proceder. Diferir más su intento era exponerlo á fracasar. Meditarlo era no realizarlo.

Creyó bueno escribir, razonar su locura, disculparse; pero comprendió que necesitaría escribir una obra, no una carta. Tuvo un secreto pudor de su pena. Le repugnaban esos muertos charlatanes. Sin embargo, ¿cómo no decir el último adiós á su pobre madre, á su madre querida, á su madre infeliz, á quien sumía de nuevo en el dolor; cómo no impetrar perdón de aquella madre á quien abandonaba mísera y viuda?

Por fin escribió un pliego bañado en lágrimas. Aquello no era carta sino elegía.

No bien hubo concluído tomó una tarjeta, puso dos líneas, y escribió en la cubierta, en gruesos caracteres, el nombre de su amada.

Se levantó y se miró al espejo. Estaba pálido, muy pálido; su rostro, fino y melancólico, parecía la cara de mármol de un dios.

Con mucha calma empezó á cambiarse de ropa. Se amortajaba á sí mismo. La franela limpia que se puso, muy ceñida, dibujaba aquel cuerpo delgaducho y gentil de caballo árabe. Se lavó la cara y las manos; cepilló sus dientes y sus uñas; y se volvió á mirar en el espejo. Con una extraña coquetería de buen mozo ensayó una sonrisa que resultó una mueca macabra; y comenzó á peinarse cuidadosamente. Se hacía la última toilette.

Abrió la ventana. Una ráfaga de brisa y de noche oreó su frente. El cielo, clareante, manchado de nubes, parecía una piel de jaguar, azul y fantástica. De algún corral vecino trajo un soplo de viento el canto varonil y vibrador de un gallo. Eudoro se estremeció. En el silencio de la hora le pareció siniestro aquel canto. Cerró las maderas de la ventana, y tembloroso aún se preguntó:

—¿Tendré miedo?

Pero no; no era miedo. Para llegar á esta resolución extrema, cuántas noches de insomnio, cuántos días de dolor. En el alma de Eudoro se había cumplido un proceso. Ya no le quedaba sino ejecutar lo que tanto meditó, lo que había resuelto en su corazón, de tiempo atrás. Pronto se repuso y prosiguió llevando á término su obra de destrucción con una tranquilidad aterradora.

—Despachemos, se dijo; ya es muy tarde.

Sacó el reloj del bolsillo del chaleco, vio cómo eran las cuatro, y lo puso abierto sobre el escritorio. Después tomó su revólver, lo llevó á la luz, hizo girar la masa, y como en un ensayo lo acercó á las sienes. El frío del cañón heló su cuerpo. Un calofrío culebreó por su espina dorsal. De nuevo lo vio, é hizo ademán de morderlo. El acero, destemplando sus dientes, lo obligó á castañetearlos.

Pero todo esto era apenas una burla á la muerte, una engañifa á la tumba. El tenía su plan. Se acostó; se amortajó en la ropa blanca del lecho; envolvió el revólver en una frasada para que la detonación fuera sorda, para que el ruido muriese ahogado en la cobija; se tanteó el sitio del corazón; alzó la franela; se apoyó el revólver en el pecho, y disparó.

La sangre comenzó á brotar. Las manchas rojas sobre la albura del lecho parecían camelias de púrpura en la escarcha. A la luz verde de la lámpara el rostro del moribundo aparecía más pálido y siniestro.

Poco después, de la herida ya no brotaba la sangre á borbotones, sino en una mansa corriente de arroyo, como un cordón de púrpura. ¡Ay! en ese arroyo bermejo se estaba ahogando una juventud; ese hilo rojo ataba una vida á la tumba.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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