Cuento de Italia

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I
II

I

Lucio, el zapatero de viejo, es un joven. Sus primaveras brillan al sol de la tarde. La luz entra en el tabuco, besa el lomo de un angora, perezoso como un viejo poeta, y en la frente á la madre de Lucio, suerte de Margarita anciana, vejezuela adorable, de blancura risueña y sonrisa de amor.

La viejecita hace calceta; el gato sueña un poema de ratones, mientras recibe un baño de sol; Lucio trabaja, junto á la puerta, encapotado el ceño y en la boca un gesto de amargura. De hito en hito, echa ojeadas fuera, á la calle.

Discurren gentes, á las cuales ve el zapatero sin mirarlas. Una mujer, flor de la plebe, gentil de persona, muy maja, cruza rozando su faldellín, de exprofeso, con el quicio de Lucio; y lanza adentro una mirada, insolente como una provocación. El zapatero fulmina su martillo sobre la suela. Al golpe violento la viejecita, asustada, lo reprocha:

—Caramba, Lucio.

Pero nada advierte la anciana. Desde su mullido sitial del fondo, y el pensamiento muy distante, no mira qué pasa en la calle, á su puerta.

La mujer de mirada atrevida como una provocación, repasa. Lucio finge no verla; y asume un aire distraído. La provocadora cruza una vez más; ésta con un hombre. A la mirada y sonrisa de la hembra, el zapatero responde cantando:


La donna è mobile
qual piuma al vento....
 

La vejezuela escucha, regocijada, á su hijo. Del corazón de la anciana, como de un nido, salen volando recuerdos. Y no penetra la blanca viejecita cuánto es dolorosa la figura de aquel joven, la pena en el alma, y en los labios una canción fingida.

En alas de aquel canto, el pensamiento de la anciana debió de volar mucho, mucho; porque á la postre volvía como una paloma, trayéndose en el pico de rosa, y en las plumas como jazmines, memorias del hijo ausente, memorias de Genaro, el hijo menor, que hace la guerra en el país de Abissinia. Todos los pensamientos de la anciana ahora se iban, temprano ó tarde, al Africa remota, hacia las regiones insalubres donde Genaro, su querido Genaro, padece hambre, se abrasa de sol, y se afronta con Menelick.

En el alma de la vieja se debaten la madre y la patriota. Italia y Genaro, después de Lucio, su debilidad, su chochera, constituyen sus amores. Ama á la patria aquella anciana con amor antiguo. Fue una garibaldina feroz. El culto del héroe lo guarda ella en su corazón. ¡Cómo olvidar que su esposo había muerto besando la camisa roja del General patriota, cuando la Puerta Pía!

De repente la anciana interroga á su hijo:

—¿Qué dicen los periódicos, qué dicen de la guerra, Lucio?

El zapatero sigue malhumorado, y le responde á su madre, casi con acritud, el pensamiento fijo en la provocadora, que por unos instantes no cruza más:

—Las últimas noticias son tristes para el ejército. Nada bueno debe de haber, madre. Hace cosa de una semana guardan silencio los periódicos. Y cuando el Gobierno y los papeles no dicen nada....

La viejecita lo interrumpió.

—Han derrotado al cuarto batallón, Lucio; al batallón donde sirve Genaro.

—No madre, que yo sepa, repone Lucio, arrepintiéndose de haber dicho la verdad á la viejecita.

—Me alegro. Mejor se venga sin combatir el cuarto batallón, antes que lo derroten. ¡Ay, hijo, cómo sufro con la fulana guerra! Sufro por Genaro, que está en peligro, y por el ejército, que está en ridículo. ¡Dejarse derrotar por Menelick! Eso da vergüenza. En mi tiempo era otra cosa, hijo.

Y era lo cierto: el cañón de Mentana la arrulló un día. Garibaldi aparecía siempre triunfador, puesta la camisa roja, ladeada la cachucha militar, entre banderas.

La viejecita recuerda á su esposo; recuerda á Genaro, y prosigue diciendo:

—Tu padre fue un héroe, Lucio. Cayó junto á Garibaldi. Otros tiempos. ¡Qué días! Pero Genaro es hijo de guerrero; él no dará la espalda á los negros del Africa; mientras los oficiales corran, él, pobre soldado, sabrá morir.

La anciana empieza á emocionarse. A sus pupilas asoma la ternura. Su ardor patriótico, su fiereza militar, la memoria de su marido, el afecto de Genaro, todo el semillero de sentimiento, corre por sus mejillas en ola de lágrimas.

Lucio no ignora el daño que tales conmociones producen á su pobre vieja. Como se repetían á menudo, en el carácter nervioso de la anciana, el médico previno al joven, diciéndole:

—Tenga cuidado por su viejecita. Esas excitaciones le son muy perjudiciales.

Lucio intenta calmarla. Varias veces le repite:

—No piense más en eso, mamá.

Y se dice á sí propio:

—Porque estoy de mal genio hago sufrir á mi madre. ¡Qué buen bicho!

La vieja no se tranquiliza. De cuando en cuando pronuncia, entre sollozos:

—¡Pobre Genaro; pobre hijo mío!

El entrecejo de Lucio encapótase más; su boca muequea una mueca trágica; su mirada se torna lúgubre.

De nuevo principia á cruzar, rozando su faldellín con el quicio del joven, una figura de mujer, muy conocida. Otra vez cae sobre Lucio la mirada insolente como una provocación.

II

Allá viene Paolo, el pregonero de diarios, calle arriba. El sombrerito, casi en la nuca, deja al sol la frente. Corre Paolo de prisa, y con el haz de periódicos al brazo, vocifera:

¡L'Araldo! Ultime notizie dell' Abissinia. L'esercito in rotta. Morte del generale Vicini.

La multitud lo asedia. Hormiguean los curiosos, á los gritos. Todo el mundo sale á comprar el periódico, anhelante de saber cuál suerte cabe al ejército en la remota Abissinia. Los centavos llueven en la bolsa de Paolo. El no se para un punto; abriéndose camino por entre los lectores, que empiezan á formarse en corrillos, se escurre, calle arriba, corriendo, y gritando:

L'Araldo: L'esercito in rotta. Morte del Generale Vicini.

Los centavos diluvian. El rostro del pregonero se hace radiante; su voz asume sonoridades de clarín. Aquella derrota es su triunfo.

¡Qué diferencia de los días anteriores! No acontecía nada. La semana fue mortal para él. No sucedían cosas de sensación, ni llegaban noticias de Africa. El pueblo comenzaba á olvidarse de su aventura de Abissinia.

¡Cuántas noches llegó Paolo á su desván con una miseria en el bolsillo, extenuado de correr, ronco de gritar, vencido por el cansancio, y triste!

Su madre lo saludaba con un beso, que era casi un reproche. Una lámpara daba su resplandor muriente en el zaquizamí, iluminándolo á medias. A esa luz advertía Paolo las figuras quiméricas de sus hermanitos, moribundos de inanición. Y á esa luz, le parecía más siniestro el dolor en la faz de su madrecita; más punzadora el hambre de sus hermanos; más espectral aquella casa de miseria.

El no olvidaría la escena de algunas noches antes. Su madre, al entrar él, le preguntó:

—¿Qué traes?—hijo.

—Esto, repuso Paolo, enseñándole una palma de mano.

Y sucedió que la mísera se puso á llorar, abrazándose con él; Paolo también rompió á gemir, mientras los chicos, en la penumbra, contagiados por el grupo doliente, estallaron asimismo en lágrimas. En la atmósfera flotaba el dolor. El candil alumbraba con sus claridades equívocas aquella angustia.

Paolo, de súbito, se deshizo de los brazos maternos.

—Oye, madre, le dijo, yo traeré dinero.

—¿De dónde, hijo, de dónde?—preguntaba la temerosa, la desconfiada.

Entonces él la tranquilizó.

—No pienses nada malo, por Dios. Tomaré mis periódicos, saldré á la calle, y anunciaré noticias, muchas noticias, grandes noticias, noticias estupendas. Yo las pensaré, yo las inventaré. Tú verás, madre; tú verás.

Paolo había convencido á su madre. Esta le decía acariciándolo:

—Bueno, hijo, córre; invénta muchas noticias.

Horas después entraba Paolo triunfante en el zaquizamí.

Esa noche se comió; esa noche se devoraron, en forma de queso y pan, las noticias falsas de Paolo.

Desde entonces, todas las tardes, al salir el pregonero á su pregón, la buena mujer le hace esta invariable encomienda:

—Invénta muchas noticias, Paolo.

En todo esto viene pensando el pregonero, calle arriba, mientras vocea y reparte su periódico. Entre uno y otro grito habla consigo mentalmente. Y al pensar cómo granizan ahora los cuartos, en la faz se le dibuja la alegría, y sus ojos dicen cosas risueñas.

Hoy, apenas hubo recibido el diario con las noticias de Africa, malas noticias, para él buenas nuevas, corrió á todo correr, camino de su barrio.

Por uno como orgullo de campanario quería él que en su parroquia supiesen, los primeros, las cosas de Abissinia. Además, el barrio era populoso, y aunque humilde, á toda la vecindad le sobra manera de comprar un periódico, siempre que haya noticias de sensación.

El pregonero llega á la plaza de la parroquia. De donde quiera salen caras que le sonríen. Algunos lo interrogan familiarmente:

—¿Qué embuste dice tu papel, Paolo?

Todos los vecinos en el barrio conocen al pregonero; y él conoce á todo el mundo: desde la recién bautizada hija del genovés marmolista, que es la más joven, hasta la madre de Lucio, el zapatero, que es la más viejecita.

Rápido Mercurio, Paolo vuela, echando á los aires su grito sonoro:

L'Araldo: Ultime notizie dell' Abissinia, L'esercito in rotta. Morte del Generale Vicini.

De los zaguanes, de la confitería, del restaurante, de todas partes salen gentes á comprar el periódico. Los transeúntes, el farmacéutico, el licorista, hasta las mujeres, hasta los muchachos, todo el mundo quiere tener noticias, todo el mundo anhela ver por sus propios ojos, la verdad, la ignominia del ejército; todo el mundo rabia por saber cómo han huído las huestes de Italia, ante las tropas de Menelick.

Lucio, el zapatero, al mirar cómo la gente corre y se arremolina, sale á su puerta. En ese instante se percibe clara, rotunda, la voz del pregonero:

L'Araldo: Ultime notizie del Abissinia, L'esercito in rotta. Morte del Generale Vicini.

El zapatero se demuda. Aquel maldito gritón pasaría un momento después, á la puerta de su tenducho. La viejecita oiría aquellas voces de reclamo; y la angustia, como una serpiente, se enroscaría en el alma de la madre y de la patriota.

El pregonero corre, calle arriba.

Y Lucio oye á su madre que le pregunta:

—Hijo ¿qué pasa? Escucho voces. Me parece que corren.

—Nada, madre; no es nada.

Y se percibe de nuevo el grito de Paolo.

Las manos de Lucio se crispan. Está nervioso. Los pesares de su madre, la infidencia de su querida, los recuerdos de su hermano, la ignominia de sus compatriotas, todo sube aquel momento á sus labios, todo se traduce en este rugido sordo:

—¡Maldito sea!

Entre tanto Paolo ha llegado junto al zapatero, y echa al aire su regocijo, en miradas y en voces:

L'Araldo: Ultime notizie dell' Abissinia. L'esercito in rotta. Morte del Generale Vicini.

La viejecita da un brinco en su acolchado asiento. Ahora sí escuchó bien distintamente. Lucio la ve desde el umbral, pálido y mudo.

La vejezuela grita:

—Cómpra el periódico, Lucio.

Y prosigue monologando:

—Ay, Dios, qué nueva desgracia. ¿Por qué no me llevas del mundo? ¡Qué será de mi hijo, de mi Genaro, Virgen Santísima!

A la vista del zapatero se le ocurre á Paolo una mentira sensacional. Nadie ignora por allí que Genaro pertenece al cuarto batallón. A todos, en el barrio, se los ha dicho la viejecita. La costumbre de fingir y contrahacer noticias trae á las mientes de Paolo una mentira estupenda; y allí, en las propias barbas de Lucio, prorumpe en voz vibrante:

L'esercito in rotta. Il quarto bataglione...

Pero no puede concluír. Los ojos y la mano de Lucio lo detienen.

—Dáme un periódico, ruje por lo bajo el zapatero, asiendo á Paolo de la blusa.

Y nervioso, colérico, empieza á ojear el diario. Paolo intenta zafarse y correr á su pregón; pero Lucio lo detiene. Los espectantes no comprenden qué pasa. Paolo enmudece y palidece de susto.

En el interior del tabuco, la vejezuela, mirando la gente mariposear á su puerta, y angustiada por las voces del pregonero, trata de levantarse, y rueda á los pies de la silla, por el suelo. Al grito y al golpe de la anciana, Lucio vuelve los ojos, y ve á su madre, caída, la frente rota, y la nieve de los cabellos roja de sangre.

Entonces mudo, siniestro, en un instante, á la vista de todos, Lucio agarra á Paolo por el cuello, lo atrae á sí, toma el cuchillo de zapatería y lo encaja furibundo en el vientre del muchacho.

Corre un instante de asombro, de mudez, de estupefacción. Cuando la multitud se echa encima de Lucio, ya él ha corrido á su madre, y besándola, murmura:

—¡Madre mía!

En la acera, Paolo agoniza. También da un beso á su madre; pero él la besa desde la tumba, con el pensamiento. Y entre tanto la colma á besos, el pobre niño cree oír la voz de su madre, que le dice:

—Invénta muchas noticias, Paolo.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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