La Confesión del Tullido

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Así es Caracas.

Los hombres corren la ciudad en coche, de tarde, porque las tardes allí son dulces y doradas. A esa hora el sol poniente pincela de áureos matices la frente de las montañas vecinas; el aire se transparenta más, el cielo viste su más claro azul.

En ventanas y balcones se apiñan hermosuras, ávidas de ver y de ser vistas. Por entre las rejas salen volando, á veces, ráfagas de música. La música del país es muelle, enamorada y voluptuosa; pero no tan voluptuosa, tan enamorada, ni tan muelle como esa otra armonía que se desprende, á raudales, de los contornos del seno, de las caderas lascivas, de los brazos y gargantas de las bellas hijas del país.

Es la hora de los enamorados la tarde.

Y pasa el amador delante de la ventana de la hermosa, llevándose una mirada recogida al trote del carruaje, mirada elocuente y que fascina, mirada prometedora de dulzuras para la cercana prima noche, cuando él se plante al pie de la reja misma á murmurar su amor.

Una mujer había, la más bella de todas, que encastillada en su hermosura espléndida, no quiso rendir á nadie la fortaleza de su corazón.

Admirarla era casi un deber. Un poeta hizo un tomo de madrigales para ella: madrigales á sus ojos, madrigales á sus manos, madrigales á su boca.

Sin número de amadores hacía la ronda á su puerta; ó pasaban de tarde por frente á su ventana á rendirle, sumisos, tributo de admiración.

Pero uno se distinguía entre los fieles de la diosa.

Este no corría en carretela, ni pasaba gentilmente, sino que se plantaba, en una silla rodante, en toda la esquina. Era un joven, paralítico. Se decía de él, sin razón, que era fatuo; y ninguno ignoraba el amor del infeliz.

Yo ardí en deseos de saber qué pasaba en el corazón de aquel mísero, á quien el infortunio baldó el cuerpo y no el alma.

El tullido, el pobre, tenía el pudor de su afecto; mas, á la postre, un día me abrió su corazón.

—«Es cierto, me dijo, estuve y creo que aun estoy enamorado. No es mía la culpa. Ella es hermosa; y yo tengo alma, porque no soy, según han dado en la flor de creer y aun decir, un idiota. Mi crimen es mi debilidad. Yo sé que esto es algo ridículo; pero no puedo pasarme sin verla. Aquí me mirará usted todas las tardes. Antes, ella no se mostraba cruel; sino más bien benévola conmigo. Yo le daba ramos de rosas y jazmines; las mejores violetas que yo pudiera haber se las traía; los lirios más cándidos eran para ella. Ella aceptaba con una sonrisa mis presentes; y yo empecé á sentirme, en medio de mi infortunio, algo feliz. Luégo supe que su bondad generosa fue mofada; se hizo burla de su piedad y de mi amor. Yo no tengo la culpa. Yo no dije que la amaba. Pero el amor es así, caballero: se sale por los ojos. Al fin le prohibieron en su casa que aceptase mis flores. Cuando me rechazó mi regalo, un macito de violetas, rompí á llorar. Toda la noche lloré, y me comprometí conmigo mismo á no verla nunca más.

«Pero á la tarde siguiente, no pude, señor, no pude y me hice arrastrar hasta aquí. Las burlas siguieron. Ella dejó de saludarme, ó más bien dicho, de responder á mi saludo; pero yo siempre fiel, siempre atado con una cadena invisible á su hermosura maldita. Una tarde, al yo insistir en saludarla, me sacó fuéra su lengua, en señal despectiva ó de cólera.

«Ese día no lloré sino reí; me reí sin darme cuenta, me reí mucho, muchísimo; ella lo advirtió y se puso muy enojada, tanto, que me volvió la cara, y desde ese día ya no quiso más sentarse sino de espaldas á esta esquina donde me detengo. Su enojo se trocó en malquerencia, y decirle puedo á usted satisfecho que hoy me odia. Y vea usted, señor, ahora es cuando soy menos infeliz. Ahora poseo algo muy sincero, muy puro, del alma de esa mujer: poseo su odio. Yo he obtenido más que todos esos estúpidos que la enamoran. Ninguno ha podido entrar en su corazón. Yo, sí. ¿Qué importa por qué puerta? Yo me siento posesor de algo que no se puede mentir. Soy casi feliz, señor; y me creo más afortunado que el hombre á quien ella ofrezca su mano y su corazón. Una mujer tan vanidosa, tan pagada de sí misma, amará siempre y por sobre todo su hermosura. En cambio ella no puede odiarse á sí propia, y mal puede tener otro á quien odiar. Su odio, pues, es íntegro para mí; y su amor, en cambio, nunca será completo para su esposo.

«Tengo la mitad de su alma, por lo menos ahora ¿quién pudiera decir otro tanto?

«Usted me verá todas las tardes aquí, señor, mirándole por detrás las orejas, casi contento.»

La fisonomía del paralítico se iluminó al llegar á este punto, con una como luz siniestra. Hasta sus piernas de perlático parecían animarse.

Al fin dejé al enfermo; y me fui calle arriba, taciturno, todavía con algo del vértigo que me produjo el fondo obscuro de aquella alma, á la cual quiso asomarse mi curiosidad enfermiza.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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