A Secreto Agravio, Secreta Venganza

Santiago Ramón y Cajal


Cuento



I

El doctor Max V. Forschung, profesor ordinario de la Universidad de Wurzburgo, Gemeinrath, miembro de la Phys, und Gesellschaft, afortunado autor de brillantes descubrimientos fisiológicos y bacteriológicos, vivía todo lo feliz que pueden vivir los sabios a quienes desvelan y desasosiegan la fiebre devoradora de la investigación y el afán de emular gloriosas reputaciones. Cincuenta años tenía, y era alto, enjuto pelirrojo, con ojos verdes llenos de bondad; labios delgados que expresaban la ironía, y palabra sencilla y precisa, como acostumbrada a traducir la verdad sin velos ni retóricos artificios. Visto de perfil, mostraba una de esas cabezas prolongadas en forma de martillo que parecen expresamente fabricadas para golpear obstinadamente en los hechos hasta arrancarles chispas de luz, ligeramente agobiado de espaldas, y flaco de brazos y piernas, semejaba a la cepa en invierno; como ella, ofrecía exterior seco y desapacible, y producía, llegado el calor del pensamiento, frutos bellos y sabrosos. En fin: nuestro sabio, sin ser deformé y antipático, era lo bastante desgarbado y vulgar para no hacer del amor, cual la mayoría de los hombres, la perenne preocupación de la vida.

Hallábase a la sazón Forschung en plena fecundidad científica. Cada seis meses descubría un microbio patógeno, y cuando, por excepción, no hallaba nada nuevo, sabía demostrar, ce por be, que los microbios descritos por los bacteriólogos rivales eran miserables bacilos descalificados o embolados, incapaces, por ende, de virtud patógena en el hombre y en los animales. Ya se comprenderá que semejante aseveración no agradaba a los adversarios del maestro, que hubieran preferido topar con gérmenes morbosos capaces de llevar la desolación a media Humanidad.

Durante medio siglo Forschung permaneció célibe, porque no tuvo tiempo de enamorar a las mujeres ni entró en sus cálculos complicar la vida con el cuidado de hijos y esposa. Y, sin duda, habría continuado indefinidamente soltero, y probablemente dichoso, si el pícaro Cupido, intrigando a hurtadillas de Minerva, no le hubiera inoculado la terrible toxina del amor.

Miss Emma Sanderson, americana, con veinticuatro años, lozana, rubia y apetecible, y, por añadidura, doctora en Filosofía y Medicina por la Universidad de Berlín, fue la encargada por el Destino de despertar en el candoroso sabio los impulsos, un tanto adormilados, de la conservación de la especie.

Disculpemos al enamorado cincuentón; en su lugar, ¿quién no habría hecho lo mismo? ¡Al promediar de la vida se ponen tan fríos los laboratorios y tan egoístas los amigos!… Además, mediaban circunstancias atenuantes, porque la citada Emma, aparte de ser huérfana (lo que no me negarán ser excelente condición), y poseer una belleza sana, arrebatadora y coruscante, tuvo el capricho, verdaderamente diabólico, de constituirse en ayudanta privada del profesor, quizá con el propósito —esto se decía al menos— de estudiar y dominar los preciosos métodos de investigación de Forschung y exportarlos después a la libre América sajona. ¿Qué había de suceder? Forschung deseó ardientemente conocer un nuevo terreno de cultivo del cual no tenía sino vagas y muy atrasadas noticias. Por su parte, Emma acabó por persuadirse de que no era mal negocio llegar a ser la esposa de un príncipe de la ciencia, de un Gemeinrath, que ganaba cincuenta mil marcos anuales y usaba, además, el aristocrático von delante de un nombre gloriosísimo…; y así, dejando a un lado preámbulos y gazmoñerías, aceptó la mano del sabio.

Seamos imparciales. Confesemos hidalgamente que la gallarda americana distaba mucho de ser una ambiciosilla vulgar. Durante dos años de cotidiana convivencia científica, de íntima comunión espiritual, Emma se prendó o creyó prendarse del prestigioso maestro. La gloria fascina a los espíritus esclarecidos y cultivados, y la simpática doctora, que había perfumado con su belleza estufas y autoclaves, microscopios y matraces, acabó por tomar cariño a aquel edén microbiano, donde tantas veces había sonado el excelso fiat lux de la creación científica.

Es preciso reconocer —y lo decimos con envidia— que el protagonista de esta historia logró una dicha rara vez otorgada por la fortuna. ¡Gran ventura juntar en un solo cuerpo esposa y ayudanta, confidenta del espíritu y de los sentidos, consejera sagaz capaz de comprender las zozobras del alma (en esas horas de angustia en que el microscopio parece tenebroso pozo y la estufa caja de Pandora) y ejecutor fiel y rapidísimo de las intuiciones experimentales! Pero no nos distraigamos.

Una vez casados, se guardaron mucho los novios de incurrir —dicho sea en su descargo— en la horrible cursilería de pasar la luna de miel en París o Suiza, como cualquier matrimonio burgués de tres al cuarto, o el commis voyageur, que aprovecha para el viaje de novios el billete a moitié prix; antes bien, decidieron utilizar el ardoroso entusiasmo de los primeros meses para realizar una científica, fecunda e interesante exploración. Y así, pertrechados de los instrumentos de trabajo, recorrieron Grecia y Egipto, Siria y Persia, teniendo la suerte de hallar y cultivar juntos varios microbios virulentos; entre otros, cierto bacilo inédito, responsable de graves dermatosis de los indolentes pueblos orientales.

Repatriados que fueron, prosiguieron con más ahínco y fervor, si cabe, sus investigaciones sobre la biología del nuevo parásito; descubrieron un suero eficaz contra sus efectos, y publicaron, en fin, una extensa y luminosa memoria, ilustrada con espléndidas cromolitografías en los Zeitschrift für Higiene und Bakteriólogie.

Casi al mismo tiempo de aparecer tan interesante comunicación, la gallarda y animosa colaboradora daba a luz otro microbio, es decir, un niño robusto y hermoso, como incubado al fin por el ardiente sol de Palestina… No hay que decir que el retoño recibió el nombre de Max, y el microbio el de bacillus Sandersonni, en honor de la simpática compañera.

Había llegado el doctor Forschung al cénit de sus aspiraciones. Cuatro cosas había que llevaban su nombre: un microbio patógeno (no confundirlo con el recién descubierto), un hijo, una mujer guapa y una calle de la ciudad nueva, la elegante Forschungs trasse, plantada de copudos tilos, como la tan conocida Unter der Linden, de Berlín.

¿Qué podía pedir más? ¿Tener envidiosos? Los tenía a docenas. ¿Adversarios encarnizados? No carecía de ellos. Nada faltaba a su gloria…, más que la desgracia. Y el bondadoso sabio la llegó a conocer… Sí; sufrió desengaños amorosos, como el vulgar y prosaico filisteo a quien abandona la histérica y no comprendida esposa; llegó a rugir de celos y desesperación, al par de cadete primerizo en amores… Pero no anticipemos los sucesos ni alteremos el orden de la narración.

Tres años después de la expedición a Oriente cayó el sabio en gran abatimiento. Polémicas científicas no exentas de acrimonia y de personalismos, entabladas con insolentes contradictores, que no podían perdonarle el haber relegado sus adocenadas figuras a segundo término; profundas meditaciones y porfiados experimentos para reconquistar la embriagadora actualidad habían minado su salud y agriado su carácter. La fiebre devoradora de la nueva verdad, el afán de sorprender el hecho decisivo, salvador para su teoría, aplastante para los adversarios, llegó a convertirse en una obsesión angustiosa. Ante ella, ¿qué significaban los demás sentimientos? Y, según suele acontecer, la hoguera del entendimiento restó combustible a las ofrendas del amor.

Es preciso reconocer que a los cincuenta y tres años, y con mujer joven y bonita, el culto excesivo de la ciencia es un tanto peligroso… Bien a su costa aprendió Forschung esta triste verdad. Pero relatemos ordenadamente los hechos.

Comenzó nuestro sabio por notar que el ambiente afectivo del hogar había cambiado para él. Y es que, ante la indiferencia del doctor, Emma había reaccionado a su modo. A las impetuosas fugas del sentimiento sucedieron una frialdad y una reserva que inquietaron profundamente al sabio. Cierta conjetura inquietante, débil e indecisa al principio, más acentuada y colorida después, vigorosa y torturante al fin, aparecía y desaparecía en su mente, sacudiendo dolorosamente las fibras más íntimas de su ser.

En vano trataba de descartarla; sus esfuerzos solo servían para que la vana sombra acusara sus contornos, se cuajara en carne y adquiriera vibrante realidad. Al fin, como si la fantasía y la razón hubiesen terminado su labor creadora, y la voluntad, domada ya, se hubiera adaptado enteramente a la desconsoladora visión, exclamó lleno de amargura:

—¡Es indudable! Por el alma de mi mujer ha pasado un hombre…, y ese hombre no puede ser otro que Mosser, mi atolondrado y enamoradizo ayudante…

El doctor Heinrich Mosser, privatdozen de la Universidad y preparador del profesor Forschung, era el acabado tipo meridional, tan admirado por las pálidas y pudibundas hijas del Norte. De bizarro continente y elevada estatura, lucía color moreno mate, nariz aguileña y ojos negros, grandes, incendiarios, fascinadores, con atracciones de abismo y provocaciones de Don Juan irresistible. Toda su morena y arrogante figura parecía formada expresamente para realizar con un fondo de sombra y de misterio, los nítidos y rosáceos fulgores de la rubia carne sajona. Para acabar el retrato, mencionemos su cabellera negrísima y rizada, excelente marco decorativo de impecable busto, y una barba puntiaguda, acicalada y en bucles, que daba a su fisonomía un no sé qué de hierático y augusto: ese aspecto de las testas orgullosas, correctas y solemnes de los soberanos de Asiria, tal como aparecen en los bajorrelieves de Nínive. Sin duda por esto sus amigos de brasserie apodaban a Mosser el Terrible Assourbanipal.

Quizá el tiempo, que todo lo gasta, y las preocupaciones científicas, que son el mejor derivativo de las almas atribuladas, hubieran acabado por borrar del ánimo de Forschung la inquietante conjetura si la Providencia, que gusta disfrazarse de casualidad, no hubiera hecho surgir al infame delator… ¿Quién fue éste? En un laboratorio, ¿quién podría ser sino el terrible microscopio?

Un día, trabajando aislado en su laboratorio, vio el doctor, lleno de asombro, sobre el cristal opalino que le servía de fondo para dar resalte a las preparaciones, dos cabellos largos: lacio y rubio el uno, ensortijado y negro el otro, y enlazados en íntimo y redoblado abrazo…

Claro es que el hecho en sí no tenía nada de particular. Aquel laboratorio era visitado diariamente por multitud de estudiantes adornados de cabelleras de muchos colores. Lo sorprendente, lo desconcertante para el pobre Forschung, fue que el cabello negro, visto al microscopio, coincidía exactamente en dimensión, color y longitud con el del ayudante Mosser, mientras que el cabello rubio correspondía enteramente a las áureas y espléndidas hebras de la crencha de Emma. Si cupiera alguna duda sobre la procedencia de los citados filamentos, la habría disipado el resultado del análisis microscópico: en el oscuro mostráronse algunas minúsculas gotas de esencia de bergamota, afeite favorito de Mosser, y en el rubio viéronse restos de esencia de orégano, perfume preferido por Emma. Ambas esencias se hallaban en el laboratorio, donde, según es notorio, se emplean para aclarar los cortes histológicos.

Pero lo que sacaba de tino al desdichado sabio era la postura acusadora, la íntima trabazón de las dos hebras. ¡Amargas y abrumadoras suposiciones iban y venían por la mente de Forschung, estremeciéndose por sacudidas trágicas! ¡Ya no era posible vacilar! Aquellos abrazos y serpenteos de dos órganos microscópicos eran algo más que un símbolo; representaban, en realidad, la imagen fiel de otros abrazos y serpenteos macroscópicos, que el doctor no podía imaginar sin sentir al propio tiempo el corazón arrebatado por la ira.

«¡Santo Dios! —se decía el bueno de Forschung, calmados un tanto sus agitados nervios—. ¿A qué grado de intimidad y de criminal abandono habrán llegado las cabezas y cuerpos de los desleales para que sus cabellos se hayan entrelazado de tan inextricable manera?»

Y adoptando una expresión fisonómica entre amarga e irónica, en la cual había un destello de la pasión inquisitiva del sabio, añadió:

—He aquí un oscuro problema psicofisiológico que debo resolver sin pérdida de momento. Lo exige mi honra ultrajada; lo pide también la prosecución de mi obra científica, cuya paralización colma de satisfacción a mis injustos adversarios… Todo es preferible a vivir en densas tinieblas…, todo, incluso el desencanto del amor y de la fidelidad. Y me vengaré secretamente, evitando el escándalo y las burlas del mundo…, por procedimientos científicos originales, que ignorarán hasta las mismas víctimas…

Como se ve, aun en medio de los arranques de la indignación, el investigador se sobreponía al marido. La idea de caer en la vulgaridad, vengando el ultraje al honor conyugal según la fórmula muscular del hombre de la Edad de Piedra, es decir, apelando a reacciones motrices violentas compartidas con toda la animalidad, lastimaba infinitamente su amor propio.

Y es que el sabio posee mentalidad eminentemente aristocrática. ¡Los que le conocen únicamente por sus obras creen —inocentes— que trabaja para la Humanidad! ¡No tal: labora para su orgullo! El investigador ama el progreso… hecho por él. Cuando la Prensa da cuenta de la aparición de una verdad nueva, triunfadora de la distancia, del dolor o de la muerte, el mundo se postra ante el genio, entonando clamorosos hosannas. Solo los hombres de laboratorio aplauden fríamente, con sordina…, cuidando de disminuir el interés o la originalidad de la invención, cuando no guardan —que también ocurre— sepulcral silencio. Y, sin embargo, si prescindimos del resorte íntimo egoísta que mueve la inteligencia investigadora y consideramos exclusivamente los efectos sociales de cada descubrimiento, la pretensión altruista del sabio se confirma: sus inventos benefician positivamente a la Humanidad. Disípase esta aparente contradicción recordando que en ciencia, como en amor, el protagonista es engañado por la Naturaleza. En virtud de una ilusión irremediable, el sabio y el amante creen, tocante a sus respectivas funciones, trabajar pro domo sua, cuando en realidad no hacen sino obrar en provecho y gloria de la especie. ¡Oh, qué soberana invención, qué poderosas palancas son para el progreso el orgullo imbécil y el vano afán de gloria!

Pero, apartando embarazosas digresiones, reanudemos el hilo de la narración. Habíamos quedado en que el atribulado Forschung sospechaba de la lealtad de su esposa, y que, trastornado por su calenturienta imaginación (al fin, imaginación de sabio), daba como reales las más livianas y criminales complacencias. Y, con todo eso, fuerza es confesar que el celoso marido poseía tan solo barruntos vislumbres…, no demostración perentoria de la deshonestidad de Emma, El mismo vino al fin a reconocerlo, conviniendo en que, antes de ejecutar la terrible venganza premeditada, era de todo punto necesario convertir los vagos indicios en pruebas flagrantes y acusadoras.

Por desgracia, nuevas exploraciones minuciosas de los muebles del laboratorio aportaron datos de gran importancia.

Cierto día, examinando con una lente la chaise longue de la biblioteca anexa al laboratorio, aparecieron nuevas parejas de acusadores cabellos y otras señales harto significativas, esto es: hilos de seda de la blusa de Emma en íntimo consorcio con briznas de lana procedentes del terno gris del ayudante. A mayor abundamiento, mostrábanse en el mullido de la meridiana depresiones insólitas, moldeamientos y rozaduras, reveladoras de que el fatigado mueble había crujido al compás de los más fogosos ímpetus de la pasión contenida. ¡Qué profanación! ¡Deshonrar así aquel cómodo diván, cuyo suave y fresco terciopelo había apagado tantas veces la fiebre del sabio cuando, tras interminables horas de fatiga mental, buscaba ansiosamente, en el recogimiento y la meditación, la clave de los imprevistos resultados de las experiencias del día!

Ansiando saber toda la verdad, decidió nuestro sabio no cejar en sus pesquisas, pero realizándolas sin despertar sospechas en los venturosos amantes, los cuales, a guisa de microbios cultivados en cámara húmeda, nadaban y se refocilaban lindamente, bien ajenos de presumir que eran blanco de obstinada observación.

Al efecto, dispuso bajo las patas del consabido mueble, y disimulados por la alfombra, cuatro receptores Marey, unidos, mediante tubos de caucho, a un aparato registrador instalado en el interior de un armario. El mecanismo, movido eléctricamente, estaba de tal suerte arreglado, que solo podía entrar en función en el acto de gravitar sobre el diván dos personas cuyo peso total excediera de nueve arrobas. Y, dispuestas así las cosas, esperó tranquilo, como cazador en tollo, a que los tórtolos se pusieran a tiro y se denunciaran, personal e inconscientemente, en las gráficas del aparato.

Transcurrieron algunos días; el papel ahumado continuaba incólume. Mas, ¡ay!, cierta noche, de regreso Forschung de la Real Academia de Ciencias Fisiconaturales, en donde leyó extensa comunicación, advirtió, con el estupor consiguiente, que dos personas habían descansado sobre el mueble…, mejor dicho, que no se limitaron modestamente a descansar… Alelado, contemplaba el bendito señor la larguísima gráfica, elocuente y categórica como un documento científico, la cual acusaba a los traidores no con vagas generalidades, sino marcando con feroz complacencia las fases todas del repugnante delito. Comenzaba la gráfica con ligeras inflexiones; minutos después las curvas se accidentaban, mostrando grandes valles y montañas; luego, el ritmo adquiría desusada viveza, desarrollándose en paulatino crescendo, hasta que, por fin, llegado el allegro, una meseta audaz, elevadísima y valientemente sostenida, cual calderón formidable, cerraba la inscripción que retomaba lánguida y mansamente el primitivo reposo, quizá a la línea recta de la desilusión y de la fatiga.

¡Ya no cabía duda! ¡Su ingrata esposa, la que se decía enamorada del sabio, la que había jurado consagrarse de por vida a cuidar de la preciosa existencia del glorioso investigador, había olvidado su decoro y manchado el inmaculado honor del príncipe de la ciencia! ¡Ah! ¡Tamaño ultraje pedía venganza…, y venganza terrible!

II

Por la época en que se desarrollaron los sucesos referidos debatíase calurosamente en los congresos médicos y academias científicas si la tuberculosis era o no transmisible de los animales al hombre; cuestión importante, porque de su definitiva solución dependía la legitimidad o improcedencia de ciertas medidas profilácticas. Divididos estaban los pareceres. Ciertos sabios, a cuya cabeza se puso el ilustre Koch, se declararon pluralistas, y afirmaban que el bacilo tuberculoso humano es incapaz de transmitirse a ciertos mamíferos, singularmente a la vaca. Los otros bacteriólogos, entre los cuales se contaba Porschung, sostenían con igual tesón que el microbio de la tuberculosis del buey, del conejo, del cavia, en fin, de la mayoría de los animales domésticos, era susceptible, exaltada artificialmente su virulencia, de provocar constantemente en la especie humana una tisis genuina.

En pro de sus respectivas tesis alegaron ambas escuelas luminosas y, al parecer, irrebatibles experiencias; pero el problema permanecía en pie, porque nadie contaba en su favor con el único experimento decisivo, a saber: la producción experimental de tuberculosis humana inoculando microbios tomados de los demás animales. Naturalmente, respetables sentimientos de humanidad y de moral científica ve daban la ejecución de tan radical y temerario experimento.

Adivinará, sin duda, el lector, después de lo expuesto, cuáles eran las intenciones del rencoroso Forschtung: convertir en conejos, en anima vili, a los atolondrados amantes. Pero el astuto del doctor imaginó la experiencia de suerte que, sin perjuicio de su alcance científico, constituyera una prueba acusadora e irrefragable de la culpabilidad de los adúlteros. He aquí de qué ingeniosa manera puso en práctica su maquiavélico plan:

Las más de las tardes, terminado el trabajo experimental, Mosser, el ayudante, pegaba y rotulaba las etiquetas de las preparaciones y tubos de ensayo, faena que, a fin de evitar confusiones, con nadie compartía. Ahora bien: una noche recogió el profesor todas las etiquetas no utilizadas y se entretuvo en cubrir mañosamente el lado engomado con cierta solución de gelatina salpicada de finísima picadura de cristal y de gérmenes muy virulentos de la tuberculosis de la vaca…, y esperó, con la cachaza del pescador de caña, el resultado del terrible experimentó.

Los efectos no se hicieron aguardar… A los veinte días de puesto el cebo, tuvo Forschung la viva satisfacción (como hombre de ciencia, naturalmente) de sorprender en los labios y punta de la lengua de Mosser unas pequeñas pápulas de aspecto de tubérculo incipiente, a las que el infeliz ayudante, engañado por la exigüidad e indolencia de la lesión, no prestó ninguna atención. En el atolondramiento causado por la alegría de haber conquistado importante verdad científica —la transmisión al hombre de la tuberculosis bovina—, tentado estuvo Forschung de examinar microscópicamente el nódulo inflamatorio para ver si se presentaba el bacilo de Koch; pero comprendiendo cuán imprudente hubiera sido semejante examen, renunció a él, limitándose a su papel de observador meramente clínico. Y para que nuevas fortuitas inoculaciones no vinieran a complicar el resultado y a poner quizá sobre aviso al descuidado mancebo, destruyó todas las etiquetas contaminadas, sustituyéndolas por otras inofensivas.

Transcurrieron veinte días de mortal ansiedad, durante los cuales Forschung exploraba diaria y disimuladamente los labios y boca de su mujer. Comenzaba ya a arrepentirse de la mala obra hecha a su ayudante, cuando una mañana divisó en la comisura labial de Emma una pupa dolorosa, que resultó ser, analizada en secreto por el doctor, un genuino y característico tubérculo. Para colmo de evidencia, el método de coloración de Ziehl-Nellsen denunció la presencia de numerosos ejemplares del microbio tisiógeno de Koch.

¡La incógnita se había despejado enteramente! Fácil era reconstruir ahora los hechos experimentales. El germen había prendido primeramente en los labios de Mosser, desde los cuales, emigrando en alas de un beso o, lo que es más probable, en las de una ruidosa e inacabable traca de besos pecaminosos, pasó a la dulce y sabrosa boca de Emma. ¡Lástima grande fue que la mal aconsejada mujer no explorara antes lo que deseaba besar! Pero ¡cualquiera consigue que la pasión enardecida use desinfectantes y tenga la precaución de microscopizar previamente al objeto de sus ansias!

Resulta, pues, que el doctor Forschung alcanzó un éxito admirable como sabio; pero como marido… De todos modos, quedaba terriblemente vengado, y, además, había prestado a la bacteriología inolvidable servicio. Justificando previsiones teóricas, él aportó antes que nadie la prueba decisiva de la transmisibilidad de la tuberculosis de los animales al hombre. Las revistas higiénicas y médicas iban a hablar con encomio de sus nuevas contribuciones científicas; sus adversarios, los pluralistas, recibirían dura lección. Un triunfo más se añadiría a la inacabable serie de sus títulos, méritos, servicios y descubrimientos…

A la verdad, el recuerdo del ultraje hecho a su honor conyugal no le dejaba dormir. No amaba ya… Al menos eso creía él. Indiferente a los hechizos de la hermosura, sacrificaba ahora exclusivamente en el augusto altar de la ciencia. Había resuelto, además, apartarse definitivamente del ídolo, antes tan bello y adorado, y ahora afeado por la enfermedad… Y con todo eso, repetimos, no era feliz…

¿Por qué? Difícil es explicarlo. Pues la infamia no existe, no puede existir, cuando, según ocurría en el presente caso, la deshonra y el castigo se sustraen al escándalo del mundo…

¡Ah, es que el sabio continuaba siendo hombre! En la conciencia, como en el cielo, continúan brillando astros ha tiempo extinguidos; en otros términos: perduran consecuencias de causas morales descartadas por la razón. En virtud de este mecanismo psicológico, se explica un fenómeno afectivo singular: el que Forschung sintiera vivamente lo cómico y grotesco de su figura como si, por desdoblamiento de su ser, parte de su personalidad se hubiera convertido en espectador y contemplara socarronamente a la otra, clavada en la picota del ridículo.

Y en todo caso, aun dando por supuesto que la escéptica filosofía del doctor le hubiera vacunado contra los efectos del qué dirán, siempre le habrían quedado abiertas y sangrando dos heridas dolorosas: el enojo del amor propio ofendido, la desilusión de la soñada felicidad.

III

Tres meses después del anterior suceso vegetaba el sabio en la mayor soledad y recogimiento. En su odio a la familia humana, se había separado hasta de su inocente hijo, el pequeño Max, a quien educaba una hermana del doctor, la señora Ana Forschung, casada con un profesor de Filosofía. En cuanto a Emma y Mosser, habían sido llevados, por consejo de los facultativos y con aprobación de Porschung, a un célebre sanatorio de tuberculosos del Tirol.

Allí, a la vista de las nieves eternas, y bajo un cielo espléndidamente azul en verano, languidecían los amantes, progresivamente extenuados por la fiebre, el insomnio y los sudores. A pesar de lo cual se sentían relativamente dichosos. Al, fin, moraban bajo el mismo techo, aunque en departamentos diferentes, y los días en que podían abandonar el cuarto y salir al corredor o a la galería hallaban, con el consuelo de verse, la dulce satisfacción de comunicarse sus penas y reconfortar sus corazones.

La juventud doliente es optimista; no cree en la muerte ni en la desventura. Por entre todos los optimismos descuella, por inverosímil, el del tuberculoso. Postrado y sin fuerzas en el lecho, proyecta excursiones por las altas montañas; incapaz de rebullirse, se imagina un atleta; luchando con la muerte, piensa en el amor… En ninguna enfermedad crónica y mortal procede la piadosa Naturaleza con más exquisitos miramientos. ¡Tan solo en el triste desfallecer del tísico aparece la figura de la Parca velada y embellecida con los triunfales atavíos del himeneo!

Tal le ocurría, sobre todo, al desgraciado Mosser. Empeoraba por momentos, y se juzgaba próximo a la convalecencia. Cualquier cambio, por nimio que fuera, reputábalo de buen augurio. Una noche de calma, ligera remisión de la fiebre, la cesación de la hemoptisis, hasta un rayo de sol alegrando el ambiente y arrebolando fugitivamente las céreas mejillas, bastaban para que el alentado mancebo olvidara su terrible dolencia y forjara para lo futuro las más dulces y halagüeñas ilusiones. Complacíase, sobre todo en sus ratos de amoroso coloquio con Emma, en dar rienda suelta a la fantasía. Y soñaba con huir, en compañía de la gentil enamorada, a la libre y despreocupada América del Norte. Allí, lejos del viejo mundo, emancipados de la autocracia de sabios egoístas y antipáticos, consagraríanse sin reservas a la inefable dicha de amarse, creando un hogar tranquilo y venturoso. Ni le inquietaba la vida material… Emma poseía algunos bienes en su país; además, con los conocimientos científicos adquiridos en el laboratorio de Forschung, no le sería difícil a él granjear una plaza de profesor en cualquier Universidad americana, acaso en Boston, la Atenas yanqui, metrópoli de la Harvard University, primera entre las primeras.

La simpática Emma, cuya belleza se había espiritualizado con el severo buril de la fiebre, asentía dulcemente a los alentadores proyectos de Mosser; pero, a decir verdad, sin grande entusiasmo, como quien se reserva el derecho de cambiar de opinión. En realidad, no participaba de las risueñas esperanzas del amante; una vaga inquietud, una indefinible tristeza embargaban su alma, cortando el vuelo de sus dorados ensueños. Por otra parte, la idea de abandonar para siempre al hijo de sus entrañas, traicionando descaradamente al sabio bueno y generoso cuyo glorioso nombre llevaba, la hacía estremecer de horror. Además, ¿podría abrigar esperanzas de curación definitiva? Al mirarse diariamente al espejo veía, descorazonada, que la calentura había hundido sus ojos, nimbándolos de azul, y que las rosas de sus labios se habían trocado en azucenas. Verdad es que, desde hacía dos o tres semanas, se sentía mejor y recobraba fuerzas; pero ¡cuán lentamente!

Una mañana de septiembre, precedida de una noche de tenaz insomnio y fatigosos y pertinaces accesos de tos, encontró Mosser a su amante en la galería. Adelantáronse instintivamente hacia la balaustrada y, cogiéndose las ardorosas manos, pasearon su mirada por el grandioso panorama de los Alpes.

Eran las nueve de la mañana. El sol, brillante y dorado, se elevaba majestuosamente sobre el horizonte, entibiando el ambiente e irguiendo hierbas y flores. Heridos oblicuamente por los amarillentos rayos, refulgían los glaciers con tonos ebúrneos, mientras que en los profundos repliegues de la nieve respetados por el sol reflejaba el cielo tonos azules. Oíase a lo lejos el sordo rumor de los despeñados arroyos y el mugido atronador de las cascadas, y más cerca, al pie de la colina en que se levantaba el sanatorio, sonaba el hacha del leñador, cuyos golpes, acompasados y secos, estremecían la selva y arrancaban ecos lejanos de las ingentes peñas. Remontando el valle por el vecino camino, venía guiando una carreta de bueyes robusto aldeano, la garganta y los brazos al aire, y en cuyos músculos, dorados a fuego de sol, brillaban, como en broncínea estatua, metálicos reflejos, y detrás seguía tropel pintoresco de muchachas frescas, rozagantes y alegres, cargadas con pesados cántaros de leche. En fin: a la derecha, en el arranque del sendero de las neveras, un grupo de excursionistas preparaba sus arreos para lanzarse a la conquista de los picos gigantes, silenciosos y augustos, bajo su milenaria túnica de nieve inmaculada…

Aquel latir de sangre roja y rebosante, aquel rumor de vida potente, de vibrante energía humana, produjo, por acción de contraste, penosa y melancólica impresión en el ánimo de Mosser. En cuanto a Emma, sombría tristeza velaba su frente; sus ojos, brillantes como carbúnculo en fondo de amatista, vagaban indecisos, contemplando lánguidamente, ora las escenas rientes del apacible paisaje, ora el rostro del abatido y caviloso Mosser… De repente, como impulsada por un pensamiento, hace tiempo contenido, exclamó:

—¡Ah Mosser, cuán malos somos! ¡Cuánto mejor fuera que sofocásemos una pasión criminal que ha de causar nuestra desgracia! ¿Acaso esta dolencia no es ya un castigo del Cielo?

—¡Amada Emma, tú deliras! ¿Castigo llamas al feliz accidente que nos reúne? Cierto que la enfermedad ha paralizado nuestros cuerpos; pero ¿no ha emancipado nuestras almas? ¿No hallas consuelo y fortaleza en las dulces confidencias de nuestro corazón, en la libre expansión de nuestros anhelos y esperanzas?

—Sí; pero es cosa bien triste nuestra libertad…

¡La libertad del dolor!

Y comprimiéndose la frente, como si quisiera desechar una idea obsesionante, añadió:

—Deseo, Mosser, hacerte una confidencia. Vivo desde hace tiempo atormentada por una cruel sospecha. Presumo que mi marido ha descubierto nuestra pasión, y, al vernos heridos de muerte nos ha abandonado a nuestro triste destino…

—¡Cómo!… ¿Tú crees? ¿En qué fundas tus presunciones?

—En dos hechos harto elocuentes y significativos: su indiferencia extraña hacia mí, que se remonta a una época posterior al comienzo de nuestra pasión, y la singular complacencia, verdaderamente incomprensible en un esposo suspicaz y celoso, de permitirte acompañarme al sanatorio.

—Permite, adorada Emma, que te diga que ambos hechos demuestran precisamente lo contrario. Recuerda que hace cuatro meses, enfermos los dos, y yo menos que tú, le rogué me consintiera seguirte a este establecimiento para velar por tu salud y noticiarle los progresos de la cura. Forschung no solo accedió a mi ruego, sino que agradeció cordialmente mis buenos oficios. Esta confianza, ¿no demuestra plenamente que ignora nuestros sentimientos?

—Quizá… Quiero creerte… De todos modos, hay que convenir en que son bien extraños su silencio y ausencia de más de tres meses. ¿No te parece insólita semejante conducta en un hombre, al parecer, enamorado de su mujer?

—Dices bien: al parecer. Aunque tenga que sufrir algo tu amor propio de mujer divina y adorable, permíteme expresarte que los hombres enfrascados en la investigación no aman más que a la ciencia. Entre una belleza y un microbio, optan por éste. Para ellos, la mujer representa, cuando más, un fugitivo y perturbador episodio de la edad juvenil. La pasión por la gloria no consiente sentimiento rival. Dime: si yo persiguiese afanosamente el aura engañosa de celebridad, ¿me embriagaría ahora con el perfume de tu aliento, me embelesaría con la luz de tus ojos y cifraría mi dicha en sondear tus más secretos sentimientos e ideas?

Y viendo más resignada a su adora Emma, prosiguió:

—Yo encuentro muy natural la conducta de tu marido, dado su ferviente amor a la gloria y al progreso. No ignoras, sin duda, que el ilustre doctor Funcke, director de este sanatorio, es gran admirador y amigo de Forschung, el cual, no solo le remite enfermos, sino sueros, vacunas y tuberculinas a ensayar para la cura de diversas infecciones crónicas. Tal ha sido, a mi entender, la principal razón que movió a tu marido a internarnos en este famoso establecimiento, donde se nos trata, fuerza es confesarlo, con miramientos exquisitos…, cual corresponde a los deudos de un sabio ilustre.


* * *


Un silencio penoso, solo roto a intervalos por dolorosos accesos de tos, siguió al referido coloquio. Y como viese Mosser que el velo de sombría tristeza volvía a nublar los ojos de su amada, cogió una de sus manos y, después de cubrirla de besos febriles, añadió:

—No temas, hija mía. Nuestra enfermedad, la terrible gripe que nos tiene postrados, va mejor. Recobraremos, no lo dudes, la fuerza y la salud. Tranquilízate, y sabe que, cualquiera que sea el giro de los sucesos, de mi cuenta corren tu seguridad y tú dicha…

Y creyendo adivinar la causa de la angustiosa melancolía de su amante, prosiguió, dando a sus palabras acento de alentadora confianza:

—No te preocupe tu hijo. El día, no lejano, de la dichosa emancipación lo recobrarás, y lo recobrarás de buen grado… Es tan generoso, tan indulgente, tan conocedor de las humanas debilidades el bonachón de tu marido, que…


* * *


En aquel instante trajo una camarera el correo, dejando sobre la mesa algunos diarios y revistas científicas. Repasábalos Mosser casi maquinalmente, cuando, al pasar la vista por un artículo científico, palideció de pronto, presa de la mayor ansiedad. Conforme avanzaba en su lectura, la disnea le ahogaba, palpitábale el corazón violentamente y, al fin, sin poder contenerse, salieron de sus labios furiosas y entrecortadas por roncos estertores, estas exclamaciones:

—¡Canalla! ¡Asesino! ¡Miserable!

Estremecióse la pobre Emma de terror al observar la exasperación de su amigo; pero, reuniendo sus fuerzas, tuvo entereza para arrancarle la revista de las manos y leer, con voz mojada por las lágrimas y trémula por los sollozos, lo que sigue:


Me confieso —escribía el doctor Forschung con arrogante seguridad— unitarista convencido en lo que atañe a la etiología de la tuberculosis. En mi sentir, todos los bacilos de esta terrible enfermedad reconocen el mismo origen y pertenecen a la misma especie botánica; las diferencias que en punto a virulencia y a preferencias y acantonamientos sobre ciertos animales ofrecen son susceptibles de borrarse fácilmente, sometiendo dicho microbio a procederes de crianza y exaltación especialísimos. Merced a mi método de cultivo, el bacilo tuberculígeno aviario, el pisciario, el de la tortuga, el bovino, etc., conviértense en patógenos para el hombre, en el cual provocan gravísimas infecciones. De ello habíamos dado ya pruebas irrecusables con nuestras antiguas experiencias de inoculación del bacilo humano en los animales, faltaba, empero, la demostración definitiva, perentoria, de la transmisibilidad de la tuberculosis bovina al hombre. Motivos de un orden moral muy elevado nos detenían en el dintel de la ansiada verdad.

Por fortuna, el azar ha salido a nuestro encuentro, ofreciéndonos la codiciada prueba. Por uno de esos descuidos inevitables en el laboratorio mejor ordenado, vertióse casualmente una pequeña cantidad de cultivo puro de bacilo de la tuberculosis bovina sobre el cajón de las etiquetas. Este cultivo era tan virulento, que un fragmento de gota mataba el conejo de Indias en pocos días, por septicemia, es decir, con una tuberculosis rapidísima, sin tubérculos (tipo Yersin). Un buey, un perro, una cabra, inoculados de igual modo, sucumbieron en menos de ocho días. Por desgracia, el infortunado mozo encargado de pegar las etiquetas, bien ajeno de la contaminación ocurrida, continuó, según costumbre, humedeciendo la goma con la punta de la lengua. A los quince días del referido descuido mostró en los labios hinchados un genuino tubérculo miliar, seguido rápidamente, gracias a la irresistible virulencia del germen, de infartos tuberculosos submaxilares y metástasis en el pulmón. Transcurrido menos de un mes de esta infección accidental, se presentó otra lesión igual en los labios y boca de la infeliz esposa del mozo del laboratorio, la cual, a pesar de mis formales prohibiciones, no quiso sustraerse a las peligrosas efusiones del amor conyugal.


Ocioso es decir que nos hemos asegurado de la naturaleza del mal, analizando, con las prudentes reservas, los productos patológicos, en los cuales hormigueaba el bacilo tisiógeno de Koch.


En la actualidad, ambos pacientes están en observación en un acreditado sanatorio suizo. Por informes recientes, podemos declarar que la tuberculosis se ha generalizado gradualmente, sobre todo en el varón, suscitando graves metástasis en el pulmón, hígado y bazo. Todo hace presumir un funesto desenlace, no obstante el racional tratamiento y exquisitos cuidados prodigados por el reputado doctor F***, que dirige la cura (a mis expensas, naturalmente, pues no debo olvidar que los pacientes contrajeron su dolencia en mi laboratorio). Espero, dentro de poco, que el protocolo de autopsia del más grave de los casos, es decir, del varón, demuestre…


Al llegar aquí, el desdichado Mosser, perdiendo la relativa calma con que escuchaba el tremendo relato, estrujó rabiosamente la revista entre sus puños crispados, en tanto que Emma, cubriéndose de mortal palidez, caía al suelo desvanecida. En el colmo de la desesperación, y con ademanes de loco furioso, desatóse el amante en violentos apóstrofes e imprecaciones:

—¡Esto es execrable, inaudito! —decía—. ¡Ah miserable! ¿Conque esperas nuestra autopsia? ¡Te equivocas!… ¡El autopsiado serás tú! ¡Corro hoy mismo a encontrarte, y verás cómo, a pesar de tus microbios exaltados, me sobran energías para estrangularte con mis manos!…

La escena desgarradora que se desarrolló después entre los amantes es de las que la pluma se resiste a traducir…, de las que demuestran la insuficiencia; y palidez del lenguaje emocional. Hay también un pudor para la pena honda… Respetémoslo.

¡Infortunados amantes! ¡Ellos que habían contado, inocentes, con el perdón o la condescendencia de Forschung! ¡Y vengarse así, de manera tan rastrera y solapada, haciendo alarde de una frialdad de corazón mil veces más abominable que los furores de la ira! ¡Qué vileza, aprovechar una infidelidad, provocada quizá, para convertir esposa y amigo en miserables animales de experimentos!…

IV

El desdichado Mosser, minado hasta lo hondo por la terrible infección, no pudo satisfacer sus terribles propósitos de venganza. Aquella misma noche fue atacado de copiosísima hemoptisis, sufriendo días después disnea tan angustiosa y agravada con fiebre tan intensa, que el doctor Funcke perdió toda esperanza de salvarle.

Poco después murió el infeliz amante, en la triste soledad de su departamento, sin que la pobre amiga de un día, recluida en el lecho por el recrudecimiento del mal, hubiera tenido el consuelo de velar y recoger el postrer aliento del escogido de su corazón. Por otra parte, aunque su salud la hubiese consentido rendir a Mosser los últimos piadosos tributos de la amistad y de la gratitud, el severo reglamento del sanatorio, que prohibía la promiscuidad sexual en las balas, se lo hubiera vedado. Para su alma, Mosser comenzaba a ser más que un esposo; para el mundo, era solamente un extraño…

Transcurrieron dos meses más. Despuntaba el invierno, que se estrenaba en aquellas soledades alpinas con copiosas nevadas. Con la aparición del frío, Emma recobró algo sus fuerzas, agotadas casi por la tremenda crisis que acababa de pasar. Un ligero carmín coloreó sus mejillas, y en sus claros ojos, humedecidos por lágrimas de sincero arrepentimiento, brilló por primera vez un rayo de esperanza. Poco a poco se apagaban las vibraciones del dolor y renacía la calma del espíritu, tan propicia a la restauración de las fuerzas como a la clara visión de los acontecimientos pasados. Con la serenidad del corazón sobrevino un sentimiento de justicia. Y al bucear, al través de los sombríos recientes acontecimientos, en las imágenes rientes de su memoria, advirtió que el recuerdo de Forschung perdía progresivamente sus tintas sangrientas y su gesto melodramático, humanizándose y suavizándose, en tanto que la imagen del romántico e impetuoso Mosser palidecía cada vez más, alejándose sucesivamente de la vibrante actualidad hasta parecer ensueño vano próximo a desvanecerse.

Impregnada de esa benevolencia precursora del arrepentimiento, llegó Emma hasta a disculpar la sañuda venganza de su marido, tan fríamente imaginada como inexorablemente cumplida.

«¿Acaso no ha tenido razón en el fondo? —exclamaba en sus soliloquios—. Cierto que obró alevosamente; pero ¿no fue también alevoso el agravio? Hubo, sin duda, en Forschung arrebato y desproporción evidente entre la ofensa y el castigo, toda vez que yo no me abandoné ciegamente a los caprichos del amante… De todos modos, debió de haberse conducido con más prudencia, provocando una explicación de mi parte, y acaso… Pero seamos sinceros: mi corazón no le pertenecía ya, y, tarde o temprano, la pasión contagiosa de aquel hombre ardiente, que me fascinaba con sus miradas y enloquecía con sus apasionados acentos, me hubiera conducido al deshonor y al escándalo…»

Emma decía la verdad. En realidad, era menos culpable de lo que parecía.

El afecto hacia Mosser fue una inclinación sensual, de piel afuera, sin raíces en el corazón y en el espíritu; simple afecto de sugestión, ardiente y avasalladora, si se quiere, pero fugaz, como todas las sugestiones. Por eso, desaparecido el hipnotizador, cesó el encanto. En presencia de Mosser, bello con belleza leonina, rebosante de juventud y de vigor, sentía desfallecer sus sentidos y nublarse la voluntad; pero en cuanto perdía de vista al irresistible seductor, la razón recobraba sus fueros, imponiéndose a los nervios sobreexcitados. Y, no obstante semejantes eclipses de la voluntad, y a despecho del idílico dúo de amor, cantado briosamente durante medio año, la esposa extraviada no llegó a manchar el honor conyugal, al menos en la medida en que la moral al uso gradúa las faltas irreparables. Hubo, ciertamente, complacencias criminales, arranques y efusiones de cariño más o menos sensual, efusiones que despertaron las sospechas del marido y motivaron el drama; pero, repetimos, quedó sin vadear el Rubicón de la honra. Es que, en medio de su impresionabilidad, Emma, como buena americana, era harto calculadora y prudente para entregarse sin reservas y exponerse a perder, acaso para siempre, una situación moral y económica excelente y envidiada.

Además —¿por qué no decirlo?—, durante aquellas homéricas luchas entre el querer y el deber, vino en su socorro, deteniéndola en la pendiente de las últimas concesiones, un delicado sentimiento de la maternidad. Poco antes de iniciar sus intimidades con Mosser, Emma se hallaba en estado interesante…, y se estremecía de terror ante la posibilidad de que un día las consecuencias de los extravíos de la madre recayeran en la cabeza de un ser inocente.

¡Ah! Si Forschung hubiera juntado al genio y a la gloria la juventud y la belleza, ¡cuán feliz hubiera sido Emma! ¡Qué dicha sentir satisfechos a un tiempo la inteligencia y los sentidos, la vanidad y el orgullo! Desgraciadamente, tamaña fortuna suele ser quimera irrealizable. Gloría, riqueza, consideración social, representan casi siempre el equivalente de un desgaste de lozanía y juventud. Desear simultáneos, y encarnados en un solo hombre, dones raros y exquisitos que la Naturaleza suele otorgar a hombres diferentes o, cuando más, a fases sucesivas de una misma existencia, es pretender que semilla sembrada en la tierra no destruya sus próvidos cotiledones ni disipe su vital energía al expandirse en lozano tallo y en flor hermosa y fragante.

V

La carta que el doctor Forschung recibió de su mujer, dos meses después de la muerte de Mosser fue un desahogo del corazón, un conmovedor relato de amarga desilusión y sincero arrepentimiento. Como sentimiento central y dominante campeaba el amor maternal. Deseaba Emma ver a su marido para implorar su perdón; pero ansiaba, sobre todo, abrazar al hijo de sus entrañas, purificándose y templándose en el Jordán de la ingenua inocencia y de los afectos vivos y eternos…

La carta terminaba declarando que en los devaneos de la esposa habían tenido mayor parte los sentidos y la fuerza de la juventud que los impulsos del corazón.


Solo la porción más débil y grosera de mi alma —le decía— estuvo a punto de rendirse; pero lo mejor de ella, el amor y veneración al sabio ilustre, el culto a su nombre inmaculado, la gratitud y afección al padre y al esposo, se salvaron por completo. Si en algo pequé, harto castigada estoy. Soy absolutamente sincera. Cara a la muerte, ¿puede fingirse?


Si algún lector ha tenido la paciencia de seguirnos hasta aquí, dirá de seguro: «Los hombres de ciencia son fríos, orgullosos; poseen alma de sicario o de inquisidor; solazanse torturando a inocentes animales de laboratorio, porque no pueden cebar su cruel curiosidad en la carne palpitante del prójimo…»

¡Error profundo! Basta leer ligeramente los trabajos de los sabios para cerciorarse de que poseen un corazón exquisitamente sensible, más sensible que el de los demás hombres. Si no gozaran de mayor impresionabilidad, ¿sabrían descubrir nuevas verdades? Si no fueran susceptibles y puntillosos en cuestiones de prioridad, ¿caminarían en pos de la gloria? ¡Cuántos de ellos, aborrecidos injustamente por las sensibles solteronas de las sociedades protectoras de animales (el tercer sexo humano, según Ferrero), no duermen el día que han verificado vivisección sangrienta y emocionante!

Forschung era muy sensible a las heridas de la dignidad. Precisamente, a causa de esta hiperestesia del honor, se había vengado y había sentido amarguísimamente la deslealtad de su mujer. Pero ahora, lleno de generosa indulgencia, estaba pronto a olvidar su resentimiento.

A la verdad, las cosas habían cambiado mucho. No hay como la muerte para simplificar los problemas de la honra. El único posible pregonero de su desgracia conyugal había enmudecido para siempre, y en el corazón del sabio volvía progresivamente a renacer el antiguo amor a Emma, cuya aflictiva situación moral deploraba cordialmente. Conocía, además, por los frecuentes informes de su amigo Funcke, el notable alivio de la enferma y confiaba en su total restablecimiento, o por lo menos, en una mejoría temporal que consintiera el ensayo de remedios heroicos. Sobre esto, según veremos, tenía su plan.

A la sumisa carta de Emma contestó Forschung, sobre poco más o menos:


Mi querida y un poco extraviada esposa: Disculpo tus debilidades, de que me reconozco un poco responsable. Olvidé que el cerebro es un centro reflejo, y el albedrío, un radiómetro que se cree libre porque no ve la luz. Debía haber cuidado de tus impresiones y compartido equitativamente mi sensibilidad entre mis dos ídolos: la ciencia y tú, o, por mejor decir, tú y la ciencia, y aun cometer de cuando en cuando alguna infidelidad al segundo para evitar las represalias del primero. Tus claros ojos valían algo más que el ocular del microscopio, y tus pestañas merecían observación más atenta y ahincada que todos los bacilos y espirilos de mis cultivos. Pero en fin, aún puede ello enmendarse. Un descubrimiento prodigioso que acabo de hacer me asegura tu curación definitiva. Vivirás, pues, y gozarás de robusta salud y alegría para que puedas servir conjuntamente de testimonio del soberano poder de la ciencia y de la lealtad de tu arrepentimiento. Se me olvidaba: dentro de pocos días llegaré con tu hijo al sanatorio.

VI

Y, en efecto, cierta mañana del mes de febrero llegó el doctor en compañía del encantador Max, desarrollándose la escena que el lector puede figurarse. La pobre Emma tuvo la inefable fruición de estrechar en sus brazos a su inocente hijo y de recibir del padre irrecusables y conmovedores testimonios de indulgencia. Enternecido y ocultando furtivas lágrimas, Forschung llevó su piedad hasta imprimir un beso apasionado en los descoloridos y suplicantes labios de su esposa…

—¿Qué haces? —exclamó Emma, consternada—. ¿Olvidas cuán contagiosa es mi enfermedad?

—No temas: conozco harto esos microbios y sé el modo de refrenarlos. Traigo para ti, según te anuncié en mi carta, un suero antituberculoso, de cuya eficacia estoy absolutamente seguro. Es un secreto terapéutico que no he divulgado todavía… Imaginabas que tu esposo te había abandonado, y te equivocabas de medio a medio. Desde el punto y hora que estalló tu enfermedad concebí la sospecha de que acaso tu culpabilidad no era tan grande como las apariencias mostraban; que quizá tu nerviosidad excesiva y la vehemencia y sensualidad del fingido Romeo te habían impresionado fuertemente, sin recibir, empero, completamente tu corazón, y pensé, además, que cualquiera que fuese el grado de complicidad de tu voluntad desmayada, no estaba yo autorizado para castigar de muerte a los culpables, sino, a lo sumo, para realizar alguna severa demostración que, atajando el extravío en sus principios, cediese en provecho y enseñanza de la Humanidad. Solo en la guerra es permitido matar; únicamente en la reñida batalla por la ciencia, librada en honor e interés de la raza humana, es lícito sacrificar a alguna víctima propiciatoria. Estas consideraciones y el ver el grave giro que tomaba la enfermedad, cosa que no esperaba, me incitaron a trabajar febrilmente en el hallazgo de un método terapéutico racional capaz de luchar ventajosamente contra el microbio o contra la acción de sus toxinas. Tu amor y el afán de salvarte multiplicaron mis fuerzas y me dieron la clarividencia necesaria para el acierto. Al principio, los conejos tuberculosos tratados con dicho suero antibactericida y antitóxico experimentaban no más fugaces alivios; después, modificando el procedimiento de elaboración del remedio, las mejorías se sostenían; en fin, a fuerza de tanteos y de interminables pesquisas, logré un producto que detiene bruscamente en los animales, incluso en los de gran talla, el curso del mal, aniquilando a los bacilos y promoviendo franca convalecencia. He aquí —dijo, mostrando a Emma un tubo cerrado a la lámpara, donde brillaba un líquido ambarino y viscoso— el precioso elixir. A fin de darle concentración y virtualidad indispensables, he debido sacrificar treinta cabras y diez caballos. ¡Caro cuesta el remedio; pero tu salud y mi felicidad bien merecían este pequeño sacrificio! ¡Lástima grande que el atolondrado y petulante Mosser haya sucumbido antes de mi salvador descubrimiento!

La pobre Emma, transfigurada por la felicidad y la emoción, solo pudo responder:

—¡Ah mi querido Max, cuán bueno eres!…

VII

Gracias al empleo del suero de Forschung, pudo Emma, al cabo de mes y medio, abandonar, completamente curada, el sanatorio.

Un viaje a Italia en compañía del esposo, cada vez más enamorado de su cara mitad, acabó de fortalecer la naturaleza de Emma, renovando, con la lozanía del color y la turgencia del rostro, la ingenua y comunicativa alegría de otros tiempos, ya pasados.

Fue una segunda luna de miel, que les recordó inolvidable gozada bajo el ardiente sol de Oriente entre palmeras y sicómoros.

Aquella excursión fue como una esponja que borró dolorosos recuerdos y preparó a los esposos para nueva y fecunda existencia. Recobrada la tranquilidad del hogar, Forschung se entregó con crecientes entusiasmos a las tareas de la investigación y de la enseñanza. Y, para colmo de ventura, Emma dio a luz con toda felicidad una hermosa niña, limpia de la temible tara tuberculosa y con ojos amarillo-verdosos y el bermejo pelo de Forschung. Estos cabellos tranquilizaron al sabio tanto como aquellos otros le atormentaron.

Pero el afortunado investigador era demasiado conocedor de las flaquezas del corazón humano y de la psicología de su mujer, cuya impresionabilidad y sugestibilidad temía, para exponerse a nuevos contratiempos. Por prudencia, Emma dejó de asistir al laboratorio oficial y de alternar con los alumnos y ayudantes. Ocupábanle ahora las faenas y cuidados del hogar y la vigilancia y educación de sus hijos, dulces tareas de madre que ella no cambiara por todos los Mossers del mundo. Y en los ratos libres ayudaba solícitamente al sabio, ordenando la biblioteca, dibujando y fotografiando preparaciones microscópicas, consultando textos y monografías (para simplificar las pesquisas bibliográficas exigidas por las publicaciones de Forschung) y contestando la correspondencia. Esta actividad incesante, unida al desdén de las equívocas satisfacciones de la vanidad, descartaron de su alma enfermizos y peligrosos romanticismos. El amor de madre, precioso derivativo moral, amortiguó el ardor de sus sentidos que no se estremecían ya ante las subyugadoras miradas de los arrogantes Lovelaces.

A pesar de lo cual, repetimos, Forschung no se hacía ilusiones. El contraste físico entre los esposos se acentuaba de día en día. El rudo batallar de la ciencia había consumido el vigor del sabio, que, al mirarse al espejo, descubría con pena sus sienes deplorablemente blanqueadas por las canas, ¡esa ceniza del pensamiento!, y el vértice de su cráneo calvo, liso y brillante, como lamido al fin por el eterno rodar de las ideas.

En cambio, la arrogante Emma, refractaria a la acción del tiempo y a los desgastes que hasta en las más vigorosas y estoicas naturalezas produce el oleaje del dolor, conservaba admirablemente su belleza, y aun parecía haber crecido en gracias y seducciones. El dulce sosiego del corazón, confortativo de primer orden, había prestado a sus ojos esa brillante finura de dibujo propios de la niñez, y sus cabellos, antes excesivamente pálidos, ostentaban ahora un rico y jugoso tono bistre dorado, que realzaba maravillosamente la inmaculada blancura del cutis.

Evolución tan divergente de la morfología exterior de los cónyuges preocupaba profundamente a Forschung, quien, por cada día, se encontraba más disonante y ridículo, cuando, por imposiciones de la higiene o los mandatos de la cortesía, debía acompañar a su esposa en paseos y visitas.

«¡Ah, si yo pudiera —pensaba el sabio para su capote— descubrir un suero que me rejuveneciera como a Fausto, o que al menos contuviera mi decadencia y me consintiera esperar tranquilo el dulce y lento declinar de mi querida Emma! Más, por desgracia —añadió—, el filtro de larga vida, el hallazgo de la maravillosa y vivificadora fuente de Juvencio es loca quimera. ¡Qué sueño tan hermoso! ¡Y qué insistente es el umbral de la vejez, precisamente en la edad en que la Naturaleza debiera, por piedad al menos, infundir al hombre deseo de inercia, acomodación sumisa a la muerte y al olvido! ¡Ahí es nada! ¡Remontarse desde la vecindad del mar de la muerte, por el río impetuoso del tiempo, hasta cerca de la montaña y pararse en las orillas del bullicioso arroyo de la juventud, es decir, enfrente de los más rientes y floridos vergeles y de las más luminosas y seductoras perspectivas! ¡Qué sublime delirio! Desdichadamente para los Faustos, la vida, función de la materia y del tiempo, representa un mero mecanismo y se halla sujeta, cual las máquinas de la industria, a irreparable desgaste. Nuestro dominio, más nominal que real, sobre el maravilloso Clavileño en que cabalgamos a través de un cielo de ilusiones y de esperanzas, se reduce a reglar la velocidad del motor, consumiendo más o menos rápidamente la provisión de energía que se nos otorgó al nacer. El ocioso economiza combustible creyendo vivir más y suele vivir menos, porque la pereza del movimiento acarrea la oxidación de la máquina, y el carbón, o dígase grasa, sobrecarga y entorpece el corazón vacío de sentimiento y el cerebro huero de ideas. El sabio, el artista, el héroe, el jornalero, fuerzan la máquina y agotan el carbón antes del término natural del viaje…, cuando no descarrilan, ora en los áridos campos de la neurastenia y del surmenage, bien en el abismo aterrador de la locura. Solo el morigerado, el que sin derrochar el combustible camina a regular velocidad, suele llegar sin averías a la decrepitud, término natural de la existencia… Mas —continuó Forschung, por cuya mente pasaron rápidamente los transcritos pensamientos—, puesto que en el orden de los procesos fisiológicos es más fácil correr que pararse o retroceder, ¿por qué (viniendo a mi caso particular) en vez de soñar con el absurdo de igualarme con mi mujer no intento igualarla conmigo? Hemos rechazado por utópico el elixir de larga vida, pero ¿lo será también el encuentro de un suero de envejecer? Un sabio ilustre ha considerado posible el descubrimiento de sustancias capaces de detener la decadencia del cerebro, cuyas células serían víctimas (en su sentir) de la insaciable voracidad de los fagocitos o elementos conectivos. He aquí una terapéutica que me parece bastante problemática, por fundarse verosímilmente en un falso supuesto; no obstante, si la conjetura de Metchnikoff, el sabio aludido, hubiera de tomarse en serio (por fundarse en hechos reales, es decir, en la existencia dentro de las células nerviosas y musculares juveniles de sustancias quimiotécnicas negativas que mantuvieran a raya a los fagocitos) nada tendría de particular, discurriendo desde mi punto de vista, que en los tejidos seniles habitasen también otras materias reclamos excitadoras, en sentido positivo, de la acción fagocítica determinante de la destrucción y ruina de los órganos nobles…»

Al llegar aquí interrumpió el sabio bruscamente sus reflexiones, exclamando:

—¡Entendámonos! Me agradaría hallar un suero de envejecer, pero que envejeciera solamente por fuera, superficialmente, reservando los órganos nobles y algunas graciosas ruedas de la máquina vital; un suero, en fin, que, a ser posible, se limitara a madurar un tanto la peligrosa belleza de mi mujer, añadiendo algunas canas a su espléndida cabellera, modelando discretamente en su turgente y nacarino rostro algunas suaves arrugas, esfuminando con un poco de gordura la finura y elegancia de las líneas, imprimiendo, en fin, al conjunto el sabor y colorido del fruto sobresazonado y un tanto empalagoso…


* * *


Todas las maravillas de la civilización han sido alguna vez puras fantasías de soñadores. Pero a lo mejor llega una cabeza sólida y obstinada, reflexiona profundamente y el ensueño del poeta se convierte súbitamente en hecho real, en criatura industrial viva y pujante, generadora de riqueza y fecunda en goces morales e intelectuales. Así ocurrió con la estrafalaria fantasía de Forschung. Desechóla al Principio, cual quimera irrealizable; se paró después a meditar sobre ella, y conforme se engolfaba en el análisis, advirtió que el descubrimiento de la decadencia, sin ser empresa llana, representaba un problema abordable en principio. Animado por este primer resultado, llevó la cuestión al terreno experimental; desentrañó la composición morfológica y química del tegumento de los decrépitos; determinó las causas próximas de la calvicie y canicie, de la flojedad elástica del rostro, generadora de arrugas, de la atrofia de glándulas y panículo adiposo. Y, burla burlando, nuestro sabio, habilísimo en el manejo de los cubiletes de la química, logró extraer de la piel y tejidos internos de perros seniles, gatos y caballos avejentados y caducos, un principio (semejante al encontrado en los órganos de los hombres centenarios) susceptible, a pequeñas dosis, de atrofiar las glándulas cutáneas, de decolorar el cabello y fruncir la piel.

Verificáronse las primeras experiencias en un asilo de caridad, con veinte prostitutas incorregibles y sifilíticas. Brillante fue el resultado. Quince días después de la inyección subcutánea del estupendo licor, muchachas de dieciocho a veinticinco años quedaron convertidas en señoronas de cuarenta y cinco y fueron regeneradas por completo, que no hay mejor moralizador que la pérdida de la belleza. Pero lo que satisfizo más a Forschung fue el observar que el remedio poseía acción puramente local limitada, con exigua difusión en superficie, al territorio cutáneo inoculado.

La senilina —así la bautizó el sabio— gozaba de innegables virtudes antitegumentarias, es decir, marchitadoras del cutis y partes accesorias, respetando íntegramente el vigor de los órganos internos.

Seguro ya el previsor marido de los efectos fisiológicos de la senilina, dio parte a su cara mitad del descubrimiento, así, como del doloroso sacrificio que estimaba prudente imponer a su hermosura, a título de futura garantía de la paz y felicidad del hogar. La dócil Emma, que al fin era mujer y le gustaba agradar, arriesgó al principio algunas tímidas observaciones; pero como éstas fueron mal acogidas resignóse al experimento, no sin que antes le tranquilizara Forschung, asegurándole que la madurez solo interesaría un área insignificante del organismo, a saber: el rostro y el cabello, y que las gentes, si es que reparaban en el cambio, se limitarían a añadir a sus veintiocho abriles unos cinco o seis eneros a lo más.

Y a fin de efectuar con libertad la transmutación, emprendieron los esposos viaje de placer. A la manera del cinematografista, que para mejor ilusionar al público procede al cambio de las vistas fotográficas durante los eclipses instantáneos de foco eléctrico, así Forschung, al objeto de recatar el tránsito violento de las dos fases de juventud y madurez de Emma, apagó la luz de la curiosidad, ausentándose de Wurzburgo y pasando larga temporada en Inglaterra y en los Estados Unidos.

Meses después, regresaba del viaje la pareja, los amigos y conocidos de Forschung sufrían un ataque agudísimo de curiosidad. Veían a los esposos y no acababan de dar crédito a sus ojos. La vida regalona del hotel, la influencia tonificadora del aire libre y el reposo mental casi absoluto habían rejuvenecido a Forschung, mientras que, por el contrario, la belleza de Emma había declinado visiblemente, adquiriendo esos tonos rojizos y esa amplitud de superficie visible, propios del sol que se pone. ¿Qué había ocurrido?

Nadie lo sabía; pero por lo mismo todos imaginaron lo menos verosímil. Muchos dieron en pensar que la compañera del doctor era una hermana mayor de la infeliz esposa, fallecida, sin duda, durante el largo y azaroso viaje; sin duda, el desaprensivo de Forschung; sin respeto a la memoria de la muerta ni guardar el luto que es de rigor, se había casado o arreglado con la cuñada… ¡Estos genios de la ciencia son tan estrafalarios!

Y a la verdad, esta versión disparatada, que el sabio no trató de atajar, se presentaba con todos los caracteres de la verosimilitud, porque la infeliz Emma ofrecía enteramente el aspecto de una hermana mayor, bastante ajada y marchita, de sí misma. Consolóse, empero, de su transformación al advertir la pasión y vigor crecientes del marido y el cándido amor de los hijos, en cuya educación puso el sobrante de ternura no saturado por el corazón de Forschung. El cual, libre de moscones y de cuidados domésticos, pudo entregarse libremente a perfeccionar sus maravillosos descubrimientos.

VIII

Antes de terminar el relato deseo satisfacer una legítima curiosidad del lector, el cual, si es un poco aficionado a la industria, sentirá comezón por averiguar cuál fue la suerte científica y comercial de la famosa senilina. A priori, parece que una panacea contra la juventud sea un mal negocio. No hay que pensar siquiera en buscar consumidores del insólito artículo en las veleidosas coquetas de diecisiete abriles, ni en las cartilagíneas solteronas de cuarenta y cinco otoños, ni siquiera en los viejos alegres y casquivanos de bigote teñido y bisoñé, artificios contra los cuales nada podría, naturalmente, el citado elixir de envejecer.

Más como no seamos dados a juzgar de las cosas por meras impresiones, hemos pedido informes al doctor Forschung (de quien somos fervientes admiradores) acerca del porvenir económico del extravagante remedio.

Y he aquí algunos expresivos párrafos de la interesantísima respuesta:


Creí en un principio —escribe Forschung— que la senilina, fuera del caso particularísimo para que fue imaginada, constituiría una mera curiosidad de laboratorio, uno de tantos cuerpos orgánicos en ina descubiertos por la síntesis química, y que, faltos de aplicación industrial, duermen el sueño de los justos en los polvorientos anaqueles de las fábricas de productos farmacéuticos. Por fortuna, nos hemos equivocado. La nueva senilina, que debiera llamarse antifreniatina, porque ha sido modificada mediante la adición de extracto de cerebro senil y el descarte de algunos principios antitegumentarios, tiene ante sí un espléndido porvenir.

Por de pronto, ensayada cuidadosamente en delincuentes y locos por una comisión de médicos legistas, ha producido, mediante inyección intravenosa, sorprendentes efectos psíquicos, resultando ser un soberano moderador de los impulsos criminales y un maravilloso sedante de la voluntad. En los locos furiosos, cinco gotas cada semana hacen inútil la coacción de la camisa de fuerza, y dos gotas diarias determinan en sanos y enfermos la abulia más completa. En realidad, el nuevo producto obra envejeciendo los centros nerviosos; es decir, trayéndolos a la situación de inercia mental, torpeza de memoria, frialdad emotiva y misoneísmo característico de la caducidad; todo ello sin perjuicio de la pujanza de músculos y vísceras, que se mantienen en estado juvenil.


Pero hay más. Algunos sociólogos individualistas, preocupados por la creciente amenaza del socialismo y anarquismo, han emprendido (con la consiguiente reserva) ensayos de inoculación de la nueva senilina en las clases desheredadas y conseguido resultados verdaderamente alentadores. No menos interesantes son los éxitos obtenidos recientemente por las misiones alemanas del África central. Según carta del reverendo Schaffer, que a la vista tengo, dicha panacea es un poderoso auxiliar de la evangelización, puesto que debilita notablemente el rudimentario sentido crítico de las tribus negras y apaga el ardor y fanatismo de los santones mahometanos.

En vista de lo cual no extrañará usted una noticia que, en secreto, voy a revelarle. Por conducto de las respectivas embajadas en Berlín, ciertos políticos de aquellas naciones, que cierto estadista inglés calificó de moribundas, me han encargado a toda prisa grandes remesas de la antifrenilina, pues desean emprender, en gran escala experiencias de pacificación química de los espíritus levantiscos. Pretenden, y acaso estén en lo cierto, que dicho producto es un irreemplazable resorte de gobierno, toda vez que es susceptible de refrenar las rebeldías de las muchedumbres hambrientas, de desbravar la originalidad peligrosa de pensamiento y de aniquilar de una vez el inmoderado afán de novedades filosóficas y políticas.


Gracias, pues, al mercado inagotable representado por los aludidos pueblos, espero ganar millones y adquirir gloria inmarcesible. Por donde verá usted que el doloroso sacrificio de Emma, mil veces más grande y heroico que el de la legendaria Ifigenia, no ha sido estéril para la prosperidad de mi familia y la paz y modorra definitivas de la más desdichada parte de la Humanidad.


¡Dios mío! ¿Será cierto que los estadistas españoles han fiado el orden social a los efectos salvadores de la senilina? Señales harto significativas hay de este definitivo desahucio del alma nacional…

Si ello se confirma y semejante vacunación se establece con carácter obligatorio, preparémonos todos a ganar el Cielo después de abandonar la Tierra a los despiertos enemigos de nuestra raza. ¡Senilinas a nosotros…, en cuyos cartilagíneos cerebros existen ya en proporciones desconsoladoras tantas misticinas, decadentinas y misoneínas, triste legado de edades bárbaras y de una pereza mental de cinco siglos!


Publicado el 5 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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