I
Lee esta carta —dijo Inés, radiante de júbilo, a su padre— que acabo de recibir de Julián, mi primo de América. ¡Qué alegría! Le tendremos entre nosotros antes de un mes, y viene rico en bienes y experiencia, como tú lo deseabas.
El progenitor de Inés, conmovido por el gozo de su hija, cogió la carta, se caló las antiparras y leyó:
Mi inolvidable prima: Según te anuncié, mis negocios marchan
viento en popa. Tanto, que creo haber entrado ya en la envidiable grey
de los burgueses, y, como no soy ambicioso, he decidido repatriarme.
En las postrimerías de junio llegaré a Nueva York, por el ferrocarril de San Francisco; aseguida me embarcaré en el vapor Bourgogne; tocaré en El Havre sobre el 9 o 10 de julio, y después de pasar algunos días en París tendré el supremo deleite de volverte a ver. Si, como presumo, continúas fiel a tus sentimientos de antaño, pondré a tus pies el fruto de mis ahorros, unos miserables doscientos mil duros. Acéptalos con mi mano, pues tuyos son; porque solo tu recuerdo ha podido infundirme la salud y la actividad necesarias para ganarlos y la sobriedad y virtud requeridas para economizarlos.
Desea ardientemente hallarse a tu lado y abrazar a sus tíos tu primo,
Juliári.
Esta carta del novio de Inés satisfizo plenamente a don Tomás,
mayorazgo de regular patrimonio, con solar blasonado en Rivalta y fama
de linajudo y honrado en toda la comarca.
Orgulloso de la belleza y talento de su hija, tenía disculpa su empeño en casarla con varón de mérito, discreto, probo y con fortuna tal que garantizase la conservación del histórico solar y brindase para el futuro aumentos y prosperidades. Y a le que el hidalgo de Rivalta tenía razón al mostrarse satisfecho de su heredera. Merced a educación exquisita, habíala preparado admirablemente para la vida, inculcándole la ciencia y el arte sin pedantería, la moral y la religión sin supersticiones, la virtud y la dignidad sin orgullo, la benevolencia y ternura sin histerismos ni gazmoñerías.
No desconocía don Tomás los méritos de su sobrino Julián, médico aventajado, a quien protegió y estimuló mucho durante su carrera, es decir, antes de su emigración a Méjico; mas por aquellos tiempos hallábalo demasiado escéptico, con puntas y ribetes de socialista, y, sobre todo, sin bienes proporcionados a los altos méritos de Inés.
Y aunque no era de presumir que la republicana América hubiera quebrantado las convicciones democráticas y materialistas de Julián, harto sabía don Tomás, a fuer de ducho y experimentado en las vicisitudes de la vida política, que la virulencia revolucionaria y antirreligiosa se atenúa mucho con el lastre de cuatro milloncejos o queda reducida al más anodino e inofensivo platonismo.
En cuanto a Inés, ya lo hemos dicho, se ocupaba exclusivamente en festejar con toda su alma la próxima llegada de su novio, en el cual amaba apasionadamente al hombre, sin acordarse para nada del filósofo ni siquiera del millonario.
El corazón juvenil rara vez elige libremente. La tierra virgen acoge amorosa la primera semilla que el viento le depara, y a su expansión y florecimiento consagra todas las energías robadas al sol y al ambiente. Tal ocurrió a Inés. ¡Qué mucho que se enamorara de su primo, si éste tuvo la oportunidad de asomarse a su corazón en esos misteriosos y críticos momentos en que la niña se convierte en mujer; en que el alma femenil siéntese súbitamente huérfana y solitaria, e impulsada por previsor instinto busca inquieta en torno suyo al compañero inteligente y fuerte que ha de ser guía y amparo de su debilidad, confidente y copartícipe de amorosos ensueños! Y aunque desde aquella hermosa alborada sentimental habían pasado muchos años, ¡cómo había de olvidar ella al fiel y cariñoso amigo de la infancia y adolescencia, con quien correteó en el prado y en la playa e hizo fondo común de ilusiones y esperanzas…; a la gallarda pareja con quien bailó tantas veces en las giraldillas de las romerías, durante aquellos luminosos veranos, consagrados por el estudiante a las gratas efusiones del hogar y a la confortadora vida al aire libre!… En fin: ¡cómo no tener guardadas en el relicario de la memoria aquellas ardientes lágrimas con que Julián, acabada la carrera y a punto de embarcarse para América, se despidió de su adorada prima!
Pero digamos algo de Inés, protagonista de esta verídica historia. Pertenecía la hija de don Tomás a esa casta privilegiada de hembras equilibradas, serenas, sanas y robustas de cuerpo y alma, semejantes a las mujeres fuertes de que habla el Evangelio. En ella se juntaban, en feliz maridaje, los instintos piadosos y tiernos de la mujer más exquisitamente femenina, con la enérgica voluntad, seriedad de carácter y aptitud al sacrificio de las grandes heroínas históricas. Una ojeada superficial a su exterior revelaba ya está admirable ponderación de prendas morales; su amplia y despejada frente, nariz clásica, cejas de elegante al par que enérgico trazo, ojos grandes y azules de subyugante mirar y su andar gracioso, pero suelto y desembarazado, le hubieran dado acaso un aire demasiado varonil si las graciosas curvas de la juventud, artísticamente acentuadas, como la suavidad y blancura del cutis, redondez de la garganta, pequeñez de las manos y pies y dulzura y encanto de la voz no hubieran impreso en aquel eurítmico cuerpo de diosa el sello de la más seductora y plácida femineidad.
Todo en ella hablaba de esa belleza interior tan cantada por los poetas, y que no es sino la expresión de un cerebro femenino sabio y armónicamente construido. El ángel, como dicen los andaluces, batía las doradas alas en sus largas pestañas, se asomaba a las luminosas ventanas de sus pupilas, hablaba en el oleaje de fuego de sus labios y daba suave compás al ritmo del corazón.
Hembras de este género (y Julián la conocía bien), tiernas y enérgicas a la par, tan fuertes e inteligentes que el sol de la razón disipa rápidamente los vapores del capricho y de la nerviosidad, son el puerto seguro del varón en las tempestades de la vida, el consejo salvador en las dudas y zozobras y la providencia del hogar, en donde reinan perdurablemente el orden, la disciplina y el amor.
Según es de presumir, su posición de profesional beauty, en el sentido honesto y honroso que los yanquis dan a esta frase, creaba a sus padres no pocos conflictos, que se resolvían satisfactoriamente gracias a la extrema discreción de Inés, la cual rechazaba cortésmente a los golosos de su belleza, alardeando unas veces resuelta inclinación al celibato y a la independencia, alegando, otras, fervorosa vocación por el claustro. Y cuando alguno, harto apasionado o audaz, insistía demasiado en hacerle la corte, revestíase de entereza y cortando por lo sano le decía: «Caballero, agradezco mucho sus finezas, pero amo a un hombre ausente, y mientras mi prometido viva he resuelto guardarle absoluta fidelidad.» Gracias a esta admirable formalidad, a tan perfecta ausencia de coquetería, pudo Julián aguardar tranquilo el plazo, demasiado largo, de su dicha.
Pues, como íbamos diciendo, Inés, desde la recepción de la famosa epístola, se sentía penetrada de íntimo alborozo; y, sin embargo, a ratos, temblaba de emoción: el exceso mismo de su dicha causábale pena, y durante la callada noche la imaginación, en vela, pintábale visiones trágicas y escenas desoladoras. Y cuando, al despuntar la aurora, huían como oscuros murciélagos los tristes presentimientos, dejaban sobre el fondo de la conciencia un tinte sombrío que prestaba tonos melancólicos a las más rientes sensaciones de la vida…
¡Dios mío! —exclamaba de cuando en cuando—. ¿Tendrá feliz travesía? ¡Es tan largo y peligroso él viaje!…
Y cediendo a un sentimiento religioso, en que la mujer encuentra a menudo fuerza para su optimismo, se decía: «¡Qué desconfiada soy! Le rezaré a la Virgen para que me traiga a Julián sano y salvo.»
Y rezó fervorosamente…, y sintió renacer la confianza y la fe en el porvenir, porque Inés vivía aún en esa dichosa e ingenua edad en que la lluvia y el buen tiempo nos parecen representar, respectivamente, las lágrimas y la alegría del Padre piadoso que habita en los Cielos, desde los cuales gobierna los acontecimientos del mundo con amor, previsión y sabiduría…
II
Pero el destino, envidioso de la suerte de los buenos, puso a ruda prueba los amorosos proyectos de nuestros enamorados. Por telegramas de la Agencia Fabra, que ampliaron después los periódicos, supo la pobre niña que el Bourgogne, en que regresaba Julián, había sufrido terrible choque con un vapor mercante. Más de la mitad de los pasajeros habían perecido en la horrible catástrofe. En cuanto a los supervivientes, recogidos en un transatlántico alemán, debían llegar de un día a otro a Cherburgo…
Terrible ansiedad devoraba a la infeliz Inés, que vio disipados en un momento todos sus hermosos ensueños de amor y de ventura. Cual paloma mensajera brutalmente herida durante su triunfal ascensión por los cielos, así cayó la esperanza de la desventurada doncella al certero golpe de la fatalidad.
Pero la ley de la reacción sentimental, providencia salvadora del hombre, entró después en juego y trajo a la mente imágenes más consoladoras, a cuyo benéfico influjo la enamorada niña volvió a forjar caliente y blando nido a la fugitiva ilusión.
«¡No! —pensó, avasallada por el invencible optimismo de la juventud—. Julián no ha perecido…, me lo dice el corazón, cuyos presentimientos jamás se equivocaron; me lo prometió la Virgen, no puede engañarme…»
Por fortuna, un telegrama expedido en El Havre vino a sacarla de tan dolorosa inquietud. Julián se había salvado, aunque dejando en el fondo del mar toda su fortuna, que traía en oro y billetes.
* * *
Imposible es pintar la efusión de alegría que experimentó Inés
cuando, algunos días después, vio llegar a Julián sano y salvo, hecho
todo un guapo mozo, bronceado por el aire del mar y más enamorado y
rendido que nunca… Ocioso es decir que el americano fue cordialmente
acogido y agasajado en casa de Inés, cuyos padres (fallecida años antes
la madre de Julián) vinieron a ser sus más próximos parientes.
Entonces se reveló elocuentemente la hidalga condición y bondad de alma de la hija de don Tomás. Cuando creyó rico a su prometido una cierta turbación acompañaba a veces su cándida alegría, porque abrigaba el temor de que las gentes, y aun el mismo Julián, juzgasen interesada su inclinación. Además, ¡el dinero abre tantas puertas! ¿Estaba ella absolutamente cierta de no tener competidoras? Pero ahora, que veía a su novio sin fortuna, se consideró absolutamente feliz, y en su deseo de consolar a Julián puso especial empeño no solo en rendirle más que nunca su albedrío, sino en proclamar orgullosa mente su amor, persuadiendo al mundo de la profundidad y firmeza de sus sentimientos.
Con todo esto, nuestro simpático repatriado comprendió bien pronto que su situación en la casa de los tíos variaba de día en día. Desde que el padre de Inés averiguó que toda la fortuna del náufrago consistía en sus deseos de trabajar y en unos pocos miles de duros salvados casualmente del siniestro, comenzó a mostrarse frío y etiquetero con Julián. Un fondo de hidalguía y de bondad, superior a las codicias del ambicioso padre de familia, le impidió, sin embargo, prohibir al joven sus relaciones con Inés; pero su esposa, más resuelta y adusta, dio el desagradable paso que las circunstancias imponían, alejando al novio de la casa y notificando a su hija que en adelante se abstuviera de mirar a Julián como ha prometido. Cayó Julián en profundo abatimiento.
«Héteme —se decía— otra vez necesitado de luchar contra la adversidad, de recomenzar la obra de mi fortuna. ¡Menester es que yo sea rico y que lo sea en seguida!… Pero ¿cómo llegar rápidamente a la prosperidad? ¿Emigrar nuevamente?… ¡Imposible! Aplazar ocho o diez años más mi codiciada ventura sería tanto como imposibilitarla. Tengo ya treinta y ocho años, siete más que Inés, y el amor, de suyo impaciente, no es amigo de los viejos. ¿Qué hacer?»
III
Una hermosa tarde de abril Julián, hostigado por su sombría preocupación, paseaba maquinalmente por la serpenteante carretera que, siguiendo la orilla del mar, enlaza Rivalta con Villaencumbrada, capital de la comarca. La primavera, algo tardía en aquel clima nebuloso, comenzaba a romper la monotonía del verde oscuro de bosques y praderíos con manchas florales de brillante y variado matiz. A uno y otro borde del camino, orlado de colgantes guirnaldas, oscilaban a impulso de suave brisa la amarillenta flor del espinoso tojo, los blancos y rosados pétalos de las margaritas y los cálices morados del lirio, semejantes a pintadas mariposas. Del vecino encumbrado bosque descendía un sordo clamor de savia renovada y un hálito embalsamado y tibio que sugería la alegría de vivir. Vapor tenue y azul, especie de velo de himeneo, tejido de gérmenes microscópicos, flotaba en las hondonadas, recatando del sol el acto sublime y misterioso de la conjugación de plantas y animales. A la izquierda veíase el hirviente mar, inquieto cual fiera en la época del celo, de cuyos profundos senos, preñados de protoplasma fecundo saltaban a tierra, al compás de ronco y grave himno nupcial, millones de vidas ansiosas de oxígeno y de luz, mientras que el cielo, transparente y puro tras luengos días de plañidera lluvia, permitía distinguir sobre el fondo azul turquí los abruptos montes de la vecina cordillera, y allá en las lejanías la silueta audaz y festoneada de los blancos Picos de Europa…
Aquella contradicción entre el triste declinar de un alma y el alegre despertar de la Naturaleza entre las bulliciosas bodas de flores, pájaros e insectos y la viudez melancólica de su corazón, dio a los pensamientos de Julián un tinte de infinita tristeza…
«Decididamente —se dijo— el hombre está condenado a no armonizar jamás con la sinfonía del mundo, a vivir en perpetua pugna con los mandatos más imperiosos de la Naturaleza, de la cual parece como que se obstina en alejarse… ¡Ah, cuán lejos estamos de aquellas dichosas edades en que los humanos, exentos de preocupaciones y convencionalismos, gozaban la libertad de amarse al modo de los pájaros en la enramada y las flores de los prados!… ¡Tiempos felices, en los cuales la sociedad, ruda y sencilla, desconocía el parásito social, la letra de cambio, el sobretrabajo y, sobre todo, ese sombrío terror de la miseria, de tantos crímenes e injusticias responsable…; en que la hormiga humana, contenta con el afán de cada día, no había inventado aún el arte imbécil de acaparar, fatigosa y dolorosamente, durante el verano de la vida, para morir en el agotamiento y en la enfermedad antes del invierno!…»
Pero Julián no era de esos hombres que se abaten fácilmente. Templado para las grandes empresas, tenía inquebrantable fe en los milagros de la voluntad.
Y así, la razón, momentáneamente turbada por la emoción, se enseñoreó luego de los dominios del sentimiento y barrió implacablemente todas las imágenes deprimentes y melancólicas. Y el alentado mancebo, en un rapto de entusiasmo optimista, exclamó:
—Desechemos la melancolía, que es el heroísmo de los cobardes, y tomemos ejemplo de la Naturaleza. También ella tiene su Evangelio, predicado por flores e insectos, plantas y animales; solo que tan inatentos somos que no nos paramos un solo instante a escuchar sus augustos y elocuentísimos preceptos. En ese incontrastable afán de los gérmenes por fundir dos existencias en el ardiente beso de la fecundación…; en ese perenne y recio batallar por la luz, el oxígeno y el alimento, ella nos dice que solo hay en el mundo dos realidades serias, trascendentes, dignas de preocupar a los espíritus fuertes: luchar para vivir y vivir para amar.
«Luchemos, pues, con ánimo valeroso y amemos con fortaleza, puesto que la Naturaleza, nuestra madre, así lo quiere…»
* * *
Ensimismado con estos pensamientos, transpuso Julián
insensiblemente el horizonte de la aldea y llegó casi a la vista de
Villaencumbrada. Al revolver de una apacible colina que avanzaba mar
adentro, no lejos de pequeña y pintoresca ría, divisó una soberbia
quinta, o más bien aristocrático palacio, levantado sobre alegre
altozano. En las inmediaciones, y separadas por extensos huertos y
praderíos, mostrábanse diversas construcciones accesorias: casetas para
los aperos, sidrería, hórreos y henares, estufas y umbráculos… En fin:
todo cuanto un colono rico, amante del confort y de la abundancia,
pudiera apetecer para crearse una existencia aislada, regalada e
independiente. Por las inmediatas colinas se dilataban, en extensión
interminable, labrantíos y praderas, pomaradas y castañares, dominios
anexos a la lujosa quinta, según se echaba de ver por la línea de
colosales eucaliptos que separaba la heredad de los vecinos predios.
Pero lo que más llamó su atención fue que tan lujoso palacio, con ser casi nuevo, parecía completamente abandonado: el orín de las cancelas, la hierba de las calles del jardín, el polvo de los cristales, muchos de ellos rotos, y el abandono de los árboles frutales, que crecían a su sabor invadiendo parásitamente avenidas y paseos, denotaban que en la finca no habitaba dueño, arrendatario ni conserje.
Picado en su curiosidad, y no viendo alma viviente por allí, se adelantó a un prado lejano, donde un aldeano se ocupaba en dallar hierba, y preguntó a éste por la causa de tan extraño abandono.
—¡Cómo! ¿No sabe usted nada? —contestó el labriego, con expresión de extrañeza—. Ésa es la Casa Maldita, así llamada porque cuantos en ella han habitado han muerto o enfermado gravemente antes del año. Muchos dicen que está embrujada y que sus salones y pasillos crían manchas de sangre, y son recorridos continuamente por duendes y almas en pena… Añaden que por la noche las ventanas del torreón se iluminan con llamas rojizas y las campanas de la capilla doblan solas a muerto, como si manos invisibles tiraran de la cuerda…
—¡Pero esto es absurdo! ¡Cómo!… ¡Un cuento de aparecidos en pleno siglo veinte! ¿Está usted en su juicio?
—Señor, yo no sé si lo de las brujas es verdad; pero como vecino de estos contornos sí puedo asegurarle, pues lo he visto con mis ojos, una cosa muy extraña. Sepa su merced que la desgracia no persigue tan solo a las personas que en la casa se arriesgan a vivir, sino también a las vacas, cameros y caballos apacentados en sus praderíos; en cuanto prueba la hierba envenenada, todo ganado muere sin remedio. Y puedo decir también que en los tiempos húmedos las calles del jardín, llenas de musgo, se cubren de manchas rojas, semejantes a la sangre, y que durante las tempestades el arroyo nacido en la finca viene teñido de rojo, como si en sus márgenes los malos espíritus hubieran reñido una batalla.
Intrigado por la estupenda historia que acababa de oír, demandó Julián más precisos y detallados informes a las gentes de los vecinos caseríos. Y contra lo que esperaba, las noticias recolectadas confirmaron sustancialmente la narración del aldeano, y añadieron algunos datos preciosos, que fueron para nuestro protagonista un rayo de luz y de esperanza.
He aquí los antecedentes de la extraña Casa Maldita: fundóla hacía diez o doce años un hereje o protestante millonario, no se sabe si inglés o alemán, llegado de las Antillas (y probablemente enfermo de paludismo), en demanda de salud, al dulce y saludable clima de la costa cantábrica; pero al año y medio de acabada la construcción, y cuando praderas y maizales comenzaban a rendir pingües beneficios, murió repentinamente, y poco después, dos de sus hijos. Aterrados la viuda y el resto de la familia, en la cual había también algún enfermo del extraño mal, malvendieron la finca y emigraron del país. Compróla después un indiano opulento, asaz despreocupado, que, sin hacer caso de fúnebres horóscopos, se propuso a valorarla, añadiéndole nuevas tierras y edificaciones, creando, en fin, una colonia agrícola y pecuaria modelo en su género, y cuando la sidrería recién instalada y la fábrica de quesos y mantecas y el abundante ganado y praderíos y frutales estaban en plena y lucrativa producción, estalló súbitamente temible epizootia, que despobló, casi enteramente, cuadras y majadas. Al poco tiempo enfermaron y fenecieron el dueño y dos hijas. La desolada viuda, único superviviente de tan desdichada familia, huyó aterrorizada de la Casa Maldita, la cual, a consecuencia de semejante catástrofe, no encontró durante tres años ni comprador ni arrendatario.
Al fin, la citada viuda, deseosa de deshacerse a todo trance de tan peligroso inmueble, cediólo, por la décima parte de su valor, a cierto librepensador impenitente, un esprit fort que se reía de trasgos y duendes, de aparecidos y jettaturas; mas, por su desgracia, la mala racha continuaba en todo su auge, y al mes de instalarse el valeroso escéptico perdió un hijo y él mismo cayó gravemente enfermo. Superfluo es decir que salió escapado del funesto palacio, no sin retirar antes sus vacas y caballos, diezmados por la epizootia. Desde entonces quedó completamente yerma y abandonada la espléndida posesión.
Según era de presumir, la superstición popular había bordado sobre aquel fondo de trágicas realidades sombrías y fatídicas leyendas. En sentir de los aldeanos ignorantes y fanáticos, aquella finca, fundada por un perro protestante, estaba maldecida de Dios y servía de mansión a demonios y brujas, que celebraban en ella lúgubres ritos y danzas macabras. Ni faltaban viejas que juraban haber sorprendido más de una vez brillar en las ventanas del torreón luces siniestras, mientras que de las solitarias estancias del vacío palacio salían lastimeros gemidos y horrísonos ruidos de cadenas…
No era mucho que la imaginación popular diera rienda suelta a las más inverosímiles consejas cuando el cura mismo del pueblo de Rivalta, a cuya parroquia pertenecía la casa misteriosa, confirmaba tan disparatadas invenciones. Para mosén Cándido, la causa de las desgracias ocurridas en la Casa Maldita era la cólera divina, justamente irritada contra el pueblo, por haber consentido, so color de tolerancia de cultos, que un cismático execrable, enemigo encarnizado de la Santa Madre Iglesia, fijara su residencia en la cristiana comarca y edificara, sin el menor respeto al venerado culto de la Virgen, palacio y capilla. En vano el cirujano, hombre discreto y tolerante, así como algunas personas razonables, solían atajar los apasionamientos del párroco, recordándole que fueron víctimas de la Casa Maldita no solo los hombres (entre los cuales se contaban sinceros católicos), sino hasta las vacas y carneros; el cura no se declaraba vencido, antes bien, cobraba nuevos bríos, citando aquellas tremendas conminaciones de Jehová a los hebreos:
Más la ciudad será anatema de Jehová; ella, con todas sus cosas
que están en ella… Y destruyeron todo lo que en la ciudad había, doce
mil, entre hombres, mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes, asnos y
ovejas, a filo de espada… Dominó, pues, Josué todas las regiones de los
llanos y montañas… y a todos sus reyes, sin quedar nada; todo lío que
tenía vida mató, al modo que Jehová, Dios de Israel, lo había mandado.
IV
El cielo vio abierto, como suele decirse, el animoso novio de Inés al conocer minuciosamente los siniestros antecedentes de la Casa Maldita.
«¡Qué fortuna —se decía—. Si yo lograra hacerme dueño de esta posesión! ¡Ah! —pensaba—. ¡En esos bosques y praderíos abandonados, en ese palacio señorial habitado por murciélagos y búhos está la reconquista de la riqueza y de la felicidad!»
Presa de la mayor impaciencia, buscó, pues, Julián, sin pérdida de momento, a la dueña de la finca; hallóla, por suerte, inmediatamente en Villaencumbrada, y después de breve discusión y regateo cerróse el trato en mil quinientas pesetas. Hecha la escritura, a los pocos días tomó nuestro protagonista posesión de una heredad que valía más de setenta mil duros, pero que, según dejamos dicho, no producía a su propietaria más que temores y remordimientos.
Al explorar días después los terrenos y magníficos dominios de que había venido a ser legítimo señor, gracias al terror y a la ignorancia del pueblo, cogió en sus manos un puñado de tierra y en un rapto de férvido entusiasmo exclamó:
—¡Pobres gentes! Creen, ilusos, que tú eres la muerte, cuando, en realidad, eres la vida y fortuna. Más aún: eres Inés, ¡la dicha codiciada, el ideal perseguido!…
Pero antes de proseguir, debo al lector una presentación de Julián. Lo pide el buen orden y claridad de esta historia, lo demandan imperiosamente sus nada vulgares méritos.
Si el lector se ha figurado que nuestro protagonista, por el hecho de haberse expatriado, pertenecía a la turbamulta de médicos adocenados, buenos no más, como los Artistas para La Habana, para ejercer en las tierras asoladas por el vómito y la disentería, se equivoca de medio a medio. Julián había sido en Madrid, donde hizo su carrera, un estudiante brillantísimo, acaparador incansable de premios y pensiones. Sus estudios salieron casi de balde a su familia, gracias a los alientos y facilidades que el talento desvalido, pero trabajador y formal, halla en la corte. Así pudo economizar a la madre, pobre y achacosa viuda de un cirujano asturiano, la exigua renta destinada a conllevar una ancianidad ya muy vecina. Acabada la carrera, trasladóse Julián a Rivalta, con la mira de establecerse en el Concejo y realizar el sueño de su vida, su casamiento con Inés; más la ambición de don Tomás, que, según dejamos dicho, codiciaba un yerno millonario, y el deseo de ahorrar a la elegida de su corazón sinsabores y contrariedades, le obligaron a emigrar.
Recomendado por algunos amigos suyos comerciantes afortunados en Méjico, establecióse en la ciudad de Moctezuma, donde merced a su saber, ganó una plaza en la Beneficencia pública, y llegó a ser, antes de los tres años, el médico a la moda y una de las personas más influyentes y apreciada de la población.
Lector incansable, observador concienzudo y cabeza moderna, no se contentaba con la mera exploración sintomatológica de los enfermos: afinaba más delicadamente la puntería diagnóstica y pronóstica, para lo cual apelaba de continuo al microscopio y la química. Y así, contra el hábito secular de las razas meridionales, empeñadas en resolver con discursos todos los problemas de la vida, nuestro doctor instaló en su casa un magnífico laboratorio de análisis bacteriológicos, histológicos y químicos; reunió en la biblioteca las principales revistas científicas del mundo, y se entregó fervorosamente a profundas y luminosas investigaciones sobre la etiología de las enfermedades infecciosas de los países cálidos. Sazonados frutos de tan intensa labor fueron una cultura médica sólida y un prestigio científico tan alto e indiscutible, que nuestro doctor pasaba en Méjico como la suprema e inapelable autoridad en materias patológicas e higiénicas.
Voluntad firme y entendimiento claro y positivo, Julián vio desde el primer momento en el asunto de la Casa Maldita que las desgracias a que debía la abandonada finca su fúnebre celebridad eran simple consecuencia de condiciones naturales del terreno y del ambiente, fáciles de descartar con un poco de ciencia y de buena voluntad. En cuanto a los trasgos y duendes, gemidos lastimeros: y fulgores siniestros, y a toda la lúgubre leyenda demoníaca y espiritista construida en torno del hecho positivo de la insalubridad de la finca, no merecían siquiera serio examen; representaban tan solo alucinaciones de pusilánimes, histéricas y supersticiosos…, los eternos e inconscientes fabricantes y fiadores de religiones y profetas.
V
Como una bomba, cayó en el pueblo la decisión de Julián, consternando profundamente a la pobre Inés, que en su imaginación turbada veía ya a su novio amenazado de un naufragio más cruel que el pasado.
Los amigos del mozo trataron inútilmente de disuadirle de lo que estimaban verdadero suicidio.
Hasta el señor Tomás reprobó una conducta que aparecía cual desesperado reto a la fatalidad y aun como audaz desafío a la Providencia.
En la imposibilidad de hablar a Julián, la tierna Inés, inconsciente causa de tan atroz decisión, apresuróse a escribir al arriesgado mancebo, extremándole para disuadirle las seguridades de su pasión inquebrantable y la entereza Invencible de su ánimo:
Por Dios, Julián —concluía la carta—, no tientes al destino. Ten
confianza en mí; yo te esperaré sin desmayos hasta que alboreen días
mejores. Y, en último caso, acuérdate de que soy mayor de edad y dueña
de mi voluntad. Jamás ansié, bien lo sabes, riquezas ni vanidades: me
bastas tú. Y aunque me precio de buena hija, ten presente que por tu
felicidad, qué es la mía, me siento capaz de afrontar hasta la
indignación de mis queridos padres. En fin: si en algo estimas mi
sosiego, no habites la Casa Maldita ni penetres en sus maléficos
dominios.
No fue perezoso Julián en contestar a su atribulada novia. De
esta importante epístola, impregnada de apasionado perfume, y
sugestionadora por el acento de verdad que en ella reinaba,
transcribiremos únicamente algunos párrafos que interesarán a los
lectores, así por su sabor científico como por esclarecer puntos oscuros
de la presente historia.
Persuádete (de ello poseo pruebas irrecusables) de que los dueños
o colonos de la Casa Maldita fueron inocentes víctimas, los unos de
intermitentes perniciosas, los otros de fiebre tifoidea. Mi amigo, el
cirujano del pueblo, que asistió a varios de los enfermos, me ha
relatado los síntomas y confirmado mi diagnóstico.
Ahora bien: de mis estudios sobre el terreno resulta que del trágico fin de los palúdicos; son responsables unas charcas próximas a la ría, vivero de ciertos mosquitos, los terribles Anopheles claviger, cuyas picaduras inoculan en la sangre el parásito de la malaria. Puesto que el paludismo es rarísimo en estos climas, tengo por sumamente verosímil que el foco de infección, puramente local, aquí creado, fue importado por la familia inglesa, recién llegada de las Antillas, y fundadora, como sabes, de la Casa Maldita.
En tiempos poco alejados de nosotros el mecanismo de semejante importación constituía impenetrable misterio; pero hoy, merced a los trabajos de Ross, y sobre todo de Grassi y demás ilustres sabios de la escuela italiana, se sabe que mi palúdico arribado a una comarca salubre puede infectar los mosquitos de la localidad, dando ocasión, por consiguiente, supuestas condiciones favorables del medio cósmico (existencia de charcas persistentes, abundancia de Anopheles, calor suficiente, etc.), a la formación de un foco malárico perenne.
Por lo que toca a la epidemia tífica, no hay duda que fue provocada asimismo por condiciones del terreno. Entre las aguas de estos lugares, analizadas bacteriológicamente por mí, existe una fuente artificial (de que hacían uso casi exclusivo los colonos de la posesión), en donde se contienen el terrible bacilo tifoso, el Bacillus coli communis, y otros microbios de menos importancia. De todos ellos puedo presentarte cultivos sumamente demostrativos. La mencionada fuente trae su caudal por atanores de un arroyuelo que durante la época de las lluvias recoge las inmundicias de los pueblos de la sierra y se impurifica, por tanto, con toda suerte de bacterias patógenas… Y el ganado —dirás—, ¿murió también de paludismo o de fiebre tifoidea?» No; las vacas, caballos y carneros sucumbieron a los efectos de la bacera o mal de bazo, afección contraída por haber pastado en un prado contaminado, en donde, según informes recogidos, fueron en otro tiempo enterradas caballerías muertas de la referida epizootia. Ensayada la tierra superficial de dicho prado en los conejos, han perecido éstos con los síntomas más característicos del mal del bazo o fiebre carbuncal.
Ya sabes, pues, las condiciones determinantes, puramente físicas, de las desgracias ocurridas en la Casa Maldita. En ellas no han tomado parte Dios ni el diablo, sino el microbio, un demonio invisible bastante más real y peligroso que todos los entes maléficos inventados por la ingenua ignorancia y supersticioso terror de los humanos.
Conocidas las causas, descartados los efectos; y, por fortuna, dichas causas son fáciles de remover sin grandes dispendios, gracias a la feliz disposición del terreno y a los recursos inagotables de la ciencia. Según cálculos que estimo seguros, el saneamiento perfecto de la finca será obra de tres meses de labor y de unas tres mil pesetas de costo. Y la empresa vale la pena.
Ten por indudable que cuando yo haya purgado Villa Inés (así pienso llamarla en adelante) de los monstruos microscópicos que la convirtieron en una especie de infierno dantesco, el inmueble y las tierras tasadas muy por lo bajo, valdrán cien mil duros, con los cuales, y con el apoyo vivificador de tu cariño, espero desarrugar el ceño de tus padres y enternecer sus adustos corazones.
Y las brujas y gnomos, fatídicos habitadores, según el vulgo, de estas misteriosas estancias, cuando no huyan, cual deslumbrados búhos, ante el refulgente sol de la ciencia, se disiparán al mágico conjuro de un hada que tú conoces y yo reservo para reina de tan poéticos lugares.
Es condición de la enamorada creer ciegamente en la superioridad
intelectual del amante y hallar una lógica irrebatible en los argumentos
halagadores del amoroso deseo. De acuerdo con esta ley psicológica,
bien conocida, Inés, que no era fanática ni mojigata, cobró alentadora
confianza en la ciencia y prudencia de Julián, aunque a decir verdad,
tan alto no rayaba su fe que desechara en absoluto todo sentimiento de
inquietud y de zozobra. En la balanza de su razón el platillo de la
superstición religiosa, del culto a lo maravilloso, estaba tan poco
sobrecargado, que bastaba el contrapeso de un argumento lógico y
comprensible para que el fiel se inclinase del lado de la verdad. Pero,
desgraciadamente, la balanza del juicio se apoya en el corazón, cuyos
sacudimientos emocionales hacen oscilar los platillos, pareciendo en
ciertos momentos como que el de la superstición alcanza la victoria.
En uno de estos instantes en que los turbios sedimentos de la tradición religiosa, removidos por el sentimiento, flotan en la conciencia y anublan y señorean la voluntad. Inés, recelando mil desdichas, volvió a escribir a su amante, a quien, entre otras cosas, decía:
Todo lo que aseguras será cierto: lo creo y debo creerlo. Eres
sabio, y fío en tu ciencia. Pero ¿y si antes de acabar con los
invisibles enemigos que te rodean y atisban tienes un descuido y
enfermas? ¡Me sobrecojo de terror al considerar que pudieras caer en la
lucha y permanecer en tu sombría vivienda solo y abandonado de Dios y de
los hombres! Sanea la finca, enhorabuena; pon en práctica cuantas
previsoras medidas tu buen juicio te sugiera; pero, ¡por cuanto más ames
en el mundo, no duermas en la Casa Maldita!… Solamente con esta
condición disiparás algo el angustioso sobresalto en que me haces vivir…
Me das a entender que los microbios de hoy son los diablos de ayer. Pero ¿acaso no gobierna Dios a los microbios? ¿Estás bien seguro de que, en la catástrofe de la Casa Maldita esos gérmenes, tan invisibles para su Creador cuanto invisibles para nosotros, no fueron los ministros de la Providencia? Tú eres bueno, sin duda; pero, créeme, viviría yo mucho más tranquila si consintieses en iluminar tu claro entendimiento y hermoso corazón en la pura y redentora llama de la fe.
VI
Cabalmente, el tiempo y la estación favorecieron los planes de Julián. Una sequía pertinaz, desusada en aquellas montañas, permitió activar los trabajos de saneamiento, que se continuaron sin contratiempo durante los meses de verano. Asistido de una brigada de trabajadores gallegos y castellanos (los del país se negaron a trabajar en la finca), comenzó por abrir cauce a las charcas pantanosas vecinas de la ría; desenterró y quemó las osamentas de las reses muertas del mal del bazo, chamuscando además la capa superficial de la pradera infectada, donde hormigueaban los esporos del Bacillus anthracis. En los remansos del arroyo, así como en las exiguas charracas que resistieron el avenamiento, derramó petróleo y otras sustancias antisépticas, con que acabó con las nacientes larvas del Anopheles claviger, el insidioso mosquito portador del Plasmodium malarioe. El raudal de una fuente que brotaba en el hontanar de próxima colina, y cuyas aguas, admirablemente potables y exentas de microbios, según demostró el análisis, se desparramaban sin utilidad por la ladera, fue conducido por tubería de hierro hasta un depósito del jardín, donde, a más de alimentar una fontana decorativa y elegante, dio movimiento a artística girándula.
Más tarde el nuevo dueño limpió las estancias del palacio; instaló un laboratorio bacteriológico en el torreón; reparó los rotos cristales de ventanas, estufas y marquesinas; atajó goteras; amuebló con modestia, pero con gusto, varias habitaciones; compró algunas vacas y caballos, que pastaron ávidamente en aquellos matorrales y terrenos vírgenes de dalla y arado; podó las pomaradas y puso, en fin, en cultivo las tierras de labor. Con los mohos y verdines se desvanecieron para siempre las famosas manchas de sangre, que resultaron ser, conforme Julián había previsto, colonias del Micrococcus prodigiossus, bacteria inofensiva productora de cierto principio colorante rojo claro, a cuyo cargo corren, si por ermitas y santuarios, infinitos y estupendos milagros.
Entre tanto, el pueblo de Rivalta se hacía cruces de la audacia de Julián y ardía en curiosidad de llegar al final de tan peligrosa aventura.
El cura estaba consternado. Los más pavorosos vaticinios se hacían en las casas de beatos y neos. Por el contrario, los escasos y desperdigados liberales y del lugar y la cabeza de ellos, el cirujano, apostaban resueltamente por la salud de Julián, constituyéndose en entusiásticos heraldos de su buena fortuna. Gracias, sobre todo, a la incansable actividad y optimismo de don José —así se llamaba el cirujano—, tranquilizáronse un tanto los amigos y parientes del arriscado Julián, y señaladamente la tierna Inés, cuyo ánimo, enervado por sorda lucha entablada en el hogar, estaba harto necesitado de alientos y esperanzas.
De este modo transcurrió todo el verano, durante el cual nuestro héroe trabajó sin punto de reposo en a la conquista e higienización de los extensos predios de Villa Inés. Y las gentes vieron con asombro que ni Julián enfermaba —antes bien, engordaba y se fortalecía con la vida al aire libre y la continua ocupación— ni sufrían accidentes y contratiempos obreros y ganados.
Con todo eso, los supersticiosos creyentes en brujas y diablos no se dieron por vencidos ni pusieron en duda la proximidad e inexorabilidad de la catástrofe, profetizándola unos para la caída de la hoja, otros para las postrimerías del año.
Y transcurrieron septiembre y octubre, meses palúdicos por excelencia en otras comarcas, y los colonos, ¡sanos que sanos!, y el ganado, ¡gordo que gordo! De fiebre tifoidea, ni asomos. Llegó el invierno con su inevitable cortejo de nieblas, temporales y escarchas; laváronse las tierras, limpiáronse los arroyos de gérmenes e inmundicias y desaparecieron de regatos y marismas hasta los cadáveres de los mosquitos. En condiciones tales, recelar de la salubridad de Villa Inés hubiera sido el colmo de la pusilanimidad. No dudó, pues, Julián un momento, después de tranquilizar a su novia, en instalarse definitivamente en el palacio, donde ocupó varios departamentos orientados al Mediodía y con espléndidas vistas al mar. Mas como la emoción del pueblo continuaba aún y nadie se prestaba de buen grado a asistirle de criado, se vio en la necesidad, durante aquel invierno, de aceptar los servicios domésticos y cocineriles de cierto peón gallego, a quien, por haber sido asistente y ranchero, se le alcanzaba algo en achaques de comistrajos y aseo de ropa y calzado. Sin embargo, más adelante, entrada ya la primavera, tuvo la fortuna de ajustar, en concepto de cocinera y doncella, a una anciana forastera, sorda como una tapia, y la cual, por razón de este defecto físico, ignoraba la fúnebre leyenda de la casa.
* * *
Así transcurrió apaciblemente el primer año. Bajo el aspecto
económico, la próxima añada se presentaba mejor aún que la anterior. En
vista de que los tristes augurios no se cumplían y los asuntos de Julián
marchaban viento en popa, acudieron trabajadores de los vecinos
pueblos. Merced a este refuerzo, pudo aquel extender el área de los
cultivos, segar completamente los prados, recoger las manzanas y el maíz
y acrecentar, en fin, sus vacadas, que se multiplicaban que era una
bendición.
Puso, además, en explotación algunas industrias auxiliares, tales como la fabricación de queso y sidra y la molienda de granos, para lo que habilitó un azud y molino arruinados, y aún llegó a planear, dejando su realización para más adelante, magnifica fábrica de luz eléctrica movida con turbina.
VII
Inaugurábase bajo los mejores auspicios el tercer año de explotación de la magnífica colonia agrícola y pecuaria, cuando un accidente casual sufrido por Julián renovó temerosos augurios y llenó de Jactancia y satisfacción profesional a los carcas de sacristía. Y fue que, al recorrer los montes anexos a la posesión, el potro fogoso y asustadizo montado por aquél se encabritó súbitamente, despidiendo con ímpetu al descuidado jinete, que resultó con fractura de una clavícula y algunas contusiones. Renqueando trabajosamente, recogióse el asendereado y maltrecho caballero en Villa Inés, donde, después de explorado el sitio del mal, pudo cerciorarse que se trataba de una fractura sin complicaciones.
A toda prisa fue llamado el cirujano don José, quien redujo hábilmente la rotura y aplicó el adecuado vendaje contentivo. Y el enfermo, que ardía en deseos de proseguir los trabajos agrícolas, se vio obligado a rigurosa quietud durante un mes.
La cosa nada tenía de particular; mas tan vulgar y ordinario percance bastó, sin embargo, para que se desataran las lenguas de las comadres de Rivalta, se abultaran los hechos y se lanzaran a los cuatro vientos pavorosos horóscopos. Y, según es de presumir, la desfigurada noticia del suceso llegó a oídos de Inés, la cual, creyendo poco menos que moribundo a su amante, fue presa de la mayor desolación. Por fortuna, los informes de don José y una carta tranquilizadora de Julián trajeron la calma y el consuelo al ánimo de la acongojada doncella, aunque no fueran poderosos a disipar enteramente inquietantes cavilaciones y sobresaltos.
Apenábale, sobre todo, la triste situación del enfermo, huérfano de maternal ternura, a merced de torpes y mercenarias manos, solitario en sombrío e imponente caserón, en donde por fuerza habían de faltarle esas exquisitas y cariñosas atenciones de que únicamente las esposas y las madres son capaces. ¡Ah! Si tiranías del qué dirán no se lo estorbaran, ¡con qué piadoso entusiasmo volara ella al lado del elegido de su corazón, constituyéndose en voluntaria y abnegada enfermera!…
Así transcurrieron quince días, que a la pobre Inés, desfalleciente de impaciencia, parecieron siglos, pues durante estas dos mortales semanas no recibió noticias de su novio ni pudo hablar con don José, ausente por entonces de Rivalta. Punzante y atormentadora ansiedad la consumía… Y por su mente, donde renacían antiguas y borrosas preocupaciones, cruzaban, cual oscuras aves de mal agüero, pensamientos tristes y visiones trágicas.
«¿Habrá recaído en su dolencia? —se decía—. ¿Me confesaron él y don José toda la verdad? ¿Habrá sobrevenido imprevista y grave complicación? ¿Qué es de él? Yo quiero saberlo…, yo debo saberlo y lo sabré…»
Pagando tributo al inmoderado afán de originalidad que a todos nos trastorna, debiera yo callar aquí una resolución generosa y abnegada de nuestra heroína, resolución mil veces atribuida por poetas y noveladores a los sendos protagonistas de sus fábulas; más los fueros de la verdad, superiores a toda preocupación literaria, me obligan a referir sin velos el suceso, y más tratándose de un arranque pasional susceptible de sublimar y enaltecer la figura moral de la simpática y apasionada Inés.
Consignemos, pues, sin más preámbulos, que, transcurridos que fueron veinte días sin recibir noticias del hombre adorado, la animosa doncella, que había agotado las lágrimas y la paciencia, rompiendo con vanos escrúpulos, cierta noche abandonó sigilosamente el paterno solar. Vaciló un instante, al transponer temblorosa el umbral de la casa; pero, sacando fuerzas del inagotable depósito de su pasión, se lanzó resueltamente a la calle, saliendo del pueblo por la puerta del mar, punto de partida del camino de Villaencumbrada. Minutos después, a la dudosa claridad de la luna, abandonaba la carretera y se aventuraba animosamente por angostos senderos, sombreados por gigantescos castaños, y, en fin, habiendo llegado cerca de la solitaria residencia del amado, tuvo energía para imponer silencio, en un supremo arranque, a los tempestuosos latidos de su corazón y llamar valerosamente a la cancela de Villa Inés. A pesar de lo avanzado de la noche (sería la una de la madrugada), vio luz en las habitaciones de su novio, y aun le pareció divisar a éste al través de las vidrieras… Oyóse en seguida rechinar de puertas y el fatigoso y jadeante paso de la vieja camarera, la cual, después de abrir la verja y de colmar a la visitante de exquisitas atenciones, la condujo incontinenti al gabinete de trabajo de Julián, a la sazón despierto y al parecer abstraído en hondas especulaciones científicas…, pero, en realidad, aguardando a Inés, de quien conocía la ardorosa impaciencia y presumía la inminente visita…
El picarillo de Julián, estremecido de júbilo, lleno de salud y robustez y con el brazo todavía en cabestrillo, adelantóse a recibir a su idolatrada Inés, quien, al ver a su novio tan rozagante y alborotado, casi se desvaneció por el exceso de alegría.
Estaba en aquel momento soberanamente hermosa. Con su vestido claro y vaporoso, cuyos pliegues contaban, discreta y recatadamente, las espléndidas y arrebatadoras curvas de la estatua; con su rostro arrebolado por la emoción, el dorado cabello en artístico desorden, el talle cimbreante y el andar majestuoso, semejaba sobrenatural aparición, el numen del amor, que venía a traer al solitario y doliente enamorado la salud y la ventura…
—¿De veras estás bien, Julián? —exclamó Inés con trémulo acento.
—Mejor que nunca, puesto que tengo la dicha de verte.
—¡Ah!… ¡Qué gran peso me quitas del corazón! ¡Ingrato!… ¿Por qué no me escribías? ¡Qué días más amargos me has hecho pasar!… Sabía que eras enérgico, dominador, obstinado…; pero ignoraba que eras también cruel…
—Inés de mi alma, perdóname la cándida estratagema. Ansiaba contemplarte de cerca, poner a prueba tu cariño…; averiguar hasta qué punto este amor, para mí más precioso que la vida, sabría sobreponerse a los frívolos convencionalismos sociales, a las vulgares e insulsas cortapisas impuestas a la mujer por eso que se llama buena educación… Quería, ¡egoísta de mí!, ofrecer a mi sensibilidad, sobreexcitada por la clausura, la regalada fiesta de contemplar tu belleza, destacada sobre el misterioso fondo de la noche, e iluminando la sombría soledad de mi retiro, que desde hoy quedará impregnado de tu aliento y perfumado y ennoblecido por tu espíritu…
—Te perdono… —repuso Inés, transfigurada por la alegría y mirando a su novio con dulcísimo embeleso—; pero, ¡por Dios!, no apeles más a recursos tan poco piadosos… Me he escapado de casa aprovechando el profundo sueño de mis padres, y debo regresar antes del amanecer… ¡Qué terrores me agitaban durante el arriesgado viaje! A cada paso creía tropezar con gentes conocidas o, lo que es peor, con esos pavorosos espectros habitadores, al decir de las gentes, de esta malhadada mansión. Solamente la invencible codicia de verte me ha podido prestar alientos para llegar hasta aquí…
—¡Inés mía!… Calma tu emoción y siéntate a mi lado… No te inquiete el regreso…; yo mismo te acompañaré hasta el pueblo antes del amanecer… Ni temas que este paseo altere mi salud: estoy casi curado, y no me hace daño el relente.
Y el tierno dúo de amor continuó en crescendo…
Un doble y cruzado surtidor de ideas y sentimientos remansados por la ausencia y oprimidos por la distancia puso en comunicación, mejor dicho, en sublime conjugación, sus almas, sedientas de cariño.
Relatar menudamente las efusiones de nuestros amantes sería empresa superior a nuestras fuerzas. El diccionario de la emoción es más pobre que el de las ideas. Faltan símbolos para los innumerables ritmos, espasmos y aleteos de músculos, entrañas y de nervios; faltan, sobre todo, para narrar debidamente los íntimos estremecimientos de las células nerviosas, las cuales, al recibir las vibraciones brotadas en los ojos del amante, centellean de inspiración, cual bandada de marinos y fosforescentes noctilucos sacudidos por la potente hélice del navío.
Ciertamente, en los libros místicos, en esos admirables tratados de fray Luis de Granada, de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, hallaríamos una gama del lenguaje sentimental, si no completo y fiel, lo bastante rico para traducir los sublimes y sobrehumanos arrobos de la carne exaltada por el amor; mas, ¡ah!, por desgracia, ese idioma de fuego, único digno de la pasión de nuestros héroes, excede del poder de nuestra inexperta y desmayada pluma. Y así, pues somos médicos, aunque modestos, séanos permitido usar aquí (por ser el único que conocemos algo) el desvaído e incoloro estilo de las descripciones fisiológicas.
Hecho notorio es que la retórica del amor obedece a una progresión emocional y expresiva que va desde la mera alegación verbal, con tendencias sugestivas, hasta la insuperable y soberana elocuencia del gesto y del contacto.
Obedeciendo inconscientemente a esta ley, comenzaron su plática los amantes, repitiéndose mil veces cuán grande, íntima y perdurable era su respectiva pasión. Pero no tardaron en sentir la insuficiencia expresiva de la palabra humana, de esa vibración sutil portadora de símbolos abstractos, buenos tan solo para evocar lo más grosero y material del sentimiento y de la idea; aguijados, pues, por un impulso dialéctico incontrastable, renunciaron a la palabra y apelaron a los magnéticos efluvios de la mirada y, sobre todo, al violento y apasionado contacto de las manos.
En este lenguaje táctil, que el hombre comparte con el insecto y los seres más próximos al estado de naturaleza, hallaron ya superior elocuencia; las sacudidas intermitentes de los músculos graduaban bien la creciente vehemencia de los sentidos, y con el vínculo del calor comunicado sintieron penetrar hasta el fondo de sus entrañas efluvios íntimos, auras embriagadoras…
Pero a su vez agotóse la eficacia expresiva del contacto. La recia epidermis de las manos alejaba todavía demasiado las almas. Imponíase urgentemente un contacto más íntimo, un verdadero engranaje nervioso, al través de cutículas de extrema diafanidad y delgadez. Por momentos cundían la ansiedad y el desasosiego orgánicos. En aquel enajenamiento de la carne exasperada de amor había algo así como ebulliciones de protoplasma fecundo, clamores sordos de células vírgenes de actividad, impulsos centrífugos irresistibles… Diríase que todas las unidades vivientes, ciegamente atraídas por sus homónimas contra-sexuales pugnaban por acercarse a flor de piel, asomarse a ojos y oídos y saltar, en fin, enloquecidas y frenéticas, el abismo del espacio para fundirse en ósculo eternal con sus hermanas. Y en medio de aquel tumulto celular todavía sobresalía el clamor de las enardecidas fibras cardíacas, que aceleraban vertiginosamente su ritmo y golpeaban con inusitada furia la jaula de carne y hueso, como si anhelasen hacer nido común en el caliente pecho del amante. Hasta el cerebro mismo, tan morigerado de suyo, azotaba impaciente las sienes, y sin duda habría descargado en una explosión suprema toda su electricidad acumulada si las austeras y subyugadoras imágenes de la virtud y del honor no pusieran freno a pecaminosos arranques.
Poco después la tensión y el malestar orgánicos aumentaron aún, y el ansia infinita de explicarse llegó al paroxismo. Hubo entonces tregua salvadora, calma augusta y solemne, durante la cual los inquilinos de la colmena viviente, persuadidos de la imposibilidad de abrazar personalmente a sus homónimos de allende el aire, delegaron prudentemente en las células labiales el cumplimiento del amoroso y colectivo deseo. Por fin el cerebro, fiel servidor de la comunidad, vistos los antecedentes y leyes para casos análogos establecidos, ordenó a los músculos fisonómicos la ejecución del acuerdo salvador…
Sumisas y obedientes, acercáronse las células labiales respectivas…, y de repente sonó en la estancia un beso magnífico y rotundo…, beso fragoroso como el rayo, y como el rayo pacificador de contrapuestas amenazadoras energías…
Al frenesí del amor sucedió en seguida una calma suave, dulcísima, inefable. ¡Era que las almas y los cuerpos se habían explicado al fin! Y la demostración decisiva, irrefragable, había sido dada en una dialéctica absolutamente persuasiva: en la del tacto, el lenguaje universal e infalible de la vida. Porque solo la presión y él contacto ponen en mutua presencia las sustancia, trayéndonos, con íntimo engranaje de los nervios, el verdadero tono del sentimiento y de las calientes y hondas palpitaciones de la carne…
* * *
Y ahora, no sin cierto escrúpulo, vamos a referir un episodio inopinado, que de seguro producirá estupefacción en el lector:
En el instante mismo en que el augusto silencio de la noche fue brutalmente, turbado por aquel ósculo fragoroso, épico, síntesis de todos los besos celulares, un relámpago deslumbrador y violáceo rasgó súbitamente el ambiente de la estancia, envolvió en cárdenos destellos a la gentil pareja y, saliendo por las entreabiertas ventanas, iluminó, con pálidos y misteriosos reflejos, bosques, caseríos y montañas.
Terror trágico sacudió los nervios de la pobre Inés, cuyos grandes ojos abiertos contemplaban atónitos los de Julián, mientras que éste, sin inmutarse en lo más mínimo, seguía cubriendo de ardientes besos las adorables manos de su amada…
—¡Qué es esto!… —exclamó la aterrada doncella sintiendo en sus espaldas el soplo de lo sobrenatural.
—No te asustes, hija mía —se apresuró a contestar Julián, un poco arrepentido de la broma—. Ese poderoso resplandor no es la llama del infierno, sino la antorcha de la ciencia… Perdóname la sorpresa y no me guardes rencor porque mi loca fantasía haya osado profanar el solemne momento de la efusión de nuestros corazones con una inocente fotografía a la luz del magnesio.
Y volviendo a estampar apasionado beso en los pálidos labios de Inés, que salía gradualmente de su enajenamiento, continuó:
—¿No sabes que soy algo fotógrafo? Al aproximar a mis codiciosos labios tu hechicero rostro, encendido por la emoción, aparecías tan divina, tan radiante de pasión y de hermosura, que no he podido resistir a la tentación de copiar una escena de ternura y felicidad, que será, andando el tiempo, el embeleso de mi memoria y el consuelo de mi vejez. Si algún día llegara a penetrar en mi alma la ola fría del pesimismo, la contemplación de este retrato me serviría de confortativo moral y me reconciliaría con la Humanidad y la vida.
—¡Dios mío, qué cosas tienes! Y lo peor es —añadió Inés con acento de indulgente ironía— que todavía debo agradecerte el susto. ¡Me parece tan delicadamente galante y espiritual tu capricho fotográfico!
—Ven, hija mía —repuso Julián—, al gabinete rojo… Revelaremos el clisé… y conocerás el soberano placer de asistir a un verdadero acto de creación…, a la formación de un ser que se dibuja progresivamente en el caos de la gelatina, como debió de surgir el primer hombre bajo el sublime fíat lux del Creador.
Y cogiendo de la mano a la ya sosegada doncella la condujo al gabinete rojo, donde dispusieron los baños necesarios para el desarrollo de la imagen.
Mientras nuestros simpáticos amantes desenvuelven la virginal película de bromuro argéntico (¡Honni soit qui mal y pense!), permítase al autor un paréntesis lírico biológico.
* * *
¡Oh madre Naturaleza, creadora de la vida, a la que empujas, con
la suavísima palanca del amor, hacia playas remotas y desconocidas, cuán
calumniada eres! ¡Los que hacen profesión de admirarte y cifran su
dicha en contar las innumerables estrellas que tachonan tu manto y en
escrutar los misterios e invisibles hilos que entretejen tu cuerpo, no
pueden menos de caer a tus plantas rendidos de férvido entusiasmo
anonadados por tu profunda sabiduría!… ¡Cuán ciegos e injustos son
aquellos que, sin haber tendido una mirada al conjunto armónico de tu
obra, te motejan de cruel porque has puesto al término de flaca y
trémula ancianidad el sueño de la muerte! No imaginan que, gracias a esa
fugacidad de la existencia individual, prosperan las especies, varían
sus tipos y se promueve el progreso.
Siendo irrealizable quimera la beatitud absoluta —porque vivir es ansiar…, apetecer algo que está fuera del sujeto y resulta indispensable para la renovación de la materia y la forma—, fuiste tan piadosa que compensaste el hambre con la hartura, el dolor con el olvido y la muerte con el amor…
Seguro estoy de que, si tu poder no fuera limitado, si la inercia de la materia y leyes cósmicas ineluctables no hubieran atajado tus píos designios, habrías otorgado generosamente a la vida el don divino de la inmortalidad. ¡Sin duda, un hado infausto esterilizó tus paternales anhelos! ¡Mas, en justo desquite y para vengarte del adverso Destino, nos concediste el amor…, perfume de la vida, garantía de la perdurabilidad de las especies, iris de paz y de concordia entre los hombres…!
Mas como el amor, a despecho de tu infinita bondad, representa la delicada flor de un día, meteoro fugaz que fulgura un instante en el cénit de la forma y de la fuerza, tú has sabido hacer tolerable el resto de la vida; hermoseando la adolescencia con la dulce esperanza de amar y ennobleciendo la vejez con el recuerdo de haber amado…
Al crear el amor, ¡oh alma Naturaleza!, has justificado nuestra existencia y nos has consolado de la muerte.
¡Qué digo! ¡Solo mueren los que no aman! Non omnis moriar. En su rigurosa contienda con las implacables fuerzas destructivas, nuestro piadoso demiurgo salvó la inmortalidad de los gérmenes, que nos fue otorgado como precioso gaje del amor.
¡Pobres egoístas! ¡Cuán triste suerte os aguarda!
¡Estirpe caduca de un pasado sin porvenir, el Destino os reserva absoluto aniquilamiento! ¡Condenados están vuestros despojos a errar perdurablemente, cual fragmentos de un astro extinguido, por las eternas tinieblas de la inconsciencia!
Desechemos, pues, sombríos pensamientos. Y amemos el amor, porque amar es persistir, vencer la tiranía del tiempo, salvar de la nada, con la porción imperecedera de nuestro ser, algo que no nos pertenece: la herencia sagrada de millones de vidas extinguidas, el germen fecundo de futuras y acaso mejores Humanidades…
Amar… es algo más grande y augusto que poseer a una hembra…: es entrar en comunión espiritual con toda una raza. En las entrañas de la mujer viven y palpitan, con ansia de resurrección, millones de antepasados que parecen saludarnos e implorar nuestra ayuda desde los remotos confines de la Historia. Rito funerario es el amor.
Acerquémonos, pues, a la amada como a un templo sagrado…, y recibamos sus besos con el íntimo recogimiento y fervorosa unción con que elevamos a Dios nuestras plegarias… Consideremos que en los ojos de la mujer nos miran temblando las almas de los muertos…
¡Loor al amor, que ennoblece y vivifica! ¡Hosanna a la pía Naturaleza, que nos otorga, siquiera sea por un momento, el soberano don de crear y resucitar!
VIII
Al día siguiente reinaba profunda emoción en Rivalta. Unas pescadoras que regresaban al pueblo muy de madrugada, de vuelta de la venta de sardina en Villaencumbrada y aldeas inmediatas, vieron, suspensas y asombradas, al pasar cerca de Villa Inés, una llamarada terrible que inundó con fuego las habitaciones del palacio e iluminó con siniestros reflejos el mar, colinas y maizales. Simultáneamente retumbó pavoroso trueno y pareció esparcirse por la atmósfera punzante olor de azufre, el favorito aroma de los diablos…
Mudas de estupor, las aldeanas suspendieron su caminata, esperando, sin duda, que la Casa Maldita, sacudida por legiones de demonios, estallara en pedazos y a sus temerarios habitantes sepultara. Y el terror llegó al paroxismo cuando del torreón del palacio vieron salir una luz roja como la brasa y divisaron minutos después dos ensabanados fantasmas que, transponiendo recatadamente la verja del jardín, se internaron a buen paso en los intrincados senderos del vecino castañar.
La noticia del espantable episodio corrió rápidamente por el pueblo, y fue durante un mes la comidilla obligada de comadres y desocupados. Hicieron se los más encontrados y disparatados comentarios. Prevaleció, sin embargo, la opinión de que los días de Julián estaban contados, a menos que el imprudente mozo tuviera hecho pacto con el diablo…, que todo podía esperarse de la ambición desapoderada y de la ausencia de religión…
El cura, sobre todo, bañábase en agua de rosas al ver confirmados, en parte, sus lúgubres vaticinios. Aquellas señales fatídicas anunciaban, sin duda, la próxima catástrofe, el truculento castigo que la Previdencia reservaba al escéptico audaz qué; osó desafiar la justa cólera celeste…
En casa de Inés, la alarma y preocupación fueron muy hondas.
—¿Lo ves, hija: mía? —decíale a Inés su candorosa y supersticiosa madre—. ¡Y tú que pensabas que la ciencia y la previsión de Julián habían conjurado el peligro! No; el señor cura tiene razón: en aquella funesta casa reina el ángel de las tinieblas, y todo el que la habitado o tenga trata con sus inquilinos acabará de mala suerte.
Mas por esta vez las fúnebres leyendas de brujas y aparecidos no inquietaron; en lo más mínimo a la hermosa doncella. Ella sabía bien a qué atenerse…
Pero, con ser general la preocupación, en ninguna parte se comentó con más calor y se discutió con más vehemencia el misterioso suceso que en la rebotica de Rivalta.
Formaban allí amena y pacífica tertulia casi todas las noches don José, el cirujano; Alian Kardec, el espiritista Ramascón, viejo capitán de navío y distinguido naturalista; dos americanos ricachones; don Timoteo, el carlistón, y algunos dueños de fábricas de pescado en conserva.
Referiremos puntualmente, parte de la empeñada polémica, entablada por aquellos días entre Alian Kardec, don Timoteo, don José y Ramascón:
ALLAN KARDEC.— (Así llamado por apodo, según costumbre asturiana.) En verdad les digo que están ustedes muy atrasados de noticias en achaque de manifestaciones de los espíritus. Sepan ustedes que hombres de ciencia tan ilustres y prestigiosos como William Crookes, el descubridor del talio; Wallace, el émulo de Darwin y coautor del principio de la selección natural; los astrónomos famosos Flammarión y Zoellner; el bacteriólogo P. Gibier, y hasta el mismísimo materialista Lombroso, han confirmado, a favor de rigurosos procederes experimentales, la existencia de fuerzas sobrenaturales, así como la maravillosa propiedad que ciertas personas llamadas médiums poseen de provocar, con el concurso del alma de los muertos, levitaciones, aportes, trances, apariciones de personas fallecidas o ausentes, desencarnaciones momentáneas, posesiones, adivinaciones y predicciones estupendas… Y en lo concerniente al suceso que nos ocupa, no es lícita la menor duda. Precisamente ayer, un ínclito varón, el espíritu del ilustre Jovellanos, invocado por un médium escribiente y parlante de nuestro Círculo, nos dio todas las necesarias explicaciones. Sepan ustedes que la Casa Maldita fue y es asilo favorito de una falange de espíritus antiguamente desencarnados, reforzada quizá por algunas almas pertenecientes a las personas en la quinta fallecidas… A las manifestaciones físicas de todos estos difuntos, entre quienes dominan, sin duda, sujetos de la más baja ralea moral, se deben los ruidos siniestros, las luces misteriosas, las apariciones de fantasmas y de sombras espectrales, que se disipan como vapor y atraviesan sin obstáculos paredes y techumbres…
DON JOSÉ.— ¡Nada! Que Villa Inés es una sucursal del infierno, y que son con nosotros, a pesar de cinco siglos de civilización y de estupendos progresos, todos los terrores, preocupaciones y sombrías leyendas de la Edad Media. ¡Qué delirios!
ALLAN KARDEC.— Yo le probaré a usted que la intervención de los espíritus constituye un hecho real…
RAMASCÓN.— (Con acento de zumba.) ¡Por Dios, Allan, déjese de duendes y de cuentos tártaros!… Falta todavía que ustedes, los espiritistas, nos prueben la existencia del alma… Desengáñese: los espíritus se van… La ciencia ha demostrado hace tiempo que eso que ustedes llaman alma no es sino una reacción química complicada de los proteidos y que la muerte representa simplemente la definitiva cesación de tal reacción. Solo a los salvajes se les ocurre explorar el ánima del fusil después del disparo para ver si hay un genio dentro…
ALLAN KARDEC.— (Interrumpiendo.) ¡Muchas gracias!
RAMASCÓN.— En otros tiempos, los naturalistas creían que los movimientos electivos con que los infusores buscan y devoran la presa eran dirigidos por un alma; ahora, dichas reacciones motrices, aparentemente intencionales, se refieren a meros efectos de la quimiotaxis y variaciones de la tensión superficial del protoplasma… Lo mismo sucederá, créanlo ustedes, con la psyché del hombre…
ALLAN KARDEC.— Ramascón, ¿olvida usted que el hombre no es un infusorio?
RAMASCÓN.— ¿Qué más da infusorio que colonia de infusorios?
ALLAN KARDEC.— Es que…
DON JOSÉ.— (Interrumpiendo.) Dejemos esto y volvamos al caso. Quería decir que, aun admitiendo la teoría espiritista, no se esclarecen suficientemente los fenómenos de Villa Inés, puesto que para que pudiera realizarse haría falta un médium poderoso, excepcionalísimo, médium de materializaciones a manera de los David Home, Katy King y, en nuestros días, míster Schlade y la famosa Eurapia Paladino, la famosa pécora napolitana, tan maltratada por los sabios. Ahora bien: ¿cuál es el médium permanente de Villa Inés?
ALLAN KARDEC.— La cosa es clara…: el médium poderoso, aunque inconsciente, es el mismo Julián. A expensas de sus grandes energías nerviosas, se nutren y materializan espíritus inferiores nostálgicos de los placeres de la carne y ansiosos de comunicarse con los vivos, para lograr lo cual robaban a Julián el fluido durante la noche y se entregaban a toda clase de toques de atención, desde el ruido y moscardoneo del duende frappeur hasta los más vistosos y sorprendentes fenómenos de aportes y materializaciones. Por cierto, qué todo ello acabaría rápidamente si el inquilino de Villa Inés se resolviera a entrar en franca y leal correspondencia con los habitantes de Ultratumba y llamara en su ayuda contra la caterva maleante de espíritus burlones a algunas almas esclarecidas y de superior jerarquía moral…
DON JOSÉ.— ¡Cuánto desvarío! ¿Quién le ha dicho a usted que Julián es médium? Y aunque lo fuera, sin saberlo, ¿para qué diablos habían de entretenerse los espíritus en golpear puertas, jugar a los fantasmas y hacer fuegos artificiales en casa de un hombre que ni creé en apariciones ni les ha de hacer nunca el menor caso?
ALLAN KARDEC.— Vayamos por partes, don José. En primer término, ha de saber usted que los muertos, no por haber abandonado su vestidura material dejan de ser hombres, con sus vicios y pasiones, sus excelencias y frivolidades, y así, hay espíritus buenos que nos consuelan en las tribulaciones, nos alimentan en el áspero camino del deber, nos prestan inspiración y energía para triunfar en el palenque del trabajo o de la obra científica y literaria, y hay Espíritus malos, aviesos, frívolos, que se complacen mortificándonos o sugestionándonos sensuales apetitos y pecaminosos y bajos pensamientos. Ni debe extrañar que los muertos deseen comunicarse con los vivos, pues el acto de deséncarnación no rompió, antes, bien, estrechó, sublimándolos y espiritualizándolos, ésos lazos de amor e interés qué ligan la Humanidad pasada a la presenté. En segundo lugar, no niego el escepticismo de Julián; tan no lo niego, que encuentro precisamente en su obstinado materialismo, en su audaz y franco desearte del orden sobrenatural, la causa del persistente llamamiento de los espíritus. Tengo para mí que el sabio doctor, a pesar de su decantada ciencia, languidece de una amarga dolencia desconocida de nuestros mayores: el temor melancólico de la muerte, la indefinible y penetrante tristeza causada por la certeza del no ser. Esa desilusión de reyes desterrados, de dioses caídos…; ese vago e infinito malestar que se acrecienta en la soledad de la vejez y en la proximidad del terrible desenlace…, no han pasado inadvertidos para los espíritus nobles y escogidos evocados en Villa Inés (entre quienes se cuentan los fallecidos padres de Julián), los cuales, ardiendo en bondadosa piedad hacia la pobre criatura extraviada, han resuelto iluminar su razón con las sublimes verdades de ultratumba…, con las alentadoras y vivificantes doctrinas de la inmortalidad del espíritu y de la pluralidad de mundos y existencias.
DON JOSÉ.— Está usted elocuente, verdaderamente sugestivo… ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza! Sin discutir el fondo de la doctrina espiritista, pues sobre ella hemos hablado hartas veces; sin recordar, una vez más, que los hermosos temas literarios y los buenos y honrados deseos no fueron jamás demostraciones filosóficas, me dispensará usted le haga notar que cuantos fenómenos sorprendentes han acaecido en Villa Inés, incluso los más recientes, se explican perfectamente por causas absolutamente naturales, tengan ustedes por seguro, y esto lo sé por testimonio del propio Julián, que los fuegos fatuos de las pasadas noches, así como el temeroso ruido que tanto asustó a las pescadoras, no fue sino el efecto, visible a lo lejos, del relámpago magnésico de que el dueño de Villa Inés, un poco caprichoso y raro en sus cosas, se sirve de costumbre para tomar fotografías en el interior de su laboratorio… En cuanto a la siniestra llama roja del torreón, que las gentes tomaron por resplandor del infierno, era la luz rubí de la linterna usada habitualmente por los fotógrafos para alumbrar el cuarto oscuro durante la revelación de las placas… Por lo que hace a las antiguas desgracias, harto estoy de repetir que obedecieron a condiciones naturales, algunas pasajeras y todas modificables. Los ingleses, importadores del paludismo, fallecieron de sus resultas; otros colonos murieron o enfermaron de fiebre tifoidea; el ganado sucumbió al mal del bazo y la viruela. En cuanto a ruidos, luces, fantasmas, duendes, etcétera, todo ello representa la obra alucinatoria del terror supersticioso y de la insana creencia en la inmortalidad del espíritu…
RAMASCÓN.— (Con sorna, al ver un poco cortado al espiritista.) Paréceme, don Allan, que se ha quedado usted un poco esférico, a semejanza del amibo cloroformizado que retrae sus seudópodos y suspende sus gesticulaciones.
ALLAN KARDEC.— (Pensándolo un poco y cambiando de táctica.) ¡No sea usted zumbón, que la cosa es muy seria!… Pues iba a exponer que…, si las manifestaciones de Villa Inés constituyeran milagros únicos y sin precedentes en los anales de lo maravilloso, yo mismo convendría con ustedes en buscar su explicación en leyes puramente naturales. Mas es el caso que sucesos análogos vienen narrados, con las mayores garantías de exactitud, en los tratados modernos de espiritismo. Lean ustedes, por ejemplo, lo que se cuenta sobre el origen de esta grandiosa y redentora religión, creada, en mil ochocientos cuarenta y siete, por la familia Fox, de Hydesville (América del Norte); entérense ustedes, además, de los prodigios operados por Home y Katy King en el laboratorio de William Crookes; de las estupendas experiencias de Asahow, Zoellner y Bibier…, y atrévase usted después a poner en duda el carácter sobrenatural de algunos de los episodios desarrollados en la Casa Maldita.
DON JOSÉ.— ¡Soberbio argumento!… Según la peregrina lógica de usted, porque en ciertos casos se cometiera el error de atribuir a los habitantes del otro mundo alucinaciones, supercherías y fraudes de vivos (¡y tan vivos!), estamos obligados a incurrir en la misma disparatada interpretación cuantas veces se nos presenten fenómenos análogos.
¡Por vida de…! ¿No es mucho más natural y con forme a razón pensar precisamente lo contrario? Puesto que en el caso particular que nos ocupa, ustedes, los espiritistas, han errado, ¿no resulta infinitamente probable que haya errado también, en ocasiones semejantes, esa caterva de sabios ilustres, los cuales tengo para mí que, fuera de la ciencia especial en que ilustraron sus nombres, son tan capaces de alucinarse y meter la pata como cualquier hijo de vecino?
RAMASCÓN.— ¡Y que lo diga usted, don José! A propósito de errores de sabios: recuerdo que, hallándome en Londres hace algunos años, pude ver en un teatro, ejecutados por hábiles ilusionistas, todos los estupendos fenómenos espectrales contados por Crookes. De quien supe, hablando del caso con fisiólogos y naturalistas, que, en su ingenuo espiritualismo, había sido engañado por una cáfila de embaucadores. Olvidamos demasiado que el sabio, adaptación cerebral enérgica y exclusiva a una particular especie de trabajo mental, suele ser un niño para todo lo demás…
DON TIMOTEO.— Con la venia de ustedes, voy a echar mi cuarto a espadas en la discusión. En mi concepto, y sin prejuzgar el carácter de los hechos, resulta indiscutible que Villa Inés ha sido teatro, al menos en otras épocas, de manifestaciones sobrenaturales. Los ruidos y gemidos percibidos por infinitas personas; las manchas sangrientas de paredes y avenidas, que yo mismo he tenido ocasión de observar; el espontáneo doblar de la campana, y, en fin, las funestas e incomprensibles desgracias ocurridas en la finca (desgracias tanto más extrañas cuanto que hirieron exclusivamente a los habitantes del maléfico lugar), no se comprenden bien sino apelando al concurso de inteligencias invisibles. Más, con permiso de ustedes, declaro que ambas teorías, la física y la espiritista, se me antojan absurdas e inaceptables. Insuficiente e inadmisible me parece la hipótesis física, porque, al pie de la letra tomada y erigida, según hacen los materialistas, en criterio de exégesis bíblica y en principio de crítica histórica, implicaría la negación de los milagros y de todos los numerosos casos (registrados por las Sagradas Escrituras y apologías de los santos) de comunicación entre los hombres e inteligencias superiores, tales como Jehová, los arcángeles y ángeles, los serafines y, en fin, los demonios, incansables tentadores de la raza humana e inventores de toda suerte de cultos supersticiosos. Ahora bien: precisamente sobre tales hechos de inspiración divina o angélica, de milagrosas apariciones celestes, hasta de posesiones demoníacas, atestiguadas por muchedumbres fervorosas, aunque indoctas, están basados la autoridad de los libros santos y el grandioso edificio de nuestra sacrosanta religión… Por infundada tengo también la hipótesis espiritista, que peca, además, contra aquel sano apotegma de lógica tan conocido: «No multipliques los entes sin necesidad.» Porque, venga usted acá, amigo Allan; poseyendo, como poseemos, tan rica jerarquía de criaturas espirituales susceptibles de influir en la conducta de los humanos; estando hasta la saciedad probado que Satanás y otros espíritus maléficos pueden, por permisión divina, sugerir malos pensamientos, atormentar y aun penetrar en el cuerpo de las mujeres, a quienes prestan el don de lenguas, fuerzas sobrenaturales y virtud de obrar extraordinarios milagros, ¿para qué diantres necesitan ustedes de las almas de los difuntos, ni de médiums y periespíritus, ni de todas esas estrafalarias concepciones de la metempsicosis y de la pluralidad de los mundos?
ALLAN KARDEC.— Poco a poco, don Timoteo: ¿quién le ha dicho a usted que los fenómenos espiritistas son obra del demonio?
DON TIMOTEO.— Me lo diría la razón, si antes no me lo hubiera revelado la Iglesia.
ALLAN KARDEC.— Pues, salvando todos los respetos, afirmo que la Iglesia se equivoca de medio a medio… Mil razones hay en pro de la interpretación espiritista de los fenómenos de posesión, aparición, movimientos de mesas y aportes de toda clase. Una de ellas es el testimonio mismo de los espíritus evocados, los cuales se declaran a menudo parientes o amigos de los presentes y exponen detalles de su vida carnal, que, por ser de la familia solamente conocidos, garantizan en absoluto su identidad. Otra es que en sus escritos y comunicaciones orales revelan estrictamente el carácter, las pasiones y hasta las ignorancias y preocupaciones de los humanos, cuyo talento y saber jamás sobrepujaron. Y, en fin, la más decisiva, a mi entender, consiste en la elevadísima y altruista doctrina moral contenida en las referidas manifestaciones, la cual no es sino la proclamada en el Evangelio, bien que depurada de algunos errores y bajas supersticiones con que el barro humano afeó y bastardeó las sublimes máximas de Jesús. ¡Ah!… ¡Si usted viera la paciencia y la tolerancia de asistir a nuestras reuniones familiares y oyera a nuestros médiums parlantes y posesivos defender elocuentemente la unidad y sabiduría de Dios; inculcar calurosamente la caridad y amor al prójimo; sublimar y ennoblecer la humildad y la pureza del corazón, y proclamar muy alto el dogma de la expiación y remuneración, graduales y ultraterrestres, de nuestras acciones…, dudo mucho que usted, con toda su altiva y ferviente ortodoxia, osara atribuir al espíritu satánico tan excelsas y consoladoras doctrinas!
DON TIMOTEO.— ¿Pues no había de atreverme? ¡No, que el diablo es tan tonto que de primera intención les va a presentar a ustedes la cédula de vecindad y a confesar ingenuamente sus fines inicuos! Latet anguis in herba… Justamente en esos alardes de seudocristianismo…; en ese culto, hipócritamente fervoroso, a la divinidad; en ese modo solapado y sutil con que, a título de acatar y cumplir las más puras y elevadas máximas evangélicas, introducen ustedes en el dogma proposiciones a todas luces heréticas…, descubro yo la negra garra de Satanás…
RAMASCÓN.— ¿Se me permite una atrocidad?
DON JOSÉ.— Dígala sin empacho, que, siendo de usted, nadie la echará a mala parte.
RAMASCÓN.— Bueno… Pues iba a decir que si las almas desencarnadas conservan las ignorancias, pasiones y defectos propios de los vivos, el más lerdo deducirá que los autores de ruidos, comunicaciones escritas y orales, fenómenos de posesión, etcétera, no son otros que los mismos médiums alucinados y autosugestionados. Paréceme que a los espiritistas les pasa lo que a esos perros que se ponen a ladrar delante de un espejo, sin caer en la cuenta de que se ladran a sí mismos…
ALLAN KARDEC.— (Un poco amostazado.) ¡Qué cosas tiene usted!…
DON TIMOTEO.— Pues, bromas aparte, y reanudando el hilo de la conversación, permítanme que explane mi parecer sobre la moral relativa de deístas, espiritistas y filósofos. En mi humilde sentir, un tal renacimiento de espiritualidad y de virtudes cristianas en el seno de sociedades ha tiempo apartadas de la comunión de la Iglesia, no es obra de la filosofía ni imposición de la experiencia, sino eco lejano de la verdad religiosa, vibrante todavía en nuestras almas, a pesar de siglo y medio de escepticismo y de crítica demoledora. Sin duda, el hálito helador de la ciencia y de la libre especulación filosófica enfrió el volcán de la fe; más la solfatara permanece en actividad: ese humear constante del semi obstruido cráter, esas grietas que remueven perpetuamente el terreno, esa ansia inacabable de misterios que nos persigue, ¿qué son sino claras señales de que la erupción se avecina y que la llama de la fe, más espléndida que nunca, coronará bien pronto la cima de la conciencia humana?
DON JOSÉ.— Bien por don Timoteo… ¡Y lo más triste es que tiene usted razón!… El germen de la inmortalidad del alma, inoculado en la Humanidad siglos hace, rebota sin cesar en nuestra mente, a despecho de las reiteradas podas de la crítica y de los espurgos implacables de la ciencia experimental…
RAMASCÓN.— ¡Sí, es verdad!… La idea del alma es un parásito tenaz que nos hace desgraciados.
¡Ah! ¡Y si fuera siquiera un microbio inofensivo o huésped simbólico!… Porque sabéis bien que en la Naturaleza existen asociaciones simbólicas utilísimas, por ejemplo, la tan conocida de las algas y líquenes, o las establecidas entre la hidra y sus clorobastros, o entre las raíces de las leguminosas y los bacilos nitrogenados (bacillus radicola); mas, por desgracia, el bacilo espiritual, como los demás microbios o entes incubados por la metafísica, gozan de poderosa toxicidad y son buenos solamente para sus hábiles y aprovechados cultivadores… Y eso que el microbio psíquico, a la manera del bacillus anthracis cultivado a la luz, se ha atenuado mucho bajo la influencia del sol de la ciencia… Hubo un tiempo en que sus ptomaínas enloquecieron a la Humanidad, produciendo en el orden intelectual la alucinación metafísica y en el moral las terribles guerras religiosas y las iniquidades de la Inquisición… Pero aún es de temer la regresión a la antigua virulencia; todavía, en momentos de fatiga y desaliento, nos escarabajea dolorosamente en la conciencia, evocando visiones trágicas, sumiéndonos en sombríos terrores y paralizando el arado en el surco y el microscopio en el laboratorio… ¡Ah! Si estuviera en mi mano, bien pronto cortaría yo la infección barriendo implacablemente de las aulas a los embaucadores, imitando a Ptolomeo Filadelfo, de quien se cuenta que prohibió en sus estados, por perturbadora y perniciosa, la enseñanza de la inmoral talidad del espíritu, doctrina inventada, al decir de Cicerón, por cierto desocupado…, un tal Fereces, de Siria…, a cuya perdurable memoria todas las confesiones religiosas del mundo debieran erigir colosal pirámide fabricada con las osamentas y cenizas de las innumerables víctimas de la fe, desde Ifigenia hasta Servet.
DON TIMOTEO.— ¡Cuántos errores y apasionamientos!
DON JOSÉ.— Yo no voy tan lejos como Ramascón… Estimo una lamentable equivocación la creencia en gentes sobrenaturales; convengo en que la Humanidad ha sido muchas veces adormecida y envenenada por el dogma; pero un sentimiento de caridad y de tolerancia superior a los dictados de mi razón me impiden llegar a radicalismos de acción y prohibiciones por lo general contraproducentes. Aunque en este coro de intolerancias disuene mi voz, pienso y he pensado siempre que la ilusión y el error son tan respetables como la verdad, y creo, con Lange, que el misticismo y el ensueño son frutos cerebrales tan naturales y legítimos cual pueden serlo la ciencia y el arte. Lejos de mí la tentación criminal de arrancar al hombre los mitos piadosos y alentadoras leyendas, en los cuales encuentra beleño para el dolor, fortaleza y constancia para el trabajo, resignación y valor ante la muerte. Antes al contrario, si de mí dependiera, encerraría en las bibliotecas (para uso exclusivo de cabezas fuertes y de los entendimientos cultivados) todos los libros filosóficos y críticos capaces de apartar a las gentes sencillas del divino Jesús, del insuperable maestro de moral, como afirma Renán… Porque veo con dolor que está muy lejos aún el día glorioso en que la razón, emancipada de la revelación y del sentimiento, apague exclusivamente su sed devoradora de luz y de verdad en los raudales puros e inexhaustos de la ciencia. ¡Sí!… El Universo, a pesar de las grandiosas conquistas de la Astronomía, de la Geología, de la Química y de la Biología, continúa siendo un enigma impenetrable. Y mientras el tenebroso arcano no se esclarezca, mientras la Biología, ciencia de las ciencias, iluminando el oscuro problema de la herencia y evolución del protoplasma, no descarte de la raza humana la deformidad, la debilidad y la degeneración; mientras la psicología y la fisiología experimentales no acierten a dirigir las tendencias instintivas, poniendo freno a deseos irrealizables, apagando malsanos misticismos, creando, en fin, amor y resignación a la muerte, las religiones positivas subsistirán y avasallarán las conciencias, porque satisfacen inextinguibles apetitos, atávicos y primitivos quizá, pero naturales e imperativos en la mayoría de los hombres.
RAMASCÓN.— ¡Buen paladín del progreso está usted! ¡Según eso, debemos cruzarnos de brazos…; dejar que la ola negra del fanatismo ahogue la razón y arrolle la ciencia…; abandonar nuestros hijos a la tenebrosa caverna de la fe para que salgan de allí, como el Proteus anguinis, sin ojos y sin entendimiento e inútiles, por tanto, para las vibrantes y por cada día más rigurosas contiendas de la vida! También yo soy tolerante, pero con los tolerantes. También proclamo el derecho a la tontería, más a condición de salvar el derecho a la verdad. Y la Iglesia odia la verdad y reivindica y reivindicará siempre para sí el odioso privilegio de deformar y entontecer los cerebros de nuestros hijos al objeto de que no puedan descubrirla… Esa cobarde resignación pregonada por usted no la encuentro en ninguna parte. Miro a la Naturaleza y no veo piedad, sino lucha encarnizada. Alta o baja, intelectual o vegetativa, la vida tolera únicamente los comensales y parásitos inofensivos; contra el enemigo macroscópico o microscópico guerra sin cuartel. ¿Por ventura, el hombre, suma y compendio de todo lo grande, pero más aún de todo lo pequeño, es decir, de las insidias, estratagemas y egoísmos del mundo vivo, perdona alguna vez? La vida es la muerte, ha dicho Claudio Bernard. Toda idea que surge en la conciencia y aspira a vivir intensamente se ve obligada a destruir. Mata el que cree, no por el gusto de matar, sino por la vida y gloria a lo creído. Raspad un poco en la corteza del creyente y aparecerá el salvaje; arañad algo más y surgirá el tigre; en fin, llegad al tuétano y se mostrará el terrible Sphex, que paraliza los ganglios de la presa, entregándola inerme, viva y palpitante, durante meses, a la voracidad de la prole. ¡No, don José, está usted equivocado! Tolerar es morir… Matar es vencer…, es progresar; que la exquisita flor de la civilización, como el microbio de la gripe, solo prospera en terreno abonado con sangre. ¡Guerra, pues, al Sphex clerical! ¡Abajo los conventos, vivero de los tripanosomas causantes del mal del sueño, de que sucumbe la enervada juventud española!
DON TIMOTEO.— (Interrumpiendo.) ¡Jesús, qué atrocidades! ¡Es usted un energúmeno!
ALLAN KARDEC.— Es usted un inquisidor de la otra banda…; de la banda laica, ¡mil veces más terrible que la religiosa!
DON JOSÉ.— (Con aire reposado y tranquilo.) ¡Ramascón!… ¡Bien se ha despachado usted! ¡A la legua se conoce al viejo marino!… ¡Lleva usted en el alma la bravura y la inexorabilidad del mar! Pero el navío de la fe es todavía demasiado fuerte y está bien gobernado… La intolerancia con los poderosos, más que coraje, se llama inocencia y torpeza. Usted, que gusta de tomar ejemplos en el campo de la zoología, debiera inspirarse no en los arrestos y gallardías del león, sino en la admirable paciencia del galápago o en los salvadores alardes del puerco espín. Con lo cual no pretendo decir que la ciencia, ínterin alborea el día de su reinado, debe cruzarse de brazos. Antes bien, imagino que tiene una gran misión que cumplir. Consiste en sembrar convicción de flaqueza para recoger fruto de tolerancia, es decir, en demostrar la imperfección y fragilidad del cerebro humano, dócil a toda clase de sugestiones; en inculcar que el hombre no es un ángel caído y degradado, sino un simio degenerado y ennoblecido que aspira a ser ángel y desea perder los colmillos de la crueldad y las uñas del fanatismo; en ensanchar constantemente la esfera de lo desconocido a expensas de lo ignoto, región tenebrosa donde todas las teogonías levantan sus cielos y alzan sus dioses; en reivindicar para la razón los dominios de la moral y de la filosofía, patentizando con el ejemplo que la virtud es fruto exquisito de un espíritu equilibrado y culto, y no privilegio de ninguna secta religiosa; en extirpar suave y gradualmente (previa cloroformización si es preciso) la espina del dogmatismo, y finalmente, en «humanizar a los hombres», según definen los chinos la educación. Labor larga, inacabable, diréis… Por cierto que será larga, pero no tanto como se cree. Por mil señales adivino la próxima secularización de las conciencias, y temo que las religiones positivas se eclipsen en el corazón de los pueblos antes que la ciencia, suficientemente adelantada, pueda ventajosamente sustituirlas.
DON TIMOTEO.— (Con acento de indignación.) ¡Eso, no!… ¡La nave de la fe podrá ser combatida por vientos contrarios, agitada por el oleaje de la impiedad y de la herejía, pero al fin arribará gloriosamente y sin averías al ansiado puerto! Dios nos ha anunciado en el Apocalipsis: «Llegarán tiempos en que la Tierra será un solo rebaño y tendrá un solo pastor». «La Iglesia es imperecedera porque es la obra de Dios, y contra la voluntad divina se estrellarán siempre la maldad de los hombres y las malas artes del demonio».
DON JOSÉ.— Y, sin embargo, a pesar de tan consoladoras profecías, la religión se debilita y todo anuncia que está próxima a morir… Y cuando llegue su hora no la matará, como afirma Zola, el libro de texto del Bachillerato, denunciador de las ignorancias y errores de la Biblia relativos al mecanismo del mundo y de la vida. La matará la experiencia individual de los hombres, mil veces más demoledora que los libros científicos y las críticas despiadadas de Voltaire, Strauss y Renán; la cual nos muestra en toda su desconsoladora desnudez la imperfección, la injusticia y la imposibilidad reinando en la Naturaleza. La destruirá, sobre todo, esa desdeñada biología que, a la chita callando y sin vociferaciones sectarias, ha suprimido el demonio, convertido los milagros en alucinaciones, descubierto la neurosis de la santidad y del misticismo, y está en camino, cuando acabe de roturar las ignotas tierras cerebrales, de fijar todas las condiciones fisicoquímicas de la emoción y del pensamiento, del ensueño y del error, del sentimiento antropomórfico y del incurable espejismo de lo absoluto. Pero no hablemos del futuro y atengámonos al presente. Y la obra actual debe ser labor de ilustración y tolerancia. El que todo lo comprende, todo lo perdona, ha dicho, creo que Víctor Hugo. Comprendamos, pues, para perdonar, y perdonemos para amar.
EL BOTICARIO.— ¡Señores!… Es ya tarde…, y hemos disparatado bastante. Retirémonos…
Y desfilaron tristemente los polemistas, llevándose: cada cual íntegro su credo y las manos a la cabeza para disipar la intensa cefalalgia…, porque, pese a nuestra excelsa naturaleza espiritual, el discurrir da dolor…
Al siguiente día volvieron, como si tal cosa, el médico a sus enfermos, el espiritista a sus besugos (era fabricante de conservas), Ramascón a sus algas e infusorios y don Timoteo a sus pleitos. Y nadie se acordó de sus odios ni volvió a preocuparse de la existencia del alma Dios sabe en cuánto tiempo.
Desgraciadamente para la causa de la verdad, el homo sapiens solo filosofa a ratos perdidos. Demasiado bajo todavía en la escala de la intelectualidad, y harto dominado por los reflejismos del estómago, en su cerebro el pensamiento es ave de paso, huésped molesto que viene a interrumpir el trabajoso acarreo del interés o de la codicia.
IX
Así transcurrieron algunos años más.
Poco a poco las preocupaciones y recelos de las gentes con relación a Villa Inés fueron disipándose. La realidad se impuso. Hasta aquellas personas cuya ignorancia y prejuicios les impedían ver claro comenzaron a dudar de los fúnebres horóscopos al contemplar a Julián cada día más fuerte, animoso y emprendedor y rodeado de un enjambre bullidor de criados, pastores y jornaleros.
La prosperidad de nuestro protagonista iba en aumento, como si sobre sus fincas hubiera caído la bendición del Cielo. De año en año ensanchábanse las trojes para contener las crecientes cosechas, y los corrales y majadas para albergar los prolíficos rebaños. Medíanse el maíz, el centeno, el trigo y las habichuelas por miles de fanegas. En los prados era un gozo ver triscar centenares de tiernos recentales y corretear bulliciosamente potros y terneras, Durante el buen tiempo la vieja sidrería, henchida de anchurosos toneles, así como la anexa explanada, reservada, según añeja costumbre de la tierra, al juego de los bolos, eran el punto de cita de todos los bebedores de la comarca. Ellos fueron los primeros que tomaron a broma los fatídicos augurios, no acertando a creer que el diablo hiciera de las suyas en una heredad que criaba la mejor sidra del país.
El fruto de la enseñanza de Julián no tardó en trascender de los límites de su hacienda. En vista de los brillantes resultados logrados por éste en materia de saneamiento y de industria pecuaria, aquella parte más avisada y culta de la población aldeana juntó su modesto capital y aunó sus esfuerzos para encauzar y purificar aguas potables, montar aceñas y molinos eléctricos, higienizar y combatir epizootias y enfermedades de las plantas.
Para cuyas regeneradoras campañas Julián, apóstol abnegado de la ciencia, ofrecía generosamente su consejo y daba toda suerte de facilidades. Sus enseñanzas teórico prácticas. Comenzaba por resumir del modo más llano, claro y gráfico posible el estado de la cuestión científica, y llevaba después a los discípulos —rústicos lugareños en su mayoría— al laboratorio, donde les enseñaba el funcionamiento y manipulación de los aparatos higiénicos, les revelaba al microscopio los terribles parásitos del hombre, ganados y plantas, y les mostraba prácticamente los medios de reconocer, cultivar, destruir y prevenir gérmenes morbosos tan funestos.
Hermosos frutos de tan alto civismo fueron la salud y la prosperidad de toda la comarca. Desaparecieron del país la fiebre tifoidea, el paludismo, la bacera del ganado, así como la glosopeda, el mal rojo de los cerdos, etc. Allí donde la campaña de saneamiento no alcanzaba, llegaban los salvadores sueros y vacunas fabricados en Villa Inés y vendidos por Julián a precios irrisorios. Para cuyos complicados y delicados menesteres educó y pensionó a dos jóvenes médicos aventajados, que se pusieron al frente del laboratorio bacteriológico y sueroterápico.
En fin, para colmo de felicidad y buena fortuna, aquel torrente de rocoso y profundo cauce, que, según la leyenda popular, aparecía tinto en sangre durante las tormentas, puso a Julián sobre la pista de riquísimo criadero de mineral ferruginoso. Analizadas las tierras metalíferas y practicadas diversas calicatas que revelaron la inagotable abundancia de los yacimientos, formóse una sociedad explotadora de las minas. Ocioso es decir que nuestro héroe, principal propietario de las pertenencias, fue nombrado director y gerente con amplios poderes.
Al principio, para no comprometer demasiado capital, montáronse, movidos por el agua del antiguo azud (que se reforzó y convirtió en elevada y potente presa), lavaderos de mineral y máquinas trituradoras, y tiempos después, cuando el capital social alcanzó cifra respetable, instaláronse altos hornos y talleres anexos de construcción de maquinaria.
Aquellos campos, antes solitarios y envenenados por el hálito de la muerte, cubriéronse rápidamente de una colonia rumorosa y activa de ingenieros, contramaestres y obreros, pueblo feliz que miraba a su glorioso fundador como a una segunda Providencia.
A los cinco o seis años de explotación, el capital de Julián pasaba de cinco millones de pesetas, sin contar el valor de las tierras, bosques, sembrados, ganados y fábricas. Y antes de tocar las fronteras de la vejez vino a ser el animoso doctor no solo la firma más prestigiosa del mundo financiero, sino el señor indiscutible del país, el tirano paternal y piadoso, el cacique científico y patriota que tanta falta está haciendo a nuestros ignorantes, fanáticos y desvalidos lugareños.
X
«¿Qué fue de don Tomás y de la tierna Inés?», preguntará el lector, extrañando sin duda nuestro silencio sobre la simpática e interesante protagonista de esta verídica historia.
Fácil es adivinarlo. En cuanto Julián, pasado el calvario de los primeros tres años, consiguió, a fuerza de laboriosidad e inteligencia, poner en explotación la vasta hacienda de Villa Inés, y tan luego como los primeros espléndidos rendimientos prometieron a su dueño seguridades y bienandanzas para el futuro, los sentimientos del mayorazgo don Tomás hacia su sobrino cambiaron radicalmente. Rindióse a la evidencia, reconoció de buen grado en el restaurador de Villa Inés voluntad firmísima, talento esclarecido y honradez y laboriosidad acrisoladas.
Tales prendas, unidas a la buena fortuna, bien merecían que se olvidasen sus pujos revolucionarios y su desaprensión dogmática; convicciones platónicas e inofensivas, después de todo, pues Julián, respetuoso con las ideas de los demás, jamás alardeó de propagandista ni aspiró a ser jefe de secta.
Por otra parte, don Tomás, en calidad de padre amantísimo, no podía desconocer que la pasión de su hija, lejos de remitir, iba en aumento. Ni se le ocultaban, dado el tesón y entereza de la doncella, los graves disgustos que podían seguirse contrariando sin motivo suficiente un afecto profundo, nacido en la niñez, arraigado en la adolescencia y fortalecido y acrisolado en la desgracia…
Y así, después de meditar largamente y de consultar el caso con la familia, cierto día presentóse el mayorazgo en Villa Inés, donde causó la gratísima sorpresa que es de suponer; abrazó afectuosamente a su sobrino, a quien pidió mil perdones por las pasadas injusticias…, y quedó concertada la boda.
En la naturaleza humana la felicidad, como la desgracia, representan accidentes imprevistos eminentemente revolucionarios, para los cuales no está ajustado el diapasón del sentimiento ni acordado el perezoso ritmo del corazón.
De tamaña y triste verdad fue buen testimonio Julián, cuya profunda alegría, robándole el sueño, quitándole el apetito, provocando en su cerebro efervescencias ideales rayanas en el delirio, estuvo a punto de terminar en las decadencias y postraciones de la neurastenia. En lo cual tuvo no poca responsabilidad la picardía de Inés. Porque en las amorosas pláticas con su novio se mostró tan risueña, tan derretida y apasionada, tan divinamente cautivadora y codiciable, que el pobre Julián se vio obligado a recurrir, a fin de calmar un poco sus sobresaltados nervios, al tan acreditado bromuro de potasio…
Pasado el hervor sentimental de las primeras, semanas; agotado el depósito de las dulces ternezas; tornado el corazón, tras larga algarada de palpitaciones y arritmias, al reposado compás de la salud, Inés y Julián pudieron ya, con el sosiego y atención indispensables, preparar las briznas, plumas y algodones del confortable y caliente nido de amor y escoger al propio tiempo las frondosas ramas y hermosas flores: que habían de darle grata sombra, protección y fragancia.
Y se casaron…, y fueron felices…, y tuvieron bellos, fuertes e inteligentes hijos…, y llegó la tierna pareja a la ancianidad sin que durante tan largo camino; sufrieran eclipses su dulce y leal afección ni su serena alegría…, esa alegría que es inagotable manantial de fuerza y de salud.
Y cuando Julián, decrépito y solitario ya, desaparecida la admirable compañera a quien debía toda la dicha posible en este bajo mundo, diseminados y casados sus hijos, sentía estremecido el corazón por una ráfaga de frío escepticismo y el alma bañada por la onda enervadora de la melancolía…, entonces abría el álbum donde conservaba, cual preciosa reliquia la confortadora; escena de la visita nocturna, aquel ternísimo y consolador episodio en que Inés, henchida de unción amorosa, arrebatadora de emoción y de hermosura, la frente pálida como el rayo de luna y los ojos lánguidos y desfallecientes, condensó en la purísima esencia de un beso toda la formidable carga de pasión acumulada desde la adolescencia… Y a la vista de tan sublime cuadro sentía disiparse rápidamente las lágrimas de los ojos y las nieblas de la mente, y exclamaba:
—¡Sí, la vida es buena y la felicidad existe, solo que… duran tan poco!