Baile al Uso y Danza Antigua

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


El príncipe, el señor, el bien nacido,
el galán y entendido,
el resuelto y valiente,
cogerá en el danzar gloria luciente,
que tan alta corona
grave autoriza, airosa perfecciona.

[...]

Danzan las aves en el aire vago
y en el salado lago
el bullicioso pece,
y el jabalí más trisca y se enloquece:
que en gozos celestiales
danzan las aves, peces y animales.

(Poesía antigua)


Bien así como tocábamos todos a los umbrales regalados de Navidad, así también llegaban al zaguán mío las señales de benevolencia de mis amigos. Mas cuenta que como en nada puedo valer, ni tengo pizca que dar, se guardaron muy bien de encomendárseme en la memoria con pañuelos de Barcelona, ni con regalillos de Andalucía, ni chucherías de Valencia, y mucho menos con esas golosinas apetitosas mejicanas y peruleras, que tienen por divisa el castillo y el león. Todo se redujo a tres billetes de diversas formas, aunque unísonos en la gallardía de la letra y finura del papel, que por contrarios registros me convidaban en una de las noches de Pascua para cierta diversión y sarao honesto y entretenido. El primer billete era de un honrado hortera, a quien conocí en la mercadería única de Jumilla, reino de Murcia, que aquí cayendo, allá levantando, ha formado muy gentil patrimonio entre los ingleses de Gibraltar y los españoles de las costas y fronteras. El tenor era el andante: «Mister Juanillo Paco Martínez y Fernández convida al honorable Don N. para un té, pudding y negus en la noche tal: se entonará The live the king, y se jugará un wisth, etc., etc.» —El segundo billete, que casi estaba en castellano, se relataba de este modo: «Le Chevalier Pedro Pérez Porras invita a Mr. N. al soirée que ofrece al círculo de sus conocimientos. La calzadura de balparé y el pantalón corriente o coulant.» —El tercer cartel, escrito en papel rico de Capellades y con letra de la más hermosa forma del maestro Torío, me decía: «D. Jorge Roberston, del condado de Essex, en Inglaterra, suplica rendidamente a Don N. que le acompañe tal noche en tertulia: el agasajo comienza a las once, y espera de la cortesía de su amigo no ser desdeñado.»

Por cierto que extrañan mucho estos billetes viendo que el más castizo y español lo es el escrito por el inglés D. Jorge; pero más se repararán y admirarán los oyentes y leyentes sabiendo que por curiosidad maligna o por mi natural disonante y exótico, admití el convite del billete más revesado y extravagante; esto es, el del caballero Pedro Pérez Porras, a quien no quiero defraudar en nada omitiendo la menor letra de sus nombres, prenombres y conombres. Llegado el día y hora, me envainé el vestido de terciopelo frisado que estrené en las juras de Carlos IV, y con mis piernas encanutadas me conduje faustamente a la posada del convidante, que, como otras de su clase, se conocen, por grandes y espléndidas, con el distintivo de Hoteles. ¡Qué idas, qué venidas, qué trasiegos del coche al suelo y qué revueltas del suelo al coche! La entrada se defendía con más contraseñas que la plaza de Figueras, y cada persona era avizorada, olfateada y examinada con más escrúpulo que fardo en almojarifazgo, o que joya de alquimia en mano de fiel contraste. En fin: vencidos tantos fosos y rebellines, me instalé gloriosamente en el recinto privilegiado del baile, donde ya vagaban alegremente damas y mancebos al son de ministriles y chirimías. Nadie pondrá en duda que si el caballero Porras convida malditamente en español, y si pone tarifa y pragmáticas de trajes para la entrada en su sarao, con todo eso es magnífico y suntuoso, no contradiciéndose lo rico a lo elegante y de buen gusto. Amén de esto, en siglo en que cada cual toma de lo ajeno lo que puede para sus goces y placeres, edifica sobremanera el ver a un buen hombre que gasta largo sólo en gracia y por fin de divertir a los otros. Esto lo encuentro sobremanera meritorio, por cima de cuantos modernos escritores digan y mantengan que todo cuanto el hombre hace es y lo ejecuta por interés propio o por egoísmo, lo que es igual mirándolo por ese lado. La calle de la Montera, las tiendas del Carmen, los soportales de la Mayor, y todas cuantas bujerías, embelecos y tiritañas se venden o toman al fiar en el ámbito de Madrid, se encontraban ambulantes y como con vida bajo mil formas, quier bellas, quier caprichosas, por el recinto iluminado de aquellos estrados y salones. Por más que digan filósofos tristes y saturninos que tanta beldad, que tanto amor, que tanto festejo y alegría no pueden despertar en la idea sino pensamientos severos y de aflicción, y por más que me canten la coplilla del Maestre de Santiago que dice:


Los infantes de Aragón,
qué se hicieron...


a mí no me la cuelan, que yo me dejo llevar del placer bonitamente, y, a pesar de todo, digo que no he de recordar ni la destrucción ni la muerte por los ojos de la cara que me pidiesen. Esta buena y alegre condición mía, no es sólo cuando me hablo y me solazo con dama que no pasa de los veinte y dos, sino que es igual aun cuando en la bulla y danza tercie con galanes y señoras cuya edad se signifique por tres cifras. En este baile hallé fisonomías que si levantara la cabeza, le fueran ciertamente muy familiares al señor Felipe V; pero ¿qué importa? El arte, el rus, los epilatorios, los cosméticos y mil específicos que casi tienen la virtud de la piedra filosofal, han inmortalizado aquellas pieles abadanadas, más que zurrador el gamito de Flandes.

Por entre aquellas turbas divagaba yo, oyendo aquí un requiebro, allá una cita, acullá un pese a tal, o por allí una maldición cordial a sendo marido importuno, cuando, al volver por un grupo de garzones y muchachas que se emplazaban para el rigodón, tropezaron mis ojos con aquel vejete despierto y parlerín, aquel erudito de la danza, que, si el pío lector recuerda, me dio la filiación del bolero con mucha salsa de noticias y curiosidades antiguas. Cogiome la mano afectuosamente, y díjome:

—¡Oh amigo mío! V. ha sido de los beatos y escogidos, de los predestinados por Júpiter, y señalados con bola blanca por la fortuna, puesto que lo veo en gloria y majestad, disfrutando de tanta delectación y encanto. Yo por mí (proseguía), le afirmo que si mis años copiosos me roban el gusto soberano de medir los pasos a compás, y moverme con medida y gracia, me desquito en lo que puedo, acompañando a mi dulce tórtola (pues laus Deo estoy casado), y haciéndola bailar en cuantas danzas, saraos, bailes y tertulias tienen lugar entre conocidos y amigos. Mírela allí (y me señalaba con el índex una linda mujer de veinte años), cual se columpia donosa y vistosamente entre los brazos de aquel capitán de guardias. Ello es que nada puede hallarse que llegue donde rayan las excelencias del danzado, siendo indubitable, según el sentir de doctores graves y emborlados, que la danza no es sino una imitación de la numerosa armonía que las esferas celestes, luceros y estrellas fijas y errantes, traen en concertado movimiento entre sí.

—Nadie negará (le respondí) que no venga ese arte de lo más alto y encumbrado que encontrarse puede, si, como V. dice, viene de las estrellas, y ya poco me falta para que crea que fue el sol el primer maestro de danzas que tuvieron los hombres.

—Caro amigo (me replicó mi viejo, y tomando el mismo airecillo suficiente de marras), cuál fuese el primer maestro o inventor de arte tan primoroso, es punto que admite opiniones, dividiéndose el campo autoridades de mayor y superlativo empeño. Celio Rodigino dice que Teseo, llevado de Creta a la isla de Delos, dio principio a la danza, adiestrando algunos niños en tal arte. Otros afirman que fue Pirro; pero esto, a mi flaco entender, debe entenderse únicamente de aquel baile que, por su nombre, se llama pirrichio. Algunos sienten que la danza tuvo comienzo en Zaragoza; pero no señalan autor a quien se le pueda pagar patente de invento, y así es esta opinión muy desopinada, bien que a la que yo más me atengo es a lo que dice Aldrete, que este nombre de danza se ha tomado de Dan, capitán que fue, cual todo el mundo sabe, de una de las doce tribus. A éste tal, echándole su bendición Jacob, le llamó Cerastes, y se llamó Dan Cerastes desde entonces, como primero que dio reglas a la danza, y esto es muy de hacer y creer, como a las décimas se les llamó espinelas de su autor Espinel, y otros mil ejemplos que se pueden traer, llevar, citar, aducir y anotar...

—No me lleve, por Dios (le dije), a esas abstrusidades de erudición, que de puro remotas pueden parecer gratuitas e infundadas, y véngase a terreno más llano y a región más conocida.

—Voy de un vuelo, —me replicó mi catedrático sonriéndose algún tanto, como dando algo de valor a mi ajustada observación, y siguió relatando así:

—Fuera prolijo, por cierto, si hubiese yo de referir las danzas peculiares de cada pueblo, y acaso tocaría en enojoso si quisiera comparar los compases, medidas y carácter de ellas con la condición y hábitos de las diversas naciones. En nuestra España puede decirse que, como en crisol en donde han venido a fundirse tantos pueblos y tantas razas y familias, se encuentran rastros, recuerdos y reliquias de las diversísimas expresiones que los hombres han adoptado para manifestar por el movimiento sus pasiones y afectos, ora temibles y sangrientos, ora afables y voluptuosos. En la jota aragonesa y en otras danzas de Cataluña y el Pirineo, se encuentra el compás, los accidentes y las mudanzas de los bailes griegos. En las provincias Vascongadas, y en esto camino de acuerdo con mi amigo Iztueta, vemos todavía y oímos en sus zorcicos y otras músicas marciales los destellos, ecos y reminiscencias de la música y de las danzas célticas e ibéricas. El crótalo, que por todas partes de nuestras provincias se revela siempre bullicioso, acompañando de diversa manera, aunque siempre airosamente, las actitudes de la persona, nos recuerda, en gran parte, los festejos con que el pueblo, del Lacio celebraba al dios de los jardines en los valles frondosos y apartados. Si damos un salto a nuestra morisca Andalucía, nos encontraremos allí con la desenvoltura oriental, restos de las antiguas zambras casadas acaso con otros bailes venidos de las remotas partes de entrambas Indias. Es verdad, amigo mío, que el diluvio francés que casi ahogó nuestra nacionalidad en principios del pasado siglo, puso en olvido, al menos en las clases elevadas, estas tradiciones de las costumbres y usos de nuestras diversas provincias. El insulso Minuet, el cansado Pasopié, el amable la Bretaña y otros pasos franceses, desterraron de nuestros salones los bailes y danzas de antigua alcurnia española, de que ya hablé a Vmd. en buena ocasión; pero el genio del país, que, como elástica ballena, se sacude y salta citando menos se piensa, sirviéndole de poderoso resorte el más leve motivo, tomó muy pronto ruidosa venganza, en cuanto al baile, de la invasión francesa. Fue el caso que un D. Pedro de la Rosa, maestro de danzas, y que viajó mucho tiempo por Italia, regresando a España con mayores conocimientos en su arte, se propuso reducir a reglas fijas de baile nuestras seguidillas y coplas octosilábicas. Se dio tan buena traza, en verdad, que las seguidillas y el fandango alcanzaron lugar y plaza en todas las funciones públicas, cerrándose siempre con ellos los grandes bailes, como ahora con la grecca y el cotillón. Puedo asegurar a Vmd. (prosiguió el viejo) que, si queremos calificar debidamente el fandango, no tanto debemos escuchar los propios encomios cuanto las ajenas calificaciones, porque han de ser más imparciales. Lea, pues, en las aventuras de Casanova, el juicio que formó de este baile al verlo ejecutar en Madrid en cierto sarao público, y sacará por el hilo de sus exclamaciones y entusiasmo las vivas y profundas sensaciones que hubo de probar, gustando con los ojos y con el alma aquellos éxtasis, desmayos, arranques y furores de la pasión y del placer, que forman, con el compás y la medida, y con las actitudes más apasionadas, la esencia y vida del fandango y demás bailes españoles. A fe, a fe, le aseguro, que si todavía tiene alma y vida nuestra nacionalidad, hemos de ver puestas a trasmano estas danzas extranjeras que ve Vmd. figurar ante sus ojos en este salón, resucitando, si es que ya existió, o creándose, si es que aún no ha vivido, alguna danza española viva, sentida, gallarda y apasionada, que dé al traste y ponga sello de olvido a tales bailes, que más parecen concurso de estatuas silenciosas que proceden, que no a damas y galanes que se solazan con muestras de gentileza y gallardía.

Aquí llegaba mi orador, cuando, terciando a la derecha y mudando conversación, los ojos fijos en aquella que llamó su tórtola, díjome:

—Más vagara por este punto, tan del gusto mío; pero mi amada consorte ha quedado viuda; es decir, que la dejó su compañero pareja, y voy a entretenerla mientras halla otra distracción más amena que la de vuestro servidor, marido suyo.

Se disparó de mí; fuese, pero detúvose al medio del trecho; revolviose para mí, y añadió:

—Vuesa merced se pierde de saber cosas mil, curiosas, así como de oír el romancete que principié de Brianda; pero si mi mujer logra un coloquio del caballero P. Pérez Porras, soy al punto con Vmd., pues le agrada a la muchacha por extremo su conversación y sus novelas. Las exageraciones y las novelas divierten mucho a las mujeres, ya que no por otra cosa, al menos por la parte que tienen de embuste y embeleco.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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