Don Opando, o unas Elecciones

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


En las elecciones, el gobierno que promete, seduce; el que da, corrompe; si amenaza, es tirano; si atropella, esclaviza; quien tal hace no merece el poder; el pueblo que lo sufre no merece ser libre.

(Cierto publicista)


Don Opando era hombre viudo de un ojo, menguadísimo de pelo, profluente de narices, fertilísimo de orejas, muy arrojado de juanetes, hendidísimo de jeta y desgarradísimo por extremo del agujero oral, que se mostraba todavía más dilatado de confines por la sonrisa inefable con que siempre lo bañaba y embellecía. Las mejillas, por lo mismo que eran fláccidas y sumamente fruncidas y rizadas, daban a la fisonomía mil cambiantes y fases diferentes, que echaban noramala al hombre de las tres caras, aunque en competencia quisiese jugar con punto y medio de ventaja, además de revelar elocuentemente que en aquella cavidad bien pudieran acomodarse y vivir sin conocerse ni tratarse dos buenos quesos manchegos, o dos buenas intendencias, según y conforme fuese el maná o pitanza que fuera conveniente engullir. En sus piernas, si se salva la protuberancia descarnada de las rótulas o choquezuelas, nada se miraba de imperfecto, a no ser por cierta deformidad hija de cierto caso fatal y fortuito que era de achacar a su señora madre. Fue el caso que, cuando infante, era D. Opando el más lindo e inequívoco cachorro que hubiesen abortado los infiernos, y mamá, que quería poner coto a los desahogos pueriles de su niño de quebrar cacharros, esquilmar las ollas y absorber las vinajeras del hogar, me lo aseguraba con un hiscal de diez hilos, atándolo por el tobillo o engarce del pie para sujetarlo y trabarlo, ni más ni menos que como a un cimbel gracioso y revolante.

Cierto día, pues, tuvo por antojo el cachorro agraciado el asaltar con alfileres los ojos del chico de la vecina que allí traveseaba, y conociendo la buena madre que aún todavía no era tiempo de tales hazañas, tiró del hijo que se esforzaba por lograr su intento, él revolviéndose y ella por detenerlo; ella por refrenarlo y él por desasirse, resultó al fin cierto desengarce del pie izquierdo, que retorciéndolo para adentro y no acudiendo ni con tiempo, ni con habilidad, quedó con la donosa figura que, con perdón sea dicho, llamamos zopo. Estos desmanes de la fortuna por lo tuerto, horrible y zopo, lo desquitó al punto la naturaleza despertando en aquel curiosísimo redrojo los destellos más peregrinos de ingenio y sagacidad.

No es nuestro propósito tejer la crónica ni formar verídica relación de los albores inocentes de aquel talento, ni seguirlo por las muchachadas endiabladas de su adolescencia, ni detenernos en relatar las andanzas y entuertos de su juventud y virilidad, pues para ello fuera preciso un infolio que atrás dejara cuanto se ha escrito de avieso y picaril desde Lazarillo de Tormes y Roberto el Diablo hasta el Barón de Illescas o Periquillo el de la Mojigata. Baste, pues, el decir, que nuestro amigo D. Opando era hombre diestrísimo en papeles y mamotretos, que sabía en los testamentos y últimas voluntades corregir cuanto pudiera oponerse a las reglas de justicia o conveniencia que él mismo forjaba y componía; que en los enredos de lugar manifestaba tal fertilidad de medios, tal sagacidad en las combinaciones y tal rapidez en la ejecución, que era como el emperador de estos altos hechos y hazañas, y que, en fin, muy curtido y abatanado en los quehaceres escribaniles y en la trapisonda de los asuntos del ayuntamiento y concejo, y en el laberinto de los propios, pósitos, contribuciones y gabelas, era encontradamente para el bando, partido o familia que lo tuviesen por contrario, o por patrono, o la misma Providencia o el mismísimo Lucifer encarnado.

Por lo demás, D. Opando era hombre muy agradable en su conversación y trato, y aun, dejándose llevar por cierto sentimiento benévolo y expansivo, rayaba a veces hasta ser lisonjero e insinuante. Para ello se valía del aliciente goloso de sendas pastillas y caramelos que atesoraba en sus multiplicadas faltriqueras que lo guarnecían, de donde a pares los sonsacaba, principiando siempre por dejar uno en el recipiente de la negra caldera de su boca, y donando el otro afectuosamente al interlocutor con quien tropezaba, ya fuese él interpelado o interpelante. Como no hay acción, por santífica y loable que sea, que no sufra alguna calificación desventajosa de parte de los murmuradores y mal intencionados, esta costumbre de garbo y de obsequio practicada por nuestro D. Opando la mordían inflexible y desapiadadamente, pues se propasaban a decir sus malquerientes que cada caramelo que regalaba había ya pasado por su boca, sufriendo una succión lenta y amorosa, perdiendo así la mitad de su espesor y calibre, de donde, extraído pulcramente después y envuelto en su propia y prístina túnica de papel, volvía al arsenal de los bolsillos, para servir de agasajo a los conocidos, amigos, comadres y parroquianos de toda laya y de todo género. Esto se ve a tiro de ballesta que era pura envidia y ojeriza, pues chuchería que hubiese peregrinado por las cavernosidades mandibulares de Maese Opando habríase impregnado de tal husmo a salitre, antimonio y azufre, que hubiera revelado su sospechosa procedencia aunque la degustación la hiciese el paladar más obtuso y de mejores comederas. Mas después de todo, fuerza será convenir que, aun siendo probable y fundada la opinión sentada, siempre sería muy de celebrar y enunciar la traza feliz de nuestro D. Opando, que sabía unir y aunar a la prudente economía y propio recreo, el obsequio y agasajo a los prójimos y extraños. ¡Oh qué placer el ver trasladarse un caramelo o pastilla desde los bolsillos de D. Opando a los labios de algún amigo, familiar o pretendiente! ¡Quién tuviera aquí en Madrid algún cucurucho de ellos para repartirlos a las manos siempre abiertas que se ven en el palacio de Oriente, plaza de Isabel II y en las antesalas de los ministerios!

Mas dejando estas observaciones y moralidades inútiles, por lo mismo de ser tan patéticas y sentimentales, volvamos a la venerable persona de nuestro digno D. Opando. Hallábase, pues, en su cuarto estudio, sentado en su ancho y cómodo sitial de baqueta, asegurada con clavos de cabeza gorda, acompañado en torno de altos rimeros de Gacetas y otros periódicos, trashojando las amarillas fojas de un proceso criminal o expediente gubernativo (no podemos fijar su esencia), y de cuando en cuando paseaba el medio de su vista (recordemos que era graciosamente tuerto) con cierto aire de ufanía y satisfacción por los escaparates de su estancia, todos estivados de papelotes, periódicos, legajos y paquetes de cartas, como diciendo en su conciencia: He aquí mi reino, he aquí mi ejército y mis arsenales.

Ya iba nuestro respetable amigo, después de alguna ligera pausa, a la sabrosa tarea, dando paso al propio tiempo con cierto gentil movimiento de cabeza al humo del cigarro que acababa de beberse con un mayúsculo sorbo, cuando se le entraron de antuvión por su zaguán y se le presentaron ante sus ojos cuatro de sus más continuos y familiares. Éstos juntaron la puerta tras sí, y se fueron sentando por los otros sillones que guarnecían el cuarto, sin hablar palabra, y D. Opando, sin alterarse ni en una mínima con aquella visita misteriosa y aparición repentina, se contentó con registrar curialmente la hoja que repasaba, y comenzó a mirar y remirar los cuatro aparecidos, adornando siempre el gesto con aquella sonrisa inefable que hemos apuntado. La señal de grande atención para D. Opando era ponerse en su ojo vivo y sano, no antojos ni lente o cosa por el estilo, sino un microscopio útil cómodo, y de su propia invención y concepto. Era, pues, el invento, que con el dedo anular de la mano derecha cogía y apretaba la yema o cabeza del índex, de manera que doblándose éste flexiblemente, abría cierto intersticio o formaba cierta aspillera entre dedo y dedo, adonde aplicaba y fijaba atentamente la pupila insólita y huérfana, contemplando así a su sabor toda fisonomía que quería estudiar y todo objeto que quería filiar competentemente. D. Opando paseó su mermada vista, y al través de tal aparato, por las personas de sus cuatro visitantes, y pronunciando más su sonrisa y dando a su efigie una fruición casi celestial, exclamó lleno de bondad y de contento:

—¡Buenas noches, D. Raimundo; para servirle, D. Tadeo; tomen asiento, Sr. D. Paco y señor D. Bruno!!!

Después añadió:

—Señores: los hombres de negocios no andamos a caza de gangas, ni solemos perder el tiempo; ya conozco que hay algo de importante, y antes hoy que mañana, y más bien ahora que luego, y andar que andemos, paso largo y al avío.

Algo de tiempo duró el silencio que esta lluvia de palabras y retahíla de sentencias impuso a aquellos buenos hidalgos de aldea; pero al fin D. Raimundo, que por su traza y corte manifestaba ser el prolocutor de aquella noble comisión, tomó la palabra, y dijo:

—Sr. D. Opando: el asunto que aquí nos guía, aunque magno e importante cual ninguno, es al tiempo mismo el más sencillo. El correo que acaba de cruzar por aquí a la capital ha dejado a la mano un papel volante, por el cual consta que las Cortes se han disuelto y que están convocadas para el 20 de febrero, debiendo procederse a las elecciones el 8 del actual. Este partido ha tenido desgracia en todos sus delegados hasta el día. Nuestro primer diputado en las de 1814, que no respiraba bajo estos techos y caseríos sino libertad e independencia, se transfiguró persa a las primeras de cambio: el de 1820, que no respiraba aquí más que prudencia, nos trajo a los 100,000 hijos de San Luís, rey de Francia: el de 1834, que no quería sino la finalización de la guerra civil, fue revolucionario en las calles en 1835 y juntero en 1836; y el que enviamos para la obra de 1837, nos falsea ahora de manera que casi nos hace temer que quiera deshacer lo hecho y volver a las ollas de Egipto con otros aditamentos y rastras que nos pongan como nuevos, volviendo a los tiempos de Godoy, a las garras y zarpas de ese otro rey que dicen hay en Francia, y que dicen que es, y yo digo que no es, Napoleón. Nosotros nos decimos escarmentados, por lo mismo que nos confesamos burlados. Buscamos in illo tempore la santidad del estado, y fuimos engañados: quisimos hallar la ciencia, y encontramos la vanidad, y fuimos vendidos: creímos dar con el juicio y la razón, y dimos con el sofisma y la extravagancia: presumimos encontrar la firmeza en los principios, y casi tocamos la traición con las manos; y, en una palabra, esforzándonos por hallar la probidad y el desinterés, no vemos más que el cinismo de la corrupción. Ahora bien, amigo D. Opando: para el descubrimiento y triunfo del diputado que queremos y debemos elegir, ya que fuimos tan desgraciados en nuestros ensayos anteriores, queremos traerlo a Vmd. con nosotros. Es cierto que en las pasadas combinaciones electorales siempre nos hemos desentendido de su persona, pues aquel pecadillo del sabor a afrancesado, sus relaciones con Lozano Torres, sus excentricidades en 1823, que parecieran estudiadas atendiendo al apoyo que después mereció de los calomardistas, el apego que tiene a todo poder que persigue, despoja, destierra e invade todo lo que es sagrado y justo, y, en fin, otras vulgaridades que por ahí han corrido a cargo de su reputación y fama, nos retrajeron de contar con Vmd. en nuestros pensamientos y planes. Mas ya que tuvimos tan mala mano para echadura de diputados y procuradores, queremos oírle y contar con Vmd., pues peor no ha de salir, y tentando este medio y saliendo huero el huevo, nos tumbamos en el surco, nos damos por muertos, y que nos pongan este epitafio:


Electores vergonzantes
yacen en este ataúd:
buscaron ora cual antes
honor, y gloria, y virtud,
y de THU fueron a NANTES.


Calló D. Raimundo, y D. Opando, que con el lente artificial de sus dedos había avizorado y fijado muchas veces al orador y su comparsa, desbaratándolo de pronto y pasando la mano a sostener su mejilla, y asentándose mejor en su sillón como para buscar la vertical más a su sabor y placer, comenzó así a hablar con voz agradable, pues en este órgano era muy afortunado nuestro amigo.

—Si yo fuera (dijo) abad mitrado, os llamara mis ovejas; si general, os dijera mis conmilitones; si morueco semental del ministerio de la Gobernación, mis administrados; pero como mi humildad sólo aproveche para advertiros de las malas artes de los poderosos y hombres de mundo, que son unos verdaderos milanos; para que os recatéis de ellos y os desconfiéis, quiero llamaros palomos míos, que es cosa que no os sonará mal y a mí me da gran consuelo; pues ya sabéis que ni tengo hiel y toda mi contextura es de blandurilla de camuesas. Esto, supuesto, quedo enterado de que tenemos elecciones y de que en ellas queréis contarme con vosotros, faltando ahora el que nos entendamos y acordemos de tan buena manera que acogotemos a los partidarios del gobierno, sacando en triunfo por diputado un varón cumplido, cual conviene a nuestros intereses y a nuestras ideas.

Mientras esto decía D. Opando, avizoraba de nuevo al través de la aspillera la fisonomía de sus visitantes; pues aunque siempre los tuvo por gente hidalga y leal, e incapaz de trapacería y doblez, con todo, siempre caminaba en tales negocios con la sonda en la mano, y no hacía mal. Pero viendo aquellas caras angelicales con el sello de la sinceridad y la inocencia, se tranquilizó del todo, y dijo allá para sus adentros: «Nada de extraño sería que hubieran puesto sus ojos en mí para este bateo.» Y para convencerse de la probabilidad de su pensamiento, les dijo:

—¿Y sabemos ya, palomos míos, a quién hemos de proponer y por quién hemos de trabajar?

—Sí, tal, respondió D. Paco; si a D. Opando le parece, todos queremos que nuestros sufragios recaigan en D. Veremundo. Estamos cansados de decidirnos en tales cuestiones por el más sabio, el más ilustrado, el más ardiente, el más buscavidas y hombre de corte, pues lo que hemos sido ensalzar a un necio, o vocinglero, o pedante más, apoyar al egoísmo y la vanidad, o proporcionar que algún industrial se haya llenado de cintas el pecho o de dinero sus bolsillos. Estamos, pues, hastiados de semejantes sabandijas, y por la presente elegiremos a hombre tal como D. Veremundo, que, siendo acomodado, no quiere ser poderoso; que, si no tiene gran brillantez en sus talentos, le asiste gran discreción en sus juicios; que en cuantas cuestiones interviene pone el dedo en la dificultad, y que se distingue en todo, así en lo chico como en lo grande, en lo alto y en lo bajo, por ese amor a la justicia que nos admira individual y colectivamente. En un orden regular la sola propuesta de hombre como D. Veremundo sería una aclamación unánime; pero como esto se hila ahora de distinta manera y vienen de la corte esas presentaciones, para obispados no, sino para diputados, es necesario madrugar y atarse bien el dedo, y por eso queremos contar con la alianza del Sr. D. Opando.

Y diciendo esto, D. Paco hizo una reverencia con la cabeza desde su silla, y guardó silencio. D. Opando conoció que, aunque burlado en sus esperanzas parlamentarias, todavía podría sacar grandes creces en su valimiento y no poco provecho en su persona; tragó la píldora con grande serenidad, y respondió:

—A fe, a fe, mis palomos, que me habéis robado el pensamiento. Aquí mismo me ocupaba de su persona, admirando su noble desprendimiento, pues en estos títulos que a la sazón examino (y palmeaba su mamotreto), se ve bien claro que si D. Veremundo quisiese usar de sus derechos de patrono podría disponer de los emolumentos casi totales del hospital, y él los deja descuidadamente para los pobres, afectando tal indiferencia acaso por no provocar demostración alguna de agradecimiento. Aclamemos, pues, todos nosotros a D. Veremundo, y hagamos de manera que lo aclame todo el distrito.

Al llegar aquí, D. Opando desbarató su lente prestidigitador, y comenzando a buscar papeles en aquel mar de ellos que le anegaba, sacó algunas apuntaciones que ordenadamente guardaba bajo cierta carpeta cruzada con balduque, y prosiguió:

—Aquí tenéis, palomos míos, el negociado electoral, con todas sus entradas y salidas, usos y servidumbres, buenos accidentes y mataduras. Este distrito compondrá 1,578 votos. D. Antonio Cañizares el mayorazgo, tío de D. Paco, dispone de 300 electores piantes (los llamo así porque este es gremio muy pedigüeño en el pueblo de Cubáscula); el cuñado de D. Raimundo, D. Cosme, juega al boliche con sus 200 tiburones de Zambrostenes, y los apellido así porque es necesario matarle a cada uno un carnero y molerle un medio cahiz para que vote en razón; en el partido de los Molinos, que habrá sus 90 votos, toda la dificultad en asegurar estos aguachirles está en que D. Alfonso, el suegro de Don Bruno, deje correr en los meses mayores las aguas que no necesite para sus riegos, aguas que, como todos sabemos, tienen con los bienes de propios sus dares y tomares. D. Bernabé de Zúñiga, memorable abuelo de D. Tadeo, en su nueva población de Hispuda nos puede agregar 150 votos muy redondos de aquellos labriegos de las nuevas roturaciones, y los llamo redondos por lo sin malicia que son y la candidez casi de idilio con que cumplen lo que ofrecen. Ahora bien: si estos 740 votantes que en limpio sacamos, se añaden con los 30 ó 40 de los colonos y parientes continuos del mismo D. Veremundo, y los 15 ó 20 que cada cual de mis cuatro oyentes pueden procurar, tenemos en Aritmética, más clara que la de Vallejo, no sólo en empatada, sino vencida la elección. La batalla en este punto, llego yo con mi pequeño refuerzo de 60 electores que, aunque de vida algo airada, votan como unos pontífices, aprovechando sus sufragios como misas de Pascua al favorecido, sin que por eso se vea en la obligación de darles otras mercedes en pago que algunas recomendaciones a los jueces de primera instancia, a las Audiencias u otras autoridades de S. M. Éstas muchas veces los toman entre ojos porque ellos quieren tomar barato el tabaco o la sal o niñerías del propio jaez, que yo a veces las deshago y desvanezco con mucho agradecimiento de estos infelices perseguidos que me sirven en tales ocasiones.

Los cuatro visitantes se miraron con cierto contento y como dándose el parabién de haberse acordado unánimemente de tal hombre, que tan claro les sacaba el negocio a la plaza y que con semejante exactitud presentaba los datos y dejaba ver las vicisitudes de la elección. D. Opando, no reparando o fingiendo no reparar en la admiración de su auditorio, prosiguió:

—Si tal es nuestro ejército y auxiliares, veamos cuáles sean nuestros contrarios y los medios con que han de combatirnos. Es necesario suponer que el gobierno ha de oponerse a la elección de D. Veremundo, por dos razones. La primera, porque ello es gusto y voluntad del pueblo, y al pueblo lo que se le pide es que haga como que tiene gusto y voluntad, y que no la tenga. La segunda razón es que si nosotros queremos sacar por diputado a D. Veremundo, ¿por qué al ministro no ha de antojársele preconizar por tal diputado a su hijo, a su pariente, a su postillón o a alguno de sus cuñados en los diversos ramos y direcciones que abraza este sagrado y profano parentesco? Sentado que el gobierno se nos ha de oponer, porque su misión es de llevar siempre la contraria, hagamos alarde de sus medios, y pasemos revista a sus votos. En primer lugar, nos han de ser contrarios en sus votos los alcaides, sotas, llaveros, vigilantes y requisadores de las cárceles del distrito, que por este relente que corre, obligando a tomar el abrigo de cuatro paredes por tiempo indefinido a muchos huéspedes propensos a romadizos y constipaciones, les cobran por favor un razonable hostelaje, y esto, decuplando gajes y propinas, les multiplica también por diez el afecto y cariño a la situación. Estos pueden calcularse en 25 votos; cosa corta por ahora, aunque pronto aumentarán su número, puesto que se piensa, pues es preciso, abrir al público otras doce cárceles más en cuanto llegue la próxima temporada de baños. En derredor de ellos es necesario agrupar los 15 ó 20 pegujaleros de centeno, escandía y mijo del partido, que, no hallando donde trillar su mala simiente porque torcerían nuestros atrajes y graneros si les permitiésemos cosechar con nosotros, esperan en éxtasis soberano esas eras que se prometen de día en día, y que efectivamente parece que se están viendo con cada grano de trigo como una almendra o coco de Indias, y después todo se desvanece por las malas picardías de los descontentadizos. Como los treinta o cuarenta boticarios y albéitares que cuidan de nuestros torozones y arestines han dado en la flor de adornarse con otras cintas que el acial y los parches que antes acostumbraban, y nosotros no podemos darles tales bujerías, paréceme discreto el contarlos a casi todos por del bando contrario. Por lo demás, la fuerza de los adversarios en nuestra villa y distrito de Cubáscula la hemos de hallar en los roturadores y aparceros. Ello es que quieren que se les reparta en suertes las dos dehesas, y esto es cosa fácil para los mandarines, y lo mejor del caso es que a nosotros nos convendría semejante medida, pues a poco del repartimiento los tenedores venderían como cosa de triste utilidad, y por consiguiente por poca plata, sus respectivas pertenencias, y nosotros (es decir, la gente acomodada), por tal camino éramos los legítimos herederos de las dehesas y de los propios. Pero a pesar de tal aliciente, hagámosles la guerra, den al traste con sus intentos, saquemos triunfante a D. Veremundo, que lo que no sea por testamento será por manda o codicilo, pues de todos modos, ya haremos de manera que esas tierras, bien sea por un expediente muy manido y curtidito si mandan los unos, o bien por medidas estrepitosas y de mano airada si mandan los otros, nos hayan de tocar y pertenecer, aunque se muera de frío el universo mundo no hallando en el invierno siquiera un ceporro o astilla de leña para la chimenea. Ya veis, palomos (prosiguió diciendo D. Opando), que, contadas y bien desmenuzadas las fuerzas enemigas, son en mucho inferiores a las vuestras, cosa que os debe servir de confortativo en vuestro propósito.

—Sí tal (dijo D. Raimundo levantándose de su asiento). Vamos, pues (volviéndose al basigote de sus compañeros); vamos, pues, a la tarea: vete tú, D. Paco, a tomarle prendas de empeño al tío D. Antonio Cañizares para contar con sus 300 votos. D. Bruno se hará cargo de inclinar el ánimo de su suegro para arreglo tal, que nos dé los votos de los aceñeros y molineros. D. Tadeo nos asegura del apoyo de la clientela de su abuelo, y desde luego que se me carguen en cuenta los 200 votos de los tiburones de Zambrostenes, como dice con algo de chiste D. Opando, pues yo daré buen recaudo de ellos, aunque para el caso haya de reducir en afrecho para darles bodigo y mamancia hasta los tapiales de mis caseríos de Marayma.

—Estamos en camino? —añadió D. Raimundo tornándose a D. Opando.

—En camino estamos-respondió éste.

Y dándose todos sendas y apremiadas enclavijadas de manos, aquél se quedó en su aposento, y los otros, abriendo su puerta, pronto dejaron atrás también la de la calle, yendo cada cual a sus menesteres. D. Opando volvió a su sillón, sentose, y para desentumirse de la postura que hasta allí tuvo y guardó, pasó ágilmente la diestra pierna sobre la izquierda, recostándola en ella amorosamente, y para consolar sin duda al triste ojo que le quedaba de su viudez haciéndole ver otros amargos males, lo afincaba y paseaba perseverantemente sobre el pie imperfecto y zopo, a quien movía y estremecía ayudado por sus manos de una parte a otra, como por darle esperanzas de que en algún tiempo entraría en funciones y en juego en todo arreglo y pulcritud.

Quien presuma de alto fisiólogo o que pretenda ser zahorí de los ajenos pensamientos por estas muestras fugaces y exterioridades de la persona, podrá decir lo que guste de las ideas que pasaban entonces por el magín de D. Opando; que en cuanto a nosotros, diremos sólo que tales pensamientos se reducían a este razonamiento: «El juego es el interés; en el tercio, muchas y buenas cartas he de ver; gran zopenco sería si no supiera apropiarme la polla o traviesa.» Así imaginando, llaman con callados golpes de mano sumisa a la puerta del aposento, y suena una voz, si tímida, si medrosa, que pregunta:

—¿Se puede entrar, D. Opando?

—Adentro, Paraninfo de los cielos (dijo éste, que se preciaba de muy galán en la frase, y de mucho de filis en sus flores). Adentro, adentro digo.

Y efectivamente: si la entrante no era Paraninfo de los cielos, era, a no dudarlo, el más lindo Paraninfo del amor. Era, pues, un clavel de chica de diez y siete años, de cintura de sortija, del talle más airosamente femenil que pudiera pintar pincel, de rostro hechicero, con ojos de endrina y predicando muchas cosas malas con las miradas más pícaras del mundo, y con un tesoro de pelo negro como la noche, y tan copioso, que no acertaba a cobijarlo la mantilla de tafetán y randa catalana que cubría la cabeza, cayendo sueltamente y con gracia por el un lado y otro de dos ponciles palpitantes que revelaban el anhelante pecho. Al verla D. Opando, figurando antes el consabido lente, exclamó:

—Beatriz hermosa, piñón delicioso de la gloria, ¿quién te trae por esta celda triste a tales horas? Si tu padre, mi amigo Cañizares, me quería tener a su servicio, cualquier mensaje, cualquier criado suyo hubiera bastado para llevarme allá, aunque fuese la noche diez veces más tenebrosa que la presente. ¿Pero qué se ofrece?

La Beatriz, sin cuidarse de tales palabras, volvió a la puerta, la aseguró, y tornó a acercarse a D. Opando, quien, tomando la actitud más interesante que pudo estudiar, la dijo:

—Entra, sí, por entre las sillas y la mesa, y sentémonos así, muy cerca, para hablar en mayor puridad y secreto.

—No tal (dijo la muchacha); bueno es que entre dos interlocutores corra siempre el aire, y por lo mismo, haciendo de esta mesa torno de monjas, hablaré desde este sitio a distancia respetuosa.

Y diciendo y haciendo, arrastró una silla y se sentó con tal desenfado, que diera envidia a la Villana de Vallecas.

—Amigo D. Opando (prosiguió ella): es el caso, como dijo el otro, que se trata de un casorio, y un casorio con su poquito de pimienta. Casimiro, a quien Vmd. conoce, me quiere por la posta, y yo le repago por el vapor. En fuerza de que yo he de ser rica, y él, aunque pobre, es de sangre azul, y enlazado, aunque lejanamente, con mi familia, ayer fueron los suyos a casa para pedirme a mi padre; pero éste, que piensa que las mujeres han de ser como las hortalizas, que para dar sucesión han de ser subidas y talluditas, me negó con un NO de regia estirpe, y yo quiero apelar de este fallo, y si por dinero ha de ser, llegaré hasta las mil y quinientas. Por lo mismo, conociendo esas manos que asisten en Vmd. para gobernar estas descomposturas que suelen provocar otras descalabraduras y fracasos doncelliles, vengo a implorar su habilidad y gobierno, para que me saquen por la Iglesia o por la milicia, en fin, lo más pronto posible, y que la semana entrante me miren, me tengan, me consideren y yo me sienta como la esposa legítima, con todas las ceremonias del ritual romano, de D. Casimiro de Alvarado y Foch de Cardona.

Indudablemente algo debería haber de hechicero y de notable en el gesto y acciones de aquel diablillo de forma apetitosa, cuando D. Opando volvió a inaugurar su observatorio de dedos y antojos, recreándose en confundir en su imaginación la voz, la gesticulación, la figura y el talante todo de aquel deliciosísimo arrapiezo. Al fin hubo de arrancarse de tal éxtasis, y tomando un pliego de papel del sello cuarto mayor, se puso incontinenti a rasguear curialmente, y en tanto de la operación hablaba así a la Beatricilla:

—Y no digo yo que esto vaya a vapor, como tú dices; pero lo que es efectivamente, y con apremio y costas de la cobranza, es cosa que corre por mi cuenta, y te aseguro que antes que oigas misa dos veces has de tener al D. Casimiro por tuyo, con libre, franca y general administración sobre su persona y alodial dominio y para ello firma este memorial que llamamos de disenso.

Y esto relatando, le volvió el papel con mucho aquel del miramiento, aunque al traspasarle la pluma para la rúbrica aleó y prolongó algún tanto el anular y el meñique para llegar y tocar, como efectivamente llegaron y tocaron, a los dedos flexibles y a la mano mimosa de algodón de Beatriz, quien, sonriéndose algún tanto al ver el estremecimiento de extraña catadura que había probado D. Opando con tal sensación, y tomando la pluma, firmó y rubricó el papel con más gallardía y soltura que la que pudiera prometer una educanda de pueblo como aquel, de tercera o cuarta jerarquía. Devolviendo, pues, la pluma con cierto recato picaril, esto es, alargándola por el penacho para evitar repeticiones de tal rozamiento, y sonriéndose siempre, respondió al levantarse del asiento:

—Quedad con Dios, D. Opando; cumplidme esa maldicioncilla de antes de las dos misas, que ya sabe no soy miserable, pues no quiero morir más rica que el tanto con que nací, y además, por adehala, contad cada año por Pascua con unos cuellos y vuelos bordados por estas manitas (y se las mostraba como un dije, revolviéndolas como ramillete de flores), y también con una rica guirindola de encajes.

Cuando acordó D. Opando a responderla, ya la linda parladora había desaparecido, pues antes se deslizaba como el viento que no medía el pavimento con sus pasos.

—Buen rato te me llevas contigo, picaruela (dijo nuestro hombre); pero a bien que me dejas en posesión de un papel tal, que bien vale uno de los tres estuches. Esperemos, esperemos, pues, que ya predije que buenos naipes habrían de pasar por mis manos.

Aún no había pasado este pensamiento por su frente, cuando abriéndose la puerta con discreción y tiento, se dejó aparecer cierta cabeza tachonada con dos ojos como carbunclos y patiabierta la cara con cierta boca de brocal la más espaciosa del mundo, por donde se dejaban ver unos dientes blancos como el gipso, ni más ni menos en su traza y corte que como navajas de jabalí.

—¿Estamos solos? —berreó aquella estupenda boca.

—Solos estamos (dijo D. Opando): entrad, D. Tenebrarios, y asegurad con fallebas la puerta, que no son nuestras incubaciones ni para vistas ni para escuchadas.

D. Tenebrarios aseguró la falleba, y al atravesar en cuerpo gentil el aposento, pues no traía capa, dejó ver debajo de su enorme brazo un mamotreto de autos, aún todavía más enorme, de letra antigua procesal.

—Ya pareció lo perdido, amigo D. Opando (dijo sentándose aquel taumaturgo); ya pareció lo perdido, y a pagarme albricias por mi buena nueva, ya habría de multarse Vmd. con buena cantidad de reales. Aquí tiene de cuerpo presente esperando Misa de Réquiem o Te Deum laudamus, según méritos decidan, nada menos que los títulos de propiedad de las aguas de la ribera que están hoy en posesión del cuñado de don Tadeo. La villa es indudable que tiene derecho sobre ellas, como aquí reza (y sacudía Tenebrarios sendas palmadas sobre los autos), y esta es cosa que pone en nuestro poder y buen albedrío a nuestro buen hombre, con todos sus garrotillos de sangre azul y de orgullo.

Ni el sacre se abalanza sobre la garza con más intención y rapidez que D. Opando sobre aquel monte de papelorios. Lo repasó, leyó mucho al vuelo, impuso registros, señaló varios folios, y luego exclamó:

—¡Copo colmado, amigo Tenebrarios; pesca de atunes, y hagámonos cargo que hemos cogido cautivo a nuestro hombre, y que el rescate no lo han de fijar piadosos mercenarios ni trinitarios, sino los Arraeces Opando y Tenebrarios!!! De esto hablaremos luego, pues me pica la curiosidad de saber en qué placeres se ha matado tan buena pesca; pero ahora contentémonos con saber que dentro de muy poco entramos en elecciones para diputados. Los bastidores, escotillones y bambalinas de nuestra tramoya electoral, supongo que no habrán sufrido alteración ni detrimento después de nuestro último ensayo, que bien cercano está todavía.

—Todo está intacto (replicó Tenebrarios), y en el mejor uso posible, y aun con aumento y creces, puesto que ha entrado en la secretaría del pueblo de Unguste nuestro favorecido Caquillas en lugar de aquel D. Hermencio, medroso y atado como ninguno.

—Bien sabéis lo que digo, hermano Tenebrarios (repuso D. Opando); digo, pues, que con los medios que se me vienen a la mano como zorzales encandilados, y ayudado del buen celo, voluntad y destreza de los secretarios Pijotas, Cuchiche, Caquillas y el Reborondo, casi se pudiera lisonjear cualquier hombre razonablemente ágil de sacarme diputado por este distrito.

—¿Pues en qué está la detención? (replicó Tenebrarios.) ¡Adelante con calzones de ante, que para el caso seré un tigre!

A proseguir en sus exclamaciones de afecto iba nuestro amigo de los dos carbunclos, cuando sonaron otros golpes en la puerta.

—Tenebrarios, hijo (le interrumpió D. Opando); deslízate por esa puertecilla excusada al aposento inmediato, y ahí espera, que el corazón me da que esta noche es de buen lance, y alguna pieza se me entra en jurisdicción, y ya pluma o ya pelo, ha de quedar en mi poder.

El Tenebrarios se envainó por la puerta del rincón, y D. Opando, llegándose a la de enfrente, descorrió la falleba, y se encontró, no a topa penoles, sino a topa narices, con el cuñado de D. Raimundo.

—¡Sr. D. Cosme (le dijo), cuánto tiempo que no se dignaba honrar este albergue!!

D. Cosme se sentó y D. Opando ocupó su acostumbrado sillón, desde donde comenzó a atalayar a su huésped por su método peregrino, que ya nos es conocido. Luego añadió:

—Y como estamos solos, Sr. D. Cosme, ábrame su pecho de par en par, pues creo haberle merecido su confianza en ocasiones de empeño. Estamos completamente solos, y en esto, a todo rigor no mentía, no, D. Opando, pues Tenebrarios formaba una sola y misma persona con él, o por mejor decir, érase que se era su espíritu familiar, o la propia emanación suya.

—El asunto que aquí me trae (dijo D. Cosme), no por serme de alto empeño deja de ser sencillísimo. Es el caso que para ensanchar la mía quiero adquirir ese caserón viejo de la calle Real, que es del vínculo de los Coallas; al poseedor, que es ese tal D. Claudio, redondo como pata de buey y testarudo como vizcaíno, le he propuesto las capitulaciones y ofertas más ventajosas para que enajene en mi favor la casa; pero él dice nones y me hace la higa, y yo más me aferro en mi propósito. Todo su fundamento está en decirme que en ese solar nació y se crió cierto hastial de su familia que dividía un moro de un mandoble, y que en la de Pavía asistió a la presa del rey de Francia, y héteme aquí que por tales extravagancias me he de quedar en blanco y viendo en pie esos torreones sombríos del tal edificio, que, habiendo presenciado la entrada del moro Muza, acaso presumen asistir al fin del mundo; y para castigar la arrogancia, así de la tal montaña de piedras como del Sr. D. Claudio, su amo y poseedor, es para lo que me mira en este sitio con entrañas de Galalón y con intenciones de macho mohíno, pues a mí pocas, que no sufro ancas, y por mi gusto envido el resto, que tengo hígados de pleonasmo y las agallas de un ballenato.

—Lo sé, lo sé (repuso D. Opando); y estoy de acuerdo con cuanto me ha relatado, salvo, empero, en lo de la eternidad del edificio, que para mí tengo que las cuantas grietas que verse dejan en el lienzo del mediodía pueden dar motivo a creer que en algún tiempo ha de falsear y dar de cabeza con la tal máquina. Y tal idea y este temor, por lo que pueden serle de provecho a Vmd., queridísimo D. Cosme, me dan tal guerra, que ya me parece presenciar hundimiento tal que mate a doscientas criaturas y deje en ruinas a medio pueblo.

—Este hombre tiene imaginación tan viva (dijo para su coleto D. Cosme, oyendo a D. Opando), que ve visiones y casi delira diciendo tal, cuando la catedral de Sevilla es un castillo de naipes si se compara con la casa almenada de los Coallas.

D. Opando, habiéndole apuntado el lente al monologante, leyó los pensamientos que entre sí revolvía, y queriendo tomar altura en ellos lo tocante a elecciones, ya que el resultado era tan fijo y cierto por el otro derrotero, viró de bordo, y le dijo:

—¿Ha oído algo de elecciones?

—¿Y cómo si he oído? (respondió el otro). Están encima y han de ir por la posta. Ahora mismo me lo acaba de decir mi cuñado Raimundo, y por cierto que ya me tiene embargado esos centenares de votos con que cuento, y no estoy pesaroso por ello, porque han de recaer en nuestro D. Veremundo, que buena falta hace en la corte para dejar bien puesto el buen nombre de este distrito. Él y sus amigos van de muñidores ya desde esta noche para el caso. ¿Concibe Vmd. eso, amigo D. Opando, que tres cristianos como tres elefantes tomen a pecho y tan a veras esas niñerías, y haciéndose procuradores ajenos, se despepiten por sacar al buen caballero D. Veremundo para diputado, en vez de entretenerse, si son loteros, en sacar un buen terno, y si son propietarios, en sacarles las enjundias a sus colonos? Cada cuál tiene sus gustos, cada uno tiene su son, y lo que a tal le horripila, a cual le parece bien. Ellos allá, y yo conmigo, y todos con su locura. Yo entre tanto les ofrecí mis votos, y dellos, si pueden, saquen sustancia, que en cuanto a mí, no sé en qué guiso o salsa poder acomodarlos.

D. Opando, que ya veía toda la luz que necesitaba, replicó con tono tan didáctico cuanto afectuoso:

—En verdad, en verdad, que no podrán aplicarse los votos con más acierto que en D. Veremundo; mas no por eso deja de ser cierto que el desprenderse así de doscientos votos sin entero conocimiento de causa, es cosa que huele al dilapidador que bota doscientos doblones por la ventana porque no sabe lo que valen. Pero, en fin, cada cuál tiene sus gustos, y lo que a tal le horripila, a cuál le parece bien. Ellos allá, y yo conmigo, y todos con su locura.

Para el de los votos, cada palabra de D. Opando le hacía abrir los ojos como quien ve objetos nuevos y antes no conocidos. Al fin rompió el silencio, y replicó a D. Opando:

—Aunque es cierto que ha habido ofrecimiento de parte mía, no creo que cuatro palabras dichas al viento en una noche oscura, en el esquinazo de la iglesia y delante sólo de cuatro o cinco personas que acaso no escuchaban lo que yo decía, sea alguna escritura guarentigia que traiga aparejada ejecución. Si da Vmd. barro y luego sale oro, ¿no hay derecho a la nulidad? ¡Cuántas veces no se recoge de mano del mendigo la tarja de dos cuartos que se le dio equivocándola con el cobre viejo del cepo de ánimas! Pero que Patillas me lleve si puedo adivinar qué empleo podrán tener aquellos votos, aunque de todos modos, desde ahora hasta que haya lugar, y después de riguroso examen, revoco mi donación y la doy por nula, apoderándome desde luego y reinstalándome de nuevo en la posesión y señorío de los doscientos votos.

—Y no hará mal (dijo con cierto tono de indiferencia D. Opando): nada extraño fuera que esos votos tuvieran parentesco muy estrecho con la casa almenada de los Coallas que Vmd. considera firme como la catedral de Sevilla, y que yo miro ruinosa y deleznable como choza de pastores.

—Alto allá (repuso D. Cosme con viveza, levantándose de la silla): alto allá, D. Opando, y oiga mis razones, que serán cortas, pero gordas como cerezas garrafales. Hágame con ese monte de piedras, póngale yo la salivilla en la oreja al testarudo poseedor, y cuente Vmd. con los doscientos votos, y con otros tantos escudos si necesarios fuesen, y vaya D. Raimundo a cazar nidos de golondrinas. He dicho lo bastante, pues ya se me conoce, y como yo conozco a D. Opando, me voy sin más hablar.

Se dirigió, pues, hacia la puerta; pero de pronto giró sobre el calcañal izquierdo como hombre que alcanzó la táctica prusiana, y dijo muy al oído a D. Opando, cual si hubiese auditorio de quien quisiera recatarse:

—No es necesario prevenirle a Vmd. que los votos vendrán blancos como la paloma, para aplicarlos, apegarlos y emparcharlos a última hora al cristiano más emérito en quien paremos mientes.

D. Opando le agarró la mano y se la estrechó afectuosamente, como hombre a quien se le había excusado la explicación de un negocio embarazoso, y luego añadió:

—Id con la Virgen, D. Cosme, que este sólo rasgo, manifestándome sus altos dotes, me lo hace presentar como el ínclito diputado de este distrito, si aquí hubiera sindéresis y se profesara admiración para las altas cualidades.

Desapareció por la puerta el de los doscientos (y no de azotes), cuando al revolverse D. Opando, columbró a D. Tenebrarios por el tragaluz del zaquizamí donde en conserva se había mantenido, asomando su cabeza tachonada con sus dos carbunclos rutilantes de gozo y feriando dilatadamente sus dientes blanquísimos y apiñados como si su boca fuese una granada reventona y rasgada de granos de marfil.

—Comprendo el juego, maestro D. Opando (que así era el prenombre de respeto con que siempre le interpelaba); comprendo el juego, y antes de acostarme ya habré puesto en urdimbre algunos hilos convenientes para la tela que necesitamos. Me llamo a la parte, entre tanto, por aquello, no de los doscientos votos, sino de los doscientos escudos.

—Mi Benjamín (respondió D. Opando, pues tal era el remoquete de cariño con que en sus pláticas confidenciales mimaba a Tenebrarios); mi Benjamín, ya sabes que soy bien desprendido con mis discípulos y aficionados, y singularmente contigo, que eres mi verdadero Electo.

Iba a proseguir nuestro orador en el uso de la palabra, cuando desapoderamente entró por la calle, machacando el empedrado, un golpe de hasta seis u ocho caballos, que hicieron alto en la misma puerta de D. Opando. Éste no pudo dominar cierto movimiento de curiosidad, y marchó con la rémora de su zopez a la ventana; pero reprimiéndose como si a su voluntad la tuviese enfrenada con cerrillo, bocado, barbado y doble rienda, se detuvo y dijo a Tenebrarios:

—Mira, mi Benjamín, si es alguien en mi busca; y mayormente si vienen a entretenerse conmigo sobre elecciones, excusa el irte, y manténte a la distancia que quieras, pues así me evitarás dobles explicaciones de dogmas y triples planes de ejecución. Al decir esto D. Opando, se abrió la puerta, y sorbiéndose Tenebrarios por su puertecilla como caracol o galápago que se esconde, se presentó en la sala, todo manchado de lodo, con su bombacho de vivos encarnados, sus botas vaquerizas, su calañés, su manta y su carabina, un guarda de campo o escopetero. Nuestro guarda, con esa compostura hasta graciosa que tiene esta y otra laya de gente en España, llevándose la mano al sombrerete con ademán respetuoso, dijo así:

—Si tengo el gusto de hablarle al señor don Opando, debo decirle que en el zaguán espera el Sr. D. Policarpo, nuestro venerado jefe, que quiere hablarle, y con cierta reserva.

D. Opando, diciendo sorda y guturalmente que entre, que entre, abrió las puertas de par en par, y empuñó su velón de Lucena para alumbrar al misterioso peregrino; pero como por su cualidad de zopo engendraba muy tarde todos sus movimientos, cuando acordó, ya tenía delante de sí al señor jefe, el invictísimo D. Policarpo.

D. Policarpo era hombre formado por ochavas, pues tal era su rotundez. Aquellas carnazas, sujetas y estancadas después por la tiránica tirantez del paño de su paletó abotonado, daban tales curvas y facetas a su talle y persona, que desdichado del estatuario que hubiera querido coger aquel torso para figurar no un Apolo, sino un Baco o Sileno. Por lo demás, mostraba su cara escueta y lampiña, los ojos pequeños y hueros, y el abdomen que adornaba su coram vobis, subiendo en roscas salomónicas para arriba, se modificaba al llegar al cuello con el nombre y la figura de barba, barbilla, papo, papada y papadilla.

Nuestro D. Policarpo era una alhaja nativa y muy merecedor de obtener lugar de privilegio en cualquier Museo de Administración, siempre que se buscase lo raro y peregrino de las cualidades. Habiendo aprendido a leer y escribir a la edad de veinticinco años, había llevado tal madurez y atención al estudio, que cuando concluyó la tarea, su carácter de letra era gallardo y limpio, y su ortografía correcta y segura. Esto le valió una plaza en la Secretaría, en donde logró grande encomio por la rara cualidad que poseía de escribir y no leer, de leer y no enterarse, de enterarse y olvidarlo todo a la media hora, como si una esponja hubiese pasado húmeda por el encerado de su memoria o imaginativa. Su encumbramiento al pontificado de provincia lo debió a cierta aventura, que, aunque relatada parece fría, a haberla presenciado, era cosa de voluptuoso y exquisitísimo regocijo. Fue, pues, el caso que el ministro, queriendo mirarse como en un espejo en las calidades negativas de nuestro reciente conocimiento, lo tenía cerca de sí y en su propio gabinete, para llevarle la correspondencia reservada y la confidencial de sus pecadillos y fragilidades. Cierto día, en aquel gabinete reservado se introdujo una tercera persona de pícara condición y suelto de manos, y por quítame allá esas pajas, asentó al ministro tres bofetones en aquel carrillo, tres bofetadas en estotra mejilla, le besó la frente con un taburete, y le tocó la marcha real en las espaldas con el son y compás de uno de esos bastones que tienen el puño con un jayán o sátiro de cabeza metálica y muy gorda.

Bien reflexionó el ministro, después de serenado el chubasco, que tal escena, pasada por la vista de D. Policarpo, era cosa tan olvidada a las dos horas, cuanto olvidados están los colores de la vestimenta de Doña Urraca; mas no embargante esto, atendiendo a la mortificación que él mismo sufría viendo un testigo perenne de su desmán, pensó darle carta de pago, que así le hubiera sido dable el dar pasaporte para el extranjero a sus propias espaldas. Fue despachado, pues, D. Policarpo, y vino a fabricar la felicidad de la provincia cuya historia electoral vamos redactando. Ya había sus catorce meses que trabajaba en tan santa obra, y, por consiguiente, que debió en tanto tiempo conocer, tratar, contratar, cruzarse y frisarse con nuestro amigo D. Opando, elemento e ingrediente indispensable en todos los escarceos de la provincia. Pero, según la cualidad de D. Policarpo, apenas se acordaba de la persona y talle de su interlocutor, y por lo mismo, aferrándolo por la mano, le llevó hacia los cuatro mecheros de su velón para reconocerle; pero en cuanto le notó el renqueo y sube y baja de la zopez (lo tuerto era cosa equivocable), sin más filiación, y ya seguro con tal signo y marchamo que identificaba la mercancía, le soltó la mano y lo enlazó con sus brazos, y comenzó a fundirlo y desquebrajarlo con tantas caricias.

—Aquí me tiene, mi querido D. Opando, en persona; de arriba me piden socorro en las próximas elecciones, y yo se lo pido a mi amigo, seguro que no me abandonará en esta borrasca, salvándome del naufragio, como Alejo o la Casita en los bosques salvó a Miseno. (Su memoria infiel le hacía dar al recomendable jefe estos agraciados traspieses en la erudición que poseía.) Pues, amigo D. Opando (prosiguió D. Policarpo), el gobierno necesita diputados dóciles y bonachones, que ayuden a comer en el banquete nacional de la política, sí, señor; pero que no se entrometan al ajuste de cuentas al cocinero, y que no vayan a sisar bofetones por aquí a los ciudadanos, a cercenar palos por allá, a oponerse a los viajes recreativos que se les manda emprender, a parlar mal de objetos caros a los naturales, como lo son la Francia y Luis Felipe, y otras impertinencias semejantes. Por lo mismo, aquí es preciso oponerse a la candidatura de un tal D. Bermudo, que me ha de volver calvo a fuerza de nombrármelo y celebrármelo...

—Será D. Veremundo (dijo corrigiendo don Opando al dialogante). Será D. Veremundo; y por cierto que el magnánimo ministro recuerda todavía los zosquines y capuces que de su mano y dialéctica gustó y probó en la Universidad. Pero lo que es cierto es que D. Veremundo no está hecho de la masa que ahora se necesita.

—Sr. D. Opando (replicó el jefe); es incorregible en eso de la terquedad, y desde luego me atrevo a pronosticar que enviaríamos mal regalo con su diputación al respetable señor ministro.

—Pero entre tanto, ¿quién será nuestro elegido, nuestro neófito, nuestro cliente y candidato? —dijo aquél.

—Ahí vengo yo a parar (repuso D. Policarpo). Yo tengo un sobrino de pocos años, así como el Sabinianito o el Joven Salvaje, despabilado y de un talento que se remonta. No le digo más sino que es abogado e ideólogo, humanitario o humanitista (yo no reparo en los nombres, pero ello es cosa por el estilo); sabe algo de estadística, pues a mi lado forjaba mensualmente los estados y nóminas, y esto sin haber asistido a la Universidad ni a las aulas; y todo por su lumine naturali y con el favor de cuatro catedráticos sabios furiosamente, como que lo son por gracia del último plan de estudios. Este fenómeno, esta precocidad y esta tempranura la quiero yo llevar a las Cortes para estupefacer y asombrar al mundo entero, pues, aparte que esto lo pone en el camino del ministerio, le hará con su pico de oro enamorar a una chica con medio millón de pesos, mirándose en poco tiempo a la cabeza del país, argento et sapientia.

—Cosa no fácil-dijo D. Opando.

—Pero no imposible-repuso D. Policarpo.

—Pues mano a la obra-repitieron los dos en coro: y comenzaron a hablar en voz sumisa y baja.

A los pocos instantes levantó el tono D. Policarpo, y, siguiendo el hilo de lo principiado, dijo así:

—Para todo estamos facultados. Es una cucaña el fregado de las elecciones; pues, además de que con ellas se tapan y retapan más de cuatro pecadillos atrasados, se despacha un hombre a su gusto y se desahoga de la bilis acumulada de antiguo contra los pueblos, partidos y personas. Y cada latigazo que se aplica vale cien ducados. El gobierno es demasiado sabio para no entenderlo así, y la bula que al efecto nos ha circulado no deja la menor duda sobre el caso. Oiga entre tanto su contenido, y tome ánimo, señor D. Opando, para empresas mayores. Dice así:

«Sr. Jefe: Las Cortes se han disuelto, y las Cortes van a reunirse: La flor de la maravilla, cátala muerta, cátala viva. Al varón que V. S. se llama D. Policarpo, excusado es por su penetrabilidad y penetración el que se le prevenga que van a celebrarse elecciones: inteligenti pauca. Aunque el gobierno, benévolo y paternal, como es, excusa por ahora en las elecciones acudir a los venenos y fusilamientos, no puede, sin embargo, dejar de recordarle que la cuestión pendiente es de vida o muerte, singularmente para los que, como V. S., gozan de chupandina cuarenta mil reales vellón. Por lo mismo, virguea ferrea y apretabis tibis cobis. Para el mejor resultado se atendrá a las prevenciones siguientes, aumentando V. S. de su propio peculio y chirumen cuanto le parezca adecuado al caso.

En primer lugar, hará que figuren, no tanto en las listas cuanto en las votaciones favorables, los nombres de todos los que por escuchar las prédicas y seducciones de los progresistas y de la oposición, se han marchado del mundo sin tener la satisfacción de prolongar y alargar vida bajo nuestro pontificado, que es cuanta dicha puede derramar la divina Providencia. Esta inocente operación, además de atraernos los votos de mucha gente discreta y callada, afirma y ratifica la piadosa creencia, que queremos arraigar por ahora, de que los difuntos vuelven al mundo a frecuentar y visitar los sitios en que solían asistir habitualmente cuando eran vivíparos.

Ítem: también, y en la propia forma, figurarán en las votaciones los nombres de cuantos se hallen ausentes y peregrinando. Los escoceses y otros pueblos del Norte disfrutan del don de la doble vista, y no hay razón, por lo mismo, para quitar a los españoles la facultad que vamos introduciendo ya en la máquina gubernativa, de bilocarse o de estar a un tiempo en dos lugares diversos.

Ítem: las nobles matronas viudas que por su talento y gallardía puedan vestir el sayo varonil, pueden y deben llegar a la urna en representaciones de sus estimables esposos; cuidando, empero, que las calzas no ajusten mucho y que sean sobradas de tiro, para guardar misterio circumcirca, no mortificar blancas carnes, y en mira siempre de la decencia femenil. Estos actos las acostumbrarán a considerarse como amazonas, y apresurarán la completa emancipación del sexo, en lo cual por ahora estamos de acuerdo.

Ítem: si algunos chicos y mancebillos quieren acudir a votar, que vengan y sean bien recibidos, y para excusar escándalo, que se les pongan zancos o cosa por el estilo.

Ítem: se resucitarán y se pondrán al día todos los expedientes que duermen en intendencias, secretarías y diversos ramos y juzgados, por atrasos, por contribuciones, censos de población, millones, cuatropea, patihendido, pósitos, propios, montes y plantíos, reemplazo de Ultramar, remontándose hasta los galeones de Felipe II, pues con semejante buscapié cualquier funcionario administrativo, además de hacerse muy estimable a ejemplo de esta superioridad, andará en romances y pondrá blando como guante de gamuza a cualquier díscolo que quiera tener libre albedrío en el enjuague de las elecciones. Libertad para servir a Dios; mas en cuanto a votar, a gusto del gobierno, que es un padre de menores de todos sus súbditos.

Ítem: si para las operaciones electorales fueran convenientes las luces y manufacturas de algún encausado o encarcelado, sobreséase o désele larga al punto. El divino San Antonio siempre está orando por los que sufren persecuciones de justicia, y bueno es darle oídos de cuando en cuando. Por otra parte, estos desgraciados, si se les emplea en trabajos tan útiles, adquirirán el hábito de la laboriosidad y noble emulación, lo que los llevará a la carrera administrativa, con admiración general.

Ítem: tiene V. S. breve en forma, según toda nuestra gracia y poder temporal que poseemos, y de la que queremos usar ipso facto, para que desde luego haga caminos, recete puentes, derribe montañas, alce catedrales, rehaga doncellas, sane tullidos y resucite difuntos, para que a la vista de tales prodigios los pecadores se arrepientan, los pertinaces se amansen y los protervos se rindan, trayéndonos sus votos. Si son incrédulos y nos hacen la higa, vuélvales a ofrecer más caminos y más canales, y dígales por ahora que es caso de conciencia creer en imposibles, y luego a su debido tiempo les responderá a sus reconvenciones ad imposibilia nemo tenetur, y se convencerán al cabo, pues les hablaremos en latín.

Ítem: para confirmar estas lindezas, desde luego puede V. S. comenzar a derramar cintas y moños de todo color y de todas dimensiones, para lo cual, si es preciso por haber carestía, podrá echar mano de los retazos de listones que emplearon los muchachos en sus corderos en la pasada Pascua de Flores y de las divisas que hayan sobrado en las corridas de toros, y si no alcanzan, que haya paciencia interinamente. Ha habido tal despacho y venta de esta mercancía en los últimos meses en esta corte, que por ahora es imposible auxiliar a V. S. con remesa alguna.

Últimamente: si el caso apura y las distancias se estrechan, será preciso, como en la medicina, acudir a los remedios heroicos. Ya conocerá que hablamos de los pasaportes. Esta quinina para la terciana revolucionaria es específico maravilloso, y por desgracia sólo conocido poco ha; mas puesto afortunadamente al uso cuotidiano por la actual administración, que ha dejado a la Europa con la boca abierta por semejante ensayo. El que el gobierno dé el itinerario, y que los pacientes paguen el viaje, es cosa que V. S. no ejercitará nunca bastantemente, aunque siempre podrá advertirles, al entregarles el pasaporte, que caminen modestamente, sin boato ni dispendio, por si el viaje fuese largo, o se repitiese a menudo. Estas peregrinaciones endulzan mucho las costumbres, y los hombres más tenaces concluyen por hacerse flexibles y amables. El que suscribe, que ha visitado desde el África a Londres en diferentes épocas y por diversos motivos, se encuentra mandando ahora en esta corte por diferente razón, y mañana por otra causa se hallará dispuesto a seguir mandando en esta misma corte. En fin: inculque en sus administrados aquel luminoso principio a que todos nos consagramos: convenientia personae supreme lex est, y habrá hecho un gran beneficio a cada individuo, ganará las elecciones, y habrá seguido el espíritu de nuestra gobernación beatífica. Tal, tal, y enero de mil ochocientos y tantos.»

Al concluir su lectura D. Policarpo, miró a D. Opando, y le halló embriagado en el éxtasis más delicioso del mundo. Al fin se recuperó de alguna manera, y exclamó:

—¡Bravo, D. Policarpo! eso es un cuerpo de doctrina, un código cabal de circunstancias, y un registro general de teclado de buena gobernación. No envidio la idea ni la redacción, pues donde hay yeguas potros nacen; pero sí envidio y envidiaré siempre el lugar de alto paraíso desde donde tales cosas pueden mandarse y llevarse a ejecución a mansalva. ¡Ah, señor D. Policarpo! Muchos vacíos noto en ese documento, que sin embargo admiro por otra parte, prosternándome ante él; pero ya llenaremos tales omisiones, y hallaremos alta ocasión de aplicar nuestras inspiraciones propias. Pero viniendo ahora ala realización de nuestro negocio, le diré que profesando yo, desde que le oí a Vmd. sus elogios, el más tierno cariño, acompañado del más profundo respeto el más tierno cariño, acompañado del más profundo respeto y admiración, a ese nuevo Sabinianito o joven salvaje, su sobrino, y contándome ya como su representante y apoderado, todavía es necesario tener algunas facultades y algo del desembarazo para sustituir otra persona en su lugar si estos cafres y patagones de nuestros labriegos se empeñan en no reconocer inmediatamente la necesidad de valerse de sus raros conocimientos.

—Pues bien (contestó don Policarpo): en el caso extremo, faculto para que se vote a otra persona contraria al don Veremundo.

—Pierda cuidado, señor jefe (dijo don Opando), que la persona que en duro trance ha de sustituir al nuevo Sabinianito es un don Veremundo vuelto al revés, tan contrario y tan antípoda suyo ha de ser. Mas, entre tanto, bueno será que vayamos dando un filo a las herramientas necesarias para esta primorosa obra de embutidos y orfebrería gubernamental. En primer lugar (y le presentó el memorial de la Beatriz), firme ese decreto mandando sacar a esa muchacha que está violentada por sus padres, y ahí más abajo (señalándole con el dedo la parte inferior del margen) eche otra firma con esta agua cristalina, que si al caso conviene, se convertirá simpáticamente en tinta más negra que mis pecados (y era grande este encarecimiento), desapareciendo entonces el otro decreto, pues en tales casos es necesario combatir con espada y broquel, hiriendo y reparando, según el caso lo requiera. Además de que los hombres de gobierno como nosotros jamás debemos quedar encerrados en caponera ciega, y siempre hemos de procurar salida y escapatoria. El título de escamoteador es el grado treinta y tres de la noble cofradía de los gobernantes de hogaño, y con ellos me entierren. Ahora (prosiguió don Opando) firmará el señor don Policarpo ese otro autillo para desmantelar y echar por tierra cierto caserón viejo y sombrío, más bien manida de duendes y trasgos que habitación cómoda de esta edad altamente civilizada. También se tomará la molestia el señor jefe de autorizar este expediente (y efectivamente se lo presentó bajo la mano), para que los propios entren en posesión de ciertas aguas de su pertenencia, que están mal habidas y peor tenidas por cierto ricote del pueblo, muy nuestro contrario al propósito santo y gubernamental que tenemos. Con estas firmas, señor D. Policarpo (este ya había rubricado los papelotes), tenemos ya enfrenada y con barbuquejo esta bestia feroz de las elecciones: y con esto, y con remitirme, cuando adrede venga y la elección vaya a tener lugar, al Peludo, a Pelambres, al Espantoso y a Olofernes, individuos de la partida de capa de que el señor jefe dispone, para que adredemente y en el caso dado me encarcelen a los indóciles, despolvoreen las espaldas a la gente recalcitrante y de retrónica, y hagan cuatro burletas del propio jaez y del mismo cuño al que no sea de nuestro gremio, saldrá este juego como una seda, cual si tuviéramos cinco estuches. Porque Vmd., Sr. D. Policarpo, participará conmigo la opinión de que en época electoral cada votante debe convertirse en un árbol con raíces muy profundas, que no le dejen moverse ni agitarse de allá para acá, llevando y trayendo, pasando y repasando como lanzadera, haciendo la contra al sabio gobierno que no quiere más que su bien, y que si les rapa y rae y rebaña su dinero, es para que no tengan ni malos vicios, ni malos entretenimientos.

D. Policarpo, que al rasguear su última firma había sepultado sus dos manos en los bolsillos del paletó, y que fincó y puso todos sus cinco sentidos con extremada fruición para beber, que no para oír, las estupendas frases de su interlocutor, tomó la palabra, y le dijo:

—Amigo D. Opando: ahí le dejo el arsenal provisto de todo cuanto necesita para la tarea; si más hace falta, vengan indicaciones, y vendrá todo colmado. Yo sigo mi ruta al distrito inmediato para seguir allí la santa empresa por el propio son, y compás, y silencio; y manos a la obra.

A poco tiempo se volvió a escuchar el escarceo de los caballos, que se fue desvaneciendo al largo de las calles solitarias de la villa, entre el ladrido de algún perro sobresaltado y el abrir y cerrar de las ventanas movidas por algún curioso que querría inquirir la causa y motivo de aquel estruendo y batir de las herraduras.

D. Opando, libre ya de su huésped, volvió a bañar el rostro con su risa inefable, y para regocijarse con su propia imagen, no pudo resistir al deseo de asomarse a su espejo y de contemplarse a sí mismo, formando donosamente para ello su lente prestidigitador, llamando al propio tiempo al amigo agazapado en el zaquizamí. Éste acudió con sus anafes de ojos hechos ascuas de alegría, y manifestando su alba dentadura, que, como ya se ha apuntado, era prenda maravillosa.

—Tenebrarios (le dijo D. Opando); ya has oído (pues sin duda habrás escuchado) el coloquio que conmigo ha tenido el Sr. D. Policarpo; si al buen entendedor media palabra basta, tú con media debes tener sobrante: ya conoces el juego, y puesto que las buenas cartas y los mates son nuestros, procederás en consecuencia para ayudarme al codillo, advirtiendo que éste ha de ser doble, puesto que es necesario encapuzar de frente a los de D. Veremundo, y de rechazo a este manjar blanco de D. Policarpo y su sobrino D. Sabinianito. Vete, pues, a tu madriguera, déjame tomar descanso, y mañana seguiremos planteando este problema entretenido y para nosotros de indudable utilidad.

Ya nuestros lectores, con cabal conocimiento de los intereses que se departían, deseos encontrados que a estas y otras personas animaban, y teniendo también ante los ojos los elementos que se cruzaban y el móvil o pensamiento que cada figura de esta comedia abrigaba o tenía, podrán formar idea cierta de las idas y venidas, salidas y entradas, conciliábulos, entrevistas y capitulaciones que habría, sin contar los recados, postas, veredas, epístolas y billetes que intervendrían, con todas las promesas, dádivas, amenazas, buenas y malas razones, que pueden sugerir desde el despecho y la cólera hasta la habilidad y astucia más refinada. Entre tanto, bastará decir que D. Opando llevaba con tal sagacidad el secreto de sus negociaciones, que la víspera del día electoral todavía reunidos en uno los cuatro hidalgos padrinos y favorecedores de la elección de D. Veremundo, hablaban así con confianza apostólica congregados en el sitio acostumbrado de su tertulia:

—Señores (dijo D. Paco): todo está a punto, y mañana a estas horas nuestro candidato se verá triunfante.

—Por mi parte (dijo D. Cosme), como he trabajado con tal celo y diligencia, me caben las mismas esperanzas.

—En cuanto a mí (replicó D. Tadeo), como mi encargo era más fácil, no tuve que esforzarme mucho para asegurar nuestro intento.

—Lo mismo dijera yo (añadió D. Raimundo), si cierto incidente que me asaltó poco antes de entrar aquí no me hubiera infundido alguna sospecha, anublando un tanto mis fundadas esperanzas. Ello es que al salir poco ha de casa de mi cuñado Cañizares, la sobrina Beatriz me salió al encuentro, y llevándome aparte, me relató menudamente cómo D. Opando, que en estos días había visitado muy en secreto a su padre D. Antonio, acababa últimamente de salir del gabinete finalizando otra entrevista, en la cual, según su leal saber y entender (de la Beatriz), su padre había empeñado su palabra en retirar todos sus votos del favor de nuestro candidato D. Veremundo, trasladándolos a otra tercera e incógnita persona.

Mucho efecto hicieron, en verdad, estas pocas razones en el ánimo de aquel cónclave; pero, como siempre sucede en las noticias inesperadas y adversas, se comenzó, no por salir a averiguar la verdad del caso, sino por entretenerse en discutir las probabilidades y grados de certeza que pudiera tener aquella nueva.

En tales incertidumbres, dudas y recelos dejaremos a nuestros buenos hidalgos, pasando a encontrarnos con D. Opando, que disciplinaba y adiestraba a sus caudillos y capitanes.

—Tú (le decía a Tenebrarios) dirigirás, pues serás de la mesa, el método de la insaculación. Tales papeletas irán dobladas dos veces, para que en todo evento adverso (pues siempre el buen capitán debe pensar en remediar la derrota) pueda alegarse por nosotros que iban embebidas y plegadas dos en una, y poder pedir la nulidad de la elección. Cuáles irán abiertas y sin doblar, para que pueda decirse que la votación no ha sido secreta, y así tengamos asidero para reclamar de nulidad. En fin: ello es preciso que pueda haber cuestión, pues si ganamos, todo será pecado venial, y si perdemos, ya apelaremos para tribunal y jueces que nos sepan dar la razón. En cuanto a los ausentes y difuntos que han de volver al mundo y regresar al pueblo para este acto sagrado de la votación, es decir, la votación nuestra, ya está todo previsto, y todo se ajustará a lo que sea conveniente y razonable. Por lo demás, la Beatricilla no se casará, y tenemos los votos de su padre; las dehesas se repartirán, y los roturadores votarán con nosotros. D. Cosme poseerá el caserón de los Coallas, cediéndonos sus influencias; y D. Alonso se quedará con las aguas que disfruta mientras nosotros disfrutaremos de sus electores, y de tal modo ya tenemos averiguada la verdadera voluntad de este distrito, que, aunque pese a mi modestia el decírtelo, es que sea su diputado tu amigo y favorecedor D. Opando.

Y esto diciendo, formaba su lente ya conocido y avizoraba a D. Tenebrarios, que casi se miraba trémulo de contento y alegría.

—Ya conoces tú (prosiguió D. Opando) que la exigencia de D. Policarpo por su Sabinianito era impertinente y por demás burlesca. Por lo mismo debes al instante ponerle unas cuantas líneas anunciándole que aun cuando todavía trabajo por sostener al portento de su sobrino, es de temer mucho que se ahogue, pero que siempre puede tener por segura la derrota de D. Veremundo, y que el triunfo será de un ministerial de a folio, seguro como un poste y redondo como el brocal de un pozo. Para que la sensibilidad de D. Policarpo no se alarme con el ahogamiento de su sobrino, le dirás que en esta tierra entendemos ahogarse electoralmente, al que le fallan los votos prometidos, chapuzándole la cabeza debajo de las olas del olvido. Entre tanto, adiós y hasta mañana, que nos veremos triunfantes y gananciosos, sin cuidarte mucho de aquél refrán histórico de artero, artero, más non buen caballero, pues oros son triunfos, y el ganar es manjar de príncipes.

Eran las ocho de la mañana de otro día, y todo el pueblo y sus aledaños bullían de yentes y vinientes para el caso de la elección. En el nombramiento de la mesa no hubo lance que contable fuese, si no es que éste lo merezca. Don Opando, que tenía hipos de presidente y su mucho de esperanzas, concibió sospechas de que habían de serle adversos quince o veinte electores a quien hasta allí no pudo embebecer y atraillar. Era gente curiosa que andaba mirando y remirando el edificio, que era cierto antiguo convento de Monacales, de mucha curiosidad y mayor magnificencia. D. Opando, fertilísimo en trazas y casi chistoso en la ejecución de ellas, les envió al punto un liviano o guía, que los fue llevando de estancia en estancia y de aposento en aposento, hasta el antiguo refectorio. Mientras que los visitantes contemplaban la riqueza de los artesones y el primor de los relieves, este o aquel cofrade menos artístico y más glotón o sensual, echó de ver sobre una mesa un cajón de buenos habanos, y dos o tres frascos o redomas de no mal vino. La salutación y genuflexiones de estos a aquellos golosos objetos llamó la atención de los demás, y todos de rebato cayeron sobre tan rico hallazgo. En medio en medio estaban del regalado festejo, cuando se oyó un estampido sonoro y limpio como el que da la puerta firme, nueva y robusta cuando se cierra sobre una pared maestra con honores de muralla. Aunque la algazara casi ahogó aquel resonante estruendo, todavía alguno más receloso o menos glotón acudió a reconocer las avenidas por donde habían entrado. Reconocer la insaculación en que estaban como bolos de lotería, dar la alarma y concitar la propia vocería de una legión de condenados, fue todo uno. Era por demás que gritasen, pues estaban muy lejos de la nave concurrida del edificio; pero D. Opando, varón que gustaba ver siempre la obra de sus manos, no tardó en dejarse ver por una de las fuertes verjas que daban luz y ventilación a la estancia.

—¿Qué aflige a estos mis palomos (era frase muy a su uso: dijo con voz, si melosa, si burlona) para así gritar y lamentarse?

—Es (respondió la caterva) que nos han encerrado traidoramente para maltratarnos y ultrajarnos y no dejarnos votar.

—¿Pero no tenéis ahí (repuso D. Opando en el propio tono lastimero) algo de tabaco que convertir en humo, y mucho de vino que os trasforme en hombres beatíficamente dichosos?

—Nosotros (replicaron los grillos encerrados) no queremos tabaco ni vino, aunque sea aquél de Lataki y éste de Chipre; lo que queremos es la libertad, la libertad.

—Pues de eso es de lo que se trata, cariños míos; y para ello no hay más que esperar a que vayan y busquen al sacristán descuidado, que se ha llevado la llave, y sacristán que no puede tardar mucho, pues sólo ha ido a cuatro leguas del pueblo. Entre tanto, entreteneos; a divertirse; fumad y bebed.

D. Opando les echó su lente, se sonrió con la mansedumbre del raposo, y yéndose a buscar la mesa, le dirigieron los encarcelados las maldiciones más cordiales del mundo.

Mientras que D. Opando tomaba posesión de la presidencia, en las cercanías del pueblo y encrucijadas de los caminos, Pelambres, el Espantoso, Puñantona, Higadillas y Agallejas hacían de las suyas con un ardor y celo dignos de imitación, y acreedores al más tierno agradecimiento del gobierno. No valía menos de cien ducados cada palo de los que repartían a los electores de la oposición que de los caseríos y aldeas inmediatas venían al pueblo a tomar parte en la elección. A éste lo daban por preso, puesto que no llevaba pasaporte por vivir a doscientos pasos de la población; a aquél lo multaban porque su pasaporte lo llevaba sucio y roto, y a todos les espolvoreaban las espaldas, además de rociarlos con graciosas invectivas y desvergüenzas muy chistosas. Acaso lograron salvar el cuerpo dos o tres electores, que, dejando atrás la tormenta, y mirando cómo huían por aquí y por allá los compañeros salteados, como si fuesen banda de atolondrados estorninos, se reunieron en el camino poco antes de llegar al pueblo.

—Compadre Chano (dijo el uno al otro caminando de conserva): en verdad sea dicho que diversión como esta de las elecciones, si uno logra esquivar el bulto, no la ha imaginado nadie. Ni con las tarascas y diablillos del Corpus, ni con los pasos de Semana Santa, me procuro tanto recreo como en estas funciones públicas que el gobierno nos procura. Es mucho menear de manos el que han aprendido para esto de los palos Agallejas y el Espantoso. Son palos que pueden llamarse con ecos: le dispara a tal el latigazo, y al tiempo de retirar y enarbolar de nuevo el astil, ha sacudido otros dos palos a los circunstantes, sin perder así actitud ni movimiento.

—Pues a mí (contestó el otro) más me admiran los palos disparados por Higadillas y Puñantona. ¡Qué acierto en el golpe! ¡Qué cobijar la espalda por todo el rosario del espinazo! ¡Y qué modo de amanojar tres o cuatro golpes en un solo tarán tan tan! Esos sí que pueden llamarse palos de estribillo o de estrambote, que cuando parece que han concluido, queda todavía el rabo por desollar. En cuanto a mí, aseguro que me son de gran diversión estas alegrías de los palos.

—Pues he ahí (replicó el compadre Chano) lo que me prueba a mí la mudanza de los tiempos. Mi padre, a quien tú conociste bien, allá en tiempo de los franceses, porque le dieron un palo o un bofetón, se metió en el monte, y ya sabes lo que allí ejecutó de desgarros, hasta que, dejando enterrados por estas cañadas muchos de ellos, aventó a los demás del país: y ahora nosotros nos vamos aquí entreteniendo y solazando con el recuento de palos que hemos visto dar, como nuestros compañeros se irán riendo de los que nosotros hemos probado y alcanzado. ¡Cosa como ella!!! En fin: yo creo que los palos o la bastonada como llaman allá en Tánger o Tetuán, debe ser cosa de esto que anda y para lo que se congregan las Cortes, pues dan palos los capitanes generales los gobernadores y los intendentes, y los de policía, y toda la gente así; ello no debe ser cosa mala, y antes debe tomarse por de perfección y adelanto, pues en tiempo que todavía nosotros alcanzamos, nada de eso había; pero tiempos se mudan y usos vienen, y para mí tengo que esto debe ser lo mejor.

—Lo mismo diría yo (replicó el compañero), si no fuera porque esta comezoncilla que siento algo desagradable en las espaldas, no me hiciera reflexionar muy atentamente sobre la fuerza muscular del brazo del Espantoso, y la consistencia específica del medio olivo con que me brumó el bulto.

Así iban entreteniéndose estos dos pacientes españoles sobre materias asaz recreativas, cuando llegaron a la mesa electoral. D. Opando estaba allí como el pez en el agua; disponía, mandaba, urdía trazas, indicaba los escamoteos, sugería las supercherías chistosas, y causara envidia su diestro manejo en los chirimbolos electorales, si no arrebatase de admiración al propio tiempo el buen servicio de D. Tenebrarios, Berruga, el Reborondo y otros oficiales de tan lindos enredos. Se presentó, pues, un elector, y D. Raimundo y D. Paco, que estaban avizorando la mesa, convencidos ya de la cruel decepción y burla de D. Opando, preguntaron al votante que cómo se llamaba y dónde vivía.

—Yo me llamo (respondió el interrogado) José Méndez, y vivo en la calle Baja.

—No puede ser eso (respondió D. Raimundo); pues ese sujeto hace un año que murió.

—Ha oído Vmd mal, (dijo D. Opando con tono de autoridad, tomando la palabra); pues este hombre honrado ha dicho llamarse José Meléndez, y aquí hay personas que lo abonen.

—Por la Virgen de Flores, Sr. D. Opando, que mire lo que dice, pues ese José Meléndez ha ido a hacer compras a Portugal, y no vendrá todavía en seis meses.

—He dicho, volvió a decir D. Opando, que este buen hombre es José Menéndez, y no hay dudar en ello, pues aquí están los honrados Caquillas, Cuchichi, Pijotas y otros varones ilustres y de conocimiento en el distrito que pondrán la verdad en su punto.

—No hay dudar en ello, Sr. D. Opando, replicaron a un tiempo los nobles interpelados.

—¿Y cómo si es verdad (añadió el votante), cuando mi padre era Sebastián Menéndez, el rosariero, e iré subiendo de grado en grado hasta mi vijésimo abolorio?

—¡Que vote, que vote! —dijeron los más.

—¡Que no vote, que es una filfa! —dijeron los menos.

Se armó en consecuencia gran tropel y bullicio; pero D. Opando hizo conocer que para aquel caso debía regir el sistema de las mayorías, y el votante votó en efecto. Algunos murmuradores decían que aquel hombre honrado había ya emitido cuatro votos diversos, con nombres y disfraces también distintos. D. Opando hizo observar que aquello no podía ser, según todas las leyes de la crítica, y que cuando más, aquel buen hombre podía sólo ser tachado de muy aficionado al sistema representativo, y que tenía el prurito disculpable de hacer uso de su derecho electoral.

Fue necesario dejar esta cuestión, pues en el atrio de la estancia se dejaba notar una algazara estupenda. Era el caso que dos buenos labriegos, a oscuras en esto de leer ni escribir, se habían presentado a votar, y la chusma y granuja apostada para el caso por el previsor don Opando, los asediaban y estrechaban, ya para escribirles las papeletas, ya para sonsacarles de los bolsillos las que traían escritas, envainando otras en su lugar.

—No nos hostiguen ni incomoden, señores (decían aquellos dos santos varones.) Bien sabemos dónde nos aprieta el zapato, y mejor por dónde nos hemos de atar el dedo. No necesitamos los buenos oficios de persona viviente; vamos a votar a D. Veremundo, y traemos sus papeletas de descantadura a hornio, que por todas las coyunturas del cuerpo las venimos manando y brotando.

Sin más decir, se presentaron ante la mesa presidencial, en donde los recibió D. Opando con su inefable sonrisa, atisbándolos con su mágico lente. Eran dos jayanes de a seis pies muy cumplidos, de tez curtida, de cada pelo como un erizo, y de manos y brazos para ahogar a un oso. Venían vestidos como de disanto; pero como las camisas eran de estopa almidonada y los jubones y medios sayos de paño burdo y nuevo de Grazalema, los brazos casi no los podían juntar al cuerpo, presentándose casi como Sancho entre las dos tablas. Cada cual de los dos rústicos declinó su nombre, y metió mano a la faltriquera y sacó su papeleta, dándolas a leer. El lector leyó a D. Opando, caballero particular.

—No es eso, dijeron los votantes.

Y metiendo mano a otro bolsillo, sacaron diversa papeleta, y la dieron a pregonar, saliendo siempre el tema de D. Opando, caballero particular.

—¡Es cosa rara esta! —dijeron los votantes, mirándose uno a otro: y registrando otros dos o tres bolsillos, sacaron otras tantas papeletas, que, leídas, dieron la misma relación.

—Pues no es eso, ¡voto a los pelos del diablo! (dijeron en coro aquellos dos firmes defensores de D. Veremundo); pero a bien que en esta no habrá equivocación.

Y diciendo y haciendo, metieron la mano en el seno hacia el costado izquierdo, y buscando allí y sacando, como sacaron efectivamente una papeleta, la dieron a leer, diciendo:

—Esta, a no dudarlo, dirá D. Veremundo.

Pero el impasible leyente dijo como antes D. Opando, caballero particular. Ambos votantes se quedaron extáticos mirándose uno a otro, y al fin, el que de ellos parecía tener más arranque y despejo, dijo al compañero:

—Compadre, esto está de Dios: que nos perdone por ahora D. Veremundo, y quede votado D. Opando, y bueno está lo bueno.

Y dando media vuelta, se salieron conversando sobre la trasformación prodigiosa de sus papeletas.

Ellos saliendo, veos que entra cierta mujer con grande algazara, que venía diciendo:

—Señores: hanme dicho que se ha presentado aquí a votar mi difunto marido José Méndez, que indudablemente se dejó enterrar por no acudir a sus obligaciones, y en cuanto se ha sonado esta barahúnda de elecciones ha venido aquí a dar su voto.

—Pues lo que yo vengo buscando (gritó con voz enfermiza cierto hombre haraposo y viejo que allí se mostraba con traza de Simón Leví) es a José Meléndez, que ha venido a votar hoy mismo, cuando en su casa me decían que estaba en ferias de Portugal, y lo primero que debe hacer un deudor cuidadoso en cuanto regresa a su pueblo, es venir a tomar la orden y consigna de su acreedor.

—¡Picaronazo! (clamaba la mujer.) ¡Dejarse morir para descansar, y dejar el descanso para venir a votar!

Puede figurarse el pío lector el rebullicio y algazara que tales lances y encuentros provocarían en la asamblea. Si aquél gritaba, éste berreaba, y si muchos aplaudían o murmuraban todos concitaban un estruendo infernal.

—Honrado prestamista; buena matrona (dijo D. Opando con voz solemne y reposada): este es un acto de elevada esfera, y en él no pueden introducirse reclamaciones del mezquino interés que manifiestan vuestras razones; id vos, señora, y preguntad al sepulturero si vuestro marido sale o no de la tumba; y vos, señor acreedor, ved en la oficina de pasaportes si ha regresado vuestro deudor, pudiéndoos decir sólo que el elector interesado ha dado su voto legítimamente con beneficio de la causa pública.

Tales trances y embelecos habían movido en el concurso tal marea sorda y mar de fondo, que no era necesario ser muy gran piloto para anunciar una gran borrasca. Tenebrarios levantose, pues, de su asiento, e hízole notar a don Opando el siniestro cariz que presentaba aquel horizonte, y cuán de temer era el que desencadenase sus huracanes y olas la ira popular mal comprimida. D. Opando, que estaba en todo, sin dar grande importancia a las indicaciones de su Benjamín, se contentó, en continente reposado, con dirigirse con la voz hacia un escabel que allí se parecía, en donde se mostraban cuatro o cinco personajes de cara alegre como unas pascuas, todos ataviados con chaqueta y chupetín, de traza al parecer muy mansuefacta y doméstica, pero todos de brazos muy robustos y de manos atroces y descomunales. D. Opando, pues, les dijo así, dirigiéndoles la palabra:

—Porrudo, Manotas, Torniquete, Estrujantes, levantaos y dad una vuelta por la estancia llamando al orden con buen modo a los inquietos y revoltosos, que no tienen gran respeto a esta santa ceremonia.

Ni sabuesos a quienes dan señal de partida, ellos sintiendo la husma de pelo o pluma, se derraman más codiciosamente por aquí o por allá, que aquellos ínclitos varones por los ángulos y rincones de aquel local. No se oía por todas partes, en voz meliflua aunque en tono algo lamentable, sino estas cortas e inocentes razones: «Orden, señores, orden: señores, la ley; la ley, señores.» En verdad que no era para extrañarse tales palabras en aquel recinto, y nadie se hubiera cuidado de ellas, a no ser porque a cada voz de orden se dejaba escuchar un hipido doloroso, y detrás de la palabra ley algún quejido ronco y ahogado. Era, pues, el caso que Cuquiles y Estrujantes, cada cual de sus corteses razones las acompañaban con tal carambola de moquetes, dándolos a oler en los morros de los circunstantes, que además de hacerles ver las estrellas en medio del día, les desahogaban la cabeza con la evacuación sanguínea que les proporcionaban. Torniquetes y el Porrudo por otro lado propinaban con igual método semejante medicina en los ventrículos de los que encontraban al paso, dejándolos extáticos y sin saber si estaban en el cielo o en la tierra. En aquel trance se miraba el asendereado D. Veremundo, protagonista de los buenos, y por consiguiente holocausto y parte paciente de esta historia, en medio de sus derrotadas huestes, amonestándolas que tuviesen resignación, que para dentro de tres o cuatro años se pondría remedio a todo con otras elecciones; que es consuelo muy estomacal en los gobiernos representativos. En tal punto de su peroración se encontraba D. Veremundo, cuando llegó Manotas, y con gesto agraciado pero con puño ensoberbecido e inflexible, le dijo y le dio por palabra, al orden, Sr. D. Veremundo, y, por obra un metido tan iracundo de puño por un vacío, que lo dejó libre y sano para siempre de una obstrucción tenaz y añeja que le afligía los hipocondrios. D. Opando no pudo menos de sonreírse desde su alto asiento, así de la gallardía de Manotas como de la entonación de cara que puso D. Veremundo cuando sintió entrársele por los ijares los enroscados y velludos dedos de Manotas. La sala electoral quedó, pues, como una balsa de aceite. Entre tanto, un muchacho muy limpio y atildado, verdadera efigie del amor, si el amor se pintase sin alas, atravesó la turba, y poniéndose a la oreja de D. Opando, en voz sumisa, le comenzó a hablar así:

—Serpentón del infierno, padre de la mentira, engendrador de las fullerías y padre natural de todo lo malo, mira aquí a Beatricilla, disfrazada ahora en muchacho para clavarte un alfiler de a blanca y que tomará todas las formas de la metamorfosis de Ovidio y de las mil y una noches para afligirte, perseguirte y mortificarte: heme aquí, averiguadas ya todas tus fullerías y enredos. Mi padre te ha dado sus votos en cambio de la traición que me has hecho; pero si tú sabes burlarte de los hombres, una mujer linda, no sólo te burlará, sino que te hará probar más mieles que el Redentor en la cruz; en tanto, vaya este ósculo de cariño y de paz.

Y, al decir esto, le escondió boniticamente por el anca un alfilerazo de pulgada y media. Don Opando, que hasta allí había escuchado a la muchacha con la misma fruición que el cazador oye los quejidos de la garza que diestramente hirió, al sentir insacularse por sus carnes el punzante alambre, prorrumpió en un berrido gigante, acudiendo con la mano, ya casi formado el lente prestidigitador, a remediar y buscar consuelo en el lugar herido. La Beatriz se desvaneció como el humo; éstos se reían del accidente, aquéllos lo celebraban, y entre todos volvieron a concitar la zambra más estrepitosa del mundo. D. Opando, que con la mano fija en el lugar vulnerado, con los carrillos inflados y haciendo la contorsión de un culebrón herido, había quedado en admirable silencio, prorrumpió al fin diciendo:

Pero al fin saque la mayoría y seré diputado.

Andados quince días de esto, D. Opando navegaba tardamente por la calle más principal de la corte, cuando al trascantón de una esquina se encontró, tiernamente asida del brazo de don Casimiro, nada menos que a la sílfide Beatriz. Al puntor ésta le salió al encuentro, y con el despejo que ya le conocemos, le dijo:

—Sr. D. Opando, caballero particular; véame ya enlazada con mis amores in facie ecclesia y según las ceremonias del ritual romano, sin necesidad de guías y rodrigones. Nuestro primer cuidado ha sido siempre seguirle a Vmd. la pista para relatar a quien tenga oídos y entendederas su rara habilidad para trapacerías y enredos, y la tribuna y los periódicos...

—Calla, calla, pico de oro(replicó D. Opando); hagamos las amistades, y sé antes coligada que mi contraria. Esas lindezas que tú me echas en cara son justamente las esperanzas de mi futuro renombre y engrandecimiento. Seré tu amigo y el protector de este muchacho, tu cara mitad...

—¡Guerra, guerra! —exclamó alejándose la Beatriz, arrastrando del brazo a su marido. Y D. Opando se alejó también riéndose, volviéndose, sin embargo, a mirar con su lente el talle delicioso de la muchacha.

No descuidó ésta un punto en contar a todo el mundo, en relatar por los periódicos, y en particular a la comisión de actas, la curiosa y peregrina historia de aquellas elecciones. Efectivamente: la Beatriz logró que por algunos días no se hablase de otra cosa en la corte que de las graciosas y edificantes aventuras que hemos bosquejado a la ligera, y tirios y troyanos, y moros y paladines, esperaban con ansia el instante de la discusión de aquellas actas. Como no hay plazo que no se cumpla, cumpliose éste al fin; pero D. Opando, aunque zopo, no era manco: había maniobrado tan hábilmente, que la comisión, vencida de sus razonamientos y fundamentos, nada de extraño encontró en aquellas actas. Cuando en el día señalado llegó el turno de discusión en este negocio, una voz atiplada repetía:

—¿Se aprueban las actas del distrito de Cubáscula?... Quedan aprobadas.

—¿Se admite por diputado al Sr. D. Opando, caballero particular contra cuya aptitud legal nada resulta?... Queda admitido.

Apenas el prolocutor pronunciaba la última sílaba, cuando una voz que nos es muy conocida, desde la tribuna femenil exclamó:

—¡D. Opando diputado! ¡Dios los cría y ellos se juntan!

Unas cuantas risas acogieron estruendosamente tan extraña exclamación, y a renglón seguido tomó la palabra D. Opando para combatir la admisión de un diputado de la oposición, a algunos de cuyos votantes, según justificación hecha, se les imputaba el grave cargo de usar tabaco de contrabando; también en esta cuestión salió triunfante D. Opando, comenzando a ganar gran prez en la liza parlamentaria.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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