El Asombro de los Andaluces o Manolito Gázquez, el Sevillano

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


[...] Con tus mentiras a nadie agravias y a todos entretienes: estas no son mentiras, sino ingeniosidades: no son mentiras vulgares, digo, sino fábulas poéticas.

(Estafeta del Dios Momo, por Salas Barbadillo)


Así españoles como extranjeros, saben el remoquete con que son señalados los andaluces. Todos, al oírles relatar tal historia o cual noticia, llaman en auxilio de sus respectivas creederas la suma total de las reglas de la crítica para fijar en algo o acercarse a la verdad: todos, escuchándoles citar guarismos y vomitar cantidades, cercenan, rebajan, sustraen, amputan y restan, y no contentos aún, sacan la raíz cúbica del residuo, y todavía, admitiendo tal cantidad por buena, creen hacer mucho favor al bizarro y boyante contador y denumerador andaluz. Fuera agraviar a cuatro grandes provincias que valen otros tantos imperios, suponerles en su calidad y condición algo tan rahez y de baja ley que pueda trocarse con el embuste y confundirse con la gratuita mentira. Esto siempre revelará algún defecto en el carácter, cierta falta en el corazón, siendo así que, en contraste con todas las demás de España, no hay ninguna que sobre la Andalucía presente mayor número de héroes, de hombres valientes, y todos saben que la cualidad más contraria al valor es la mentira. Por consecuencia, es necesario buscar en otra parte el origen de esta afición, de esta propensión irresistible a contar, a relatar siempre con encarecimiento y ponderación, a demostrar los hechos montados en zancos, y a presentar las cantidades por océanos insondables de guarismos. Tal cualidad tiene su asiento y trono en lo más principal y pintiparado del alma, en la fantasía, en la imaginación. Lo que se ve en aumentativo, no puede explicarse por microscopio; lo que se multiplica en el pensamiento, no puede unicarse por los labios, si se permite la expresión; ni lo que se pinta en el ánimo con todos los colores del iris puede ni debe retratarse por la palabra, y en la narración con las tintas mortecinas de la aguada.

Ahora bien: un andaluz siente, concibe, ve, imagina y piensa de cierta manera; ¿cómo no ha de hablar, no ha de explicarse por el propio estilo? Si tal no fuese, fuerza sería desconocer el admirable acuerdo que existe entre las facultades de nuestra alma, el recíproco enlace con que se atan unos a otros los sentidos y todos se ligan a la mente; contradecir los estudios de todos los filósofos desde Aristóteles acá, y destruir, en fin, la verdad de la psicología, de la ciencia del pensamiento.

Ya esta cualidad de la imaginación andaluza y de su ostentosa manifestación por la palabra, la conoció el famoso orador romano hablando de los poetas de Córdoba, y la indicó en una de sus más brillantes oraciones. La mezcla con los árabes, de fantasía arrebatada, pintoresca e imaginativa, dio más vuelo a tal facultad, y su permanencia de siete siglos en aquellas provincias las aclimató para siempre el ver por telescopio y el expresarse por pleonasmo. Si fue en Córdoba, cabeza de la Bética y patria de grandes oradores y poetas, en donde Cicerón notó esta cualidad andaluza, si hubiera vivido diez y ocho siglos después o en nuestros días, la notara, fijara y ampliara por todas aquellas grandes provincias, poniéndole empero su trono y asiento principal en la capital artística de España, en la reina del Guadalquivir, en el imperio un tiempo de dos mundos, en la patria del Sr. Monipodio, en la mágica y sin igual Sevilla. Los sevillanos, pues, son los reyes de la inventiva, del múltiplo, del aumentativo y del pleonasmo, y de entre los sevillanos el héroe y el emperador era Manolito Gázquez.

Manolito Gázquez, a vivir hoy, debiera ser considerado como un artista. Él daba al estaño y al latón tal forma y apariencia, que con la ayuda del zumo de la oliva y de un mechón de lienzo viejo, difundía la claridad y las luces por doquiera; en una palabra: era velonero, pero al propio tiempo era cazador; en los rosarios tocaba el fagote o pimpoddo, como el decía; en los toros era un oráculo. Por lo demás, no había habilidad en que no descollase, aventura extraordinaria por la que no hubiera pasado, ni ocasión estupenda en que no se hubiese encontrado. Y no se crea que esta inclinación a hacerse el héroe de sus historias era por vanidad, ni que encarecía por gala y afectación, ni menos que se alejaba de la verdad por afición a la mentira. Nada de eso; su imaginación le ofrecía por verdadero cuanto decía; los ojos de su alma veían los objetos cual los refería, y su fantasía lo ponía en el mismo lugar y grado del héroe cuya historia relataba. Júntese a todo esto la facultad preciosa de darle a sus aventuras final picante, caída adecuada, todo sin estudio, sin afectación, y por añadidura, traza singular de persona y cierta pronunciación peregrina y extraña, aun para los mismos sevillanos, y se concebirá justa y cabal idea de los fundamentos que tiene la gloria duradera de Manolito Gázquez, cuyos cronistas quisiéramos ser si el espacio no nos faltara y nos ayudara el talento. Manolito Gázquez, además del «socunamiento» o eliminación de las finales de todas las palabras y de la trasformación continua de las eses en zetas y al contrario, pronunciaba de tal manera las sílabas en que se encuentra la ele o la erre, que sustituía estas letras por cierto sonido semejante a la «d». Esta indicación es la única que conservaremos en sus palabras al referir algunos de sus dichos y sentencias. La vida la dividía dulce y tranquilamente entre su taller, sus amigos y su esposa doña Teresa, y de noche entre el descanso y su asistencia al rosario tocando el fagote.

Dos tardes entre semana las empleaba concurriendo a cierto paraje, enfrente de Triana, a oír leer la Gaceta, sentado sobre su capa en los maderos que en aquella ominosa época en que teníamos marina bajaban desde Segura por el Guadalquivir, y que servían en la orilla para cómodo asiento de la gente desocupada. Por aquel tiempo sólo llegaban a Sevilla cinco ejemplares de la Gaceta, único papel que se publicaba en España; cosa que prueba la infelicísima infelicidad de aquella época, en que recibíamos de América cien millones de duros al año. El que presidía el auditorio en donde concurría Manolito, cobraba cada ochavo de los que acudían a oírse leer la Gaceta. Allí nuestro héroe oyó por primera vez el nombre de Austerlitz, cuya palabra jamás le pudo caber en la boca. El concurso para formar idea minuciosamente de la topografía del terreno, hizo extender el mapa de Europa, que solía acompañar en aquel tiempo a la Guía de Forasteros. (Todo el mundo sabe que el tal mapa tendría sus tres pulgadas de bojeo.) Manolito, enardecido ya con la relación de tan sangrienta jornada, seguía cuidadosamente con los ojos la punta del alfiler que a tientas iba señalando en aquel mapa gorgojo el punto donde pudo haber sido la batalla. D. Manolito, al ver que el alfiler se fijaba, exclamó ya entusiasmado:

—Señodes, aquí es, aquí es; vean Vds. ad señod genedad que toca a ataque, y aquí están das vivandedas que venden tajadillas a dos soddados.

Y al decir esto ponía su dedo rehecho y gordifloncillo sobre el reducido papel, que casi lo tapaba, y de este modo, calculadas las distancias, ponía esta parte de la escena a 500 leguas del campo de batalla.

En tal gabinete de lectura y en tal tertulia oyó nuestro héroe, en su capítulo correspondiente de la Gaceta, hablar varias veces de la Sublime Puerta. La idea que concibiera Manolito Gázquez de lo que era el poder Otomano, lo probará la anécdota siguiente. Cierto día trabajaba en su taller sendos clavos de ancha cabeza y de traza singular, que herreros y carpinteros llaman de bolayque. Eran lucientes y grandísimos. Uno de sus visitantes, al verlos, exclamó:

—¡Qué clavos tan hermosos, grandes y bizarros!!!

—Catodce cajones llenos de ellos hay ya en el dío (replicó D. Manolito): ¿y no han de sed hedmosos si van a sedvid pada da Puedta Otomana?

Este hecho lo hemos oído relatar al mismo interrogante, que lo fue el Sr. López Cepero, hoy senador del reino, y que alcanzó y frecuentó mucho el trato de nuestro héroe.

Manolito tenía gran vanidad en su habilidad de fagotista. Nadie, a juicio suyo, le prestaba a tal instrumento el empuje y sonoridad que él.

—En ciedta ocasión (dijo) quise pasmad a Doma y ad Padre Santo. Pada ello entré en da iglesia de San Pedro un día ded Santo Patrón ed primed Apóstod. Allí estaba ed Papa y dos cacddenades, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda da cristiandad. Tocaban veinte ódganos y muchos instrumentos, y más de mid pitos y flautas, y entonaban ed Pange dinguae dos mid y cincuenta voces. Llega D. Manodito con su casaca (iba yo de codto), y me pongo detrás de una codudna que hay a da entrada pod Odiente, así confodme se entra a mano dedecha, y cuando más bullicio había, meto un pimpoddazo, y toda aquella adgazada calló, y da iglesia hizo bum, bum a este dado y ad otro como pada caedse. A poco siguió da función, creyendo ed Consistodio que ed teddemoto había pasado, y entonces meto otro pimpoddazo de mis mayúscudos, y da gente se asusta, y ed Papa dijo ad punto: «O ed templo se viene abajo, o Manodito Gázquez está en Doma tocando ed pimpoddo.» Sadiedon a buscadme, pedo yo tenía que haced, y me vine a Sevilla pada id ad dosadio.

Si algún paseante al pasar en aquellos días calurosos de estío por la puerta de Manolito se sentía aquejado por la sed y le pedía una poca de agua, gritaba al punto:

—Doña Tedesa (su esposa): bajad da jadda de odo con agua fresca; y si no está a mano, venga da de plata, o da de cristad, y si ninguna se encuentra, traed da talla de baddo, que este caballedo disimudadá por esta vez, si se de sidve con buena voduntad.

En cierto día, que para una noticia que era preciso hacer saber en Cádiz se hablaba del modo de trasmitirla con mayor celeridad desde Sevilla, dijo D. Manolito:

—¿Y pod qué no va pod agua da noticia?

—Pero siempre (le replicaron) serían necesarios tres o cuatro días.

Dos hodas (repuso Gázquez), yendo nadando como yo fui cuando da guedda con ed inglés a llevad ciedta odden ded genedad. Yo me eché ad agua ad anocheced en da Todde ded Odo; meto ed brazo, saco ed brazo, estoy en Tablada; meto ed brazo, saco ed brazo, heme en Sandúcad de Baddameda; meto ed brazo, saco ed brazo ad frente de Dota, y de allí, como una danzadeda, a Cádiz; ad entrad pod da puedta ded mad tidaban ed cañonazo y tocaban da retreta..., ¡digo, señodes, si me descuido!!! —aludiendo a que a tal hora se cierran en Cádiz las puertas, como plaza de guerra, y hubiérase quedado fuera.

En el danzar, cuando sus verdes años, y creyendo sus propios informes, había sido D. Manolito una Terpsícore del género masculino, un portento de ligereza y agilidad.

—Una noche (decía) estaba yo en da tedtudia de da condesa de... (siempre entre gente de calidad), y allí habían baidado ciedtos itadianos bastante bien. Don Manodito no quiso baidad aquella noche; pedo das señodas me dogadon tanto, que ad fin sadí haciendo mi devedencia y mi paseo. Comienzan a tocad y yo a figudad y a tenzad; ellos tocando y yo tenzando y dando con da cabeza en ed techo, todos midando, y yo tenza que tenza; das señodas, «Manodito, bájese V.;» y Manodito tenza que tenza... Cuando concluí, pod gusto saqué ed dedoj... quince minutos estuve en ed aide.

En los toros valía doble el andamio donde tomaba asiento Manolito Gázquez. Siempre tenía la palabra. No había suerte que él no comentase, ni lance que no sujetase a su crítica, aunque todo lo presidiese el famoso Pepe Hillo, que era muy su amigo.

—Quítese de allá ed señod Pepe; no sabe V. ed mosquito que tiene dedante. Oiga V. dos consejos ded maestro de dos todos...

Una tarde salió nuestro héroe muy disgustado de la corrida.

Ya no hay hombres en Sevilla (decía). Hasta ed señod Pepe se ha convedtido en monja; a no sed por D. Manodito, ¿qué hubieda sido de da cuadrilla? Ed todo (añadía) había baddido ya da plaza, dos de a caballo dodando, dos peones en das vayas y ed señod Pepe enfrontidado por ed todo y do iba a ensadtad, cuando D. Manodito se echó a da plaza y da fieda se dispadó a mí y deja ad señod Pepe y addemete...

—¿Y qué sucedió? —le preguntaban los del asustado auditorio.

—Y addemete, y yo de meto da mano pod da boca, y de pronto de vuedvo como una cadceta, poniéndode da cabeza donde tenía ed dabo, y ed todo sadió más dispadado que antes y fue a dad ciego en ed buddadedo de enfrente, y se estrelló, y das muditas viniedon pod éd.

D. Manolito, como de generación algo trasañeja y muy lejos de los adelantos del siglo actual, era español castizo y antifrancés por todo extremo, y eso que no alcanzó en vida los desahogos de Murat en el Dos de Mayo, ni el saqueo de Córdoba, ni las lindezas de gabachos y afrancesados de 1808. Por lo mismo y tal antipatía, nada era de extrañar que a tiempo o a deshora se estremeciese, despeluznara y conturbase al oír por las esquinas y cantones del barrio el pito del castrador, o silbar por los zaguanes y antepatios la piedra aguzadera que a fuerza de rueda y agua mordía el acero de los cuchillos y tijeras, todo por obra y manufactura de los labios, patas y manos de algún auvernés o picardo. Al pasar tales estantiguas por jurisdicción de la casa de Manolito, según conforme más o menos avinagrado se hallaba de condición, así era el recibimiento que les hacía. Si el cielo de su frente, a dicha, se mostraba despejado y sereno, en cuanto escuchaba el chiflo o entendía el pregón del amolador, partía la telera de pan y escanciaba en el vaso media azumbre de vino, y saliendo al umbral de la puerta, calle de Gallegos, comenzaba a decir:

—Venga acá, capullo, y no me adbodote da vecindad. Tome este trago y este taco, y váyase duego a otra padte con sus heddamientas, dejándonos con nuestra entedeza y menestedes. En esta tiedda dos hieddos se dan fido unos hieddos con otros hieddos y no con piedra aspedón, y nos vamos a da sepudtuda como vinimos ad mundo.

Cuando el clamoreo de mala y aviesa catadura cogía al buen andaluz de mal temple, no había invectiva en su magín, ni especie o palabra picante en el Diccionario, que desde su puerta o ventana no se las disparase a grito hendido sobre el deshonesto francés, si era capador, o sobre el francés pordiosero, si era de los de la piedra de asperón. Tal vez acertó a estar en su tienda cierta persona grave, que al ver el alboroto de Manolito, que en pocas ocasiones se descomponía, le manifestó grande extrañeza por sus voces y exclamaciones. Nuestro héroe, al oírlo, replicó:

—¡Chodizo! (esta era la interjección más formidable que solía permitirse). ¡Chodizo! (volvió a repetir); ¿no ve V. que si dos gabachos dan en venid con das piedras y dos chiflos concluidán pod amodad a dos españodes y pod dejadnos útides sódo pada eunucos ded gran tudco o ded empedadod de Madduecos?

Por lo que después ha sucedido y en la actualidad estamos alcanzando, verán nuestros lectores que D. Manolito, además de otros muchos, poseía también el don de la profecía.

Fuera prolija tarea referir los destellos poéticos de maravillosa magia, de encarecimiento inmenso con que Manolito Gázquez inmortalizó su nombre en la poética, en la mágica y ponderativa Sevilla. Pondremos fin con el siguiente rasgo. Cierto día nuestro héroe asistió con gran parte de la nobleza y juventud sevillana, que siempre lo admitía en su círculo, a un palenque de armas, en donde así se hacía alarde de la destreza del sutil florete, como del irresistible poder de la espada negra. Después que dos contendientes admiraron al concurso por sus primores, su gallardía, sus tretas, sus estocadas, sus quites, y que, retirándose del asalto, dejaban a todos los aficionados con impresión profunda de agradable sorpresa, uno de los más notables por su habilidad en las armas le preguntó a nuestro héroe:

—¿Y V., Manolito, no juega la espada?

—Ese ha sido mi fuedte (replicó); yo soy discípudo de dos discípudos de Cadelanza y Pacheco. ¿Se acueddan ustedes de das famosas lluvias ded año de 76?

—Sí nos acordamos.

—Pues en una de aquellas noches de diduvio (prosiguió), estaba yo en da tedtudia de da señoda madquesa de... Todas das señodas se habían ya detidado en sus coches, y sódo quedaba da condesita de... y su hedmana, que no podían idse podque su caddoza no había podido llegad con ed agua. Aquellas señodas se afligían y quedían idse, y ¿qué hace Manodito?; saca da espada, y dice: «Señodas, agáddense Vds.» Y Manodito, con da espada a da lluvia, taz, taz, taz, tedcia, cuadta, prima, siempre con ed quite y ed depado, llegamos a padacio: ni una gota de agua había podido tocad a das señodas, y dejábamos detrás ahogándose a da Gidadda.

Manolito Gázquez, cuya juventud, por su lozanía, conservó hasta lo último de su vida, murió cerca ya de los ochenta años, al entrar el famoso de 1808.

¿Qué hubiera dicho este rey de los andaluces si, viviendo algunos meses más, alcanzara el trágico Dos de Mayo, la inmortal jornada de Bailén? ¡Qué no hubiera visto aquella poderosa imaginación en las poderosas maravillas que entonces improvisó el verdadero entusiasmo, el no mentido patriotismo español!!! Manolito Gázquez, presenciando la lucha de la Independencia y los principios de nuestras disensiones civiles, hubiera sido para los hechos de la primera un cristal de crecidísimo aumento, como para los segundos un prisma que los descompusiera y presentara en términos de arrancar algunas agradables risas, en cambio de las muchas lágrimas y sangre que nos han costado. Si nuestro héroe hubiera llegado como milagro de longevidad hasta la guerra cuya primera jornada acaba de concluir (estamos en 1841), entonces es indudable que le viéramos o escribiendo algún boletín de noticias en un periódico, o bien al lado de algunos generales redactando partes de encuentros, asaltos y batallas. ¡Tanta feria hubiera tomado su peregrina facultad de aumentar lo poco, y de ver lo que no había!!!


NOTA

Entre las pocas personas hoy vivientes y que alcanzaron el trato y comunicación de Manuel Gázquez, se cuenta al señor senador del reino D. Manuel López Cepero, deán de la santa Iglesia de Sevilla. El redactor de las Memorias del asombro de Andalucía, habiendo consultado al Sr. Cepero sobre algunos puntos de las aventuras de D. Manolito, tuvo el gusto de recibir contestación detallada de todo, añadiendo ciertas y picantes curiosidades, que para mayor recreación del público y no defraudarle de su original y nativo carácter, hemos querido trasladar aquí, copiando la carta misma del Sr. Cepero. Dice así:

«Manuel Gázquez debió de nacer alrededor del año 30 del siglo XVIII, porque en el segundo del XIX, cuando le conocí personalmente y empecé a tratarlo, frisaba en los setenta años, si bien él, por suponer más larga su experiencia, afirmaba pasar de los ciento y tener ya cerca de ochenta unos zapatos muy poco usados con que se engalanaba las fiestas, diciendo que les conservaba aprecio por ser los que llevaba cuando la Iglesia le estrechó en vínculo matrimonial con su Teresa.

Era la estatura de Gázquez menos que mediana, grueso de cintura arriba, casi redondo y muy corto de cuello, pero con facciones harto regulares y una tez limpia y despejada que se dejaba ver en toda su esférica cabeza, recogiendo con un listón negro muy flotante los pocos cabellos enteramente blancos que en tal época conservaba todavía. Ancho de hombros y dilatado pecho, cruzaba sus robustos brazos, cuando se sentaba, poniéndolos sobre el vientre elevado sin exceso, y sus manos y dedos, más gruesos que suelen verse a tantos años, manifestaban que Gázquez no había pasado los suyos en la ociosidad; y no me acuerdo de haberle visto sin hacer algo en su taller de velonería, donde por su localidad le visitaba diariamente; al contrario: siempre lo hallé trabajando con un oficial de más años que el maestro, el cual le sobrevivió pocos días por cierto; pero Gázquez le daba órdenes, dirigiendo sus faenas, como si mandase una compañía de granaderos, reconviniéndole frecuentemente por ello su anciano dependiente, y formando ambos diálogos muy graciosos, aunque sin faltarse ninguno a la decencia ni aun al respeto.

Gázquez conservó siempre cabal su dentadura, vivos los ojos y más agraciado el semblante de lo que sus años permitían, porque era tal su robustez y grosura, que las arrugas no habían podido desfigurarle, y así es que mientras no hablaba, lejos de excitar el ridículo tenía un aspecto a todas luces venerable. Era graciosamente balbuciente, aunque sin tartamudear, pero no hallando su fantasía, por falta de instrucción, medios de expresar lo que concebía, ni manera de referir las cosas maravillosas que se figuraba, adquirió fama de embustero, siendo así que nada era más ajeno a su carácter que la mentira.

Los que iban a oírle sin antecedentes para juzgarle y con la prevención de que sus ficciones exageradas y a veces inoportunas, siempre incorrectas por falta de educación, y no pocas veces mal entendidas, viéndole entusiasmado y oyendo los defectos físicos de su pronunciación, salían llamando disparatadas mentiras, a lo que era efecto de una imaginación que no halló materia ni pábulo en que ejercitarse con utilidad. Si Manuel Gázquez hubiera recibido educación literaria y cultivado los dotes que le dio la naturaleza, en vez de la fama ridícula que le ha quedado de embustero, habría tal vez dejado nombre de un ingenio sobresaliente.

Manifestaba haber tenido siempre las costumbres más puras, y todos cuantos le trataron aseguraban que jamás le oyeron palabra que envolviese la más leve idea de torpeza ni obscenidad. Casi llorando decía con frecuencia que si le hubieran enseñado a leer y a escribir, hubiera sabido más que Séneca, y es lo cierto que concurría a todos los actos literarios con el objeto de quedarse con alguna idea que él pudiese revestir después con colores maravillosos.

Pagaba dinero porque le leyesen la Gaceta, algunos de los que en aquel tiempo buscaban la vida de ese modo, por ser raras las Gacetas y no muy comunes los que pudiesen leerlas. Hablaba después de las batallas de Napoleón como si las hubiese visto; y yo le oí una descripción de la de Austerlitz, señalando hasta el lugar que ocupaban las vivanderas.

Habiendo oído decir que las monedas de Otón eran de las más raras entre las imperiales romanas, y sabiendo que yo tenía afición a la numismática, me ofreció unos cuantos ochayos borrosos, diciéndome que los guardase, porque, según él calculaba, debían ser del rey Atún primero.

Procuraba tratar a los moros que pasaban por Sevilla, y aseguraba entenderlos, porque él había estado en Tánger y Marruecos y visto toda la Morería, diciendo al mismo tiempo que todos sus viajes habían siempre sido por tierra.

Había en Sevilla por aquel tiempo ciertas callejuelas muy angostas y retuertas, cuyas casas eran generalmente habitadas por mujeres de mal vivir, y a todo este distrito, último alojamiento acaso de los moriscos, se le daba el nombre de Morería. Aludiendo yo a él, repliqué a Gázquez que aquella sería la Morería en que él había estado, porque para haber visto la verdadera habría tenido que rodear medio mundo o que atravesar el mar, cosa que, según acababa de decirme, jamás había hecho.

Apretado por el argumento, y no queriendo consentir que se le creyese capaz de frecuentar la Morería de Sevilla, poblada de malas mujeres, se obstinó en afirmar que hablaba de la de África, y que se podía ir a ella por tierra, o, lo que es lo mismo, sin embarcarse.

—Muestre V. (me dijo) esa boda en que está ed mundo pintado, y de didé pod donde me llevó un addaez, que era grande amigo mío.

Presenté a Gázquez el globo terráqueo, designándole el Mediterráneo que separa el África de España, y él, calándose sus anteojos y cubriendo con cada dedo una provincia, me preguntó de repente, como quien salía de un gran embarazo:

—¿Dónde está pod aquí ed cabo de Gata?

Y habiéndoselo mostrado, contestó:

—Pues desde éd sade pada da aceda de enfrente un caminito oculto que no lo saben más de cuatro.

Y quitándose las gafas, tomó su asiento, creyendo haber dejado, como de hecho la dejó, concluida la cuestión.

Tal es, amigo mío, el bosquejo del hombre por quien V. me pregunta, y desearía tener tiempo para enviárselo a V. más acabado, según las ideas que aún recuerdo haber formado observando a tan extraordinario original.

Una enfermedad aguda, como calentura pútrida, acabó con él por abril del año de 8, no habiéndole alcanzado la vida a presenciar ni aun las primeras escenas de nuestra revolución, que empezaron en Sevilla al mes siguiente, y en que su imaginación hubiera hallado ancho campo por donde extenderse.

Queda de V. siempre afectísimo y cordial amigo y capellán Q. S. M. B.—Manuel López Cepero


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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