El Collar de Perlas

Serafín Estébanez Calderón


Cuento



I

Mohamad II, de la familia de los Naceritas, reinaba en Granada lleno de poder, gloria y juventud; pues por la muerte de su padre se miraba a los veinticinco años sentado ya en el trono de la Alhambra.

Cuentan las historias que este príncipe, antes de heredar el título de Sultán, andaba perdidamente enamorado de la hermosísima Híala, hija del primero de los Wazires de su padre, hombre principal y poderoso, pero que aunque deudo de la familia real, no entraba en los cálculos del Sultán viejo el permitir tal enlace. Ello es que el Sultán Alamar quería casar al príncipe su hijo con una infanta de Fez para afirmar con tal alianza el imperio muslímico en España, y poder, con la ayuda de las cabilas africanas, rechazar a los cristianos, que a más andar le venían invadiendo y ocupando su territorio, como las olas incesantes de un mar ambicioso e insaciable.

La muerte de Alamar cortó en flor proyectos tan prudentes, y dejó en libertad al nuevo Sultán para seguir las dulces inclinaciones de su corazón, contando éste que, con un brazo fuerte y una voluntad firme, podría hacer frente al de Aragón por la parte oriental, y al de Castilla por la parte del Algarbe de su reino.

Así, pues, al mismo tiempo que hizo llamamiento de sus alcaides y capitanes, y que sus escuadrones y jinetes, así africanos como andaluces, se juntaban, apresuraba el Sultán mancebo sus bodas, que habían de ser con todo el boato, gala y riquezas que los monarcas granadinos acostumbraban ostentar y derramar en las ocasiones solemnes, y por cierto que para un corazón enamorado nada de más solemnidad y grandeza que el día en que iba a poseer el objeto por quien tanto se ha anhelado.

Los Masamudes, los Aliatares, los Benegas y otros muchos caballeros de las familias nobles, disponían cuadrillas, cañas y torneos; las damas, parientas de la futura Sultana, trazaban en sus cármenes y jardines los festejos y zambras con que habían de celebrar tan venturoso enlace, y los mercaderes de joyas, telas, esencias y otros objetos preciosos se encontraban en todas partes, y en todas partes eran echados de menos, pues tanta era la viva curiosidad por ver, y ansia por comprar y apoderarse a todo precio de tanta preciosidad, propias del lujo oriental y del fausto que en aquella época ostentaba la árabe corte de Granada. El enamorado Sultán, por su parte, realizaba en los alcázares de la Alhambra y en los verjeles del Generalife todas las ficciones y sueños de las mil y una noches, derramando riquezas y tesoros, para que aquellas encantadas estancias fuesen aún más dignas de recibir y hospedar a la sin par Híala.

Todo estaba a punto ya para la última ceremonia, y el Sultán dispuso que su hermosa novia subiese desde su morada en los palacios de Granada a los alcázares de la Alhambra, tres días antes de las bodas, que se fijaron para el hálid o plenilunio del mes de las flores.

La madre de Mohamad recibió a la futura Sultana como a hija la más querida; la carrera de ésta desde su palacio a un extremo de la ciudad, hasta el regio albergue, fué un verdadero triunfo. Además de toda la nobleza de su casa y parentela, y de los príncipes de la sangre que cabalgaban en soberbios caballos, apelados por cuadrillas y ostentando las galas y preseas más ricas, iban los ulemas, los imanes, los wazires y cadíes, cada cual en el lugar que le correspondía. Después se dejaba ver la guardia del Jacinto, compuesta de mil esclavos negros, y así llamada por la piedra que relucía en los turbantes; y luego seguía la invencible, compuesta de tres mil africanos con escudos de plata y blandiendo azagayas de reluciente acero con astiles colorados. A cierta distancia se miraban venir veinte cebras y veinte jirafas, que conducían en cofres de sándalo y maderas preciosas los vestidos, regalos, el alizaque o dote de la novia, y luego, entre una comitiva numerosa de jeques y ancianos, jefes de los cabilas y linajes, se dejaba ver un riquísimo palanquín colgado, de brocados y randas, y con varales de coral y madreperla.

Se nos olvidaba que precedían también a la Sultana numerosas bandas de músicos, vestidos a la índica usanza, y haciendo sonar sus instrumentos por la manera más blanda y voluptuosa, y que delante iban doce pavones tendiendo sus vistosísimas alas, con otras aves de peregrina naturaleza y traídas desde la Arabia, del Irak y del Hindí.

Lo que más llamaba la curiosidad del público era ver los saltos y gestos de gran número de monos y jimios, que de todos tamaños y cataduras, y formando uno como extravagante escuadrón, iban remedando el talante y gravedad de aquella solemne y dilatada procesión. Algunos, que eran de crecida estatura y traídos del interior de Africa, y que iban ataviados de sus capellares, marlotas y turbantes, podrían equivocarse por sus carillas revejidas, sus ojuelos hundidos y otros accidentes, con algunos de los viejos dignatarios de la corte.

Aquél, decía uno, es el Cadí Anakin; éste es el Katib Abdual, gritaba otro; pues estotro, gritaba aquél, sin pizca más ni pizca menos, es el Intendente de los tesoros Albut Seid. Mirad qué ojos abre en cuanto ve relumbrar algo que le parece oro o plata.

El menudo pueblo halla siempre cierto sabroso placer en encontrar alguna semejanza entre los que lo mandan y los animales nocivos, y por cierto que las más veces no se engaña.

Entretanto las cuadrillas, las guardias y el inmenso acompañamiento iban marchando, acercándose al propio tiempo las ricas andas que encerraban tanto tesoro.

En este como portátil camarín, que cargaba sobre los hombros de doce eunucos del Sennaar, aparecía la afortunada novia envuelta en los velos que aun en la poca ortodoxa Granada, para ceremonias de tal monta y con personas de tal clase, reclamaba la rigidez muslímica. Hemos de presuponer que los velos eran tan sutiles, que no parecía sino que, por desusada manera y con arte sobrehumana, habían obligado al delgado aire a trocarse en diáfana y ligerísima tela, y aun sin embargo, Híala, para procurarse el inocente placer de contemplar a su sabor aquel nunca visto espectáculo, y también acaso para dejar ver que el delirio del Sultán tenía sobrado fundamento y razonable disculpa, con su mano de miniatura recogía contra su faz el velo, dejando así libre paso a los rayos de uno de sus ojos, argumento irresistible para quien lo alcanzara a distinguir en favor de la apasionada resolución del Sultán.

Este iba al siniestro lado de las andas, montando un caballo casi fabuloso por su hermosura, rareza y por las circunstancias de su ser. No era de casta conocida, sino que en una montería habida años antes por el mismo Mohamad, fué encontrado vagando por los montes de Sohail, siendo necesarios tres días y tres noches y los esfuerzos de doscientos monteros para rendirlo y cautivarlo. No se dejaba cabalgar de otro jinete que el príncipe, a la sazón Sultán; pero en trueque era la más dócil hacanea si alguna dama hermosa intentaba montarlo. Andaba tres farasangas de sol a sol; corría el doble que el corcel más corredor; en la arena dejaba atrás al camello más fuerte, y pasaba a nado el Guadalquivir en los días más iracundos de su tempestuosa soberbia. Su destreza era tan extremada, que el Príncipe, montándolo, corría seguro sobre los adarves de los altos muros de Granada: jamás su dueño había dejado de salir vencedor en las justas y torneos, triunfante en las lides y batallas e ileso en los juegos de cañas y alcancías.

Tal era su agilidad en los movimientos, su rapidez y violencia en las acometidas y su instinto maravilloso para secundar y ayudar los intentos, trazas y ardides de su real jinete.

Su color era tal, que en cuanto se agitaba se convertía en una montaña de púrpura esplendente, tan bermejo se paraba, resaltando así más y más su crin y cola de azabache, que era necesario recortar muy a menudo, pues de otra manera llegaran a rodar por el suelo.

Este caballo, superior a los fabulosos de la mitología griega y oriental, se llamaba Ebn-Nur, o hijo de la luz o del fuego, ya por las nobles condiciones que ostentaba, o ya por una estrella que tenía en la frente, tan blanca, que de noche creían supersticiosamente que rutilaba y resplandecía como lucero del cielo.

El joven Sultán iba, como se ha dicho, al siniestro lado del riquísimo palanquín, haciendo gala y muestra de su gentil presencia, y escarceando gallardamente con aquella peregrina alfana, si llena de fiereza para combatir, no menos primorosa y atildada para los alardes de gentilezas y bizarrías.

Mientras esto pasaba por el un lado de las andas, era por el otro por donde se deslizaban los furtivos ojos de la lindísima novia. Achaques de muchachas: descuidaba el recrear la vista por lo que había de ser pasto común cotidiano de sus ojos, y éstos los fijaba a preferencia en objetos que habían de ser de más difícil alcance después para una Sultana de la Alhambra.

De esta manera dejaba ver Híala el collar de las nueve perlas que el Sultán le había ofrecido como uno de los primeros regalos de la boda; collar que, según antigua y verdadera tradición, perteneció al primero de los Omníadas que imperó en Córdoba, Abderramen el-Dajel, que adornó un tiempo el cuello de la Reina Sabah, y que fué el más precioso de los presentes que esta mujer célebre regaló al Rey Soleimán cuando fué a visitarlo, llevada de la fama de su grandeza y sabiduría.

De las nueve perlas, todas del grandor del fruto del nogal, dos de ellas, una blanca con el oriente más rico, y otra negra con el brillo del ébano, se habían cogido en el mar de Persia; otras dos, una roja como el carmín y otra verde como la esmeralda, fueron cogidas en el mar tempestuoso de la India; otras dos, una azul como el jacinto y otra pálida como el ámbar, se pescaron en el mar grande o del Atlante; dos, entrambas celestes como el cielo, se encontraron en los mares tenebrosos o del Septentrión, y la última, de los colores variados del iris, se ignoraba de dónde fué cogida, aunque los aficionados a lo maravilloso y sobrenatural aseguraban que aquella piedra, única en el mundo, fué encontrada en la fuente Tasnin, que corre en el algerna o paraíso, y traída a la tierra por uno de los genios obedientes a Soleimán, quien añadió así la novena perla al collar de la Reina del Yemen. Esta misteriosa piedra, que se engarzaba como por privilegio en medio de las otras perlas, tenía una oculta y maravillosa propiedad, y era que los matices de sus colores cambiaban incesantemente cuando la persona que se adornaba con el collar se acercaba en bien o en mal a alguna súbita mudanza o peripecia en su condición y fortuna.

II

Nada más natural que explicar en aquel trance el giro continuo de los matices de la novena perla.

Híala, por lo mismo, se entregaba dulcemente a sus ensueños de felicidad, y al través de su velo sutil, o por sus miradas de reojo, veía llover flores y rosas por donde pasaba; miraba las calles alfombradas de ricas alcatifas, cubiertas las azoteas de elegantes doseles y sobrecielos para templar la viveza de la luz; muchos esclavillos agitando enormes ventalles y abanicos de pluma y papiro para mover y refrescar el aire, y gran número de pebeteros en los ajimeces y ventanas que poblaban el ambiente de los olores más exquisitos.

Detrás cerraban la marcha tres mil cenetes montados en caballos negros, y tres mil bereberes cabalgando en caballos blancos.

Cuando llegaron los primeros del acompañamiento a la puerta de la justicia, que era la principal entrada de la Alhambra, se fueron derramando, aunque en orden, por aquellas inmensas alamedas de álamos y almeces, hasta que los doce eunucos del Sennaar entraron por las puertas del Alcázar el tesoro, o más bien dicho, la divinidad que conducían.

En aquel recinto regio fueron muy pocos los que alcanzaron entrar, bajando todas las esclavas a recibir a su nueva señora con las demostraciones más ardientes de regocijo; unas danzaban al son de los albogues y adufes, y otras le cantaban al antiguo uso de Córdoba y del Cairo estas lisonjeras cásidas de versos:

Entra aquí,
entra aquí en estos jardines
de arrayán, rosa y jazmines,
entra, sí,
cual reina por sus confines.

El poder,
el poder te da su imperio,
que el rendir feudo al misterio
del placer
no es mengua ni vituperio.

Por tu amor,
por tu amor ya arde la Alhambra,
rejas torres, Vivarrambra,
el fulgor
de cañas, juegos y zambra.

La Sultana madre, al ver desde sus miradores acercarse la comitiva regia, se apresuró a venir al recibimiento de su nueva hija, encontrándola en el patio de los Laureles en medio de las esclavas, ya con el velo alzado y enseñoreándose todavía en el palanquín de los eunucos negros. La bajó entre su brazos, ayudada en tan cariñoso obsequio por el Sultán su hijo, que para ello se derribó gallardamente del caballo Ebn-Nur, quien dobló al efecto tan gentil como humildemente sus rodillas.

La madre instaló a la bellísima nuera en su propia cámara, formada de cristales y espejos, hasta que llegase el instante de las bodas; y en tanto que el Sultán recibía los homenajes y plácemes de sus alcaides, wazires y walíes, las Sultanas salieron a solazarse con las esclavas por los espaciosos y mágicos jardines, trasunto del imperio de Flora y compendio aventajado del Paraíso, por quien tanto suspiran los creyentes en el Islám.

Híala, que por su condición viva y regocijada había tomado en fastidio tanta circunspección y compostura, quiso aprovechar ocasión tan feliz de solazarse a todo su albedrío; y mientras la Sultana madre se entretenía en reñir en un estanque a varias esclavas que se bañaban con mucho de algazara y escarceo y algún poco de desenvoltura, se perdió por entre un laberinto de mosquetas, rosas y celindas, acompañada sólo de Encirnún, una su esclava, persiana de nacimiento y de singular belleza y discreción.

Cuenta la historia que así como Híala y Encirnún salieron de aquellas intrincadas calles de rosales y verduras encontraron en un prado sobre una flor la mariposa más extremada en hermosura, así por sus colores como por la brillantez de sus penachos.

—Princesa—dijo Encirnún—, esta mariposa sólo se encuentra entre los tulipanes y anémones de mi hermoso país; capricho raro ha tenido este insecto en llegar hasta aquí; ¿queréis que tratemos de hacerla nuestra cautiva?

Con el asenso de Híala comenzaron entrambas a procurar dar caza a la mariposa; pero el insecto, burlando las trazas de sus lindas perseguidoras, las fué llevando hacia los bosques inmediatos, ya parándose en un pimpollo o en una rama, ya alzando el vuelo con presteza y maravilloso instinto.

La Sultana vieja seguía de lejos, y presidiendo la banda de sus lindas esclavas, la afanosa tarea de Híala y de Encirnún, y las vió, riéndose de su loca empresa, trasponer por entre las calles de negros árboles que daban entrada al bosque.

Al poco tiempo de haber desaparecido las dos lindas cazadoras, se oyó un grito agudo dentro del bosque, en el que, así la Sultana vieja como todas las esclavas, conocieron la voz de Híala.

Cuál fuera la admiración y el espanto que tal grito infundiera en la Sultana y en las esclavas, es fácil concebirlo.

Al punto se dejó escuchar un coro de gritos y voces en todos los tonos y con toda la discordancia que para tales y semejantes casos tiene reservados el diapasón femenil.

Acudieron por de pronto los esclavos y eunucos negros del harén y principiaron a moverse en todas direcciones con aquel acuerdo que se acostumbra en los trances apurados.

A los de más edad, y casi ciegos por los años, se les mandaba que entrasen en el bosque a inquirir y ver las circunstancias de aquella presunta catástrofe; a los cojos se les daba prisa para que fuesen a llamar los guardias, y a los mudos se les conminaba para que fuesen a relatar al Sultán los pormenores de tamaña desventura. Todo era desorden, todo confusión.

En esto se presentó el Sultán a la cabeza de sus continuos y más allegados, y sin detenerse a oír los pormenores del caso, ni las sospechas que sobre él podrían concebirse, ni los diversos planes que debieran formarse para averiguar el origen de tal atentado, y poniendo al lado los consejos, las reflexiones, los dictámenes y las sabias medidas que sus entendidos consejeros le proponían, y dejándolos a éstos en sus entretenidas disensiones y reyertas, se precipitó por las calles del bosque, frenético de rabia y lleno de zozobras.

El Sultán corrió todos aquellos laberintos de verduras y malezas sin hallar más que algún pájaro que revolaba entre las ramas o alguna tímida liebre que se deslizaba entre la hierba.

En tanto volvió en sí y se miró solo, pues sus cortesanos en vano le habían querido seguir en su rápida y pesquisidora excursión.

En fin, el Sultán llegó a cierto lugar del bosque en donde los árboles clareaban, alzándose en lo más desembarazado un hermoso peral cargado de fruta. Una fuente pintoresca, que se despeñaba por el fauce de una retorcida cueva, completaba aquel delicioso paisaje.

Al llegar aquí el Sultán se encontró a todos sus wazires y cortesanos que formaban un ancho corro, con el un pie levantado, el otro adelante y la cabeza todavía más avanzada, como si mirasen algún hondísimo aljibe que se les hubiere abierto delante de su ojos. Tanto era el saludable temor que los detenía.

Ello era que allí habían encontrado a la hermosa Híala debajo de aquel poderoso árbol sumergida en un profundo parasismo.

Nadie se atrevía a adelantarse, y aunque en el desorden de las vestiduras se dejaba ver la punta de una leve chinela de tafilete y oro, como no se hallaba a mano ningún tenacero de plata de longuísimos mangos para remediar aquel preciosísimo desgaire, necesario fué dejar las cosas en su primitivo estado por no probar, el que indiscreto anduviera tocando lo que no debía, la agradable aventura de verse dividido en dos partes, como algunos capítulos del Alcorán.

A la aparición del Sultán se desvaneció como si fuesen de fugaces ondas aquel círculo de curiosos y cortesanos. Y el Sultán sin reparar siquiera en ellos se acercó a la desmayada esposa.

Los suspiros del coronado amante lograron volver en sí a la Princesa, pero para causar más lástima y desesperación. Sus ojos se abrieron y su voz articuló algunos sonidos, pero éstos no fueron más que suspiros y sollozos, y aquéllos giraban desordenadamente, o se fijaban ni más ni menos que como pudieran estar los ojos de una estatua.

El Sultán, traspasado de dolor, condujo al palacio a su desventurada esposa, llevando detrás de sí y a respetuosa distancia a toda la comitiva.

La Princesa fué colocada en un mullido cuanto ostentoso rimero de almohadones y cojines, y dejándola bajo la custodia de la Sultana madre y de gran número de esclavas, el Sultán salió del que hubo de ser nupcial aposento, y era ahora teatro de escenas lastimosas, para conferenciar con los sabios y médicos de la corte sobre lo peregrino de la aventura.

Al Sultán sólo se le escuchaba de vez en cuando estas palabras:

—Falta el collar de perlas.

Y los cortesanos en voz baja se hacían el eco diciendo:

—Entre otras cosas que pueden faltarle a la Princesa, se echa de menos el collar de perlas.

III

Cuenta la Historia que el Sultán quiso presidir por sí mismo el cónclave aquel de sabiduría, y aquel diván de inteligencia médica, y que sufrió los ratos de más bostezante fastidio que imaginarse pueden.

Un wazir, profundo estadista, aseguraba que aquella catástrofe estaba preparada por los enemigos, y que así era preciso desterrar a todos los desafectos de la dinastía Nacerita; otro wazir, todavía más sagaz, añadía que suponiendo este horrendo plan, el cual era patente como la luz del día, debiera deducirse que los cristianos eran los autores de la trama, como enemigos jurados de la gloria de la casa reinante, y que debieran ponerse todos en tormento para que declarasen la verdad.

Otro, menos profundo y amigo de explicar las cosas por lo natural y fácil, contradijo a sus compañeros, y probó lindamente, en un discurso de dos horas y media, que la tragedia la había motivado sin duda alguna la presencia de algún tremendo salteador que, burlando la vigilancia de los guardias y venciendo los obstáculos que cercaban la real estancia y sus jardines, había venido a despojar a la sultana del inestimable collar que llevaba en la garganta.

—¿Cómo explicar de otro modo—decía ufano el parlante—el robo de esta joya? Unos conjurados no piensan en robar; ¿qué tienen que ver—aquí alzaba la voz, vanaglorioso con la distinción—los delitos comunes con los políticos?

—Patarata—replicó un entendido naturalista desde los escaños de los taalebs o núdicos en donde estaba sentado hechas sus piernas tres dobleces—. Tal caso debe explicarse por causas naturales enteramente. ¿A qué acudir a móviles ridículos por lejanos, si el misterio por sí mismo se revela? El magnífico cuanto peregrino espectáculo que ha herido la imaginación aun infantil de nuestra linda y tierna sultana, sálvela Alah, ¿no será explicación bastante para este desmayo o parasismo? ¿Pues estos sentimientos llevados al último punto por el placer de verse la noble esposa del más guerrero, generoso y amable de los sultanes—y aquí añadía el orador una cáfila de alabanzas y epítetos, por supuesto sin mezcla de lisonja médica—no es suficiente motivo para tal arrobamiento? Roguemos al cielo, por el contrario, que tanta gloria no anonade y absorba la luz de vida de ese frágil corazón.

Otros veinte picos de oro dijeron cosas muy buenas, diversas todas las unas de las otras, sin haber disparate que no tuviese defensor, ni extravagancia que no se encomiase llevándola a los cuernos de la luna.

Ya el Sultán, desesperado a fuerza de hastío, revolvía en su mente el saludable proyecto de degollar con su propio alfanje tres o cuatro de aquellos ruiseñores sapientes, eligiéndolos de entre los más floridos y locuaces en su parla, cuando el famoso Aben-Jomiz, que había sido diez años alfajeme, otros tantos boticario, siempre viajando y herbolizando, algunas veces matando y jamás curando, y que había concluído por ser tan entendido médico como consejero profundo, dió señales de hablar.

Todos callaron, y el Sultán, dejando para mejor lugar y ocasión su resolución piadosa, se volvió hacia el meflez o asiento del sapientísimo médico, y oyó que éste, con voz chirriadora y cascada, dijo:

—No hay Dios sino Dios, y Mahoma es su profeta. La sultana Híala está afectada de una catalexis.

—Al menos—dijo el Sultán—este necio no nos ha quebrado la cabeza. ¡Catalexis!...

Los cortesanos se enamoraron del nombre de la enfermedad, y todos se decían:

—La Sultana tiene una catalexis.

Todo el mundo se llenó de gozo al ver descifrado el enigma, y de los cortesanos a los esclavos, y de éstos a los guardias, y del Sultán a la madre, y de ésta a las esclavas, y de las mujeres del harén a otras mujeres, bajó rodando de boca en boca desde la Alhambra de Granada el mismo nombre de la enfermedad. ¡Catalexis!

El júbilo por tan dichoso hallazgo infundió el deseo de celebrarlo con todas veras y estrépito, y así a los pocos instantes se escuchaban doquier en la algazara más bulliciosa del mundo los gritos regocijados, los acentos de los vivas y los ecos de los instrumentos. La palabra catalexis se oía de cuando en cuando como tema de aquella alborotada sinfonía y servía de incentivo para avivar el estruendo y la algazara.

—¿Y qué es la catalexis?—dijo con voz de trueno el Sultán al ver pavonearse de vanagloria al inventor de la palabra, y que con ella quedaban las cosas como antes y la Sultana tan enajenada y en peligrosa situación.

A esta pregunta, y sobre todo al tono con que fué pronunciada, todos cayeron en la cuenta que una palabra no es más que una palabra, y se volvieron irritados y con vista airada al mismo Aben-Jomiz, que del cénit de su vanidad vino de cabeza al valle de lágrimas de la humildad.

—¿Qué es la catalexis?—pregunta el Sultán; le dijeron.

Las cosas en tal punto, veo que aparece en la estancia Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, y prosternándose diez veces ante el Sultán, y tocando otras tantas la tierra con su frente, dijo:

—Príncipe de los creyentes, un loco que días ha vaga cantando y danzando por la ciudad, habrá una hora que en medio del estupor que ha causado la nueva de la catástrofe de la Sultana y del alboroto que ha movido el descubrimiento de su enfermedad, púsose de nuevo a bailar en el Zuc de los benimerines y en voz clara cantaba:

A la Sultana
nadie la cura,
si no es el rey
de la locura.

Y tu siervo, al oír esto, por si es blasfemia o delito que merezca la muerte o falta que se purgue con la lengua cortada u otra semejante leve concesión, lo he preso....

—¿Y quién es ese loco?—dijo el Sultán.

—Es—respondió el capitán—Afmed-Ali-Ocnar-ben-abas-ben-oli-ben-Iahic-ben-Zatrin-el-Cubdi-el-Smercandi...

—Por el profeta—dijo el Sultán empuñando su alfanje—que al primero que me asorde los oídos con esas taifas de nombres que atañen y tocan sólo a uno de mis esclavos, que le envíe la cabeza de un tajo a la punta nevada del Belet.

El capitán, cesando cuerdamente en su amplificación y exactitud genealógicas, y besando otra vez la tierra, dijo:

—Príncipe de los creyentes... el loco es Afmed-el-Bayer.

—Ya lo conozco—replicó el Sultán—. Traédmele al punto.

—Oyendo y obedeciendo—contestó Abu-el-Casín.

Y salió de la estancia, abriendo y cruzando los brazos y bajando la cabeza.

De allí a un instante cayó en medio del concurso un morillo mal andante en sus vestidos, aunque no de traza desagradable, y que llevándose con ahinco una su mano a cierta su oreja, daba a entender claramente ser aquella el asa por donde lo había empuñado, para transportarlo, la suavidad jurídica-militar del capitán Abu-el-Casín.

—¿Qué era lo que cantabas en el Zuc de los benimerines?—le dijo el Sultán.

Y el loco, siempre con su oreja entre sus manos, y comenzando a bailar con el mayor desenfado, cantó:

A la Sultana
nadie la cura,
si no es el rey
de la locura.

—Pues tú debes de ser—dijo Mohamad—el médico infalible de mi esposa: nadie puede haber más loco que tú; en tres días has roto cinco mil platos y escudillas; has hecho rodar por el suelo seis mil jarras y otros cachivaches de la Rambla, y has llevado todos los chicos del Albaycín a machacar esparto sobre las cargas de porcelana y cristal de los mercaderes genoveses de la Albayciría. Se necesita todo el respeto que profesamos a los llenos del espíritu de Dios para que no te hayamos empalado.

Afmed, sin dejar su baile, ni soltar su oreja, prosiguió cantando así:

Grados diversos
ha la locura,
ser rey en ella
fortuna es mucha,
aprendiz sólo
soy.....................

—Déjate de esa versa y canturia fastidiosa—prorrumpió encolerizado el Sultán—y responde por lo natural y llano a mis preguntas, porque si no ¡vive el cielo! que te saque enredada en la punta de mi espada gran parte de tus dislates y locuras.

El-Bayer, al halago de tal insinuación, dió una cabriola en el aire, y sacando los pies hacia adelante, se dejó caer verticalmente sobre sus nalgas, bajando y doblando al propio tiempo su cabeza hasta injertarla entre sus muslos; pero con tal arte, que ponía duda, si en su reverencia y salutación había más burla que respeto al Príncipe de los creyentes, dijo al demente:

—Yo soy un loco principiante, y como aprendiz no puedo dar en el hito del arcano de la Sultana; pero con un guijarro en la mano y poniéndome a ochenta pasos la frente de uno de estos sabios, te la abriré perfectamente, si es que allí presumes hablar y leer...

—Canalla—replicó el Sultán—no has entendido que por encontrar vacías esas frentes, acudo en apelación a tu locura. ¿Hay otro más loco que tú?

—Poderoso Mohamad—dijo el-Bayer—, lo hay en Granada, y ese podrá acaso satisfacer tu curiosidad.

—¿Dónde se halla esa perla peregrina?—dijo el Sultán.

—En los subterráneos de la Alcazaba—replicó el aprendiz de la locura.

Y al decir esto, levantándose como una pulga del pavimento de la estancia, dando otra cabriola, haciéndole una higa al Sultán, y dando cuatro papirotes a los más graves del cónclave o diván, se deslizó por entre las guardias, repitiendo siempre:

A la Sultana
nadie la cura,
si no es el rey
de la locura.

—Dejadlo ir—dijo el Sultán—, y tú, agradable Abu-el-Casín, vuela a la Alcazaba y registra el último agujero de sus murallas y subterráneos, hasta dar con ese loco recomendado por el otro loco.

—Oyendo y obedeciendo—respondió el capitán de la guardia, y desapareció abriendo y cerrando los brazos y bajando la cabeza.

Entretanto los sabios, consejeros, wazires y taalies, reunidos en el diván, se decían, en voz baja, unos a otros: "¡Qué diablos quiere el Sultán! Más loco debe él estar ya, que no el oráculo que busca; si se muere la Sultana, la juventud y belleza de cien ciudades de aquende y allende el mar le brindarán con otras mil beldades, y si la Sultana vive, tanto mejor si la posee muda y convertida en estatua. Esto será poseer una mariposa en estado de crisálida.... tanto mejor poseer la belleza sin alas."

Al propio tiempo venían nuncios y embajadores de los aposentos de las sultanas, siempre con las tristes nuevas de que Híala permanecía en su misma enajenada situación.

El Sultán, en profunda meditación, se hallaba fantaseando sobre lo extraño de aquellas aventuras, reclinado en su alfarir o solio de púrpura, cuando apareció ante sus ojos el amable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana.

—¡Amir-el-Mumenin—le dijo éste—, maravilla y más maravillas! He encontrado al loco a quien el otro loco recomendó, y el loco recomendado es el loco más inconmensurable que hallarse puede. Es el inmenso pájaro Roc de la locura; es el mar más insondable de los disparates; éste o ninguno debe ser el Rey de la locura.

—¡Que me place!—dijo el Sultán—. ¿Y dónde está ese Rey tan deseado? ¿Por qué no entra? Que venga, traédmelo aquí, luego, al punto...

—Pues ved ahí el caso—dijo Abu-el-Casín.

—Habla—replicó el Sultán.

Y el capitán comenzó su relato de esta manera:

IV

—Con las señas que dió el loco El-Baici, y ayudado de la amabilidad de carácter que me distingue—dijo el agradable Abu-el-Casín—, logré tomar en los barrios inmediatos a la Alcazaba noticias ciertas del loco recomendado. Supe que se llamaba Ben-Farding, y que habitaba en lo más hondo de esos palacios subterráneos que se encuentran en la Alcazaba, y que en otro tiempo fueron templos en donde se adoraban los ídolos de los reyes Rumíes.

Ben-Farding está poseído de la locura más extraña que se puede imaginar. Piensa que su gravedad específica es tal, que poco a poco y a fuerza de años va horadando la tierra, tendido como se encuentra, y que así llegará un día en que atravesará todo el globo, hallando su salida por los opuestos antípodas. En los largos episodios que tendrá tan dilatado viaje, irá aprendiendo todos los arcanos de la naturaleza, o, por mejor decir, los irá sorprendiendo o conquistando, pues, o ella habrá de suspender su acción, o en los ocultos elaboratorios de sus entrañas han de tener sucesivamente en perdurable y estudiosa visita a tan curioso como perseverante observador. Al salir por el opuesto agujero Ben-Farding, saldrá tan sabio como Soleimán, y tan poderoso como Nemrod. Será obedecido de los genios buenos y malos; mandará en los animales y aves; el Simorgue vendrá a tomar sus órdenes e imperará sobre toda la tierra.

Ben-Farding cree hallarse en lo hondo del subterráneo, en donde hoy está, no por haber descendido allí en propios o ajenos pies, sino porque la gravedad de su cuerpo ha taladrado ya la tierra hasta el lugar en que se encuentra.

A este loco respetable bajé a ver para hacerle entender las órdenes de mi señor, y para atravesar prontamente tan obscuras mansiones, hice encender trescientas hachas, y por no encontrar éstas tan a punto, mandé prender fuego a las tocas y vestidos de cincuenta cautivos, y echarlos por delante de mí para alumbrarme el camino.

Ben-Farding no se admiró de mi intempestiva visita, y, antes por el contrario, me manifestó punto por punto el objeto de ella: debe ser también Zahorí, según mi cuenta.

Mas el transportarlo aquí ha sido imposible. A mis amigables insinuaciones se mostraba tan impasible, que llegué a convencerme de que entra en su locura el no temer la muerte, o que se cree intangible como el viento, o invulnerable como si fuese de hierro. Yo me hubiera valido de mi conocida destreza, y hubiera aplicado mis medicamentos infalibles para que desistiese de su extraña terquedad, a no sospecharme que nuestro Ben-Farding no pudiera resistir mi método curativo, o, por mejor decir, mis medios de transporte...

—¿Conque no quiere venir?—gritó como un león el Sultán...

—Ahí está justamente el caso—respondió el amable capitán de la guardia africana—. El no se opone a aparecer ante la noble presencia del Príncipe de los creyentes; pero dice que él no puede separar a su voluntad ni por un instante de la lentísima tarea en que se encuentra afanado en dulce calma ya hace siete siglos. Un milésimo átomo del punto más imperceptible que dejara por taladrar, apartándose voluntariamente del sitio que ocupa, le fuera una falta imperdonable.

El labrar su escotillón es su primer deber; pero consiente en ser transportado aquí en gracia del generoso, del nunca vencido, del sabio, potente, querido de Alahí, vencedor, príncipe de los creyentes, mi señor, si en el propio lecho en que espera su futura grandeza es transportado en los hombros de ciento veinticinco...

—Será algún gigante—exclamó el Sultán—, pesado como una montaña; ya comprendo el fundamento que tiene en su fantasía para presumir que puede ir hundiendo la tierra poco a poco...

—Pues ahí está el caso—respondió el amable capitán de la guardia africana—; es un gorgojo el tal Ben-Farding, que no llega a tres palmos, y, salvo su cabeza, que es gorda como la Al-cuba de la mezquita, y sus pies, que son como dos luengas y anchas hojas de plátano, por lo demás se creería que su gravedad no llegase a veinte adarmes.

—Pues bien—replicó el Sultán—, sábete, amable Abu-el-Casín, que me voy enamorando de ese precioso Ben-Farding, y me desvivo por tenerle ya ante mis ojos. Toma una manga de cincuenta y cinco ganapanes y otra de setenta aljameles de los que portean cal y canto a las murallas que ahora edifico en Fajalans, y que me lo traigan aquí al punto, en el instante, dirigiendo tú mismo la maniobra.

—Pues ahí está el caso—volvió a replicar Abu-el-Casín—; y es que Ben-Farding exige que esos aljameles y ganapanes hayan de ser precisamente, exclusivamente de los ilustres dignatarios, magnates, altos personajes, profundos estadistas, divinos oradores y sabios consejeros de este diván.

—Dígote, amable Abu-el-Casín—exclamó alborozado el Sultán—, que ese loco es lo más deliciosamente caprichoso que pueda idear la imaginación más chistosa; me declaro por su favorecedor, y de él espero el feliz desenlace de esta aventura.

Pero ¿qué hacen esas feas alimañas de mi consejo y diván que no se han apresurado ya, que no han corrido para portear sobre sus lomos a mi buen Ben-Farding, al libertador de mi esposa, al que ha de ser mi primer amigo si sus obras corresponden a la graciosa extrañeza de sus fantasías?

—Pues ahí está el caso—dijo Abu-el-Casín—; es que estas respetables gentes no caen en la cuenta de que el encargado en la ejecución de los mandatos del Príncipe de los creyentes y de las indicaciones sapientísimas del gracioso habitador de la ratonera de la Alcazaba es vuestro siervo, el agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana.

—¡Hola, tropa!—dijo éste, volviéndose a aquellos venerables varones.

Y ellos, que hasta allí habíanse fingido los distraídos, cual si no oyesen tan interesante diálogo, se encontraron sin saber cómo en pie, cual si los hubiese movido un único y poderoso resorte. ¡Qué amabilidad!

Sólo quedó rellanando su cojín de terciopelo aquel wazir, de labios muy expeditos, que explicó en su elocuente peroración con noble independencia la diferencia extremada que hay de un robo a una conjuración. Al notar el amable Abu-el-Casín la no perpendicularidad de las piernas del wazir, se iba a llegar a él diciéndole con una voz reprimida, que semejaba al silbido de una sierpe: "Ha criado raíces el sabio y ennoblecido Mulesaif..." Cuando este discreto personaje, entendiendo la granizada que se le acercaba, le respondió con acento muy meloso:

—Sí, yo estoy pronto, amable Abu-el-Casín; pero me he mantenido en mi rellanada postura, por estar más pronto a dar a mi persona más súbitamente; es decir, más presto, una configuración más adecuada para traer sobre los lomos a ese discreto Ben-Farding, que va a ser el mejor amigo de nuestro Sultán.

—¡Sálvelos Alah a entrambos! Por ahora—le respondió gravemente el agradable capitán de la guardia africana—, incorporaos e id, que si es preciso, ya se os avisará del cómo y cuándo habéis de tomar posición a cuatro patas con vuestros dignos cofrades.

Entretanto, el mismo Abu-el-Casín hizo alarde y reseña de todos aquellos respetables wazires, ministros, cadíes, oradores, literatos y poetas que componían sapientísimo diván, y encontró que, sumados cuidadosamente uno por uno, y tomando sus nombres para evitar toda confusión, no se hallaban más que ciento y doce sabios entre todos.

El Sultán, alarmado con tal contrariedad, que dejaba manco el número de ganapanes y aljameles fijado por el caprichoso Ben-Farding para que lo porteasen, se dirigió a Abu-el-Casín y le dijo:

—He aquí, amable capitán de la guardia africana, cómo llegan trances y casos en que se echa de menos la sabiduría. ¿De qué traza nos valdremos para llevar a debido cumplimiento las discretas exigencias de mi buen amigo Ben-Farding?

El agradable Abu-el-Casín inclinó su frente y le respondió sonriéndose:

—Descuidad en cuanto a ese punto, Príncipe de los creyentes, pues en tanto que a estos buenos amigos los dirijo hacia la Alcazaba, empinados por ahora en sus dos patas posteriores, pasaré yo personalmente por el colegio y la academia, daré una vuelta por las bibliotecas de Bek-Faral y de Aben-Melij, y recogeré los trece varones que nos faltan para completar el estupendo tiro que nos exige Ben-Farding, de entre los venerables literatos que más allí trabajan y se fatigan por la felicidad del mundo, fastidiando a la ciencia. Me lisonjeo de que esta inevitable substitución nos la ha de agradecer el sapientísimo Ben-Farding.

—Ve y obra—dijo el Sultán.

—Oír y obedecer—respondió Abu-el-Casín.

En efecto, el amable capitán de la guardia africana entró primeramente en el colegio que con grande apariencia y anchas escuelas y jardines de apartada soledad y propios para el estudio, se miraba edificado a las orillas del fertilísimo Darro. Allí encontró gran número de doctores y alfaquíes que estudiaban noche y día en el libro bajado del cielo, en la manifestación de los decretos de Alah, en una palabra, en las suras y aleyas del divino Alcorán.

—¿Qué hacéis?—preguntó Abu-el-Casín a unos viejos venerables de blanca y crecida barba, ancha y espaciosa frente, que se encontraban sentados sobre el césped de la verde pradera y bajo una bóveda de laureles.

—Aquí—respondieron—estamos componiendo las oraciones que se han de recitar mañana por las calles y campos para que Alah, el Altísimo, nos envíe su lluvia, la fértil y placentera, y nos retire su langosta, la voraz y devorante. Recitamos también sus alabanzas y altacabiras con voz apacible y corazón limpio y conmovido.

—Y vosotros, ¿en qué os ocupáis?—preguntó también Abu-el-Casín a otros vejetes de ojillos hundidos, frente estrecha, nariz roma y de gesto en que a un tiempo se retrataba la envidia y la vanidad.

—Nosotros—contestaron—nos afanamos por descubrir en nuestro estudio y fijar la noche en que Alah envió el libro santo y divino a su profeta y favorecido Mohamad. Cuando hayamos determinado este punto tan esencial, y sepamos en qué mes cae esta noche de misericordia, si es en el Remadán o en el mes de Safer, habremos vencido a todos los doctores antiguos y a cuantos en nuestra edad siguen ciegamente sus sentencias y decretos. Entonces nos pondremos a la cabeza de todos ellos, nos obedecerán y nos respetarán; empalaremos a algunos, los perseguiremos a todos y ganaremos mucha honra y, sobre todo, gran provecho.

El amable Abu-el-Casín empuñó a cuatro de estos buenos amigos y los puso en camino de la Alcazaba, y él se fué a la academia, en donde disputaban muchos sabios sobre gramática, filosofía, dialéctica y otras ciencias.

—¿Quién es aquel buen amigo?—dijo el agradable Abu-el-Casín, viendo a uno que en un ancho cerco de oyentes hablaba y gesticulaba con tanta fe como placer propio.

—Aquel—le dijeron—es el famoso Frangis-el-Wadar, oráculo de nuestro siglo, depósito de elocuencia, tesoro de frases lindas, urna de tropos y figuras retóricas, y además—le añadieron en voz baja—, amplio cofre y razonable tinajón de vanidad y presuntuosa candidez.

—El cree—añadió un estudiante de burlona catadura, allí estante y presente al caso—que aprendiendo las irregularidades y variaciones de los verbos cóncavos y enfermos, se aprende a conocer a los hombres, y porfía y jura y perjura que el gobernar el Estado guarda necesaria hilación con la métrica y el arte de los consonantes.

El agradable Abu-el-Casín, al escuchar tal reseña, dijo para sí: "Ya tengo el centésimo vigésimo quinto aljamel que me faltaba para el completo de mi cuenta"; y cogiendo al elocuente El-Wadar por la manga de su aljuba le interrumpió en su agradable ejercicio, sintiendo tal contratiempo aquel orador, no tanto por el puesto que iba a ocupar entre los aljameles de Ben-Farding cuanto por el negro disgustillo y rabieta de no oirse así propio en el vigésimo discurso que había ya principiado a pronunciar a su auditorio, y que hubiera sido más torneado y salido con más arrebol y afeites de palabrillas y colorines que las diez y nueve pláticas restantes y trompeteadas por sus labios aquel día.

Después, el amable capitán de la guardia africana entró en la biblioteca de Abu-Melik y de Ben-Farax, y en ésta encabestró a buen ojo cuatro poetas que escribían sendas cásidas de versos, presumiendo con ello dirigir al género humano, y en la otra atrailló a cuatro escritores graves que refutando hechos, desmintiendo las crónicas viejas, criticando los escritos antiguos, derramando la desconfianza y quitando la fe en todo lo tradicional, hacían de la historia una miserable controversia. Estas gentes daban en sus escritos, no el retrato fiel de los pasados siglos, sino su peculiar y mezquino modo de ver y apreciar las grandes acciones de los califas, sultanes y héroes, gloria y prez del Islám. ¡Alah le sea agradable a todos!

Abu-el-Casín, entretanto, al encaminar tantos magnates hacia el Alcazaba, decía regocijado:

—¡Qué tasia, qué tiro tan estupendo de sabiduría y de inteligencia! Sólo un Ben-Farding, rey de la locura, puede tener tal idea; pero sólo yo, agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, puedo dar vida a tal pensamiento, puedo llevarlo a cabo, puedo realizarlo con todas sus consecuencias...

Y el redomado se reía como una canasta; en fin, llegó a la Alcazaba.

V

Cuenta la historia que a pocos momentos de ésta un inmenso gentío llenaba cuantas calles y plazas dividían de la Alhambra el antiguo y romano Alcazaba.

Los habitantes de las aldeas y alquerías inmediatas a Granada, rústicas y pintorescas, pero cuyo número fuera imposible pasar en reseña, se dejaron venir a esta ciudad de rosas, frescuras y perfumes, alborotados con la relación de las aventuras que se contaban, y que por las puntas y ribetes que dejaban traslucir de encantos y maravillas, provocaban más vivamente la curiosidad pública.

Los matices y variados del Jaragüí y las flores vivísimas de sus huertos y vergeles, eran más desmayados y menos ricos que los colores de las marlotas y capellares de los mancebos, y que las sedas, velos y tocas de las zagalas que acudían en tropel a entrar por la puerta de Elvira para encontrarse en el espectáculo.

Acaso para dar más contento y cierto realce de abundancia y galanía al regocijo, todos traían de sus cármenes y alquerías, para cambio o para regalo, algo que ofrecer de agradable al gusto, al olfato o a la vista.

Aquí, las muchachas de velo blanco y de picante sesgo y talla, brindaban con ramilletes de celindas, de mosquetas de olor y de diamelas rojas; otras, allí, casando el blanco azahar con los capullos de los rosales de Alejandría y los chiringos de cándidos racimos con las azucenas y bermejos lirios, ofrecían símbolos y emblemas elocuentes de amor para las hermosas y enamorados.

Por acá los chicos presentaban ramos de árboles cargados de frutos; aquí la toronja y la dorada cidra; allá la amascena y la alloza; otros, tejiendo en verdes mazas las espadañas y los lotos, y armados por cuadrillas, según los barrios de la ciudad o de las rivales aldeas, se acometían y lidiaban en escaramuzas de nueva especie; otros hacían revolar multitud de jilgueros y verderoles sin hilo que los sujetase, y siguiéndoles entre aquel inmenso concurso los pajarillos, y posándose en los hombros del dueño infantil cuando se cansaban, jamás se equivocaban en tanta confusión y bullicio.

Por aquella parte, las aldeanas ostentaban en canastillos de cañizo y juncos, bajo mil figuras caprichosas, la miel y la harina, la alcorza y el alfajó.

Las esclavas africanas vendían las confituras y bollos, hechos con el caniamum y el ajonjo, que alegraban el espíritu, sin embriagarlo como el vino.

Los esclavillos negros, en tallas de búcaro o en blanco y fino barro de la Rambla, brindaban con el agua cristalina y fresquísima de las fuentes más puras y nombradas.

Los mercaderes de poca monta desplegaban en sus azafates de paja de la India las cintas y listones que, halagando el gusto y afición de las muchachas, hacían caer en la tentación de comprarlas a los galanes y mancebos.

Viejas de mala catadura cruzaban de aquí para allá, llevando en la mano alguna sortija o joyel; se acercaban a éste o al otro corro de beldades enveladas, o entraban en una o en otra casa, dando una cita, entregando un billete, recibiendo una flor de amoroso significado, sin que el Argos más celoso pudiera advertir ni sorprender su misión misteriosa.

Los caballeros mozos de la ciudad, llevando en sus manos pomos de aguas odoríferas y de esencias, los derramaban allí en donde hallaban a sus amadas y queridas, sacándolas y reconociéndolas en tanta confusión por los colores que vestían.

Los juglares y saltimbanquis aquí y allá entretenían la curiosidad del bajo pueblo con mil suertes maravillosas y estupendas: aquí mandaban y se hacían obedecer de las alimañas y fieras traídas del interior del Africa; allí, a una voz, hacían salir de la tierra árboles que crecían, se cubrían de hojas y flores, madurando sus frutos, que los incrédulos cogían y gustaban. Allá improvisaban entre las piedras, y con una palabra sola, alguna cascada y juegos pintorescos de agua, y por doquier multiplicaban los prodigios y los encantos.

Acaso algún cristiano hecho cautivo en la frontera, de condición noble, o algún caballero de los mal contentos y fugitivos de la corte de Castilla, se paseaban también entre aquella turba, recordando en su corazón las veladas de Sevilla y de Córdoba, y los vergeles y festejos del Guadalquivir.

Los moedines gritaban en las torres de las mezquitas en son grave y acompasado, y los devotos y faquires repetían cantando las aleyas y las altacabiras, en tanto que el bullicio de la alborotada y curiosa gente se dirigía hacia la Alcazaba, en donde tenía su madriguera el misterioso Ben-Farding.

Todos ansiaban por pasar y repasar sus ojos por la figura y talle de tan maravilloso cuanto extraño personaje.

Los curiosos en las calles se empinaban, y las mujeres y muchachos desde las ventanas y azoteas hilaban de pescuezo y sacaban la cabeza a más poder, para divisar lo más pronto posible el autorizado acompañamiento que debería preceder al habitador de los subterráneos de la Alcazaba.

En fin, se dejaron ver veinticuatro disformes sayones, que eran como la vistosa comparsa del agradable capitán de la guardia africana Abu-el-Casín, que venían con sendos látigos en las manos, sacudiendo a derecha e izquierda para despejar el terreno y mantener en razonable distancia a los curiosos e impertinentes.

Incontinenti se miraban a los ciento y doce prohombres del Estado e individuos sapientísimos del Diván, que con el apéndice y añadidura de sus trece compañeros, elegidos a pierna entre los más distinguidos poetas, oradores, alcatibes y oradores de los colegios, bibliotecas y academias, tiraban de una enorme máquina, en la que habíase instalado el loco Ben-Farding en su lecho de ponderoso hierro, ni más ni menos que un galápago en una abrumadora concha.

Como toda curiosidad pública vivamente excitada, no se satisfizo aquélla completamente, pues para que Ben-Farding no sufriese con la luz del día la impresión dolorosa de que estaban amenazados unos ojos como los suyos, que tantos años habían estado sepultados en las obscuridades de aquellos subterráneos, habían enratonado o empastelado su persona en un alcartaz o cucurucho de papel de figura piramidal, bordadas en él algunas flores con puntas de alfileres, para que por tan leves hendiduras pudiese respirar aquel loco empapelado.

—Dígote, amigo Jargul—exclamó por lo bajo uno de los curiosos que estaban viendo el extraño espectáculo en la calle de Elvira, volviéndose a otro moro que al lado tenía—, que en menos de veinticuatro horas hemos visto dos procesiones caprichosas, sin alcanzar a ver las dos misteriosas personas conducidas en ellas. La primera era, según dicen, una linda rapaza; éste aseguran que es un loco; de aquélla no vimos más que las andas, y de éste el papelón en que viene embutido. ¡Jamás nosotros, los del menudo pueblo, vemos más que la corteza de las cosas!

—Calla y mira, Albolalit—le replicó el otro—. ¿Qué sacarás tú con ver lo que no te importa o lo que no pudieras conocer? En tanto, solázate conmigo en ver a esos wazires y cadíes, que nos mandan y nos fustigan, y a esos vocingleros oradores, escritorzuelos y poetas que nos engañan y entontecen, cómo van en recua porteando sobre sus lomos la locura y lo que es peor, bajo la agradable dirección del amable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana. El menudo pueblo no tiene más placer saludable que cuando alcanza a ver humillados a los que lo humillan a él cotidianamente. Cuando tal manjar se nos presenta, todos debemos dar en él con cucharones de azumbre y media, hasta hartarnos y tomar nuestro desquite. Mira entretanto qué punta les ha arrimado con el látigo a los venerables Abu-el-Seid y Abentomiz, para que ahilen con los demás de la recua, el agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana. Ahora recuerdo hasta con gusto las bastonadas que estos señores me mandaron arrimar por no sé qué medida de cercenada economía que yo solía aplicar en el pan que vendo en el mercado todas las mañanas.

Era ya anochecido cuando aquella segunda procesión entraba en la Alhambra, sirviéndole de bastonero el agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, quien, pasando a la estancia en que sobre su solio aguardaba el Sultán, le dijo a éste, tocando antes diez veces la tierra con su frente:

—Príncipe de los creyentes, ya llega el loco sobre los lomos de la sabiduría.

El Sultán se deshacía en muestras de regocijo y de la más íntima alegría.

La anchísima estancia, iluminada con mil lámparas arabescas, se llenó primero con todos los miembros del diván; segundo, con el apéndice de los trece coadjutores elegidos y cazados por Abu-el-Casín, y, además, con el catafalco aquel donde, como en empanada, se albergaba el caprichoso Ben-Farding.

—Quitad—dijo el Sultán—ese capirote de papelón, y venga a mis brazos mi mejor amigo, el príncipe de los disparates, el rey de la locura.

Cuarenta oficiosos wazires, con sus ochenta manos y ochocientos dedos, se precipitaban en tropel a poner en ejecución la voluntad del Sultán, cuando una vocecilla gangozuela, pero no del todo desapacible, que se dejaba escuchar dentro de aquel cascarón, como algunas veces el piar del polluelo en su huevo, dijo ahincadamente:

—No haga tal, hermano mío, poderoso Mohamad. Antes que me descubran y descapiroten, fuerza es que se apaguen todas esas luces. Abu-el-Casín así me ha hablado: cuando llegó a mí, hubo de echar al agua para apagarlos a los esclavos que él sabiamente convirtió en hachones encendidos. La obscuridad es lo que me conviene por ahora.

—Lo entiendo—respondió el Sultán—. Hágase como tú lo dices.

Y en un instante quedó la estancia en la obscuridad más completa: cada consejero o wazir dió un soplo tan fuerte a la antorcha más inmediata, que la mató en un punto, y tanto viento agitado hizo vibrar las puertas como si hubiese un terremoto.

—Entonces—dijo Ben-Farding—, hermano Mohamad, ya pueden destocarme de esta caperuza que me cobija, que por cierto ya me incomoda.

—Serás obedecido, rey de la locura—replicó el Sultán.

Y él mismo, levantándose de su solio como a tientas, quitó la cobertera de papelón, añadiendo:

—Respira y solázate, rey de la locura.

—No soy por cierto el rey de la locura—respondió Ben-Farding.

—¿Cómo no?—articuló turbado el Sultán.

Y a encontrarse con alguna claridad el regio aposento, se le hubiera visto de color del panal y con baño de amarillo azufre.

Sin duda, el Príncipe de los creyentes debió decir para sus adentros: "Si este avechucho no es el rey de la locura, y después de tantos afanes y extravagancias no hemos encontrado más que un loco de los adocenados, un loco de insulsa mediocridad, será preciso entregarse al despecho y la desesperación."

No se sabe adónde hubieran ido a dar las imaginaciones del desconcertado Sultán, cuando, en medio de aquella oscuridad, se dejó escuchar la voz del caprichoso Ben-Farding, diciendo:

—Querido Mohamad, ¿por qué te he de engañar revistiéndome con titulillos que no he ganado todavía? ¡Pues qué! ¿No hay más que ser el rey de la locura? Pero no por eso te inquietes, ni desconfíes de encontrar remedio a tanto daño, alivio a los males y buen desenlace a tanta contrariedad.

El Sultán se consoló algo con palabras tan explícitas, y dijo para sí: "Pues está visto; el rey de la locura es algún ser fabuloso a fuerza de ser disparatado; contentémonos con éste, que será un loco de los graves y encumbrados, y uno como capitán de una numerosa y escogida taifa de los más rematados. Entretanto, la condición del tal Ben-Farding es llana y fácil por todo extremo; me trata como a su igual y camarada..."

—¿Y la muchacha?—prorrumpió el loco.

—La Sultana—replicó algo amostazado el Sultán—prosigue en su paroxismo, y yo aguardo tus infalibles recetas para verla en la completa posesión de su hechicero espíritu, de sus facultades casi sobrehumanas y de su celeste hermosura.

—Pues que me la traigan, hermano Mohamad—respondió el loco Ben-Farding.

—¡Que se la traigan!—exclamó el Sultán.

Y cien postillones, avivados por las insinuaciones del agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, salieron disparados con tal orden a la apartada recámara en donde se encontraban las dos sultanas.

A poco entraban en la estancia del obscuro diván las doce tinieblas personificadas del Sennaar, que conducían en un rico palanquín, y entre almohadones de ormesí y sedas, a la desmayada cuanto hermosísima Híala.

En cuanto los esclavos pusieron en tierra el precioso depósito, y que sólo se oía en el silencioso aposento el murmurador bisbisar de los wazires y consejeros y alguno que otro suspiro del inquieto Sultán, se incorporó el loco Ben-Farding, acercándose al lecho en que descansaba, como en un encanto, la linda Sultana, y exclamó en alta voz y fuera de sí:

—¡Perfección divina! ¡Portento sin igual! ¡Asombro de la naturaleza!...

El Sultán, que en aquella tenebrosa obscuridad que envolvía la estancia estaba en ayunas de lo que pasaba en derredor de sí, exclamó impaciente:

—Querido Ben-Farding, ¿has dado ya en el encanto, conoces el sortilegio que embarga los sentidos de mi esposa? ¡Habla, habla!...

El loco proseguía en sus encarecimientos, diciendo:

—¡La boca es un anillo! ¡La garganta es de un cisne! ¡Pues y estos ojos y estas mejillas! Sus cabellos son una madeja de azabache; sus pies son dos nonadas, dos mentirillas: ¡qué madeja! Su nariz es un perfil de realce y el más perfecto de nieve...

—¡Vive Alá!—exclamó, rugiendo el Sultán—. Que si no temiera tropezar con alguno de estos marmolillos de mis consejeros, me levantara y dividiera en dos partes iguales tu desigual locura: ¿te he traído yo de siete estados debajo de tierra para que pregones y me hagas almoneda de las perfecciones de mi esposa?...

—Hermano Mohamad—respondió sosegadamente Ben-Farding—, no te ahumes ni montes tan pronto en cólera: éste es el poder de la hermosura que arrebata hasta a los mismos seres subterráneos como yo, y enloquece a la misma locura; vista perspicaz de neblí has tenido para divisar y coger tan presto presa tan deliciosa, hermano Mohamad. ¡Es tan tierna! Por otra parte, me era preciso acercarme a esa beldad para conocer la fuerza del poder que la tiene enajenada. En fin, todo está conocido; todo se remediará.

Estas palabras apagaron la hirviente cólera del Sultán; y ya, más sereno, y tomando un tono blando y de indulgencia, le rogó a Ben-Farding que hablase, y éste, en tono regocijado, le dijo:

—Voy al punto, Príncipe de los creyentes; pero antes déjame que vuelva a contemplar la muchacha, y que me goce en este privilegio que tienen mis ojos de poder admirar la belleza entre las tinieblas. ¡Oh, qué boca de rubíes!—volvió a repetir—. ¡Qué frente! ¡Qué pies y qué madeja!...

Después, el loco, reclinándose en su portátil huronera, principió así su extraordinario relato.

VI

—Has de saber, hermano Mohamad—dijo Ben-Farding—, que debajo de estos palacios de la Alhambra se encuentran ocultos los tesoros mayores de la tierra, así en adirames y monedas de los reyes más antiguos Rumíes, como en zequíes, doblas zahenes y dineros de oro bermejo de todos los sultanes del Oriente y del Occidente. Además de esta inmensa cantidad de moneda, que con la menor parte de ella se pudiera comprar veinte veces toda la tierra si un honrado cadí la pusiese en almoneda, hay en esos tesoros tanta suma de perlas, de aljófar, de diamantes, jacintos y toda clase de pedrería, que sólo Dios, alto y poderoso, pudiera enumerarla. En cuanto a joyeles, anillos, ajorcas, cadenas, brinquiños, sortijas y estotras baratijas y juguetes mujeriles, basta decirte que si todos los hombres del mundo tuvieran veinte y cinco hijas tontas y feas, y quisieran casarlas con altos personajes por el aliciente de sus joyas, alhajas y preseas llevadas en dote, no lograran todavía desocupar ni una sola de las cuarenta mil estancias que se ven llenas de tales bagatelas y fruslerías.

En la cámara más apartada de esas regiones, y que forma como una al-cuba o media naranja de mil codos de travesía y cien mil de altura, se guardan las tiaras y cetros de los reyes antecesores de Daud, los solios de los antiguos reyes del Yemen, el arco y la maza de Nemrod, que eran de oro y carbuncos, los siete sellos de Soleimán, las coronas de los primeros Califas, y otros mil portentos y riquezas de los reinos del Sur y del Septentrión.

Este espacioso camarín está labrado en lo más hondo de los palacios mágicos y ocultos de la Alhambra: son necesarias veinte semanas para descender a ellos por las dos escaleras: una, de mármol negro, y otra, de jaspe blanco, que tienen en sus dos extremos. En los jardines crecen árboles y plantas cuyas hojas y frutos son topacios, emeraldas, zafiros y otras cien especies de piedras preciosas, según la familia y naturaleza de cada planta y árbol. El Dauro riega estos verjeles desconocidos por canales fabricados de cristales y beriles, y de entre sus arenas, en redes de seda, sacan incesantemente los genios copiosos granos de oro, que van atesorando en silos de inapreciable riqueza. De los desperdicios de estas arenas son con los que ese hermoso río suele enriquecer a los buenos muslines que en los placeres y remansos del álveo buscan medios para remediar sus necesidades y dar limosna a los pobres.

Pues has de saber, hermano Mohamad, que esos tesoros están encomendados a la custodia de dos genios: el uno, malo, y de la especie de los Alafrits, y el otro, bueno, de condición noble y de aspecto hermoso, que se llama Najum-Hasam.

En esos tesoros hace muchos siglos que faltaban dos inestimables joyas, que andaban todavía en manos de los hombres; la una era la mesa de Salomón, hecha de una sola esmeralda, y la otra, y más preciosa, que era el collar de perlas, que, conservado en tu ilustre familia, lo llevaba ayer en su cuello de cisne por regalo de boda la bellísima Híala, que en sueño profundo se encuentra recostada en ese riquísimo lecho.

Cuando el fundador de tu dinastía arrojó de estos países a los últimos príncipes de los Almohades, no pudieron éstos, en el rebato de aquellos sangrientos sucesos, transportar de aquí los inmensos tesoros de su casa, tesoros que habían venido acreciendo y aumentándose incesantemente de sultán en sultán y de dinastía en dinastía, ya por las herencias y conquistas, y ya por las artes y maravillas de las ciencias ocultas, en que eran muy versados. En el despecho de perder todo este imperio que la fortuna regalaba a tu familia en fraude de la suya propia, los príncipes Almohades dejaron invisibles todos sus tesoros y riquezas en las mansiones subterráneas de estos inmensos alcázares y palacios, con tales artes y por tales secretos cabalísticos, que sólo Soleimán, o quien su anillo posea, pudiera haber a la mano y apoderarse de tanto encantado tesoro.

Es el caso que el collar maravilloso de Híala estuvo antiguamente entre los tesoros de los Almohades, y mientras allí estuvo, por el prodigioso poder y virtud de tal joya, el imperio y la ventura de aquella dinastía fueron en aumento, no habiendo comenzado a eclipsarse su gloria hasta extinguirse, cual ya sabes, sino desde el punto en que por una aventura de amores, que no es del caso entretenerte ahora con ella, salió el collar de aquella familia, y vino a posesión de la tuya, que desde entonces comenzó a engrandecerse en la corriente de los años y con los favores de la fortuna.

Pues el Alafrit, que es guarda de esos tesoros, que es favorecedor eterno de la familia de los Almohades, así como enemigo jurado de la tuya, sabe las virtudes del collar maravilloso. Según los decretos de los sabios y magos que lo ligaron a la vigilante custodia de tanta riqueza por las fórmulas y figuras nigrománticas de las ciencias ocultas, preveía que estando en continuo acecho pudiera ofrecerse ocasión oportuna y valedera para volver a poseer la inestimable joya del collar. El Alafrit deseaba tal favor de la fortuna para quedar libre y franco de esa centinela continua, que desempeña con honores también de escucha y de atalaya trescientos años hace, y poder así volar a las montañas de Kaf, su habitual residencia.

Es el caso que allí trata de amores con una muchacha de su especie, algo pequeña de persona, pues no tiene más que tres farasangas del tobillo a la frente, pero no fea. Su nariz es bien encantada y tornátil, así como la Giralda de Esbilia; sus ojos son algo rasgados, pero que cada uno será mayor que la bahía de Gadir; sus cejas son dos hermosas selvas de robles y jarales, y todos sus demás adherentes a este tenor. La muchacha quiere casarse, el Alafrit otro que tal, y tu imprevisión le ha llevado la sopa a la miel, el bocado a la boca.

Tú deberías saber que ese collar maravilloso, esperanza de tu porvenir, así como ha sido origen de la grandeza de tu familia, hace perfecta balanza y forma, por inseparable, con tu famoso alfanje Dul-Cahir, que fué un tiempo la victoriosa espada de Alí, bendígalo Alá. Si tú hubieses llevado el collar, si Híala siquiera llevara el alfanje, ya que pensabas separarte de su lado, la catástrofe no tuviera lugar; pero te separaste, o, por mejor decir, apartaste por un momento a Dul-Cahir del collar, y la ocasión se le presentó al Alafrit por el copete, no siendo él ni necio, ni manco para dejar de asirlo de buena manera. El fué quien envió a la mariposa azul para provocar a Híala y a su esclava Encirnún a que para cazarla y perseguirla se desviase de su séquito y comitiva, y se acercasen a sitio conveniente para el sobresalto.

A propósito de esto te recordaré, hermano Mohamad, el olvido en que como monarca has tropezado respecto a la hermosa Encirnún, esclava, que puede ser reina en cualquier parte en donde se dé culto a la hermosura. El Alafrit, en cuanto la vió, si con la una mano empuñó el collar, con la otra engarfió a la hermosísima persiana, aficionado de su donosa figura, como tú pudieras estarlo si te encontraras jugando entre las flores con unos esclavillos tamaños como alfileres. Aquel jayán piensa llevarle presente tan cuco a la señora que le está otorgada en las montañas de Kaf, para que montando a Encirnún sobre su oreja siniestra, la rasque mansamente con un almocafre aquel lado de la cabeza, operación que la halaga muy dulcemente. Encirnún se resignó desde luego a fracaso tan grande, como debe hacerlo todo esclavo que cae por su culpa en situación tan triste; pero, o yo me equivoco mucho, o esta muchacha ha de volver loco al noble Najum-Hasam, el genio que con el Alafrit guarda los tesoros, y no será extraño que de esclava se convierta en Reina de las Hadas. Esto, por otra parte, a ti te estaría bien, hermano Mohamad, pues así tendrías esperanzas de recobrar tu collar por el buen afecto de la esclava; pues te advierto, hermano mío, que faltando de tu familia esta joya maravillosa, este talismán de tanta virtud, tarde o temprano ha de perder el imperio. Pero volvamos a Híala.

Píntate en tu imaginación, hermano Mohamad, cuál se quedaría tu bellísima y tierna esposa al ver súbito delante de sí al jayán de ese descomunal Alafrit con su disforme estatura, casi doble que la de la novia, cuya descripción te he hecho; con sus ojos semejantes, cada cual al corral de Belet, si estuviese ardiendo con azufre; con los hornillos de sus narices iguales a dos caleras humeantes e hirvientes; con sus dos piernas de figura salomónica, cada una formada de dos enormes serpentones enroscados; con su barba tejida de breñales y raíces de antiquísimos árboles, y con otros primores de tal jaez. La muchacha hubiera expirado en el punto, si la virtud poderosa del collar no la hubiese asistido. El collar resistió en parte la fascinación infernal de aquel demonio; pero como al punto fué arrebatado del blanquísimo cuello, Híala cayó, no muerta, pero sí desvanecida, en profundo paroxismo, pero conservando en el desmayo su interior conocimiento.

En suma, Híala, cuando no duerme en el mismo desvanecimiento en que se encuentra sumergida, oye, entiende y conoce. Todas las demás facultades de su mente están en suspenso, pero el lograr que vuelvan al manso curso que animaba regaladamente esa infantil, y casi divina existencia, es lo difícil, es lo casi imposible; pero en manos está el adufe, Mohamad hermano, que bien lo sabrá repicar.

Si tuviéramos a mano una pluma de los pájaros de rosa que vuelan en el paraíso, sólo con halagar con ella un poco la nariz de nieve de la desmayada, estornudaría tres veces y despertara contenta y salva como de un sueño desapacible; pero como esto no es posible, fuerza será optar entre dos remedios solos que restan. Si quieres, hermano Mohamad, ver entrar a la muchacha por estos salones, danzando y triscando como una hurí celeste, con sus frescas mejillas hechas rosas, y dos soles por ojos, cantando como un ruiseñor y parlando como una mujer hecha y derecha, deja que me la lleve por tres días...

—Eso no—respondió el Sultán.

—¡Eso no! ¡¡Eso no!!—dijo Ben-Farding algo enfadado—. Pues, entonces, la cura será en toda forma; esto es, que será larga y bien fastidiosa. Es necesario, pues, si así lo quieres, hermano Mohamad, que Híala todas las mañanas sea conducida media hora antes que despunte el sol al propio sitio, junto a aquella fuente y debajo del mismo frondoso peral, en donde se encontró desmayada después de la catástrofe. Allí se le darán a oler, en matizados ramilletes, de todas las flores del Generalife, y aun se la acercará a los labios fruta del peral y raudales de la fuente, para que tales aromas y tan regalados como sencillos manjares produzcan en la hermosa Sultana el mágico efecto que me figuro. Después, en aquel mismo lugar, formando un cerco con cojines y almohadones de seda, y alfombrado el suelo con alcatifas de Persia, y de manera que las pueda oír la lindísima Híala, contarán sendas historias por el estilo que mejor puedan o sepan los esclavos, esclavas o personas que sobresalgan en tan peregrino como envidiable talento. Si las historias o cuentos que se relatan son por lo prodigioso y de maravillas, y la hermosa desmayada da alguna señal de admiración, o si por lo trágico y lastimoso la arrancan alguna lágrima, o siendo de donaires y chistes mueven la celestial sonrisa de Híala; Híala está salvada, y poco a poco volverá en sí dando un leve suspiro y entreabriendo sus ojos de paloma. A tu diligencia oficiosa, a la buena voluntad de estos heroicos sabios que aquí me escuchan, mis mozos de silla o porteadores, y, sobre todo, al buen arte del agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, les toca y atañe exhumar, buscar y hallar muchos de tales recontadores de jadices e historias, o noveladores trágicos o cuenteros festivos, y que de entre ellos salga alguno que sepa por las maravillas de su relato, por las gracias de su decir o por las galas de su invención y sales de sus chistes, poner en juego las sensibles cuanto delicadas facultades del ánimo de la simpar Híala.

Y con esto me despido,
que vivo lejos,

hermano Mohamad, haciendo gracia por ahora de las ceremonias y procesión con que aquí se me condujo, y del andamio, atalajes, cuadrigas y tiros con que se me porteó, pues ya está harta la locura de ir en cuestas de la sabiduría.

Diciendo esto Ben-Farding, saltó de su huronera, dió tres o cuatro carrerillas por la estancia, sacudió de papirotes y sardinetes a los deslumbrados wazires, cadíes y altos dignatarios del diván, y salió rehilando de la Alhambra, como Bodoque disparado por fuerte brazo de bien templada ballesta.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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