Fisiología y Chistes del Cigarro

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Que forman brocado de una y otra haz, águila imperial de dos cabezas y huevo de dos yemas, con los donaires de la capa


[...] Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban a sus pueblos, mujeres y hombres: siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta hoja seca también a manera de mosquete hecho de papel de los que hacen los muchachos la pascua del Spíritu Santo: y encendido por la una parte dél, por la otra chupan, o sorben, o reciben con el resuello para adentro, aquel humo, con el cual se adormecen las carnes, y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes o como los llamáremos, llaman ellos tabacos.

(Las Casas, Historia general de las Indias)


En cuanto a mi persona en cuerpo y alma, me llaman Puntillas, hijo de Puntales, nieto de Punzones y biznieto tataranieto de los Puntas y Collares todos, que han militado en el barrio de San Bernardo en nuestra universidad de Sevilla. A mi madre la llamaron la Puntera, hija de la Puntaalegre y nieta de Trespuntos, coligada por la sangre con las Poncelas averiadas de Osuna y con las Punterolas, Repuntadas, Estrechipuntas y Puntilames que vivieron en Cádiz morigeradamente en lo que cabe, en ciertas casas bajas de techo, pero de alta nombradía, que se parecían enfrente del castillo de Puntales, orillitas del mar y cerca del ventorrillo del Tuerto. Dejando a cada cual de mis abolengos que prueben y motiven de legítima y originaria derivación de sus apellidos, en cuanto a mí, yo sólo sabré decir que si en retintín mi nombre puede hacer son con los que muestra mi esclarecida alcurnia, todavía me supe ganar yo por mis propios merecimientos el renombre de Puntillas, por la singular afición que desde tamañito saqué de buscar, allegar y hacer caudal de todos los cabos, restos, trozos, pedazos y puntas de cigarro que por doquiera hallaba. Mientras otros mis compañeros de inferior edad y más bajos pensamientos se enamoraban con fe ciega, pero no con menor afición, de los pañizuelos, carteras, petacas, cartapacios y otras menudencias que se embozaban honestamente en este bolsillo o aquella faltriquera, sacándolos de su morada sin venia y beneplácito del Gobernador o Vicario, yo, dando por insegura, aunque muy sabrosa por lo lucrativa, aquella nueva especie de corso, daba en tanto modesto entretenimiento a mi filosofía peripatética, paseando, discurriendo y divagando por entre los trebejos de los cafés y tertulias, y por entre los andenes y lunetas de los coliseos y teatros, dando agradable cebo así a esta nueva clase de caza y montería. Mis despojos y trofeos de tal mariscar, así contaban con muestras de los vegueros, panetelas, regalías y ciento en boca de la Habana, como con retales de toda laya de Virginia, rehuz y desperdicio del Brasil y Prayapreta, retirándome casi siempre al reducido zaquizamí de mi chiscón con pañuelos colmados de estos tesoros. Todos ellos puestos al pique ya de sendas tijeras o tajantes cuchillas, triturados debidamente, acribados con limpieza y pasando por la hábil manipulación de mi buen ingenio y arte, ofrecían agradable materia para los inteligentes, que se embebecían de placer saboreándola en los pulcros, lindos y encanutados pitillos en que yo me la sabía embutir y acomodar. El buen crédito de mi mercancía aumentaba el de mi persona, y ambos valimientos me alzaron a mayores, y comencé a verme de mano a mano, de una parte con los saboreadores del humo, alias fumadores, y de otra con los tratantes y traficadores, así marítimos como terrestres, del precioso fruto de la Habana. Yo, que en todo quiero tener suficiencia razonable en lo que trato y contrato, para alcanzar autoridad, no sólo para con los otros, sino también para mi dignidad propia, me propuse adquirir idoneidad exquisita en tan curioso y enrevesado ramo. Puedo decir, en verdad, que si daba feria a la mitad de mi mercancía, de la otra mitad era yo mismo el más goloso consumidor, pasándome las horas que no empleaba en mis excursiones y manipulación, en quemar agradablemente mis propios pitillos entre los labios, dormidos casi los ojos en soñoliento placer, y viendo desvanecerse en el espacio, bien de la Puerta de Tierra viendo jugar al sacanete y parar, o en los garitos y casas de gente buena, las espirales caprichosas y azuladas del humo que se columpiaba y perdía mansamente. Aseguro en mi conciencia, que si en los tiempos del Manco de Lepanto hubiera estado, cuanto lo está en el día, puesto en práctica y corriente el uso del tabaco, las trazas del señor Monipodio hubieran sido más fértiles y adecuadas, y más listos y avisados habríanse dejado ver aquellas dos figuras de los señores Rinconete y Cortadillo, que tanto nos edifican, sin embargo, a los que en siglos posteriores y menos afortunados seguimos su santo ejemplo, con más devoción que fortuna, por esta Tebaida de Sevilla, Cádiz y otras partes, sin excluir a Ceuta. Cuando un hombre de sangre regocijada en las venas y con algo de chirumen en la cabeza va bebiéndose sabrosamente el espíritu de un cigarro, no haya miedo que le asistan sino pensamientos de grande alteza y utilidad, siendo mucho de notar que estos pensamientos crecen de importancia conforme el holocausto se va consumiendo, de manera que, al llegar el cigarro a la cola, presta al fumador la mayor inteligencia posible, y se la monta, hablando con perdón, a la quincuagésima potencia. Para mí esto es tan cierto, que cuando Colón resolvió la posibilidad de un nuevo mundo y Hernán Cortés decidió la conquista de Méjico, si es que entonces no estaban ya en uso los cigarros, algo sin duda se chupaban entonces, y no era el dedo, que es justamente lo que nosotros nos chupamos en la cuestión agradable que estamos viendo entre ese mismo Méjico y los Estados Unidos (severos moralistas, como todos conocemos).

Esto os hará conocer, señores míos, que este chupe del chapamiento del cigarro va por encontrado camino, en cuanto a resultas y efectos de la chupandina de las sabrosas salsas y suculentos bocados que en otro tiempo era prebenda de cierta gente que ya pasó, y que hoy disfrutan mutatis mutandis, y todo es igual; los que han entrado en el goce y disfrute de las medias provincias que poseían los Cartujos, Benitos, Bernardos, Jerónimos y demás amigos. Esta chupandina, según el decir de las gentes, daba crasitud a la humoración, prestaba obesidad al cerviguillo, pereza al entendimiento, tardanza imaginativa y mucho trastrueque en las funciones del entendimiento, al paso que el regalado chupe de un cigarro despabila los sentidos, aviva el ánimo, regocija el alma y la sugiere los pensamientos más sutiles y los medios, no por ingeniosos menos adecuados, para llevarlos a provechoso cumplimiento. Esto es tan cierto, que cuando yo, recostado en el respaldo de alguna silla, veía entre cuatro amigos que echaban un resto a primera, al golfo o a la flor, o cualquier otro juego de envite y azar, jamás dejó de ocurrírseme el servir de atalaya y vigía de aviso para mi camarada de enfrente. Mi puntilla o cola entre los labios, trasteándola acertadamente, y con clave convenida, desde el diestro al siniestro entrecijo de la boca, marcaba, con más seguridad que la hora del reloj de San Pablo, los puntos de mi facistol, desde veinticuatro al treinta, o lo que a bien venía o el caso requiriese, sin omitir su santo y contraseña para esto del flux u otros naufragios semejantes.

Aquí llegaba el doctor Puntillas, que con las buenas gracias y feliz aplicación del chiste de sus cigarrillos nos había hecho asomar algo de sonrisa en los labios, cuando yo, queriendo zaherir en algo al antiguo interlocutor, apellidándolo en forma, le dije:

—En verdad, Capita, que para otra ocasión debes tomar ejemplo de tu amigo Puntillas, si has de repetir el encomio de los donaires de tu capa. He ahí una relación lisa y llana, no falta de novedad, y sin esas escabrosidades de erudición, citas y apostillas que hubieran hecho insoportable tu discurso, si mi autoridad y buena razón no te lo hubieran hecho chapodar y talar con mano airada, y aun todavía fuera inadmisible entre gentes de menos indulgencia que nosotros.

—Alto allá (dijo Puntillas); que esa razón, si puede tomarse por reprimenda a mi compañero, puede considerarse también como invectiva a este mi romanzado tan por liso y raso, y tan poco empavesado de las flámulas y gallardetes de mi mucha letra y sabiduría.

—No he querido yo, buen Puntillas (repliqué), poner en duda la certeza de tus peregrinos conocimientos en la materia...

—Pues al buen pagador no le duelen prendas; y nadie a mí me pisó la cola, ni rayó más alto que yo, ni me ensalivó la oreja, y por mucho menos en esto de los decires y de la conversación por lo pintado y lindo, porque a mí me llamaron pico de oro, devano palabras por madejas, y sé más casos y sucedidos que D. Pedro de Portugal, que corrió las siete partidas del mundo, y tengo más respuestas y acertijos que la doncella Teodor. Acaso vuesas mercedes me miren como fumadorcillo de aguachirle, romancista y sin matrícula ni título, y supongan que no cursé, ni por tiempo conveniente, ni con maestro autorizado y de nombradía, la materia que trato y contrato, y en la cual soy doctor de a claustro pleno, y no de los de tibi quoque.

—No te sobresaltes (iba a decirle yo), querido Puntillas, —cuando, reforzándose de palabras, y atragantándose de razones, prosiguió con rabiosa grandilocuencia desta manera:

—Porque, señores, soy doctor de cuatro borlas, celeste, rosácea, morada, verde, y maestro en artes además, en este arte liberal del tabaco y cigarrillo, y nadie que en algo estime su honra será osado a entrar en oposiciones conmigo. En cuanto a medicina, me sé de coro las condiciones, virtudes y calidades de esta planta, sus especies, sus nombres, si es buena o nociva, si aprieta, si laxa, si chupa, si escupe, y demás menudencias. En cuanto a teología y derecho canónico, ¿quién como yo podrá decidir las interesantes cuestiones de si el cucarachero por las narices o el habano por los labios y fauces quebrantan el ayuno natural o formal? ¿Quién establecer la diferencia del por qué el polvo puede absorberse en el templo y el fumar ni por las nubes? En cuanto a lo de leves, vuélvome el Salcedo de contrabando, pues hombre que, como yo, ha asistido a veinticinco alijos por semana, siempre con permiso competente de la autoridad del ramo, que ha sufrido cuarenta causas y treinta y dos condenaciones que ninguna he cumplido, que da un oscuro al lucero del alba, y que, de antubión y por la tremenda, sabe entrar dos corachas del brasileño por ante las barbas de tres partidas y veinte cuadrilleros, bien se le puede tener y fallar por perito rematado. Pues en cuanto a su historia, genealogía y prosapia, ¿quién es el atrevido que alzárame el gallo en esto del tabaco? En la Isla Española lo encontraron en uso los españoles, que, como gente de gusto, lo adoptaron como cosa propia y de casa, y para mí tengo que ha sido el único útil que hemos sacado y adquirido por la conquista de las Indias; porque en un país en donde ni los unos ni los otros, ni éstos ni aquéllos, ni ahora ni entonces, ni blancos ni colorados, ni chatos ni narigones, dejan de estar quedo el menor tarín o ardite en el bolsillo del pobre, ¿qué otro mejor alivio sino el tabaco para este hombre libre, que mata el hambre, que alivia la sed, sin pan, sin viandas y bebidas, y que viste de gala al más haraposo, aunque sólo posea un manco taparrabo? Por ser para tanto esta ínclita hierba, o, por mejor decir, sirviendo para todo, fue, sin duda, por lo que la nombraron y denominaron por tantos nombres y apellidos. En la Española la llamaron cohuva, en Nueva España pisciel, en el Perú sayre, y en Brasil peto;: en Europa, unos la llamaron nicosiana, de cierto quidam llamado Nicot, que en la embajada que de Francia trajo a Portugal en tiempo del rey D. Sebastián tuvo conocimiento de esta hierba, y tomándola consigo la connaturalizó en Francia; otros la llamaron hierba regina o de la cruz; aquellos, vulneraria; estotros, piperina; pero los españoles hablamos, y la llamamos tabaco, y efetá; con tal nombre quedó bautizada para in eternum, porque los nombres que han de vivir los ha de dar la gente de más autoridad.

Viendo yo que Puntillas se me desquebrajaba en erudiciones y noticias peregrinas, quise meterle el capote, hablando técnicamente, y llevármelo a otro terreno de más amenidad; pero él, desentendiéndose de mis llamadas, prosiguió así su trasiego de palabras:

—En cuanto a los autores y encomiastas que han tratado de esta hierba portentosa, no quiero hablar en demasía por no aridecerme las fauces y tener que remojar la palabra (y por aquí no hay vino), y así, dejando a Marradón y Eduardo Vestonio, sólo citaré la famosa Tabacología de Juan Neandro, en donde, además de darnos en estampa tres especies, enumera diez y ocho clases de tabaco, de otras tantas provincias que lo producen, ofreciendo mil pormenores curiosos, y revelándonos mil secretos más curiosos todavía sobre planta a quien sólo el trigo le puede ser émulo y rival. Y esto en cuanto a escritores extranjeros; pues si hablarnos de los españoles, es cuento de nunca acabar, amén de haber sido los primeros que dieron a conocer el tesoro escondido del tabaco. Las Casas, Oviedo, Juan Fragoso, Nicolás Monardes, Acosta, Cárdenas y otros ciento, ¿qué no dijeron de tan salutífera planta, habiendo alguno que llegó hasta entonarle himnos y cantares? León Pinelo examinó sus calidades nutritivas, hombreándolo, amanojándolo y emparejándolo con el sabroso chocolate. Leyva Aguilar, amostazado con tantas alabanzas, escribió su Desengaño contra el uso del tabaco, pues, como buen médico, opinaba que para chupar y tomar, había sendas cosas más preferibles que el tabaco. Monardes y Córdoba en sus Cualidades del tabaco...

Yo, al ver que mi Puntillas se me ladeaba de nuevo al mal camino, y que volvía a su remolino de palabras, de erudición y de citas, quise darle sofrenada y por el punto de la vanidad, si es que había de desviarlo de tan mala querencia, y así le dije:

—Todo el auditorio, amigo Puntillas, está pasmado de tu saber y doctrina; pero haciéndote gracia por ahora de noticias tan peregrinas, quisieran entender algunos de estos señores, que ya sabes cursan escuelas y arrastran bayetas, qué enigma es aquel que nos propusistes de doctores de tibi quoque, porque, o yo me equivoco mucho, o esto debe ser cosa de curiosa recordación.

—Este es punto (replicó Puntillas) que ha de ser muy del conocimiento de cualquier escolar. Ello es que allá en lo antiguo calzaba también universidad la ciudad de Gandía, en el reino de Valencia, que, como de regadío, abundaba también de esta clase de fruta; como todo en ella se hacía a costo y costa, acudían graduandos que era un portento para sacar por poco dinero sendos títulos y borlas; y como siempre ha sido principio de justicia que el poco dinero vale poco trabajo, de diez o doce candidatos se elegía quien al menos tuviese el uso de la palabra, y entraba y tomaba asiento en el acto, que no era poca fatiga. Los compañeros de trahílla esperaban en las afueras del general la conclusión de los ejercicios; y después, en pos del doctorado, salía el señor Bedel, y señalándolo decía: Ecce Doctor, y después, dirigiéndose a cada cuál de los estantes, añadía: Et tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque, y sacaba de tal manera una hornada de quince o veinte sabios doctores. Pues miren vuesas mercedes que si en las universidades ha caído en desuso tal método, no deja de tener aplicación, y yo creo que con utilidad, en otros institutos; por ejemplo: cuando en las Cortes se aprueban ciertas actas y se reprueban otras, según el color de estos o aquellos diputados, me parece que estoy oyendo al señor Bedel que dice respectivamente a estotros y aquellos: Tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque. —Pero dejando en baceta estas cartas que no ligan (añadió Puntillas), y volviendo al hilo de mi cuento, diré con dolor que ya no es el cigarro en autoridad y nobleza lo que alcanzaba ser en otro tiempo. Sin tabaco negro no hay verdadero fumador, señores, y el blanco, con su entrada en uso, ha trocado en vulgar y trivial por extremo aquella ocasión de boato y gala señoril de preparar, hacer y fumar un cigarro. ¡Qué diferencia de estos pitillos que como en haz de antiguos lictores se llevan en la faltriquera, a los aprestos que en otro tiempo eran necesarios para la noble operación! ¡Qué contraste entre la manifactura a que llaman fósforos ahora, con aquellas menudencias y cachivaches que in illo tempore llamábamos avíos! Entonces iba un hombre vestidode corto con su coleto y chupa, ya fuese de estezado, ya de triple, y el calzón de lo mismo con cenojiles copiosos y de colores, y al querer fantasear algún tanto en plática sabrosa con un amigo, se asentaban en par, ora en un poyo si la escena pasaba en calle o plaza, ora en este canto o aquel repecho si tenía lugar en algún otero o prado, y comenzaba la entretenida operación del cigarro. Recogiendo la rodilla siniestra y hacia dicho costado, ladeando sutilmente la persona, se alargaba la pierna derecha reposadamente, y con la mano se exhumaba la bolsa de lobo marino que abultadamente se dibujaba en el tiro del calzón, asomando el un cabo algún tanto por la faltriquera. Nacida al mundo, se desdoblaba sosegadamente la ancha colonia de veinte varas que la envolvía y religaba, y abriéndose de entrañas la bolsa, ofrecía primero el jeme de tabaco brasileño, su navaja roma y de cabo de hueso, su macillo de papel valenciano, el correspondiente pedernal con su adecuado eslabón y su golpe de yesca, ya de geta o ya de hierbas, amarilla como el azafrán. ¡Qué actitud aquella para picar el tabaco! ¡Qué tomarlo entre el índex y el anular de la izquierda, mientras que la derecha blandía el fierro y trocaba en rebanadas, de diámetro justo y cabal todas, el cabo del tabaco! ¡Qué aroma de higo bujarasol se percibía al restregar y moler entre las palmas aquel perfume oriental! En fin: en esto no cabe encarecimiento, porque ello es la pura verdad; baste decir que era el prólogo, la preparación y el introito (mundanidades aparte) del mejor rato posible que le es dado gustar a la gente buena. No hablo ni apunto aquello de envolver y dar ser al cigarro, de atravesarlo en los labios o ingerirlo a horcajadas en la oreja mientras se aprestaban los avíos, ni tampoco el herir del eslabón en la piedra, ni el soplo para dar alimento a la chispa cebada en la yesca, ni aquel volteo del brazo encendiéndola al impulso de cien garatusas en el aire, ni otras cosas más, que más son para sentidas que no para relatadas, realzada la operación con las pláticas sabrosas que todo esto salpimentaban. Yo diría que sin estos agradables coloquios habidos en trances semejantes se hubiera perdido enteramente la memoria de los empalletados de Gibraltar y de la guerra del Rosellón. Cuando un hombre regular, señores, se sabía procurar y proporcionaba tres rasques como éste, mutis, el día era pasado, y ya contaba su salario o jornal por devengado, como los quinientos sueldos de cualquiera hijodalgo de solar conocido...

—Amigo Puntillas (le dijo al orador un amigo de los allí presentes): oyendo esas descripciones tan sentidas y esos aforismos tan autorizados, me afirmo, confirmo y ratifico en que en todas partes en que hayas tomado la embocadura al cigarro, habrás sido el oráculo, el modelo, el dechado y la envidia de los fumadores, rindiéndote parias y vasallaje, proclamándote por su rey y señor natural.

—Así me lo tenía yo concebido y pensado (replicó Puntillas); pero la mortificación se encuentra siempre al lado de la vanagloria, el mejor jugador topa con su maestro, y quien más caballero se cuenta, hémele aquí que se encuentra rellanado en tierra. Rey de los fumadores me apellidaba el mundo, quiero decir Sevilla, y por emperador del tabaco me tenía yo en todos sus confines y aledaños, cuando cierto día me dio un tapaboca el más pícaro desengaño, llegando a confirmarme en aquello de vivir para ver, y ver para aprender. Señores: fue el caso que yo me estaba cierto día sobre tarde en la pescadería, atónito de tanto bullicio y tráfago, y ensordecido con los gritos y vociferaciones de los malagíes que pregonaban, de los regatones que aturdían, del charrán que cantaba, del comprador que extremaba su porfía, del almotacén que mandaba a voces, y de todo bicho viviente que a gritos se daba a entender, cuando reparé en cierto mozo peciguerol que expendía de su mercancía por el arte y maña más sutil que imaginarse puede. Ello es que con su balanza en la mano repartía libras a sus parroquianos con tal limpieza, con cercén y recorte tal, que allá iría un cuarterón cuando el marchante por su dinero tenía fundado derecho para recibir el cuarto de una arroba. Cuando algún desabrido o mal contento le echaba en cara la desconformidad del peso con la dimensión menguada del pez que llevaba, le replicaba con aire suficiente y tono decisivo aquel fiel contraste del género de la escama: «No hay que reparar en eso, señores míos; estos róbalos, salmonetes y pajeles, y estas lisas, doradas y merluzas (señalando así el género que vendía) están muy embebidas y en contracción; pero en cuanto sientan un poco el amor de la lumbre se desenvainarán por cuartas y se alargarán por jemes; la calidad encubre el bulto, y el oro, si abulta poco, mucho vale; andar y andemos, y hacer hueco y lugar para que otros disfruten de tanta conveniencia y provecho.» Me gustó por extremo aquel despejo y traza tan despabilada, pues era mozo como treinteno, embutido todo en unos como pantalones de terliz que casi le llegaban al hombro, con camisolín listado arremangado de arribos los brazos, con un pañizuelo pasado galanamente por la cabeza y saboreando un cigarro linterna en la boca, ni con más ni con menos limpieza que la que yo muestro ahora mismo en mis labios. Por supuesto, que desde que le eché los ojos dije para mí: «Este es un hombre;» pero no queriendo acelerarme, y para proceder con detenimiento, me acerqué al circunstante que me pareció más del caso, y le pregunté: «¿Quién es este mozo bueno?» Aquel hombre se me quedó mirando, y exclamó: «¡Cristiano!; qué, ¿no conoce al señor Lipende, campana gorda de los salientes, extremo y cabo del mundo del saber, y aguja sutil de todas las mañas y zancadillas del mundo?»Yo, sin aguardar más palabra, dejé a éste y me fui a estotro, tendiéndole la mano como de casa y de la propia familia, y le dije: «Serrano de la mar, puesto que yo soy marisqueador de la tierra: ¿se pueden saber los antecedentes y premisas de ese noble apellido que lleva?» Aquel mozo regular, conociendo sin duda ser yo el otro, me tomó la mano, y me dijo: «Yo soy el mentado Lipende; pero esta derivación viene ya desfigurada y corruta, porque el verdadero nombre es Libripendens, que por antigüedad preside y antecede a los famosos apellidos de los Mendozas, Ponces y Osorios, puesto que desde los añejos tiempos de Roma asistían mis antepasados con el Pretor para todo acto decente y de circunstancias en esto de justicia, conteniendo esto gran misterio y significación, manifestando que en todos los actos judiciales debe intervenir verdadera compra y venta. Los tiempos han venido a menos, y si imperios se han trastrocado, nada de extraño parecerá que el Libripendens de entonces sea el Lipende de ahora; todo al fin es cosa de pesas y balanza, de comprar y vender, y el cielo lo cobija todo. Entre tanto (prosiguió, así que observó lo mucho que me maravillaba la limpieza y arte de su peso), ¿quiere Vmd. comprarme una mosca que pesa dos libras?» Yo, señores, al oír tal desacierto, le repliqué diciéndole: «Señor Lipende: eso será alguna mosca morcón, imperial o de siete cabezas; porque ni en mis viajes, ni en las idas y venidas de los propios y los extraños, he visto ni oído cosa tal.» «Pues ahí está el caso (volvió a replicarme Lipende), que todo ello no es más que el buche de la mosquilla más raez y de petiminí que puede verse.» Él aquí (ya la había cogido al vuelo) echó una pesa de a dos libras en el un platiller, y en el otro arrojó con brío y desenfado el insecto párvulo, y con admiración y espanto mío, vi ahocicar y atropellarse la balanza de estotro lado hasta tocar al suelo, alzando la cola y las pesas, ni más ni menos que al zenit. Yo quedé extático y anonadado de aquel portento, y a no ser por mi contrariedad a toda idolatría, hubiera caído de hinojos, adorando aquel sabio vulnerador e infractor de las leyes de la estática y de la mecánica. Desde luego conocí que aquel no era hombre de los que llamamos grandes en el día y de los que necesitan de periódicos, romances y relaciones, que todo es uno, para ganar nombradía. Era un aficionado émulo de Arquímedes, un Newton que andaba incógnito por las playas y mataderos; pero no queriendo yo ceder tan pronto la palma de mis merecimientos, le dije al señor Lipende: «Yo abato mi bandera ante esas gracias y manosidades, si sutiles y curiosas, más útiles todavía, pero siempre me defiendo y mejoro en esto del encender y chupar de las colas, tusas, puntillas y cigarros.» Y diciendo y haciendo, comencé a ejecutar y poner por obra todo el manual y cartilla de mi práctica y escuela cigarril. Con aire bondadoso, y casi satisfecho, me miraba el maestro Lipende; y viendo que ante nosotros se parecía cierto anafe castañeasadero, de donde se desprendían ráfagas de centellas ardientes y fugitivas, que, a fuer de lentejuelas vaporosas, se extinguían por el aire, se volvió a mí, y habló de esta manera: «Señor Puntillas: la gala de fumador y el gracejo, los buenos toques, el acierto en las señales, el buen manejo, el continente y señorío en provocar el humo, el primor y todos los puntos y tildes del melindre de fumador, tienen su asiento efectivamente en esa persona; pero ¿alcanza Vmd. igual fuerza en la fuerza del chupe? ¿Sabe cogerla al vuelo, hacerla suya y arder el mundo entero, sin excluir las aguas y los mares, una chispa, un átomo, una minutísima parte del elemento caliente? Atienda Vmd. bien, señor Puntillas, y ensáyeme, imíteme y remédeme si puede.» Y diciendo esto, el maestro Lipende (que este es el nombre que desde entonces le doy), tomando en ristre con los labios el cigarrillo, salió escapado detrás de la centelleja de fuego más apartada que disparó el anafe, y con más acierto que el vencejo sorbe al mosquito, y con más tino que la paviota encanuta al pececillo que trasflora el agua, atrapó el átomo ardiente; y encanutándolo y embutiéndole en el ánima del cigarro, y moviéndolo allí con el bullir pruriginoso de los dedos, y cebándolo y alimentándolo, acreciéndolo con el chupe de mayor compás, amansándolo ahora, acrecentándolo despues, remitiéndolo luego para ensoberbecerlo más ahína, y volviendo la cara al cielo para tomar aire o volviéndolo de soslayo para tantear el viento, ello es que a poco vi trocado el cigarro (ya era anochecido) en una hacha de ocho pábilos o en antorcha que recordaba el incendio de los Pirineos en tiempos del rey Gerión. Desde allí (añadió suspirando Puntillas), hace el tanto de dos años que ando bebiendo los vientos, escopeteándome con mi cigarro en pos y tras la querencia de las chispas y centellas que estalla cualquier lumbrada, farol o braserillo encendido, y aún todavía me hallo en ayunas en lo de aquel primor que Maestre Lipende dibujaba cada y cuando se le antojaba y a mano le caía.

—Mucho diera (dijo aquel de los Farfanes) por tratar y platicar con ese doctor de los maestros, puntero entre los más principales, y endoctrinador de los sabios mayúsculos de Sevilla, según confesión del amigo Puntillas...

—Pues esa es la lástima (replicó éste, con voz doliente y afligida); ésa es la lástima, que Maestre Lipende no puede parecer aquí en este mismo momento, pues se lo llevaron al inocente engañado a Ceuta, y allá me lo tiene pérfidamente embebecido y como ligado cierta cartagenera, que malos sean mis pecados si pesa menos de veinte y cinco libras, y por más que el pobre hace por romper tales hechizos, por más que pide favor a Lima y ayuda a todas las sierras de la geografía y de la historia, sin excluir la del bendito San José, todavía gime y llora en su jaula, contentándose con pasear los ojos por las altas olas de dos mares y afincando la vista en las sagradas playas de España, esperando la libertad. Pero no hay plazo que no se cumpla, señores, y él vendrá aquí, y sirviéndole yo de lengua y faraute, les explicará al auditorio, que por hallarse un hombre paseando sobre una mula, aunque sea de otro o por dar gravedad específica a la especie y materia que se vende, no hay motivo para enlabiarlo por la buena, empapelarlo por la mala y enviarlo allende el mar. ¿Y qué haría de su persona en aquel ámbito aislado y triste el eminente Lipende, si no buscara el arrimo, el regalo, el consuelo y la entretenida recreación del tabaco y del cigarrillo? Aguardemos, señores, con resignación a que regrese de peregrinación tan peregrina, que ya nos ofrecerá, como fruto de sus meditaciones y vigilias, descubrimientos y aplicaciones de no menor donaire y utilidad que los de la centella volante y el del cigarro ensortijador. Allí mi buen amigo pondrá ahora a prueba y en provecho de su estómago trasijado, no con dos, sino con veinticinco vacíos, la facultad nutritiva del tabaco; ¡esa facultad que presta al fumador las propiedades de cuerpo glorioso!!! Vengan, pues, de todo calibre y dimensión, cigarros bastantes para formar un órgano de catedral, y con tal bizcocho y vitualla me ofrezco a tomar el asiento y manutención de un tercio de españoles, si éstos son de buen solar y prosapia. Y en la guerra de la Independencia, si no me miente la curiosa relación de mi hermano, algo más crecido en años que yo, se vio el caso (pues militó en ella) de que anduvieron él y otros quince por las fragosidades de Sierra Morena, huyéndole el bulto a los franceses en tiempo del Boqui o la Galpanta, sin más despensa ni repuesto que seis colas y veinticinco cigarros, y al postrer día, viendo que no quedaba por resto más que la última y más corta de las primeras, la encendió el que llevaba el tono y son de caporal, y bebiendo cada bocanada de humo, a compás se la inspiraba como saludador al más cercano, y éste al otro, y el otro a aquél, y todos a su vez, y tiempo hasta hacer rueda final, y vuelta a otro turno por consiguiente verdad, que y es fama, y por consiguiente verdad, que todos se salvaron, trayendo dos dedos más de unto sobre la enjundia y siete carniceras más de carne en el ruedo de su persona. Es verdad que algunos dicen que pasaron por ciertas manchas de ovejas o piaras de gozquecillos de San Antón, y que se traspapelaron algunos individuos de una u otra especie, lo cual no puede creerse, atendida la rigidez reconocida de aquellos perseguidos cenobitas. Por lo demás, ¡vive Dios del cielo, que el cigarro es el más peculiar distintivo de la noble llaneza española! ¿Qué señor de título irá en pompa y majestad, llenando la calle con su persona y perfumando el aire con el habano, que no tenga que retraerse y detener su andar al simple reclamo de un fumador de chupetín y sombrerete, que le demanda el cuarto elemento para encender su menester, quier pitillo, quier cigarro o tusa? Y que se mosquee el señorón, y quiera con una negativa subirse en los zancos de su prosopopeya o autoridad, que ya le mando su mucho de mortificación y su poco de contundencia en la curiosa escena que puede provocar. Este fuero y franquicia del pueblo español no es tan fácil de traspapelarlo y caer en su desuso como los que contienen y encierran los aforismos de ciertos añalejos que se irriprimen de algún tiempo acá. Diz que cierto caballero muy curtido en usos y costumbres extranjeras, quiso reformar la moda española, en cierta ocasión que, según el saludo ordinario, le pidió plática de cigarro un manolo chispero de nuestros barrios. El español modernizado, queriendo cumplir con la práctica al propio tiempo que manifestar su enfado, sacó su cuerda perfumada, la encendió en su cigarro, y la ofreció al postulante. Éste, conociendo la estocada y reservando el quite, tomó la mecha con aire socarrón, y encendiendo reposadamente su cigarro, al concluir sacó una tarja de a dos cuartos del bolsillo, entregándosela con la mecha al individuo atónito, que así se vio igualado con un habitante de la luna de los que zahuman el Prado en el estío con la cañaheja encendida. Pero, señores, si tales conocimien tos se necesitan en las ciencias naturales y exactas para fumar magistralmente un cigarro, ¿qué ápices, qué perfiles y qué toques no son indispensables en las bellas artes, en el dibujo, en la pintura y en la estatuaria? Para pedir candela, encender el cigarro, ofrecer el propio y otros primores por el estilo, ¿qué estudio no se necesita dar al escorzo de la persona, qué aire al talle, qué primor al cuerpo, qué movimiento a la mano y qué floreo y juguetes a los dedos que toman, pulsan, encuentran, confrontan, pican, halagan y ensortijan los cigarros, hasta que ha hecho comunión el fuego del uno con las tinieblas del otro? Ni un maestro de esgrima, ni un diestro en el danzar, deben ofrecer más hermosura y gallardía que el fumador en tales y semejantes trances; y no digo nada del primor con que deben despedirse interpelante e interpelado, el atildamiento con que se debe requerir el sombrero, ni el movimiento gentil de la cabeza, ni otros adherentes del caso, porque esto es más bien para pintado que no para dicho; y verbi gracia, y como para ejemplo, todo se verifica de esta manera.

Y Puntillas, haciendo y contrahaciendo cuanto dejaba dicho, hacía gala y muestra de la persona y movimientos por tal arte y manera, que, apuntando la risa en los labios, no por eso se dejaba de conocer que había mucho de donaire y no poco de gallardía en todos aquellos quiebros y accidentes.

—Pero, señores, todas estas ventajas, privilegios y utilidades del tabaco vienen a desvanecerse y a quedar en nada, si el cigarro no va encendido.

Y al llegar aquí, Puntillas hizo gala de su persona incorporándose, y prestó tal aliento al cigarro, que relucía como un ascua.

—Andar con cigarro a matacandelas, es andar, señores, en tinieblas. Se sube a hurto por certa escalera noruega a deshoras de la noche, temiendo hacer truco por alto con la cabeza y sin dar con el zaquizamí de la cita; pues chupe al cigarro; iluminativa al punto, y salva aquel inconveniente y da con el sitio del tesoro. Pues que a la una y no del día, pasea un galán la calle, en noches del revuelto noviembre, y aguardando alguna cédula, y no de confesión, oye el chirriar de la ventana; rechupe al cigarro; relámpago súbito, y ya sabe Doña Melisendra hacia dónde ha de enviar su papel y sus bisbises.

Y en esto Puntillas remedaba de una parte a otra con sus acciones la escena que ponía en tabla con la voz.

—Pues que el rival que a un hombre pisa el hopo y a quien se quiere sobresaltar, no da fuego, porque es blanco como las hostias; fuego al cigarro que se trueque en botafuego, y se le deja caer al descuido, con cuidado, sobre la muñeca y mano del paciente, advirtiendo antes el sacudir la ceniza, que como no resuelle con esta amabilidad, no hacerle caso y vendimiar su uva.

Y Puntillas hizo tan pintiparado y al vivo el caso, que si no retira Ariurta la mano, que era la más confín y cercana, le pone un verdadero botón de fuego.

—Que paseando con un marido (prosiguió Puntillas) nos encontramos con su enemigo íntimo (mujer in facie ecclesia), y que va en preguntas y respuestas con un tercero, pudiendo sobrevenir mucho hollín; sorbo al cigarro y disparo de siete torbellinos de humo, como de cuatro hornos de ladrillo, que oscurezcan, no sólo los ojos del paciente, sino el mismo sol, evitándose así algazara y cumpliendo con la obligación que todos tenemos de poner anteojeras a los maridos. Pero, señores (acelerando más su tarabilla, dijo el orador cigarril), ¿de cuánto no ha valido en paz y en guerra la entendida previsión de tener siempre encendido el cigarro? Si en hechos de paz he relatado dos, cuatro y más ejemplos de las utilidades del cigarro encendido, ¿qué no diré de los lances de diablos son bolos, bulla y zaragata y de a río revuelto? Aquel mi hermano el mayorazgo de quien ya relaté alguna hazaña, vean lo que puso en obra en uno de los rebellines de Torrero, en el sitio de Zaragoza, y viva Aragón.

Y aquí Puntillas, centelleando de ojos y afirmándose de boca y por fuerza chispeando el cigarro, se acercó a la mesa en donde aquí y allí se parecían los trastes venatorios.

—Aquí estaba la batería, señores; la gente, cansada ya de matar gabachos y sin recelo de ser salteada, apagadas mechas y botafuegos, se entregaba al descanso, si no al sueño, por aquí y por acullá y entre las gualderas o avantrenes de los cañones, y veo que mi susodicho hermano, único que velaba, entretenido sin duda en contar los ápices ardientes de su cigarro o en sacar augurio de las ruedas azuladas del humo, observa otro enjambre de franceses, que como garduños en vivar se acercaban, bayoneta calada y espada en mano, a darnos la alborada.

Aquí Puntillas dio tal chupe al cigarro, que lo trasformó en verdadero botafuego.

—Y mi hermano, ¡sus!, dando la voz de alarma con cierta interjección muy andaluza, avivando el cigarro como yo ahora, ¡zas!, aplicó el ascua de su cigarro al cebo del cañón: ¡pi-rin-pin-pan-pun-paf!...

Y era verdad que en la propia estancia se repetía, en miniatura, la escena de la batería, pues el buen Puntillas, con su tea encendida, que no cigarro, la aplicó, contrahaciendo el artillero con tal acierto en los granos de pólvora sacudidos de los polvorines y frascos que allí se parecían, que, cebándose el fuego y propagando la explosión por todos aquellos cachivaches, se dejó oír un verdadero pi-rin-pin-pan-pun-paf de un verdadero y nutrido fuego graneado. El ver los saltos, resaltos, brincos, desguinces y cabriolas de todos los asistentes, sin excluir el heroico Capita, hubiera sido cosa muy de reír, si no se sobresaltase la imaginación con el riesgo más que probable de alguna pierna rota, testa cascada, o cuando menos con el de alguna chamusquina de menor cuantía. Y no se piense que el imperturbable Puntillas se sobrecogiera o amilanara con el impensado fracaso, pues despreciando los estampidos y las fogatas, proseguía gritando:

—Así fue, señores, cómo se salvó la batería del cañón que disparó mi hermano, fumador de privilegio, cayeron siete hileras de franceses; los zaragozanos que acudieron a servir y jugar las otras piezas, aniquilaron el escuadrón de asalto, y al cigarro, señores, al cigarro se debe aquella heroica y singular hazaña...

No se sabe hasta qué punto hubiera llegado con su entusiasmo el buen Puntillas, si primero, al verse solo en la estancia, y, segundo, por los raudales de agua que le alcanzaban, de los muchos que con cacharros, trebejos y hasta con un clister de a 36 que manejaba Capita con grande acierto, no hubiera vuelto de aquel parasismo de verdadera rabia. El auditorio, que desde luego se puso en salvo tomando con buenos pies el ojo del patio al lado de los surtidores, me lo encontré algo mohíno, no fuera que en uno y otro caso hubiera por mi parte algo de mohatrería como para darle susto y sobresalto; pero el más incrédulo, incluyendo al glorioso Santo Tomé, no podría abrigar tal pensamiento si derramaba en derredor la vista, pues todo era destrucción, escombros, pavesas y cenizas. Yo sólo tuve valor para decir a mis amigos:

Señores, el próximo cónclave que celebremos, si a él han de asistir Capita y Puntillas, se tendrá en los llanos de Tablares, porque allí hay bastante tierra para sacar la suerte a un toro y bastante agua para apagar los incendios que puede provocar un cigarro.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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