La Feria de Mairena

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Sus visos y alcores llena
por los floridos abriles
con sus feriantes Mairena,
cubriendo la rubia arena
yeguas y potros por miles.

Va en manada el bravo toro;
más nada cual la serrana
que linda, pomposa, ufana,
lloviendo cairel de oro,
va a la feria en la mañana.

Breve el pie como andaluz,
los ojos de matadora,
mucho negro y mucha luz;
cada mirada traidora
deja un muerto y una cruz.

(Cántiga popular)


¡Ay, Mairena; ay, Mairena del Alcor! Si tu nombre en la lengua de los moros recuerda agua de la fuente, si con tus olivos eres la mata de albahaca de los olivares que crecen entre Carmona y Sevilla; si el Alcor sobre que estás situada te encima y sobrepone a cuantas villas, lugares y alcairías ostenta el Guadalquivir y presenta el Aljárafe; ¿quién no te celebrará además por aquella tu famosa feria de los finales de abril, precursora de la de Ronda, primera en todo el año para aquellos países, y rica cual ninguna de las dos Andalucías alta y baja? Allí, a tu feria, acude toda la gente buena, así de mantellina como de marsellés; allí las quebradas de cintura y ojito negro; allí viene la mar de caballos y otra mar de toros y ganados; allí las galas y preseas; allí los jaeces y las armas; allí el dinerito del mundo, y tras él sus golosos y enamorados de toda laya y condición, la buscona, la garduña, el tahúr, el truhán, el caballero de industria, el trapacero bribón, y el perdonavidas que come por el espanto. ¡Qué movimiento, qué Babilonia! Desde el Genil hasta la frontera de Portugal; desde Sierra Morena hasta las playas de Tarifa y Málaga, el universo mundo se conmueve para asistir a la famosa feria. Los caminos se cubren de feriantes que llevan su poca o mucha hacienda al alegre mercado de la Andalucía, de tratantes de toda especie que van allá a buscar su provecho y ganancia, de curiosos regocijados que van a vivir en éxtasis por vapor tres días en aquel centro de vida y de nuevas y variadas sensaciones; todo es gloria, todo esperanzas, como la víspera de una boda.

¡Ay, Mairena; ay, Mairena del Alcor! ¡Cómo recuerdo el delicioso y sereno día en que llegué desde Sevilla a tu rica y visitada feria. Un sol claro y benigno daba vida al lindo paisaje de Alcalá de Guadaira, que jamás tendrá pincel que lo retrate en toda su belleza, ni trovador que revele todos los dulces y risueños pensamientos que sugiere. A un lado y otro se extendían las simétricas selvas de olivos que se pierden a la vista, como el horizonte en el mar, y al frente, como cerrando el cuadro, se miraban coronados de rosadas neblinas los altos collados sobre que se ve fundada la antigua Carmona. Carmona, la ciudad más fiel a la causa del justiciero D. Pedro, y última depositaria de sus hijos y sus tesoros. En derredor y al lejos descollaban los oteros, las colinas, o se abrían los valles y cañadas, teatro de las hazañas de los descendientes y rivales de los antiguos Francisco Esteban, de Nebrón, y de Cadenas, los Siete Niños de Écija, José María, Caballero y otros ciento, reyes de los bosques y caminos de Andalucía, y al fin entre los árboles, e iluminadas vagamente por una luz de púrpura y oro, se dejaban ver las moriscas almenas de tu castillo, juro hereditario primero de los heroicos Ponces de León, timbre después de la casa de Arcos.

Ya, ¡oh, Mairena!, encontré tus anchos ruedos, tus espaciosos ejidos henchidos de toros y caballos, de ganados y aperos, de grupos de mercantes y chalanes, tus calles cubiertas de curiosos y feriantes, tus rústicas tapiales sirviendo de arrimo a cien y cien tiendas de variados y peregrinos objetos; los del más exquisito y subido lujo están en feria mano a mano con los objetos que más convienen a la condición y gusto de un pueblo pastoril y labrador.

El refinamiento de la civilización no ejerce allí su odiosa y exclusiva tiranía; todos disfrutan; los goces, la holgura son allí el patrimonio de la muchedumbre, porque están al alcance de todos. Esto derrama una bienandanza por todo aquel inmenso concurso, que añade nuevos quilates al placer del curioso observador. Al lado de los dulces laboriosamente confeccionados y sobrecargados de esencias y perfumes, regalo sólo del rico, se encuentra el acitrón, el alajú, los turrones y otros mil azúcares todavía de raza mora, que por su módico precio procuran igual sabrosa satisfacción a la aldeana, al rústico y demás gente menuda. Si allí el fondista muestra al gastrónomo su luciente aparador y batería, allá las gitanas, cubiertas de flores, en un aduar de chozas de singular talle y traza, ofrecen rubia como el oro, saltando entre el aceite, la masa candeal convertida en buñuelos, si apetitosa al paladar, fácil de costear para todo bolsillo. Los vinos extranjeros ceden allí al famoso y barato manzanilla; la aceituna de mil modos y siempre sabrosamente disfrazada, toma prioridad, como ama de casa, sobre la francesa y apatatada trufa, y la lima, el limón dulce y la naranja, manjar aristocrático en otros países, bailan de mano en mano entre las turbas de muchachos, y entre los corros y ruedas de los mayorales, ganaderos y otra gente, así de más alta como de más baja estofa. Acaso con sus blancas tocas y su pintado albornoz algún moro en una ancha cesta ofrece el dátil de Tafilete destilando miel, a los aperadores y guardas de campo que no tienen los ojos menos negros, ni las mejillas menos atezadas que él; y todos, todos disfrutan, huelgan, se solazan y recrean. Allá asisten a los títeres y volatines, aquí a la chirinchina y pulchinelas, acullá tratan y contratan; por este lado dicen la buenaventura, por aquel se ajusta un caballo o una punta de ganado; aquí se canta, allí se baila. Éste requiebra, aquél enamora; todos se agitan, todos bullen. ¡Cuánto yente, cuánto viniente! ¡Qué discurrir de hombres a caballo, de calesines que llegan, de coches que pasan, de barroches que vuelan, de pretales que suenan, de campanillas que alborotan, de zagales que gritan! Los ojos se deslumbraban y la cabeza se desvanecía.

Pero en tu feria, ¡oh, Mairena! es donde se compendia, cifra y encierra toda la Andalucía, su ser, su vida, su espíritu, su quinta esencia. No haya miedo que tu suelo se mire profanado en aquellos días por costumbre, uso o traje que no sea andaluz de todo en todo y por sus cuatro costados y abolorios. Allí un levitín o el frac más elegante de Borrel o Utrilla fueran un escándalo, una anomalía. Allí en los hombres (las mujeres, reinas absolutas) es obligatorio vestir aquel traje airoso, propio y al uso de la tierra. Los ingleses y otros extranjeros que vienen a visitar la feria desde Gibraltar y Cádiz, son los primeros en someterse a tal costumbre; si alguno al llegar a Mairena no viene preparado en su recámara con el vestido andaluz, compra inmediatamente un calañés, y con su bota y fraque de Londres se lo cala (¡qué cosa tan cuca!), y va gravemente paseando, como si fuese de todo punto atildado a lo andaluz y la majeza. Esta sumisión los hace agradables a la gente cruda, quien los adopta desde luego para la taberna y para la fiesta. Es como la circuncisión que habilita entre los moros para toda cosa, al nuevo retajado. En ti, Mairena, es donde se fija cada año el uso que ha de regir, los adornos que más han de privar, el corte que han de tener las diversas partes y aditamentos del traje andaluz. Unas veces el sombrero se desplega en su falda y se achata en su copa, como sombrero pando de fraile francisco; otras se recoge de ala y sube de cucurucho, como alcartaz de nigromante; ya se adorna con hebilla y franja de velludo, ya con pasador y cintas de colores; ora el chupetín va galoneado, ora cargado con sendas andanadas de botones turquescos, ora la chupa y calzón se agobian con muchos postizos y alamares, ora van sencillos y sólo con algunos lindos golpes de seda. Si los colores están al uso un año, en otro el negro se lleva la palma; y si la faja en el presente es encarnada o púrpura, el venidero será caña o escarolada. La bota es la que siempre es blanca, pero en las labores y pespuntes, ¡qué variedad, cuántos caprichos, qué primores tan diversos!

El caballo, así como el hombre, se somete en la feria de Mairena a llevar sus adornos y paramentos al uso exclusivo del país; los arneses de la brida ceden allí a los jaeces pintorescos de la jineta, recordando la traza y gala de las cuadrillas de Aliatares y Gazules. Se olvida la silla cortesana por el alto albardón jerezano; los arneses de elegancia se posponen a los fluecos y sedas del aparejo de campo; y aquel caballo, famoso en el mundo, que conserva en sus venas la pureza de su raza oriental, hijo del fuego y del aire, se envanece y pompea, cruzando los ámbitos del mercado en tal traza, con su frontil airoso de burato de colores, su atacola encarnado, obedeciendo la rienda del airoso jinete que lo monta, y ostentando acaso en grupa la linda serrana que viene con su hermosura a dar mayor realce a la feria.

Así entraste en Mairena aquel día, donosa Basilisa, sobre el soberbio marteleño de tu amante, pasando blandamente tu airoso brazo en derredor del talle del mancebo. El caballo era barceno, buen mozo, andando mucho, corriendo más, suelto, saltador. Las calles era necesario ensancharlas para su braceo; las piernas se quebraran con una uva, tan ágiles y sutiles eran; la cola barriera el camino si no viniese recogida, y sobre el lomo se pudieran contar cien doblones ochavo a ochavo. En grupas viniste, hermosa Basilisa, flor de la gracia, remate de lo bueno, ramo de azahares, y espumita de la sal; llegaste, y te derribaste del caballo con la limpieza del mundo, con el donaire de una bailadora. Las gentes te admiraban y se agolpaban a verte; el curioso, el paseante, te veía, te alababa, y, sobre todo, te codiciaba con el ahínco que yo me sé.

—Aquel pie (decía uno) es más breve que el instante de mi dicha; ¡quién fuera zapatito de seda para ser cárcel de tanto bien!

Otro replicaba:

—¡Pues qué del lindo engarce de aquel pie mentira con aquella pantorrilla tan de verdad! ¡Mal fuego para las puntas y cendales que tan prestamente me la embozan y roban a la vista!

Aquél añadía:

—Sus ojos son grandes como mis penas, y negros como mis pesares.

Éste:

—Su boca de anillo bebe por rubíes y respira por azahares.

Y estotro:

—¡Qué talle de junco tan bailador y de tantos accidentes! Vayan dos reales y vengan de esos movimientos...

Y tú, Basilisa, destocada, sin mantilla por mejor lucir tu cintura y traza, sin desdén como sin arrogancia, rayando en el desenfado sin tocar en la desenvoltura, y teniendo en fiel balanza lo picante con la compostura, ibas al lado de la rica majeza de tu amante, recogiendo plácemes y bendiciones del concurso entero. Las zagalas flores te ofrecían, las gitanillas te brindaban con sus hojuelas y buñuelos, y tu galán conduciéndote del brazo, hablándote dulce, rendido y amoroso, y llevando en su izquierda la larga vara que se lleva en feria, triunfaba del mundo entero, y el mundo entero le envidiaba. No se cambiara él por un rey de la tierra; tu hermosura y brio eran su señorío; las dotes varoniles de tu corazón su riqueza; y con su imaginación andaluza todo el porvenir lo veía de color de rosa.

Aquella noche bailaste en la fiesta, flor de las serranas, y tu galán contigo, cien coplas mil y mil mudanzas. Los hombres al verte enloquecían, y las demás mujeres, a su despecho, se deshacían en tus alabanzas, pues tal es el poder de la hermosura. Ellos en él, y en ti ellas, estudiaban en el vestir la ley y uso que por aquel año habían de imperar en la gala y traje andaluz, y en vuestro aire y quiebros la sal de Dios y lo sabroso y bueno de la gracia andaluza. Vosotros dos fuisteis los maestros del gusto de la tierra, los dechados de la majeza en toda la feria aquella vez, así como Mairena será siempre la universidad de los trajes y costumbres de Andalucía en toda su pureza, sin mezcla ni arrendajos de vestimentas ni de usos advenedizos de allende el mar, ni allende los Pirineos.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 9 veces.