Los Filósofos en el Figón

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Probemos lo del Pichel,
¡alto licor celestial!
no es el aloquillo tal,
ni tiene que ver con él.

¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡Qué color,
todo con tanta fineza!

(Baltasar de Alcázar)


Nada enfada tanto el ánimo como oír incesantemente unos labios ni fáciles ni elocuentes, y una tarabilla necia de algún filosofastro pedantón, que se extasía hablando de materias tan triviales que cualquiera alcanza, o tan áridas que secan y hastían la imaginación y fantasía del pobre que cogen en banda.

Iba yo a duras penas sosteniéndome en mis piernas antiguas y descarnadas, y pensando de tal manera, cuando, al tender la vista, tropezaron mis ojos con la mayúscula persona del Br. Górgoles, aquel parlador eterno, cuyo prurito es hacer entender que tiene en su mano la piedra filosofal de la felicidad humana, cuando su título por tamaña empresa está sólo en relatar de coro dos o cuatro libros que ya nadie lee, por el hastío que derraman. Venía, pues, a embestir conmigo y mi paciencia, remolcándose calle arriba de la Paja, cuando, por librarme, cogí los pies en volandas para escapar. Temiendo no conseguir mi intento, y hallando a poco trecho un figón o taberna de traza limpia y bien acondicionada, acordé zabullirme en ella, por dejar pasar aquel para mí más que tremendo chubasco.

No bien puse el pie en ella, cuando consideré lo pronto que sería descubierto por mi perseguidor si en casa tan concurrida me ponía a los ojos de tanto curioso, y sin más ni más seguí mi paso por un entarimado que desde el zaguán arrancaba, y al final me condujo a una escalerilla excusada que daba a un aposento bajo de techo y a teja vana, que después vi era sobrado de un zaquizamí húmedo por todo extremo; senteme en un banquillo cojo colocado al frente de una mesilla, si bien saltadora, si bien danzante, regada por medio siglo con el mosto de mil libaciones no muy limpias, y dando un golpe fuerte sobre ella, se me presentó el montañés, quien de su mejor modo me preguntó que con qué me serviría, relatándome la larga letanía de vinos que guardaba en su bien abastecida bodega.

—No echará de menos en ella, señor caballero, desde el claro Montilla hasta el tinto de Valdepeñas, con toda la gran parentela de ellos hasta el quinto grado que se crían en nuestra España, limpios y sin mezcla de agua, brebaje ni otra mala raza con que mis cofrades suelen inficionar y adulterar tragos tan celestiales.

—Al Montilla me atengo (repliqué), y que venga con acompañamiento de algún sabroso llamativo.

—Sí habrá—contestó mi hombre.

Y a poco me trajo un vaso y la botella con unas aceitunillas enjutas, gordas y sin mácula, que a legua se pregonaban como de Sevilla, realzándose todo más y más teniendo al lado el pan blanquísimo de bollo o de tahona. Dije al montañés que, siendo aquel retrete tan reducido, me excusase de toda compañía; le di las señas de la persona de quien me guardaba, y él retirándose, yo me quedé saboreándome a la par con el suceso agradable de mi escapada y con los bocados que delante tenía.

No bien habrían andado dos instantes de tan deliciosa tarea, cuando oí hablar dos personas tan cerca de mí, que parecían estar en el mismo aposento. Volví los ojos por todos lados y por entre las tablas que formaban uno de los tabiques de él, vi dos hombres sentados frente a frente, ante de otra mesa ni más ni menos como la mía, derribadas las capas por las espaldas en las sillas, calados los sombreros con aire picaril, una baraja en la mano como de haber echado un jarro al truco, y el del fruto de la victoria puesto ante los ojos de los dos combatientes, que se lo iban a partir y trasegar lo más amigablemente del mundo.

—Con truco y flor me has ganado el envite, Pistacho (dijo el uno); y quiero verme ahogado en agua pura, si te juego de hoy más a otra cosa que al rentoy, aunque me des punto y medio.

—Ni al rentoy, filey, brisca, truco, secanza, ni otro de los carteados (respondió el otro), ni al sacanete, baceta ni otro de los de golpe y azar puedes medirte conmigo, y en esto ríndeme el mismo respeto que yo a ti en lo del cuchillo y cuarteo.

—Afuera las alabanzas, y vaya, Pistacho, este tercer trago a los buenos ratos que pasamos juntos todos los jueves, que en ellos no me cambiaría por el Preste-Juan; tal es el gusto que disfruto en ellos. ¿Y no sabes, Rechina, que en este bajo mundo está toda la gloria en un buen amigo y dos botellas?

—¿Y las mujeres no entran en tu reino? Porque en verdad te digo, que donde faltan ellas, todo para mí es por demás, y si no se hallan en tercio con nosotros en tales sesiones, te aseguro que mi alma está con ellas como mis sentidos en este vino y sus adherentes.

—Ellas te darán el pago, pobrete (dijo Rechina); que el vino es placer más barato y duradero, ni deja en pos de sí los torcimientos y amarguras que ellas, y a fe a fe que media columnaria no contentará a la más humilde de ellas, y es moneda bastante para pasarse un hombre de forma toda la tarde hombreándose con todos los príncipes de la tierra, pues te hago saber, Pistacho (aquí el orador se acomodó en la silla, enderezó el sombrero y pasó la mano por la garganta para desembarazar el habla), que mientras estoy si son flores o no son flores, todo lo veo de color de rosa, y del turco se me da un ardite y del Tamerlán una blanca. No haya miedo que el cristiano que se encuentre en tal beatificación piense poner lengua en Papa, ni mano en Rey, ni se entrometa en murmuración ni suciedad semejante; pues si hay un tantico de cantares, no digo nada, porque de ahí a los cielos.

—¡Y qué verdura es el apio, ya que verdad no diga! (replicó el otro); contigo me entierren, que esa razón me ha vuelto ceniza; venga otro viaje, apuremos el jarro, y el montañés haga crujir la piquera por mi cuenta.

—Rematado me vea (dijo Rechina) si me gusta el vino bebido como de contrabando; cada uno en su casa haciéndose alcantarilla de mosto que no bebedor racional, sin pleitear sobre la calidad del vino, pecados que tenga y remedios que se le pueden aplicar, que este es ramo muy de enseñanza y divertido, y si esto se acompaña con la música de vasos que suenan, mosto que cae, candiotas que crujen, jarros que gorjean y mozos que gritan, no hay más que pedir.

—Siempre (contestó Pistacho) te vas al hueso y dejas la pulpa; quiero decir que más te saben esas salsas que refieres que no los sorbos copiosos y seguidos. Bien alcanzo la razón que haya para preferir el de antaño al de hogaño; pero andarse con esos piquismiquis tuyos, lo condeno altamente como cosa que huele a gula y sensualidad. Denme a mí el pielgo de un odre bien relleno, callen todos los relojes y no pare el chorro, y saldré más ganancioso que no tú, amén de la conciencia más limpia; que si yo te acompaño en tales estaciones, separo impectore todas las superfluidades de que tú sacas tanta delectación, y tu alma tu palma.

—Sigue tu camino (dijo aquél), que yo bien me encuentro por el mío; remojarse en vino como esponja, cual tú dices, es cosa, amigo, de hombre y paladar poco delicado, y para ti, mal vinagre o buen Jerez todo será igual, y quiero morirme si puede hallarse mayor pecado en buen bebedor, pues contigo será en balde aquello del pan con ojos, el queso sin ojos y el vino que salte a los ojos.

—¿Con sutilezas te vienes y refrancicos propones? (habló Pistacho.) Pues hágame la gracia el sabihondo de decirme cuáles son los tres enemigos del hombre, que si tal aciertas, te tendré por hombre consumado en el gremio.

Aquí los dos filósofos se quedaron mirando, aquél a éste, como quien piensa, y el otro al uno sonriéndose vanaglorioso del enigma con que había enredado a su compadre.

—Confiésome vencido (dijo Rechina), pues como no sean los arcabuces, las mujeres y los tabardetes pintados, no sé qué otros mayores enemigos pueda tener el hombre.

—¡Oh menguado! (replicó Pistacho); ¡qué pobrete te criaste en esto de entendederas! Los enemigos que digo son los que arrancan las cepas, los que venden las uvas y los que las dan y convierten en pasa. Todas pisadas, que nadando en mostillo nadie siente penas; y es contrario al hombre quien le mengua consuelo tal, mermando un solo sorbo del jugo de los lagares. ¿Digo bien, seor Rechina? Hablo al aire o no discurro como el Br. Górgoles, que cada palabra la afirmaba con tres silogismos y cuatro autoridades?

Al decir esto el elocuente orador, escuché ruido por la escalera; vuelvo el rostro, y miro: ¡perdón de mis pecados! Miro al mismo tremendo Górgoles bailándole sus ojos de alegría por haber atrapado a su víctima. A pesar del montañés, entró y escudriñó la casa, pues no encontrándome en las calles cercanas, concluyó, y con razón, que me había agazapado en alguna madriguera. Entró, digo, se me lanzó como un sacre, y me hizo presa por el brazo como alano, pues las orejas me las reservó para taladrármelas a preguntas, argumentos y reconvenciones por mi asistencia y querencia en casas de aquel jaez. Me sacó a lo del Rey con más inculpaciones y reprimendas; llevome hablándome, gritando, argumentando en forma, por inducción, a priori, por exabrupto, por peroración... ¡qué tormento!!! En fin: apartome mi implacable enemigo de aquel mi centro de recreación y gusto; pero, al menos, aprendí y supe en dónde cada jueves podría sacar mi ánimo de sus melancólicas meditaciones, oyendo los diálogos de dos filósofos, que si enseñan poco como todos, divierten como ningunos.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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