Novela Árabe

Serafín Estébanez Calderón


Cuento



CARTA PRIMERA DE ABENZEID A VELID NAZAR

¡Tú bañado en el rocío de los placeres, y tu amigo cubierto de polvo y sudor en la frontera! ¡Tú vencido por una mujer, y tu amigo triunfando de los castellanos!

Cuando me arranqué de tu lado para la alcaldía de Zahara, me prometiste venirte a mí antes de la luna de Zefar, y dos meses han volado sin verte. Dícenme que del valle de Lecrín bajaste a Granada con intento de acudirme con una banda de jinetes en la jornada a que sin tu ayuda vengo de poner fin. Mas en vez de verte llegar al frente de tus caballeros, te oigo rendido a los pies de una mujer. ¡Fuera ella más hermosa que la que cautivó a Abdalazis, debieras tú abandonar a tu amigo, a tu hermano, a la gloria, en fin, por tan mezquino objeto!

Mas ¿quién es? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo la viste?... Porque me hayas ofendido con tu abandono, ¿quieres ofenderme más con tu culpable silencio y criminal reserva?

La hora del peligro pasó ya, y las entradas y algaradas en tierra de cristianos las guardo hasta mejor tiempo; para hacer más doloroso el mal es fuerza dar a los hombres algún aliento y descanso. Así mis fronterizos dormirán en la confianza hasta que los despierte el hierro y el fuego en las flores de la primavera. Por lo tanto, goza el primer verdor de tu juventud en esa ciudad paraíso, y no me encuentres con tus valientes hasta la luna de Delhex, propia para la guerra.

Goza la vida, querido Velid; investiga la estancia de tu belleza; lánzala y persíguela en los laberintos en que sabrás empeñarla; en ello hallarás más placer que demandando el venado por los precipicios de Jorail, mas tu corazón quedó siempre ileso y limpio: la gloria y la amistad son las únicas joyas que deben llenar vaso tan precioso. Alá te guarde. Del Alcázar de Zahara, en 9 de Gumín.

DEL MISMO AL MISMO

El Alí de Haquín, tu mensajero, me entregó la carta en que me das cuenta de la enfermedad de tu padre Abunazar y de los ruegos y oraciones que has prodigado para aplacar el ángel airado de la muerte. ¡Cuán bien conozco en tu tierna inquietud, en tu oficioso esmero por quien te dió el ser, el espíritu generoso y de fuego que te anima!

Aunque me fuese forzoso pasar un año sin abrazarte, por bien cumplido lo daría entendiéndote empleado en obligaciones tan sagradas. No te maraville que el rey Ismael tome tan sobre su corazón el mal de padre: dos veces fué salvado por éste; una en el campo y otra en los disturbios de la Alhambra, y en ambas nada ambicionó, contentándose con sus tierras de Lerín y su alcaidía hereditaria. Sin embargo, fuerza es poner tocando en las estrellas el favor excelso de cederle para su recobro y recreación la huerta de los Alijares, mansión real y de todo deleite. ¡Qué apacibles horas habrás gustado por aquellas arboledas, razonando con tu buen padre, oyendo el idioma de las aves o cultivando acaso las rosas de Egipto o el tulipán de Persia!

Fuerza era que en tan deliciosos cuidados te asaltase la ocasión del amor; pero en tu carta, imponiéndome menudamente de lo que tú juzgas por más sustancial, callas, acaso con malicia, la relación más interesante para tu amigo. Tú me dices que adoras y que te idolatran, que has entrado en el palacio del amor por la puerta del misterio, que no cambiarás tu estado por el reino de Fez... Pero, en fin, no responderás a mis preguntas: ¿Quién es?, ¿cómo la viste?, ¿dónde se encuentra? El compañero de tu niñez, tu amigo Abenzeid te lo suplica.

Aunque los pocos años que tengo más que tú no me hagan salir de la edad de mancebo, todavía no los viví en balde. Antes que tú visité a Granada; experiencia precoz de mi juventud la compré a trueque de sinsabores sin término, y esto me da sobre ti una autoridad que serás necio desatendiéndola y no mostrándome el sendero peligroso por donde caminas. Adiós.

CARTA DE VELID A ABENZEID

A ti el delantero en el esfuerzo, el hermoso de los mancebos, consuelo y amigo de su amigo. Velid Nazar, a ti te saluda, valiente Abenzeid:

Sólo tus cartas pudieran despertarme del sueño encantado del placer en que vivo; pero despertándome me encuentro en los brazos de otros sentimientos aún más dulces, cual es la amistad; ¿más dulce dije? ¿si habré proferido alguna blasfemia? ¡pueda mi pecho servir de anillo y unión eterna a pasiones tan celestiales! Tú quieres saber el principio de este delirio... pues oye la historia.

Una tarde paseaba con mi padre por las calles de frutales del huerto espacioso donde moramos, y que el Rey cedió a su antiguo amigo para alivio de su enfermedad, y recreación en su tristeza. A un lado se levantaban las torres de la Alhambra, y más cerca los chapiteles elevados de Generalif, que reflejaban los rayos del sol, debilitados en las blancas cumbres de Belet y Muley Hacen.

Mi padre me dejó solo por aquellos vergeles, que yo recorría desvanecido y soñando en la hora de precipitarme en pos de ti, querido amigo. En estas imaginaciones acaso comencé a entonar, como solía, las letrillas melancólicas de los cantores del Cairo y de Córdoba, a punto de pasar frontero al palacio de Generalif. Entonces el ajimez más elevado lo vi abrirse y cerrarse inciertamente dos o tres veces sin aparecer nadie en el antepecho, hasta que al fin soltáronse por él varias palomas que revolaban caprichosamente por los adarves de las murallas y los cogollos de los árboles: poco o nada me movió la imaginación aquel azar, que yo di por la diversión inocente de algún cautivo infeliz o de alguna esclava desdichada. Seguí, pues, mi vuelta y recogíme en el cuadro de flores que yo mismo cultivo a gozar del triste y dulce abandono que inspira una tarde serena, un agua viva sonante y el verdor delicioso del abedul y del avellano.

Sentéme, pues, y adormí los ojos para disfrutar voluptuosidad tan suave, cuando sentí entre las hojas algo que pasaba y bullía: tendí la vista curioso en derredor, y vi, pasmado, una de las palomas del ajimez misterioso que blandamente me rondaba casi hasta besarme con su pluma, sin azorarse por mi presencia. Ya más cuidadoso, comencé a halagarla con mi voz, fingiendo su arrullo, cuando para mi mayor asombro la miro pararse en mis hombros, trayendo pendiente del cuello, con un listón de color de lirio, un billete recogido con delicados pliegues y empapado en aromas de rosas. Lo desaté (voló la paloma) y veo en los más bellos caracteres cúficos estas razones lisonjeras y misteriosas:

"Bello sol, encanto de las vírgenes y delicia de las que miran tus ojos, sé discreto y oye mi voz: una hurí más amable que las del paraíso de los creyentes se abrasa por ti en un fuego más puro que la luz del oriente, padece y calla, suspira y es por ti: cuando te acercas a ella se tiñe con el color de la rosa del desierto, y si la hablas, su corazón se agita como las hojas de los árboles al acercarse la tempestad: su voz es suave como el incienso de Etiopía, sus ojos son de gacela, tímidos y vivos en un propio punto, y el tacto de sus miembros es más fino que las telas de cachemira. Merece ser tuya, porque merece el reino de la Arabia, y tú debes ser suyo, porque eres virtuoso. Su amor lo tiene oculto en la urna del decoro: sácalo, pues, como se saca la perla de Ormuz del nácar de la concha, y serás feliz.

"Si no lo amas, ella morirá como la flor entre arenales; búscala y descúbrela, y toma estas señales para reconocerla. El principio y fin de su nombre es el Alef. Su tribu es de reyes del Yemen; cuando te mira y tú no la ves, sus ojos se humedecen y vacilan como las aguas del Piélago heridas del sol.

"El cielo te conserve, joven hermoso, y goza de más dicha que Betmendí. Guarda secreto como la naturaleza sus arcanos y el mar sus profundos abismos. Adiós, adiós; piensa que no es frívolo todo lo que parece tal. Adiós.

La Reina de las Hadas."

¡Oh, querido Abenzeid! Ni las hojas de las flores cuando rompen su corola, son tan numerosas ni de matices tan vivos y diversos como los pensamientos que abrieron mi pecho a las imaginaciones del amor, cuando acabé de beberme las razones encantadas del billete misterioso.

Un fuego hirviente giraba por mi cabeza, y un opio el más dulce señoreaba todo mi ser: mis ojos miraban todavía aquellos lindos caracteres dibujados con oro y azul, y mi mente, lanzada ya en la senda de las ilusiones, corría rápidamente tras las sombras engañosas de los paraísos aéreos: ¡oh Abenzeid, qué estado tan celestial!

Al fin arranquéme de aquel sueño de delicias, y la curiosidad me llevó fuera del recinto donde me ocultaba, para rondar las ventanas y torres de Generalif, imaginando hallarme con otras señales más significativas de mi dicha. Todo fué en vano: las tinieblas de la noche vencían ya el crepúsculo de la tarde, y la luna, suspendida en los cielos como lámpara de oro, lanzaba delante de sus rayos las sombras gigantescas de los cubos y lienzos de la muralla.

Dentro de aquellos vergeles nada se oía más que el sonar de las cascadas o los silbos de los mirlos y ruiseñores que buscaban el nido entre los sauces y madreselvas; por las almenas nada cruzaba, y sólo se veía brillar dudosamente alguna luz en este o aquel ajimez en los encumbrados camarines del palacio: ¡oh Abenzeid, qué impaciencia! ¡qué inquietud! El neblí que oye a su lado el volar de la garza y no acierta a verla, oculta por algún celaje, no padece más tormentos.

Mi imaginación delirante se forjaba mil visiones de imposibles, que se gozaba en vencerlos a su antojo, y el placer más subido y engalanado, con los mágicos colores de los deseos, se me pintaba por último término en aquel cuadro fantástico.

Mas no pienses que los acíbares faltaban en este mi primer sorbo del cáliz de los amores; no, Abenzeid; el absinto del dolor se desliza traidoramente entre los labios de la juventud, y esta sentencia tuya sonaba siempre como presagio en mis oídos.

Burlado en la idea de hallar el nuncio de mi ventura, caí en otros pensamientos tan extraños, que ni yo mismo acertaba a explicármelos, y aun con mucho esfuerzo podré descifrártelos en parte, pues cosas hay que no es posible manifestarlas como sentirlas.

Pensaba, pues, que la paloma, paraninfo del amor, que por tan raro caso puso en mis manos el billete, podría haber hecho vuelo para otro amante, y que yo, desgraciadamente afortunado, habría interceptado el inocente correo y sorprendido un secreto tan amorosamente interesante. Entonces, envidioso de esta dicha aun desconocida para mí, celoso de un rival imaginario, frenético contra la beldad incógnita que podría amar a otro que yo, me entregué a todos los desvaríos del furor, cual si existiesen en verdad para mi daño una mujer infiel y un amante preferido.

El aliento consolador del ambiente de la noche, perfumado y empapado con las flores, y el frescor de las márgenes del Darro, serenó mi frente y templó el ardor fatigoso de mis sienes. ¿Con qué razón presumía yo envidiar los amores de otros más afortunados, a quien el cielo pudo premiar con ellos sus virtudes, y el Profeta su valor y constancia?

¡Oh Abenzeid!, bien mostraban estas razones el conocimiento más claro a mi mente preocupada, pero nunca lograron arrancar de ella el primer sello del enojo, o no sé qué otro sentimiento indefinible. ¿Será que el corazón humano se fije siempre como centro del universo, y que juzgue que todas las ideas de grandeza, de beldad, de sublime, han de ir a él exclusivamente? ¿Será que yo, vano y orgulloso (me avergüenzo al decirlo), me creyese con derecho sólo en el mundo al amor de aquella belleza invisible, por lo mismo que mi imaginación me la pintaba con dotes tan celestiales? ¿O bien, querido Abenzeid, el poder de esta sangre abrasada de la Arabia que anima mi pecho, tendrá, cual en toda nuestra tribu, el don fatal de encender desde la más leve idea de amor el volcán horroroso del delirio y de los celos? ¿Qué hubiera yo dado por tenerte a mi lado en aquellos instantes de anhelos y congojas, y hallar alivio en tus consejos y mejor experiencia?

Pero era en vano; la soledad era mi única compañía; no te ocultaré, que en alas de mis pensamientos venía, cual iris consolador, la esperanza más lisonjera a disipar aquellos enojos.

No podía dar a mero acaso el incierto abrir de los ajimeces, el divagar de las palomas y el rondar en torno de mí aquella del listón y de la carta. Embebido en tales desvaríos, y más amante que nunca del cuadro de las flores donde tuvo lugar escena tan halagüeña, volvíme a gozar de su frescura, realzada más en aquel punto con los raudales de mansa luz que la luna, en todo el lleno de su disco, derramaba por entre los festones de verdura que formaba tan florida mansión.

¡Oh querido amigo! Aquel era para mí el día de las ilusiones; todavía erraba mi fantasía en tan contrarios pensamientos, sin saber cuántas horas de la noche habrían corrido, cuando tuve otra aparición no menos extraña que la primera.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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