Toros y Ejercicios de la Jineta

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


E lo tal fecho, el señor conde é la señora infanta, é Urraca Flores, con Sancho Destrada, é demás, viajaron á la morada de Sancho Destrada, onde yazía el tálamo, é las tablas para yantar; detollidas las tablas, montaron en sus rozinos, é viajaron el coso onde se había de festejar, con justas é torneos é lidiar los toros.

E Gometiza Sancha, fija de Martín Muñoz, iba en çaga bien arreada, é acompañada de la mujer de Fortún Blázquer é de Sancha Destrada, é montaron en un tablado é los nobles montaron en otro é se lidiaron ocho toros.

(Cronicón de D. Pelayo, Obispo de Oviedo)


Y confess France and Ytaly vaunt very much of their splendid games (as they call them), and the english upon more just grounds extol the costliness of their prizes and the stateliness of their Coursing-Horses: but in my umble opinion, what Y'm a describing may claim right to the preheminence.

(Description of the Plaza de Madrid and the Bull-Baiting by James Salgado. London, 1683.)


Confieso que la Francia y la Italia se vanaglorian de sus esplendidos juegos (que así los llaman), y que los ingleses, con mayor razón y títulos más justos, se precian de sus luchas pugilísticas y carreras de caballos; pero, en mi humilde opinión, los espectáculos que ahora voy a describir (las corridas de toros) tienen derecho a ser preferidos a todos los demás.»

(Descripción de la Plaza de Madrid y de las corridas de toros, por Santiago Salgado. Londres, 1683)


En publicación como la presente, que presume de muy castiza, por lo mismo que su principal propósito se cifra en relatar y revelar los usos y costumbres españolas por el modo más peculiar de nuestro suelo que posible sea, parecería ya mal sonante y peor visto si dejáramos andar más allá el asunto sin sacar a plaza algo que frise y toque con el espectáculo nacional de España, que no es otro que las corridas de toros. Ello es que si esta publicación tiene obligación estrecha para presentar los rasgos de nuestra fisonomía y los toques de nuestro carácter del modo más español posible, todavía está obligada con vínculos de más fuerza a dar su relativa importancia a las cosas aquellas, como son las corridas de toros, que por su desuso en las demás partes del universo, su existencia única y peregrina entre nosotros, su remota antigüedad en nuestros anales y crónicas, y por su sello de originalidad, extrañeza, valor y gallardía, han llegado a ser, y son efectivamente, un distintivo peculiar de la noble España y de sus bravos y generosos hijos.

Los toros, pues, ya se les considere como espectáculos circenses, ya se les mire como recuerdos caballerescos de la Edad Media; ora se les califique con filosófica imparcialidad, ora se les alabe y encomie con vanagloria nacional como muestra del esfuerzo y bizarría española, merecen siempre del escritor público toda aquella atención que sobre sí llaman los hechos constantes y de forzosa repetición que nunca se desmienten y que sufren y saben resistir el trascurso de los siglos, y, lo que es más admirable todavía, el trueque de las ideas y la revolución de los Estados.

La nacionalidad española, amenguada hoy día hasta casi reducirse a breve cerco si se compara con sus antes innumerables dominios, combatida de modos mil por los novadores y reformistas de toda laya y de todo disfraz, siendo presa alternativamente de la influencia francesa o del ascendiente inglés, según los hábitos o el interés de malos españoles, desconocida en sus costumbres, alterada visiblemente en su idioma, dividida en sus creencias y aficiones, sólo conserva un recuerdo que ha sobrevivido a todo y que da muestras de vivir eternamente, que es las gentilezas del circo hispano, y sólo está acorde en acudir de buena voluntad o al coso o a la pelea.

Tal fenómeno, que no necesita de nuestro encarecimiento para aparecer importante, y que, a pesar de ser vulgar y de trivial conocimiento, lo hemos querido hacer valer aquí cumplidamente, explicará a nuestros lectores la causa que nos mueve a bosquejar, si en estrecho y reducido cuadro, con tintas de fresco colorido y con cabal y minuciosa distinción de los grupos y figuras, el origen, progresos, andanzas y estado actual de los espectáculos del circo español, sus lances, encuentros, juegos y suertes.

No es cosa fácil por cierto señalar los tiempos o fijar la época en que comenzaron en España los espectáculos grandiosos que, sin ceder en magnificencia y poderío a los juegos circenses de los romanos, tienen sobre ellos la ventaja de presentar a los luchadores, no como siervos envilecidos, sino cual hombres valerosos, ágiles, diestros y denodados, casando siempre los mayores esfuerzos del ánimo con las gentilezas y bizarrías de la persona. Ello es que si tales regocijos fueran de origen romano, por fuerza habían de haberse encontrado en los escritos, monedas, mármoles y otras reliquias de aquella civilización que con tal abundancia se encuentran en las bibliotecas, museos y gabinetes de los anticuarios, algún signo, alguna prueba u otro testimonio irrecusable que presentara al hombre burlando la ferocidad del toro, o rindiéndolo, o postrándolo por el hierro o por la fuerza. Ninguno de tantos investigadores como desde el renacimiento de las letras se han ocupado en revelarnos la manera de existir del pueblo rey, llevándonos de la mano para asistir a sus festejos, juegos, convites, termas, teatros y naumaquias, han hablado de usos y cosas que, por ser tan importantes y de tal grandiosidad, no hubieran escapado a su curiosidad e investigación; de modo que casi debe tenerse por sentado y cierto que los espectáculos del circo español no tienen consanguinidad ni parentesco alguno con los del circo romano.

Otros autores han sospechado el que semejantes luchas pudieran muy bien ser algún resto de la ferocidad goda y de los demás pueblos que desde el Norte se precipitaron sobre las regiones meridionales y occidentales de la Europa; pero esta suposición, enteramente gratuita, tampoco tiene mejor apoyo, y aun se puede asentar desde luego que todas las probabilidades militan en contra de semejante hipótesis. En primer lugar, las ganaderías y toros de los países allende el Elba, antes que aptos y feroces para los combates del circo, se han tenido siempre más bien como adecuados sólo a las pacíficas faenas de la agricultura, o para rendir la cerviz humildemente bajo la segur de los sacrificadores. Por otra parte, si tales luchas y juegos fueran originarios de los pueblos godos o teutónicos, es cierto que hubieran dejado algún recuerdo por las diversas regiones en que peregrinaron y países donde se establecieron desde que, conmovidos del asiento de sus desiertos y selvas, invadieron los reinos dilatados de Europa y Asia: esta opinión, pues, no tiene ni mayor fuerza ni mayores probabilidades que la anteriormente combatida.

No faltan tampoco escritores españoles que viendo en tales ejercicios y combates cierto carácter oriental o africano, los atribuyen exclusivamente por de uso de los árabes en cuanto a su origen, y de antigüedad en España a contar desde la irrupción sarracénica. En nuestro entender, no mayor fundamento tiene esta opinión que las otras dos enunciadas. Ello es que en parte alguna de los escritores árabes, que tan nimia y escrupulosamente han escrito de sus costumbres, así cuando vivían entre sus oasis y arenales en pequeñas tribus, como cuando comenzaron a conquistar los reinos e imperios del mundo, se encuentra la más leve reminiscencia de semejantes espectáculos, y sólo en el libro de la historia de los reyes de Marruecos, libro comúnmente conocido por el Kartas, se cuenta de un rey de los almohades, que murió entre las astas de una vaca en una como montería o regocijo. El desastre de este rey, según el contexto de la historia más parece azar inmotivado, que no el resultado probable de un combate peligroso, y, por otra parte, aconteciendo ya este suceso en época muy avanzada, cuando tales ejercicios eran, no sólo conocidos, sino hasta familiares en España, en donde los almohades tenían grandes establecimientos, y en donde fijaban con gran frecuencia su corte y morada, la sola deducción que pudiera sacarse sería que algunos de los ejercicios de los cristianos y árabes de la Península solían ensayarse en los alcázares de Fez y de Marruecos.

Pues entonces, se nos dirá, ¿de dónde han venido tales combates, tales juegos? ¿cuál fue el tiempo de su introducción entre nosotros, qué causas los hicieron nacer ahora y no antes, acaso en época anterior, y no en tiempos más modernos??? Lisa y llanamente vamos a decir lo que se nos alcanza sobre el caso, sin que el deseo de hacer vano alarde de ingenio nos aparte de la obligación estrecha de ofrecer a nuestros lectores lo que, si no es verdad, pueda parecer, al menos, lo más probable.

Para que los espectáculos de toros ofrezcan los lances y encuentros que forman el grande interés de ellos, es indispensable el que los toros tengan cierto grado de valor y ferocidad. Nosotros creemos que estas cualidades no se despertaron en las ganaderías españolas sino mucho tiempo después de la dominación romana, pudiéndose asegurar que tal mudanza en la condición y naturaleza de esta raza no pudo nacer sino del cruzamiento de especies diversas. Si este fenómeno tuvo lugar en virtud de la mezcla de las indígenas con las castas que en sus reales y campamentos traían los godos y vándalos, o del cruzamiento con las razas a africanas, es cosa que jamás podrá deslindarse. Además de esto, hay alguna consideración que puede explicar también satisfactoriamente esa energía rabiosa y esa ferocidad que distinguen a los toros de las campiñas de Castilla y de la Mancha y en las soledades de la parte baja de Andalucía.

El toro, más que otro animal alguno, crece en ánimos y en coraje a medida que vive en lugares más apartados y desiertos, en sitios más selváticos y rústicos, sin oír la voz del hombre, y viendo sólo los riscos, las selvas y las aguas.

La lucha de siete siglos que la diferencia de origen y el odio religioso estableció entre los árabes y cristianos en España, y la laboriosa cuanto sangrienta progresión y superioridad que estos fueron alcanzando sobre aquellos, establecía diversidad de fronteras entre unos y otros en el territorio español, fronteras que duraban siglos enteros, hasta que una conquista importante o una batalla decisiva como la de San Esteban de Gormaz, de las Navas o la del Salado, afirmando a los cristianos en sus posesiones antiguas, iban a buscar otras nuevas fronteras. La perseverancia de los unos por conquistar y la tenacidad de los otros por defenderse, las convertían bien pronto en un desierto sangriento. Las huertas, los viñedos, los arbolados, desaparecían, y toda clase de cultivo. Los pueblos, las alcarías y las aldeas desaparecían, y las granjas y quintas se trocaban si acaso en algún castillo sombrío o en esta o aquella atalaya. Todo bienestar, toda riqueza se aniquilaba, y todo se reducía a grandes hatos de ganados de varia especie. Esta riqueza, por su cualidad de semoviente, era la sola que en los casos, harto frecuentes, de rebatos, algaradas, entradas y correrías, podía salvarse, poniéndola a buen recaudo de la rapacidad recíproca de los fronterizos.

Nosotros atribuimos a este período de tiempo, que abraza más de cuatro siglos, y a las circunstancias y condiciones de aquella vida pastoril y guerrera, no sólo el origen de estos espectáculos, que comenzaron indudablemente por muestras de esfuerzo acaso necesarias en los campos, en las selvas y en los abrevaderos para salvar la vida, sino también la afición que desde luego se despertó para tales ejercicios, y la esplendidez y gala con que al punto se pusieron en práctica. La crónica antigua que incluye el Padre Ariz en su historia de Ávila, y de la que hemos tomado texto en el frontis de este artículo, demuestra auténticamente que ya en aquellos tiempos, es decir, que en el siglo XI no había festividad alguna en que con las justas o torneos no entrasen los toros por parte principal del regocijo, y como, según nuestra teoría, ya había dos siglos que Burgos se había fundado, sirviendo alternativamente de frontera las orillas del Duero o del Jarama, podremos asentar con gran verosimilitud que estos combates, muestras de fuerza y agilidad, y alardes de gentileza y de gala, aparecieron en nuestras costumbres desde el siglo IX al X.

Además de la riqueza y apostura que ostentara en su persona el jinete, y en sus arreos o paramentos el corcel, no parece que en aquellos tiempos pasasen las suertes y lances más allá de recibir al toro en el coso con la lanza armada, clavándosela con acierto y pujanza hasta quebrantarle la cerviz y desnucarlo. Así es como las leyendas de aquel tiempo nos presentan al Cid castellano cuando mancebo, ganando por su arrojo y gallardía los plácemes y vivas de dos pueblos enemigos, pero congregados en un propio palenque para presenciar los azares y peligros del festejo de los toros.

Ya se deja entender que en siglos tan remotos y en edades de tantas revueltas, no podían encontrarse ni épocas señaladas en el año para estos festejos, ni sitio deputado para ellos en las grandes ciudades, ni lidiadores que ordinariamente viniesen a la vista de los Reyes o a la presencia de un pueblo inmenso a captar la benevolencia de éste o a merecer la distinción de aquéllos. Los caballeros sólo y altos personajes eran los que podían tomar parte en tales ejercicios, pues como lances de peligro y de gala, y en que la riqueza de los arreos competía con el valor de las alfanas y bridones, pareciera mal dejarlos al alcance de los villanos y pecheros, y así sólo en grandes ocasiones de festividad, o por dar mayor boato a este o el otro galanteo, o dar razonable amenidad a la justa y al torneo, salían al circo los mancebos de la nobleza o los paladines de la frontera y de las Órdenes. Hasta el tiempo de los Reyes Católicos no acordaron las ciudades señalar lugar determinado para tales festejos, y en darles orden y fisonomía con las ordenanzas, bandos y prevenciones que el caso requería.

Los arreos con que los caballeros cabalgaban en la plaza para rendir un toro, eran los de la jineta, casando en ellos lo más vistoso y de lucimiento con lo más firme y adecuado para la lid. Si por acaso se da ejemplo de que algún caballero haya parecido a la brida en la arena, tal cosa debe tenerse por de rareza y como falla en la pauta general recibida para estos ejercicios. La jineta ya se sabe que era modo de cabalgar a lo árabe o berberisco. Los arzones habían de ser muy elevados, los estribos cortos, y los arricises colocados en concordancia a esto. El jinete debiera montar muy recogido, el caballo mandarse sólo por el freno, excusando todo cabezón, y las riendas prolongadas por todo extremo para con ellas castigar el caballo. En cuanto a la espuela, sus ayudas, avisos y castigos no iban por cierto a dar en la parte inferior del vientre, sino en el vacío, hiriendo, no de martillejo, como solía decirse, sino de repelón y resbalando. Sin tomar en cuenta estas diferencias, la más notable que se deja ver entre la jineta y la brida, es que la brida enseña y adiestra al caballo con rigor y violencia, valiéndose para ello del cabezón y otros castigos, y la jineta sólo se valía del freno y del mucho pulso, cuidado y miramiento en la mano de rienda.

Bien se deja conocerá los inteligentes que, por su naturaleza y condición, nuestros caballos del mediodía habían de ser extremados para este género de escuela, e indudablemente lo son. Aun para los efectos de la guerra, siempre sacaron ventaja a esos caballos poderosos y de armas nacidos en el Henao o en la Normandía. Francisco de Ayora refiere en sus cartas que en las guerras del Rosellón, habidas con franceses después de la conquista de Granada, los jinetes granadíes que allá llevó el rey D. Fernando peleaban tan ventajosamente con los temibles hombres de armas, que hubo ocasión en que el español, armado a la jineta, mató, rindió y burló a cinco caballeros enemigos armados a toda guisa. En Italia, en los encuentros que precedieron y tuvieron lugar cuando la batalla de Pavía, a todos maravillaron las hazañas de los jinetes españoles, singularmente de D. Diego Ramírez de Haro y Ruy Díaz de Roxas, caballero valeroso, que en sólo un día derribó a seis hombres de armas a presencia de ambos ejércitos. Y esto causará poca extrañeza si se contempla la agilidad y destreza que era propia de aquella silla, las entradas y salidas, revueltas y rebatos que el jinete podía ejecutar, secundado por el instinto y calidades de nuestros caballos, la ventaja que ofrecía el manejo de la lanza, ya terciándola, ya empuñándola por el medio, ya tomándola por el cuento para darla mayor alcance; ora afirmándola en el brazo para herir más poderosamente, ora deslizándola por la mano y reduciéndola casi al manejo de la daga o cualquiera otra arma corta, ora, en fin, dándola mil vueltas rápidas y engañosas que deslumbraban al contrario, haciéndole llevar el golpe cuando más pensaba haberse reparado. Para llegar a tal extremo de perfección en las veras, era preciso que desde muy temprano se ensayasen los jinetes en los ejercicios de la carrera, los lances, las parejas, los juegos de cañas, las cuadrillas, las alcancías, los bohordos por una parte, y por otra, en el rejoneo, las varas y demás encuentros en la plaza con el toro.

Dejando para diversa ocasión las otras gentilezas de a caballo, proseguiremos ahora en la explicación de los lances con el toro, hasta llegar al estado en que hoy se encuentran nuestras corridas. Además de la lanzada a caballo, que ya hemos apuntado, el quebrar rejones en el toro era suerte la más común en las antiguas corridas, conservándose ahora sólo este lance para funciones reales de desposorios, nacimientos y juras de reales personas.

El rejón podía clavarse al toro en tres maneras de posturas: una al rostro, otra al estribo y otra al anca. La primera era la de más peligro, porque, puestos en línea recta toro y caballo, no parecía sino que iban a encontrarse desapoderadamente, cuyo incidente se remediaba porque, al partir el toro, el caballero torcía el rostro a su caballo del camino que aquél traía, y al ponerse en suerte y descargar el golpe, salía el caballo de la línea, ayudándole el jinete con el batir de sus pies. El rejón debía tener de largo nueve o diez palmos, contando el hierro, o, para mayor seguridad, debía llegar a la frente del jinete y no más, pues a ser más largo, podía el toro en sus embestidas y derrotes herir en los ojos y en el rostro al caballero con notable riesgo de su persona, como así aconteció muchas veces. La madera había de ser liviana, mortificada de cortes y muescas, tomadas con cera, para fácilmente romperse y no lastimar la mano, y como había de procurarse que el astil fuese astillante y bronco, era cosa de gran lucimiento oír resonar el chasquido del rejón roto y ver caer el toro. El rejón no debía llevarse sujeto a la mano con cinta o fiador, porque en cualquier azar desgraciado quedaba embarazado funestamente el jinete, corriendo el riesgo de ser sacado de la silla, o sin poder al menos meter mano con presteza a la espada, si, errando el golpe y embrocado el toro, era necesario acudir a las cuchilladas.

La espada había de ser ancha y corta, y de talle tal, que pudiera manejarse con ligereza y acierto, hiriendo al toro, bien de tajo o bien de revés, en los morros, partes de gran sensibilidad en estas fieras, y donde, recibiendo tres o cuatro golpes, se duele mucho, y por rabioso que se mire, se huye y desbarata.

Si por desgracia el caballero cayese, tenía que defender el puesto cobrando su caballo, sombrero, guante o cualquier prenda que hubiese soltado. Por esto la capa no debía llevar fiador y poderse valer de ella inmediatamente. La ley era irse al toro revuelta la capa al brazo y la espada en la mano, hiriéndolo para tomar así venganza de su desafuero. Desbaratado el toro y huyendo, no era permitido perseguirlo, por el mal aire y poca gentileza en correr la plaza a pie. Esta razón prohibía al caballero buscar su caballo por la plaza para cobrarlo. El uso era que sus lacayos se lo trajesen al puesto que había defendido.

Por este relato se echará de ver cuán poco en arte y en regla andaban los caballeros que rejonearon en la plaza en las últimas funciones reales, corriendo de una parte a otra sin sombrero, habiendo alguno que salió de la plaza para tomar caballo. El caballero ofendido del atropello del toro debe tomar venganza de él, pero no descomponerse ni desairar su propia persona, dejando para otra suerte y mejor lance el desempeñarse honrosamente. El rejón al estribo se quiebra atravesado el caballo, esperando al toro que llegue a desarmar su derrote, clavándole en aquel propio punto el rejón, y sacando al caballo batiéndole mucho de pies sobre la derecha, para cortarle la tierra, midiendo muy bien los tiempos en todo, porque, faltando en ello, aunque es suerte más fácil que la primera, suelen suceder atropellos y desgracias.

La suerte de ancas vueltas, aunque es muy vistosa, raras veces se quiebra el rejón en ella, por no poderse el caballero valer de su arma sino al soslayo; por lo mismo los antiguos toreadores reservaban jugar este lance cuando, roto el rejón, seguía el toro al caballo, armándose fieramente para derrotar, pues guardándose la distancia conveniente, el toro, que iba como peinando la cola del caballo, quedaba burlado, llevando entre tanto sendos golpes en el rostro con la caña del rejón. Puesta así la suerte, quedaba reducida a la de la varilla, que consistía en recibir al toro con cañas o varas de pino preparadas de manera tal que astillasen y quebrasen prontamente, cosa que era muy de ver, plantándolas en la frente del toro, el que, embistiendo sobre la carrera dos o tres veces, hacía saltar la caña o vara, con gran contentamiento de los curiosos y espectadores. Hubo caballero que para tales regocijos entró en la plaza cuadrillas de librea de hasta cien lacayos. Las más comunes eran de veinticuatro o doce, y ningún caballero se presentó jamás en plaza sin seis o cuatro esclavos o lacayos y otro lacayuelo vestido costosísimamente. Éstos servían para dar los rejones al caballero, para cobrarle el caballo o servirle otro nuevo y para desjarretar el toro. En aquel tiempo, los primores de los peones, sus recortes, juguetes, arponcillos, burlas y saltos no habían llegado al punto en que hoy se encuentran.

Fue el caso que desde los principios del siglo XVIII los primores de la jineta, y singularmente el torear, fueron quedando en desuso por el desdén con que la corte comenzó a mirar aquellos ejercicios, desdén que, como siempre sucede, lo aceptó y remedó inmediatamente toda la nobleza. Desde entonces los actores para semejantes luchas comenzaron a reclutarse sólo de la gente más rahez de las ciudades y mataderos por una parte, y por la otra de los jayanes membrudos y feroces que habían nacido y crecido en las llanuras de Castilla y soledades de Andalucía entre las ganaderías de toros y caballos; de éstos se reclutaba la gente de a caballo, y con los otros se formaban las cuadrillas de peones o chulos. La suerte del rejón vino a ser menos frecuente y familiar, reemplazándose por la garrocha o vara larga de detener. Este lance, desde el monte y los campos, en donde era muy en uso entre los vaquerizos y yegüeros para apartar, castigar, derribar y rendir las reses, trasladado a las plazas y circos de los pueblos, cautivó desde luego la atención de los aficionados. Es indudable que hay algo de portentoso y mucho de poder mirar el grupo de una fiera que rabiosamente y con irresistible impulso embiste a un jinete, pudiendo éste, por su valor y destreza, no solamente resistir aquel empuje y castigar a la fiera, sino burlarla también y salir del lance con gloria suya, dejando al toro sangriento y dolorido. En los primeros tiempos en que apareció esta suerte, y como remedo de lo que pasaba en el campo, y en los que en las plazas se miraban mejores caballos que en el día, el lance se verificaba a caballo levantado. Era principio sentado como verdad del arte, que toda ofensa recibida por el caballo desde la cincha a la reata era azar no imputable al jinete, y que toda herida desde la cincha al pretal, era prueba cierta de su poca pujanza y de su ningún arte.

Desde que la corte tomó asiento definitivo en Madrid, las funciones de toros tomaron más regularidad y acaso mayor boato que en tiempos anteriores. La Plaza Mayor, que se concluyó en 1619, ofrecía anchuroso y acomodado palenque para tales bizarrías. Con mil quinientos treinta y seis pies de circunferencia, en ella cerca de doscientas casas, rasgadas éstas con quinientos balcones, y pudiendo acomodarse en circo tan espacioso cerca de sesenta mil personas, no podía imaginarse espectáculo más grandioso que una de aquellas corridas en que asistía el Rey con la corte más numerosa y lucida que ha podido verse desde el imperio asirio y romano hasta el día, prodigando las riquezas de dos mundos en sus galas y arreos, y presidiendo al pueblo más valiente y generoso de Europa. Al aparecer el Rey en los balcones de su palacio de la Panadería y las damas en los demás que les estaban preparados, comenzaban a recogerse despejando la plaza la guardia española y tudesca, compuesta cada una de cien hombres escogidos, con sendas casacas coloradas con vueltas de seda pajiza y con bizarros sombreros a la chamberga de terciopelo negro. En aquel punto entraban en la plaza los mancebos cortesanos que, viniendo desde palacio acompañando a sus majestades y a las damas, salían a hacer terrero. Esta fineza y galanteo se reducía a pasear por delante de la corte y de las damas incesantemente, revolviendo siempre el caballo de manera y postura tal, que no pareciesen vueltas las espaldas a la corte, prosiguiendo en este fino ejercicio, en tanto que el Rey, la Reina o algunas de las damas autorizasen los balcones. Sólo era permitido apartarse del terrero, bien para prestar socorro a algún caballero o peón puesto en riesgo, o para buscar alguna suerte en el toro, si la fiera no la había provocado en sus arremetidas y encuentros. Entretanto, la plaza se miraba regada por la manera que hemos alcanzado todavía en nuestros días, sino que cada uno de los veinticuatro carros que entraban simultáneamente para refrescar la arena, venía cubierto de arrayanes, juncias y otras hierbas olorosas. Al propio tiempo entraban los demás caballeros que querían tomar parte en el festejo con sus cuadrillas y lacayos, y hecha la señal, se soltaba el primer toro.

Los lances se jugaban de la manera diversa que ya hemos apuntado, y cuyos minuciosos pormenores se encuentran en los numerosos libros que de la materia se escribieron, y todos por caballeros de la primer nobleza, bastando sólo el relato hecho hasta aquí para dar ahora una compendiosa idea de aquellos ejercicios. Como el objeto que llevaban los caballeros en dar muestras de su persona en tal teatro, era para alcanzar la benevolencia de sus reyes, el agrado de las damas por su esfuerzo y bizarría, y el cariño del pueblo por el valor, no había caballero que allí se presentase que no hubiese ya adquirido razonable experiencia y habilidad, ya vaqueando en campaña rasa, ya ensayándose en las funciones de aldea, y ya probándose una y otra vez en los encierros y vistas.

El encierro en aquel tiempo se hacía por la puerta de la Vega, enchiquerándose los toros, sobre poco más o menos, en el sitio que hemos visto en nuestros días, atajándose la plaza con andamios y catafalcos por el modo que todos conocemos. Acaso algún peón atrevido se arriesgaba a poner la lanzada de a pie, que se ejecutaba poniéndose el atleta rodilla en tierra enfrente de la puerta del toril, por donde, disparado el rabioso y deslumbrado jarameño, o bien se embasaba sangrientamente por la cruel cuchilla que le asestaban, o bien dejaba mal trecho al osado gladiador, si éste se conturbaba sin dirigir bien la lanza. Acaso también se le ofrecía estafermo o algún dominguillo hecho de ligera lana o de henchido odre con peldaños de plomo, al rabioso toro, que, pugnando por derribarlo, sin alcanzarlo jamás, aumentaba su sana y su coraje. También le presentaban algún tonel de frágil estructura que, desbaratado a las primeras arremetidas, daba paso a cien y cien gatos de furiosa condición, de diapasón horrible y desacordado, y agudísimas uñas, que, acometiendo al toro de desusada manera, lo llevaban en extremo de la desesperación. Asimismo en la arena se practicaban burladeros o caponeras, en donde, escotillonados los peones, con mil demostraciones provocaban al toro, quien, asombrado de tal visión, ora acometía o derrotaba al aire y siempre en balde, ora acechaba armado para herir aquellos abortos de la tierra, sin alcanzar nunca a los burladores, obligándoles sólo a estar agazapados, asestando en tanto las astas por la tronera o trampa en posturas asaz provocadoras de la risa y el regocijo. Ya la chusma lo asaltaba con arponcillos, que entonces sólo se clavaban uno a uno, teniendo a veces la capa en la siniestra mano, o bien burlaban al toro con mañas distintas y engaños diferentes, pero no con tanta gracia y arte cuanta vemos campear hoy en los placeadores modernos. Cuando comenzaban tales bufonadas o tocaban a desjarretar, los caballeros se retiraban desdeñosamente del toro, pues era cosa tenida por cierta que ni a toro rendido, cansado, mal herido u objeto de tales burlas, debía jugar lance ni ofender el noble y altivo caballero.

Hemos indicado que estos ejercicios comenzaron a declinar desde principios del siglo XVIII, por la ninguna afición que a ello manifestaba la corte francesa de Felipe V. Sin embargo, todavía en 1726 se imprimió en Madrid la Cartilla de torear a caballo, escrita por D. Nicolás Rodrigo Noveli, que, según aparece, era muy entendido en ambas sillas, y muy singularmente en la jineta. En los preliminares de su libro bien relata el autor que por lo raros que habían llegado a ser tales espectáculos en la corte, se vio obligado a perfeccionar su afición en apartados lugares del reino, asistiendo a los festejos de toros en donde indudablemente se sostenía la afición antigua.

El mismo Noveli dedica su libro al duque del Arco, a quien presenta como muy entendido en las dos sillas y diestro en los primores de torear, acompañando además una aprobación de D. Jerónimo Olazo, caballero del hábito de Santiago, vecino de Peñaranda de Duero, y a cuyo dictamen y fallo da mucha autoridad el autor, por la destreza, valor y gallardía del aprobante. Faltando a tales regocijos y festejos el aliciente que prestaba la nobleza con su ostentación y valor, entraron a sustituirlos en el entretenimiento del pueblo, como ya hemos dicho, gente de otro jaez, tomando un estipendio por su arrojo y habilidad.

Entonces los corredores y guardas del campo, ataviados con su capote de monte, su justillo de ante y con montera o sombrero, vinieron con su vara larga a ocupar el lugar de los de la lanza y el rejón, y la gente menuda de la guifa y del matadero tomaban la figura de los antiguos lacayos, esclavos y sirvientes. Pero éstos lograron dar al arte grandes adelantos. Francisco Romero, el de Ronda, inventó la muleta, presentándose a matar el toro frente a frente y con el estoque en la mano. Su hijo Juan Romero, y los hijos de éste, Francisco, Benito y, sobre todo, Pedro Romero, hicieron llegar el arte hasta el punto de donde no es posible pasar. Costillares inventó la suerte de volapié. Juan Conde introdujo, y nadie lo ha igualado, en la del toro corrido. Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería. El licenciado de Falces, con mil juguetes y suertes que ejecutaba, fue el primero que puso las banderillas de dos en dos, ejecutando la linda suerte de clavarlas al cuarteo. Delgado (alias Hillo), con su desgraciada, y lastimosa muerte, hizo más dolorosos los recuerdos de sus gracias y donaires con la capa y el toro.

En la gente de a caballo se dejaron ver hombres gigantes por su poderío y fortaleza para rendir a un toro, así como númidas o centauros para dominar y castigar al caballo. Los Marchantes, Gamero, Toro, Varo, Gómez, Juanijón, Núñez y el caballero D. José Daza, se hicieron émulos en cuanto a castigar el caballo y rendir al toro, de las gentilezas de los antiguos Ramírez de Haro, Rojas, Aguilares, Andrades, Vargas Machucas, condes de Puñoenrostro, y cien otros famosos por la agilidad de su lanza, sus bizarrías de a caballo y sus primores con el toro. Laureano Ortega se hizo inolvidable, no tanto por la gallardía de su persona y buen corte de su cara, cuanto por sus bizarrías con el caballo. Por el espacio de tres años, y por entre los azares de cien y cien corridas, se le vio sacar siempre salvo el caballo que montaba, que era una famosa haca mosqueada, que la perdió al fin en la plaza de Cádiz. A Corchado se le vio matar un toro con la pica, que, cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras, y matarlo. A los Ortices, a Miguez, a Sevilla y otros más, los hemos alcanzado todos, dejándonos maravillados de su destreza, valor y pujanza.

El escuadrón de esta gente que se formó cuando la batalla de Bailén, dejando escarmentados a los franceses en Menjíbar y otras refriegas, da poderoso argumento para deducir el partido que sacaría la caballería de guerra, adiestrándola por la misma manera que nuestra antigua jineta, y con la espuela y las prácticas que se conservan todavía en nuestros llaneros de Castilla y Andalucía. Si bien, como ya hemos apuntado, fue olvidando la nobleza poco a poco las galas primitivas de la jineta, no por eso faltaron de todo punto hartos caballeros que tomaran parte y afición a las trocadas y nuevas bizarrías del torear. Además del caballero extremeño Daza, que ya referimos, hombre gentil y poderoso a caballo por todo extremo, aparecieron en Andalucía el famoso vizconde de Miranda, marqués de Torre Cuéllar y otros menos famosos, que a pie y en el coso burlaban y mataban un toro como los mejores diestros de la época. El actual duque de San Lorenzo, cuando sus verdes años, alcanzó en Andalucía gran fama por los primores de su capa, y al duque de Veragua lo hemos visto en nuestros tiempos burlar y rematar un toro con valor y gallardía. Esto prueba que las costumbres de nuestro pueblo, por lo mismo de llevar en todo tal sello de valor, originalidad y bizarría, toman preferencia y alcanzan autoridad sobre los usos de la corte y los decretos y fallos de la moda. De cuantos personajes han tomado parte en esta clase de ejercicios, ninguno como el vizconde de Miranda, ya citado. Su gala, su buen corte, su ánimo y su destreza rayaban a tal punto, que le hicieron confesar muchas veces al famoso Pedro Romero que, no cuidándose de las glorias de sus demás compañeros de arte, sólo podían causarle envidia los triunfos del vizconde de Miranda.

El arte tauromáquico, que comenzó a descender desde la muerte de Delgado (alias Hillo), y porque la guerra de la Independencia dio empleo glorioso a cuanta gente de ánimo y brío se encontraba en el país, volvió a resucitar con las lecciones de Romero en Sevilla y el ejemplo de Montes (alias Paquiro). La afición, que estaba adormecida, volvió a despertar con mayor fuerza, y en verdad se puede decir que hoy día se corren y juegan en España triple número de toros que ahora veinte años, habiéndose alzado nuevas plazas por todas partes.

No es este lugar a propósito para detenerse a defender el espectáculo nacional de las acusaciones e invectivas extranjeras. En este punto son ellas tan apasionadas, tan injustas y tan palpitantes de ojeriza y envidia, cuanto son odiosas y miserables las acusaciones que de otro género nos hacen. Los toros es un ejercicio arriesgado, y en esto está su mérito; tal diversión exige grande agilidad y buena conveniencia y hermosa proporción en el trabado de los miembros. En esto cabalmente se funda lo airoso y extremado de tales ejercicios: en ellos entra por parte principal y sin excusa el grande ánimo y esfuerzo del corazón; pero por esto es justamente por lo que son únicos para tales juegos los animosos españoles; pero concurriendo en un propio sujeto el valor, la buena proporción de persona y la habilidad y el arte, se encuentra tan seguro entre las astas del toro, como en los miradores de un balcón. Cuando estas tres cualidades, en verdad peregrinas, no se encuentran en el toreador en la debida y alta proporción que el caso requiere, no hay la menor duda que pueden verse siniestros y azares; pero siempre son lejanos y no computables, por regla general. Pedro Romero bajó al sepulcro después de haber lucido su gala en toda la España, habiendo hecho morder la tierra a cinco mil toros, sin haber sufrido una cogida y sin sacarle una gota de sangre. Su alta estatura le hacía dominar la fiera; el buen corte de su persona le daba presteza de una parte y exactitud maravillosa para todos sus movimientos. La fuerza que mandaba en sus jarretes le hacía siempre mejorarse sobre el toro, y con el poder de su muñeca remataba instantáneamente al toro más pujante en cuanto la punta de la espada tomaba cebo en el cerviguillo. Si a esto se añade ánimo y corazón a toda prueba, que no le dejaba conturbarse en medio del trance más peligroso, y arte y habilidad inagotables que le sugerían recursos en los mayores apuros, se tendrá idea de lo que fue aquel dechado y modelo del circo español.

No hemos hablado, y de propósito, de la jineta española, sino en lo tocante y que se refiere a los primores del torear. Para hablar de las otras gentilezas y ejercicios que en lo antiguo abrazaba tal arte y que cobijaba también la caza, la cetrería y ballestería, era necesario, no ya el calibre de un reducido artículo, sino las anchas dimensiones de un libro a pesar del desuso de los tiempos y de la superioridad que sobre la jineta últimamente tomó la brida, todavía las hermandades de Maestranza, en las ciudades de Andalucía, conservaron por mucho tiempo los recuerdos de aquellas caballerías españolas. Las parejas, las carreras y aun los juegos de cañas vivían todavía al principio de este siglo; y últimamente, cuando la jura por Princesa de Asturias a nuestra Reina, aparecieron las Maestranzas en esta corte, ejercitando sus nobles y útiles bizarrías.

No ha habido partido en la tribuna, ni periódico en la prensa, ni hombre que haya asaltado el poder en estos últimos quince años, que no haya poblado el viento o manchado largas columnas o llenado los papeles oficiales de lamentaciones, proyectos y medidas para fomentar las castas y mejorar la cría caballar. De tanta solfa como se ha cantado y de tantos registros como se han pulsado, nadie ha indicado siquiera la única medida que, sin lastimar derechos creados, ni proponer cosas que por difíciles son enteramente inaccesibles, puede dar un resultado inmediato y poco costoso. No es otro el medio que el estimular el celo y la vanagloria de las Maestranzas, para que vuelvan a poner en uso sus antiguos ejercicios, avivando así la afición a los primores de las dos sillas, cosa que ha de dar por consecuencia inevitable el fomento de la cría caballar y la diligencia y cuidado conveniente para obtener buenos caballos. Las sociedades formadas para mejorar la cría, muy útiles sin duda, y procurando grande honor a las personas que las han formado y puesto en buen concierto y organización, no producirán jamás el resultado general que se apetece. Los cruzamientos y combinaciones de razas que se verifiquen, abrirán grande campo a la observación de los curiosos e inteligentes; pero, por lo mismo de ser esto tan costoso, los resultados no tendrán aplicación, y jamás se conseguirá lo que debe desearse, que no es otra cosa que el mayor número posible de excelentes jinetes y de buenos caballos.

Puesto que en Madrid residen siempre tantos caballeros de todas las Maestranzas, y supuesta también la gran comunicación y movimiento que la capital tiene hoy con todas las provincias, fuera cosa así fácil como útil el que estos caballeros se reuniesen para repetir en Madrid los diversos ejercicios que les deben ser familiares, como deprendidos y ensayados en sus respectivas Maestranzas. Esto daría más inmediato provecho y resultado que no los interminables decretos, instrucciones y reglamentos que de tiempo en tiempo vomitan desacordadamente esos ministerios y secretarías. Más consideración ganarían las Maestranzas cumpliendo así con sus nobles y antiguos institutos, que no solicitando el fuero militar o este o aquel nuevo arrumaco en los uniformes, que así alteran su antigua y noble sencillez como los aparta del espíritu de la venerable institución antigua. Altos y entendidos personajes existen en nuestra grandeza, que si a sus manos llegan estas observaciones, podrán prestar al país más servicios desenvolviendo y aplicando esta indicación, que no el Gobierno haciendo nuevas ediciones de errores ya conocidos, o proponiéndose llevar a cabo propósitos dificultosos e imposibles.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 10 veces.