Cien Reales de Luz

Silverio Lanza


Cuento


Salí de Bolsa y fuíme directamente á casa de Emilia. Mi Nana, como yo la llamaba, dormía en un sillón de su gabinete. También las doradas ascuas de la chimenea parecían dispuestas á dormir entre cenizas. Yo había olvidado la baja de los Ferros, y de este modo ninguno cumplía su misión. Ni yo calculaba, ni calentaba la lumbre y Emilia dormía. Los tres estábamos cansados de nuestro destino.

Poco después Emilia se sentaba al lado del balcón, la avivada lumbre producía llamas rojas, azules y blancas, girones de fuego que se precipitaban por la chimenea y subían hacia el cielo como las almas de los justos y las blasfemias de los impíos.

En la calle, la tristeza de una tarde de invierno con la fúnebre luz de un cielo nublado, y el temeroso andar de las gentes, que marchan preservando su cabeza de la lluvia y sus pies del barro, muchedumbre que produce un ruido característico, sólo semejante al del motín que nace y balbucea un grito.

Emilia limpiaba el empañado cristal con un pañuelo, y por el trozo limpio y transparente miraba á la calle sin ocuparse de mí. Las llamas en la chimenea parecía que me hacían una mueca burlona y luégo ascendían por el tubo de hierro hablando entre sí en voz baja como si comentasen riendo la pena mía, y yo miraba la mujer y la lumbre, las dos ingratas con quienes pasamos nuestros inviernos, las que hacemos objeto de nuestra poesía, y ellas cuidan nuestro cuerpo y no se cuidan de nuestra alma.

—Vamos, hombre, siéntate.

—¿Dónde?

—Aquí enfrente. Así verás á la vecina, esa jamona que te preocupa.

—Mira que á mí...

—Pues no es tan fea.

—Pero no me gusta.

—Parece que estés triste. ¿Has tenido algún contratiempo?

—Ninguno.

—Pues, sé que la Bolsa baja.

—Mejor; ahora me conviene.

—Que sea enhorabuena... Tú siempre sales ganando.

—Es que nunca he tenido suerte, y me he dedicado á explotar mi propia desgracia.

—Estás filósofo.

—Estoy enamorado.

—¿De quién?

—De tí.

—Ya lo sabía.

— ...¡Todo sea por Dios! Eres una especialidad para las contestaciones frías.

—Mira, no empecemos como siempre. Tú eres el único hombre que yo quiero» y no me gusta que te parezcas á los demás.

—Pero tú no concibes el amor físico.

—¿Qué es eso?

—El placer del cuerpo.

—Yo, no.

—¿No has amado nunca?

—Sí, á ti.

—Y ¿cómo me quieres?

—Con esto.

—Eso es el hígado.

—Bueno, me he equivocado. Te quiero con el corazón.

—Entonces, ¿cómo quieres á los demás?

—Yo sólo te quiero á ti.

—Decididamente. Tu especialidad es la réplica.

—Vamos, déjate de tonterías y cuéntame un cuento, Mira, si me cuentas uno bonito te doy un beso.

—¿Y si no lo cuento?

—Entonces... lo que tú quieras.

—Esa es una humildad que no me satisface.

—Pero, ¡qué pesado estas hoy!... Anda... un cuento bonito.

—¿Cuál?

—Cualquiera. Oye, ¿cómo acaba el de la otra tarde? ¿Se casa la mora con el cristiano?

—No, hija. Al cristiano le ahorcan.

—¡Qué atrocidad!

—Verás, el padre de Zara manda ahorcar al cristiano de una cruz de piedra robada en el campamento del rey, á la mañana siguiente se halló á la mora en lugar de su amante.

—¿Muerta?

—Es natural.

—¿Y Nuño Núñez?

—Estaba en el lecho de Zara.

—¡Qué bonito es eso! Ahí tienes dos amantes que nunca se hablan besado.

—Pero eso era en el siglo XV.

—Para todo tienes una contestación. Bueno. Venga otro cuento.

—¿También de moros?

—Como quieras.

—¿Triste ó alegre?

—Muy triste no, porque me haces llorar, y luégo me consuelas á tu manera.

—Es posible... Pues no recuerdo ninguno medio triste.

—Invéntalo.

—Pero tú crees que los cuentos son como las calumnias.

—Anda, discurre.

—Bueno, allá va.

—¿Y para eso sacas papelotes?

—Voy á leerte un articulo que escribí ayer.

—Eso será muy serio.

—Es un cuento.

—Entonces, conformes.

Flores, pájaros y espejos.

—¿Ese es el titulo?

—Sí.

—Adelante.

—«¡Bendito sea este cuartito que es mi taller! Aquí tengo mi mesa y mis plumas, tintero y cuartillas. En él desahogo mis penas, porque aquí entro colérico y de aquí salgo resignado. Por eso hoy vengo á esta celda y me siento y escribo.»

«¿Por qué me habrá abandonado Emilia?...»

—¡Hola! Hay una Emilia.

—Yo creo que todas las mujeres bonitas se debían llamar así.

—A veces eres muy galante.

—Gracias... á veces.

—Sigue, sigue.

—«Por qué me habrá abandonado?»

—Pero, ¿es cuento ó historia?

—Son las quejas de un amante.

—Pues, no leas. No me has de decir nada nuevo.

—Quizás sí.

—Pero eso será mucha filosofía y poco cuento.

—Es que tú me estás volviendo filósofo.

—Filósofo, no, pero es cierto que te vas atontando.

—Gracias.

—No te incomodes; no quería decir eso.

—Sería otra cosa.

—Eso es.

—¡Cómo!

—Ves, yo también me atonto. Cuéntame otro cuento.

—Es ya de noche.

—¿Necesitas luz para eso?

—No; es que ya es tarde.

—Justo; ahora dí que tienes prisa, después de dos horas de aburrimiento.

—¿Te has aburrido tú?

—Yo no; pero tú sí.

—Al lado tuyo, imposible.

—Galantería.

—¡Yo galante!... no puedo serlo queriéndote tanto.

—Yo también te quiero.

—Eso no es querer.

—Pues, ¿qué es entonces?

—Vino con agua.

—Es muy sano.

—Y muy tonto.

—Un millón de gracias, caballero.

—No te enojes. Las mujeres tenéis el hábito de no pensar.

—No entiendo bien eso, pero no me gusta.

—Así procedéis en todo.

—Siento estar á oscuras por no verte la cara. Debes parecer un guardia civil.

—Bonita comparación.

—Para comparaciones, tú.

—Las tengo muy exactas. ¿Quieres que te defina prácticamente el hombre y la mujer?

—¿Cómo?

—Junta tus piernas... Aquí tienes en tu falda esta moneda de cinco duros. Eso es una mujer.

—Está bien.

—Ahora coge este fósforo. Eso es un hombre.

—Un hombre flaco.

—No te rías. Lo que te digo es verdad.

Esta moneda es la mujer. Rubia, de formas simétricas y redondas. Tiene dos caras. Por un lado está su historia y por el otro su precio.

—Es ingenioso.

—Pues, escucha. Este es el hombre. Derecho, erguido; todo su mérito está en la cabeza.

—¿Y los que no la tienen?

—Un fósforo sin cabeza es cualquiera de tus amantes.

—Se lo haré presente.

—Esta cerilla puede doblarse, pero queda deforme. Así queda el hombre que comete una bajeza.

—Ahí tienes la mujer, no se dobla.

—Es cierto; pero con la esperma de la cerilla puedes moldear cualquier objeto, mientras que la pasta de la moneda no puedes cambiarla de forma tan fácilmente. Por eso la mujer es mala compañera, Ahí tienes la prueba. La cerilla se está deshaciendo entre tus dedos y la moneda enfría mi mano á su contacto?

—Te escurres como una anguila. La moneda es más hermosa.

—Pero necesita luz para ser admirada, y la luz que hace brillar á la mujer es el hombre.

—Dios da la luz de balde.

—Y en cambio una mujer cuesta cinco duros.

—También el fósforo cuesta.

—Pero el bien que da el hombre puede lograrlo el pobre y los placeres que proporciona la mujer sólo los consigue el rico.

—Eso es un absurdo.

—Es cierto.

—Porque dices que esto es una mujer y esto un hombre.

—Y lo sostengo. Aquí la tienes tentadora, llena de adornos. Parece que dice al hombre: Anda, recógeme; llévame contigo á todas partes: enséñame á tus amigos; todos, al verme en tu poder, te llenarán de atenciones y obsequios. Para saber si soy buena es preciso golpearme ó lastimarme. Quita un poco de mi sér y, á pesar de eso, aun correré en el mercado. Me tomarán con repugnancia, pero me tomarán. Seré una moneda con hoja.

—Eso es muy fuerte.

—Pero es exacto. Este pedazo de oro te proporcionará una noche de embriaguez y de lujuria. Á la mañana siguiente amanecerás con el cuerpo enfermo y el alma triste, y la moneda estará en poder de otro dueño. Este es el despertar que dan las mujeres.

—Muchacho, me parece que te extravías.

—En cambio mira al hombre. El menor choque basta para inflamarle y entonces produce luz que facilita tu camino. Y ese bien te lo da á costa de su existencia, y no deja de dártelo sino cuando ha muerto. Eso es el hombre. La inteligencia venciendo á la oscuridad. Después de ser hombre sólo se puede ser Dios.

—Alábate.

—Por eso, como tú decías antes, Dios es más barato que el hombre, precisamente porque vale más. Y la mujer es la inutilidad más cara de la tierra.

—¿Sabes que te pones muy cargante?

—Porque estoy en lo firme.

—Total, con lo que vale una mujer se pueden comprar miles de hombres.

—A veces vale más un fósforo.

—Nunca.

—Créeme.

—Cállate, estás diciendo muchas tonterías.

Y Emilia se separó de mi con enfado, pero al hacer esta movimiento la moneda rodó al suelo. La habitación estaba á oscuras.

—¡Ay! ¿dónde habrá caído?

—Lo sé.

—A ver si se pierde.

—Poco importa.

—Si tan rumboso eres me quedaré con ella.

—¿Te ha gustado?

—Una moneda de oro es cosa muy bonita.

—Lo creo.

—Como que es una mujer. Pero, ¿dónde estará?

—Alumbra y lo veremos.

—Espérate, que encenderé este fósforo.

—Ahora el hombre es más necesario.

—Pues yo por cinco duros sacrifico al hombre.

Emilia encendió la cerilla, yo ví enseguida la moneda sobre el suelo, la cogí, y metiéndola en mi bolsillo, contesté:

—Yo guardaré la mujer.

Y sin despedirme salí de aquella casa. Jamás he cambiado aquel centén, ni aun en días de grandes necesidades. En cambio Emilia ha destruido muchos fósforos por encontrar monedas de cinco duros.

Después de todo, si esto es la mujer... ¡bendita sea!


Publicado el 13 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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