Cuentecitos Sin Importancia

Silverio Lanza


Cuentos, colección



Dedicatoria

Al Señor Don Fernando Castelo


Mi novelita Mala cuna y mala fosa está dedicada á un muerto.

Porque yo ni de los muertos me olvido.

Ahora bien; como me reservo el placer de no verle á usted morir, se hace preciso que le recuerde á usted en vida.

Así como el más leve indicio de una función basta para denunciar la vida en un organismo, así, creo yo, bastará este insignificante tomo para consignar nuestra amistad tan sincera y tan desinteresada.

Sea conforme lo deseo.


Silverio Lanza

Prólogos

De la primera edición


¡Cuánto trabajo he perdido en coleccionar los cuentos de Silverio Lanza! ¿Y para qué?...

Luchando heróicamente con mi pobreza he logrado de ella algunas pesetas con que publicar este tomo.

¡Quizá no publique otro!

Por eso he reunido en él cuentos de casi todas las colecciones; no los mejores ni los más malos (que yo no sé distinguir en estas cosas), sino aquellos que, á mi juicio, sintetizan mejor el carácter de cada colección.

Sentiré haberme equivocado.


El editor
J. B. A.

De su segunda edición

Mi amigo D. Pepe quiere casar á sus hijas Anita y Lucrecia. Anita es vieja y fea, y Lucrecia hermosa y joven.

El problema es casar á Anita antes que á Lucrecia.

—Presento á V. mi hija Lucrecia y mi hija Anita que es la segunda.

—Pero... ¿por qué es la segunda?

—Porque la he presentado después.


El editor
J. B. A.

De la tercera edición

Al público.—Muchísimas gracias.


El editor
J. B. A.

P. P. y W.

De la colección «Cuentos del delirio»


Durante mi vida no se ha cesado de criticar mi boda con Matea. Es de advertir que ésta fué mi sirvienta antes de ser mi esposa. Creo llegado el momento de dar algunas explicaciones acerca de este asunto.

En el día tal, del año tantos, me hallaba en la Exposición de Bellas Artes examinando con enojo una figura en mármol que había obtenido el primer premio sin tener cualidad alguna que mereciera tan gran distinción.

Hallábase á mi lado un venerable anciano de barba blanca. Comprendimos ambos, por nuestros respectivos gestos, que pensábamos de igual manera. Entonces empezamos á cruzar algunas palabras.

—Esto es atroz.

—De muy mal gusto.

—Esa cabeza no está en su sitio.

—Pero, además, repare V. que si empezase á andar esta estátua resultaría un Jacob cojo.

—¡Ah! ¿Representa á Jacob?

—Sí, señor.

—Entonces será Jacob después de encogérsele el endón.

—Buena ocurrencia.

—¿Usted es aficionado?

—Sí, señor.

—¿Acaso será esta su carrera?

—También es cierto.

—¿Es indiscreción preguntar á V. su nombre?

—No, señor. Me llamo Fulano de Tal.

—¡Hola! ¿Es V. el autor de la magnífica estátua que guarda el duque de Cuál?

¿Lágrimas amargas?

—Esa.

—Sí, señor.

—Me felicito de este encuentro.

—Usted no debe ser del arte. Yo le conocería á usted.

—Soy un aficionado.

Seguimos hablando de esta manera, y salimos juntos de la Exposición. Él me invitó á subir á su coche, pero yo me negué resueltamente. Recordé lo mezquino de mi traje, y por no parecer su criado no quise figurarme su amigo. Entonces el caballero me dió su tarjeta y me suplicó le visitase. Se lo prometí así y nos despedimos.

El cartoncito decía: «Primitivo Dios.—Ventas del Espíritu-Santo.»

Por el nombre creí recordar que este sugeto era un antiguo proveedor de carneros.

La impresión que me produjo este incidente fué desapareciendo.

Por la noche paseaba las calles de Madrid.

«Peores que la pobreza son los malos pensamientos que inspira.»

Aquella noche parecían haberse dado cita todos los aristócratas para enseñarme sus galas. Acaso yo me fijaba en esto más que de ordinario.

Coches magníficos, caballos muy gordos y cocheros muy insolentes.

Aquellas mamás, que visten igual traje que sus pollitas, y aquellas niñas con el mismo tocado que sus mamás, con su cabeza envuelta en finísima toquilla, cuya trama rasga el capricho de brillantes que retama el peinado, con un inmenso abrigo de terciopelo ó Lyón guarnecido de pieles, que da el boceto de las formas, y por debajo de él la falda, cuya cola va recogida, quitando esbeltez al conjunto y dejando ver el zapato de tafilete y la negra media cuando suben al coche aquellas diosas de un paraíso vedado á los que viven de su trabajo.

Y luégo el carruaje parte camino del teatro ó el sarao, y yo me quedo en la acera, triste, pensando en los que tienen hambre, envidioso de los que tienen hartura, y recuerdo las sublimes palabras de esperanza y consuelo que encierran esas bienaventuranzas que aprenden los chicos en la escuela.

Y pasan por mi lado los obreros, que cuando les atropella un coche llaman ladrón al amo y se satisfacen con esto y rien de su ocurrencia y su atrevimiento. Las obreras, esas infelices mujeres que tienen todas las penalidades de los hombres y ninguno de sus goces.

«¡Es preciso redimir á la mujer! ¡La educación de la mujer! ¡La mujer en el foro! ¡La mujer en la clínica!»

¡Hipocresía! ¡Hipocresía! ¡Hipocresía!

Yo escribo estas cuartillas para mí y aquí debo hacer una protesta.

Invocando el nombre de Dios y el martirio de Cristo se ha enrojecido con sangre humana las tres cuartas partes de la tierra. Ese nombre se invocó, y se derramó esa sangre para satisfacer el codicioso deseo de una raza, de un pueblo, de un rey ó de un fraile. Jamás con un fin civilizado, porque la civilización cruenta es un absurdo, y si después de esas hecatombes la civilización se ha producido ha sido de igual manera que brotan flores en los cementerios. Por lo demás, aún admiramos los cristianos los incomprensibles monumentos de asiáticos y africanos.

La educación, considerada de una manera abstracta, es necesaria no sólo al hombre y á la mujer, sino á las bestias, las plantas y las tierras.

Tened cuidado no eduquen vuestras mujeres como nosotros educamos á los canarios: metiéndolos en una jaula.

Decid á esos idealistas, agentes inconscientes de una burguesía astuta que logren para la mujer el goce de todos los derechos del hombre, la exención de impuestos, la exención del servicio de las armas y la inviolabilidad personal. Después que alcancéis esto, enviad las mujeres al taller y la universidad; mientras tanto tened cuidado no traten de explotar más que á vosotros, á vuestras esposas y á vuestras hijas.

Entretanto las aristocráticas damas no planchan por no cansarse, no cosen por no pincharse y no limpian por no ensuciarse, á más de esto no tienen la menor noción de nada culto. Sin embargo, viven bien, ¿por qué? porque sus maridos son poderosos. Pues, ea, señores filósofos, aseguren Vds. nuestro porvenir y nosotros cuidaremos de nuestras esposas.

Lo bueno en abstracto puede no ser útil; prácticamente lo útil siempre es bueno.

Así estaba yo contemplando con envidia rabiosa aquellos carruajes, aquella gente que apenas se digna mirarnos, que viven en comandita, y que no nos dejan acercarnos al extremo de su traje.

Pero, á pesar de todo, aquellas mujeres me seducían; yo recordaba haberlas visto en los palcos del Real y en los salones de los palacios con sus escotes de corte, mostrando la blancura de su cútis, aquellos hombros redondos y provocativos, y el desnudo seno perfumado, aumentando la belleza de su prendido con montones de piedras preciosas esparcidas en zarcillos, diademas, pulseras y sortijas.

¡Debe ser tan agradable volver en coche de la fiesta, teniendo al lado una mujer comme ça, ser recibido á la puerta de su casa por el obsequioso conserje, entrar en nuestro logement y en el boudoir de madame y ver todas las minuciosas operaciones que cambian su traje de etiqueta por una camisa de noche llena de encajes y bordados, y verla acercarse á nuestro lado y sentarse con nosotros en el canapé, y quitando una rosa de brillantes dejar rodar por hombros y espaldas una bola de oro que queda transformada en largos hilos perfumados y sedosos cuyas puntas se encorvan como si tratasen de volver á la hermosa cabeza de donde brotaron.


* * *


Me fuí á mi casa de muy mal humor y me dormí.

Soñé que iba camino de las Ventas del Espíritu-Santo en busca de mi conocido en la Exposición. Por fin, dí con lo que buscaba. Aquella finca parecía una huerta inmensa. Llamé en el portón. Al cabo de un largo rato salió á abrirme un niño como de seis años, de un rostro angelical. Pregunté por el dueño.

—¿Para qué le busca V.?

—Me ha dado esta tarjeta y me ha suplicado viniese á visitarle.

—Espere V. un poco.

Y dióme con la puerta en las narices.

Al cabo de un cuarto de hora volvió á abrir el niño; me dijo: «Pase V.,» y echó andar delante.

Los senderos de aquella huerta parecía que no tenían conclusión. De vez en cuando encontrábamos grupos de muchachillos, todos ellos lindísimos; deduje que aquello sería un colegio. Por fin, llegamos á un magnífico palacio; no pude calcular su extensión, pero la fachada que tenía delante me pareció soberbia. Un conserje, con los gruñidos de Pipelet y las barbas de un San Antón, nos detuvo.

—¿A dónde va este caballero?

—El señor le ha mandado llamar.

—Está bién.

Subimos por una ancha escalera, atravesamos salones y pasillos; estaba mareado y rendido de fatiga; por fin mi guía me dejó en un gabinete lindísimamente decorado.

—Espere V.,—dijo.

Yo me dejé caer en un sillón.

Poco después se presentó el señor de la casa.

—¡Caballero!

—Servidor de V.

—Beso á V. su mano.

—¿Estará V. cansado?

—Bastante, bastante.

—Esto está muy lejos de la tierra.

—De Madrid.

—No, de toda la tierra.

—¡Ah, vamos!

—No lo tome V. á risa. Estamos en el cielo.

—¿Sí?

Á mí me pareció esta broma algo estúpida.

—Sí señor. Desde aquí á su casa de V. hay millones y millones de leguas.

—¡Vaya, vaya!

—Sí V. ha recorrido la distancia en tan poco tiempo, es porque el terreno que pisaba V. iba caminando con una velocidad asombrosa.

—¡Vaya!

—Esto le parecerá á V. extraño, pero, como indica mi tarjeta, yo soy el primitivo Dios, ó sea el Dios primero, el Dios único.

—¡Cáspita!—pensé,—he caído en un manicomio.

—Pues bien; antes de seguir adelante vamos á cuentas.

Yo busqué el revólver en mi bolsillo.

—Todos los escultores que tengo y valen algo se han dedicado á imitar el griego y no me sirven. Usted me hace falta.

—Es favor.

—Nada de eso. Si V. quiere, vivirá V. aquí, no le faltará nada de cuanto desee. Tendrá V. entrada libre en todos mis dominios, podrá V. tomar bocetos en el infierno y el limbo; en fin, estará V. en la gloria, Le aseguro á V. que vivirá V. perfectamente. Tengo en el purgatorio algunas jamonas deliciosísimas.

—¡Qué diantre!

—Su trabajo de V. se reduce á hacer bocetos. Es preciso tener una gran originalidad. Después en el taller se modela la escultura conforme al boceto de usted. El trabajo no es grande porque los moldes de los muertos sirven para los vivos que nacen. Un boceto sirve para diez ó doce mil individuos, porque tengo un taller de modificaciones y correcciones.

—Está bien.

—No hace falta sino que V. se decida.

Yo estaba decidido á marcharme, pero esperé salir del atolladero dando la razón á aquel demente.

—Pues, por mí...

—¿Se aviene V.?

—No hay inconveniente.

—Me deja V. satisfecho. Mil gracias.

—No hay de qué.

—Pues bien; voy á darle á V. una ligera idea de su trabajo.

El viejo echó á andar, y yo le seguí. Fuimos al archivo; éste estaba en una sala cuya longitud sería la distancia que media entre el estrecho de Magallanes y el de Behring atravesando el Atlántico. A pesar de esto, la sala no parecía estrecha. Allí estaban perfectamente clasificados los antecedentes de todos los individuos existentes. Además habla un edificio destinado á archivo de los muertos y un gabinete con los documentos de los llamados á nacer.

Recorrimos una porción de dependencias, y al fin el viejo me dejó en el almacén de los modelos de vivos.

Yo había principiado á creer y creía de todas veras.

Empecé ó caminar por aquellos salones. Los modelos no estaban enteros. Había una sección de cabezas, otra de bustos, otra de caderas y piernas y otra de pies. Los objetos se designaban por diversas combinaciones de letras y números, pero las partes de un mismo modelo tenían igual fórmula. Al principio creí estar en una botica. La cabeza de Bismarck marcaba Nº. 5

Comprendí lo que era la muerte; el individuo sufría en la tierra los mismos deterioros que el modelo en el almacén.

Recordé mis adoradas aristócratas y empecé á buscarlas. Hallé la cabeza de la marquesita del Hinojo: marcaba M. Fuí á la sección de bustos: la pollita tenia un cuerpo muy feo y lleno de manchas.

Allí ví grandes cosas; perdí muchas ilusiones, pero aprendí muchísimas realidades.

En la sección de pies ví dos lindísimos: lo sublime del contorno en este extremo. Marcaban P. P. y W. Indudablemente debían pertenecer á una mujer. Antes de buscar los datos en el archivo fuí á la sección de piernas y bustos. Mi asombro fué creciendo. P. P. y W. debía ser una criatura deliciosa. Busqué la cabeza, pero revolviendo entre ellas ví que su parte superior se levantaba: dentro de la caja, así formada, se hallaba una nota con las condiciones morales del individuo ajustadas á la teoría de Gall.

Un frío desconsuelo se apoderó de todo mi sér. El astrónomo se olvidaba de la palabra Dios, y yo no encontraba la palabra honra dentro de ninguna de aquellas cabezas de mujer.

Cuál no sería mi sorpresa cuando en una de éllas leí este papelito: ¡Mucha honradez, mucha fidelidad! Sentí un golpe en el hombro, volví la cabeza, y una voz á mi espalda dijo: «¡Vamos!» Renegué del importuno ángel que venía á molestarme en aquel momento. No hice caso. Miré la marca de la cabeza: ponía P. P. y W. ¡Una mujer perfecta! De nuevo volvió á interrumpirme el ángel, diciendo

—¡Vamos!

Abrí los ojos cuanto pude para ver el rostro de aquel sér que marcaba P. P. y W.

—¿Qué mira V.?

—¡Ah! ¿Es V. Matea?.

—¡Miraba V. con unos ojos tan espantados!... Ya son las siete.

—Allá voy.

¡Matea! ¿Será Matea como P. P. y W.? Me levanté. Pude colegir que el pie era precioso. Adquirí datos y... pues bien; me casé, y puedo asegurar que Matea es tal y conforme yo la había soñado, incluso lo del papelito.

Y desde entonces me río de esas marquesas que les falta una virtud en el alma y les sobran manchas en el cuerpo.

La evolución de la materia

De la selección «Cuentos políticos»


Ciertas cosas hay que referirlas sóbriamente.

El sencillo toque de oración es más expresivo que los raros gritos con que los sacerdotes acompañan las ceremonias del culto.

Hé aquí lo que va del naturalismo al clasicismo.

Richard Krassoff era un hombre serio y un buen amigo.

Un día se me dijo que Richard era emigrado ruso.

Tanto mejor.

Los hijos escarnecidos por sus padres son más dignos de respeto que los padres bondadosos.

Me presenté por primera vez en casa de Richard una tarde de invierno. Krassoff tenía en las Barreras una habitación modestísima.

París le había dado asilo, y esta caridad no siempre se ejerce con los jesuitas.

Entonces conocí la familia de mi amigo.

La señora tenía treinta y cinco años y parecía una anciana. El niño desempeñaba una plaza de agregado en el escritorio de un banquero. Su hermanita tenía seis años. Pequeña como la margarita y blanca como las azucenas, tenia María esa rara simpatía que acompaña á la desgracia.

Quedé agradablemente sorprendido ante aquellos individuos que, por su honradez, merecían ser pobres.

Senté la niña sobre mis piernas y la dejé jugar con la cadena del reloj. Pero de pronto, interrumpiendo su juego, me dijo:

—¿Quieres que te cuente un cuento?

—Sí, hija mía.

—¿Cuál?—preguntó la señora de Krassoff.

—El del huevo, mamá.

—¡Ah, el del huevo!—interrumpió Richard.—Escúchelo V., Sr, Lanza—Es interesante ahora que tanto se preocupan los sabios con las evoluciones de la materia.

—Está bien. Cuenta, cuenta, hermosa mía.

El niño se apoyó en la pared y dibujó en sus labios una amarga sonrisa que sostuvo durante toda la narración.

—Pues, señor, el emperador tenía una hermosa gallina encerrada en un pabellón del jardín, y cátate que una noche se escapa un tigre de la jaula de las fieras y se mete en el pabellón con la gallina.

Pues, señor, á la mañana siguiente recogieron el tigre y vieron que la gallina había puesto un huevo; y como el emperador todo lo quiere para sí, cogió el huevo y se estuvo quietecito calentándolo para comerse lo que saliera... Y salió... ¿á qué no sabes lo que salió?

—No sé.

—Pues salió un polizonte.

—¡Ah!—exclamé cuando comprendí toda la idea,—y besando con arrebato á la niña, la dije: «Benditos sean tus padres que te enseñaron ese cuento, y bendita tú si se lo enseñas á tus hijos.»

Guardias y maestros

De la colección «Cuadros del natural»


En un camino que parte de Valdepeñas y termina en Sierra Morena... Yo creo que para ser morena es preciso tener algo más que el cútis de color oscuro y los ojos negros. Hay hermosas que parecen morenas y no lo son y también hay rubias que son decididamente morenas. Se me figura que aun explicándome mal me hago entender. Las morenas verdaderas están tostadas exteriormente por un fuego interno que se manifiesta en sueños de aventuras, vivísimas emociones, deseos imperiosos y humildades heróicas. La rubia que es morena interiormente debe conceptuarse la hermosura mayor de la naturaleza.

La sierra que separa la Mancha de Andalucía debe llamarse morena, y así se llama. Allí hay lugares á propósito para los más románticos sueños de amor, los más crueles asesinatos y los duelos sin piedad. Aquello es un monumento gigante levantado á la superioridad de lo malo y á la superioridad de lo bello. Por todas partes lleno de cruces, cifras y fechas, como libro que anota un crítico algo ilustrado. Un montón de piedras que recuerda una promesa, un árbol cortado que es señal de un juramento, cuevas que han oído gritos de dolor y besos de enamorados, una tierra que ha absorbido vino y sangre y un firmamento que ha contemplado impávido todas estas cosas dando quizás día tormentoso al alegre galán y serena noche de luna al temeroso bandido.

Pues bien; en el camino que cito al principio está la célebre venta del Recodo.

La venta es una necesidad en la sierra, porque una sierra sin ventas sería como una corte sin palacios. Precisamente la venta es el palacio de la sierra. Los venteros son unos magnates, Ellos delatan á la Guardia civil los crímenes en que no han tomado parte, y ellos ocultan á la Guardia civil los crímenes en que figuran como reos. Cada venta tiene su nombre, sus dominios y sus parroquianos. Y no todos los venteros se profesan pacífica amistad, sino más bien profundo odio, en el que toman parte sus clientes respectivos. Por esto se dice en aquella comarca que


Cuando riñen los venteros
Mal han los viajeros.


La venta del Recodo está situada sobre la cumbre de un peñasco llamado por su forma La Muela, Desde la venta á una brusca vuelta del camino está tendido un puente de madera. Por debajo del puente hay un abismo, y en el fondo del abismo algunos huesos blancos ocultos por la maleza con esa tenaz porfía con que la tierra encubre y desfigura los restos de sus víctimas, como si temiera no parecemos tan hermosa manchada de sangre. Aquel puente se rompe ó se quema cuando quiere el ventero, y éste echa la culpa al viento ó al rayo. Lo dicho basta para sospechar la celebridad de la venta del Recodo.

En ella estaban una tarde Niceto el Manchego, varios compañeros suyos y un forastero de La Línea, persona reputadísima por los muy buenos servicios que había prestado durante su vida á los héroes del contrabando. Se trataba de obsequiar á este inglés mestizo, y Juan José, el ventero, había puesto sobre la mesa de los comensales longaniza, pan y un jarro de vino, y en la lumbre una cazuela con guisado de conejo.

—Juan José.

—¿Qué quieres?

—¿Es este el mejor vino que hay en tu casa?

—Yo creo que sí.

—¿Habrá que verlo?

—Cuando yo lo he puesto es para que lo bebas.

—El vino no es malo.

—Pero éste lo tiene mejor.

—Te he dicho que no.

—En fin, lo beberemos.

—¿A dónde va V. desde Valdepeñas?

—Me bajo á Málaga.

—Aquella es buena tierra.

—Hay de todo. Los tiempos están muy cambiados.

—Ya lo creo.

—Esto no se conoce. Aquí se ha hecho mucho dinero, pero ahora...truco.

—Estamos más en el oficio.

—Eso es lo malo.

—Unos cuantos que han estado arando hasta ayer y hoy se salen al camino á ladrar y no trabajar.

—Ni dejar hacer.

—Vaya otro trago.

—Lo dicho: no es mal vino.

Caballero en una gorda pollina, camina hacia la venta del Recodo Juan Sañudo, que tiene tanto de su nombre que nada le queda de su apellido, Juan Sañudo es maestro de escuela de Alfajotal, Es casado con una mujer cuya particularidad es la de no ser chismosa, y tiene un hijo que sirve al rey. Vive en el pueblo, donde tiene la escuela, cobra alguna vez algo de su sueldo y se sostiene del producto de unas tierras, propiedad de su esposa. Consagra su vida á cultivar su hacienda para bien suyo, y la inteligencia de sus discípulos para bien de la patria. Los domingos, después de la misa, lee un número de La Fé que le presta el cura del pueblo. Para él el conde de Toreno es un anciano de aspecto venerable, y D. Francisco Pí un mozo de veintiocho años, alto, delgado, con grandes bigotes negros y perilla retorcida.

Juan Sañudo viene de cobrar unos cuartos en Valdepeñas.

Cuando la pollina empezó á pisar el puente de madera, Juan José salió á la puerta y Niceto y sus compañeros buscaron con sus miradas al que llegaba.

—Buenas tardes.

—Dios nos las ha dado.

—Pase V.

—Buenas tardes, señores.

—Buenas tardes.

—¿Me dará V. un poco de vino fresco para ayudar á mi merienda?

—Sí señor; siéntese V.

—¿Conocéis á éste?

—Yo no.

—Parece obispo…

—Allá se las haya.

Juan sacó de sus alforjas un trozo de pan y una tartera con bacalao frito.

—Buen gasto te va á hacer ese fraile disfrazado.

El ventero calló, y Juan calló también, pero sintió que su corazón palpitaba violentamente y que se estrechaba su garganta.

—Aquí tiene V. el vino.

El maestro dudó un rato; por fin, volviéndose á los contrabandistas, les dijo;

—¿Ustedes gustan?

—Gracias, que aproveche.

—Gracias.

Pero el compañero de Niceto, que ya había comenzado sus hostilidades, contestó con tono burlón:

—¿Es eso todo lo que ofrece V.?

—Amigo mió, no tengo nada más.

—Valiente agasajo.

Juan volvió á callarse. Entonces su declarado enemigo cogió un pedazo de pan y lo arrojó con fuerza á los pies del paciente Sañudo.

—Tenga V., hombre, tenga V.

—Gracias; esto para mi borrica.

Y sacando el brazo por la puerta echó el mendrugo al animal.

—Eso es desprecio.

—No, señor. Le he dado á V. las gracias.

—Ya decía yo.

Los contrabandistas comenzaron á hablar en voz baja.

—¿Por qué haces eso?

—Me ha hecho gracia ese cura.

—¡Vaya una gracia!

—¿Te sabe mal?

—Es que Niceto se va volviendo sensible.

—No es eso. Creo que conozco á ese hombre y no sé de qué.

—Búscalo entre los pobres.

—O catre los sacristanes.

—No sé quién será.

—Oiga V., buen apetito, ¿á V. se le conoce en alguna parte?

—A mí, no, señor.

—Ya estás enterado... Y diga V., ¿me vende V. el caballo?

—¡Oh! no, señor.

—Yo lo pago bien.

—Lo supongo, sí, señor; pero me hace falta.

—Voy á probar qué tal bicho es.

Aquel hombre salió al puente y comenzó á jugar con el animal.

Juan Sañudo, en el dintel de la puerta, contemplaba las dos bestias: los demás permanecieron sentados.

Pero la pollina llegó á incomodarse y levantó las patas traseras. El contrabandista, al huir el golpe, puso un pie fuera del puente, cayó y se agarró con la mano izquierda á uno de los tablones. El maestro Juan corrió, cogió la mano aquella y sostuvo al caído pendiente de su brazo y columpiándole sobre el abismo. Juan José y sus compañeros rodearon á aquel modesto Hércules. Niceto dió un grito y exclamó:

—Deje V. á ese hombre.

El maestro levantó el brazo y colocó á su humillado enemigo sobre el puente.

—¿Usted ha sido maestro de Lagares?

—Si, señor.

—¿Usted se llama Juan Sañudo?

—Sí, señor.

—Este hombre es mi amigo; él me ha enseñado á leer y á escribir.

—Pues, ¿quién eres tú?

—Niceto, el hijo de Romualdo el pellejero.

—¡Ah, sí!... Ya sé quién. Eras muy travieso, pero muy aplicado. Hombre, nunca te acordabas de guardar las decenas sobrantes para llevarlas á la otra columna.

—Verdad es. ¿Dónde está V. ahora?

—En Alfajotal—Mal pueblo.

—Así, así.

—Ea, esto se acabó, Vamos adentro y merendaremos juntos.

—Yo, no. Me faltan dos horas de camino y quiero llegar de día.

—No importa.

—Perdónenme Vds., pero no quisiera retrasarme.—Pues, vaya un cigarro.

—Gracias.

—Juan José, arregla la borrica del señor maestre. Los contrabandistas acompañaron hasta la carretera á Juan Sañudo. Este, al despedirse, recordó unas palabras de la Biblia, y llamó ¿parte á su columpiado enemigo. Cuando se vieron solos el maestro pidió un abrazo á su acompañante. Este le abrazó y luégo le besó las manos.

Juan echó ¿andar, y al poco rato me dijo:

—Pues señor, me be quedado sin merienda. Veamos si ha sobrado algo.

Buscó en las alforjas y halló pan, longaniza y una bota de vino.

—Lo que yo digo siempre, Estos hombres son como los toros. Han nacido para ser buenos trabajadores, pero les obligan á ser bravos, y cuando ya lo son los matan. Vaya una civilización estúpida.

El ventero y sus parroquianos se quedaron silenciosos en el camino. Por fin el semi-inglés dijo:

—Es todo un hombre ese sugeto.

Niceto contestó:

—Si todos los Guardias civiles fuesen maestros de escuela, los hombres más malos serían niños traviesos.


Nota. Estando el manuscrito de este cuento (escrito hace doce años) en poder del Sr. Ortega Munilla, publicó El Liberal el siguiente suelto:

«Un diario malagueño ha oído referir este episodio de la vida de Melgares:

«Hace algunos años, un anciano se dirigía ginete en un mulo desde Vélez-Málaga al pueblo de Algarrobo.

De pronto se vió rodeado por tres hombres armados, diciéndole uno de ellos:

—Abajo y á entregarnos el dinero que lleves, ó te abrasamos de un tiro.

Obedeció el pobre hombre; momentos después sabía que estaba frente á Manuel Melgares, á quien le dijo:

—¿No me conoces ya? Si yo te enseñé á leer. Soy Frasco, tu maestro, y casi no gano lo necesario para comer. Siguió un breve diálogo, y el viajero pudo seguir su camino, después de un fuerte apretón de manos y de haberle devuelto el dinero y los objetos que antes entregó.

Tres días después el Sr. Frasco recibía una carta y cuatro billetes de cien pesetas.

La letra de la carta le era conocida. Pertenecía á su discípulo Manuel Melgares.


Perdí la originalidad pero quedó satisfecho mi amor propio. Indudablemente conozco bastante bien á esta desgraciada clase de ladrones, arruinada por una competencia irresistible.

La Galatea

De la colección «Cuentos del delirio.»


Con este nombre se conocen muchas obras literarias y dramáticas y no pocas tradiciones. No las citaré por no presumir de erudito.

Hace tiempo asistí á una de las representaciones que obtuvo una zarzuela española que alcanzó gran éxito. Cantaba una tiple que me produjo enojo. ¡Qué falta de mímica, de expresión y de voz! En fin, la ausencia del arte. Pero en una de las escenas, el galán, joven pescador, ofrece á la dama una preciosa joya. La metamorfosis fué completa.

Era de ver la actitud de aquella señora y eran de oír las purísimas notas que su garganta daba al aire.

Al salir del teatro recordé el cuento que voy á referir, cuento vulgarísimo que todos conocen y cuentan.

En una ciudad de Italia existía un escultor, asombro de las gentes, no sólo por sus talentos artísticos sino también por su fealdad física. Ambas cualidades se decía haberlas heredado de su padre el célebre Forgio.

Contrariado en sus empresas amorosas el tal Santino, resolvió hacerse una mujer á gusto suyo, empresa fácil para escultor tan insigne. La obra se terminó. Las timoratas gentes encontraron inmoral el asunto y el objeto, pero Santino les enseñó el texto de un soldado de Garibaldi que disculpa tales aficiones, y la hermosa mujer desnuda empezó á llamarla atención y al cabo se ofrecieron grandes sumas por aquellos contornos del mármol.

El artista empezó á adelgazar notablemente, luego se le oyó por las noches dar voces pidiendo á la estátua que correspondiese á sus caricias, después se le tuvo por loco.

Santino cerró el taller y empezó á vender las obras que tenía terminadas.

Un día, cierta dama aristocrática, muy conocida en la ciudad, se presentó al escultor encargándole un busto del natural, que prometió pagar espléndidamente. Santino se negó. Al despedirse la signora, el artista miró á su mujer. Los ojos de la escultura habían girado. Siguió aquella mirada ciega y vió el magnífico collar que la aristócrata llevaba al cuello. Después la estátua miró á Santino.

Al día siguiente, y á las primeras horas de su mañana, la forza derribaba la puerta del taller. Se acusaba al escultor de haber robado una alhaja á la princesa de Scávolo.

Efectivamente; la mujer de Santino tenía puesto el collar y abrazaba á su esposo, pero el artista estaba muerto; su esposa le habla estrechado hasta ahogarle. Hubo necesidad de romper los brazos de mármol para separar el cadáver.

La mutilada estátua se conserva en un museo. Santino duerme bajo tierra.

Por lo demás, este hecho parece ser que sigue repitiéndose.

¡Viva la libertad!

De la colección «Cuentos políticos»


Vaya, vaya, vaya... Pues estamos divertidos... Carambita, y cómo aprieta el frío esta noche. Es la que se dice: en víspera de Reyes no ha de hacer calor... Para chasco...

Vaya, vaya... Cuidadito con la Milicia Nacional... Por supuesto, que todo es hasta entrar en calor... Esta manta abriga mucho, pero al pobre Anselmo no le abrigó. Claro, ¡si estaba muerto!

La verdad es que morirse joven y tísico, y dejar una mujer y un hijo á la buena de Dios... Lo cual que Dios no ahoga, pero aprieta demasiado... El pobrecito siempre con el mismo cántico: «Por la Virgen del Carmen, no me lleves al hospital. Mira, Pepa, que si me llevas al hospital me muero.» Y se murió en su casa. Y la mujer y el hijo se han quedado por puertas. Es más barato morir en el hospital. Pero el que se muere de balde es porque quiere vivir de gorra. Y ahora... pues ahora... no sé. No quieren pedir limosna, y comen cuando yo les doy de qué... Vea usted, ella podía hacerse cantinera y él corneta y andar con la Milicia Nacional, y si los mantenían eso se encontraban.

¡Valiente Milicia! ¡Á que á mí me hayan despedido de la dehesa y no me tomen hasta que sea miliciano! ¿Y para qué? Pues, para nada. Para acompañar al diputado cuando echa esos discursos que no tienen discurso, ó yo no los entiendo.

Ayer le pasearon en las andas de la Virgen, y cuando llegaron á la plaza se echó á hablar el vuecencia. Se parecía á González haciendo juegos de manos en la plaza de Santa Cruz de Madrid.

«Señores: Los partidos luchamos en síntesis por fijar donde reside la soberanía.»

Yo me quedé pasmado. Parece mentira que todos los jaleos que ha habido en España desde el 54 hasta el 73 hayan sido por una cosa que á nadie le interesa... Y decía luégo: «Pues bien; la soberanía está en el pueblo.» Entonces aplaudió todo el mundo, y yo no aplaudí porque no entendí aquello. ¿Que será la soberanía, que está en el pueblo y que no sirve para que el pueblo coma?

«Por esto el sufragio universal es un derecho indiscutible é inviolable.»

Esto ya sé lo que es. Le dan á uno una papeleta y le llevan á votar, y si no vota uno á quien dice el amo se queda V. en la calle. Mayormente el negocio es para los amos porque así tienen más votos. Lo que yo digo; para votar con libertad se necesita tener libertad para todo. ¡Y vaya una libertad la mía, que porque no me he hecho miliciano me dejan en la calle! Y tendré que pasar por ello. Ea, los cuartos se me acaban y ni comeré yo ni Pepa, ni su chico. ¡Pobre muchacho! Cuando me he entrado en casa he visto que en la ventana de al lado había puesto el inocente los borceguíes al sereno. ¡Mira tú, que lo que le echen los reyes!... Digo, y ahora que andan huídos de esta tierra... Así que no hay un cuarto... Y aunque yo quisiera... Cinco reales tengo... ¡Vaya, vaya... á dormir!


Pues, señor, no me duermo. V., ¡qué diantre!... no calculo mal... Si pierdo... ¿pues ya más perdido!... ¿Y si gano?... Lo dicho; me voy al monte que hay en el café de la Plaza. En esto si que hay libertad ahora.


A las dos de la madrugada, el tío Claridades camina cabizbajo hacia su casa. Después de haber ganado hasta dos duros ha perdido hasta sus cinco reales. Está resuelto á alistarse en la Milicia Nacional; á trabajar en la dehesa; votar libremente lo que su amo le ordene; pretender la mano de Pepa y casarse civilmente ante el bruto barbero que ejerce de Juez municipal, con desprecio del pobre señor Cura, que al menos tiene cortesía.

Las esperanzas creadas por su imaginación aclaraban ante los ojos del perdidoso las sombras de la la noche, cuando entre éstas se apareció un hombre.

—Robustiano.

—¡Quién!

—Soy yo.

—¡Ah! ¿Es V., D. Dimas?

—Sí, hombre.

—En V. venia pensando.

—Y yo en tí.

—Mañana me hago miliciano. ¿Me tomará V. otra vez de vaquero?

—Desde luego. Mañana mismo te ganas el jornal.

—Pues, Dios se lo pague á V.

—¿Y de dónde vienes á estas horas?

—De perder unos cuartos en el café.

—Mal oficio.

—Quise probar la suerte.

—¿Y te ha ido mal?

—Sí, señor.

—Pues yo te proporciono esta noche cinco duros.—

—¡Cinco duros!

—Como lo oyes.

—Usted dirá.

—Mañana viene el amo, y esta noche se ha escapado el toro Careto: si lo encuentras y lo atas te ganas cinco duros.

—Pues lo ataré.

—Pero tienes que ir solo, porque la cosa está en que nadie se entere.

—Ea, pues iré solo.

—Entonces te aguardo toda la noche.

—¿Dónde?

—En el café de la Plaza.

—Mire V. que es mal sitio.

—Aquél es un monte donde tú no sabes andar.

—Tiene gracia.

—¿Vas por el toro?

—Y enseguida estoy de vuelta.

—¿De veras?

—Como que lo he dicho yo.

—Pues, hasta luégo.

—Hasta luégo.


Parece mentira que haya hombres tan zopencos que den cinco duros por recoger un toro y paguen siete reales solamente por guardarlo.

Como esto es todo. Tanta Guardia civil, y tantos jueces, y tanta policía para coger ladrones, pues el que roba es porque no tiene; conque, si lo que se gasta en todo eso se repartiese entre los pobres puede ser que no robase nadie... ¡La Guardia civil!... Esto es una dificultad... Si me pesca en el monte creerá que voy por leña, y me la dará á mí... Otro desatino... Antes todo el mundo quería á los guardias, ahora nadie los quiere. Los ricos se quejan porque no se cuidan los bosques, y los pobres porque no nos dejan coger leña... Pero, en fin, veremos. Me voy á casa por un tiro de cáñamo y buscaremos á Careto. Demasiado sé yo dónde está. ¡Cómo que tiene la querencia de la majada vieja!... ¡Cinco duros!... Eso es... Me quedo con uno y echo los otros cuatro en los borceguíes del chico... ¡Ea, al avío!


—Robustiano, abre.

—Allá voy.

—¿Estás durmiendo?

—Me acabo de levantar.

—¿Tan tarde?

—Pues ayer noche cuando volví de amarrar al toro eran las cuatro y media.

—¿Vas á la dehesa?

—Si, señor.

—Pues te vas sin hablar con nadie. Mira que te estoy acechando.

—Bueno.

—Oye, ¿tienes la moneda que te dí anoche?

—No, señor.

—Ya lo sé.

—¿Usted?

—Como digas á álguien que tú has tenido esos cinco duros te pierdes.

—Pero, ¿por qué?

—Calla y vete al campo.

—Callaré.

—Anda, aviva, aviva.

—Voy ¿dejarle un recado á la Pepa.

—Está la puerta cerrada. No hay nadie dentro.

—Pues me choca.

—¿Te vas ó no?

—Allá voy.

—Ya sabes lo que te he dicho. Como álguien sepa...

—Ea, que no lo sabrá nadie.

Y Robustiano emprende el camino de la dehesa sin comprender una palabra de semejante enredo.


Ante mi el Secretario de la Junta revolucionaria de Salud pública de esta villa. Reunidos los ciudadanos que componen la expresada Junta: Salud y libertad.

Yo el infrascrito, también juez municipal de esta villa, digo que por mi fueron dichos los hechos al tenor siguiente:

En esta villa, á los cinco de Enero del segundo año de la República, ó sea en vulgar ayer por la tarde, se me dió conocimiento por el ciudadano alguacil de mi juzgado de cómo al ciudadano representante del pueblo por esta villa, que iba en compañía del ciudadano Dimas Curial, le fue robado cuando habló en la plaza de esta villa, entre el tumulto, un bolsillo con cuarenta y dos monedas de oro de cinco duros cada una y cuatro mil doscientos reales las todas. Y luégo esta mañana se presentó la llamada Pepa, viuda del vaquero Anselmo, que fué á la carnicería para que la cambiasen una moneda de las robadas, y me dijo que lo hacía á escondidas porque debía á todo el mundo, y que halló la moneda en un zapato de su hijo que la habían traído los ciudadanos Reyes Magos.

Otrosí que el vaquero Robustiano, de madrugada, quiso cambiar otra moneda de oro en la taberna del Libre Pensamiento y no se la cambiaron.

No resultando probada la procedencia de estas monedas, porque ella no se sabe de qué come desde que es viuda de su marido Anselmo.

Así lo dije yo el infrascrito á la Junta, y se sentenció con arreglo á justicia, que dictó el ciudadano Presidente á este tenor:

Salud y libertad: La Junta Revolucionaria de Salud pública de esta villa. Ordeno y mando.

Ciudadanos: Esta Junta, que habéis elegido con vuestros votos de sufragio universal, mantiene el orden y los derechos de Villafrigia para asombro de Europa y América, que nos miran, y vergüenza de reyes reptiles, híbridos de su tiranía.

Considerando que Pepa, viuda de Anselmo, y su amante Robustiano son los autores del robo de cuarenta monedas de oro de buena ley á nuestro Representante popular y Diputado constituyente.

Recordaréis que desde el día de nuestra gloriosa revolución, siempre hemos dicho «Pena de muerte al ladrón.»

Fallamos que debemos condenar y condenamos á la susodicha Pepa y Robustiano á la pena de muerte fusilados, y que se le diga al jefe de la Milicia nacional para su cumplimiento.

Ante mí, el ciudadano secretario y juez municipal. Siguen las firmas. Hay un sello que dice: «Libertad, igualdad, fraternidad,»

Y yo el ciudadano secretario se comunicó al ciudadano jefe de la Milicia nacional, que firma también que se le ha comunicado.

Villafrigia seis de Enero del segundo año de la República.—Siguen las firmas.—Hay un sello que dice: «Comandancia general de las fuerzas populares.»

A continuación. Yo el comandante general de las fuerzas populares de esta villa, digo que se cumplió como se mandaba en la persona de la Pepa, y no pudo ser en la de Robustiano.

Y pido se conceda y se haga presente á la Junta Central que se les de la cruz de San Fernando con una peseta á los valientes ciudadanos que tiraron» porque no se halló quien quisiera tirar. Y á mí lo que mejor mereciere.

En la misma fecha.—Firmado, César


Aquella noche caminaban á través de los campos Robustiano y el huérfano, y después de un largo silencio paróse el vaquero y dijo al chico:

—Cuando aprendas, enséñame cómo pueden ir juntas la libertad y la pena de muerte.

Y luégo añadió al poco rato:

—¡Ah! ya lo sé. Porque la ignorancia las lleva de las manos.

La ausencia del diablo

De la colección «Cuentos del delirio.»


El antiguo casino tenia un salón cuya tertulia no olvidaré jamás.

Lo que voy á contar ocurría el año 187 en el saloncito indicado y en


Una noche de Enero tormentosa


como dice un poetilla que firma con mi nombre.

D. Manuel es hombre rico y culto. Gruñón. Está definido. Un hombre que gruñe solo se parece á sí mismo. Se había quedado soltero por no parecerle bien ninguna de las mujeres casaderas que había conocido. No tenia amistad íntima con nadie. Cambiaba de criados mensualmente. Renegaba de su cocinera y comía en la fonda. Maldecía de los restaurants y nos suplicaba le invitásemos á comer en nuestras casas.

Era el ave Cinglo; á todas partes llevaba el mal humor.

Sin tener color político era siempre de oposición para satisfacer la sed de gruñir á que le obligaba su carácter.

Una tarde me encontró en la calle.

—Gracias á Dios que le veo á V. vestido á la española. ¡Siempre de gabán! Esa capa le está á V. muy bien. Ustedes, por parecer franceses, hasta en eso.

Satisfecho del cumplido me embocé para dar mayor belleza á la prenda alabada. Pero al embozarme estornudó D. Manuel.

—Caramba. Ya podía V. tener más cuidado. Al menos con el gabán no hacía V. tanto viento.

Dichos estos antecedentes concedamos la palabra á D. Manuel.

—Señores: Villaverde no viene porque está rezando el rosario.

—¿De veras?

—Si, señores. Ahora se va á convertir. Mientras tanto estará su señora en casa de Sepúlveda cantando la romanza de Roberto.

—D. Manuel, tiene V. lengua de hacha.

—¿Por qué? ¿Por que digo las verdades?

—Sí, señor; por eso ó por lo otro.

—Pues mire V., bastantes disgustos tengo yo al cabo del día para que venga V. ahora á sermonearme.

—Quisiera yo saber los disgustos que V. tiene.

—¡Si le parecen á V. flojos! Con sólo el alza de estos días tengo bastante...

—Pero si V. no tiene negocios en Bolsa...

—Eso no importa; hay mucho dinero parado.

—Que lo lleven á la industria.

—Buena está la industria.

—Que lo facturen en gran velocidad.

—Eso es. Con un chiste todo lo resuelven Vds.

—Pero si el caso no es serio.

—Los disgustos de D. Manuel...

—Señores, yo estaré contento, pero ayer noche, desesperado como nunca, llamé al diablo.

—Y no respondería.

—No, señores; y lo llamé de todas veras.

—Está escarmentado.

—No sé por qué.

—Yo, sí.

—Oiga V., Silverio. ¿También V. ha tenido tratos con el demonio?

—Sí, señor. Muchas veces.

—¿Lo dice V. en serio?

—Muy formalmente.

—¿Y por qué está escarmentado.

—Si Vds. quieren lo diré.

—Hombre, sí.

—Si; que lo cuente.

—Pues bien; el demonio y yo fuimos muy buenos amigos en otras épocas. Por tanto, le conozco personalmente y sé que no usa ni capa, ni anillo, ni cola, ni otras cosas que se dicen de su uso. Nada de eso. El diablo es un sugeto muy agradable.

El me sirvió siempre con el mayor agrado, y puede decirse que casi de balde. Al menos á mí nunca me pidió mí alma ni yo se la hubiese dado tampoco. Figúrense Vds, que estaba escribiendo en verso y me faltaba un consonante ó escribía en prosa y me faltaba una idea; pues bien, llamaba al demonio y enseguida se me presentaba, satisfacía mi necesidad y me pedía en cambio un beso, un apretón de manos, una caricia cualquiera. Porque es bueno saber que Luzbel tiene los dos sexos, y sólo así puede comprenderse que seduzca igualmente mujeres y hombres. Lo único que el demonio no da es lo que vulgarmente se cree. Jamás satisface un deseo de amor mundano. Es muy celoso, á mí me propuso ser su amante con la condición de que sólo á él había de amar; yo acepté el trato, pero él no se avino con la recíproca. Porque como el demonio es la falsedad nacida del orgullo, es lógico que guste de agradar á la vez á muchos adoradores, y en esto verán Vds. lo muy parecido que es á las mujeres.

Pero vamos al caso; hace ya algún tiempo ví al diablo por última vez.

Erase una fría tarde de invierno. Yo me hallaba preocupado por un asunto que entonces nos preocupaba á todos. Han de saber Vds., que estaba yo enamorado de una señora que no he olvidado todavía. Calculaba la imposibilidad de ser correspondido, y desesperado, como dice D. Manuel, llamé al demonio, á los pocos momentos oí sonar la campanilla del cuarto en que vivo. Abrí la puerta: era mi delicioso diablo. Aquella tarde vestía de cocotte.

—Hola, mimadillo mío.

—Adiós, ángel hermoso.

—Me han dicho que me llamabas.

—Sí; necesito un servicio...

—¿Qué tal te parezco hoy?

—Admirable.

Es de advertir que el demonio no huele nunca á azufre. Aquella tarde iba fuertemente perfumado de Ilane-Ilane.

—Veo que estás de mal humor. ¿Qué quieres?

—Estoy enamorado.

—¿De mí?

—De Fulanita de Tal.

—Eres un infeliz.

—¿Por qué?

—Eso es un capricho.

—Es una pasión.

—Esa mujer es ambiciosa.

—Pero tú tienes poder para satisfacerla.

—Pero ella no me quiere á mí.

—Yo te querré.

—Siempre dices lo mismo.

—Este es el mayor favor que te he pedido. Prometo no volver á molestarte.

—Pues bien; vamos á hacer un trato. Yo te concederé todo lo que pidas. En cambio tú me prometerás no amar á otra mujer en la tierra además de Fulanita.

—Te lo prometo.

—De modo que entre ella y yo compartiremos tu cariño.

—Conformes.

—¿A ninguna otra?

—A ninguna.

—Está bien. Pues ahora trae un platillo y espíritu de vino.

Así lo hice, y Luzbel vertió un poco de alcohol en el plato y lo encendió con un fósforo.

—Todo cuanto me pidas, mientras luzca esa llama, te será concedido. Date prisa si es mucho lo que has de pedir.

Después el demonio juntó sus manos y permaneció en un recogimiento muy parecido al éxtasis.

Yo estuve callado un instante, pero recordando la advertencia de mi protector, coloqué sobre mi corazón la mano derecha, y conmovido dije:

—Pido... que Fulanita de Tal vuelva á su patria... que sea frica y poderosa... que todo el mundo la respete y la considere, desde el más grande al más chico... que tenga palacios, coches, lujosísimos trenes, magníficos caballos, quintas deliciosas, montes poblados de caza, ríos de peces, oro, joyas... que jamás se vea insultada ni despreciada... que sea admirada por todos... que con sus virtudes haga olvidar los vicios de sus antepasados, y con sus bondades haga realzar la clemencia y la caridad de sus abuelos...que sea el consuelo y la esperanzado los desgraciados, el entusiasmo del sábio y del discreto... que...

—Mucho pides.

—Aún arde la llama.

—Pronto se apagará.

Volví á pensar, y después de algunos instantes seguí de nuevo:

—Pido que cada día sea mayor la hermosura de su cuerpo y la belleza de su alma...

Pido que jamás se amortigüe la llama de su talento...

Pido que nunca se vea tan alta que pueda caer, ni tan baja que no pueda llegar á la cumbre... Que ningún hombre, no siendo yo, logre jamás los placeres de su hermosura.

Pido...

¡Ah! pensé yo. Aun me falta lo principal. Harto he pedido para ella; ahora me toca á mí. Miré la llama, lucía perfectamente. Entonces cerré los ojos alcé mi frente al cielo, junté mis manos como si fuese á orar, detuve la circulación de mi sangre, apreté mis dientes, oprimí mis manos, contraje todo mi cuerpo, y luego hice cesar este estado bruscamente y en el momento de placer que le siguió entreabrí mi boca, y como moribundo que sonríe después de beber un calmante, dije con la mayor dulzura:

—Pido que me ame.

—Eso sobra.

—¡Cómo!

Miré el platillo, la luz se habla apagado.

—Tú has soplado la llama.

—Yo, no.

—¡Ahí miserable demonio. Te has burlado de mí.

¿Por qué has tardado tanto?

—El alcohol ardía. Me has hecho una asquerosa traición mientras yo tenia cerrados mis ojos.

—Estás loco. Yo haré lo que has pedido, pero tú siempre te verás obligado á cumplir tu promesa.

—Ella me amará, ¿no es cierto?

—Eso se lo dices á ella.

—¡Demonio canalla! Yo te aborreceré toda mi vida.

—Pero estarás condenado á amar sólo á esa mujer.

—¡Me amará! ¡sí me amará!

—¿A mí qué me cuentas?

—¡Bandido! No te gozarás con tu infamia. Te voy á hacer pedazos.

—¿A mí?

Cogí el platillo y lo lancé con toda la fuerza de mi brazo al rostro del diablo. Enseguida desapareció súbitamente su figura; en el sillón donde estaba sentado quedaron algunas manchas de sangre.

Yo caí llorando al suelo. Entonces oí una voz celestial como la de Beatriz para el Dante que me decía con extraño ritmo:

—«Cuando mueras irás al cielo. El Señor te ha perdonado tus faltas por haber herido á Luzbel.»

Esta es la historia, señores.

—Bravo.

—Magnífico.

—Eso es un cuento.

—Imaginación...

—¿Qué le parece á V. eso, D. Manuel?

—¿A mí? Eso no quiere decir nada.

—¡Hola!

—Si, señor. Si V. va al cielo no es por andar á cachetes con el diablo, es por ser tan cándido que quiere V. á una mujer sin ser correspondido. Lo dicho. Está V. pasando el purgatorio en vida.

—¡Conclusiones de D. Manuel!

San Martín

De la colección «Cuentos del delirio.»


Archilla es un delicioso pueblecito de la provincia de Guadalajara. Es como un blanco cordero abandonado. Visto desde las cumbres de los montes parece cuatro blancos trapitos acabados de lavar en el río y puestos á secar sobre una loma. Por esto conoceréis el pueblo que describo. Figuráos un hermoso valle atravesado por el río Tajuña. A la derecha de la corriente, y en la falda del monte, una colina, á la que dan verde color muchos y frondosísimos nogales. A las aguas del río van á unirse las de tres fuentes distintas. Siguiendo cauce arriba se encuentran Romancos y luego Brihuega. Cauce abajo se halla Tomellosa y después Valfermoso. Archilla tiene ochenta casas, medía docena de calles, una diminuta plaza cuadrada, casa ayuntamiento, escuela, iglesia, dos ermitas, cementerio, carnicería, posada, un molino de grano y otro de aceite. Archilla constituye uno de mis grandes descubrimientos. Si algún poeta va allí le suplico que me dedique un recuerdo. Por lo demás, no os imaginéis serenatas, mozos gallardos que canten trovas, ni hermosas con ojos


azules como el cielo despejado,


y trenzas rubias como


las mazorcas en el granero.


Yo prescindí de todas estas cosas durante mi estancia en aquel pueblo. Nada tengo que decir respecto á los habitantes de Archilla, y esto probará su parecido con los demás habitantes del globo.

Pero si no hay nada de lo dicho, hay, en cambio, sombrías alamedas, una vega hermosísima, huertas llenas de árboles frutales, buena carne, buen vino, agua buena y buena leche. No son estas solas sus bondades. Yo hallé el mayor encanto en el carácter triste de aquella aldea, pero no la tristeza fúnebre del instante que obedece á una causa; nada de esto, sino la tristeza por temperamento. Allí no se llora, pero no se ríe. Figuráos gentes de este modo, viviendo bajo un cielo bellísimo y sobre una tierra más bella aún, y comprenderéis en seguida cuán encantadora debió serme mi residencia en Archilla. Dibujé todas las casas del pueblo, los nogales viejos y los frutales jóvenes; escribí un drama en tres actos, un libreto de zarzuela seria y muchos cuentos dramáticos, en los que figuraban como héroes y heroínas los vecinos del pueblo disfrazados de frailes, príncipes, mendigos ó bandoleros, según los antojos de mi imaginación. Pero esto llegó á aburrirme y decidí marchar á Brihuega; sin embargo, retrasé algunos días mi viaje para poder cumplir un deber de conciencia. Esto merece punto y aparte.

Una tarde, volviendo de mí paseo, me detuve en la bodega del tío Manazas; allí estaban reunidos con el dueño los principales personajes de Archilla. Se discutía un asunto interesante; y yo, después de contestar á los habituales cumplidos de aquellos aldeanos, me senté y escuché con la mayor atención. El cura del pueblo había sido trasladado á otro punto. La plaza se había provisto, y el designado era persona desconocida. Esto producía grave disgusto. El juez de paz hubiera deseado ver allí á un sobrino suyo que acababa de obtener las licencias. Tal contrariedad fué el origen de las murmuraciones. Se esperaba con prevención al nuevo cura; se decían de él cosas notablemente escandalosas, y todos proponían diversos medios para obtener pronto la vacante del cargo. Yo ví, callé, asentí á todo y me marché á mi casa. Tres días después, á la hora del alba, y hallándome en el campo, oí las campanas del pueblo que tocaban á misa. Atravesé el rio, subí la cuesta y entré en la iglesia. El santo sacrificio había empezado. EL sacerdote estaba de espaldas; era alto y me pareció grueso; poco después le ví de frente; su rostro era vulgar: una cara redonda con ojillos pardos, labios delgados, nariz roma y barba puntiaguda. Su cara era característica y distinta como las perillas de los alabarderos.

Concluyó la misa y aguardé á la puerta. Salió el padre de almas, me miró, le miré, nos saludamos y fuese como el majo.

—Vea V., me dije yo. Este no parece monseñor Bienvenido, ni el conquistador de Plasence, ni el del «último vuelo de un par de perdices», ni el padre Juan del Carrascal del Obispo; pero en cambio este es un cura. Y como á mí siempre me han sido antipáticas las vulgaridades con faldas, resolví no hacer amistad con aquel infeliz antes de mi resuelta partida. Pero esto no era posible porque un cura pasa por el ojo de una aguja, cosa difícil para el camello, y el padre Sanmartín pasó por mi indiferencia y llegó á mi simpatía. Dos días después le encontré arrodillado al lado del puente. Empezaba á anochecer y la campana de la iglesia cantaba el melancólico toque de la oración. En estos instantes el yo estúpido que ni adula, ni miente, ni roba, ni explota, ni es adúltero, ni es asesino, ni condena á pena capital, ese yo, característica constante de todo sér, se impone al yo culto, al yo variable, según el estado social del individuo. Oí aquel himno entonado por una boca de bronce, himno cuyos sonidos se difunden por el medio atmosférico en ondulaciones que parecen sensibles. Oí aquel canto serio y cariñoso como la tranquila voz con que me aconsejaba mi madre, lleno de notas agudas y vibrantes como las risas de los niños. Y volví la mirada á la iglesia, casi oculta por las sombras, y ví en su torre la cruz cristiana que yo distinguía sobre el pálido firmamento por encima de la silueta del monte. Entonces recordé que el cristianismo puebla la tierra, recorrí las víctimas de la fe, y pensé que aquellas dos lineas cruzadas son en todas partes un signo de civilización y de amor, el apoyo que se da al niño cuando nace y el consuelo que recibe el anciano cuando muere.

Cuando yo nací cantaron á un tiempo las alegres campanas. Cuando murió mi madre sólo oí dos que se respondían pausadamente; son las voces de las almas del muerto y del huérfano que se dan el eterno adiós.

El sonido, el lugar, el momento, mis reflexiones, todo se unió para impresionarme, y creí que debía saludar lo sublime de lo grande y de lo bello, y juzgué que un excéptico podía dignamente descubrir su cabeza aun delante de un cura católico. Pero la campana seguía tocando y orando el sacerdote, y calculé que aquel hombre, viéndome erguido, pensaría que yo era un monstruo, un sér sin afecciones, sin madre que llorar ó sin hijos que bendecir. Un desgraciado que á todo escupe porque nada le sirve ni á nadie aprovecha. Sospeché si aquel mártir que tenia delante rezaría por mi madre al verme presente, y entonces tuve gran remordimiento, intenso dolor é inconsolable amargura, y caí de rodillas, incliné mi cabeza y recé, si, recé, porque sé rezar, y en eso me distingo de las bestias no por mi inteligencia, pero sí por mi corazón, no porque sé sino porque amo.

Luégo el padre Sanmartín se me acercó, saludándome cariñosamente. Es preciso reconocer que la gente de sotana no desperdicia las ocasiones.

—Muy buenas tardes.

—Servidor de V.

—¿Está V. bueno?

—Muy bien; mil gracias, ¿y V.?

—Perfectamente. ¿Usted es el forastero de Madrid?

—Sí, señor.

—Tengo mucho gusto en conocer á V.

—Mil gracias. ¿Usted es el sacerdote que llegó hace días?

—El 25.

—Y ¿cómo le va ¿V.?

—Estoy contento. Este pueblo es muy pintoresco.

—¡Oh! Mucho.

—Y parece sano.

—Eso sobre todo.

—Pues es lo principal. En probando...

—¿Viene V. de lejos?

—¿Ahora?

—No, señor.

—¡Ah! ¡Vamos! Estaba en Morata.

—Y aquello, ¿qué tal?

—Mediano nada más.

—¿Pidió V. venir aquí?

—No, señor. Me trasladaron.

—Ya. No lo digo sin misterio.

—Usted se explicará.

—Pues bien; hablando francamente, creo que nuestro encuentro le puede á V. ser útil.

—Tendría un placer...

—Antes de que V. llegase, oí hablar á la gente del pueblo y no les era V. simpático.

—Pues si no me conocían.

—Pero querían que hubiese venido otro.

—¿Quién?

—Un sobrino del Juez.

—No sé quién sea.

—Usted ya habrá notado alguna cosa.

—Caramba; pues sí, señor, Pero yo creí que tenían cortedad y... sabe V. que ahora pienso muchas cosas. Por de pronto, mi antecesor me escribía diciéndome que dejada aquí algunos muebles de su uso si yo se los pagaba; me avine á ello y le envié un giro de 400 reales para que lo cobrase en Brihuega. He llegado y he encontrado solamente cuatro pucheros y cazuelas inservibles del todo, una mesa desvencijada, un taburete cojo y un catre. No se si acusar á D. Anselmo ó al sacristán, que ha estado encargado de la casa.

—Lo último me parece más justo.

—No sé.

—D. Anselmo es incapaz...

—Eso creo... Por otra parte se me ha dicho que no hay en el pueblo ninguna mujer que quiera servirme de criada. Yo aguardo á mi madre, que está en Torija, y entretanto no sé cómo lo voy á pasar.

—Eso al fin no es incomprensible.

—Permítame V. Hoy he podido conseguir que me vendiesen un pan por doce cuartos, pero estaba duro y mis dientes se han negado á comerlo. Me han asegurado que para comprar carne es necesario avisar al carnicero con algunos días de anticipación. Como usted ve, me sitian por hambre.

—Eso es indigno, pero yo buscaré arreglo.

—Se lo agradeceré á V. de todas veras. Tenia puesta en V. mi esperanza, y ayer supo que V. se marchaba.

—Sin embargo, antes de irme haré algo.

—Dios se lo pagará á V., y yo le quedaré reconocido.

—El carácter de esta gente es especial. Créame usted; el hombre que no se ríe no puede ser bueno.

—A pesar de eso V. viene todos los años.

—Si, señor; pero me aburro enseguida. Y si estoy aquí, es solamente porque he aguardado á que los marqueses de Tomellosa estuviesen en Brihuega.

—¡Ah! ¿Usted conoce á esos señores?

—Sí.

—Pues bien; sé que los marqueses tienen la costumbre de celebrar todos los años en este pueblo una función de iglesia.

—Efectivamente; es un voto por haberse curado aquí uno de sus hijos.

—Pero es el caso que el sacristán asegura que este año no hay función.

—No sé por qué.

—Eso digo yo... Y á V. le será fácil enterarse.

—Lo haré, seguramente. Y creo que la función se celebrará.

—En fin, es V. mi Providencia.

—Nada de eso.

Al llegar á este punto de la conversación nos encontrábamos frente á las primeras casas del pueblo. Nuestra entrevista iba á terminar, y yo no quería separarme del cura sin saber positivamente hasta dónde llegaban sus virtudes.

Rosita, hija del alcalde y heroína de mis dramas alcarreños, pasó en aquel instante á nuestro lado; nos saludó y le contestamos. Entonces yo miré á aquel cura, joven y buen mozo, y guiñando el ojo izquierdo, dije:

—Buena penitenta.

—¡Bah! —respondió Sanmartín—. De Brihuega para abajo ni chaqueta ni refajo.

El refrán nos hizo reir y nos despedimos cordialmente.

¡Hola, hola! decía yo para mis adentros. De todo hay en la viña del Señor. Por lo demás es el defecto menos malo que puede tener un cura.

El padre siguió comiendo pan duro, y dos días después hablé con el alcalde. Los vecinos estaban furiosos; las mujeres no iban á la iglesia porque Sanmartín las miraba con mucho descaro; se había prohibido á las chicas que besasen la mano del cura. El sacristán se había fingido enfermo y el sacrificio de la misa no se celebraba. Resolví no cuidarme de estos asuntos. Por fortuna, aquella misma tarde debían pasar los marqueses por el pueblo en dirección á Tomellosa Les hablaría, cumpliría mi encargo y me iría á Brihuega. Pero á la caída de la tarde el firmamento empezó á cubrirse de nubes; comprendimos que ya no vendrían los señores, y todos los que aguardábamos nos retiramos á nuestras casas antes de que empezase la tormenta. Á las nueve llovía de una manera espantosa, el trueno retumbaba en el valle y los relámpagos iluminaban los sitios más escondidos de los lejanos montes. Yo me acosté y me dormí tranquilamente.


* * *


Oí fuertes golpes en la puerta de la calle, me levanté y me asomé á la ventana.

—Señorito Silverio...

—¡Juan!

—Yo soy.

—¿Y tus amos?

—El señor, herido; la señora no sabemos dónde está.

—¡Cómo! Pues ¿qué ha pasado?

—Han querido robarnos en el camino.

—¿Es posible? ¿Y el marqués?

—En Romancos. Pero vienen detrás de mí. Vengo á buscar á V.

—Espera.

Mi patrona se despertó.

—¿Qué ocurre, señorito?

—Que han querido robar á los marqueses.

—¡Demonio!

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo la patrona—. ¿Va V. ¿tomar chocolate?

—No, señora; mil gracias. Pedro, hágame V. el favor de ensillar el caballo.

—Voy en seguida.

Cuando estuve vestido aseguré el revólver á mi cintura y salí á la calle; Pedro me aguardaba con el caballo dispuesto, monté y antes de partir dije á Juan que me contase rápidamente lo sucedido.

—A las ocho salimos de Romancos. Allí no se veía bien la tormenta. Pensábamos llegar á Tomellosa cuando empezase la noche, pero en el monte cayó el caballo que montaba la señora y se quedó cojo. Entonces el señor cogió al niño mayor y la señora montó en la caballería que llevaba al señorito. Esto nos hizo detenernos. Cuando volvíamos el monte ya vimos el cielo cubierto; dudamos qué hacer, pero se siguió adelante; á los pocos instantes empezaba la tormenta. El señor dijo que lo mejor era regresar á Romancos, pero el temporal no podía resistirse, se hizo noche y nos quedamos parados en medio del camino á las nueve y media vimos una luz. No sabíamos de dónde pudiera ser. El amo nos envió al arriero y á mí para ver qué era. La doncella se quedó con la señora y los niños. Aquello fué una traición, porque cuando ya estábamos lejos se apagó la luz y en seguida oímos tiros. Volvimos á oscuras, y soportando la lluvia, adonde los amos estaban. Al señor le habían herido. Una caballería había huido espantada llevando consigo á la señora; los ladrones huyeron con los baules, la doncella lloraba y los señoritos estaban escondidos detrás de unos árboles á las tres el señor me ha hecho montar en su caballo y me ha enviado aquí para buscarle á V.

—Entonces, espera. Vamos á casa del alcalde.

Efectivamente; pocos minutos después estaba en alarma el pueblo de Archilla. Nos disponíamos los hombres para salir juntos al campo, cuando la alcaldesa se acercó á su marido y le habló en voz baja. El alcalde me llamó aparte y me dijo:

—Mi mujer dice que le ha dicho una vecina que el cura salió á las diez, y que volvió á la una, y que traía consigo un bulto grande.

—Vamos enseguida á casa del cura.

Ya cerca de la puerta, nos adelantamos juntos y solos el alcalde y yo. Empezaba á anunciarse el alba. El cielo estaba del todo despejado, y el viento era frío y húmedo.

Abrimos la puerta, que estaba entornada. Dentro de la habitación había algo de luz producida por un candil colgado de la pared. En la salita un catre; en él estaba la marquesa, arropada con los manteos del cura, y éste, en paños menores, y en un taburete, tenía cogida una mano de la marquesa. Su cabeza descansaba en la orilla del catre y roncaba ruidosamente, La señora tenia los ojos abiertos y apenas nos vió dió un grito y se desmayó. Sanmartín no se despertó por eso. Entonces el alcalde le golpeó en el hombro, y dijo:

—Señor cura.

—Ahí son Vds.

—Sí, señor.

—Dios nos dé su gracia.

—¿Qué hace aquí esta señora?

—¡Ah! sí. Ya les diré á Vds. La he encontrado en el camino.

—¿Conque V. sale al camino en busca de señoras?

—No; si no es eso. Si yo...

—Calle V. Ya tendrá ocasión de hablar.

—Pero, señor alcalde...

—Calle V. he dicho.

—¡Don Silverio!

Yo me encogí de hombros y volví las espaldas á Sanmartín.

Este calló, y por orden del alcalde fué trasladado á la casa ayuntamiento, donde quedó bajo la custodia del alguacil. Todas las chismosas del pueblo, á las órdenes de la alcaldesa, rodearon el catre y comenzaron á rociar el rostro de la señora con agua y vinagre, acompañando sus cuidados con gritos, lamentaciones y abundantes lágrimas.

Los hombres atravesamos el río y emprendimos el camino de Romancos, á los diez minutos de marcha hallamos al marqués, sus hijos, la criada y algunos aldeanos. Venían á pie y buscaban á la marquesa, llamándola con fuertes voces. En el inmediato pueblo se sabía el suceso. La Guardia civil habla encontrado los baules, y perseguía á los ladrones.

Yo conté al marqués lo que habíamos visto en Archilla. Juzgaba que la marquesa no estaba gravemente enferma, pero era grande nuestra ansiedad por volver á su lado.

Antes de entrar en el pueblo el alcalde preguntó al señor:

—¿Qué hago con el cura?

—Eso es cosa del juez; yo formularé mi queja según corresponda.

El ardoroso curita había perdido hasta mis simpatías.

Llegamos: la marquesa había sido trasladada á casa del alcalde. Tenía una insignificante herida en el cuello y varios cardenales. Sentía fuerte dolor de cabeza, pero su pulso era normal. Recordó la escena del robo. La caballería se había espantado, y élla, asida á la albarda, se sostuvo algún rato, pero al fin cayó en el camino; entonces se desmayó. Cuando despertó de nuevo se vió en brazos del cura; éste le dijo quién era; la llevó á su casa y la acostó en el catre. La fiebre la dominó por completo; tuvo mucho frío y empezó á temblar; entonces Sanmartín la desnudó, la secó perfectamente y echó sus hábitos encima de ella; después se puso á rezar, observando amenudo la pulsación de la enferma. La señora durmió un momento; cuando despertó, el cura roncaba.

Esta relación nos emocionó á todos profundamente, pero sobre todo al marqués y á mi. Hicimos venir al sacerdote; llegó pálido, y vestido con un pantalón y una chaqueta prestada por el alguacil. El marqués y yo le tendimos nuestras manos; luego á instancias del señor, dijo que á las diez le había despertado uno desde la calle gritándole: «Señor cura, hace V. falta en el camino de Romancos.» Quien le dijo esto habla entrado en la casa inmediata. Él se vistió, salió á la calle y llamó al vecino, pero no le contestaron. Entonces emprendió el camino de Romancos. Allí encontró á la marquesa. El resto, que ya nos era conocido, lo repitió Sanmartín con una sencillez admirable. Nuestras investigaciones terminaron haciendo que se presentase el vecino aludido. Este, que no estaba enterado de la vindicación del cura, entró con desparpajo, y yo le pregunté:

—¿Fué V. quien llamó al Padre?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque había ido al corral y oí tiros á lo lejos, y entonces le dije que fuese allí para que le tocase algo.

—Gracias, hijo mió —replicó Sanmartín.

Este recobró sus hábitos, celebró el Santo sacrificio y almorzó con nosotros. Después del almuerzo le dijo el marqués:

—Usted no estará á gusto en este pueblo.

—Vuecencia lo comprenderá.

—Pues bien; será V. el maestro de mis hijos. Seguramente no le faltará á V. qué hacer. Dentro de poco tendrá V. un discípulo más.

—¡Ah! ¿La señora está en cinta?

—Sí, señor,—dijo el marqués.

El párroco nada sabia.

¡Asombro grande para mí!

Una noche del invierno siguiente me hallaba en un palco del Real con la marquesa y el diplomático Rodero, Se acababa de contar el incidente referido, y la hermosa marquesa terminaba su relato, diciendo:

—Es un santo.

Yo, con la más maliciosa de mis sonrisas, repuse:

—Señora, á veces la santidad está muy cerca de la tontería.

Pero con visible enojo respondió;

—No lo volverá V. á decir, porque prohibiré á Sanmartín que vaya cerca de V.

—Pero, ¿es Sanmartín ó San Martín? —dijo Rodero á la marquesa.

—Las dos cosas.

Las limosnas de los pobres

De la colección «Cuadro del natural.»


Son las siete y media de la noche. La buena Ventura recoge las cestas de azofaifas y avellanas, y coloca en paquetes los pliegos de aleluyas y de soldados iluminados. Todo esto, sin cesar de mover las castañas en el hornillo. Por fin, la tarea concluye, y las mercancías quedan amontonadas en un rincón del estrechísimo y oscuro portal. Después, la modesta tendera se sienta junto al quicio de la puerta; asegura el mantón sobre sus hombros; arropa sus pies con un resto de felpudo; arregla el pañuelo de la cabeza cogiendo una de sus puntas con la boca y tirando de la otra con la mano, y toma la paleta y remueve las castañas gritando: ¡Calentitas! ¡calentitas!

—Buenas noches, señá Ventura.

—Buenas nos las dé Dios, D. Marcelino.

—Y frescas.

—Como que pronto nace el niño.

—Dentro de pocos días estará la Plaza Mayor llena de nueces y pavos.

—Mucho frío les va á hacer á los alcarreños.

—¡Bah!

—Pero siéntese V.

—Gracias.

—Ahí detrás está el banquillo.

—Allá voy.

—Arrímese V. al fuego.

—Mil gracias.

—¿Cómo andan esos estudios?

—Bien.

—¿De modo que este año acaba V.?

—Sí, señora.

—Y se casará V. con la Vicenta.

—Desde luego.

—¿De veras?

—¿Lo duda V.?

—Yo, no señor. Siempre he dicho que sí. Porque sé que es V. muy decente.

—Gracias, señá Ventura.

—No hay por qué. Y enseguida al pueblo.

—Si, señora, Allí tengo plaza segura.

—Pues van Vds, á estar en grande. Ella es buena chica... Algo presumidilla, pero eso es la edad.

—Yo la quiero mucho.

—Eso que V. ha dicho á la vista está.

—¿Y Pilarica?

—Pues ayer la pregunté á su novia de V., y me dijo que se aplica y que todas las oficialas están contentas con ella. Y la maestra la da ocho reales todos los domingos. Ya V. vé, no lleva más que un mes.

—¡Cuánto quiere V. á esa chica!

—Pues como mía. Cuando murió su madre toda la calle del Sombrerete se la quería llevar á la niña, y ella, la pobrecita, se vino conmigo.

—Pero habrá V. pasado mucho por ella.

—Por ella no, que ha sido muy buena. Algún día había poco pan, pero como ella se lo comía todo nos quedábamos las dos satisfechas.

—Dios se lo pagará á V.

—Dios... Dios... en fin... ¡Calentitas! ¡Calentitas!...

—Diga V., ¿y aquel novio que tenía la Lucrecia?

—¿Qué Lucrecia?

—Aquella muy morena y muy delgada que trabajaba en el obrador el invierno pasado.

—¡Ah! sí. Una que parecía una barra de tinta china. Sí; pues él, cuando llegó el verano, se fué á la sombra y aun no ha salido de la cárcel. Y ella se lo gana por ahí.

—¿Por dónde?

—Por ahí...

—Por ahí se lo ganan muchas, señá Ventura.

—Así les va á ellas.

—Como á Lucrecia.

—Ni que decir tiene. Ya V. vé, hasta el nombre la sentaba como un timbre móvil. ¡Como que la daba autoridad!

—Tiene gracia.

—Pues ya vé V. Esa tuvo luego un marqués, un chupa-guindas que la iba á poner un cuarto...

—¿De cabrito?

—Eso seria; con los muebles pintados al fresco de la noche. Y luégo ese se casó con una señorita con una gran dote.

—Dios le haya dado salud para gozarla.

—¿Quién?

—La dote.

—¡Ah! ya.

—¡Qué líos!

—Pero, señor. Lo que dice una, ¿qué sacarán esas chicas con comer hoy bien y mañana morirse de hambre? A la cuenta que la comida de un día les sirve de purga para el otro.

—Tiene V. razón.

—¡Y cómo si tengo! Que vale más un marido con gusto que un amante con gasto.

—¡Hola!

—Mire V. el mío. Dios le tenga en su gloria. Que me mimaba como á una princesa. Un hombre que no quería que me moviese para nada.

—¡Mal hecho!

—¿Por qué?

—Porque se perdía muy buenas cosas.

—D. Marcelino. No hay palabra mal dicha si no es mal entendida. Y V. está esta noche muy de guasa.

—Porque es sábado, y en cuanto baje Vicenta nos vamos al teatro.

—Pues ya poco tardará.

—Diga V., ¿y esa rubia? la Mercedes...

—No hay nada... Y muy buena y muy honrada. Y el que tropiece con ella va bien.

—Señá Ventura, cuando un hombre tropieza con una mujer lo natural es que se caiga.

—Pues V. ya se ha caído.

—Si; pero he caído en blando.

—Ande V., so guasón... Quítese V. de ahí, que ya bajan las chicas:

—¡Hola, Marcelino!

—¡Marcelino!

—El excelentísimo señor D. Marcelino se ha dignado esta noche buscar á su novia.

—¡Marcelino! Cómpranos castañas.

—¡Vicenta! Que te aguarda un silbante.

—¡Ay, D. Marcelino! le van á V. á abroncar.


—Marcelino, Marcelino,
vamos á ser muy felices,
tú con agua y yo con vino.


* * *


—Vamos, Vicenta, ¿sales?

—Allá voy, hombre, me estoy atando el zapato. ¿Qué les has dicho á las chicas que se han ido tan pronto?

—Sábelo Dios, Vicenta, porque D. Marcelino está de guasita.

—Ea, adiós, señá Ventura.

—Adiós.

—Vayan Vds. con Dios. Y que se diviertan mucho en el teatro.

—Oye, ¿vamos al teatro?

—Si tú quieres...

—¿No he de querer?

—Pues date prisa. Son más de las ocho.

—¿Dónde vamos?

—Donde tú quieras.

—En el Español hacen Don Álvaro.

—Eso debe ser muy triste.

—¿Quieres que vayamos á ver Excelsior?

—Al anfiteatro.

—Claro está.

—Prefiero que me lleves á un palco de El Porvenir.

—¡El Porvenir y palco! Tú sueñas.

—¿Por qué? Va muy buena gente.

—También van inocentes á la cárcel. ¿Quién te ha enseñado esas cosas?

—Mercedes.

—Pues tiene un cáncer en el cerebro.

—¿Y qué es eso?

—Una enfermedad muy grave.

—¿Y se cura en El Porvenir?

—Se alivia al entrar y se agrava al salir.

—¡Cuentos tuyos!

—Como quieras. Pero si vas te pones enferma.

—Tú me curarás.

—Está prohibido á los médicos asistir á sus esposas.

—Total, que no vamos.

—Me parece que no.

—Entonces á la Zarzuela.

—Andando. Ya son las ocho y cuarto.

—Llegaremos á tiempo.

—Pero, ¿cómo habéis salido tan tarde?

—Porque había que concluir una bata y éramos menos.

—¿Menos?

—Si; ha faltado Mariquita.

—¿No trabaja ya?

—Es que está su madre muy enferma.

—Pobre mujer. ¿Qué tiene?

—Dolor de costado. Esta mañana vino Mariquita al taller y pidió permiso á la maestra, Y la maestra la dió la semana y un duro más, porque están pereciendo.

—¡Desgraciadas!

—Ya ves, ni tienen médico porque el de la casa de socorro va cuando quiere.

—Lo creo.


* * *


—¿Qué hora es?

—Las ocho y media.

—Ya no vamos á llegar.

—Aprieta el paso.


* * *


—Estará la función empezada.

—Mira, Vicenta, la función no ha empezado, pero tú no quieres ir al teatro.

—¡Yo!

—Sí, tú; porque eres todo lo buena que yo deseo,—¿Por qué dices eso?

—Tú quieres ir á casa de Mariquita.

—Pero tú no querrás.

—Vamos.

—¡Qué bueno eres!

—Tú sí que eres buena.

—Tú, que te has acordado.

—Si tú pensabas lo mismo.

—Pero no quería decírtelo.

—¿Por qué?

—¡Tienes á lo mejor unas contestaciones!...

—¡Hola! Te acuerdas de lo de El Porvenir. Pues bien; no olvides que para entrar en el cielo es preciso llevar las mejillas encarnadas. Pero caída de no confundir el color producido por el trabajo con el color producido por la vergüenza, Y ahora vamos á casa de Mariquita, y vamos corriendo, señora Médica.


* * *


Héme aquí hecho un bohemio, paseando por las calles de Madrid á la una de la madrugada. ¡Valiente noche estamos pasando Vicenta y yo! Ella cuidando á la enferma y yo aguardando á que amanezca. Porque al amanecer se muere la madre de Mariquita. De modo que á las cinco estaré allí y lo dispondré todo mientras las mujeres lloran. Lo malo es que les he dado todo el dinero que tenía. Pero ¿y el crédito? Vamos al café de Madrid. El Gaditano es un buen mozo y me fiará.


* * *


De este país de la Reconquista se han expulsado á los jesuítas y á los moriscos y todavía se destierra á los liberales. En cambio el vicio y la barbarie tienen carta de naturaleza. Un amigo mío resolvía el problema social «si pudiésemos quemar con las guitarras todas las plazas de toros.» ¡Lástima de capital convertido en humo! Lo que se debe suprimir en la plaza de toros es la barrera. La guitarra y el vino sólo hacen daño á quien se emborracha fácilmente, y el borracho siempre es inofensivo. Para dar una puñalada en el corazón se necesita tener navaja, mucha fuerza, mucha vista, un pulso firme y unos pies seguros. He observado que ningún borracho que pega paga de más. Pero dejemos estas digresiones que no interesan á nuestros tribunales de justicia que ya tienen codificados los delitos y las penas. Decía que el vicio tiene carta de naturaleza en este país, y yo lo celebro, porque el vicio va con el sabio, supuesto que el vicio es un refinamiento de la cultura, como la bajeza irá, según eso, con el cura, supuesto que la bajeza es un refinamiento de la humildad.

Lo que no me parece bien es que el estado ó el municipio investigue el número de perros que yo tengo y me haga pagar una crecida contribución por cada uno, aunque no cacen, y no investigue cuántas sobrinas tiene doña Celestina y las haga pagar, por lo menos, como á perros.

Pero nada de esto. Por todas partes se ven perros con polisones y sin medalla, cazando de día y de noche en toda clase de cotos.

Vea V. los balcones de ese piso principal. El sitio no puede ser más céntrico. Como que estamos en la plaza de Santa Ana. En esa habitación debe haber una temperatura estival. Nada de pudor. Las contraventanas están abiertas. La fiesta puede servir de reclamo y es conveniente que la conozca el público. Pero hay poco público; son las dos de la mañana y amenaza nevar. Como me llamo Silverio que de buena gana montaba en ese solitario coche de punto y me hacía conducir á mi casa. Pero no; el cochero está empingorotado sobre el pescante mirando al iluminado principal. No quiero distraerle porque ese infeliz puede ser mañana un voto necesario.


* * *


Marcelino sale del café después de cenar y comienza á vagar por las calles, y así andando llega á la Plaza de los Pájaros y contempla los balcones que arrojan á la vía pública una luz que humilla al gas. Ve al cochero en un puesto tan elevado, y le dice:

—Buen amigo. ¿Me deja V. un sitio en el pescante?

—Suba, señorito.

—¿Fuma V.?

—Gracias.

—¿Cómo nó, si tiene V. el cigarro encendido?

—Creíme que ofrecía...

—Y ofrezco. Tenga V.

—Gracias; para en acabando.

—Y ¿qué se vé desde aquí?

—Pues, señores y señoras dando vueltas como trompos y algún besito.

—¡Hola! Esas son cosas mayores.

—Háilas más mayores ainda.

La plaza está casi desierta. Un pobre tullido, acurrucado en una puerta del teatro, y un guardia de orden público junto al anunciador; su compañero acaba de penetrar en el jardín con ocultos fines.

—¿Y llevan así mucho tiempo?

—Desde que vine al punto que los veo. Hace un buen rato paróse el baile, pero ahora pedía un señorito más jaleo.

—¿Y qué música hay?

—Guitarras y un piano, pero el pianista tócalo poco.

—Parece que templan.

—Paréceme lo mismo.

—¿Me da V. fuego?

—Aunque sea oficio de albéitar.

—Gracias por la comparación.

—¡D. Marcelino!...

—¡Colorada!...

—Bien verá V. desde ahí.

—Siento no poderte invitar...

—Suba á la florista, si quiere, señorito.

—Allá voy.

—¡Conque tú por aquí, Colorada!

—He salido del teatro, y he hecho un encargo de un señorito del Veloz, y ahora me voy á mi casa.

—Está bien.

—¡Buena fiesta tiene la Brillante!

—¿Pero tú conoces esa casa?

—¡Ya lo creo!...

—Toma, toma, señorito. Estas rameras conócenlo todo.

—Oiga V., D. Pelayo, si me vuelve V. á poner motes engancho el simón á tronco.

—Haya paz, Colorada, y danos noticias.

—Espera, que ya empieza el baile. Mira la Tacones, la que era florista en Lara. Esa es la viuda de Cano.

—Pues no parece vieja.

—Tiene veintiún años, y es muy guapa.

—Pero, ¿de veras es viuda?

—¡No ves que va de luto!...

—Chica, la mitad va de negro y la otra mitad de alivio.

—¡Válame Dios! ¡Y qué buen alivio, señorito!

—¿Y esa?

—Es la del Mangue.

—¿Y el Mangue?

—Ese no viene aquí.

—Pues, ¿quién es el Mangue?

—Un señorito muy chulo, que lleva muchos brillantes en semejante parte.

—Señorito, ahí vuelve á pasar la del alivio.

—Pero ahora va arropada.

—Mira quién va con ella.

—¿Ese de gabán de pieles?

—Si; ¿no le conoces?

—No.

—Es un rótulo que heredó á la marquesa del Histérico.

—¡Ahí... ¡Ya!...

—Van á salir. Vamos á la puerta y los verás bien.

Y Marcelino y la Colorada se bajan del pescante.

La puerta se abre; sale el aristócrata y llama al cochero. El tullido deja su hueco y se acerca con ligereza.

Cuando el coche está enfrente de la puerta, abandona el portal la hermosa viuda.

—Caballero, ¿me da V. una limosna?

—Dios te ampare.

—¡Señorita! deme V. algo que tengo mucha hambre y mucho frío.

La cortesana se detiene y busca en sus bolsillos.

—Déjale, mujer.

—Espera un poco.

Y mete la mano en su seno y luégo se la alarga al pobre.

—Dios se lo pague.

La viuda de Cano monta en el coche. El pobre mira la moneda y dice involuntariamente:

—¡Cinco duros!

El señor vuelve la cabeza y dice al mendigo:

—Cállate, tonto.

—No, señor. Señorita se ha equivocado V., me ha dado V. una moneda de oro.

—¿Oyes, Lola. Dale una peseta. Trae, muchacho.

Y Lola, asomando la cabeza por la portezuela, dijo:

—Oye, chico. Son cinco duros, para tí.

Y volviéndose al elegante, añadió:

—Es V. muy miserable.

Marcelino, el cochero y la florista gritaron: ¡Bravo, bravo! y con sus manos batieron palmas.

El señorito echó ¿andar apresuradamente; dobló la esquina de la calle de la Visitación y se perdió de vista.

—¡Ole! Flores para mi reina;—dijo la Colorada vertiendo en la falda de Lola las que llevaba en el cesto.

—E si la señora quiere el coche é no lleva dinero para la carrera, pagarela yo é taparé la tablilla.

—Dios se lo pague á V., señorita —dijo el muchacho.

Y Marcelino añadió:

—Bendita eres entre todas las mujeres.

—Ea, señores, basta de cumplidos. Yo pago el coche y los buñuelos si hay quien me acompañe.

Y el coche partió, llevando consigo al cochero y al mendigo en el pescante; y á Lola y á la florista en el interior.

Y Marcelino, de pie en la acera, vió partir el carruaje y dijose: «Desde este momento creeré siempre que el cáncer de la prostitución es una úlcera simple producida por una falta de higiene moral. El individuo está sano. Un estado patológico que se cura con el buen ejemplo.

Después, á las ocho de la mañana, Marcelino volvía á pasar por aquella plaza, camino de la Funeraria, Y pensando en la abnegación de la señá Ventura y la de Vicenta y la de Lola decía:

«Estos pobres hacen el bien completo. Pero sus bondades no dejan rastro. Nada recuerda en este sitio lo que pasó hace pocas horas.»

Se equivocaba; el guarda del jardín contemplaba el musgo y se repetía: «Esta noche ha pasado por aquí la autoridad».

La tempestad

Da la colección «Cuadro del natural.»


Mi chalet del Escorial es lindísimo, pero me obligarán á venderlo las tormentas del país. Es cosa fastidiosa pasar entre truenos el verano. Recuerdo una tarde...

Estábamos mi esposa y yo en un gabinete donde habíamos tomado café después de almorzar. Se sabía que la tormenta era inminente, el viento refrescaba y la elevada temperatura empezaba á disminuir; por lo demás el barómetro permanecía fijo. Satisfecho de la exactitud de mis observaciones me hallaba sentado en un gran sillón de paja contemplando cómo mi linda esposa hacia con crochet estrellitas de punto. Mirando aquellas manitas tan blancas y aquellas rosadas uñas, recordé la historia de mis amores; mi boda; las peripecias del noviazgo ¡Cuántos incidentes! Una negra nube cubría ya todo el cielo, y parecía que iba á faltarme luz que me permitiese ver las bellezas de mi mujercita. ¡La mía! ¡Qué satisfacción! ¡Después de haberla deseado tanto! Después de... ¡Cuánto disgusto! Ella habla tenido la culpa... Sus coqueterías... Inconvenientes de ser bonita. Pero si me hubiera querido como decía... Gozaba en hacerme celoso... Con éste... con aquél... ¿Y Federico?.. ¡Sabe Dios! ¿Se habrá casado? ¿Vivirá?.. ¿Dónde estará ahora Federico?

—No sé.

Comprendí que había hecho mi pregunta en voz alta. Un horroroso trueno rugió á espaldas del jardín.

—Jesús, María y José,—dijo mi esposa persignándose.— ¿Porqué preguntabas eso?

—¿El qué? ¡Ah! ¿Dónde está Federico? Sí. Pues nada. Me acordaba de él no sé con qué motivo.

—¿Ves cómo eres? Cuando yo estoy más contenta al lado tuyo hablas de esas cosas para disgustarme.

—¡Disgustarte! No lo creo.

Luisa me miró fijamente. Un relámpago brilló en el cielo y otro en mis ojos. Mi mujer cerró los suyos y se persignó devotamente.

—¿Estás ahuyentando el espíritu maligno?

—Si tú no quieres, no lo haré.

—No, hija. Por mí llénate de cruces.

—Pero, ¿qué te pasa? Siempre que nombras á ese hombre tenemos un disgusto.

—Yo no... Vale muy poca cosa. ¿Me crees tan indigno como para compararme con él?

—¡Yo! ¡Dios mio! Si tú eres para mí todo en el mundo.

—Hoy sí, porque soy tu marido. En otro tiempo era tu último novio.

—¡Pepe!...

—No creas que me molesto. Estoy resignado. ¿Recuerdas la tarde en que te besé la mano? Confiesa que no era el primer beso que recibías.

Un extenso relámpago dió á los objetos un color lívido. La ronca voz del trueno retembló en el gabinete, y empezó á llover con fuerza. Mi esposa tenia la cabeza cogida entre sus manos, y lloraba amargamente. Yo me levanté para retirar mi psicrómetro que estaba á la intemperie en la ventana de mi despacho, pero me senté en un sofá por no aparentar cobardía en aquella lucha doméstica.

Mi mujer permanecía muda; las lágrimas corrían á lo largo de sus desnudos brazos. Algunas gotas de lluvia penetraban en la habitación y salpicaban su blanca bata. Yo pensé cerrar las vidrieras, pero creí esta deferencia impropia del momento. Sin embargo, luégo calculé que no quita lo cortés á lo valiente, y me dirigí al balcón. El espectáculo de la tormenta me atrajo, y me quedé contemplando los vivos colores de las plantas, las cristalinas gotas de lluvia cada vez más pequeñas y menos abundantes y aquel trozo del cielo donde asomaba entre girones de nubes el hermoso techo azul de la tierra. El airecillo húmedo refrescó mi cabeza; cesó la lluvia, y me entretuve en recoger sobre mi frente las gotas de agua que calan del alero del tejado. Poco después pensé en mi esposa; sentí latir mi corazón como á impulsos del miedo. Entré en el gabinete; mi mujer ya no lloraba; tenia la vista fija en el suelo; á sus pies estaba la muestra de su labor: era un gorrito de niño. Yo no sé qué pasó en mi alma, pero dí cuatro pasos descompuestos, pasos de beodo, y caí de rodillas, y apoyé mi cabeza en la falda de Luisa y estreché su cuerpo con mis brazos. Las gotas de lluvia corrieron por mi frente y fueron á juntarse con sus lágrimas.

Luégo... ¡oh! luégo mi esposa ponía el gorrito sobre mi cabeza y los dos nos reíamos alegremente porque era muy pequeñito... y el sol alumbraba nuestra felicidad... y las nubes huían á Oriente.

Después bajamos al jardín y yo cortaba cuantas flores bailaba á mi paso, y las colocaba en la cabeza y en el pecho de mi esposa, y en cada flor iba un beso, que me pagaba mi mujercita con una sonrisa.

¡Ah! ni aun puedo escribir esto. ¡Benditas sean las tormentas que refrescan el ambiente y dan nueva vida á la naturaleza y aroma á las flores y sazón á los frutos!

¡Benditas sean las pasajeras tormentas del alma enamorada!

Cómo quisiera morir

De la colección «Cuentos del delirio»


No os asustéis de que elija un asunto tan triste para escribir este articulo.

¡Hablar de morir un joven cuya cédula personal es una patente de dicha!

Y, sin embargo, la muerte es mí capricho constante, quizás porque es el único que espero conseguir.

Después de haber vivido sufriendo el hambre que no mata y que se llama estrechez; estudiando incesantemente para convencerme á la postre de que no sé nada; sin lograr nunca un miserable sueldo con que alegrar el cuerpo, ni una insignificante distinción con que halagar al espíritu, ¿qué esperanza me queda? solamente la muerte.

Dios es bueno y es justo. ¡Bendito seas, oh Dios!

Si los hombres me hubieran dejado sentar á la mesa del placer, quizás en aquel hermoso festín te hubiera olvidado, Dios omnipotente; pero si ves que en mi desgracia no te he negado nunca, ¿podrás dudar ¡oh Dios! de que yo te ame?

Teniendo fe en Dios, y no teniendo esperanza en los hombres, la muerte es un dulce consuelo.

Pero nadie se muere hasta que Dios quiere, y yo, después de haberme envenenado y haber sufrido enfermedades y agresiones aún no me he muerto. Confieso que tampoco me hubiera hecho gracia.

Es lógico; ya que en vida no he pasado de ser un sér vulgar, quisiera lograr una muerte característica.

Una vez la soñé, pero la soñé despierto, que es como sueño yo.

Oigan Vds. el sueño.

Son las nueve de la noche de un miércoles de Ceniza. Estoy en la Puerta del Sol; siento un golpecito en el brazo derecho y me encuentro...

—¡Hola, Manolita!

—¡Ay Silverio, muy preocupado vas!

—Ya sólo me quedan preocupaciones. El dinero se me acabó in initium.

—Sacristán. Siempre estás hablando en latín.

—Es la lengua favorita de los sabios que no saben castellano.

—Vamos, déjate de bromas y convídame.

—Querida Manolita. Dos puntos. Supla mi buen deseo á la falta de moneda.

—Convídame, que yo pago.

—¡Dulcísima prueba de cariño! ¡Con qué generosidad me has dirigido un insulto!

—¡Yo!

—Ea, Norma, arrójate en el fuego y deja de darme conversación.

—Mira, Silverio, contéstame á una pregunta.

—A una, sí.

—Pues, oye. Nos conocemos desde el pasado domingo, ¿te acuerdas?

—Perfectamente.

—Llegué al baile de la Zarzuela con tres compañeras, Yo no te conocía, pero me acerqué á ti y te pedí cuatro pesetas para pagar el guardarropa, ¿es verdad?

—Exacto.

—Y tú me las distes y te quedastes tan tranquilo. ¿Recuerdas la que se armó? Hubo bofetadas, navajazos, tiros; hasta hubo agentes de Orden público. ¿Te pasó á tí algo?

—No; a mí nada.

—Mis tres compañeras se marcharon, una con un diplomático, otra con un juez y la tercera con uno disfrazado de fraile.

Nosotros nos fuimos juntos, y juntos hemos estado basta ayer noche, que me distes esquinazo para ir á ver un fuego. ¿Eres bombero?

—¿Es esa tu pregunta?

—No. Yo pensaba lograr tu cariño, pero veo que es imposible. ¿Te parezco hermosa?

—Eres vulgar.

—No me irrito por tu respuesta. Eres franco. Pero ¿tú crees en algo?

—Sí; creo en Dios.

—¿No dudas de nada?

—No. Yo lo niego todo.

—¿Y qué afirmas?

—La idea de Dios.

—¿Nada más?

—Todo lo humano es mentira.

—¿No te ha chocado que adonde yo voy se produce el mal?

—No me ha chocado hasta ahora. ¿Quién eres?

—¿Te asustas?

—¿Yo? á nada tengo miedo.

—¿Ni á la muerte?

—Es lo que más amo y deseo.

—¿Quieres conocer la muerte?

—¿La enseñas tú?

—A tí te la enseñaré.

—¿Cuándo?

—Antes de una hora.

—¿Y cómo?

—Dame un beso.

—¡En plena Puerta del Sol!

—No importa.

—Ya sabes que es mi primer beso.

—Por eso lo deseo tanto.

—Ten.

Y besé su boca.

—¡Maldición! ¡Qué amargor más horrible!

—¿No he de ser amarga, si soy la Duda?

—¡Eres el mal de mi siglo!

—Ven, ven; mis compañeras me esperan. Son el mundo, el demonio y la carne. Ven, Hartas conquistas hemos hecho. Hoy tenemos baile en el otro mundo.

Y cogiéndome de la mano me llevó por todo Madrid á nuestro paso recogíamos máscaras tapadas cuidadosamente, que mi compañera hacía salir de lupanares, casos de préstamos, palacios, cuarteles, restaurants, sacristías y hasta del Ateneo.

Eramos doce los que nos precipitamos desde el viaducto á la calle de Segovia, y, como es natural, fuimos á parar al otro mundo.

¿Recordáis aquel castillo con siete torres de que habla el Dante al describir el Limbo? Pues allí tenía lugar el baile.

Los que veníamos de la tierra nos hallamos en una lujosísima antesala. Mis compañeras se despojaron de sus mantos.

Estaba en buena compañía. La Duda y sus tres compañeras de baile, y además, la Lujuria, la Avaricia, la Soberbia, la Ira, la Gula, la Pereza y la Envidia.

Todas eran hermosas; todas me mimaron con sus caricias; ninguna me conocía; solamente la Envidia, oculta en un rincón, no dijo nada.

—¿Por qué no te acercas?—le preguntó la Duda.

—Porque le conozco mucho.

—Estúpida—interrumpí—; de haber hecho amistad con alguna de vosotras hubiera sido soberbio, pero no envidioso.

—Te conozco, porque yo iba siempre con tus amigos.

—Eso es posible.

Por fin llegó la hora del baile. Cuánta magnificencia encerraba el salón no puede describirse sino cobrando el manuscrito por entregas. Seré breve.

Allí estaba todo lo del otro mundo. Allí estaba Dios, Dios en forma corpórea, perceptible para mis sentidos. Hay un hombre, escritor insigne, exministro y presidente de dos sociedades literarias, que refleja en su rostro tanta entereza y tanta bondad que tiene para mi la cara de Dios. No creáis que esto es una adulación embozada. ¿Por ventura seríais vosotros capaces de adular? Con el hombre á que me refiero no he cruzado nunca mi palabra; con el Dios de aquel baile sí hablé. Le pregunté qué era necesario para ser justo.

Y me contestó.

—Ser siempre juez y reo.

—Pero eso produciría siempre la clemencia.

—¿Pues acaso crees que hay otro castigo que el perdón?

—¿Y el que no perdona?

—Comete un delito.

—Y ese delito ¿cómo se castiga?

—Perdonándolo.

—Señor; conmigo han venido todos los vicios de la tierra y son seres muy hermosos. ¿Queréis enseñarme las virtudes?

—Hijo mío, ahora no puede ser. Las virtudes no van nunca al baile.

—Y vos, señor, ¿por qué estáis aquí?

—Porque mientras yo vigilo los vicios, descansan los hombres virtuosos.

—¡Luego la virtud existe en la tierra!

—¿No la has encontrado?

—Creo que no.

—Recuerda bien.

—¡Ah, si! ¡Mi madre!

—Ya lo ves.

—¿Y si fuese expósito?

—Entonces no negarías la existencia de la caridad.

—La caridad... Es cierto... La he oído nombrar... Señor, cuando yo muera, ¿gozaré la gloria eterna?

—Eso te lo dirá la muerte.

—¡La muerte!... Sí, sí. Yo he venido á eso... Yo quiero ver la muerte. ¿Dónde está?

—En el jardín. Allí la hallarás sola.

—Allá voy.

Pero no pude ir. Todos los pecados y todos los vicios me rodearon.

—Ven, ven. Baila con nosotros.

—Dejadme. Me dáis asco.

—¡Ah! Ya le conozco —dijo una vieja vestida de beata—. Debe ser de los míos. ¡Hipócrita!

—¡Hipócrita! ¡Hipócrita!

—Callad, canalla. Dejadme llegar al lado de la muerte.

—No, no á bailar.

—Oid. Cuando haya muerto, disputaos mi alma.

—Pero no morirás.

—Sí busco la muerte.

—Quizás no la encuentres.

—¿Dónde está?

—En un rincón del jardín, sola y silenciosa.

—Pues bien; dejadme libre, y antes de una hora id á buscarme. Si no muero seré vuestro amigo.

—¿Lo serás?

—Lo seré, porque vosotras alegráis la vida.

—Vete en paz.

Y por una ventana me arrojé al jardín. Llegué al suelo perfectamente. Llamaba á la muerte, pero la muerte no contestaba. Vi á lo lejos la luna reflejada en la tierra, llegué y encontré un extenso estanque de aguas bituminosas, El más absoluto silencio. Ni una nube en el cielo, ni un pájaro en el aire, ni una planta en la tierra. El mar Muerto pudiera imitar aquel estanque.

—¡Muerte! —grité—, ¿dónde estás?

Sentí helarse mi cuerpo súbitamente; la muerte estaba á mi lado.

Pedidle á Fidias el arte del contorno y robad á la naturaleza sus colores, y no haréis una figura tan bella como la de la Muerte. Eva, que fué hechura de Dios, no pudo ser tan hermosa.

—¡Ah, muerte! congelas mi sangre.

—¿Qué quieres?

—Logré amarte y después quise verte, y ahora quiero que me ames como yo te amo.

—Nadie me ama.

—Porque nadie te comprende. Eres como yo te había soñado. Vives con la soledad, que es también mi dulce compañera. Ahora te contemplo á la pálida luz de esa triste luna, y muchas veces, fijos mis ojos en ese astro, te he pedido que vinieras á buscarme. ¿Por qué no viniste?

—Creí que mentías.

—¡Mentir yo! ¡Mentir quien no ama la villa!

—¿Estás loco?

—¿Loco porque te amo? ¡Oh, Muerte! ¿tú no has amado nunca?

—Todos me huyen. Yo sólo tengo lo que me abandona la vida.

—¡Ah! para tí es el cadáver. Pues bien; héme aquí en el apogeo de mí existencia. Todavía la vida quiere burlarse de mí. Deja que te estrechen mis brazos. Ámame con todo tu sér, porque yo soy tu primer amor. Ámame como yo te amo. Deja que por primera vez bese unos labios donde otros labios no besaron.

—Si á mi cuerpo tocas ya no volverás ¿separarte.

Y con un movimiento súbito rodeé con mis brazos á aquel talle perfectísimo, oprimí con mi pecho aquel seno de nácar, y juntando mi boca á la de la Muerte cambiaron nuestros corazones un beso de inmenso amor.

Sentí que los vicios venían corriendo, pero llegaron tarde; mi cuerpo estaba en el fondo del estanque; mi alma la tenía Dios.


Aquí yace Silverio Lanza.
Murió de un beso.
R. I. P.

La fe

De la colección «Esmeraldas» (Cuentos verdes.)


Para ir á la Meca, no puede el marido Impedir á la mujer que vaya, sino que si él no quiere ir, ella toma otro que la acompañe por todo el tiempo que dure el viaje, y si viene del viaje preñada, lo que para, siendo hombre, es gerifo, que quiere decir, pariente de Mahoma, porque dicen concurre Mahoma á la generación…

El P. Castillo (Devoto peregrino).


Pues bien; Aniceto es gerifo. Su madre era una hermosísima mujer cuando la conocí. Por entonces tenía yo unas posesiones en Disereto, pueblo de Andalucía. Hallábame en dicho lugar cuando ocurrieron los hechos que voy á referir.

Había visto dos ó tres veces en la iglesia á Bibiana, madre que luégo fué de Aniceto. Me parece que ya he mencionado la hermosura de mi heroína, pero sin embargo debo insistir en esto.

Por detrás Minerva; por delante Venus matrona; la cabeza de Flora; brazos de Vulcano; manos feas y pies grandes; todo esto es delicioso en el valle y en la sierra, y así debieron ser las bellas judías.

Cuando llega á nosotros el suave viento que se perfuma en el monte y se refresca en el río, trayéndonos los ritmos de los pájaros y las diminutas pajas que arrancó de la era, yo creo que el corazón del hombre, ansioso siempre de amor y de caricias, no sueña con la Pampadour, sueña con Rebeca; quizás una Rebeca exagerada por el deseo hasta ser Atala ó Marimorena, pero Rebeca siempre. Siempre la mujer del campo que acarrea, trilla, siega y lava en el arroyo y bebe el agua de la fuente en la taza que forma con sus manos.

Bibiana podía llamarse hermosa; le bastaba para ello la perfección de su rostro.

Cuantas veces sentía yo el vientecillo dicho me acordaba de la hermosa del lugar; y una tarde, hallándome en este estado, medio durmiendo entre altos trigos, á orillas de una vereda que conduce desde el pueblo á la ermita de San Juan, alegróse mi vista con la repentina presencia de mí lugareña soñada. Hizo ella súbitos ademanes de inquietud y asombro así que me vió, mas yo la tranquilicé con la mesura de mi palabra y lo respetuoso de mi continente, y de este modo la animé á conversar conmigo.

—¡Ah!...

—Buenas tardes, Bibiana.

—Buenas las tenga V., señorito.

—¿Se ha asustado V.?

—¡Como no le había visto!...

—Estaba echando la siesta»

—Si.

—¿Le parece á V. mal sitio?

—¡Oh! no, señor.

—Pero hay mucha humedad.

—Eso sí.

—Sin embargo, no da el sol.

—Ahora poco hace.

—Pero, ya deben ser las seis.

—Mucho más.

—A ver... Las siete y cinco.

—Ya decía yo.

—¿Ya V. de paseo?

—Sí, señor.

—¿Hacía dónde?

—Pues... hacia la ermita.

—¡Hola! Ya V. á rezar. No la creía á V. tan devota.

—¿Por qué no?

—Es verdad que siempre que he tenido el gusto de ver á V. ha sido en la iglesia.

—Sí.

—Quiere V. sentarse y descansar.

—No, señor, no. Es muy tarde y voy de prisa.

—Pero, ¿se va V.?

—Sí, señor. Es muy tarde. Conque, que V. siga bueno.

—Diga V., ¿esa ermita es de San Juan?

—De San Juan, sí.

—¿Y está el santo dentro de la ermita?

—Ya lo creo.

—Y ¿qué tal es la imagen?

—¡Oh! es un santo muy bonito.

—Yo tengo mucha afición á San Juan; pero, diga usted, ¿es el Bautista ó el Evangelista?

—Eso no sé.

—¿Cuándo es su fiesta?

—Dentro de doce días; el veinticuatro de éste.

—Entonces es San Juan Bautista. ¿Y qué fiesta le hacen al santo?

—Pues se le hace mucha.

—Usted perdone; la estoy molestando con mis preguntas y V. lleva prisa.

—¡No faltaba más! Usted pregunte lo que quiera.

—Bueno. Hablábamos de la fiesta del santo.

—Pues por la mañana se dice la misa en la ermita y luego se va la gente al pueblo, y después, por la tarde, se viene y se hace procesión, y luégo de la procesión se baila y se merienda, y nada más.

—¿Y no hay fuegos de pólvora?

—No, señor. Un año trajeron cohetes unos forasteros y después no los ha vuelto á haber.

—Entonces este año también los habrá.

—¿Los traerá V.?

—Yo los traeré, pero no lo diga V. á nadie porque quiero dar una sorpresa.

—Si V. no quiere yo no diré nada.

—Y mandaré hacer un castillo de pólvora.

—Y ¿qué es eso?

—¿Quiere V. que se lo explique?

—Bueno.

—Pues un castillo de pólvora es una gran fiesta. Figúrese V., un árbol tan grande como aquel chopo, Espérese V. y se lo dibujaré con el bastón en la tierra. Así se entenderá mejor, Siéntese V. aquí.

—No me entretenga V. mucho.

—Cuestión de un momento. Después la acompañaré á V. á la ermita y así veré el santo.

—Pues dese V. prisa, porque sino luego no hay luz.

—Bueno. Vamos al caso... Este es el árbol alto como ese chopo. Pues aquí se pone un palo atravesado y aquí otro, y otro aquí arriba, y todo esto se llena de cohetes, y aquí abajo se pone un mortero para disparar las bombas. Esta es la batería del enemigo que ataca, á este otro lado se ponen dos palos, Vea V. Y éstos cruzados por uno aquí y otro y otro y otro y dos abajo y uno más grande arriba. Ya tiene V. el castillo con sus ventanas, su puerta y sus torres. En el suelo se pone otro mortero para bombas, y todos los palos se llenan también con cohetes. Dispara la batería, pum... dispara el castillo, pum... la batería, pum, pum... el castillo, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum. Se prende fuego á la batería, luégo se prende fuego al castillo, y castillo tomado.

—Vaya si es bonito.

—Pero si hay tiempo, lo que voy á hacer es una mongolfiera de fuego.

—Una mongol...

—¿Quiere V. que se lo explique?

—Bueno.

—Pues, se lo diré á V. andando.

Y efectivamente empezamos á caminar juntos camino de la ermita. Animó nuestra charla, hice descripciones de viajes aéreos, cité á los hermanos Montgolfier, á Gay Lusac, á Flamarión. Familiaricé con la hermosa. Lo mismo que los buenos organistas pensé primero conocer todos los registros y su mecanismo para poder después tocar según el deseo mío.

Mientras yo hablaba iba Bibiana recogiendo piedrecitas del camino, las cuales guardaba debajo de su delantal.

Llegamos á la ermita cuando ya se habla ocultado el sol. Yo miré por la rejilla de la puerta y apenas pude ver lo que había dentro. Sin embargo, aseguré que la escultura era magnífica. Bibiana se puso de rodillas y empezó á rezar; yo me retiré discretamente y me marché al otro lado de la ermita. Después, con el mayor sigilo, y dando un gran rodeo, me coloqué de manera que pudiese ver á la gentil aldeana, porque he creído siempre muy conveniente saber cómo cada mujer adora á Dios, pues de un modo relativo se debe adorar á cada mujer. Pero ¡cuál no sería mi sorpresa, cuando ví á Bibiana sacar las piedrecitas que había guardado y arrojarlas con fuerza dentro del santuario á través de la rejilla de la puerta! Llegué á convencerme de que apedreaba al santo. No pude contenerme, y fui hacia ella. Apenas me vió, y comprendió que yo la había visto, se quedó inmóvil, pálida y temblando.

—¿Qué hace V.?

—Nada.

—¿Está V. tirando piedras?

—Si, señor.

—Pero ¿por qué hace V. eso?

—¡Ah! no, señor, por nada.

—¿Por nada? Yo quisiera que V. me dijera el por qué.

—Si no hay por qué.

—Entonces lo averiguaré en el pueblo.

—No, no. Yo se lo diré á V.

—Bueno; ¿qué es ello?

—No es ningún pecado...

—No digo que lo sea.

—Es que este santo tiene una virtud.

—¡Una virtud San Juan!... ¿La de dar novio á las chicas?

—Sí, señor.

—Pero V. es casada.

—Sí, señor.

—Y ¿busca V. novio?

—Si no es eso.

—Entonces ¿qué virtud tiene el santo?

—Pues que dá hijos.

Me quedé asombrado.

—¿Y los dá tirándole piedras?

—Sí, señor; pero hay que darle en las narices.

Solté una carcajada que retumbó en los montes.

—No se ría V.

—Pero ¿quién le ha dicho á V. eso?

—Pues se dice en el pueblo, y yo se lo he preguntado en confesión al señor cura y me ha dicho que sí, siempre que se le ponga una vela por las noches en el altar de la iglesia.

—¿Y ha puesto V. la vela?

—Sí, señor.

—¿Y le ha dado V. en las narices al santo?

—No, señor.

—Pues ríase V. de todo eso. Por fortuna, para V., he llegado á enterarme de esto y puedo hacerle un gran servicio. Hoy médico, y me he dedicado con especialidad á las enfermedades de que V. es victima, y supuesto que aquí nadie nos escucha, hábleme V. con entera libertad, segura de que voy á proporcionarle el logro de sus deseos.

¡Oh! ciencia, ciencia...

¡Oh! ciencia. Tú eres la más astuta de las Celestinas.

Ya de noche, cuando el vientecillo había dejado de soplar, cojí una chinita y se la dí á Bibiana diciéndola:

—Anda, dale una pedrada al santo.

—Pero, hombre, ¿á oscuras?

—No importa; tírasela y volvámonos al pueblo.

A la tarde siguiente Bibiana estaba en la huerta. Yo me acerqué á ella con disimulo.

—¿Has estado en la ermita?

—Si.

—Y yo también.

—¿Has visto?...

—Si. El pobre santo tiene las narices rotas.


* * *


Al año siguiente, cuando yo volví al pueblo, ya había nacido Aniceto. Su padre había pagado la compostura del San Juan, y yo, hablando con el cura de estas cosas, le decía:

—¿Pero será cierto el milagro?

—Bien claro está.

—De modo que V. cree en esa virtud.

—Diré á V.; el hecho mirado materialmente es dudoso, pero una buena fe puede mucho.

—Es cierto —le interrumpí—, por eso yo nunca abandono la mía.

Una ecuación con dos incógnitas

(Una solución)

De la colección «Cuentos políticos.»


Diálogo en la cervecería del Quebec's Inn entre un Exchange-broker y su hijo.

—Dí, papá; ¿vamos á estar en este país mucho tiempo?

—Quizás estemos poco... quizás estaremos siempre.

—¿Y mámá?

—Ha muerto.

—¡Muerta!...

—Un agente de policía la dió un culatazo. ¿Oyes? un culatazo. Oyelo bien.

—¿Y de qué murió?

—El médico creyó que de una meningitis: un magistrado dijo que la había matado la rabia, y yo creo que murió de vergüenza... Porque nos avergüenzan... Ya lo sabes.

Un minuto de silencio.

—Oye, papá; ¿por qué bota la pelota?

—¿Por qué preguntas eso?

—Contéstame.

—Pues bien; al dar en el suelo se oprime el aire que hay dentro de la esfera de goma; este aire trata de recobrar su volumen primitivo, y este esfuerzo de reacción se efectúa en todos sentidos: la fuerza hacia abajo se neutraliza con la resistencia del suelo, y la que va hacia arriba puede con la pelota y la levanta en el aire... Y basta.

Otra pausa.

—Contesta, y no te incomodes

—Di.

—De modo que si la doy con mucho empuje botará mucho.

—Sí, hijo, sí.

—¿Y si la diese con mucha fuerza... con la fuerza de toda la pólvora que hay en Inglaterra?

—¿Qué es eso?

—Sí, papá; yo la empujo con todo mi cuerpo, y con toda esa fuerza...

—Pero entonces darías de bruces en tierra y te estrellarías.

—Bueno; me estrellaría, pero la pelota subiría mucho, mucho... ¿Hasta dónde?

—No sé.

—Subiría hasta el cielo; hasta donde está mamá.

—¿Qué dices, hijo?

—Calla, calla, papá. Ya ves que oía cuando me contaste lo del culatazo.

Cien reales de luz

De la colección «Cuentos del delirio»


Salí de Bolsa y fuíme directamente á casa de Emilia. Mi Nana, como yo la llamaba, dormía en un sillón de su gabinete. También las doradas ascuas de la chimenea parecían dispuestas á dormir entre cenizas. Yo había olvidado la baja de los Ferros, y de este modo ninguno cumplía su misión. Ni yo calculaba, ni calentaba la lumbre y Emilia dormía. Los tres estábamos cansados de nuestro destino.

Poco después Emilia se sentaba al lado del balcón, la avivada lumbre producía llamas rojas, azules y blancas, girones de fuego que se precipitaban por la chimenea y subían hacia el cielo como las almas de los justos y las blasfemias de los impíos.

En la calle, la tristeza de una tarde de invierno con la fúnebre luz de un cielo nublado, y el temeroso andar de las gentes, que marchan preservando su cabeza de la lluvia y sus pies del barro, muchedumbre que produce un ruido característico, sólo semejante al del motín que nace y balbucea un grito.

Emilia limpiaba el empañado cristal con un pañuelo, y por el trozo limpio y transparente miraba á la calle sin ocuparse de mí. Las llamas en la chimenea parecía que me hacían una mueca burlona y luégo ascendían por el tubo de hierro hablando entre sí en voz baja como si comentasen riendo la pena mía, y yo miraba la mujer y la lumbre, las dos ingratas con quienes pasamos nuestros inviernos, las que hacemos objeto de nuestra poesía, y ellas cuidan nuestro cuerpo y no se cuidan de nuestra alma.

—Vamos, hombre, siéntate.

—¿Dónde?

—Aquí enfrente. Así verás á la vecina, esa jamona que te preocupa.

—Mira que á mí...

—Pues no es tan fea.

—Pero no me gusta.

—Parece que estés triste. ¿Has tenido algún contratiempo?

—Ninguno.

—Pues, sé que la Bolsa baja.

—Mejor; ahora me conviene.

—Que sea enhorabuena... Tú siempre sales ganando.

—Es que nunca he tenido suerte, y me he dedicado á explotar mi propia desgracia.

—Estás filósofo.

—Estoy enamorado.

—¿De quién?

—De tí.

—Ya lo sabía.

— ...¡Todo sea por Dios! Eres una especialidad para las contestaciones frías.

—Mira, no empecemos como siempre. Tú eres el único hombre que yo quiero» y no me gusta que te parezcas á los demás.

—Pero tú no concibes el amor físico.

—¿Qué es eso?

—El placer del cuerpo.

—Yo, no.

—¿No has amado nunca?

—Sí, á ti.

—Y ¿cómo me quieres?

—Con esto.

—Eso es el hígado.

—Bueno, me he equivocado. Te quiero con el corazón.

—Entonces, ¿cómo quieres á los demás?

—Yo sólo te quiero á ti.

—Decididamente. Tu especialidad es la réplica.

—Vamos, déjate de tonterías y cuéntame un cuento, Mira, si me cuentas uno bonito te doy un beso.

—¿Y si no lo cuento?

—Entonces... lo que tú quieras.

—Esa es una humildad que no me satisface.

—Pero, ¡qué pesado estas hoy!... Anda... un cuento bonito.

—¿Cuál?

—Cualquiera. Oye, ¿cómo acaba el de la otra tarde? ¿Se casa la mora con el cristiano?

—No, hija. Al cristiano le ahorcan.

—¡Qué atrocidad!

—Verás, el padre de Zara manda ahorcar al cristiano de una cruz de piedra robada en el campamento del rey, á la mañana siguiente se halló á la mora en lugar de su amante.

—¿Muerta?

—Es natural.

—¿Y Nuño Núñez?

—Estaba en el lecho de Zara.

—¡Qué bonito es eso! Ahí tienes dos amantes que nunca se hablan besado.

—Pero eso era en el siglo XV.

—Para todo tienes una contestación. Bueno. Venga otro cuento.

—¿También de moros?

—Como quieras.

—¿Triste ó alegre?

—Muy triste no, porque me haces llorar, y luégo me consuelas á tu manera.

—Es posible... Pues no recuerdo ninguno medio triste.

—Invéntalo.

—Pero tú crees que los cuentos son como las calumnias.

—Anda, discurre.

—Bueno, allá va.

—¿Y para eso sacas papelotes?

—Voy á leerte un articulo que escribí ayer.

—Eso será muy serio.

—Es un cuento.

—Entonces, conformes.

Flores, pájaros y espejos.

—¿Ese es el titulo?

—Sí.

—Adelante.

—«¡Bendito sea este cuartito que es mi taller! Aquí tengo mi mesa y mis plumas, tintero y cuartillas. En él desahogo mis penas, porque aquí entro colérico y de aquí salgo resignado. Por eso hoy vengo á esta celda y me siento y escribo.»

«¿Por qué me habrá abandonado Emilia?...»

—¡Hola! Hay una Emilia.

—Yo creo que todas las mujeres bonitas se debían llamar así.

—A veces eres muy galante.

—Gracias... á veces.

—Sigue, sigue.

—«Por qué me habrá abandonado?»

—Pero, ¿es cuento ó historia?

—Son las quejas de un amante.

—Pues, no leas. No me has de decir nada nuevo.

—Quizás sí.

—Pero eso será mucha filosofía y poco cuento.

—Es que tú me estás volviendo filósofo.

—Filósofo, no, pero es cierto que te vas atontando.

—Gracias.

—No te incomodes; no quería decir eso.

—Sería otra cosa.

—Eso es.

—¡Cómo!

—Ves, yo también me atonto. Cuéntame otro cuento.

—Es ya de noche.

—¿Necesitas luz para eso?

—No; es que ya es tarde.

—Justo; ahora dí que tienes prisa, después de dos horas de aburrimiento.

—¿Te has aburrido tú?

—Yo no; pero tú sí.

—Al lado tuyo, imposible.

—Galantería.

—¡Yo galante!... no puedo serlo queriéndote tanto.

—Yo también te quiero.

—Eso no es querer.

—Pues, ¿qué es entonces?

—Vino con agua.

—Es muy sano.

—Y muy tonto.

—Un millón de gracias, caballero.

—No te enojes. Las mujeres tenéis el hábito de no pensar.

—No entiendo bien eso, pero no me gusta.

—Así procedéis en todo.

—Siento estar á oscuras por no verte la cara. Debes parecer un guardia civil.

—Bonita comparación.

—Para comparaciones, tú.

—Las tengo muy exactas. ¿Quieres que te defina prácticamente el hombre y la mujer?

—¿Cómo?

—Junta tus piernas... Aquí tienes en tu falda esta moneda de cinco duros. Eso es una mujer.

—Está bien.

—Ahora coge este fósforo. Eso es un hombre.

—Un hombre flaco.

—No te rías. Lo que te digo es verdad.

Esta moneda es la mujer. Rubia, de formas simétricas y redondas. Tiene dos caras. Por un lado está su historia y por el otro su precio.

—Es ingenioso.

—Pues, escucha. Este es el hombre. Derecho, erguido; todo su mérito está en la cabeza.

—¿Y los que no la tienen?

—Un fósforo sin cabeza es cualquiera de tus amantes.

—Se lo haré presente.

—Esta cerilla puede doblarse, pero queda deforme. Así queda el hombre que comete una bajeza.

—Ahí tienes la mujer, no se dobla.

—Es cierto; pero con la esperma de la cerilla puedes moldear cualquier objeto, mientras que la pasta de la moneda no puedes cambiarla de forma tan fácilmente. Por eso la mujer es mala compañera, Ahí tienes la prueba. La cerilla se está deshaciendo entre tus dedos y la moneda enfría mi mano á su contacto?

—Te escurres como una anguila. La moneda es más hermosa.

—Pero necesita luz para ser admirada, y la luz que hace brillar á la mujer es el hombre.

—Dios da la luz de balde.

—Y en cambio una mujer cuesta cinco duros.

—También el fósforo cuesta.

—Pero el bien que da el hombre puede lograrlo el pobre y los placeres que proporciona la mujer sólo los consigue el rico.

—Eso es un absurdo.

—Es cierto.

—Porque dices que esto es una mujer y esto un hombre.

—Y lo sostengo. Aquí la tienes tentadora, llena de adornos. Parece que dice al hombre: Anda, recógeme; llévame contigo á todas partes: enséñame á tus amigos; todos, al verme en tu poder, te llenarán de atenciones y obsequios. Para saber si soy buena es preciso golpearme ó lastimarme. Quita un poco de mi sér y, á pesar de eso, aun correré en el mercado. Me tomarán con repugnancia, pero me tomarán. Seré una moneda con hoja.

—Eso es muy fuerte.

—Pero es exacto. Este pedazo de oro te proporcionará una noche de embriaguez y de lujuria. Á la mañana siguiente amanecerás con el cuerpo enfermo y el alma triste, y la moneda estará en poder de otro dueño. Este es el despertar que dan las mujeres.

—Muchacho, me parece que te extravías.

—En cambio mira al hombre. El menor choque basta para inflamarle y entonces produce luz que facilita tu camino. Y ese bien te lo da á costa de su existencia, y no deja de dártelo sino cuando ha muerto. Eso es el hombre. La inteligencia venciendo á la oscuridad. Después de ser hombre sólo se puede ser Dios.

—Alábate.

—Por eso, como tú decías antes, Dios es más barato que el hombre, precisamente porque vale más. Y la mujer es la inutilidad más cara de la tierra.

—¿Sabes que te pones muy cargante?

—Porque estoy en lo firme.

—Total, con lo que vale una mujer se pueden comprar miles de hombres.

—A veces vale más un fósforo.

—Nunca.

—Créeme.

—Cállate, estás diciendo muchas tonterías.

Y Emilia se separó de mi con enfado, pero al hacer esta movimiento la moneda rodó al suelo. La habitación estaba á oscuras.

—¡Ay! ¿dónde habrá caído?

—Lo sé.

—A ver si se pierde.

—Poco importa.

—Si tan rumboso eres me quedaré con ella.

—¿Te ha gustado?

—Una moneda de oro es cosa muy bonita.

—Lo creo.

—Como que es una mujer. Pero, ¿dónde estará?

—Alumbra y lo veremos.

—Espérate, que encenderé este fósforo.

—Ahora el hombre es más necesario.

—Pues yo por cinco duros sacrifico al hombre.

Emilia encendió la cerilla, yo ví enseguida la moneda sobre el suelo, la cogí, y metiéndola en mi bolsillo, contesté:

—Yo guardaré la mujer.

Y sin despedirme salí de aquella casa. Jamás he cambiado aquel centén, ni aun en días de grandes necesidades. En cambio Emilia ha destruido muchos fósforos por encontrar monedas de cinco duros.

Después de todo, si esto es la mujer... ¡bendita sea!

La buñolería

De la colección «Cuadros del natural.»


Está en una calle estrecha y pasajera. Parece por fuera el aborto de una taberna engendrado por un horchatero. Á las tres de la madrugada ya están abiertas las puertas y ocupadas todas las mesillas cojas con tableros pintados de blanco.

Aún crean sombras en las calles los pocos faroles que deja luciendo á tan avanzada hora el económico Ayuntamiento, Las prostitutas pasean por la acera arrastrándose con pesado paso, mirando con envidiosos ojos aquellos bohemios que tan temprano se desayunan, sin sospechar que acaso no hayan hecho otra comida desde la mañana anterior. Algunas compañeras, que tienen más filosofía ó los pies doloridos, arman corro alrededor de una esquina, y allí murmuran y ajustan sus cuentas, mirando de vez en cuando al fondo del callejón, donde un vago claror que proyecta en el arroyo el farolillo de un portal anuncia á los consumidores que allí hay un lupanar de poco precio. Todas llaman á los transeuntes con su característico silbido ó con palabras no menos especiales y distintas, y sujetan la capa del estudiante calavera, ó la blusa del obrero que va borracho, y cantan coplas obscenas adaptadas á la música de Semíramis y bostezan y se rascan. Delante de la puerta de la Buñolería están la pareja de guardias de Orden público, el individuo de la ronda y el sereno, rodeando el chuzo y el farol del último, hablando de toros y loterías y robos y crímenes. Ya se nota el primer movimiento industrial de la población, y se ven haraposas mujeres revolviendo montones de basura, ejerciendo de esta manera miserable uno de los comercios más importantes de la corte. Ya van hacia sus puestos algunas vendedoras de buñuelos caminando con su tablero sobre la cabeza y la tijera colgada al hombro. Ya está establecido al aire libre algún cafetín, y pasa un caballejo cargado con cuatro cántaros de leche y el amo de todo ello, y se ven vendedoras sin cestas que van aprisa á los puestos de los mercados, y luz detrás de las puertas de las carnecerías, y tabernas que ya están á oscuras. Y entre todas estas manifestaciones del trabajo que nace, pasan grupos de cajistas con sus tipos tan distintos imitando á la perfección, unos, alferecillos pedantuelos, otros, estudiantes holgazanes, ó chulapillos groseros, ó empleados serios y graves, ó sabios que dejan el matraz ó el telescopio, ó ministros satisfechos de una combinación, ó venerables maestros que dejan el mallete de una logia hartos de ser primeros actores de cartel. Y es que en su infinita variedad y en su continuo trabajo van diciendo cuán vasto y cuán incansable es el pensamiento del hombre y la palabra que lo expresa y la tipografía que lo imprime.

Así está todo. Va á amanecer.

El taller está en el fondo. Es un inmenso caldero lleno de aceite; debajo hay un hogar muy mal calculado, apenas sin tiro. Encima de la plataforma del caldero, y al lado de éste, un gran trozo de lata donde se depositan los productos de la fabricación; y cubriendo el conjunto, y arrancando muy abajo, una chimenea cuadrada que recibe los humos del aceite; y como esto está así y el caldero estañado, no os llame la atención que tengan los buñuelos bolitas plateadas y pintas negras.

Al lado de lo dicho, y como aparato principal de la fabricación, está el calderete de la masa inclinado ante el artífice, que, sentado delante de él, parece el Dios del Génesis haciendo churros. Más á la fachada, y ocultando el taller, está la factoría de buñuelos: un estrecho mostrador con un peso y un montón de juncos. Allí está la buñolera, hermosa como esas flores del cuerno, muy blanca, muy gorda, sin olor (!) y con mucha vista. Ella despacha, acude á todas partes y sirve á todos los parroquianos, y pega al que no paga, y sonríe á quien la requiebra, y si alguna vez necesita ayuda, se la presta el muchacho que abandona su tarea de meter los buñuelos en los juncos ó de sacar de la sartén con el ganchito de hierro aquel dorado frito que se vende á céntimo por pieza.

Y en todas aquellas mesas hay prostitutas que tienen querido rico, timberos, calaveras estúpidos que se llaman bohemios por llamarse algo, tal ó cuál literato ilustre que bebe aguardiente ó tal ó cuál borracho de oficio que recita versos. Y hay calaverillas de sesenta años que van allí con su cohorte de jovenzuelos aduladores á quienes dice á menudo: «Pues bien; bebed. ¡Si! Yo suscribo á todo.»

Y en aquel tugurio se revuelve toda esa gente hasta que el alba nace; entonces se van, huyendo del sol que los delata. Y toda aquella sociedad de la holganza y el vicio se sustituye por el honrado cesante que busca un puesto de memorialista y almuerza una taza de café de á dos cuartos, y los obreros que saben que el aguardiente no alimenta y van á tomar leche y buñuelos, y los soldados que convidan á su adorada fregatriz a expensas del amo de ésta. Y luégo ya no hay nada de todo esto; las mesas se desocupan, la tienda se barre y después se cierra, y los dueños duermen, porque todos los oficios descansan y todas las industrias tienen su momento de reposo; y tan sólo trabajan eternamente el rodillo que da tinta y el cilindro que imprime y aquellos divinos dedos que reúnen las letras para formar palabras y conceptos y libros y monumentos eternos de progreso y libertad.

La muerte de la verdad

De la colección «Cuentos del delirio.»


Fui un estúpido.

Quizás no.

Desde que tuve aquella pesadilla he cambiado de ideas.

Ya no encuentro gusto ni á la Federación ni al tabaco.

¡Horrible pesadilla!

No sé cómo me encontré en una larga tabla inclinada que unía la cumbre de una montaña con el fondo del valle. Me deslizaba con la rapidez de las revoluciones.

—¡Al valle! ¡Al valle! —gritaba yo.

—¡Al valle! ¡Al valle! —respondían detrás de mí.

Me separé de la tabla y me sostuve en el aire para ver quien me seguía, pero en un instante pasaron por delante de mí muchos miles de personas.

Después creí ver á un amigo que me debe dinero y poniéndome sobre la tabla me deslicé tras él.

—¡Al valle! ¡Al valle! —se gritaba por todas partes. Ya divisé al mal pagador, llegué á alcanzarle y me dispuse á cobrar.

¡Veintitrés reales no se deben perder! Volví la cabeza; detrás de mí venía mi vecina del entresuelo. Entonces grité á mi amigo. «¡No huyas! Todas las cantidades que me debes te las perdono.»

—¡Al valle! ¡Al valle!

Pero yo me separé de la tabla porque ví un ángel rubio que aguardaba en el espacio teniendo de la brida un caballo blanquísimo.

—¿Eres Dios? —me preguntó el ángel.

—Acaso lo sea.

—¿Eres el demonio?

—Lo he sido.

—A tí espero.

Y monté sobre aquel corcel más hermoso que el de Santiago. El ángel se sujetó á la cola del caballo, y como esto me pareciera poco elegante, dile orden de caminar delante de mí. Tampoco esto lo hallé bien, y entonces hice de él una brillante estrella y la coloqué en mi frente.

Hermosas mujeres, con rostros de serafines, cubrieron mi cuerpo y el de mi tordo.

Beatriz se posó en mis labios y el Dante puso sus espaldas para que mi caballo apoyase en ellas las pezuñas.

Caminé sobre bosques espesísimos hasta que descubrí una espaciosa plaza, y en su centro descendí, y apeándome halléme en tierra.

Sentadas en los términos de aquel inmenso circo estaban millones de mujeres, desde Sara y Rebeca basta Fernán Caballero. Allí veía á Santa Elena, Catalina de Rusia, María Stuart...

A un lado Judit, Juana de Arco, Agustina Zaragoza y muchos cientos de heroínas.

Enfrente todas las reinas del mundo, desde Dido hasta Isabel II, Detrás el clero. Araón con los Levitas. San Pedro, todos los pontífices, la curia romana, el bajo clero, el clero liberal y el clero más que bajo.

Entre las reinas y las heroínas estaban las mancebas y las cortesanas. Ví á Cleopatra y ví á mis novias y ví á Confucio y á los legisladores detrás de aquellas miserables. Enfrente formaban un apretado grupo las santas, las mártires y las mujeres honradas; allí estaba mi madre, y escondidos entre las buenas millares de niños.

Yo recorrí con mis miradas aquella multitud, y solté mi caballo, que voló al espacio. Entonces los humanos formaron dos filas larguísimas que avanzaron al interior del bosque.

Yo seguía á aquella silenciosa procesión por un camino á veces tapizado de flores, á veces cubierto de maleza. Y ví que en los espinos hubo dama que dejó trozos de su honra, y santa que dejó gotas de su sangre.

Y así llegamos á la plaza de una ciudad. Una plaza de columnas como la de Wiesbaden, y toda la procesión entró en el casino, pero un casino inmenso, la suma de todos los presidios, todos los cuarteles y todos los lupanares.

Aguardé un rato y después cuando llegué á la puerta me dijo el conserje:

—La entrada.

—No tengo.

—Cuesta un millón de francos.

—Soy pobre.

—Pues robad.

¡Robar!... ¡Robar!... ¡Ingenioso!... No creí que el talento estuviera monopolizado por los conserjes.

Volví á casa, vestí de frac y robé, robé porque eché en mi bolsillo el dinero de todos mis administrados. ¡Esto es admirable! calculé enseguida. Ahora pierdo este dinero y mañana, ellos y yo, estamos iguales. Hé aquí un buen camino para realizar la liquidación social, esa calumnia grosera que han inventado los ricos para desprestigiar á los pobres que piden trabajo.

Y con mi frac sobre los hombros, y los millones en la cartera, me presenté en el casino, sobre cuya puerta leí: Life's school.

¡Mucho dinero se necesita para empezar á aprender la vida!

Pero aquello no era á Life's school sino á Gaming-house.

¡Una encerrona!... ¡Un garito!

Hay cuevas que determinan inmediatamente la asfixia, como hay galerías que causan un enfriamiento súbito. Aquel palacio me produjo la locura.

Inmensos salones donde se jugaba á todos los juegos conocidos. Una mesa de ruleta que parecía el patio de un cementerio con las sepulturas numeradas. Y yo tiraba sobre aquellas casillas montones de plata y recogía montones de oro. Y el sonido de la bola al caer en una caja era la señal de un triunfo más, de una nueva fortuna y un nuevo halago de aquellas mujeres que me cercaban, en cuyas delicadas manos depositaba las ganancias mías.

Para la vista, esa luz eléctrica, fría y despiadada, como sentencia de muerte, que no produce penumbra, ni medias tintas. Y aquella luz iluminando senos llenos de sudor, de vino, apoyados sobre la mesa sobre los hombros de los jugadores. Y á éstos sucios, con los trajes desgarrados, rojos ó lívidos, mirando la bola que gira desdeñando en cien vueltas el número donde el azar la hará caer. Y después que cae la bola el levantarse para cobrar el retirarse para maldecir.

Y para el tacto, el gusto, el olfato, el oro como producto mineral; el vino como producto vegetal, la mujer como producto animal.

Y todo esto entre el ruido de las corrientes eléctricas en los arcos de las lámparas, los tapones que saltan, la vajilla que se rompe, las voces del juego y los cantares, las blasfemias.

Y por debajo, el suelo, elocuente testimonio de las leyes de atracción de Newton, de Kepler, porque al suelo va todo, los vasos rotos, las sillas caÍdas, las barajas, las bolas, el dinero, los epilépticos, las borrachas.

De pronto oí una detonación.

—¿Qué es eso?

—¿Quoi?

—¡How!

—Un qui vient de se bruler la cerveille.

Efectivamente; la masa cerebral salpica los labios de las hermosas, las manos de los jugadores, el tapete de la ruleta, pero todo esto se lava enseguida con Champagne.

Yo me acerco al cadáver: dos hombres lo arrastran.

—¿A dónde lleváis eso?

—Al cementerio.

—Y ¿en dónde está?

—Al extremo del jardín.

—Y ¿quién va allí?

—Los buenos y los tontos.

¡Ahí—pensé—, allí estará mi madre. Siempre esa insoportable imposición que pone la tierra entre lo que se ama.

Y seguían arrastrando el cadáver hacia el extremo del salón.

—Oye, y los que no son ni buenos ni tontos, ¿dónde van?

—Esos los matamos nosotros.

—Pues los buenos, ¿quién los mata?

—Dios.

—¡Hola! ¿Y los tontos?

—Se suicidan.

—¡Teoría admirable!

Y fuíme al jardín rechazando á las mujeres que me seguían acariciándome y sacando el oro de mis bolsillos.

Empezaba á anochecer. Corrí por parques, alamedas, huertas y bosques.

Todo aquello parecía el patio de un manicomio.

Un anciano miraba al firmamento con un poderoso anteojo, luégo hacía signos sobre la arena.

—¿Qué haces?

—Busco el quinto satélite de Júpiter.

—¿Y eso?

—Son mis cálculos.

—Y ¿por qué está la tierra tan removida?

—Porque he borrado mis cálculos de ayer.

—¿Sí?

—Sí. Estaban equivocados.

—Y hoy, ¿no te equivocarás?

—No; hoy nó. Ayer integré mal; hoy he variado el valor de la constante.

—¡Insensato! ¿Llamas constante á una cosa que puedes variar á tu antojo?

—No soy insensato. Yo he descubierto Neptuno.

—¿Eres tú Leverrier?

—Yo soy. Titius no era exacto.

—Y tú eres un gran loco.

Poco después encontré una hermosa matrona cuyo cuerpo deformaba la falta del brazo izquierdo. Acercóseme y dijo:

—J'ai le droit.

—Ya lo veo —contesté señalando al brazo sano.

—Pas ça —replicó.

Y se marchó con aire de incomodada.

—Está guillada —repuso un inglés que llevaba atado con una gruesa cadena un perro de Irlanda.

—Eso creo, señor. ¡Magnífico perro!

—Muy trabajador.

—¿Por qué lleva bozal? ¿Muerde á los extraños?

—No, señor; pero me muerde á mí.

Tres ancianos estaban apostados en el extremo de una avenida. Uno de ellos se acercaba al transeúnte y disputaba con él mientras el otro se disponía y daba al infeliz engañado un fuerte golpe. Entonces el tercero...

¡Demencia!... ¡Demencia!... Por todas partes el enigma y el viceversa.

Un viejo golpeaba con una vara sobre una peña.

—¿Qué haces?

—Quiero sacar agua.

—¿Eres Moisés?

—Sí.

—Pues te vas á quedar sin la tierra de promisión.

—Puede ser.

—Eres muy terco.

—Más lo es mi compañero.

—¿Quién?

—Aquel.

Era un ministro de Hacienda. Con la cartera azotaba cruelmente á un harapiento.

—¿También tú buscas agua?

—Yo quiero sacar oro.

—Pues te quedarás sin oro, sin cartera y sin cesantía.

En un cercado del jardín estaban todos los animales que producen sonido, desde el grillo hasta el ruiseñor, pasando en la escala por el burro.

A la puerta del cercado se hallaban Goethe y lord Byron jugando á las damas.

—¿Pueden Vds. decirme qué hacen aquí tantos bichos?

—Son los poetas.

—¡Ah!... Hay algunos que cantan muy bien.

—Sí, señor.

—¿Y qué dicen?

—No se sabe. No hay quien los entienda.

¡Demencia! ¡Demencia!

Ya sentía el amor á la extravagancia, porque iba perdiendo el pudor que produce la razón serena.

Un ruso y un turco se hallaban separados por un hormiguero. Sacaba el ruso una navaja de á cuarta y las hormigas le impedían que se moviese. Sacaba el turco una navaja de media vara, y las hormigas le atacaban enseguida. La operación se hacia interminable, y yo les aconsejé que entre los dos destruyesen el hormiguero y luégo se matasen ambos, con lo cual dejarían en paz el jardín.

Nada más curioso que la administración de justicia en materia criminal.

El procesado era un toro que intentó dar una cornada á un gato que le habla sacado los ojos.

La causa se veía en juicio oral y público, aunque por escasez de local sólo se dejaba entrar á las personas autorizadas por la Sala.

Constituían el tribunal el Presidente y cinco magistrados. Había acusación fiscal, defensa y acusación privada.

Durante la vista durmió la Sala tranquilamente. Al terminar se despejó el local y quedó sólo el tribunal para dictar sentencia. Entonces un portero puso un pan sobre la mesa. El Presidente lo bendijo y pronunció estas palabras:

«Señores: el gato es mío.» Luégo cada cual comió un trozo de pan. Después el Presidente dijo: «Señores: Esto es pan comido», y volviéndose á los porteros añadió: «Ábrase para pronunciar sentencia». Llenóse de nuevo el local, y el Secretario leyó la sentencia en la que había, entre otros, estos considerandos y resultandos:

«Considerando que la defensa está limitada en relación con la ofensa que hubiere de prevenirse.»

«Considerando que el gato no tuvo ni pudo tener la intención de dar una cornada al toro.»

«Considerando que la herida producida á un gato por el cuerno de un toro es mortal de necesidad, según opinión facultativa de 37 de los 73 médicos consultados.»

«Resultando que, según la prueba testifical, el toro intentó cornear al gato...

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Califica el acto de felicidio frustrado con las agravantes de nocturnidad y fiereza habitual, rechazando la atenuante de la propia defensa, etc., etc...»

El toro fué condenado á buey.

El Presidente, al terminarse el acto, dijo:

«En el nombre de Dios, los que hemos de hacer justicia así la hacemos. Sépase que el gato está encerrado y hay gato encerrado para mucho tiempo.»

¡Demencia! ¡Demencia! Por todas partes la locura y el viceversa. Preferí abandonar todas estas manías y estupideces y volver á las salas de juego.

Antes de llegar al palacio ya había anochecido. La luz de la luna en creciente, al difractarse en los bordes de las hojas de los árboles, grababa en el suelo, con pálida tinta, pequeños y múltiples soles, en cuyos centros á veces lanzaba vivos destellos algún diminuto trozo de mica. Todo era quietud y hermosura. Yo caminaba aprisa, procurando dominar la emoción poética que embargaba mi espíritu. Tenia á mi derecha un montecillo que coronaba un templete, y ya iba á seguir cuando ví en las gradas de mármol de aquel coronamiento una mujer con túnica blanca, una cruz de brazos iguales sobre su pecho. Estaba la figura inmóvil, contemplando con la mirada fija aquella media luna que llenaba de luz el firmamento.

Subí con cuidado, pero la mujer sintió mis pasos; volvió la cabeza, me miró, y luégo, señalando con su diestra al astro de la noche, me preguntó:

—¿Te gusta?

—Mucho.

—¿Más que el sol?

—No, eso no.

—Pues yo soy el sol.

—Por eso eres tan hermosa.

—Yo soy el sol, porque llevo el sol conmigo, y mi sol es esta cruz, que significó en otro tiempo el signo de redención y de civilización y de progreso. Los cristianos no debíamos consentir medias lunas ni aun en ese espacio azul.

—Tu eres la virgen griega. La diosa de las magnificencias y de los ensueños. No olvides que las luchas religiosas, cuando no han sido políticas, han sido estériles.

—A mi me lleva mi fe. Como á tus reyes, aquellos que destruyeron el califato de Occidente.

—Estás engañada.

—Yo odio la media luna.

—También es signo de una cultura irremplazable.

—Yo soy el sol.

—La vida bajo un sol constante seria insoportable. El sol es el amor de Dios. La luna es el amor de la mujer.

—Me molestas. Vete. Déjame con los recuerdos de mis suliotas.

¡Demencia! ¡Demencia! Por todas partes el engaño inconsciente y el concebido. La aberración como Dios preexistente.

Otra vez me hallé entre cortesanas, jugadores, lacayos y luces blancas. Nadie me recordaba. Saqué un puñado de monedas y lo desparramé sobre el tapete. Las mujeres me rodearon. Perdí aquel dinero, saqué más, volví á perder y seguí sacando y seguí perdiendo. Al fin me encontré pobre.

—¡No tiene dinero! —gritó una alemana.

—¡Fuera! —repondieron las bestias.

—¡Fuera! —añadieron los hombres.

Y hasta los criados gritaron ¡Fuera!

Entonces todos se me abalanzaron y comenzaron á pegarme y á escarnecerme.

—¡Fuera! ¡Fuera!

—¡No nos roba! —decían los hombres.

—¡No nos paga! —repetían las mujeres.

—¡No nos pega! —gritaban los lacayos.

Y yo sentía correr mí sangre por mi rostro y por todo mi cuerpo.

Huí, me seguían y me pegaban.

Llegué á la puerta; el conserje me tiró una silla. Por fin me encontré libre y en la plaza.

Poco me importaba que me hubiesen escupido; lo que sentía era la pérdida del dinero. Porque siendo pobre no tenía razón para quejarme.

Lancé un ¡ay! que resonó dos veces en mi oído.

Volví la cabeza y vi...

¡Oh espectáculo magnífico!

¡Oh dulce encanto del alma á quien el sentido proporciona tan grata emoción!

Érase una mujer, si Dios no puede llamarse á aquello que es más perfecto que el hombre.

Blanca, rubia, hermosa. Como la primera materia produciendo la atracción única, en fuerza que no se descompone.

Y así, era la luz de la idea y el calor del movimiento. Y era el amor, que es luz y calor á un tiempo mismo.

Allí estaba desnuda, seria é inmóvil, apoyada en una columna de la plaza.

—¡Ah! ¡Vamos! —pensé—. Es Thamar.

—¿Qué haces?

—Estoy sola.

—¿Huyes?

—Me han echado de ahí.

—Y á mí también.

—Nadie me quiere.

—Conozco ese mal. Es la recompensa que Dios da á los justos.

—Pero el amor es la vida.

—Es agua que en el lodo mancha y en el mar ahoga y en la nube deifica.

—Las aguas del Jordán purificaban.

—Ahora sólo purifica el Letheo.

—Llévame contigo.

—¿A dónde?

—Siempre contigo.

Y vino á mi casa, y la levanté para depositarla en mi lecho; pero tuve que centuplicar mis energías y sentí doblarse mis huesos y agarrotarse mis músculos porque su peso era superior al esfuerzo mío. Y como no hiciera huella en el edredón comprendí que sólo yo sentía aquella pesadumbre.

Fui al tocador, me desnudé, me lavé y cubrí mi cuerpo con una riquísima bata.

Todo mudaba alrededor mío. Saltaba el chapeado de los muebles. El oro de los decorados volvióse negro. Quedaron sin brillo mis diamantes y sin color mis esmeraldas. Los candelabros me parecieron de latón, y los retratos de mis novias se partieron por la mitad.

Todo esto era asombroso, pero lo olvidé, pensando sólo en mi hermosa huéspeda, á cuyo lado volví.

—¿Qué tal me encuentras?

Miróme, sonrió, y dijo:

—Feo, muy feo.

Esta contestación me produjo el efecto de una calumnia.

Procuré reprimirme, pero en mí se dió una idea; tras la idea el raciocinio; luégo la decisión, y después la voluntad, la voluntad solamente, obedeciendo inerte á su primer impulso.

Entonces cogí con mis manos las muñecas de la hermosa, y con esfuerzo atlético tiré de aquel cuerpo perfectísimo y lo arrastré por el suelo de mi gabinete.

—¡Miserable! Ya sé quién eres. Ya lo sé. Eres la Verdad desnuda. ¡Miserable! Por buscarte he perdido mi juventud y mi fortuna, y las caricias de las mujeres y las adulaciones de los hombres. Nada he querido, porque no he creído en nada, porque sólo creía en tí. ¡Miserable! Y ahora que te encuentro me llamas feo. ¡Estúpida! ¿Para qué has venido? Para destrozar mis alhajas. Antes engañaban. Ahora están inservibles. Nada falso has dejado entero. Pero yo no soy falso, porque te digo que te odio. Porque tú me has hecho enojoso para el mundo, como has hecho inútiles mis alhajas y mis muebles. ¡Vete, vete, miserable, vete! Espera, aún quedan fibras en mis músculos.

Y cogí aquella escultural figura, que no se defendía, y por el balcón la arrojé á la calle y me volví al lecho. Y estando echado oí el ruido que produjo el cuerpo de la Verdad al caer contra las piedras del arroyo.

Me desperté; la luz del sol llegaba á mi cama. No pude resistir el primer impulso. Me puse en pie y me asomé al balcón. Debajo de él gritaba una mujer:

—¡Esta es la pura verdad!

Me alarmé y luégo reí. Era una infeliz ciega que cantaba la siguiente petenera:


El orgullo es anteojo
que oculta la realidad:
todo lo achica ó lo agranda
según se ponga el cristal.


—Es verdad —dije yo—. Y luégo, al retirarme á la alcoba, me miré en el espejo y me dije: «Vaya una pesadilla. Lo cierto es que no soy tan feo».

Los náufragos

De colección «Cuentos políticos.»


Las olas que buscan el cielo me ocultan la tierra. La suerte ha pescado hoy conmigo. Estos plateados peces brillan como el dinero que me producirá su venta. Estoy alegre y nosotros pensamos cuando nos va bien. Mis pensamientos son tristes como las iglesias que hay en los campos. La soledad nace vestida de luto; si la cubrís de flores y telas vistosas os parecerá risueña, pero al quitarle esas galas de la imaginación, volveréis á hallar vuestra compañera cubierta con su negra vestidura. Cuando estoy en tierra me hallo solo, y cuando en la mar en mi barca y con mis redes. ¡Bendita sea la mar! Allí, entre los hombres, nadie me quiere; todos desean hacerme daño, y tengo miedo, y mi día es triste como noche de invierno, y mi noche lúgubre y espantosa como la de la eternidad. Aquí vivo en paz; el agua y yo somos amigos. El primer rayo del sol llama á los párpados de mis ojos y me despierta. Bebo ginebra y arreglo la vela que también durmió en la entena y luégo los dos trabajamos. Tiendo mis redes y recojo mi pesca. Después burlo los rayos del sol con el ancho lienzo y duermo á pierna suelta, y cuando el gran astro que nació entre las aguas camina aprisa buscando su lecho entre los montes, vuelvo á mi trabajo, y al fin, á la mezquina luz del crepúsculo cuento mis víctimas y calculo mi ganancia. Izo la vela, mi resistente mano izquierda sujeta la escota y mi inteligente mano derecha maneja la caña, y así cada una trabaja según su educación. Llego al puerto, vendo mi pesca, me proveo de alimento para el día siguiente y vuelvo á mi palacio donde la bancada de popa me proporciona cómoda cama. Así soy feliz.

El firmamento está despejado; una negra nube adorna por el horizonte sus bruscos contornos; yo presumo por dónde vendrá el viento, presto oído y le siento llegar como á caballos que se aproximan galopando. Por aquel rumbo, el cielo se confunde con el agua; es que el viento levanta las olas y dobla sus delgadas crestas, que convierte en espuma, pero ya tomé un rizo á mi vela, aseguré los tapines, cambié de caña el timón y desamarré la escota y la aseguré en mi mano. Entonces rezo á la bendita virgen del Carmen y aguardo completamente sereno á mi bárbaro enemigo. El blanco trapo ciñe el viento, su puño de la amura agarra la borda, su puño de la escota estrecha mi mano, el timón mantiene el rumbo y yo voy cantando á mis dos compañeras, barca y vela, y así como ave que vuela sobre la superficie del mar mojando sus alas en las olas, así este débil trozo del mundo que piensa, navega dando cabezadas como si saludase á los poderosos elementos, como débil reina que marcha entre sus súbditos guerreros. Pasa el mal tiempo, llega la bonanza y descansamos todos, remiendo mi vela, arreglo las averías de mi barca y bebo rom y canto alegremente.

Así vivo; estoy triste pero me creo feliz. Sentiría enamorarme porque el amor da penas. Y no me casaré. ¿Quién se embarca en nave que sólo ha de gobernar á medias y cuyo otro piloto no es práctico?

Sin embargo, Carmen... ¡Qué hermosa es!

Tiene catorce años y es alta, y aunque gruesa esbelta, airosa y de movimientos ágiles. Sus pies no son diminutos, nó, ni pequeños siquiera; son como deben ser: como los suyos. Mayores ó menores no serian tan bonitos. Los pobrecillos me causan lástima. Pisando van por donde todos pisan; y ellos, que debieran estar como dos raras monaditas en el tocador de una aristócrata, se van persiguiendo el uno al otro por todas partes y los mancha el lodo ¡Ah! Cuando se encuentren juntitos, libres del pesado zueco y de la engorrosa media, allá debajo de la paja tan calentitos, se dirán unas cosas, se contarán sus penas de tal modo que hasta mis toscos pies creo que llorarían escuchándoles. Al fin y al cabo, dichosos ellos que sostienen tanta hermosura.

Carmen, la bonita Carmen, tiene un talle que tampoco es pequeño ni grande. Allí se une el cuerpo que comete las grandes acciones con el cuerpo ciego, esclavo, torpe. Allí hay que cambiar la forma; hay que hacer algo muy hermoso, magnífico, exhuberante, de grandeza y majestad. Porque hay que crear un pecho que aliente; un pecho que oprima el temor, que la satisfacción dilate; un anchuroso palacio donde el corazón palpite con rapidez de amor, de celos, de esperanza y de angustia, y donde descanse cuando ya no viva. Allí se empieza á formar el seno blanco, con esa blancura que no tienen los cuerpos muertos, ni la nieve, ni la espuma, ni la nube, ni la piedra, sino tan sólo el pecho de la mujer hermosa; ese velo transparente ¿través del cual vemos nuestros deseos realizados; ese óptico cristal que sólo permite ver al esposo y al amante; en ese seno se nutre y duerme el niño, y en él llora el hombre, y en él guardará Carmen sus más íntimos sentimientos. Y allí, donde alcázar tan grande y tan bello se une á la morada del siervo hay que poner un límite, algo que indique tal diferencia; muralla que cercar para apoderarse del señor y de su señorío; lugar donde se recogen todas las líneas y se dicen con el entusiasmo del arte: «Vamos arriba y formaremos un busto.» Luégo, cuando ya está formado y lo cubren y cierran, esos redondos hombros que han de recibir los besos del hombre y han de resistir la fatiga del rudo trabajo, que se prolongan formando los brazos, cadena que sujeta al pecho el sér querido; y esas manos, delicado organismo de infinitos resortes, que hacen oficios tan varios con habilidad tan rara, entonces las bellas líneas que forman los contornos llegan al cuello y de nuevo se repliegan, y se separan después dibujando con arte infinito la patente del alma, que es el rostro, el augusto templo de la razón y la inteligencia, la cabeza del sér humano que, colocada sobre todo su cuerpo, está más cerca de Dios y domina más la tierra donde ha de sepultarla la muerte.

Yo nunca hubiera pensado en nada de esto si no hubiera visto á Carmen. Allí, en la playa, inclinada sobre la arena, recogía conchas preciosas, joyas que sobran al mar y que arroja á la tierra para darle muestra de sus tesoros.

Yo debo matar esta pasión que nace como se mata el feto que puede ser un día pregón de deshonra; pero esto es una infamia. Haría mal matando un sentimiento que ha llegado humildemente á las puertas de mi corazón y busca abrigo en él y allí se está acurrucadito como pobre alojado en la cuadra, que duerme con cuidado para no despertar á los caballos del señor. Para ahogar un hombre basta apretar nuestras manos alrededor de su cuello; para ahogar una pasión, sería preciso reducir el corazón á la mitad de su volumen, y sólo pueden empequeñecerse los corazones de los cobardes.

Pero yo no debo unir mi suerte á la de Carmen. Yo estoy aquí escondido, aguardando un día, que llegará pronto, y es preciso que yo esté cerca de ese puerto de allá abajo cercado de castillos y murallas. Si yo renunciase á mis esperanzas, pediría el indulto y volvería a mi país.

¡Eterna lucha entre el corazón y la cabeza! ¡Cuán difícil es navegar en estas borrascas de la vida, que producen los vientos de las ideas y las corrientes de los sentimientos cuando de frente se encuentran!

Ya está cerca la tierra; vamos allá, que allí caminarán con más firme paso mis pies y mi conciencia.


* * *


Pocos días después del bombardeo apareció en el puerto de Santa Pola un hombre mal vestido y mal peinado; se hospedó en la única posada que tenía el pueblo, y al día siguiente se presentó á los pescadores como agente de un contratista de pesca residente en Madrid. Desde entonces, el señor Juan se colocaba todas las tardes en el muelle, presenciaba el lavado de la pesca, hacía las canastas y las enviaba con otro sugeto á Alicante para telegrafiar y facturar. Esto duró dos meses. Al cabo de este tiempo llegó á Santa Pola un sugeto de mala catadura, con ese tipo que sólo tiene el polizonte de un gobierno civil. Según se supo era esto. Venía en busca de un criminal, sér horrible que había matado á su mujer y sus tres hijos y después habla arrancado el corazón á su madre y lo habla llevado á un Santo Cristo de la iglesia diciéndole al Señor: «Ahí lo tienes para que te lo comas.»

Este relato impresionó á los habitantes de Santa Pola. Las mujeres rezaron con fervor y los hombres ayudaron al esbirro á buscar al criminal. Pero éste no pareció. El lacayo del gobernador se volvió á Alicante y todo quedó en paz.

Poco después, el Sr. Juan dejó su cargo, del cual se ocupó otro vecino, y se dedicó á la pesca en una barca que compró de una vez.

Se extrañó el cambio este, pero mucho más que el nuevo pescador se pasaba hasta tres y cuatro días sin volver, y luégo llegaba sin pesca á más de esto, á él nunca le faltaba dinero para hacer sus provisiones.

Disminuyeron las cartas que recibía y aumentaron las que enviaba. Empezó á no faltar ninguna noche al puerto, y llegó á ser uno de los pescadores más afortunados. Esto aumentó con los envidiosos el número de sus enemigos.

A fuerza de observar, habían visto al Sr. Juan una cartera llena de papeles y unos galones de sargento. Esto era un motivo, Juan pasó á ser sospechoso. Por lo demás, era un infeliz, solía dar limosnas. Pero no iba á misa. Murmuraremos, dijeron los de Santa Pola, Y murmuraron.


* * *


¿Quién me querrá en el mundo como te quiero?
«Te quiero, entre los montes
responde el eco. Por eso, sola,
canto para que el eco
mi voz responda.


¡Cuánto me canso hoy! Pero si no encuentro nada. Esta noche me pegará mi madre. ¡Mi madre! Esa vieja quiere que la llame así. ¡Qué mala es! Ella siempre come y yo sólo cómo cuando gano. Si ahora me viese sentada me pegaría. ¡Muy mal! Mucho.

Desde aquí veré llegar á mi Juan. ¡Si oyese que yo le llamo así! El domingo se quedará en tierra, porque unos tabaqueros decían hoy: «Si el domingo, que es la fiesta, no se queda el Sr. Juan á jugar con nosotros, le armaremos cuestión.» Sí, sí; el domingo se quedará y me verá en el baile y me sacará á bailar y yo le daré mi moña si le gusta y él la pondrá por la tarde en el picó de la entena.

Si yo fuese rica me querría. Si yo pudiese vender esto que recojo en la ciudad... pero para eso tendría que reñir con el corredor, y le debo cuarenta reales desde que mi madre estuvo enferma. ¡Sabe Dios cuándo le podré pagar tanto dinero!

¡Allí viene! ¡Allí viene! Ya vuelve Tabarca. Esa isla me impide que le vea desde muy lejos. ¡Vaya una vela bien izada! Va de pie. Debe traer mucha pesca. ¡Qué hermoso está!


Cuando duermo de noche sueño despierta,
que cuando el cuerpo duerme el alma vela.
Contigo sueño que te duermes soñando
como yo duermo.


* * *


—¿Quién va en esa barca?

—El Sr. Juan y Carmen.

—Avisadles que den la vuelta que viene mal viento de fuera.

—Sr. Juan... Sr. Juan.

—Grita más fuerte.

—Sr. Juan.

—No te ha oído porque no vira.

—Sr. Juaaan...

—Está ya muy lejos.

—El sabe estas cosas.

—Yo por él no lo siento. Por Carmen.

—Pero, ¿qué idea le habrá dado á esa chiquilla?

—Me parece que se van á hacer novios.

—Han bailado juntos.

—Allá ellos.


* * *


Aquella noche proyectaba la tía Salustiana dar una larga paliza á su hija, pero Carmen no pareció.

A la mañana siguiente circuló la noticia por el pueblo á las nueve la impaciencia era extraordinaria. Cuatro pescadores salieron á la mar en busca de la barca perdida á pocas brazas del muelle vieron un objeto que flotaba sobre las olas. Era la pipa para agua dulce que llevaba Juan consigo. Todos quedaron convencidos de que la barca se había ido á pique. Esto produjo gran consternación en el pueblo. De ella se aprovechó la tía Salustiana para recoger algunas limosnas.

Tres ó cuatro días después aparecieron los cadáveres junto á unas rocas. Fué llamado el Juez para sacar los muertos de debajo del agua. Yo acompañé al oráculo de la justicia en aquella excursión.

Juan y Carmen estaban vestidos y atados uno al otro. No habían pensado en salvarse. Sólo se les habla ocurrido morir juntos. Yo estudié los cadáveres como se estudia á la mujer querida. Los dos parecían haber muerto tranquilos. Los brazos de Carmen cercaban el cuello de Juan. Aún observé más, y pude convencerme de que la mar, admirada de aquellos dos séres, los envolvió con sus olas para apoderarse de sus purísimas almas y darles digno edén entre las abundantes y sedosas algas de su fondo.

Los inanimados cuerpos destrozados por los cangrejos y los peces los echó á la playa para que los hombres los desgarrasen con el escalpelo y los pudriesen entre húmeda tierra.

La noticia llegó a África, y un diario del Desierto de Sara la comunicaba del siguiente modo;


«Un tercer contramaestre, escapado con otros miserables piratas del cantón de Cartagena, ha muerto ahogado con su querida en el puerto de Santa Pola.

Parece ser que se dedicaba á la pesca. ¡A la pesca de mozuelas!».

¡Maldición eterna para quien así piensa y escribe, si no es un reo condenado por sentencia propia á arrastrar la más vergonzosa de todas las cadenas, la pesadísima cadena de la ignorancia!

Los cruzados

De la colección « Cuentos del delirio.»


Fingir sabiduría ó alardear de ignorancia, son dos sistemas vulgarísimos para encubrir una estupidez real.

La resistencia por la ofensa y la resistencia Pasiva son las resistencias de los ignorantes y los Cobardes. Al cielo sólo va el bueno.


Hace años oí lo siguiente á un amigo mío:

«Cuando yo estudiaba con los padres escolapios, mi profesor me llenaba de cardenales el cuerpo, y yo supuse entonces que el latín era un pretexto para pegar azotes. Siendo mozo quise estudiar el Arte poética, y me encontré con que nada sabía de la lengua latina y, recapacitando, deduje que los azotes eran un pretexto para no enseñar latín.»

De todos modos, y aparte de lo dicho, yo profeso un cariñoso respeto á los padres Agustinos porque saben y á los Escolapios porque enseñan. Esto nace de que creo firmemente que es más agradable á Dios aprender que ayunar. Acaso me equivoque, acaso peque. Ya lo veremos como lo vieron los cruzados de mi cuento.

Soy un gran pecador. Lo confieso y me pesa, pero quizás gane el cielo, porque soy un individuo altamente moral é inofensivo é insignificante.

Verán Vds, cómo.

Amo á Dios sobre todas las cosas, porque encuentro en ello un placer grandísimo.

Me amo á mi mismo más que al prógimo, porque no me gustan acciones que no sean recíprocas.

Amo el estudio, porque produce la agradable posesión de lo deseado y el encantador deseo de lo desconocido.

No hago mal á nadie, para evitarme el remordimiento, y olvido y perdono el mal recibido para no sufrir las impertinencias del rencor.

Me gustan las verdades útiles y las mentiras bonitas.

De las mujeres sólo me gustan las honradas, y soy tan bueno que las deseo para otro.

Amo la justicia, pero creo que debe ser administrada por Dios y no por los guardias de orden público.

La política sólo debe ocuparnos ocho días del año dedicados á sesiones parlamentarias, corridas de toros, fuegos artificiales, vivas al rey, grandes paradas, retretas, dianas, cucañas y carreras de caballos.

En las cuestiones de Hacienda y en lo contencioso administrativo soy un prodigio de sabiduría. Hé calculado la trayectoria de nuestra administración, y la ecuación de esta cueva, pero os la podré representar gráficamente: es igual al camino descrito por un ciego que es cojo y está borracho, y anda. Porque si no anduviese...

Todo lo dicho son apuntes que intercalo para llamar la atención acerca de mi persona, y obtener mi destino de cuatro mil reales, que es, en definitiva, á lo que podemos aspirar actualmente mi criado y su señorito.

Por lo demás, ya habréis comprendido que estoy más cerca del convento que del cuartel.

¡Pero está tan lejos el convento!

Me ocurrió, siendo mozo, con una novia mía lo mismo que ahora me pasa con la Iglesia.

Erase la muchacha más hermosa nacida en Rueda de Jalón, porque era aragonesa. ¡Ya lo creo que era aragonesa!

Juro que la fuí fiel durante los tres meses que nos duró el noviazgo; pero al terminar éste ya me habla roto dos muelas, una levita y una capa. Y reñimos, porque yo era un infame. ¡Pobre Pilarica! ¡Dios le haya concedido un manicomio! Tan buena, tan linda y tan... eso.

No he de apurar hasta el fin la comparación que me he propuesto.

Sólo quisiera que en esos templos donde se adora á un Dios infinitamente bueno, y se practica una religión llena de poesía y de consuelos, no hubiese otros ejemplos que los de la más sublime humildad y la más amplia tolerancia.

Quisiera al llegar á un pueblo conocer al cura antes que al juez.

¿Por qué la cárcel siempre ha de estar abierta para castigar á un delincuente, y la iglesia no ha de estar siempre abierta para aconsejar á un desesperado?

¿Cree el clero que ha concluido su misión social? Parece indicarlo así la facilidad con que le han arrebatado sus bienes temporales. Parece indicarlo también la impasibilidad con que ha consentido que algunos de los sacramentos (el de Orden nó) no creen estado civil.

Pues yo creo que esa misión no ha concluido. Las sociedades, como los individuos, acuden á la religión en todos los momentos angustiosos de su existencia. Y ¿á dónde irán los mansos y los pobres de espíritu cuando puedan ser jueces municipales los borrachos de los pueblos, y jueces de instrucción los mozalbetes imberbes, y generales los sargentos sublevados y ministros los escritores duelistas?

Me pierdo en reflexiones inútiles, y voy á mi cuento.

Hace poco se celebró una entrevista entre un moro y el papa, y convinimos (aunque yo no estaba presente) en la existencia de un solo Dios Todopoderoso. No sé si después convendrán en que nos matemos moros y cristianos por dualismos en la Divinidad. Quizás volvamos á las Cruzadas. ¡Cruzadas con cañones Barrios y Hontoria!

Y ya que hablo de Cruzadas, cojo el hilo y me dejo de digresiones.

Las Cruzadas no realizaron su objetivo. ¡Cuántas miserias y cuántas supercherías! El sepulcro de Jesús salió de la posesión de los musulmanes y cayó en las manos de unos aventureros.

¡Siempre detrás de la cruz el diablo! Caballeros cruzados que fundan reinos y se disputan los ajenos. Total, aves de rapiña con una cruz al pecho.

¡Siempre la aventura! Por la aventura fuimos los españoles á América y no á África. Por la aventura no fueron los cruzados á Constantinopla.

¡Cuánta sangre derramada en nombre del bondadoso hijo de María!

Y ¿para qué?

Después vino el libre examen y más tarde el libre pensamiento. Mañana se impondrá la libertad como ahora se impone la higiene.

Seguramente no pensaban como yo los Sres. Esteban Saint Guinaire y Roberto Fainéant, dos de los cruzados que, á las órdenes de Roemundo, salieron de Italia para los Santos Lugares.

Las penalidades sufridas por los cruzados durante el largo sitio de Antioquia influyeron tan decisivamente en el ánimo de Roberto que al llegar á Ramla, y temiendo que el ejército cristiano se dirigiese al Cairo, resolvió hacerse solitario y rogar desde su humilde cueva por el triunfo de sus compañeros de armas.

Saint Guinaire opinaba de distinto modo, y aconsejó á Roberto continuase la campaña; pero éste á vuelta de otras razones, le dijo que con los recursos del país y las dádivas de los cruzados tenía bastante con que proveer á sus necesidades, y que sin duda alguna era más agradable a Dios la ofrenda de una oración que la de una cabeza musulmana.

Hubieron gran disputa sobre este último punto los dos amigos, pero á su fin quedóse el pacífico Roberto orando en Ramla y fuése el intrépido Esteban á conquistar Jerusalén.

Excuso decir que los dos cumplieron como buenos. El humilde Fainéant vivió holgadamente con los productos de la tierra y de la caridad, y consagróse á la oración, viviendo separado de la sociedad, á la que no pudo ni ilustrar ni convertir.

Esteban Saint Guinaire fué á Jerusalén con Tancredo. Pasó los rigores de la sed y el hambre durante el cerco. Tomó parte en todos los excesos cometidos en el campamento cristiano, y ya dentro de la Ciudad Santa ayudó en buena porción á la matanza de los setenta mil musulmanes. Recogió un gran botín y alabó al Señor.

Después de todas estas cosas, Esteban se ratificó en que había hecho por la causa de Dios más, mucho más que su amigo Roberto, y así se lo comunicó á éste, quien con sus felicitaciones por el triunfo católico no se avino con la opinión de Esteban, á quien, por otra parte, suplicó en el nombre del Todopoderoso le enviase algo del logrado botín con que ayudar al alivio de su miseria.

Y como estas peticiones se repitieran con demasiada frecuencia, Saint Guinaire abandonó toda relación con el piadoso Roberto.

Pero llegó el último día de la vida de Saint Guinaire, y con aquel momento el de la contrición y la enmienda. Comprendió el moribundo que ya no podía pecar más y se arrepintió de todos sus pecados. Después suplicó se llevase su cadáver á Ramla y se entregase al solitario Roberto.

Pero cuando los huesos de Esteban llegaron á la ermita de Ramla el ermitaño acababa de morir.

Los dos cadáveres se saludaron y emprendieron el camino del cielo disputando sobre sus respectivos méritos y derechos á la gloria eterna.

Llegaron á la puerta del Paraíso, llamaron y salió á abrir un musulmán.

—¡Cáspita! —dijo Esteban.

—Creo que nos equivocamos —dijo Roberto.

—¿Qué buscan Vds.?

—La gloria eterna.

—Pongan Vds. una notita y se la pasaré al Todopoderoso.

Los cruzados vacilaron.

—No sabemos escribir.

—Pues, al infierno con los ignorantes.

Y se cerró la puerta. Y se acabó la Cruzada.

Los andadores del rey

De la colección «Cuentos políticos.»

Esta es la cámara nupcial de los reyes de Douria.


Contra mi costumbre me veo en la precisión de parecer erudito.

Los Douros formaban una nación guerrera (Douria), célebre en la historia por sus conquistas y sus reveses. Navida en las cumbres de los montes Hiniestos, bien pronto adquirió un notable desarrollo, conquistando la Ética, la Nimia y la Leticia. Llegó á su mayor apogeo bajo el reinado de Bélico I (El Justo) trescientos siglos antes de la venida del papel sellado. La osadía de un soldado llamado Lauro rompió la alianza entre Douros é Infaustos, y éstos quedaron vencidos. Posteriormente, las mujeres de Infaustía, seducidas por la belleza y la cultura de los varones Douros, empeñaron a su país en nueva guerra para lograr esclavos inodoros y los Douros fueron sometidos.

El antiquísimo historiador Talcual cita á los Infaustos con el nombre de Robayslas. También los exploradores Comino y Pimentón hablan de un pueblo de Chupa-guindas que debe ser el de Infaustía.

Acerca de todo esto redactaré una Memoria cuando mi elevada posición me obligue a escribir tonterías.


Esta es la mesa hecha con la quilla del barco Infierno conquistado á los Éticos. Esta hermosa cama está fundida con las armas ganadas al enemigo. Los tapices fueron pendones de Nimios y Leticios. Hé aquí las armas de combate de Benigno I colocadas en el esqueleto del feroz Físcalo, muerto á puñetazos por un soldado Douro.

Todo en esta habitación respira grandeza.

Ahí está el rey Benigno. Miradle. Es atlético, prieto de rostro, de barba negra y cabellera corta, espesa y rizada. La mirada de sus negros ojos parece un rayo de la luz del sol brotando de la eterna oscuridad.

Es más valiente que los soldados y más sabio que los sacerdotes.

Él dijo: «Quién una vez ha sido esclavo ya no merece ser libre. Vale más morir.»

Él dijo también: «Escucha á tu enemigo mientras te hable porque algo aprenderás, pero mátale en cuanto te amenace porque evitarás mucho.»

Así es el rey de los Douros; amo de su mujer, señor de sus súbditos y hermano de todos.

Con él está Bellabella la reina, y ambos contemplan á su hijo, el príncipe, que duerme, teniendo en sus manos una blanca paloma, enseña victoriosa de la nación que ha de gobernar.

El rostro del rey revela un gran contento; mira al esqueleto donde están sus armas y sonríe. La reina empieza a llorar.

—¿Lloras?

—Sí.

—Lloras mirando a tu hijo. Será de alegría.

—No sé.

—Dime por qué lloras.

—He soñado un sueño aciago.

—Quizás sea de buenaventura. Cuéntame tu sueño.

—He soñado que nuestro hijo no era rey.

—Escusabas decir que eso era sueño.

—Yo veía la frente del príncipe manchada de sangre, y la lavaba mucho y mucho, y la mancha no desaparecía sino que iba creciendo, y creció tanto que todo el cuerpo de nuestro hijo llegó á estar rojo y entonces murió. Y luégo soñé que habías besado á nuestro Belo, y que tus labios tenían sangre de un inocente. ¡Oh! ¡Esto es espantoso!

—¿Aún te horroriza lo que fué fingida visión?

—Oye, señor mío. ¿Recuerdas cuando venciste á los Argentas? Un sueño mío te dió la victoria.

—Es verdad.

—Soñé que me amarías, y me has amado.

—Y te amo tanto que quisiera que tus pesares tomasen cuerpo y forma para deshacerlos entre mis dedos.

—¿Tanto me amas?

—Te amo más.

—Pues oye. Yo sé lo que mi sueño anuncia.

—Yo no lo adivino.

—Tus labios están manchados de sangre... Si; no huyas. Tú has condenado á muerte á un hombre honrado.

—¿Qué intentas, Bella?

—No te separes de mí si me amas tanto. No busques con la mirada tus armas de combate. ¿Me asesinarías?... Entonces mancharíos de sangre la frente de nuestro hijo.

—Bella, calla, calla.

—No; yo no quiero vivir con el recuerdo de tan horrible sueño.

—Lauro es un miserable, y morirá como mueren los traidores.

—¿A quién traidor?

—A su patria.

—¿A la patria que ha defendido siempre al lado tuyo?

—Ayer, oculto por la oscuridad de la noche, colocó Lauro en la puerta del templo una paloma suspendida del pico de un milano.

El milano es la enseña de los Infaustos y la paloma es la enseña nuestra. Ahora Infaustos y Douros somos amigos y...

—¿Para que?

—Tú no lo sabes.

—No lo saben tampoco los sacerdotes, ni tus soldados.

—Después de eso Lauro es todavía traidor.

—Los Infaustos y nosotros somos eternos enemigos. Sólo nos es común la luz del cielo, porque no pudimos disputárnosla. Á ser posible, tú la hubieras conquistado entera para el pueblo tuyo.

—Dejé los muertos sin luz y dejé los vivos ciegos de asombro.

—Ya lo sé. Y cuando tú levantabas en alto la pesada maza y lanzabas tu caballo á la carrera, era más veloz y más brillante el rayo de tu mirada que el rayo del sol, porque matan más tus enojos que las armas tuyas.

—Soy grande.

—Porque eres bueno. ¿Quién amparó á las viudas y á los huérfanos de tus soldados? Tú fuiste. Pues los que murieron, murieron maldiciendo á los Infaustos. Y hoy...

—Lauro es un traidor. Si yo le perdono los Infaustos serán mis enemigos.

—¿Tienes miedo?

—¡Miedo!... Debo tenerlo cuando te has atrevido á preguntarlo.

—No lo tienes, porque si lo tuvieras no serías el rey de los Douros ni el señor mío.

—¡Miedo!.

—Eso dice tu pueblo al verte unido á una alianza, que no te es necesaria y que nos avergüenza. Por esa amistad maldita morirá mañana un soldado herido por la cuchilla del carnicero y no por una flecha enemiga.

—Morirá..

—Y matarás en la plaza pública los guerreros que fueron el espanto de tus enemigos de hoy.

—Déjame, Bella, y calla.

—¿Qué adelantas con que yo calle? ¿Acaso no sabes más que los sacerdotes? ¿No sabes más que lo que yo pueda decirte? Si yo callo sólo oirás la voz de tu conciencia, y eso debe espantarte porque tu conciencia es superior á tí y tú eres omnipotente.

—¡Omnipotente! y me detenéis en mi camino.

—¿Quién puede detenerte? Fuera locura. ¿Detiene el hombre al río?... Pero desvía el cauce, lleva las aguas al erial y el campo yermo se convierte en vergel. Las doncellas cubren de flores las verdes orillas, y el caudaloso río, poderoso siempre, camina majestuoso entre las bendiciones de los pueblos.

—Calla, Bella.

—Callo.

El rey dejóse caer de bruces sobre la mesa. Allí pareció rugir como fiera herida, luégo secó con su dura mano una lágrima que apareció en sus ojos, después corrió descompuesto á la cuna de su hijo y dió un sonoro beso en la frente del príncipe. La paloma voló y fué á colocarse en el hombro de su amo. La reina gritó:

—No beses, no beses.

—Mis labios están limpios. Lauro está perdonado.

Bellabella de hinojos besaba las rodillas del clemente, diciendo:

—¡Bendito seas, rey de los Douros y señor mio!

Y el niño desde la cuna llamaba á su padre y repetía:

—Padre, bésame más.

Al día siguiente, la mujer y la hija de Lauro, cortaron las trenzas de su pelo y con ellas tejieron unos andadores para el príncipe.

—¿Ves?—decía la reina,—estos andadores representan el cariño y la gratitud de tu pueblo.

—Pues pónselos á nuestro hijo, porque esos andadores necesita un rey para andar seguro.

Lo que les gusta á las mujeres

De la colección «Esmeraldas» (Cuento verdes.)


—¡Pues entonces, hombre!...

—Si; pero la gran dificultad es encontrarla.

—No digas eso.

—¡Pues apenas si me he llevado chascos!...

—¿Cuáles?

—Ea. Fulanita trataba de seducirme á mi después de haberse dejado seducir por un francés. Menganita se dejaba pretender mientras arreglaba conmigo los preparativos para nuestra boda. Zutanita ya sabes lo que era. Me presentaron á la de Tal. Medio arreglado tenía el asunto con los padres y supe que la niña tenía amores con un monigote que frecuentaba la casa. La chica de Cual tenía el vicio de las criadas.

—¿Qué vicio?

—Uno.

—Todo eso no significa nada.

—¡Caracoles!

—¿Por qué no te casaste con la de Éste?

—Por la misma razón que me obligó á dejar la de Otro.

—¿Por qué?

—Porque la de Otro andaba con éste y la de Éste andaba con otro.

—En fin, que no quieres casarte.

—Lógico! Dirás que no puedo casarme.

—¿Quieres que te busque novia?

—Si no me llevas caro...

—Purita.

—No parece mala muchacha.

—Ya lo creo. No encontrarás una criatura mejor educada. En aquella casa no hay líos ni enredos, ni diversiones que puedan parecer deshonestas. Tres ó cuatro veces al año va la familia al teatro. Esto es todo. Allí no verás sino gente formal.

—Si todo eso fuese cierto...

—Con verlo, basta. Esta noche te presento.

—Conformes.

—La reunión empieza á las ocho y media y acaba á las diez.

—Algo añeja me parece esa costumbre.

—¿Quieres una mujer á la moda?

—No, no; prefiero á Purita.

—Después de comer nos veremos en el café, y de allí á la casa.

—No hay inconveniente.

—Me alegraría de que te arreglases de una vez.

—Más me alegraría yo.

—Ea, pues, hasta luégo.

—Hasta luégo. Adiós.


* * *


«Señorita: Desde el día en que la ví á V., mi corazón es un volcán y mi alma también es un volcán. Estoy loco por V. y le pido á V. de rodillas el que deseo. Mis intenciones son de unirme á V. con la bendición de Dios y el permiso de sus padres.

»Pensaba escribir á V. en verso por si le gustaba á V. más, pero otra vez lo haré si V. me contesta.

»Espera de V. la vida ó la muerte su adorador que la adora de corazón y es de V. su seguro servidor y atento amigo Q. S. P. B., Silverio.»


No recuerdo haber escrito carta más estúpida en toda mi vida. Esta noche, mientras jugamos á la lotería, se la doy á esa casta-diva de la calle de la Sartén.


* * *


—¿Quién ha venido?

—El padre Calamares.

—Y por qué no entra?

—Está dejando la teja en la percha del pasillo.

—¿Dan Vds. su permiso?

—Adelante.

—Buenas noches, señores.

—Buenas, Padre.

—¿Cómo vá, D. Rudesindo?

—Perfectamente.

—¿Y V., doña Rufina?

—Bien, mil gracias.

—¿Conque no hay novedad?

—No, señor; yo por mi parte marcho bien.

—¿Y V., señora?

—¿Yo? Por encima de mi marido.

—¿Y Purita?

—Concluyendo de limpiar la plata.

—Siempre tan trabajadora.

—Sí, señor.

—Hay sucesos...

—Pero mujer, tú todo lo cuentas enseguida.

—Si no quieres...

—Nada de eso; con el Padre hay confianza completa.

—¿Qué es ello?

—Silverio se ha declarado á la niña.

—¡Hola!

—Sí, señor. Le ha escrito una carta muy bien puesta. Se ve que es todo un caballero.

—Vaya, vaya. ¿Y Vds.?

—Ya tiene la chica la contestación para dársela esta noche.

—¿De modo que es á gusto de Vds.?

—Pues, ea, no se presenta otra cosa. No es mal partido. El tiene su rentita... bien saneada...

—Y Purita, ¿qué dice?

—Ella hubiera querido un militar, pero no ha habido ocasión.

—Cállate, que viene.

—Pues entonces ya está el otro, porque le aguarda en la ventana de la cocina.

—¿Dan Vds. su licencia?

(Ya suena la campanilla.)


* * *


Soy feliz porque he sabido tres cosas. Que soy un paleógrafo, que soy un políglota y que voy á ser un marido. He aquí la carta de Pura:


«Mi es timado amiguo: E bisto la quarta de Vd. y mea guustad muho. Vd. meo bliga dezir lece mes muui sin patiquo Vd. ablaraa mis paspas encuhanto pueda. Sua fequisimaa migua y sus mano beza, Purita


* * *


Me resigno; al menos esta criatura es inocente y me quiere de todas veras. Creo que he encontrado lo que buscaba.


* * *


—Señorito. Ahí está su amigo de V.

—Que pase enseguida.

—¡Silverio!

—Adelante.

—¿Estás malo?

—Estoy loco.

—¿Qué te pasa!

—Nada.

—Llevas dos día sin parecer por casa de Pura. Están alarmados.

—Ni volveré tampoco.

—Pero, ¿qué te pasa?

—Me he llevado el camelo mil y pico.

—¿Por qué?

—Éste es el camelo sesenta y nueve.

—Pero, hombre, explícate.

—Allá voy. Necesito desahogarme. Comienzo y prepárate á horrorizarte.

Anteayer bebimos en casa de D, Rudesindo un vino muy malo y muy añejo. Confieso que se me subió algo á la cabeza. Estábamos jugando á la lotería la tertulia de todas las noches. Le hice un extracto con el quince al padre Calamares y esto me hizo reir, porque exclamó; «La niña bonita. ¡A qué hora!»

A la bola siguiente hizo ambo doña Rufina con cara sucia.

Yo recordaba las loterías que echábamos en casa de la Amparo y empecé á buscar el pie de Pura, pero estaba sentada al otro extremo de la mesa. Luégo me puse á cantar los números por sus apodos.

—Pata de perro.

—¿Cuál es? ¿Cuál es?

—El tres.

—La edad de Cristo.

—Esa ya la sé.

—¿Cuál?

—El catorce.

—No, señorita; el treinta y tres.

—La edad de Espronceda.

—¿Cuál?

—El treinta.

—Hombre. Mire V. que mezclar á Espronceda con Cristo.

—Los anteojos de Mahoma.

—Y sigue la mezcolanza.

—Lo que les gusta á las mujeres.

Purita apuntó el número enseguida sin equivocarse.

Me quedé medio muerto. Para ocultar mi turbación seguí cantando á escape.

—Las banderas de Italia. Los patitos. El abuelo.

—¡Ay! Silverio, no vaya V. tan deprisa que no podemos apuntar.

Concluyó la reunión y me vine á mi casa.

—¿Y qué?

—Nada.

—Pero, ¿cuál era el número?

—El...

—¡Horror!

La cuestión social

De la colección «Cuentos políticos.»


Mi amigo Publícola había pasado en vela la noche del 3. Al amanecer casi era cadáver.

Unid el hambre con el sueño y se verificará una combinación química que dará por resultado un compuesto que se tiene por simple: el derecho á la existencia.

Publícola al sentirse falto de vida comprendió por primera vez que tenía derecho á vivir. Pero la hora no era oportuna para despertar al Presidente del Consejo ó del Supremo y exponerle estas teorías. Por otra parte, la propaganda de ciertas ideas siguen el mismo movimiento que el humo de la pólvora: sale de abajo y llega arriba.

Publícola empezó su campaña en una buñolería. Convenció al dueño de que no era burgués, supuestas las diferencias que existen entre las explotaciones de las dos masas blancas: la masa humana y la de los buñuelos. Llamó Santo Jonás al señorito de la casa, calificativo que oyó con inocente satisfacción la abultada buñolera.

Después habló con los bohemios de la asquerosa simonía de nuestros gobernantes; con los aguadores del sudor de su frente; con los carboneros del negro pan del trabajo; con las criadas del amor libre, y con los soldados del ensangrentado látigo de los déspotas y los cabos.

Resultado práctico: tomó siete buñuelos, dos churros y cinco copas de aguardiente.

A las nueve opinaba mi amigo que se puede vivir á costa del país teniendo el sistema de servir al que paga.

De modo, que á las cuatro de aquella mañana, el Presidente no pensaba como Publícola, y á las nueve pensaba Publícola como el Presidente.

Pero á las nueve y media el alcohol había exagerado la secreción de jugos, y los buñuelos estaban disueltos, descompuestos y repartidos con una asimilación insignificante.

A las diez las opiniones de Publícola discrepaban algo de las del señor Presidente, á las once volvió á acordarse del derecho á la vida.

De todas las historias de razas desgraciadas y pueblos desventurados, no conozco ninguna tan triste como la de los pobres del siglo XIX.

En los poblados el pobre no tiene derecho á nada ni aun á pedir. Si pide va al asilo donde se explotan ó se niegan sus aptitudes.

En los campos busca sombra, flores, frutos y leña, y siempre que busca algo sólo encuentra un guarda jurado ó un guardia civil.

«Huye á las entrañas dé las sierras ó los bosques, y allí los tres reinos le rinden servidumbre. Es el dueño de lo que nadie quiere. Pero esto no se le consiente; se le arranca de allí y por vagabundo y sospechoso queda á disposición de la autoridad. Hártase esta de mantenerle en la cárcel y le deja en la plaza publica espiado, infamado y sin ningún derecho.

El robo es un delito. Yo lo creo así, porque me lo ha dicho un pobre; los ricos no entienden de estas cosas.

Y el pobre que me lo dijo fué Publícola, que á las doce de aquella mañana cometió su primer robo.

Cuando no se encuentra un taller se busca una ruleta. Cuando se pierde la confianza en los hombrease pone la esperanza en Dios.

Publícola fué á la Iglesia. Á la puerta del templó paró un carruaje de aquellos que son una escala zoológica, con el caballo delante, el cochero á seguida y á la postre el señor. Del coche bajó una dama. Esta palabra es un galicismo precioso, porque nos evita llamar señora á quien no lo merece.

La dama al pasar por el pórtico dió dos pesetas para los pobres establecidos en aquel sitio.

La limosna, pensó mi amigo, es el latigazo con que los ricos se deshacen de los necesitados... Latigazo más ó menos... Comamos.

Y Publícola fuése tras la aristócrata, acercóse á ella y la dijo: «Señora: tengo mucha hambre; ¿me da V. una limosna?»

Se quedó sin respuesta. La mujer ni le miró siquiera.

El primer paso estaba dado. Publícola se decidió á mendigar, y salió á la puerta para aprender el oficio.

Enseguida comprendió que aquellos pobres estaban organizados. Una anciana tullida dirigía la táctica.

—Señor Paco, la vieja de V.

Y Paco se ponía en actitud, y la vieja pasaba y dejaba una limosna en la mano de Paco.

—Ahí viene doña Paula.

Que era un presenten armas.

—¡El coche de la marquesa!

Espectación general

—¡Dios se lo pague á vuecencia!

—¡Vuecencia lo encuentre en salud!

—¡Santa Lucía bendita conserve la vista á vuecencia! etc., etc.

¡Vuecencia! ¡Vuecencia! —se dijo Publícola—. Antes olvidé esta palabra y perdí una limosna... Tiene vuecencia... Usa el vuecencia... Se le da vuecencia... Es un vuecencia... ¿Qué es esto que se tiene y se da y se usa?... ¿Qué es esto que sirve de ostentación á los ricos buenos ó malos y que oculta el pobre que lo tiene?... Un vuecencia sin dinero es una onza con hoja; todo el mundo la rechaza... ¡Vuecencia!... ¡Vuecencia!... Yo no llamo vuecencia á ningún rico... No reconozco derechos fútiles á quien no reconoce mis derechos naturales...

Y como en aquel momento entrase en la iglesa una joven aparejada como corresponde á cocineras de altas pretensiones, fuése Publícola a su lado, y dijo con acento humilde:

—¿Me da vuecencia una limosna?

La joven sacó su portamonedas, miró á mi amiga y siguió andando.

El mendigo improvisado siguió á la muchacha, pero ésta dejó sobre un banco la cesta que traía al brazo, y arrodillándose comenzó á rezar.

Publícola, chasqueado y confuso, sentóse tras ella./

Indudablemente aquella joven había tenido intención de socorrerle. ¿Por qué no lo había hecho?... Misterios de la voluntad».

Publícola siguió filosofando y contemplando el inmenso Cristo cuyos pies besaban de continuo las devotas que ocupaban el templo.

Después se decidió á probar suerte, y empezó a rezar con devoción.

Y la oración hubiera continuado largo rato si Publícola no diera en mirar hacia la cesta de su vecina que despedía un olor gratísimo para el olfato del hambriento devoto.

El rezo se interrumpió; caviló el filósofo cuanto cavila un ladrón. Acercóse al objeto, motivo del hurto, apoderóse de él y fuése á la puerta de la iglesia.. Allí encontró una pareja de Orden público, y no quiso padecer persecución por la justicia aun á riesgo de no lograr el reino de los cielos.


* * *


Cuando llegó al Campo del Moro sudaba copiosamente. Su paso ligero y el peso de la cesta le hablan fatigado.

Por fin, se dijo, estoy en salvo. ¿Qué habrá aquí dentro? Veamos.

¡Ave María Purísima! Una, dos, tres... diez. ¡Qué atrocidad! Lo menos hay noventa ostras. ¿Y esto? Nada. Ostras, manzanas y una botella de aguardiente. Es una comida rara, pero es una comida.

¡La ostra! La ostra es un burgués metidito en su casa, ó un paria de los mares encerrado alevosamente.

¡La ostra! ¡El ostracismo! ¡Votar con conchas! ¡Cuántas ideas!

De todos modos la libertad se impone. Lo mismo hacen los altos poderes con los proletarios. Nos dan libertad cuando nos necesitan.

Pues señor, á falta de limón comeremos las ostras con manzanas. Encuentro el plato delicioso. ¡Qué bien se cuidan los ricos! Y hacen perfectamente. Sería ridículo que yo hubiera de compartir estos mariscos con ningún compañero. El que lo quiera que se lo gane. El que no tenga capital que trabaje como yo Vea V., estas ostras son realmente capital acumulado, V. sin embargo, yo no soy burgués, porque no exploto.

Estos animalitos están deliciosos. Necesitaba vino, pero mejor será aguardiente. ¡Alza pa arriba! Prrrr... ¡Buen anisado!... ¡Valiente festín!... No cabe duda; la aspiración del hombre es la buena mesa. ¡Vivan los principios conservadores! ¡Nada de libertad y mucha carne!

Al fin y al cabo el amor á la libertad sirve solamente para ocultar la falta de dinero. Hay quien dice: «Para mí no hay tabaco como el del estanco.» Mentira; es que no tiene cuartos para comprarlo habano. «Donde mejor se oye la ópera es en el paraíso.» Mentira. Que no hay cuerda para ir á butaca. Pues así es todo. «¡Viva la libertad!» Déle V. cinco duros y se acabó un liberal.

Carambita, carambita. Ya me he tragado docena y media de estos bichejos. ¡Pobres séres, encerrados en vuestra concha como los apuntadores!

¿Qué habrá dicho la cocinera al verse sin su cesta? ¿Me habrán seguido la pista? ¡Bah! Total: pata. En este país todos los caminos van á la cárcel. Conque...

La infeliz fregona llorará, pateará, pero luégo hará dos mimos á la señora ó al señorito y punto concluido. ¡Ah! Bien lo ví esta mañana en los pobres de la iglesia; la lisonja es el lazo de unión entre el poderoso y el humilde. Y ¡qué diantre! si los ricos dan limosna es con su cuenta, razón. ¿Qué es La caridad del millonario sino una restitución voluntaria que pretende eludir una devolución forzosa? Si no dan, luego viene la gorda, la colorada, tal.

Pues señor, creo que este aguardiente se evapora. Y las ostras van cayendo, las manzanas lo mismo. Pero tengo mucha sed. Luégo beberé agua de hierro en la Casa de Campo. Es una agua muy saludable para los ricos. Para los ricos solamente, porque los pobres no padecen de anemia, padecen de hambre. Después de todo, porque quieren. Hay que brujulear y amoldarse como yo á pedir una limosna. Lo que decía aquél:

—Por donde voy á Loja.

—Por este camino.

—¿Y si el camino se tuerce?

—Pues tuérzase V. con él.

Pero esos obreros quieren vivir sin trabajar. Véase el trabajo que á mi me ha costado afanar estas ostras; pues cuántos trabajos no habrán pasado los que tienen millones. Pero, decididamente, los pobres no nos comprenden. Pero hacen daño con sus gritos. Y de nada sirve zurrarles. Son como esas aves que llevan en el pico un grano. Mata V. el ave, y el grano cae á tierra y se hace una planta.

Esto se va. Las ostras se acaban y el aguardiente se ha concluido.

Démonos prisa por si nos buscan. Después beberemos agua, porque tengo el estómago ardiendo... Pero la cabeza firme. ¡Siempre firme! La cabeza hace falta siempre porque hay que discurrir mucho. Como que esta vida no es un valle de lágrimas, sino un pantano de ideas en el que caemos de cabeza.

Ea, listos. Ahí quedan la cesta, las conchas y la botella vacía. Soy generoso. Mis restos para la plebe. Ahora, a beber.


* * *


Sucedió lo que era lógico.

Una indigestión.

Al anochecer Publícola fué trasladado de la Casa de socorro al Hospital general, y no cesaba de decir entre desgarradores gritos:

—¡Si hubiese sido un rico!

El practicante le interrogaba en vano, pero el enfermo no daba ninguna explicación de su malestar.

¿Qué hacer con un hombre que no está ébrio y no se explica?

«Dios me castiga por haber robado» se decía el infeliz, y luego añadió en voz alta:

—¡Si hubiese sido un rico!

—¿Qué, hombre, qué? —dijo el enfermero.

—No le hubiera pasado nada, porque estaría hecho á ello, Pero yo... es la primera vez que como estas cosas.

El comité obrero de la sociedad Los Tumbones correspondiente al barrio de Las Injurias, envió una comisión de su seno para recojer el último suspiro de Publícola. Y así fué.

Este, antes de morir, se incorporó en el lecho, extendió sus manos, y dijo:

—«Creedme, compañeros; la cuestión social es sólo cuestión de estómago. Hé dicho.»

Heredípeta

De la colección «Los vicios de la mujer.»

Primera parte

Por lo demás, era deber mío asistir á aquel viejo en sus últimos momentos. Sobre todo, le debía dinero, y sabido es con cuánto cuidado acompañamos nuestros ingleses al sepulcro. El señor Conde había hecho la campaña de Italia con mí abuelo; había obtenido para mí padre sus mejores empleos. Había sido mi curador. Había, y principalmente yo la debía algunas cantidades que nunca me recordaba. Teniente general, millonario, Grande de España, y ya casi decrépito, tuvo la extravagante idea de tomar en matrimonio una deliciosa jovencita, sobrina y heredera de la marquesa de Romancos. La suerte parecía perseguir al señor Conde. A los tres meses de matrimonio murió su tía política, y nuevos capitales aumentaron el de la casa. La joven condesa era tan bella como bondadosa; pero á pesar de todos pus encantos la murmuración llegó á las puertas de su honra y no encontró pretexto para seguir adelante. Conchita había sido perfectamente educada por su tía: sus sentimientos religiosos eran sinceros.

Odiaba la sociedad como todo lo desconocida cuyo mérito deseamos que se niegue. Con estas condiciones forzosamente debía ser virtuosa la linda condesita. Á mí me miraba con mirada maternal. En la expresión de sus ojos habla algo de regañona condescendencia, á menudo solía reprenderme por mis bromas y se inquietaba por mi salud si me veía formal y serio. Aquella niña se me impuso de todas veras. Ella era mi madre, y el general mi abuelo. De todo lo dicho provenía mi entrañable cariño á esta familia.

En la mañana del 22 de Enero del año tantos recibí un recado de Conchita advirtiéndome que el señor Conde habla pasado muy mala noche y se encontraba bastante enfermo. En seguida me presenté en la casa. Efectivamente el general estaba en estado grave. El médico había hecho su diagnóstico; según él, una pulmonía fulminante me dejaría huérfano.

Yo al principio, encontré entretenido aquel ir y venir de los criados; la instalación de la lista en el portal de la casa; el aspecto triste y pensativo de la condesa y la importancia que yo me daba recibiendo las visitas de los amigos de confianza. Durante el almuerzo pude conseguir que Conchita comiese un trozo de pescado; pero yo, obligado por la cortesía, me quedé sin satisfacer mi apetito. Pasé la tarde en esta situación. Al anochecer, poco después de las cinco, resolví salir de la casa. Pretexté un asunto urgente y me lancé á la calle. En la esquina, una murga, con sus destemplados acordes, citaba á callejera danza á todas las comadres y mozuelas del barrio. ¡Contrastes de la vida! La polka con que se regocijaba al plebeyo servía de marcha fúnebre al aristócrata.

A todos mis amigos dí extensas noticias de la enfermedad del señor Conde. Hubo bárbaro que me felicitó por la presunta herencia. Quién anunció á sus oyentes la vacante de la condesa viuda, y quién me aconsejó en voz baja que sustituyese al enfermo.

Comí bien; me entretuve un rato en el casino, y á las once volví á casa del general. Según me dijo Conchita, el doctor no había encontrado de mayor gravedad al enfermo y se había despedido prometiendo volver á la mañana siguiente. Yo me quedé tranquilo. Pero al poco rato, Francisco, el ayuda de cámara, me entregó con el mayor disimulo una carta del médico en la que me encargaba preparase al señor Conde cuya muerte era segura. Me quede sin saber qué hacer. No encontraba motivo para separarme de Conchita que sollozaba sin cesar. Por fin á eso de las doce y media empezó la casa á llenarse de gente; eran amigos íntimos que acababan de dejar el teatro y venían á informarse del estado del Conde antes de retirarse á sus casas. Todos se ofrecieron á velar, pero Concha advirtió que más adelante tal vez serian necesarios, pero que aquella noche tenía bastante con mi ayuda. Llegó el momento de las despedidas y todo el mundo se retiró. Durante estas visitas me aproximé á la cama del enfermo:

—¿Cómo se siente V.?

—Tal cual.

Después el Conde me preguntó en voz baja, señalando al gabinete.

—¿Está ahí Conchita?

—No, señor. Está en la sala del piano.

—Pues, oye; no creo morir de ésta, pero por si acaso, en la caja de limoncillo, donde tengo las placas, tengo también el testamento.

—Y ¿á qué cuento?...

—Te encargo, que sin ofender á Conchita, me evites el andar con curas.

—Vamos, vamos, ¿quiere V. callarse? Pues ni aunque estuviera V. agonizando.

Di un beso en la calva frente del general, y terminé la conversación. Entró Conchita; entre los dos tapamos cuidadosamente al enfermo y yo me quedé satisfecho del resultado de mis gestiones.

Concha se sentó en una marquesita y yo en un sillón al lado de la chimenea; entre los dos estaba un velador que sostenía el quinqué; Francisco entró á tomar la orden, dispusimos que todos los criados se acostasen y que sólo él quedase en la antecámara por si algo ocurría.

La condesa se puso á leer la Imitación de Cristo, del Padre Kempis, y yo una obra de Amancio Peratoner.

A las dos de la madrugada empezó el conde á respirar fuertemente; producía al aspirar un gruñido raro. La condesa y yo nos fijamos en esto, pero al poco rato la regularidad de la respiración nos calmó del todo.

—Duerme perfectamente —dije yo.

—Más vale así. Gracias á Dios.

—Usted también debía descansar un poco.

—No puede ser. Á pesar de todo, estoy intranquila.

—Yo le avisaré á V. sí ocurriese alguna cosa.

—No, no.

—De veras le aviso á V.

—¿Me lo promete V. formalmente?

—Sí, señora.

—Entonces voy á ver si cierro los ojos.

—Pero, ¿por qué no se acuesta V. en la cama?

—No; aquí descansaré un poco; es sólo cerrar los ojos, me duelen mucho.

—Bajaré la luz.

—Entonces no podrá V. leer.

—La volveré a avivar cuando esté V. dormida.

—Siendo así consiento.

—Ea, descanse V. ¿Quiere V. una almohada?

—No, señor. Estoy bien así.

Conchita echó su cabeza en el brazo del mueble, yo bajé la luz del quinqué, encendí un cigarro, y me puse á pensar.

Aquel sueño del conde no me tenia satisfecho. La opinión del doctor valía mucho para mi, y yo ya sabia lo que el doctor opinaba. Pero no debía alarmar á la condesa; la pobre señora necesitaba descanso. También yo lo necesitaba. Sentí que mis párpados se unían con demasiada frecuencia, tratando de darse un largo abrazo de todas las noches. Pero yo debía velar, y procuré distraerme. Recordé algunas escenas de la novela que estaba leyendo. Aquella mezcolanza de cuentos verdes y de nombres técnicos. Una señora que está enferma y cuyo marido está enfermo, y tienen un hijo enfermo, y luégo... Me picaban los ojos de una manera insoportable. El calor de la chimenea abrasaba mi lado derecho; en cambio tenía helado el costado opuesto. Por otra parte aun estaba haciendo la digestión de la comida. ¡Qué bien sirven en el Inglés! Por cierto que Mariano ya no come allí Dicen que...

Mi sueño era más fuerte que... Llegué ¿no poder unir dos pensamientos. Cuando abría los ojos los fijaba en la llama de la lumbre, ese girón de fuego que atrae nuestra vista como mohín de mujer amada. Se secaban las corneas, se cerraban mis párpados, y el sueño, como traidor que espera, se apoderaba de súbito de mi sér.

Por fin me quedé dormido.

No sé cómo ni de qué manera fué á parar á la puerta de un castillo muy grande. Yo iba vestido con botas altas, espuelas, calzón de punto y justillo de terciopelo; ceñía larga espada al cinto y cubría el todo con una capa negra como la puerta que tenia enfrente, como las tinieblas que me rodeaban.

Llamé á la puertecilla.

—¿Quién va?

—Abrid.

—¿Sabéis dónde llamáis?

—Lo sé.

Abrieron, entré dentro. Sentí que cogían el extremo de mi capa, me arrastraban de esta manera suavemente, Eché a andar, seguí así caminando largo rato por entre la mayor oscuridad.

De improviso... ¡Qué magnífico espectáculo!

A lo lejos, muy á lo lejos, las nevadas crestas de una cordillera gigante. Más cerca prados, bosques, ríos, como encajes de plata, agujas y cruces de elevados campanarios, pueblecitos con sus blancas casas como rebaños de ovejas estacionadas por sus pastores en valles y vertientes. Aun más cerca, una población al parecer inmensa, capaz de encerrar una raza entera, pero una población rara, que no pude conocer, porque allí veía, como cicatriz de una herida, esa larga línea de los boulévards de París; allí estaban los puentes del Támesis, el palacio Real de Madrid, la cúpula de San Pedro, y á la derecha de aquella ciudad monstruosa, el lindo arrabal de Belén, conforme se halla á orillas del Tajo, como niño encantador que duerme al lado de su hermosa madre. Entre aquel término y yo un inmenso mar que me rodeaba por todas partes, porque yo estaba en una alta peña, aislada, rara, distinta por todas sus líneas de pendiente como la Peña de los Enamorados.

Y aquel mar era más extenso que el alcance de mi vista, y yo le veía á lo lejos confundirse con el azulado cielo.

¡Espectáculo magnífico!

Fué más mi atención. El asombro me prodigo miedo. No eran aguas lo que formaba la masa de aquel océano incomparable, nó; eran trozos de oro y piedras preciosas y granos de plata y minerales riquísimos y joyas de rarísima belleza, y había allí bastones de mando de delicada concha, y cetros llenos de brillantes, y brazaletes con fechas grabadas, y diademas riquísimas que encerraban entre sus engastes trozos de cabello humano, y todo esto formando una masa que se revolvía en altísimas olas cuyas crestas refractaban la luz del sol en luces coloreadas que apenas podía resistir mi vista; y yo contemplaba todo esto con ese mudo asombro con que contemplamos á nuestra madre muerta.

Después ví que no estaba solo en aquel islote. Estaban conmigo todos mis amigos del casino, todos mis compañeros de todas partes; allí estaban mis adoradas de los paseos y los salones; allí ví al conde y á la condesa.

Entonces presenció una horrorosa escena. Aquellos séres iban acercándose uno á uno al borde del peñasco, sonriendo, alegres, con la alegría del idiota y del borracho, y cuando así se habían colocado una mujer se acercaba á ellos, los empujaba suavemente, y caían en el mar, hendían las olas y desaparecían en el fondo.

Aquella mujer era un sér extraño; iba desnuda, tenía toda la hermosura con que pintamos en el fondo de nuestro corazón el retrato de la mujer amada. Pero su cabeza era asquerosa; era algo como la cabeza de un lobo, con unos ojos de tigre y un color verde como el del lagarto. Pero á pesar de todo esto, aquel hocico parecía sonreír como sólo sonríe el sér humano; había algo de dulzura en la mirada, y yo me atreví á preguntar al monstruo:

—¿Quién eres?

—La Lujuria.

—¿Tú?

—Ya lo ves; yo doy la riqueza.

Y su lindísima mano señalaba al abismo.

Yo temblaba. No cesaban de caer cuerpos entre la masa de aquel mar revuelto que ocultaba sus victimas como sus crímenes el déspota. De repente ví al conde que se sumergía, Di un grito, volví la cabeza. La condesa se hallaba próxima á arrojarse; corrí á detenerla, sujeté su talle, pero ella, echando uno de sus brazos alrededor de mi cuello me dijo:

—Vamos.

Y me arrastró consigo, y juntos nos lanzamos en el espacio.

Un momento de angustia se apoderó de mí; quise gritar, hice un supremo esfuerzo y... me desperté.

Gracias á Dios... Maldito sueño». Pues, señor, ¡vaya una pesadilla!

Mudé de posición en la butaca; restregué mis ojos con mis manos y me puse á considerar la realidad a que había vuelto. Aún quedaba lumbre en la chimenea; en la habitación hacía un calor insoportable. ¿Qué sería del conde? Presté atención; se sentía un ligero ruido; indudablemente dormía con la mayor tranquilidad. La crisis había pasado. Me alegré de todas veras. Acababa de verle ahogarse ¡Vaya un sueño extraño! ¿Y la condesa? Dormía perfectamente, produciendo ese ronquido característico de las mujeres bonitas. Algo como una risa reprimida. Lo cierto es que era encantadora la tal Conchita. ¡Pobre señora! Al día siguiente, cuando viese bueno á su esposo se pondría tan contenta... Era admirable tanta virtud en aquella criatura tan joven y tan bonita, casada con un anciano.

Como se ve, me desperté con deseos de filosofar. Por fortuna deseché enseguida mis maliciosas suposiciones y resolví levantarme para corregir el desorden en que se hallaba mi cuerpo á consecuencia del pasado sueño.

La condesa seguía durmiendo tranquilamente, el conde también dormía, yo solo velaba.

Me fijé en que Conchita enseñaba perfectamente su pie derecho. Entonces me ocurrió una idea extravagante, medir el pie de la condesa. Dicho y hecho; me aproximé con cuidado, y sin tocar el zapato, calculé, juntando mis dedos, el tamaño que tenía. Se me ocurrieron dos pensamientos. El segundo fué avivar la lumbre de la chimenea, y así lo hice; pero cuando estaba en esta operación, reflexioné que la medida tomada no era exacta. Entonces cogí mi pañuelo y me acerqué de nuevo al pie de la condesa. Con el mayor mimo coloqué mis dedos en los extremos del zapato y estiré la batista cuanto pude. Después volví á erguirme de nuevo y rasgué el pañuelo por los puntos de las marcas; pero apenas lo hube rasgado comprendí que esta segunda medida era más inexacta que la anterior, entre otras cosas porque el lienzo no siempre se estiraría igualmente. Resolví tomar otro sistema. Saqué un papel é hice con él una tirita estrecha. Me puse de rodillas en el suelo, y ya iba á comenzar mi operación por tercera vez, cuando me quedé pensando en lo bonito que era el pie que estaba midiendo. Entonces tuve un deseo y pensé mucho antes de realizarlo. Mi objeto era dar un beso en aquella monada tan bonita de la bonita condesa. Por fin me convencí de que nadie me vería hacer tal cosa y de que á nadie ofendía por una bagatela como aquella. Con la mayor cautela fui doblando mi cuerpo y aproximando mis labios al tarso. Toqué con mi boca la listada media y levanté la cabeza enseguida. Conchita seguía durmiendo. De nuevo bajé la cabeza y dejé mis labios posados largo rato en el nacimiento del pie; después comencé á dar besos á lo largo de la tibia. Creí que la condesa se extremecía y me levanté apresuradamente. Pero me había equivocado. Concha dormía.

Yo estaba contento de mi travesura y se me ocurrió otra más atrevida. Besar la mano izquierda que colgaba muy cerca del suelo. Esto era empresa mayor. Pero al fin me resolví. Para lograrlo separé la butaca y el velador con el mayor cuidado. Después me arrastré por el suelo procurando hacer un ruido imperceptible. Caminé lo suficiente; levanté la cabeza y fui dando un beso en cada dedo de la preciosa manita; pero después dí tres besos en cada falange, otros tres en el dorso y subí por el brazo cuanto pude.

Llegó un momento en que no pude resistir el dolor de las rodillas; me retiré cuidadosamente y me incorporé satisfecho del buen resultado de mi empresa. Lo cierto es que había pasado un rato delicioso. ¡Qué lindísima estaba Concha en aquellos momentos! Con las finas y largas pestañas de sus párpados, mezclándose entre sí como se mezclan y confunden las ramas de las zarzas para defender el fruto del cercado. Con su perfecta nariz, cuyas fosas se dilataban aspirando aire para los pulmones de aquel pecho de doncella. Con su diminuta boca abierta, mostrando un óvalo de diminutos dientes, en cuyo centro habla un fondo oscuro; aquella boca que semejaba un bouquet formado con un cintillo de claveles, otro de jazmines y una morada dalia en el centro. ¿Y la frente? ¡Qué frente, Dios mío! Me decidí á dar un beso en ella. Resueltamente. Hasta entonces había salido bien; en lo sucesivo sería lo mismo. La fortuna ayuda á los audaces.

De nuevo me arrastré por el suelo, llegué al extremo del sofá, erguí el cuerpo y me quedé de rodillas, fui doblando el cuello poco á poco… sentí un ruidito y quedé sobrecogido de espanto. Al poco rato me reanimé y volví la cabeza; era la llama del quinqué que se apagaba. Calculé esta contrariedad; aquellos ruidos podían despertar á Concha. Pensé apagar del todo la luz y volver á mi faena, pero comprendí que luégo mi trabajo sería muy difícil. Por fin me decidí á realizar de una vez mi propósito. Ya estaban mis labios muy cerca de la frente que buscaban cuando la lámpara produjo un ruido más fuerte que los anteriores y me encontré á oscuras. De nuevo me llené de terror y volví atrás la mirada. Por entre las rendijas de las ventanas de madera se percibía la tibia claridad del nuevo día. El fondo de la habitación estaba en profundas tinieblas. Despachemos de una vez, me dije. Fuí bajando la cabeza cada vez más y poco á poco. Un soplo húmedo dió en mi rostro, doblé aún el cuello y mi boca tropezó la boca de la condesa. Entonces...

...sentí la impresión mayor de toda mi vida. Comprendí la importancia de lo que había hecho. Me fijé en todas las circunstancias del lugar y ocasión; ví mi obra á la luz del alba, que entraba sin piedad á través del cerrado postigo, como entra la duda en el alma del excéptico; creí que algo se iba á desplomar sobre mi cabeza ó que algo se iba á hundir bajo mis pies; apreté con mi mano el brazo de Concha, que me miraba fijamente, abrí el balcón y me lancé á la alcoba. La condesa siguió tras de mí...

El conde, mi querido protector, estaba muerto.

Sentí que mi sangre circulaba sin compás ni rumbo, que se helaba la masa de mi cerebro, que temblaban mis piernas y mis brazos, y miré á Concha, esperando consolar con su terror mi propio espanto. Concha cogió una mano del general, y luégo, soltándola desdeñosamente, dijo estas palabras:

—Ya lo sabía yo. Hace bastante rato que se ha muerto.

Yo la contemplé como un estúpido. Sentí crujir los huesos de mi cabeza, sentí un golpe en mi frente y un latigazo en la nuca, apreté mis sienes con mis manos y grité:

—Horroroso absurdo; absurdo, premeditación, alevosía. Un crimen. Premeditación. Premedita... Pre...

Y perdí el conocimiento y dí en el suelo. Volví á la razón en mi cama y en mi casa. Durante tres ó cuatro días no me dejaron hablar. Al cabo de este tiempo me enteraron de todo lo siguiente:

Que el general había dejado los bienes suyos á su hermano el cura.

Que había regalado á su esposa el hotel en que vivían, y á mi cinco mil duros para que desempeñase las tierras que me quedaban de mis padres.

Que todo el mundo elogiaba mi cariño al conde, cuyo cariño se suponía era la causa de mi accidente.

Que Concha no se había separado un momento del cadáver, y luégo, acompañada de su cuñado, había ido á instalarse á la casa de éste, donde vivía, sin ver a nadie, entregada á la oración.

Esta última noticia calmó mi espíritu. Comprendí que el remordimiento se había apoderado de la conciencia de aquella mujer, y me propuse imitar su conducta.

Después, cuando transcurrido algún tiempo supe que Concha seguía en casa del cuñado entregada á su vida retirada y devota, dudé de lo pasado, lo creí un sueño, me tranquilicé más, y marché á mis posesiones con objeto de poner en arreglo mis negocios

Los ecos de la restauración llegaron á mi casa de paz y despertaron ideas de ambición en mi cabeza.

Llegué á este sumidero de locos que se llama la corte, y he sabido...

He sabido que Concha tiene un hijo, y que la ley ha devuelto á éste la inmensa fortuna del conde.

He sabido que tengo un hijo que no puede llevar mi nombre porque si lo llevase sería una prueba eterna de la deshonra de su padre ficticio, de la de su madre, y de la deshonra mía.

He sabido que... vale más no saber nada.

Segunda parte

Amiga Silverio: Aquí me tienes en La Avecilla hecho todo un señor médico de partido. Estoy muy contento y aguardando que vengas á hacerme compañía.

Me he alojado en casa del sacristán y me encuentro perfectamente. Mi patrón es capaz de hacer reir á un gato y mi patrona es excelente cocinera.

El pueblo es sano y pintoresco, pero tiene sus peros. Hay aquí una sociedad de jesuítas ó no se qué, que tiene al vecindario metido en un puño. No hay más autoridades que las que ellos nombran. El alcalde es de los suyos y no deja a nadie en paz. Los labradores y los frailes del convento de franciscanos están hartos de esta gente, pero, no se la pueden quitar de encima.

A mí todo esto ni fú ni fá. No perderé yo por tales cosas mis igualas ni mi clientela.

He sabido que hay aquí una gran señora que tiene un hijo y que vive metida en su casa sin salir de ella para nada. Todo el mundo la llama «La Condesa.» No sé el nombre del título.

Ven pronto y tráeme una escopeta comprada á gusto tuyo.

También me traerás una licencia para uso de armas.

Da recuerdos á los amigos del café, un apretón de manos á doña Engracia, un besito á la niña y mis afectos á los compañeros mártires de hospedaje.

¿Cuándo vendrás?

Tuyo, Eugenio.


* * *


Querido Hipócrates: Por tu carta he comprendido que estás contento. Dios quiera que la alegría te dure mucho.

Iré á principios de Agosto y te llevaré la escopeta y otras cosas.

Y paso al resto de tu carta que me ha desazonado por efecto quizás del cariño que te profeso.

No te importe que la autoridad sea blanca ó negra, y respeta á la autoridad. Acuérdate de aquel maestro muy bruto que siendo alcalde dijo al cura de nuestro pueblo: «No hay verbo que pueda más que una interjección.»

Ten cuidado con esa sociedad de que me hablas. Acaso sean Tus-Tus. Si lo son vete con tiento. Se llaman así unos individuos que se dicen oriundos de la India y descendientes del gran rey Tus-Tus. He oído de esa gente cosas que espantan. Á quien no es de los suyos le matan sin que se sepa cómo. Se dice que tienen una espada cuya punta está en todas partes. Puede ser que esto no sea verdad, pero á los que somos medrosos nos horroriza oír tales cosas.

No sé si serán los mismos que al ser media noche del sábado se llevan los niños por los cañones dé las chimeneas y luégo lea sacan las mantecas. De todos modos, no deben hacer nada bueno cuando se ocultan, y buscan sus compañeros, no por medio del amor sino por medio de la bravura. Y basta de Tus-Tus.

¿Conque tienes una condesa de cliente? Procura, sin molestarla, tenerla enferma todo el año. Su excelencia vivirá contenta viendo que no se muere; tu patrón estará lleno de esperanzas, se hará rico el boticario y medrarás tú.

He cumplido todos tus encargos menos el que me dabas para la hija de doña Engracia.

Adiós, consérvate bueno y no te hagas perezoso y dejes de escribirme.

Tu afectísimo amigo que te abraza, Silverio.


* * *


Amigo Silverio: Te remito lo que más agradeces: un argumento para una novela. Historia auténtica corroborada, etc., etc... y fresquita porque la acabo de oír.

No empieces á sonreirte porque te canto lo que te cantaba Angelita:


¡Ay Silverio! ¡ay Silverio!
no te rías de mi pena
que es un malestar muy serio,

y aquello de


Silverio se ha puesto malo.
Tengo yo para Silverio
médicos y cirujanos.


¡Ay Silverio! Mi mal no tiene remedio. En este pueblo son tontos de la cabeza. Gentes que podían ser muy felices sembrando, recogiendo y tocando la guitarra, y no hacen nada de esto y se dedican á horrorizarse los unos á los otros.

Allá va la historia para que hagas una novela.

El mismo día que te escribí recibí un recado de la condesa, encargándome pasase á visitarla. Fui, hablé y vencí. O sea que me quedé con la iguala.. ¡Doce chulés! Iguala fabulosa en este continente.

La condesa es archi-hermosísima, y tú la debes conocer. Era sobrina de la marquesa de Romancos, y es viuda del general Tal. Tiene un hijo de trece años, y es cuñada de D. Prudencio, un señor sacerdote que no sé qué es en el Tribunal de la Rota.

Ha venido aquí para que su hijo disfrute de los aires del campo, pero el muchacho me parece que se las guilla. Está en un estado deplorable.

Bien; todavía no aparece la novela. Esta me la acaban de contar, según te dije antes, y me la ha referido un capitán retirado que vive aquí, y que no se ha retirado de lo malo todavía.

Parece ser que D. Prudencio tenia razones para no separarse de Luisito, el hijo de la condesa; pero cátate que los caciques del pueblo la emprenden con el buen cura, y le hacen cíen mil perrerías.

D. Prudencio se queja al alcalde, y el alcalde contesta: «Y á mi, ¡qué!»

Finalmente, el sereno dejaba todas las tardes la escalera debajo del balcón que correspondía á la habitación de D. Prudencio. Y una noche unos cuantos enmascarados le dieron tal tunda al hermano del difunto general, que el infeliz sacerdote se marchó á la mañana siguiente y no ha vuelto.

Parece ser que la condesa asentía á esto, y que esa señora es amiga de los caciques y les ha dado dinero para fundar una escuela laica cuyo principal objeto será no enseñar... el catecismo.

Todo esto es grilla, porque yo sé por otras personas que la condesa no se trata con nadie.

También me ha dicho el capitán que en aquella casa hay misterios. Que la señora vive en el principal y el niño vive en el bajo y que una doncella, que casi siempre anda escondida, tiene su cama en el bajo también, pero que nunca deshace la cama, y todo el mundo cree que duerme arriba con la señora, porque siempre está allí de día y de noche.

Perdona el estilo, pero me canso de escribir, ¡Ves cuántas murmuraciones y cuántas trapisondas! Yo creí venir á una Arcadia y he venido á una reunión cursi.

Empiezo á aburrirme, y si no vienes pronto me muero de asco.

Ya estamos á 4 de Agosto. ¿Me faltarás á tu palabra?

Adiós.—Tuyo, Eugenio.


* * *


Amigo Silverio: Te agradezco muchísimo todos tus obsequios, pero la escopeta no la acepto regalada porque yo te la había encargado. Hablaremos de esto.

Tienes razón: vale más que yo vaya á esa por quince días, y dispongo mi viaje.

...............

...............

La novela acerca de la condesa, de cuya novela te escribí el principio en otra carta, empieza á hacerse interesante. Verás por qué.

Hace ocho días que murió Luisito (no tenía remedio), y ayer ví en la estación á la misteriosa doncella de la condesa. ¿Sabes quién es? Daniela, aquella criada que tenía la Mercedes, aquella flacucha lujuriosa y soez que causaba asco. Me conoció enseguida. Iba vestida de principesa y me dijo que ya no volvía al pueblo; que llevaba en el bolsillo diez mil reales y que si la quería acompañar á correr una juerga.

Esto es extraño.

Por otra parte, me ha dicho el capitán que con motivo de la muerte de Luisito hereda la condesa toda la fortuna de su difunto marido.

¿Habrá realmente en todo esto algo dramático?


* * *


Los hijos son de su madre.

¡Ave María purísima!

Pues si la herencia es forzosa no es libre. Y un acto humanó que no es libre ¿puede ser filosóficamente moral?

¡Jesús! ¡Qué sofismas?

Tercera parte

—Pero, ¿quién es Zurriburri?

—Un barbián, mejorando lo presente.

—Gracias, Esquilo.

—No me llame V. así.

—¡Hombre!

—Así me nominan los de la vos pospuli porque he sido esquilador; pero las personas que saben distinguir me dicen D. Sebastián.

—Bien, bien; lo haré así.

—Ya sé yo que V. lo hará porque la educación está en quien la tiene. Y nada más.

—Estimando.

—Pues Zurriburri es un hombre porque lo es. Y Zurriburri tiene cinco duros antes que otro dos bofetadas... ¡Y cuidado que las bofetadas!... Y es un hombre... Redata resfero.

—Pero, ¿qué hace?

—Pues, nada. Porque ni se canta ni se baila, pero paga, y basta. Y que vale, créame V. que vale.

—Sí, lo creo.

—Y V. lo va á ver esta noche. Porque en diciéndole yo que V. es amigo mío, y que nos conocemos desde la infancia de nuestros padres... pues, ea, que todos somos unos.

—Bueno, bueno.

—Y distinguiendo también ese hombre. Y tal. Pues si es una mujer, la lleva con más gracia que yo para tirar esta colilla. Ya verá V. con él á la Mandinga.

—¡Hola! Es aficionado á las mozas.

—¿Que si que es? Como Adán que las quería á todas. Deme V. un cigarro.

—Tenga V.

—Y una cerilla.

—Allá voy.

—Pues ya lo creo. Con las mozas.. naita. Poco va V. á vivir si no lo ve.

—Encienda V.

—Listos; puede V. apagar. Pues ese tiene un brazo para sacar que ni el Frascuelo dando una estocada. Lo cual que hace poco que ha arruinado á una que anda por las calles de tranvía.

—¡De tranvía!

—Pues, eso; en competencia con los Ripels: á quien lleva más lejos y más barato.

—Calle V., D. Sebastián, calle V.

—Callo porque hemos llegado. Y ¡olé los hombres! Abra V. la puerta que esta es la taberna.


* * *


A las dos de la madrugada salimos de aquel establecimiento, borrachos, con el cerebro convertido en una cazuela de lodo en ebullición y el cuerpo transformado en una brocha de dar engrudo.

Sale delante de todos Zurriburri, que abre la puerta. En la acera está casi tumbada una mujer llena de harapos.

La mendiga se incorpora, mira á Zurriburri y dice:

—¡Ah! ¿Eres tú?

Pero el barbián la da con el pie y la mujer vuelve á caer al suelo. Entonces se levanta con aspecto de fiera; se acerca á la Mandinga y escupiéndola en la cara la llama ¡miserable!

La Mandinga da un puñetazo en las narices de la borracha, y cae sangre al suelo, y sobre aquella roja sangre de una condesa cae Concha la viuda del general.

Y en presencia de aquel espectáculo se arranca por soleá el tío Esquilo, acompañando el cante con el palmoteo de sus manos:


Dios dé vida á mi enemigo
porque él solito en la tierra
se ha de buscar su castigo.


—Olé ¡Viva la alegría!

—Arreemos que aquí no ha pasado nada.


Publicado el 15 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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