Cuentos Escogidos

Silverio Lanza


Cuentos, colección



Advertencia

Agotadas las varias ediciones de El año triste, Cuentecitos sin importancia, Cuentos políticos y Cuentos para mis amigos, y no conviniéndome hacer nuevas ediciones, porque tengo mucho original inédito, formo este tomo con cuentos de las colecciones dichas, con algunos que no se han publicado y con otros de las colecciones ¡Pestes!, Cuentos de locos, Los grandes señores, Cuentos económicos y Leyendas del timo.

Quisiera acertar en ello.


El editor,

J. B. A.

Nota preliminar

Algunas personas nos han dicho de varias maneras, y con sana intención, que les agradecemos, lo siguiente: Si continúan ustedes indisponiéndose con los críticos, no citaran sus obras de ustedes, y éstas no se venderán.

La cuestión es de transcendencia grave, y merece que de ella opinemos; pero de ningún modo porque se refiera á nosotros, pues las personas que nos conocen saben que en nuestros libritos, llenos, al parecer, de un subjetivismo extravagante, no hay absolutamente nada de subjetivismo cierto.

Y como la cuestión tiene carácter moral y carácter económico, hablaremos de ella separadamente.


El autor. El editor.

Opinión del autor.

En un libro mío, que no cito, porque la cita no parezca auto-bombo, digo: Si desea usted censurarme, convénzame de que es superior á mí en cultura, y yo me someteré gustosísimo á su autoridad de usted.

He rechazado la crítica grosera que todavía tiene inocentes que la paguen, que la teman y que la escuchen.

La crítica grosera es una procacidad ó es una cobardía.

Es una procacidad, si el crítico porque no le agrado un libro insulta al autor y le provoca á duelo, contando con la inocencia de unos padrinos que, si estiman su honor propio, no deben consentir practicas caballerescas á madrugadores presidiables.

Es una cobardía, si el crítico porque no le agradó un libro insulta al autor, que ha de soportar los insultos, ó parecer soberbio.

Yo rechazo la crítica grosera y la rechazaré siempre; pero no con la severa dignidad de quien se bate en duelo, ni con la temerosa conmiseración que infunde el asesino, ni con el asco indominable que produce el leproso, ni con el enojo pasajero que motiva la grosería del gañán; la rechazaré sin severidad, sin temor, sin asco y sin enojo, como lodo que no afea, que solo mancha la suela de los zapatos, y que nos quitamos á patadas sin volver á recordarnos de ello.

Quien lea esas críticas groseras, ¿qué opinará de los escritores españoles y de la prensa española?

Y aquí aparece lo más grave de esta cuestión, porque yo creo que muy pronto es preguntarán seriamente los humanos por qué están constituídos en Sociedad no siendo lazo ni motivo para ello la religión y el temor á las fieras. Y luego que se lo pregunten constituirán la Sociedad humana con otras bases y por otros motivos; y para lograrlo, no harán falta guerreros ni sacerdotes, sino periodistas, porque sólo será precisa la libérrima expresión del pensamiento. Y de esa sonada libertad de imprenta es necesario justificar la posesión cuando se hubiere y merecer la posesión cuando se pida.

Si en España nadie puede decir lo que no agrade al Gobierno ó no agrade al cacique, ¿qué valor tiene la crítica culta ó la crítica grosera? Para mí, ninguno. Yo no me atrevo á juzgar á ningún escritor, porque ignoro si fué libre para escribir; y acerca de mis libritos, no es posible juzgar con acierto, porque sólo publiqué lo que tuve por ñoño y anodino, y aún haciéndolo así, no me libré de ir á la cárcel. Si yo hubiese escrito una obra como La cabaña de Tom, que redime á una raza, ó la Historia de un crimen, que detiene un golpe de Estado, tendría guardada mi obrita donde nadie la viese.

Sería una superchería que diciendo esto buscase un aplauso para lo que no he publicado y acaso no he escrito, ni lo busco tampoco para lo que publique. Agradezco los aplausos entrañablemente, pero no los solicito ni me desorientan, desde que he visto muchos sabios despreciados y muchos necios aplaudidos.

Hay, además, un aplauso que no pido: el que produce monedas, pues supongo que no lo darán gratis; y yo no lo pago.

Estoy dispuesto á trabajar para defenderme del hambre; pero estoy dispuesto á morir de hambre para defender mi decoro.

El editor (interrumpiendo).—Y dí que tus obras están agotadas; y que yo publicaría diariamente un libro tuyo si no fuera por miedo á...

El autor.—¡Calla, editor, calla! Paga; cobra; arruínate, y ponte á servir; enriquecete, y preside un Ayuntamiento, un Gobierno ó un Consejo; pero si hablan sujetos tan respetables como el público y el autor, calla.

En Arte no son posibles las democracias ridículas. Dios, el artista y el público no pueden tener consocios, sino servidores.

Las paisanas de mi madre

¿Gladiatores quoque ars tuetur ira denudat. Deinde quid opus est ira, cum idem perficiat ratio?

Séneca.


Ustedes se acordaran de la tarde que Cachitos volvió á la plaza; de que mató muy bien, y de que al salir se le hizo una ovación, y nada más. Pues ahora voy á referir lo que paso aquella tarde.

Cachitos había estado tres meses en la cama curándose una perturbación de las costillas y otros órganos convecinos, producida por la entrada súbita, en aquellas regiones, del cuerno de un Miura incivil y atropellante. Esta era la explicación dada por Pico de Oro, cuñado de Cachitos, su primer banderillero, y sevillano, aunque esta condición debía ir delante, según él decía, porque es el primer ditado que se trae al mundo.

Los pesimistas aseguraron que Cachitos no volvería á torear, y el diestro se fué á la capilla de la Virgen de la Paloma el primer día que salió de su casa, volvió á la calle de Toledo, entro en la taberna del señor Francisco, y dijo al mozo:

—De beber pa todo el mundo.

Y se sirvieron copas hasta en medio del arroyo.

Cuando acabo la sesión dijo el empresario á Cachitos:

—¿Y qué? ¿Le pongo á usted, una cruz?

—A mí me pone usted en el cartel, y con unas letras mu gordas para que se vean dende la eterniá por si me estaban aguardando.

Hubo aplausos, abrazos y vivas; y se supo que Cachitos mataría seis Veraguas de butén, de chipén, sin jonjauilla ni fantesías de pasa matute. Así lo decía Pico de Oro, y así lo repito.

Las letras del cartel eran gordas, pero no las vieron desde el otro mundo, porque hubieran resucitado los muertos para... nada, porque ya los vivos se habían repartido todo el billetaje.

Dos días antes de la corrida, y aprovechando la ocasión en que Cachitos cruzó solo las Cuatro Calles para comprar tabaco en la de Sevilla, se le acercó una mujer hermosa, alta, blanca, y llevando sobre sus hombros un pañuelo de crespón que parecía sobre aquel cuerpo un tapón de champagne que, en quitándolo, la mar con espumas, inundaciones y ahogaos, muertos y fenecidos, como diría Pico de Oro.

—Adiós, hombre.

—Adiós, Marina.

—Parece que te pinchan en tu casa.

—No lo creas.

—Pues mi madre y yo hemos estado para darle la enhorabuena á la Lola, y mire usted qué acierto, que no te hemos visto: ¡como no estuvieses al escondite!

—¿Por qué, chiquilla? Siempre andas con bulos y oscuridades. No estaba, porque estaría fuera. Y nada mas Que te agradezco la visita.

—Era para Dolores.

—Pues te juro que te la estima.

—De modo que vuelves á la plaza...

—Creo yo que sí.

—¡Bah! Pues está visto que tú no tienes miedo á los cuernos.

—Voy por tabaco, si me dejas.

—Yo no fumo.

—Pero, ¿qué te pasa? Parece que estás atontá.

—Yo, no; los tontos son otros.

—¿Quiénes?

—¿Van ingleses por tu casa?

—Gracias á Dios, no debo un cuarto.

—¡Adiós, Rochil!

Y la buena moza se marchó riendo. Quedóse Cachitos parado en la acera, y después irguióse, y con su andar majestuoso siguió hasta la tienda tan tranquilo como lo tenía por costumbre.

La tarde de la corrida llego una carretela al numero 215 de la calle de San Juan. Dentro de la carretela estaban el Moreno y Pico de Oro. Los curiosos rodearon el coche, y los vecinos saludaron á los recién llegados. A los pocos momentos bajó Cachitos de su habitación y montó en el carruaje; los transeuntes saludaban con entusiasmo al matador, y éste contestaba como á compañeros de toda la vida, sonriendo como sabe hacerlo el temerario diestro.

Cuando el carruaje llegaba á la plaza de Antón Martín, dijo Cachitos al cochero:

—Vuelve á escape á casa.

—¿Qué te ocurre?—preguntó Pico de Oro.

—Se me ha olvidado una cosa. No hay que azararse, caballeros; es cuestión de un minuto.

—Pa más que juera,—respondió el Moreno.

Subió Cachitos á su habitación, abrió la puerta, y hallo á Dolores arrodillada delante de una imagen de su santa patrona. Alzóse del suelo la hermosa sevillana; y, como viese á su esposo con el semblante lívido, se acercó á él gritando:

—¡No vayas! ¡no vayas! ¿Qué tienes?

Encorvóse el matador para que su rostro quedase enfrente del de su esposa, y con empanada voz la dijo:

—Yo voy, y tú vas, pero mismamente ahora mismo.

—¿A la plaza?

—Me parece.

—¡A la plaza no, por el amor de Dios!

Alzo Cachitos la mano que hacía rodar los toros, y en su movimiento sólo alcanzo á Dolores en una orejita, que empezó á brotar sangre; entonces el diestro repitió:

—Ya sabes que en el palco del duque tienes un sitio.

Y bajó tranquilamente las escaleras; y, al montar en el coche, dijo:

—Señores, se me había olvidado el moquero, y me hace falta por si lloran los bichos al verme.

Y sonriendo fué todo el camino, sin mirar á un coche que estaba parado en la esquina de la calle de San Juan.

Dentro de aquel coche conversaban Marina y un extranjero.

—Le digo á usted que nos vió cuando paso la primera vez.

—Si hubiéramos bacado los cortinos...

—Usted, que quería ver á ese maleta.

—Maleto, no

—En fin, ¿vamos á casa de la Lola, ó nos vamos á la plaza?

—A casa, á casa de la torera.

—Si Cachitos se ha enterado...

—Dijo un muchacho que volver por su pocket moquero.

—¿Arreamos?

—Sí, sí.

Y el coche echó á andar y se paró á la puerta de la casa de Cachitos.


* * *


El diestro había sido aclamado al entrar en la plaza con su cuadrilla, y todos esperaban á que saliese el primer toro.

Se observaba que Cachitos estaba pálido, y quien atribuía esta palidez al temor, y quien la atribuía á la convalecencia. Entre tanto, el matador se decía:

—Por dinero no es, porque yo lo tengo, y además lo gasto, y esos lipendis lo guardan pa tener algo que merezca una cortesía. Y, si es un capricho, como hay Dios que no me lo explico; porque ese jamelgo tan flaco y con las patillas, parece un cepillo de limpiar los tubos del quinqué... y total, ó viene ó la mato. Ya está dicho.


* * *


—Allá va Pico de Oro.

—El niño de los buenos principios.

—Como que es hijo de un maestro de escuela de Sevilla.

—Pues, entonces, lo mejor que hacen los maestros españoles son los hijos.

—Y las hijas.

—Como la mujer de Cachitos.

—¡Qué maravilla!


* * *


—¿Le da á usted el sol, vecina?

—Es decir, que viene á saludarme, porque ni él me da nada ni yo acepto cosa ninguna.

—Se va usted á volver morena.

—Esa endulza más que la de pilón.

—¿Quiere usted que yo la cubra?

—No va usted á querer..

—Yo siempre estoy queriendo.

—¡Tampoco!


* * *


—¿Has reparado que Cachitos no cesa de mirar al palco del duque?

—Como que son amigos.


* * *


—¡Naranjero!

—Pero, hombre, usted se va comer toda la huerta de Valencia.

—Y á usted, ¿qué?

—Por mí puede usted comerse la media naranja de San Francisco el Grande.


* * *


—¡Beber agua y alfileres!


* * *


—¡Olé tu madre! ¡Vaya un par que ha puesto ese hombre!

—Pues allá va el otro.

—Anda con él.

—¡Olé ya los hombres con vergüenza!

—Escuche usted por donde quiere meterse Pico de Oro.

—Es mucho banderillero.

—¡Qué lastima!

—Si el toro no hace por él.

—¡Ahora!

—¡Bendita sea tu cara!


* * *


El presidente da la señal para el último tercio de la lidia; y el toro, castigado por los picadores y los banderilleros, queda en los tercios de la plaza, luciendo, á la intensa luz del sol, el rojo morrillo de donde brotan hilos de sangre que caen á lo largo de los brazuelos.

Al gris de la piedra ha sustituido en los tendidos, un fondo oscuro, donde se destacan las pálidas tintas de los rostros y los colores de los trajes y de los abanicos.

Aquella mitad sombría y aquella mitad brillante, que el sol abrasa, son dos rivales que se disputan la posesión del circo.

Y allá, en el fondo, sobre la húmeda arena, lucha la fiera, con la nobleza del valiente, contra la destreza del animal astuto que todo lo avasalla y lo sujeta á calculo, implantando en toda la naturaleza la fecunda tiranía de la inteligencia humana.


* * *


Cachitos ha brindado ante la presidencia, lanzando su montera al 1, donde la guardan cuidadosamente; y después atraviesa la plaza levantando la diestra como si quisiese acallar los vivas y los aplausos.

El toro recula, y un capote le hace erguir el testuz, porque aquella lucha es la única donde no se puede vencer siendo cobarde.

Llega Cachitos hasta la fiera, extiende el rojo trapo, el animal acomete, pasa el diestro su brazo sobre los cuernos y permanece quieto presentando siempre al toro la flotante tela. Coje la muleta con ambas manos, y obliga á la res á embestir, y después la vuelve haciéndola seguir el engaño.

Late de temor y de asombro el corazón de los espectadores, porque jamás se vió torero con mayor frescura. Parece que se ofrece al toro como voluntaria víctima; y aquello deja de ser temeridad para convertirse en suicidio.

A un paso de la cuna se dispone Cachitos á cambiar de mano; y en el palco del duque se oye un grito espantoso como estallido de un alma. Vuélvense hacia allí todas las miradas, y se ve una mujer que huye hacia el fondo del palco cubriéndose con las manos los llorosos ojos.

—Es Dolores, la mujer de Cachitos;—se dice de boca en boca.

Y el diestro ha recogido la muleta y obliga á que el sobresaliente corra al animal. Pero, ¿por que no ha herido teniendo al toro cuadrado? Merece una silva, pero en España no se afrenta á ningún hombre delante de su mujer.

Cachitos mira hacia el palco del duque, y sobre el antepecho aparece el pálido rostro de Dolores. Sonríe el diestro, llégase al toro, lo llama, lo vuelve á cuadrar; y á volapié le da una estocada hasta mojarse los dedos. La fiera pretende marchar, vacila, procura sostenerse, y, por fin, cae de la manera brusca con que caen los cuerpos abandonados por la vida.

El diestro saluda nuevamente, y acompañado de sus peones camina á lo largo de la barrera recibiendo elogios, cigarros y sombreros. Dolores, de pie, aplaude chocando una contra la otra sus blancas manitas; y en el 1 se vitorea al diestro y á la hermosa sevillana, porque se ha dicho que Dolores ha ido á la plaza sin adornarse, para cumplir una promesa que hizo estando Cachitos enfermo, y todos saben que el mayor sacrificio para la esposa de un torero es ver á su marido delante del toro.

Dolores escribe con lápiz algunas líneas, guarda el doblado papel en la petaca del duque, y cuando el matador pasa delante del palco, el anciano aristócrata lanza la petaca al redondel; y Cachitos, recibiendo los cigarros y los sombreros que le arrojan sus entusiastas; lee lo siguiente:

«Bien hecho, rey del mundo. En cuanto los vi entrar quebré como tú sabes hacerlo, gloria de mi alma; salí, cerré, y aquí tengo la llave y allí quedan encerrados.

Yo haré lo que tu dispongas, pero deja que me vaya donde quieras, porque cada paso que te veo dar me parece que lo andas hacia la muerte.

Dolores, tu chacha, que te idolatra.»

Alzo Cachitos su cabeza, y miro á su esposa con ademán, tan lleno de ternura y de grandeza, que todos los espectadores del tendido se pusieron en pie y saludaron, unos con sus aplausos y otros con su silencio, aquella manifestación de amor honrado, que que es el único germen de felicidad que existe en este valle de lágrimas.

Después preguntó á Pico de Oro:

—¿Esta la mujer del señor Francisco?

—Allí; en la grada se columbra.

—Enviala recado que recoja á Dolores y la lleve á tu casa.

—Pero, ¿qué ha ocurrido?

—Nada.

—Pues, me quedo convencido.

—¿Estás de vuelta?

—Allá voy.

—Y que yo iré á tu casa á desnudarme.

—Pues, no lo entiendo.

—Alguna vez había yo de ser más ilustrado que tú.

Y Cachitos reía con tan buena gana, que el banderillero quedó sin alientos para enfadarse.


* * *


Se estaba lidiando el segundo toro, cuando el público se apercibió de que Dolores se marchaba; y entonces se volvieron á repetir los saludos y los aplausos.

—¡Bendita sea la espuma del Guadalquivir!

—¡Olé por las mujeres de corazón!

—¡Olé por la honradez bonita!

—Eza e paizana é mi mare.

—¿De dónde es tu madre, pues?—preguntó un navarro.

—De Ezpaña,—contestó el andaluz.

Y todos aplaudieron á la hermosa mujer que, en aquellos instantes, era un símbolo de las virtudes patrias.


* * *


Antes de terminar la corrida, el señor Francisco se fué á la calle de San Juan, y puso en el arroyo á Marina y al extranjero, sin oir las explicaciones de éste, que insistía en defender su conducta, probando que le habían engañado inicuamente.

Y en la calle decía el inglés:

—Esto ha sido una descalabra. ¡Qué vergüensa! Y!que lastima de española!

—Ande usted, mister, que yo también lo soy.

—Usted es una miserabla, y los canallos no tienen patria.

Y el extranjero siguió adelante, sin cuidarse de la grosera envidiosa.

Justicia concursiva

No pretendo ofender á ninguna persona que, por medio de un concurso, haya obtenido ventajas; las merecerá seguramente, pero más le halagaría el haberlas obtenido en lid pública. Trato unicamente de censurar el obscuro procedimiento de los concursos; y juro que nunca he acudido á ninguno, por la razón sencillísima de que me creo el más ignorante de los españoles. Si alguna vez se anuncia una vacante de hombre honrado, me presentare á conseguirla por medio de la oposición; y, si no me aprueban los ejercicios, me moriré de pena, porque sería sensible que al cabo de mis años, y sin otra afición preferente, no sirviese yo para hombre de bien.

Relataré tres sucesos de mi vida.

Y allá va el primero:

Estaba yo en una capital y en la tertulia de una señora marquesa (cuyo nombre no digo para permitirme la expansión de recordar que me era tan agradable como deseada) cuando se me acerco Don N. y llevándome al rincón de un saloncito me dijo:

—Supongo á usted identificado con la política de Don P.

—¡Ni remotamente!

—Pues entonces no puede usted hacerme el favor que deseaba.

—¡Caspitina!

—¿Qué quiere usted decir?

—Que siendo usted el representante de Don P. en esta provincia, no es posible que necesite usted apoyo ni credenciales. Don P. acaba de subir al poder y por consiguiente, no necesitará usted votos. En fin, sospecho que el favor no es político, y recuerdo á usted que yo hago favores siempre que puedo y debo y quiero hacerlos; y que siempre estoy deseoso de complacer á usted.

—Pues le hablare á usted con franqueza.

—Vaya usted diciendo.

—Ya sabe usted que hay anunciado un concurso de versos y cosas por ese estilo.

—Si sigue usted por ese estilo diciendo cosas, se va á ofender mi necia soberbia, porque á las veces me creo escritor.

—Perdone usted; no he sabido expresarme.

—Ni yo me he molestado.

—Ello es que luego el que gane ha de elegir la reina de la fiesta, y el plazo para admitir las coplas termina mañana.

—¿Y qué?

—Pues verá usted. Entre los presentados, está Ramírez, cuyos versos los ha hecho el Magistral, y, seguramente, serán cualquier cosa; pero Ramírez se llevaba el premio porque nombraba para reina de la fiesta á la hija de Don Fulano.

—Lindísima criatura. Seguramente se habrá inspirado el señor canónigo.

—Pero ahora, como ha subido Don P., es preciso que la reina de la fiesta sea la hija de Don Mengano.

—Afortunadamente no ocurre lo mismo con las reinas constitucionales, porque estaríamos en constante revolución.

—Escuche usted.

—Escucho.

—Tenemos un muchacho que, al obtener el premio, nombraría reina á la...

—A la de Mengano.

—Eso es, pero no se atreve á hacer los versos antes de veinticuatro horas.

—¿Y quiere usted que yo los haga?

—¡Si usted quisiera!

—Pero yo los haré muy malos

—Pero podrán pasar; y como el tribunal ha de premiar á ese chico.

—¿Por qué?

—Toma: ¡pues para conservar los destinos!

—¡¡¡Ah!!!

Y permítaseme la majadería de suponer que mi composición no era totalmente despreciable: sonaba bien, y uní mis aplausos á los del público cuando el supuesto autor la leyó malamente ante su reina que, como otros reyes, ignoraría la verdadera causa de su elevación al trono.

Pero mi escrupulosa conciencia me atormentaba, y escribí al Magistral pidiéndole una entrevista.

—Vengo á suplicarle á usted me diga si he pecado escribiendo una composición que se ha apropiado otro.

—El otro será quien...

—Es que yo se la escribí para que él se la apropiase.

—Pues ha cometido usted un engaño que no puedo calificar, porque no sé su alcance.

—Acaso haya perjudicado á un político.

—No lo crea usted porque en política conviene ser víctima cuando no se puede ser verdugo.

—Tiene gracia.

—Quien habrá perdido será un canónigo que deseaba una vacante que hay en Madrid.

—Pues yo procuraré cumplir mi penitencia.

—Y yo le absuelvo á usted de todos sus pecados.

Por la influencia de Don N. se consiguió el traslado del Magistral, y la hija de Don Fulano no fué reina y quedó fuera de concurso, como esas hermosas obras que han sido premiadas en otras Exposiciones.

Y allá va el segundo:

En cierto establecimiento oficial desempeñaba yo una cátedra, y en ella se había puesto á mis ordenes un sobrino del conserje. El muchacho limpiaba el encerado para que yo escribiese otra vez, cuidaba de los aparatos y me cepillaba el sombrero.

Al marcharme á París quedaron suspendidas aquellas enseñanzas que no he vuelto á reanudar; y cuando ya no me acordaba del conserje, se me presenté éste suplicándome un certificado de que su sobrino Joaquinito había asistido á mis explicaciones.

No podía obtenerlo en la Secretaría, porque el muchacho no figuraba en la matricula, pero también es cierto que el numero de matriculados era muy inferior al de oyentes. Yo no podía negar que Joaquín me había oído, y extendí el certificado.

Poco tiempo después vino Joaquinito á verme, á darme las gracias, y á decirme que había obtenido una plaza de mil quinientas pesetas en un concurso que había decidido mi certificado; porque, en aquella profesión era utilísima la materia que yo explicaba y que nadie ha vuelto á explicar.

Alarmóse mi conciencia, inquirí, y supe que los compañeros de mi protegido apenas sabían leer, ni hablar; y que Joaquinito no tenía más ocupaciones que limpiar la mesa del Director, cepillarle el sombrero y cuidar los aparatos.

Y allá va el último:

Disgustado mi sabio amigo Don Z. porque sus trabajos no habían sido premiados en los concursos abiertos anteriormente por cierta empresa, nos convoco á algunos de sus amigos y nos mostró siete sobres. Cada uno de ellos contenía varios pliegos de papel en blanco y entre estas hojas una levísima plumita y polvos de salvadera. A presencia nuestra cerro los sobres, los repartió entre nosotros, nos suplico los presentáramos al concurso, y nos pidió juramento de que así lo haríamos, y de que guardaríamos el secreto.

El tema del concurso era: «Medios para combatir la ociosidad en España»; y el premio de mil pesetas lo obtuvo el encargado del guardarropa de un teatro de verano.

Al día siguiente de terminar el concurso nos invito Don Z. á almorzar, pidiéndonos que recogiésemos antes los sobres. Estos, cuya cubierta estaba cortada á cuchillo, contenían los cabellos, la pluma y los polvos de salvadera; nadie se había cuidado de verlos.

La noticia cundió; los concursos terminaron; y un individuo de aquellos tribunales me decía:

—Crea usted que en dos semanas ninguno de nosotros podía leerse setenta escritos, porque tenemos otras ocupaciones.

—Es verdad; y bendigamos la actividad de los ociosos; gracias á uno de ellos hemos sabido como puede combatirse la ociosidad española.


He terminado mi propósito y queda abierto un concurso para premiar según me convenga en dos millones de pesetas de mi particular bolsillo, el mejor artículo que se me presente con arreglo á este título:

Justicia con cursiva.»

El verdadero timo del entierro

La ponderación de fuerzas en el Ayuntamiento de Valdezotes traía pensativos al diputado, á los concejales y á los peores contribuyentes.

Con Riñones ó con Quedito; este era el problema. La solución fué elegir concejal y alcalde al tío Meterio, y nombrar al tío Quedito primer teniente, porque se avino á la solución. Riñones protestó indignado y se sentó á la izquierda.

Emeterio tenía cincuenta fanegas de tierra mala, un par de mulas malas, una casa mala y vieja, una mujer vieja y mala, y un hijo que era lo peor que Emeterio tenia.

La vara de alcalde lleno á la señá Niceta y á Tolico de satisfacción y de orgullo. Emeterio quedó asombrado y temeroso.

Se celebro la toma de posesión, y el día siguiente se hallaba enfermo el señor alcalde. Se llamó al medico de Zarzabronca, é hizo ante la familia y Quedito este diagnostico: «Pulmonía doble infecciosa con atonía del corazón, hipertrofia del hígado y congestión renal. Situación gravísima: conviene que se confiese y reciba los Santos Sacramentos. No se debe perder la esperanza; yo y la Ciencia tenemos recursos.»

Emeterio se quejaba rabiosamente, y Valdezotes se disponía á un caso extraordinario: á enterrar un alcalde. Quedito reunió al Cabildo municipal; hablo de la urgencia; recordó que la caja, los cirios, la música y las coronas estaban á nueve leguas de distancia, y se comisiono al síndico para que, en unión del secretario y de las caballerías necesarias, fuese á la ciudad y se trajese lo preciso para enterrar dignamente al primer alcalde que en Valdezotes moría mandando.

Al amanecer se había Emeterio descargado de los bollos, de las aves, del cordero, de la bebida y de todo lo que había ingerido el día de la toma de posesión. Y satisfecho de si mismo, porque había obrado bien, se durmió tranquilamente.

A las once el síndico anunció que á las tres llegarían los avíos de enterrar.

Quedito, Aniceta y Bartolomé despertaron á Emeterio, y le expusieron los dos términos del grave problema.

Primer término: Si Emeterio no quería morirse, haría Quedito las paces con Riñones, y enredarían en un proceso al alcalde.

Segundo término: Si optaba por morirse en seguida, vería á Tolico nombrado alguacil, presenciaría la solemnidad del entierro; y cuando (al día siguiente) apareciese resucitado, hablarían de el los periódicos y desde muy lejos vendrían las gentes á visitarle.

Emeterio se avino á morir y á resucitar; Quedito envió un propio á Zarzabronca para que el medico certificase la defunción; en la torre sonaron las campanas; repartiéronse los cirios, los viriles y los estandartes; llego el clero; alternaron los responsos con los valses que tocaba la murga; y dos azadones y cien manos piadosas echaron á un mismo tiempo tierra sobre el ataúd de Emeterio, que allí quedó enterrado para siempre.

Poco tiempo después murió alcoholizada la viuda, y Bartolomé está en presidio. Quedito, ya viejo, es el cacique indiscutible de Valdezotes; y repite á menudo esta moraleja, que brindo á los políticos, y que se verificó en un orador insigne.

«Quien orgulloso aspira á que le entierren con pompa, suele tener la desgracia de que le entierren en vida.»

¡Si todos fuesen locos!

(Entre un demente y su camarero)

—Banco de España: Diez millones para Pepe.

—¡Vamos, D. Manuel, tome usted la sopa!

—¿La sopa? Yo la pago; he dicho que la pago. Sindicato central de las agrupaciones mineras de la cuenta del Ebro; tres millones de francos inmediatamente, tres mi...

—¡Que se enfría, D. Manuel! ¡Vamos con un poquito!

—llones. Trescientos millones.

—¡Que se enfría, vamos con un poquito!

—¿Un poquito? Mucho, mucho. Banco de Londres: acepte usted mis cheques que son corrientes. En seguida: un millón de libras esterlinas. Para ahora tengo.

—Mire usted que me enfado.

—¿Por qué? ¿Quieres dinero?

—Lo que quiero es que tome usted la sopa.

—¿La sopa? Yo no quiero sopa; yo no como sopa; yo tengo mucho dinero para comer sopa. ¿Qué quieres? ¿Cien millones? ¿En liras? Te los doy á la vista. Sociedad Internacional de...

—¡Que me enfado, D. Manuel! ¡Que me enfado!

—¿Por que no la tomo?

—Pues, ea.

—Pero si te la pago.

—Pues tómela usted.

—Te la pago y no la tomo.

—Eso no está bien.

—¿Y tú has pagado siempre todo, absolutamente todo lo que has tomado?

—No hablemos de eso.

—Contesta y dí la verdad. ¿Has pagado siempre? Contesta la verdad, ó no tomo la sopa. ¿Has pagado siempre lo que has tomado?

—Siempre, no.

—Pues desátame, y te ato.

La evolución de la materia

Ciertas cosas hay que referirlas sobriamente.

El sencillo toque de oración es más expresivo que los raros gritos con que los sacerdotes acompañan las ceremonias del culto.

Richard Krassoff era un hombre serio y un buen amigo.

Un día se me dijo que Richard era emigrado ruso.

Tanto mejor.

Los hijos escarnecidos por sus padres son más dignos de respeto que los padres bondadosos.

Me presente por primera vez en casa de Richard una tarde de invierno. Krassoff tenía en las barreras una habitación modestísima.

Entonces conocí la familia de mi amigo.

La señora tenía treinta y cinco años, y parecía una anciana. El niño desempeñaba una plaza de agregado en el escritorio de un banquero. Su hermanita tenía seis años. Pequeña como la margarita y blanca como las azucenas, tenía María esa rara simpatía que acompaña á la desgracia.

Quede agradablemente sorprendido ante aquellos individuos que, por su honradez, merecían ser pobres.

Senté la niña sobre mis piernas y la dejé jugar con la cadena del reloj. Pero, de pronto, interrumpiendo su juego, me dijo:

—¿Quieres que te cuente un cuento?

—Sí, hija mía.

—¿Cuál?—preguntó la señora de Krassoff.

—El del huevo, mamá.

—¡Ah, el del huevo! interrumpió Richard. Escúchelo usted, Sr. Lanza. Es interesante ahora que tanto se preocupan los sabios con las evoluciones de la materia.

—Esta bien. Cuenta.

El niño se apoyo en la pared y dibujo en sus labios una amarga sonrisa que sostuvo durante toda la narración. Krassoff, de pie y mirando hacia la calle, entretúvose en golpear los cristales con las yemas de los dedos. La señora fijo sus ojos en la niña, y esta apoyo su manita izquierda en mi hombro, y accionando con la derecha empezó así su cuento:

—Pues, señor, el emperador tenía una hermosa gallina encerrada en un pabellón del jardín, y catate que una noche se escapa un tigre de la jaula de las fieras y se mete en el pabellón con la gallina.

Pues, señor, á la mañana siguiente recogieron el tigre y vieron que la gallina había puesto un huevo; y como el emperador todo lo quiere para sí, cogió el huevo y se estuvo quietecito calentándolo para comerse lo que saliera... Y salió... ¿á que no sabes lo que salió?

—No lo sé.

—Pues salió un polizonte.

—¡Ah!—exclame cuando comprendí toda la idea,—y, besando con arrebato á la niña, la dije: «Benditos sean tus padres que te enseñaron ese cuento, y bendita tú si se lo enseñas á tus hijos.»

Contabilidad rusticana

Pedro presta á Juan diez duros sin interés. Llega la recolección y...

—Ya sabes que me debes diez duros.

—No lo niego.

—¿A cómo está la cebada?

—A diez reales.

—Pues me debes veinte fanegas, y me harás un papelito.

—Lo haré.

Llega Enero y sigue el tiempo seco.

—¿A cómo está la cebada?

—A cuarenta reales.

—Pues me debes cuarenta duros.

—Es verdad.

—Me harás un papel.

Llega la recolección; la cebada está á diez reales, y Juan debe ochenta fanegas. Llega Enero; la cebada está á diez pesetas, y Juan debe ciento sesenta duros.

Al año siguiente, Pedro embarga á Juan la casa, las mulas y la tierra, y se queda con todo ello.


* * *


Otro caso: Varios amigos nos reunimos á merendar; yo me encargo de todo el gasto, y Pedro de facilitar el vino. El día siguiente nos reunimos para ajustar cuentas, y digo:

—Se han gastado diez duros, y somos diez; conque tocamos á cinco pesetas.

Todos me van entregando su cuota, y Pedro me dice:

—Bueno. Yo tengo que dar veinte reales; pero como he pagado catorce de vino, toma seis, y en paz.

Así, yo pago el vino.


* * *


Otro caso: Compro en un pueblo una instalación de luz eléctrica con la rebaja del 10 por 100.

—Mira, Pedro, que aquí faltan las bombillas.

—Bien, las desquitaremos al ajustar la cuenta: son diez luces que me costaron á diez pesetas, que hacen cien pesetas; te rebajo diez, y quedan en noventa.

—¿Y las bombillas?

—Eran diez. A peseta cada una, son diez pesetas. Rebaja el 10 por 100, y quedan en nueve pesetas. Desquita de noventa, y me das ochenta y una, y en paz.

—No, hombre; tu me das por noventa pesetas la instalación que tienes, y además diez bombillas que me cuesten nueve pesetas; y como en la tienda cuestan diez, me tienes que dar esas diez pesetas para que yo las compre, y una peseta más para que las compre con el 10 por 100 de ventaja. De modo que de noventa pesetas te desquito once.

—Pues no lo entiendo.


* * *


¡Los rústicos!

Cuando no engañan á Esau con un plato de lentejas, matan á Abel con la quijada de cualquier funcionario.

Judas

(Fotografía del natural)


Dícese que iban por un camino, y en dirección opuesta, un jesuita moreno y un escolapio muy rubio. Es sabido que los jesuitas, desde la primera fundación calasancía, no han cesado de molestar á los escolapios;y sabido es que, entre la gente de iglesia, los odios son recíprocos. Al hallarse próximos, dijo el jesuita:

—Rubio era Judas.

Y contestó el escolapio:

—Eso no es artículo de fe: lo que si es artículo de fe es que Judas era de la Compañía de Jesús.


* * *


Generalmente, nos imaginamos á Judas, rubio, feo, vendiendo por treinta dineros al hijo de María, y ahorcándose después; y todo esto es inexacto. Judas, aunque pareciese rubio, no lo era; porque lo racional en un Judas es que se tiñese el pelo. Judas era hermoso; si hubiese sido feo, enfermo, ó lisiado, hubiera sido melancólico, quizá agresivo, pero nunca traidor; porque los desgraciados, cuando tienen un Jesús que les quiera, jamás le venden. Judas no cobró solamente treinta dineros: eso es una candidez de los modernos eruditos. Judas cobró mucho más; porque en aquellos tiempos la dignidad profesional de los traidores estaba á mayor altura. Judas no fué suicida: á Judas le mando ahorcar Caifás; porque siempre los poderosos han gobernado de la misma manera: explotando la traición y asesinando á los traidores.

En esa hermosa Biblia, que es el Libro de la Humanidad, no hay pasión que no este encarnada magistralmente. Grande es la figura de Caín, el crítico de todos los tiempos; grande es la figura de Abraham, el vividor de todas las edades; grande es la figura de Lot, el grotesco capellán de monjas; pero no hay figura más grande que la de Judas, porque no es posible llamar Judas al estafador, ni al tendero que mide mal, ni á la prostituta que nos engaña, ni al ladrón que denuncia á su compañero: es preciso un escenario muy grande, un marco amplísimo, un amor infinito y un dolor horrendo, para que aparezca entera la colosal figura de aquel asqueroso polizonte. Es Judas quien entrega su patria al enemigo extranjero; es Judas quien, en nombre del pueblo, engaña al rey; es Judas quien, en nombre del rey, fusila á las mujeres y á los niños: Napoleón III, entregándose en Sedán, no llega á ser Judas; y un presbítero en el confesonario, desviando del hombre y del hogar los corazones de la virgen y de la esposa, es un Judas satánico y magnífico, á quien aún no se ha ahorcado.


* * *


Judas era hijo de un adultero y de una adultera. Su madre había nacido en Samaria; si hubiera estado en Sichar y hubiera conocido á Jesús, acaso se hubiera convertido como la Samaritana; pero Jul vivía en Garizin casada con un menestral. Allí la conoció Dhas, soldado aventurero, que había llegado con los romanos y que desempeñaba funciones policiacas. Dhas había abandonado á su santa mujer, pretextando que ésta le había arruinado en un mal negocio; y, hallándose en Garizin, sedujo á Jul, viviendo ambos á expensas del engañado marido. Cuando Jul no pudo mantener á su amante y quiso trabajar, la obligo Dhas á prostituirse; y cuando Jul ya fué vieja, y no pudo seducir, la abandono Dhas. El hijo que tuvieron lo era de Jul y de Dhas, y se llamó Jul Dhas: Judas.

La madre de Judas era hermosa, con sus pies menudos, de metatarso admirablemente arqueado; su carne blanca y suavísima, su seno, abundante; su amplio cabello, rizoso; y su rostro ovalado, de grandes ojos negros.

El padre de Judas era hermoso había nacido en Atela, pueblecito entre Capua y Nápoles, á cuyo anfiteatro quería el pueblo enfurecido llevar el cadáver del emperador Tiberio. Dhas vivió en Roma del amor de las mujeres; y, cuando la esposa de un opulento caballero se canso de Dhas, le colocó al servicio de los ediles para que persiguiese á las cortesanas.

Judas heredo de su padre la codicia, y de su madre la cobardía; y, así como Jul, por temor se entrego á Dhas, Judas se entrego á Caifás, pero cobró dinero: Jul vendió sus besos espantada, y Judas vendió los suyos por treinta monedas: cuando Dhas ya no pudo explotara Jul, la abandono: cuando Judas vió que Jesús estaba perseguido, le abandono.

Judas, siendo mozo, se fué á Jerusalén con unos mercaderes; y, sirviéndoles, volvió ya hombre á Garizin. Cerca de la ciudad, y en las proximidades del camino, hallo á una prostituta, y concertó con ella el precio del placer. Cuando la hubo conseguido hablaron; y, como el dijese quien era, exclamo ella:

—¡Hijo mío!

Y Judas le contestó:

—Pues si eres mi madre, devuélveme el dinero.


* * *


De aquel ayuntamiento de Judas y su madre, ¿nació algún hijo? No lo sé. ¿Queda sangre de Judas en la humanidad? No lo se. Si volvieran á reunirse un polizonte adultero y una menestrala adúltera, ¿nacería otro Judas? No lo sé.

Ustedes quisieran que yo cometiese el suicidio de decirles quienes son nuestros Judas; y esto no es posible porque estamos los justos en plena pasión, y me está escuchando el Sanhedrín.

El idioma comercial

Fui el sábado á Bolsa para aprovecharme de la baja. Apenas entre, vino hacia mi Fernández.

—¡Amigo D. Silverio! Si llega usted antes de la media ve usted á D. Gaspar. Se nos ha hecho bajista. Me ha dado ordenes de vender á todo trance!trescientas mil pesetas! ¿Se las hago á usted?

Aquella noche recibí en casa la honrosa comunicación de los congresistas de Greatlie, pidiendo mi parecer acerca del idioma comercial. Este asunto es de importancia, aunque los españoles tengamos extraordinaria facilidad para expresarnos en todas las lenguas.

El domingo me hallaba en la Plaza de Toros, en mi delantera de grada, y Veneno comenzó á gritarme desde la contrabarrera:

—Ayer le fui á usted siguiendo en el Banco y no pude alcanzarle. Me dijo Paco, que había usted retirado el deposito de las treinta mil del ala, después llegue al ventanillo cuando usted acababa de presentar al descuento siete mil pesetillas en cupones; y luego estuve en cuentas corrientes esperándole á usted porque tenía usted allí un talón.

Termino la corrida de toros, y al regresar á mi casa, me detuvo en la calle de Sevilla mi cuñado Luis.

—Hola, Silverio. Acabo de separarme de Gutiérrez: dice que le has sacado por cuarenta y dos duros un broche que vale mil quinientos reales.

Afortunadamente, el broche era para mi esposa.

Y, cuando iba á acostarme, dije á mi mujer:

—Voy á contestar á Greatlie.

—Te pasarás la noche estudiando.

No tardo tres minutos.

Y escribí:

Señores Congresistas: á los comerciantes españoles lo mismo nos importa usar la lengua inglesa que la lengua china: lo imprescindible para nosotros es tener la lengua larga.

De ustedes aftmo. s. s. q. b. ss. mm.,

La locura ajena

—Pero, vuélvase usted de este otro lado—le decía yo en la huerta del manicomio al infeliz Roldan.

—De este otro lado veo mi buena sombra.

—No señor; de este lado no ve usted ninguna sombra, porque está usted cara al sol.

—De este lado está mi buena sombra, pero usted no ve la buena sombra que yo tengo. En cambio me vuelvo, y ahí tiene usted mi sombra negra, mi sombra mala, la que ustedes ven; y, por eso, me llaman mala sombra.

—Pues póngase usted de costado hacia el sol.

—¿Y que?

—Haga usted la prueba.

—¡Si la hago muchas veces!

—Vera usted que solo tiene usted una sombra.

—Veo las dos, pero usted solo ve la mala.

—Como usted vera la mía.

—Algunos días no, pero hoy la tiene usted.

—Porque discuto.

—Porque está usted muy pesado, y sería usted capaz de volverme loco.

—Eso es lo que yo no quiero.

—O devolverse usted.

—Lo sentiría.

—Y yo también; pero es peor hallarse cuerdo y que le tengan á uno encerrado. Y todo por mi mala sombra. Y por la noche es peor. Cuando voy por el corredor estrecho siempre voy viendo mi sombra mala.

—Porque siempre tiene usted á sus espaldas un farol.

—Como usted tiene siempre una respuesta.

—No vale incomodarse.

—Ya sabe usted que no me incomodo; trato de convencerle á usted, y algún día me dará usted la razón.

—En cuanto usted la tenga.

—En cuanto usted razone. ¿Por qué al pasar por delante del tragaluz de la cocina, cuando vamos á cenar, crece tanto mi mala sombra?

—Porque la luz viene de abajo.

—Me recuerda usted á un orador de club á quien oí, y que decía: Es necesario enseñar á los reyes, que la luz que ha de iluminarles viene de abajo, y como el orador pisase en el suelo una cerilla que se inflamo, hubo chacota larga y... y...

Se oyeron voces pidiendo socorro; los mozos del manicomio corrieron hacia el estanque, corrí yo también, y se estrajo del agua á un demente que se había visto reflejado en la superficie del liquido y fué á abrazarse consigo mismo.

Se entero Roldan, y se acerco á mi y me dijo con tono picaresco:

—¿Ha visto usted el muy animal? se le ahoga su mala sombra, y se tira á salvarla. Ese sí que está loco.

Profilaxis

—¿La Gaceta del día 15?

—Tenga usted.

Me interesaba aquel numero de la Gaceta porque yo era oficial de albañil; quería hacerme maestro de obras; y se legislaba acerca de esta carrera que fué suprimida.

Estábamos sin trabajo porque los ricos paraban las obras empezadas y se largaban huyendo del cólera.

Por todas partes se veían camillas y carros fúnebres. Roque, el solador, salió de una taberna de la plaza del Progreso, oscilo y dió de bruces en la acera. ¡Está borracho!, dijeron unas mujeres. Me acerqué; el infeliz tiritaba de frío. Le cogieron, se lo llevaron, y seguí hacia mi casa. Cuando cruce el patio para tomar la escalera interior oí que lloraban en el 7. ¡Pobre Anita! ¡Y deja tres niños!

Mi patrona estaba fuera de casa, y Rosa, la vecina, me dió la llave de mi cuarto y me dijo:

—¿Sabe usted quien se las guilla?

—¿Quien?

—María Nieves. Y como no hemos encontrado ningún hombre en la vecindad, pues no se ha hecho nada.

—Iré yo.

Entre en mi habitación, me quite la chaqueta que llevaba sobre la blusa, y saque del bolsillo la Gaceta.

María Nieves estaba acabando. En el catre se veía temblar el cuerpo que tiritaba; y, sobre la almohada, aparecía el lívido rostro de aquella niña tan hermosa.

—¡Dios se lo pague!, señor Silverio—dijo la madre.

—¿No hay ladrillos calientes, ni botellas de agua hirviendo?

—A esta hora no hay lumbre en la vecindad.

—Si usted quisiera...

—Lo que usted mande.

Le dí una peseta para que subiese dos botellas de vino, me desnudé, y me metí en la cama con aquel capullo de diez y siete años.

La pobrecita lloraba; quizá su pudor se ofendía; quizá eran lágrimas las suyas con que agradecía mi arrojo.

La rodeé con mis brazos y con mis piernas; me bebí á sorbos los tres cuartillos de vino, y á la media hora Nieves y yo sudábamos.

Desperté á la mañana siguiente, y me halle solo en la cama.

—¡Abuela!

—¡Señor Silverio!

—¿Y María Nieves?

—En su cama de usted.

Cuando llegue á mi cuarto, María Nieves me tendió una mano que estreche con amor.

Y antes de salir, busque la Gaceta.

—Pues vera usted—me dijo la abuela—como la niña necesito tanto papel...

—Vaya con Dios si le ha aprovechado.


Hoy me dice mi esposa María Nieves.

—Mira que si se nos muriese del cólera cualquiera de los hijos...

—Que trabajen como yo he trabajado. Trabajando se suda, y el sudor es la profilaxis del cólera.

Y mi mujer, que se ríe de mi amor al orden que me ha llevado á la cárcel, se acuerda de la Gaceta, y me dice:

—Ya se el preservativo y el tratamiento.

La fe

Para ir á la Meca, no puede el marido impedir á la mujer que vaya, sino que si el no quiere ir, ella toma otro que la acompañe por todo el tiempo que dure el viaje; y si viene del viaje preñada, lo que para, siendo hombre, es gerifo, que quiere decir, pariente de Mahoma, porque dicen concurre Mahoma á la generación...

El P. Castillo (devoto peregrino).


Pues bien; Aniceto es gerifo. Su madre era una hermosísima mujer cuando la conocí.

Un día, durmiendo entre altos trigos, á orillas de una vereda que conduce desde el pueblo á la ermita de San Juan, alegróse mi vista con la repentina presencia de la lugareña. Hizo ella súbitos ademanes de inquietud y asombro así que me vio, más yo la tranquilice con la mesura de mi palabra y lo respetuoso de mi continente, y de este modo la anime á conversar conmigo.

—Buenas tardes, Bibiana.

—Buenas las tenga usted, señorito.

—¿Va usted de paseo?

—Sí, señor.

—¿Hacia donde?

—Pues... hacia la ermita.

—Quiere usted sentarse y descansar.

—No, señor, no. Es muy tarde y voy de prisa.,

—Diga usted, ¿esa ermita es de San Juan?

—De San Juan, si.

—¿Y está el santo dentro de la ermita?

—Ya lo creo.

—¿Cuándo es su fiesta?

—Dentro de doce días; el veinticuatro de este.

—Entonces es San Juan Bautista. ¿Y que fiesta le hacen al santo?

—Pues se le hace mucha.

—Usted perdone; la estoy molestando con mis preguntas y usted lleva prisa.)

—¡No faltaba mas! Usted pregunte lo que quiera.

—Pues, se lo diré á usted andando.

Y efectivamente empezamos á caminar hacia la ermita.

Mientras yo hablaba iba Bibiana recogiendo piedrecitas del camino, las cuales guardaba debajo del delantal.

Llegamos juntos cuando ya se había ocultado el sol. Yo mire por la rejilla de la puerta, y apenas pude ver lo que había dentro. Bibiana empezó á rezar, y me retire y me marche al otro lado de la ermita. Después, con el mayor sigilo, y dando un gran rodeo, me coloque de manera que pudiese observar á la gentil aldeana.

¡Cual no sería mi sorpresa, viendo á Bibiana sacar las piedrecitas que había guardado, y arrojarlas con fuerza dentro del santuario á través de la rejilla de la puerta! Llegue á convencerme de que apedreaba al santo. No pude contenerme, y fui hacia ella.

—¿Qué hace usted?

—Nada.

—¿Esta usted tirando piedras?

—Sí, señor.

—Pero ¿por que hace usted eso?

—¡Ah! no, señor, por nada.

—¿Por nada? Yo quisiera que usted me dijera el por qué.

—Si no hay por qué.

—Entonces lo averiguare en el pueblo.

—No, no. Yo se lo diré á usted.

—Bueno; ¿qué es ello?

—No es ningún pecado...

—No digo que lo sea.

—Es que este santo tiene una virtud.

—¡Una virtud San Juan!... ¿La de dar novio á las chicas?

—Sí, señor.

—Pero usted es casada.

—Sí, señor.

—Y ¿busca usted novio?

—¡Si no es eso!

—Entonces ¿qué virtud tiene el santo?

—Pues que da hijos.

Me quede asombrado.

—¿Y los da tirándole piedras?

—Sí, señor pero hay que darle en las narices.

Solté una carcajada que retumbó en los montes.

—No se ría usted.

—Pero ¿quién le ha dicho á usted eso?

—Pues se dice en el pueblo, y yo se lo he preguntado en confesión al señor cura, y me ha dicho que si.

—Pues ríase usted de todo eso. Por fortuna, para usted, he llegado á enterarme. Soy medico, y supuesto que nadie nos escucha, hábleme usted con entera libertad, ¡segura de que voy á proporcionarle el logro de sus deseos.

¡Oh! ciencia, ciencia...

¡Oh! ciencia! Tu eras la más astuta de las

Celestinas!

Ya de noche, cuando el vientecillo había dejado de soplar, cojí una chinita y se la dí á Bibiana diciéndole:

—Anda, dale una pedrada al santo.

—Pero, hombre, ¿á oscuras?

—No importa; tírasela y volvamos al pueblo.


* * *


—¿Has estado en la ermita?

—Si.

—Y yo también.

—¿Has visto?...

—Sí. El pobre santo tiene las narices rotas.


* * *


Al año siguiente, cuando yo volví al pueblo, ya había nacido Aniceto.,Su padre había pagado la compostura del San Juan, y yo, hablando con el cura de estas cosas, le decía:

—¿Pero será cierto el milagro?

—Bien claro esta.

—De modo que V. cree en esa virtud.

—Diré á usted; el hecho mirado materialmente es dudoso, pero una buena fe puede mucho.

—Es cierto—le interrumpí,—por eso yo nunca abandono la mía.

Apunte de economía política

—Y usted, Jesús, ¿qué espera de este Gobierno?

—Yo, nada.

—Ni yo. Entre paréntesis, ¿ha bajado el cuatro?

—Hoy, no.

—¿Y el cinco?

—Bajo ayer.

—Hoy subirá.

—o no: según se presente la cuestión de Africa.

—Pero yo creía, Jesús, que eso no tenía importancia de cierta especie.

—Pues hay algo.

—¡Si yo fuese dueño de Africa...!

—¿Qué haría usted?

—Lo primero allanar...

—Perdone usted que le interrumpa, Don Ignacio. ¿El Banco le merece á usted confianza?

—Completa.

—Pues yo no la tendría.

—¿Qué teme usted?

—¡Quién lo sabe!


* * *


Calle del Bastero, numero 303; casa vieja, anterior á la venida del caciquismo; portal muy grande que termina en un patio, por cuyas paredes trepa la escalera y se extienden los corredores.

Jesús, zapatero remendón, trabaja en su oficio y conversa con Don Ignacio quien, sentado en un banco que oscila, mueve las manos para sostener un cigarro de la Tabacalera, y las descansa sobre el abultado vientre.

Africa llega de la calle. En la acera se ve al 5, Tostón, que venía tras la moza; y en el corredor aparece el 4, Rubiales, que la estaba esperando.

—Buenos días, señor Jesús.

—¡Hola, vecinal

Don Ignacio se pone erguido, señala al busto de la barbiana, y dice:

—Tiene usted un punto en el jersey.

—Haga usted otro.

—¿Qué?

—Que haga usted punto.

—Sabe usted más que Merlín.

—Y más que usted: como que usted no sabe lo antipático que se cría.

—Por ser cosa de usted, me quedo con ella.

—Póngala usted donde la vergüenza para que no se la vea nadie. Conque, adiós Jesús.

—Adiós, vecina.

—Y para la compañía, que soy yo, na.

Africa empieza á subir la escalera; Don Ignacio va al patio atisbando las pantorrillas de la moza, y dice:

—¡Vaya una media! y ¡vaya una liga!

Párase Africa; apoyase en el pasamanos, y contesta pausadamente:

—¡Rediez con la compañía de Jesús!: siempre está buscando ligas en las alturas; y le pasa con las medias lo mismo que con los medios: todos le parecen bien.

Carcajada del zapatero, del 4 que sigue en el corredor, y del 5 que ya está en el portal.

La mujer sigue hacia el segundo piso; y Don Ignacio despechado, se sienta y rueda por el suelo. Al ruido se asoma la vecindad; y el remendón grita:

—¡No asustarse!: es la compañía de Jesús que ha hundido el banco.

Astronomía legal

El alcalde de Villaruín está satisfechísimo con su nueva casa, que es la única mejora del pueblo.

Llega el mes de Noviembre, y la señora alcaldesa traslada el lecho conyugal al dormitorio de invierno.

A la mañana siguiente se levanta Don Máximo, y se dispone á contemplar desde la ventana el pueblo que gobierna.

Se asoma, y...

—Es estraño; desde que vivo en esta casa siempre ha salido el sol por mi derecha, y ahora sale por mi izquierda. Ordenemos un bando de buen gobierno.


* * *


El maestro de escuela queda encargado de explicar el fenómeno científicamente y gratis.

—Una de dos: ó el sol ha empezado á caminar rápidamente y en la dirección que rota la tierra, lo cual no es posible, ó ésta ha girado en el sentido de un meridiano, lo cual tampoco es posible.

—Lo que no creo posible es que haya un maestro más bruto que usted. ¡A la carcel!


* * *


Así se creo en Villaruín la costumbre de celebrar dos fiestas anuales: cuando Don Máximo cambiaba de dormitorio.


* * *


Murió el maestro extenuado por el ayuno y por la prisión; y antes de morir, dispuso que le enterrasen con la cabeza hacia levante; pero, como no es fácil mover cada seis meses el cadáver, continua sin sepultar.


* * *


Yo, temeroso de estar sepultado en vida é insepulto en muerte, como el maestro de Villaruín, me reduzco á consignar que, mientras los hombres no se acostumbren á vivir sin amo, les saldrá el sol á los pueblos por donde le salga al alcalde.

¡Peste de vida!

Yendo en el coche que lleva de la Porte Saint-Martín á Grenelle, note la primera impresión: en la avenida de La Motte Piquet me convencí de lo que ocurría, y, al apearme en el Campo de Marte, entre en mi casa decidido á volverme á España. Charo se moría.

Esto es lo que ustedes llaman presentimientos. Y dicen ustedes: «!Que casualidad! Acababa de acordarme de Fulano, y en seguida me halle con el.» Pero ninguno estudia el por qué Fulano ejerce esa avocación. Creen ustedes que les censuro? No tal. Charo y yo fuimos muy infelices; conque sigan ustedes en su dulce ignorancia.

No me negaran ustedes que la atención es la mayor servidumbre del espíritu. Abandonar todas las ideas propias, las adquiridas por comunicación y las creadas por raciocinio, y entregar el animo á otro hombre para que nos produzca impresiones, juicios, diserciones y deseos, es la mayor de las servidumbres humanas; y esto se logra produciendo una impresión sensoria superior á las preexistentes. Claro es que, cuanto menor sea el numero de los sentidos que se haya de impresionar, más fácil será la impresión. Por eso la elocuencia de la palabra, debe acompañarse de la elocuencia del ademán, para que en el auditorio se compadezca la impresión de la visión con la impresión de la audición. Por eso en los espectáculos mímicos, procuran los artistas que ningún ruido extraño al asunto dramático impresione el oído de los espectadores, ó bien, se acompaña la acción con una música apropiada. Y por eso, cuando se quiere impresionar por medio dela música, se procura que los músicos no sean visibles por el público, que una débil luz impida que la vista se distraiga, ó que una acción teatral impresione la vista en consonancia con las impresiones producidas por la música.

Lo dicho les parecerá á ustedes monótono, porque no logro hacerme atender; y á la verdad que la elocuencia del escrito es la más difícil. Pero pongan ustedes un poquito de su parte (esto se llama autosugestión) y sigan atendiéndome, que muy pronto llegaremos á una narración más amena.

Cuando la atención es grande, se origina la presunción, ó sea presumimos lo que aún no hemos oído: el final de un párrafo en un discurso, una contestación en un dialogo, ó la conclusión de una frase, ó la repetición del motivo ó del tema en una obra musical.

Muchas veces nos ocurre que nuestras presunciones son engañosas, y no acertamos al presumir; y si entonces, en vez de distraernos, aumentamos nuestra atención, y nos entregamos á la acción sugestiva, sentiremos como siente el orador ó como sintió el músico; tras la comunidad de sensaciones, vendrá la comunión de raciocinios y la comunión de deseos; y cuando esto ocurra, si el orador se interrumpe bruscamente, adivinaremos con exactitud lo que el orador iba á decir y no lo dijo. He aquí la transmisión del pensamiento á distancia, el telégrafo sin conductores; un insecto partido en dos pedazos, á un lado la cabeza, que no puede moverse porque le falta el motor dinámico; y, al otro lado, el cuerpo (donde está dicho motor), moviéndose según se lo ordena la cabeza.

Esta sugestión, que permite la transmisión del pensamiento sin el uso de ningún lenguaje, puede verificarse en un individuo ó en varios; puede ser mutua; fugaz como en el caso que hemos descrito; pasajera si se produce en el estado patalógico que se llama hipnotismo, y permanente si es consecuencia de una relación constante.

Todo esto les parecerá á ustedes muy bonito. Pues se engañan ustedes.

Charo y yo llegamos á la sugestión mutua; nos adivinábamos, pero no nos obedecíamos. Esto es muy triste.

Yo se que la humanidad (que muy pronto ha de sustituir su actual escritura con la escritura fonográfica) llegara á transmitirse el pensamiento sin necesidad de lenguaje. Pero entonces la humanidad será perfecta y sus pensamientos serán purísimos. Si ahora, al reunirse los legisladores en las Cámaras; los obreros, en el taller; los soldados, en las maniobras; los devotos, en los templos; y las familias, en los hogares, todos adivinasen con exactitud los pensamientos ajenos, ¡adiós sociedad, donde es tan dulce la vida de los hipócritas y de los tontos!

Y por eso nos separamos Charo y yo; porque no podíamos engañarnos, y nos aburríamos. Convinimos en no necesitar el uno del otro, y en no pedirnos nada, y en no acercarnos á menos de cien leguas; y ella en la provincia de Cádiz, y yo en París, nos enviábamos nuestros pensamientos, pero no nos poníamos á averiguarlos.

¡Lo que nos hizo sufrir nuestra separación!

Una vez me envió la idea de que estaba harta del marqués de X, que era un político viejo é impolítico; pero tuve valor, y la transmití el pensamiento de que me divertía mucho con mis investigaciones acerca del limite entre las fermentaciones orgánicas y las combustiones inorgánicas.

¡Pobre Charo! Ya les he dicho á ustedes lo que me ocurrió en París aquella mañana; pues bien, cuando llegue al pueblo donde Charo pasaba el invierno, estaba enterrada.

Y muerta, seguía transmitiéndome su pensamiento y dicien... ¿Ustedes creerán que en cuanto un individuo se queda quieto y frío ya está muerto? Pues no es verdad. Acaba la vida muscular, pero continua la vida nerviosa. Si le dejáis abiertos los ojos, vera lo que este situado en la dirección de los ejes ópticos; notara vuestros besos y el calor de vuestras lágrimas, y se enterara del trato que hagáis con el enterrador.

Chanto seguía llamándome desde su sepultura; yo convencí materialmente al guarda del cementerio; y la muerta, estirada dentro de la abierta caja, estuvo al alcance de mis manos.

Olía mal.

Ella adivino mi pensamiento.

—Tampoco tu eres muy limpio.

—Es cierto.

—Pero no te he llamado para discutir. ¿Te extraña que este resignada? Estoy contenta; ¡peste de vida! ¿Qué será muy grave lo que voy á decirte? Lo es para mi. Me dieron la gran jaqueca para amortajarme. Y me rompieron el vestido: eso es lo de menos. Y luego la Dolores me corto el pelo para dártelo. ¿Dices que lo tienes ahí? ¿Que lo conservaras eternamente? Gracias. ¡Peste de vida! ¡Ya te enteraras! Pues te he llamado porque á la Dolores se le cayeron las tijeras aquí, á mi lado derecho, y no se atrevió á cogerlas y se han quedado abiertas, y esto es de muy mala sombra. ¿Te extraña que piense así? Pues ¿y tú? ¿Que te de un consejo para...?

El sepulturero se me acerco, y me dijo:

—No vaya usted á enfermar.

—Adiós—me decía la muerta.

—¿Qué es lo que tiene usted ahí?

—Unas tijeras que había en la caja.

—Roñosas están, pero yo las pasare por la piedra; los metales tienen eso, que siempre aprovechan.

—¡Peste de vida!

Esto se lo dije yo al enterrador al mismo tiempo que la muerta me lo transmitía.

No atiendan ustedes mas, si es que han atendido hasta aquí.

El mayor enemigo de los Reyes Magos

La casa, numero , de la calle de San Simón no está construida atendiendo á las diferencias de clase. Un solo portal sirve para los inquilinos de los principales exteriores, de las buhardillas y de los bajos. Y el desorden es tan grande que los reyes de la casa viven en el patio, en el cuarto numero 3. son reyes por delegación como todas las autoridades. El propietario es desconocido. El conocido es el administrador; el señor Don Rufino, un gallego bajito, delgado y que no revela en su semblante ni su edad, ni su origen, ni sus aficiones; es ya propietario, y se ignora como adquirió las fincas que posee.

Don Rufino es el coco de los vecinos del numero 96 de la calle de San Simón, porque estos han de pagar sus mensualidades el día 8, bajo pena de verse citados á juicio de desahucio el día 9. Solo hay una manera de obtener concesiones, y se reduce á tener contenta á S. M. la reina doña Martina, la que vive en el 3 del patio, casada con Celedonio, ordenanza del Gobierno Civil.

La amistad entre el administrador y Martina provino de que al mudarse ésta á la calle de San Simón se enterase aquel de que eran paisanos, de la misma parroquia y de la misma aldea. Así averiguo D. Rufino que no le necesitaban sus parientes ricos ni le recordaban sus parientes pobres. Celedonio pago puntualmente y no pidió reparaciones en su cuarto, que parecía una cuadra dedicada á carbonería; y D. Rufino no creyó peligrosa su amistad con un sujeto tan sensato. Se habituó, cuando iba á cobrar, á pasar un ratito en el cuarto de Martina, que acostumbraba á su niña de cuatro años á sacudir las botas y los pantalones de Don Rufino, y dar á este agua fresca en el verano y caldo sustancioso en el invierno. Observaron después los vecinos que la niña salia cuando Don Rufino entraba, y empezaron las murmuraciones. Arreglóse el cuarto de Celedonio hasta el extremo de empapelar la sala y estucar la alcoba; y entonces crecieron las murmuraciones, y las murmuradoras se organizaron bajo el mando de doña Juanita, una jamona viuda que tenía en su compañía una sobrina pizpireta.

—¡Hola, vecina!

—¿Hay novedades?

—Que S. M. le busca la lengua á la del 2.

—¿Por qué?

—Por cosas de la chica. La del 2 tiene un muchacho de cinco años y su majestad tiene una niña, y por ahí ha empezado la cosa.

El tío Paelcaso, que vive en una escondida habitación interior, que todo lo aprovecha y come de lo que le producen un salón de limpia-botas y un puesto de agua donde trabajan otros, oye la conversación de las vecinas, y dice á su mujer:

—Miá tú, que si yo no tuviera más dinidad que esas purpurinas falsas...

—Anda, que la seña Martina tiene majestad,

—Si se la dan cuando este en las últimas. Y pa el caso, á mi la aristocracia y el pueblo, pues, pata.

Cuando Roque entro en el 2 del patio, hallóse con que su mujer tenía encerrado al chico, y supo que este había amenazado á Manolita después que ésta había dado dos cachetes á Felipín. Roque oyó el relato que le hizo su esposa, sentóse á comer, y dijo:

—Mañana es Reyes y estoy libre; con que buscaremos cuarto, y tu haces punto y aparte, porque las mujeres con vergüenza y los chicos bien educados no tienen cuestiones; y yo no le pongo la mano á Celedonio encima de la cabeza porque no quiero pincharme; ese para Frascuelo.

A las doce de la noche había cesado el ruido en el 96 de la calle de San Simón; ya estaban recogidas ó tiradas en el arroyo las latas que habían sido arrastradas por la escalera y después por la calle. Los viciosos pasarían la noche fuera de su casa, y los frugales ya estaban acostados. Faltaban Roque y Celedonio, el primero porque estaba sustituyendo á un amigo en la imprenta de un periódico de la mañana, y Celedonio porque no quería acostarse hasta convencerse de que Roque estaba durmiendo y no le buscaba cuestión.

A las tres entro el cajista, encendió una cerilla, se acerco á la reja de su cuarto y vió los zapatos viejos de su chiquillo puestos al sereno. Saco del bolsillo de la chaqueta unos zapatos nuevos, los colocó en el aféizar de la ventana y tiro los viejos en medio del patio.

Un cuarto de hora después llego Celedonio, entro en su cuarto, abrió la ventana donde estaban los zapatos de Manolita, los retiro, entróse con ellos en la habitación, y al poco rato los volvió á colocar en el mismo sitio, llenos de dulces y con una peseta en cada uno.

Al amanecer entro Paelcaso despejado de su quinta borrachera de aquella noche, vió los zapatos viejos en medio del patio, se acerco para recogerlos, y observo el calzado que habla en las dos ventanas. Echóse en los bolsillos los dulces, el dinero y los zapatos nuevos, dejo los viejos donde estaban los de Manolita, y estos en la ventana del cuarto de Roque.

Una hora después el cajista y Celedonio, con sus respectivas mujeres, se llenaban de insultos y amenazas; y Paelcaso, en su habitación, tentaba las dos pesetas, y decía á su mujer que devoraba los dulces:

—Miá tú cómo riñen la aristocracia y el pueblo.

¡No más anhidros!

Balneario de San Alotodo


Lo que alivia, cura.

Curarse es renacer; pues aunque sólo fuera conservarse, sería nacer á una continuación de la existencia.

Carecíamos en España de una Institución Hídrica; de la Meca de los Enfermos, ó de la Ciudad de la Salud. La tenemos ya.

Pidan prospectos é instrucción las personas que piensen favorecernos.


Modo de efectuar el viaje


El más cómodo es salir en el expreso de las cuatro. A la una de la madrugada se llega á Empalme. En Empalme no hay servicio de fonda; pero la estación, aunque pequeña, suele estar limpia.

Se sale de Empalme á las cinco de la mañana, y se llega á Valdezotes de Abajo (celebre por su apio equino, tan beneficioso para los reumáticos) á las once de la mañana, y de allí al balneario, que sólo dista cuarenta kilómetros, se hace el trayecto en los típicos vehículos del país, disfrutando, ora de las grandezas de la luz meridiana, ora de los perfumes de los dorados rastrojos.


Análisis de las aguas


El doctor D. J. M. Martín C. de Gómez certifica que cien unidades de volumen de nuestras aguas contienen:


Nitrógeno en suspensión....... 7 Nitrógeno en combinación...... 11 Ácido carbónico efervescente.. 4 Sulfatos Sódicos.............. 13 Cálcicos............. 15 Ferrosos............. 42 Magnésicos........... 21 Bicarbonatos Sódicos.............. 13 Cálcicos............. 18 Ferrosos............. 11 Magnésicos........... 24 Manganésicos......... 9 Arseniatos.................... 10 Fosfatos...................... 31 Salicilatos................... 5 Silicatos..................... 29 Cloruro de sodio.............. 3 Polvo de carbón purísimo (el remedio de las dispepsias).... 33 Materia bruta................. 1 ---------------------------------- TOTAL......................... 100


Advertencias importantes


Los principales periódicos publican los nombres de nuestros bañistas, y artículos muy largos como si fueran escritos por los redactores.

A los señores médicos se les remitirá 8,75 pesetas por cada enfermo quenas envíen, y si el numero de estos excediera de once, puede venir el medico con su familia á pasar gratis una semana en el establecimiento.

Las personas de distinción, que, por sus excesivas ocupaciones, no tengan el hálito de lavarse, pueden venir á disfrutar de los aires saturados de oxigeno, por la altitud, y de nitrógeno, por las substancias amoniacales que arrastran.

Para informes, dirigirse á nuestro representante en Madrid:

Las estrellas visibles

Diálogo de dos locos


—Perdone usted, mi general. Antes le salude á usted; pero no me acordaba de que toda la mañana he llevado vuelto el anillo, y que usted no me veía. Ahora me he descubierto y vengo á darle los buenos días.

—Muchas gracias; conque el anillo, ¿eh?

—Este es otro, pero no importa; yo los hago con cualquier cosa, y todos me sirven. Este es el anillo de Sísifo.

—Creí que era de usted.

—No, señor; de Esefo. De Esefo ó de Osiris; no estoy seguro.

—¿Y usted cree que nadie le ve á usted?

—Estoy persuadido.

—¿Y si los demás se lo ponen?

—Si se lo ponen y le dan vuelta, no hay quien los vea.

—Pues démelo usted, y haremos la prueba.

—No, señor.

—¿Duda usted de esa virtud?

—Nada de eso; pero si se lo pone usted, lo vuelve, y después no puede desvolverlo, queda usted para siempre invisible.

—No ocurrirá.

—Y que si yo necesito ocultarme mientras usted lo tiene puesto, pues, ea.

—(Con aire amostazado.) Pero si eso no oculta á nadie.

—Usted lo dirá.

—Dele usted vuelta, y ya vera usted como le encuentro en seguida. (Y le doy un puntapié.)

—¿Qué apostamos?

—Nada; porque ya sabe usted que mientras no venga Don Carlos, soy pobre.

—Pues de balde.

—De balde.

—¿Vamos allá?

—Cuando usted quiera.

El loco volvió el anillo, é inmediatamente dió al general una tremenda bofetada.

—¿Qué ha visto usted, mi general?

—¡Bruto!

—Pero, ¿qué ha visto usted?

—Las estrellas.

—¡Ah!, las estrellas; no digo que no.

Y siguió paseando tranquilamente.

Socialismo y Anarquismo

—Juan, ¿qué le trae á usted por aquí?

—Pues venía á que me echase usted una cuenta.

—Y, ¿qué quiere usted saber?

—Pues yo, el año 97, ganaba siete reales, y me asocie con los compañeros en eso de la resistencia; y, desde entonces, todos los años hacemos una huelga y nos suben un real: conque yo gano ya 14 reales, que es lo más en la costumbre. Pero me obligan á que este año también vaya á la huelga para que á los otros les suban; y yo vengo á que me eche usted la cuenta de si debo seguir con los obreros ó con los burgueses.

—¿Cuanto dura la huelga?

—Ponga usted mes y medio largo.

—Pondré cincuenta días, y supondré sesenta y cinco días festivos por año.


Años Jornal Días de- Ingreso Jornal efectivo nominal vengados Reales en 300 días lab. ------------------------------------------------- 1897 7 300 2.100 7 1898 8 250 2.000 6 ½ 1899 9 250 2.250 7 ½ 1900 10 250 2.500 8 1901 11 250 2.750 9 1902 12 250 3.000 10 1903 13 250 3.250 10 ½ -------------------------------------------------


En 1904, que también hubo huelga, solo gano usted 11 ½ reales de jornal.

—Entonces, ¿Cuándo ganare 14 reales?

—En 1907 — 17 — 250 — 4.250 — 14.

—Pues lo mismo hubiera conseguido sin necesidad de las huelgas. Ademas, los amos nunca pagaran 17 reales, aunque sean nominales.

—¿Por qué no? Venderán más caro.

—Es verdad. ¿Y si nos reuniésemos los de todos los oficios?

—Se aumentarían todos los jornales, y aumentarían también todos los precios.

—¿Y si nos reuniésemos todos los hombres, para el bien de todos y de cada uno, como es natural y necesario?

—Salga usted de aquí inmediatamente. Usted tiene ideas anarquistas y puede usted comprometer mi seguridad personal.

Guardias y maestros

En un camino que parte de Valdepeñas y termina en Sierra Morena... Yo creo que para ser morena es preciso tener algo más que el cutis de color obscuro y los ojos negros. Hay hermosas que parecen morenas y no lo son, y también hay rubias que son decididamente morenas. Se me figura que, aún explicándome mal, me hago entender. Las morenas verdaderas están tostadas exteriormente por un fuego interno que se manifiesta en sueños de aventuras, vivísimas emociones, deseos imperiosos y humildades heroicas. La rubia que es morena interiormente debe conceptuarse la hermosura mayor de la Naturaleza.

La sierra que separa la Mancha de Andalucía debe llamarse morena, y así se llama. Allí hay lugares á propósito para los más románticos sueños de amor, los más crueles asesinatos y los duelos sin piedad. Aquello es un monumento gigante levantado á la superioridad de lo malo y á la superioridad de lo bello. Por todas partes lleno de cruces, cifras y fechas, como libro que anota un critico algo ilustrado. Un montón de piedras que recuerda una promesa; un árbol cortado que es señal de un juramento; cuevas que han oído gritos de dolor y besos de enamorados; una tierra que ha absorbido vino y sangre, y un firmamento que ha contemplado impávido todas estas cesas, dando quizá día tormentoso al alegre galán y serena noche de luna al temeroso bandido.

Pues bien; en el camino que cito al principio está la celebre venta del Recodo.

La venta es una necesidad en la sierra, porque una sierra sin ventas sería como una corte sin palacios. Precisamente la venta es el palacio de la sierra. Los venteros son unos magnates. Ellos delatan á la Guardia civil los crímenes en que no han tomado parte, y ellos ocultan á la Guardia civil los crímenes en que figuran como reos. Cada venta tiene su nombre, sus dominios y sus parroquianos.

La venta del Recodo está situada sobre la cumbre de un peñasco llamado por su forma La Muela. Desde la venta á una brusca vuelta del camino está tendido un puente de madera. Por debajo del puente hay un abismo, y en el fondo del abismo algunos huesos blancos, ocultos por la maleza con esa tenaz porfía con que la tierra encubre y desfigura los restos de sus víctimas, como si temiera no parecemos hermosa. Aquel puente se rompe ó se quema cuando quiere el ventero, y este echa la culpa al viento ó al rayo. Lo dicho basta para sospechar la celebridad de la venta del Recodo.

En ella estaban una tarde Niceto el Manchego, varios compañeros suyos y un forastero de La Línea, persona reputadísima por los muy buenos servicios que había prestado durante su vida á los héroes del contrabando. Se trataba de obsequiar á este inglés mestizo, y Juan José, el ventero, había puesto sobre la mesa de los comensales longaniza, pan y un jarro de vino; y en la lumbre, una cazuela con guisado de conejo.

—Juan José.

—¿Qué quieres?

—¿Es este el mejor vino que hay en tu casa?

—Yo creo que si.

—¿Habrá que verlo?

—Cuando yo lo he puesto es para que lo bebas.

—El vino no es malo.

—Pero este lo tiene mejor.

—Te he dicho que no.

—En fin, lo beberemos.

—¿Adonde va usted desde Valdepeñas?

—Me bajo á Málaga.

—Aquella es buena tierra.

—Hay de todo. Los tiempos están muy cambiados.

—Ya lo creo.

—Esto no se conoce. aquí se ha hecho mucho dinero; pero ahora... truco.

—Estamos más en el oficio.

—Eso es lo malo.

—Unos cuantos que han estado arando hasta ayer, y hoy se salen al camino á ladrar y no trabajar.

—Ni dejar hacer.

—Vaya otro trago.

—Lo dicho: no es mal vino.


* * *


Caballero en una gorda pollina camina hacia la venta del Recodo Juan Sañudo, que tiene tanto de su nombre que nada le queda de su apellido. Juan Sañudo es maestro de escuela de Alfajotal. Es casado con una mujer cuya particularidad es la de no ser chismosa, y tiene un hijo que sirve al rey. Vive en el pueblo, donde tiene la escuela, cobra alguna vez algo de su sueldo, y se sostiene del producto de unas tierras propiedad de su esposa. Consagra su vida á cultivar su hacienda para bien suyo, y la inteligencia de sus discípulos para bien de la Patria. Los domingos, después de la misa, lee un numero de La Fe, que le presta el cura del pueblo.

Juan Sañudo viene de Valdepeñas.

Guando la pollina empezó á pisar el puente de madera, Juan José salió á la puerta, y Niceto y sus compañeros buscaron con sus miradas al que llegaba.

—Buenas tardes.

—Dios nos las ha dado.

—Pase usted.

—Buenas tardes, señores.

—Buenas tardes.

—¿Me dará usted un poco de vino fresco para ayudar á mi merienda?

—Sí, señor; siéntese usted.

—¿Conocéis á este?

—Yo no.

—Parece obispo.

—Allá se las haya.

Juan saco de sus alforjas un trozo de pan y una tartera con bacalao frito.

—Buen gasto te va á hacer ese fraile disfrazado.

El ventero callo, y Juan callo también; pero sintió que su corazón palpitaba violentamente y que se estrechaba su garganta.

—aquí tiene usted el vino.

El maestro dudo un rato; por fin, volviéndose á los contrabandistas, les dijo:

—¿Ustedes gustan?

—Gracias, que aproveche.

—Gracias.

Pero el compañero de Niceto, que ya había comenzado sus hostilidades, contestó con tono burlón:

—¿Es eso todo lo que ofrece usted?

—Amigo mío, no tengo nada mas.

—Valiente agasajo.

Juan volvió á callarse. Entonces su declarado enemigo cogió un pedazo de pan y lo arrojo con fuerza á los pies del paciente Sañudo.

—Tenga usted hombre, tenga usted.

—Gracias; esto para mi borrica.

Y sacando el brazo por la puerta echo el mendrugo al animal.

—Eso es desprecio.

—No, señor. Le he dado á usted las gracias.

—Ya decía yo.

Los contrabandistas comenzaron á hablar en voz baja.

—¿Por qué haces eso?

—Me ha hecho gracia ese cura.

—¡Vaya una gracia!

—¿Te sabe mal?

—Es que Niceto se va volviendo sensible.

—No es eso. Creo que conozco á ese hombre, y no se de que.

—Buscale entre los pobres.

—O entre los sacristanes.

—No se quien sera.

—Oiga usted, buen apetito, ¿á usted se le conoce en alguna parte?

—A mi, no, señor.

—Ya estás enterado... Y diga usted ¿me vende usted el caballo?

—¡Oh! no, señor.

—Yo lo pago bien.

—Lo supongo; pero me hace falta.

—Voy á probar que tal bicho es.

Aquel hombre salió al puente y comenzó á jugar con el animal.

Juan Sañudo, en el dintel de la puerta, contemplaba las dos bestias: los demás permanecieron sentados.

Pero la pollina llego á incomodarse y levanto las patas traseras. El contrabandista, al huir el golpe, puso un pie fuera del puente, cayo y se agarro con la mano izquierda á uno de los tablones. El maestro Juan corrió, cogió la mano aquella y sostuvo al caído pendiente de su brazo y columpiándole sobre el abismo. Juan José y sus compañeros rodearon á aquel modesto Hércules. Niceto dió un grito, y exclamo:

—¡Deje usted á ese hombre!

El maestro levanto el brazo y colocó á su humillado enemigo sobre el puente.

—¿Usted se llama Juan Sañudo?

—Sí, señor.

—Este hombre es mi amigo; el me ha enseñado á leer y á escribir.

—Pues, ¿quien eres tu?

—Niceto, el hijo de Romualdo el pellejero.

—¡Ah, sí!... Ya sé quién. Eras muy travieso, pero muy aplicado. Hombre, nunca te acordabas de las decenas sobrantes para llevarlas á la otra columna.

—Verdad es. ¿Dónde está usted ahora?

—En Alfajotal.

—Mal pueblo.

—Así, así.

—Ea, esto se acabo. Vamos adentro y merendaremos juntos.

—Yo, no. Me faltan dos horas de camino y quiero llegar de día.

—No importa.

—Perdónenme ustedes pero no quisiera retrasarme.

—Pues, vaya un cigarro.

—Gracias.

—Juan José, arregla la borrica del señor maestro.

Los contrabandistas acompañaron hasta la carretera á Juan Sañudo. Este, al despedirse, recordó unas palabras de la Biblia, y llamó aparte á su columpiado enemigo. Cuando se vieron solos, el maestro pidió un abrazo á su acompañante. Este le abrazo, y luego le beso las manos.

Juan echo á andar, y al poco rato se dijo:

—Pues señor, me he quedado sin merienda. Veamos si ha sobrado algo.

Busco en las alforjas y hallo pan, longaniza y una bota de vino.

—Lo que yo digo siempre. Estos hombres son como los toros. Han nacido para ser buenos trabajadores, pero les obligan á ser bravos, y cuando ya lo son, los matan. Vaya una civilización estúpida.


* * *


Nota. Estando el manuscrito de este cuento en poder del Sr. Ortega Munilla, publicó El Liberal el siguiente suelto:

«Un diario malagueño ha oído referir este episodio de la vida de Melgares:

»Hace algunos años, un anciano se dirigía jinete en un mulo desde Vélez-Málaga al pueblo de Algarrobo.

»De pronto se vió rodeado por tres hombres armados, diciéndole uno de ellos:

»—Abajo, y á entregarnos el dinero.

»Obedeció el pobre hombre; momentos después sabía que estaba frente á Manuel Melgares, á quien le dijo:

»—¿No me conoces ya? Si yo te enseñe á leer. Soy Frasco, tu maestro, y casi no gano lo necesario para comer.

»Siguió un breve dialogo, y el viajero pudo seguir su camino, después de un fuerte apretón de manos y de haberle devuelto el dinero y los objetos que antes entrego.

»Tres días después el Sr. Frasco recibía una carta y cuatro billetes de cien pesetas.

»La letra de la carta le era conocida. Pertenecía á su discípulo Manuel Melgares.»

Perdí la originalidad, pero quedó satisfecho mi amor propio. Indudablemente, conozco bastante bien á esta desgraciada clase de ladrones, arruinada por una competencia irresistible.

El hábito del monje

Deseoso de obsequiar á mi prima con un vestido voy á la respetable casa de N. El dependiente principal me dice:

—Todo esto es bueno; pero por ahí hallara usted algo de más fantasía, pero menos solido, y siempre le saldrá á usted caro.

Propongo á mi prima que compremos el vestido en la casa N; pero con su grosería habitual me responde que allí solo venden antiguallas; y vamos á una tienda nueva de un señor Floringuindingui.

Nos enseñan doce cortes (los únicos que tienen) de vestidos de seda. Yo callo y observo la suavidad con que el dependiente toma el cabello á mi prima. Esta elige un corte, y lo pago.


Primera cuenta


Un corte de vestido........ 215 pesetas.


Salimos á la calle y propongo como modista á la señora P, que tiene su gran establecimiento en la calle de Alcalá; pero mi prima contesta:

—Esas sólo saben vestir á las mujeres de mala vida.

Y volviéndose á la tienda pide las señas de una modista.

Pasamos tres meses de desesperación porque la modista tiene muchas prisas. Yo supongo que la tela estará empeñada.

Por fin aparece el vestido y la


Segunda cuenta


Adornos, bajos, automáticos, percalina, linón, etc. ..... 124,75 pesetas. Dos varas de fondo........... 42 » Hechura...................... 60 » --------------------------------------------- Total........................ 226,75 »


Pago, y por curiosidad pregunto á mi prima que hay con dos varas de fondo que cueste 42 pesetas, y me dice:

—Son dos varas de la misma tela del vestido, porque el corte no daba bastante; y como el tendero las ha tenido que cortar de otro corte, pues por eso las ha cobrado tan caras.

Mi prima estrena el vestido, pero va conmigo; ningún clérigo, ningún sargento y ningún estudiante la requiebran; y mi prima cree que el vestido la perjudica, y no vuelve á ponérselo.

Pero convencida un año después de que yo no la regalo tela, decide arreglar el vestido y me presenta la siguiente nota de la modista:


Tercera cuenta


Encajes y avíos............ 67 pesetas. Por lo mío................. 40 » ---------------------------------------- Total...................... 167 »


El vestido es ya un mamarracho. Los encajes hacen resaltar la fealdad y la antigüedad de la tela; y mi prima, después de consultar á su asistenta y á la portera de enfrente, arrincona el vestido sin haberlo estrenado.

Pasa algún tiempo; se va á casar la chica de la dicha portera, y mi prima la ofrece el vestido. Acepta la muchacha, y pasa el traje á manos de otra modista, á quien pago la


Cuarta cuenta


Compostura de D. Silverio por encargo de su prima...... 52,50 pesetas.


Aquel mismo día la asistenta asegura que la portera ha hecho menosprecio del regalo. Se incomoda mi prima, se produce el consiguiente escándalo de plazuela, y el vestido va á un cajón del entredós.

Allí lo encontré cuando murió mi prima, pero estaba descosido.

Reuní todos aquellos pingos y se los dí á Lolilla, quien al día siguiente me dijo con timidez:

—Venía á que usted me hiciera el favor de buscar si hay algo más de la tela, porque falta un costado.

—Pues, hijita, ese vestido debiera tener uno de mas, porque á mi se me ha comido uno.


El hábito no hace al monje; pero el monje hace su hábito. Y cuando una señora cursi llega á gastarse en un traje 601,25 pesetas, ha conseguido tener un pingajo.

El timo del inglés

Solo había una mesa desocupada en el vagón-comedor del tren expreso del Sur. A ella nos acercamos al mismo tiempo otro viajero y yo.

—Usted—le dije en francés, invitándole á que se sentase.

—Usted—me dijo en inglés, haciéndome la misma invitación.

Y nos sentamos ambos.

Se acerco el sirviente, y el inglés pidió once huevos cocidos y agua fresca.

¡Que extravagancia! pensé; y resuelto á aforar al inglés, y convencido de que á los ingleses solo se les coge siguiéndoles, pedí al mozo que me diese la lista de los postres. En ella estaba escrito á mano: «Nueces frescas españolas.»!Inagotable fantasía francesa!

Me trajeron las nueces y observe que los viajeros y los criados nos contemplaban con curiosidad: les pareceríamos dos locos.

El inglés vió las nueces, me miro, y con el indice de su mano derecha señalo al suelo. ¿Qué quería decirme? Supuse que me preguntaba si las nueces eran francesas, y en inglés le dije que eran españolas.

—¿Es usted inglés?

—No, señor; soy español. ¿Y usted?

—Yo soy de la tierra.

Aunque dicha en inglés, esta frase castellana indicaba que aquel sujeto era de la tierra donde estábamos.

—¡Ah! Es usted francés.

—No, señor, soy de la tierra; earth's man.

—Todos somos del polvo y á él volveremos.

—Iremos de encima de la tierra adentro de la tierra.

Under ground (debajo de tierra) dijo el poeta.

—Necesito hablar con usted.

—Estoy á su disposición.

—¿Cuándo?

—Cuando usted guste.

—Digo que ¿Cuándo iremos debajo de tierra?

—Pues también cuando usted guste—dije con energía, creyendo que iba á proponerme un desafío aquel anciano.

—Yo soy Vault (5), es deber mío decírselo á usted.

—Pues celebrare que caiga usted bien en tierra.

—Yo caeré más hondo, dijo sonriéndome.

Y añadió con ademán trágico:

—Yo soy Vault under ground (6).

Y señalaba al suelo enérgicamente.

—Pues yo soy el abismo—dije con esa entereza goda que los extranjeros reconocen al individuo español.

—Lo había sospechado. Estoy á sus ordenes de usted.

Se retiro el inglés gravemente y sin comerse los once huevos. Se sereno mi semblante; pedí al mozo un almuerzo racional; nos miramos mutuamente los viajeros, y, primero á hurtadillas, y después á coro, nos reímos del extravagante Vault.

Al llegar á París me despertó el inglés; tenía en sus manos mi saquito de viaje.

—Cuando usted guste.

—Permítame usted, le dije cogiendo mi saquito.

—Era por complacerle á usted.

No podía explicarme que el inglés estuviese tan fino y tan obstinado en romperme las narices.

En el anden VI, entre tipos raros y mujeres aceptables, una muy hermosa que me miro con atención. Si yo no hubiese ido ocupado con el inglés, le digo á aquella ciudadana un piropo internacional.

Cuando llegamos al patio, el inglés llamó á un criado del Gran Hotel.

—Dos coches de alquiler.

Se acercaron los coches; monte en uno; el inglés puso dentro mi saquito, y me dijo:

—Iré detrás.

Hablo con el criado, subió este al lado de mi cochero y caminamos, contristado yo por aquella molestísima aventura.

Llegamos al Hotel, pago el criado al cochero, cogió el saquito, y me dijo en francés:

—Su habitación de usted está dispuesta.

Mire de reojo hacia el arroyo; el coche del inglés aún no había llegado.


Me instalaron en un cuarto digno de un príncipe chino. Aquel hospedaje debía de costar mucho.

En mi alcoba había una puertecilla entornada, me asome por ella, y vi otra alcoba: la del inglés. ¡Quería tenerme cerca! Sentí frío, y pensé en la fuga (pequeñeces de mi sangre árabe); después me rehice; total: mataría al inglés, pagaría el hospedaje y haría un cuento inverosímil (grandezas cristianas).

Oí que el inglés entraba en su habitación, y me dispuse á lavarme para estar listo cuando mi enemigo viniese.

Me desnudé, abrí mi saquito, y ¡horror!

¡Un paquete de billetes! ¡Otro paquete con cheques al portador! ¡Otro con monedas de oro de á cien pesetas! Sentí vértigos; conseguí serenarme; comprendí que el inglés era un ladrón huido que me dejaba aquello para comprometerme, y me dispuse á declarar ante la policía. Pero, ¿por qué el inglés no se había llevado el dinero? ¿Era aquel mi saquito? Lo era. Y yo, desnudo en medio de mi alcoba, sudaba y tiritaba al mismo tiempo.

Oí ruido detrás de mi, y volví rápidamente la cabeza. Por la puertecilla acababa de entrar la hermosa mujer que vi en el anden; pero se presentaba en un desceñido provocador. Rodeábala una atmósfera de lujuria y de perfumes. Así debió de ser Eva cuando engaño al primer hombre.

Y mirándome con fijeza y con respeto, que parecía burla, dejo colgando su brazo derecho, extendió el indice hacia el suelo, y mostrándomelo con la mano libre, me dijo en inglés:

—¿También usted es de la tierra?

Sentí arder mi sangre. Excitado por el viaje, acosado por el majadero inglés, irritado por el hallazgo del dinero y enfurecido por aquella hermosura pálida y afrodisiaca que se burlaba de mí, cerré el puño de mi mano derecha, lo alcé al cielo, y mostrando aquel brazo mío, rígido, atlético, con músculos duros y con venas inyectadas, dije arrogantemente á la hermosa:

—Yo soy así.

Y, cuando volví á la realidad, oí que la pálida me decía con mucho mimo y con purísimo acento andaluz:

—Yo soy Mariquita.

—No me acuerdo. Pero, ¿tu vienes del cuarto de míster Vault?

—Sí, señor; míster Vault me dijo que estaría ahí, detrás de la puertecilla, esperando á que usted le llamase.

Salté en seguida de la cama.

—Míster Vault—dije tímidamente.

El viejo se presentó sonriendo; Mariquita continuó acostada.

—Míster Vault, mi ignorancia me excusa.

—Ya volverá usted á sus antiguas costumbres.

—¿Yo?

—Según veo, el señor ha contado los fondos—dijo señalando al saquito.

—Pero, ¿qué dinero es ese?

—La venta del oro. Los judíos lo habían encarecido. Lo supe, y les vendí en un mismo día y en diferentes plazas todo el oro nativo que teníamos amontonado. Yo, señor—dijo el inglés con emoción visible—, considero como la mayor satisfacción de mi vida esta ocasión de rendiros cuentas. Ya vivimos á trescientos metros de profundidad y ocupamos una extensión de doscientos kilómetros cuadrados. Al alcance de nuestra mano está el carbón de piedra, los minerales más preciosos, lagos inmensos, donde hemos hecho multiplicarse los más exquisitos peces, que viven, como nosotros, en completa desnudez, en amor perpetuo, disfrutando de una temperatura constante é ilusionados por la perenne luz eléctrica, que modificamos á nuestro antojo y para cuya producción no necesitamos los medios comunes, porque aprovechamos una de las grandes corrientes magnéticas de la tierra, corriente que mueve nuestros vehículos, nuestras maquinas y nuestros lechos. según lo ordenasteis, todos aprendemos de todo lo que nos es útil, y hemos llegado á la solidaridad de intereses por la comunidad de actividades. Todo es para todos. No tememos á la desgraciada humanidad, que vive bajo la funesta influencia del Sol, del que dijisteis en sonoros versos; «Tu caricia agosta y tu ausencia hiela.» Somos felices y os debemos nuestra felicidad, porque vos, señor, adivinasteis el sentido bíblico y comprendisteis que si no era posible la felicidad sobre la haz de la tierra, sería posible en las entrañas de nuestro globo.

A medida que míster Vault extremaba su elocuencia. Mariquita fué acercándose á mi.

—Yo creí muchas veces—añadió el inglés—que El Gran Abismo, el español audaz que fundo nuestra nación en aquel elevado pico que se levanta en medio de los mares, á cuya cúspide sólo puede llegar el águila y en cuyo vértice se abre la entrada de nuestro paraíso, sería un personaje fabuloso, porque todos los pueblos tienen sus tonterías en que emplear su fe, que es el descanso de la razón. Pero cuando os vi darme aquella lección durísima, prefiriendo las nueces á los huevos, porque seguramente la nuez es el fruto en cuyo interior no penetran los rayos del Sol maldito; cuando vi vuestra entereza, y la habilidad con que me preguntabais, y vuestra energía al decirme que érais El Abismo, ya no dude.

El buen míster Vault se puso de rodillas á mis pies, y con la más graciosa amabilidad le hice levantarse.

—Emprendí mi viaje—prosiguió el viejo—acompañado de Mariquita, según lo ordenáis en una de vuestras máximas: «Salid con mujer, caballo, perro y escopeta y mucho dinero; y si algo os falta, que no sea la mujer, pues ella podrá substituir á todo.» Y cuando dije á Mariquita quien érais, vino á recibir vuestras ordenes, y vos fuisteis tan bueno, que también le disteis vuestras caricias.

La hermosa Mariquita no pudo contener su emoción y comenzó á llorar. La abrace, la bese, permití á mis devotos que almorzasen conmigo, y, al terminar el almuerzo, acordamos que aquel mismo día saldríamos para España y para nuestra?, posesiones, cuya situación esperaba averiguar por medio de alguna astucia.

Encargáronse Vault y Mariquita de preparar el viaje, y yo salí para verme solo y madurar mis proyectos. Reflexione muy poco, porque me decidí en seguida á ser El Gran Abismo, á ver las maravillas de la vida subterránea y, en último extremo, á morir acariciando á una hermosa y engañando á un inglés.

En seguida me puse á calcular que regalo le haría á Mariquita, no solo por obsequiarla, sino para demostrar que yo podía vivir sin usar del oro nativo de mis profundos estados.

¿Qué puede ser útil á una mujer que vive bajo tierra, odiando al Sol y sin más ocupaciones que comer y dormir? Lo pensé mucho, y al cabo compre una magnífica copa: el regalo era digno de El Gran Abismo.

A las tres de la tarde regrese al Hotel, y el conserje me dió una carta y me dijo:

—Su equipaje de usted está en el zaguán para lo que usted disponga.

La carta decía así: «Hasta que nos veamos debajo de tierra.—Mariquita y Vault.

Creí que me ahogaba la ira. Comprendí que se habían fugado y me dejaban. ¿Habrían averiguado que yo no era El Gran Abismo? ¿Me habrían engañado aquellos bribones, y habrían simulado una farsa para que yo pagase los gastos de ellos. Pedí la cuenta. El contador me hizo presente que el viejo no había pagado mi almuerzo por temor de ofender mi delicadeza. Total: ocho francos. Pague; dí un luis de propina; y logre que me enseñase el registro de viajeros. D. Juan Ruiz y su hermana habían llegado á París conmigo en el expreso del Sur. En la estación, Juan Ruiz pidió dos habitaciones contiguas, y ordenó que se me instalase en una de ellas. Cuando yo salí, el viejo pago espléndidamente, dejo para mi una carta y el encargo acerca del almuerzo; y se fué con su hermana á la estación del Norte. De mi saquito había desaparecido el dinero del inglés.

No quise hacer más averiguaciones; sabía también que serían inútiles. Baje hasta el fondo de los mayores pozos de Almadén y de Hiendelaencina para ver si era posible lo que el inglés me había contado; y no me volví loco porque Dios no lo quiso.

Algunos años después referí esta aventura; y, aunque solo hable ante caballeros, á los dos días recibí un sobre con el retrato de un hermoso niño, que se me... (no lo digo). Al pie del retrato había escrito una mujer:

Vault (under ground).


* * *


¡El eterno timo! Un inglés falsificado, una novela absurda, un paquete de oro, y un víctima que presume de listo.

El timo concluirá, no solamente cuando los españoles desistan de engañar á nadie, porque esto es inmoral, sino desistiendo de engañar á los ingleses, porque esto es imposible.

Un cuento y más de burros

Remigia se había declarado viuda.

Siendo muy niña se quedó sin madre, porque esta, huyendo de las miserias de su hogar, se fugo con un corredor de ganados. Remigia busco trabajo para mantener á su padre; y, como el trabajo lo dan los hombres, no se lo dieron á Remigia sin haberla prostituido. Pero el abuelo murió, su nieto llego á los diez años, y la infeliz huérfana y madre renuncio al vergonzoso amparo de los hombres: con su hijo le bastaba:

Desde que Remigia se negó, fué más apetecible; y como no se la podía conquistar por la dádiva, se trato de conquistarla por el terror; se la culpaba de todos los hurtos y de todos los siniestros; las mujeres la escupían, y los hombres la pegaban. Y Remigia ganaba, comía y ahorraba, porque nadie como ella y su hijo hacía tan económicamente y tan bien las faenas del campo.

Al terminar el agosto, tenía Remigia escondidas en la chimenea 70 pesetas.

—¿Sabes lo que te digo?

—Usted dirá, madre.

—Que con ese dinero nos vamos á la ciudad á comprar un borrico.

—¿Pa ponerlo en lugar del que han robado en la iglesia?

—¿Robar? Que lo habrá vendido el señor cura. Dicen que era lo mejor del paso del Domingo de Ramos. Nada, hijo; que no hay gente menos ladrona que los pobres: ¡como no nos quitemos los bostezos!

—Pues usted tiene catorce duros.

—Y que son para un borrico, porque este invierno nos servirá para llevar la ropa al arroyo, y estaremos lavando el lunes y el martes; y lo demás de la semana, tu y yo á traer lena, y hierba para los conejos...

—Los echaremos.

—Y para quien los tenga. Ahí está pared por medio el corral del boticario, que bien de conejos tiene; pues ese no ha de ir por la hierba; y si la quiere, nos la pagara.

—Tie usted razón.

—Y tendremos una compañía: los tres trabajaremos para los tres.

Cuando Remigia y su hijo regresaban de la ciudad, trayendo el asno, descansaron un rato en una umbría, se durmieron, y el asno desapareció.

A la mañana siguiente abrió el sacristán la iglesia, y se hallo con un pollino de rodillas ante el presbiterio. La noticia del milagro cundió en seguida; la bestia tenía los mismos colores que la escultura robada; se prohibió acercarse al borrico; se celebro una función solemne, y se instalo á la caballería en una lujosa cuadra, donde solo entraban el cura y el sacristán. Por una ventana abierta sobre el pesebre echaba el piadoso vecindario cebada y dinero.


—Trepa sin miedo—le decía Remigia á su hijo.—Ahora duerme todo el mundo; y aunque te viera el boticario no sospecharía de nosotros, porque sabe que, al llevarle la hierba, podríamos cogerle los conejos que quisiéramos. En cuanto saltes la tapia, busca las bolas que hay en el suelo para enveuar á los gatos.


Y, al amanecer, echo Remigia las bolitas por la ventana del santo pesebre, diciendo sentenciosamente: Eres mío, y no eres para mí; pues revienta.

Parada y á fondo

Cui autem minus dimittitur, mi nus diligit.

San Lucas.


Piden dinero casi todos los amigos, dicho sea para elogio de los extraños; y á mis lectores les habrán dado más sablazos que pelos tengan en la cabeza, aún advirtiendo que no haya ningún calvo entre mis lectores.

El que pide promete pagar, aunque no tenga tal propósito ni facilidad para cumplirlo; y pide más que necesita, porque sabe que le han de dar menos de lo que pide; y de aquí proviene que todos los primos tengan fama de tacaños.

Admitida la existencia de esa costumbre peligrosa que se llama dar sablazos, se deduce cuan interesantes son todos los sistemas que llevan á lo que pudiéramos llamar la higiene del bolsillo. Y adviértase, desde luego, que á esto pueda aplicarse la máxima de un avicultor, que dice: «Es más fácil conservar sana á una gallina que curarla si está enferma.» ó sea, que es más fácil no prestar, que recuperar lo prestado.

Los inocentes, en su grado máximo, prestan, y los cautos, en su grado mínimo, responden: No tengo. también estoy esperando. Lo siento mucho, pero... conque vienen las gentes á suponerles pobres, y el que parece pobre, llega á serlo.

Otros, menos tontos, contestan: Para fin de mes; y como, al llegar aquella fecha, no cumplen lo que prometieron, adquieren fama de personas informales.

Quien es grosero porque envía enhoramala al sablista, y quien es impertinente porque da más consejos que moneda.

Yo conozco un método que defiende el bolsillo, evita que el prestatario pueda justificar sus calumnias, y produce un documento que atestigua las bellas condiciones del sablista y del presunto primo y la buena amistad que les une.

Supongamos que alguien ignorase mi voto de pobreza, y me pidiese dinero.

—Los conservadores no pueden durar en el poder, porque cesantías injustificadas como la mía...

Esto es saludar para ponerse en guardia.

—Yo he podido robar, y no he querido; y crea usted que me pesa.

—Eso, nunca.

—Sí, señor; se llega á una situación...

En guardia.

—Y gracias á que tengo amigos.

—¿Y su familia de usted?

Esto es medir las distancias.

—Sí, sí; la familia...

—Pues esa es quien tiene la obligación...

O sea llamada y paso atrás.

—Mas espero de usted que de todos ellos.

Fingimiento ó acometimiento para señalar la estocada.

—Pues mire usted que yo...

Atajo.

—Por ahora bien poco necesito.

—(Silencio.)

Esto es volver á la guardia.

—El caso es que el lunes cobro la renta de la esposa

Otro acometimiento.

—Pues hasta el lunes poco falta.

Expulsión por tercera.

—Si usted pudiese hasta entonces...

Estocada de quinta.

—¿Qué hora es?

Arresto.

—Mas de las doce.

—Pues no puedo entretenerme porque Fernán-Núñez y Veragua me esperan para almorzar.

—Pero...

—Nada, Rodríguez. Yo salgo de casa con los billetes que necesito. Recuérdemelo usted: escríbame usted: eso... una carta. Y, adiós.

Rodríguez saluda con el respeto que merece quien habla de duques y de billetes.

Al volver yo á casa, deja la portera el lavado y me entrega una carta que dice así:

«Sr. D. Silverio Lanza.—Mi respetable amigo aunque indicno que lo soy sullo: Porque usted me lo advirtió esta mañana paso á saludarle y a pedirle suma de quinientas pesetas en suma que debolbere á usted e lunes que cojeré lo de mi mujer.

»Fabor que sepera de una amistad de tantos años su afmo. q. ss. pp. b. Manuel de Rodríguez.

»Posdatta.—Volberé por la contestación á las 8 á esta.».

Y, cuando vuelve, deja la portera el planchado y le entrega un sobre que contiene estas dos cartas:

«Amigo Rodríguez: Mucho le agradezco su petición, porque me prueba que usted no olvida nuestra buena amistad, y sabe que mientras yo goce de la desahogada posición en que me encuentro, puede usted contar conmigo incondicionalmente.

«Adjunto un billete de quinientas pesetas que me devolverá usted cuando quiera, aunque ya conozco su exquisita delicadeza de usted, y se que me lo devolverá el próximo lunes, según me lo promete.

Póngame á los pies (q. b.) de su esposa y mande á su afectísimo amigo y servidor q. b. s. m., Silverio Lanza.—Martes 3 de Diciembre de 1892.»

De Rodríguez busca el billete y no lo encuentra. Por fin se decide á leer la otra carta.

«Amigo Rodríguez: Es usted lo más pundonoroso que se conoce, y digo esto, porque no eran las doce de hoy lunes y me había usted devuelto las quinientas pesetas que le preste el martes.

»No tiene usted que darme gracias, porque yo soy el agradecido á estos mutuos servicios que conservan nuestra buena amistad.—Suyo afmo. amigo, q. b. s. m., Silverio Lanza.—Lunes 9 Diciembre 1892.»

Rodríguez se desmaya en la portería.

Esta es la esgrima de Lanza contra sable. Muy bonita; pero lo mejor es no batirse.

La flor del matutero

—Serrana, ponte el pañuelo,
que está la espiga de trigo
envidiosa de tu pelo.


—Miente, miente, pa jaserte de querer.


Si hubiera el mentir condena,
ya estaría en un presidio
el gachó que me camela.


—La jonjana pa el campo y jaz mutis, que te saco las cinco cuerdas.

—Pues si tu no cantas ni miquis; como no cante la agüela.

—Agüela, saque osté argo, asín que sean los posos.

—¡Ay, hijo, ni pa acompañar al grillo!

—Pues venga un pasito.

—Jamugas que me pusieran en la borrica y no levantaba yo los pies del suelo.

—Canta tú, pelmaso.

—Le voy á despavilar el insómnico á tu madre.

—Si no me duermo.

—Don Insónico lo ha mentao.

—Don Insónico es un bruto, mejorándote á ti.

—Vaya unos términos que te traes.

—Yo he dicho insómnico.

—¡Ay! si paese que te da hipo.

—¿Quién?

—Ese.

—Lo que tu buscas son dos gofetás.

—El Cid matando mujeres.


El Cid con tanto valor.


Pero ¿acompañas ó no acompañas?

—Si paeces un reuma que tan pronto da en un lao como en otro.

—Pues ya ves que salgo por jaleo.

—Pa la jorca debías de salir.


—No me quites la mirada.


—Y ahora por solea.

—Pues sígueme, hombre, que detrás del coche van los perros.

—Adiós, carretela.


—No me quites la mirada,
mira que me estás poniendo
como una cueva cerrada.


—Agüela, tápese usted la visión pa que no vea usted lo que va á pasar.

—¡Bah! La intensión no ha perdió á ninguna mujer.

—Pues por la intensión se condena.


—Por la intensión se condena,
yo me condeno al quererte,
porque mi intensión no es güena.


—La mía como er agua bendita.


—Porque mi intensión no es güena.
me han condenan á no verte,
dime tú si hay mayor pena.


—No quiera Dios que yo la pase.

—Guayabón.

—O que me la conminen por la de caena perpetua.

—Eso quisieras tú.

—Y la otra.

—Miá que yo... Si me caso es por haserte una caridá.

—Dios te lo pague.

—Y tú.

—A nueve meses vista.

—Huele á tocino.

—Te acordaras de algún marrano.

—Si yo sólo me acuerdo de ti.

—Pa jalearme.

—Calla y canta.

—Si eres tú quien me provoca.

—Ni tal, porque antes de pasar angustias prefiero echarte por otro lao.

—¡Agüela!

—¿Qué?

—Deme usté dos gofetás que yo se las daré á esta.

—Dáselas, y yo te las queo á deber.

—Achanta.

—No seas bruto, que me vas á aplastar la rosa.

—¿Pa que la quieres?

—Pa comérmela á besos.

—¿Y á quien te la ha dao?

—Suéltate el pelo.

—¿Por qué?

—Porque no te sienta el ponerte monos.

—Hay quien lo gasta postizo, y presume.

—No será la que lleve mis botas.

—Me parece.

—Lo que yo llevo postizo es el rondaor.

—Y lo otro.

—¡Miá tú que el moño!

—Déjame que tire de un pelo.

—Lo que tu chanelas es afanarme los nardos.

—¡Los nardos! Pues no me había enterao, ni mucho menos.

—¡Cómo eres corto de vista!

—Y de to.

—Habrá que estirarte como una prima.

—Hasta que de el mi.

—Tú darás bellotas.

—No hables de eso, que te engorda.

—Patoso.

—¿Qué decías de los nardos?

—Yo, no. ¿Y tú?

—Fuera de cuidiao.

—Pero, ¿acompañas ó no?

—¿Quien ta comprao los nardos?

—Dos cuartos me han costao, con que asín, te daré otros dos, y templa.

—Conque dos cuartos. ¿Delanteros ó traseros?

—De luna.

—¿Con cuernos y to?

—Con una cara y una cruz. Y pa quien son los nardos los he pagao caros.

—No serán pa tí.

—Ni pa mí. ¿Acompañas ó no?

—Dame los nardos.

—Son de mal agüero.

—Que no quieres.

—Como si lo viera.

—Se ha acabao la música, y el mundo, y tó.


—Recordando tu desprecio
me puse á considerar,
que desgraciada es la jembra
cuando no tiene que dar.


—El hombre dice la copla.

—El que no tie que dar siempre anda con penas.

—Pues á ti no te falta.

—Penitas.

—Y con que hacer un favor.

—Como no quieras los nardos.

—Eso no, porque es de mal agüero pedirlos tres veces.

—Si aún no los has pedido.

—Te pondré un memorial.

—Ponme lo que quieras con tal que se quite,

—Con agua to sale.


—Si yo te he de dar mi nombre
procura honrarlo de novios,
porque de casados te honre.


—¿Has sentío de donde viene el viento?

—Me paece, agüela, se me ha puesto carne de gallina.

—Anda, que ya te entrara en calor.


—La carne todo lo olvida,
tu boca mordió mi cuerpo,
y la señal que me hicistes
en el alma la conservo.


Pero, ¿acompañas ó te duermes?

—¿Me das los nardos?

—¿Cuantas veces los has pedido?

—Esta es la tercera.

—Pues habrá que despeinarse para darle la contenta á este ladrón.

—Yo te quitare las horquillas.

—A mi no me quitas na como no sea el sueño.

—La fe me salve.

Sonó en la puerta un golpe dado con los nudillos de una mano que debía de ser bronce. Corrió la abuela, abrió el postigo, y asomo la cabeza el tío Mojama.

—¿Esta ese?

—aquí estoy.

—Salte pa juera.

—Allá va.

—Pero, padre, ¿no cenamos?

—Aluego.

Por aquellos barrancos, que parecían calles, salieron los dos hombres extramuros del pueblo.

El cielo y la tierra no eran visibles.

—Aquí está el macho con ocho arrobas claras. Arrea con él, que te aguanta. Yo les llamó la atención hacia la Cruz de Hierro, y tu te enhebras por la Virgen de las Azucenas; descargas y te vuelves como si na.

—Ya está hecho.

Marchóse el viejo hacia la carretera, y el mozo hacia las eras del pueblo.

Y á sentía el macho el olor de su pesebre cuando salió una voz de las tinieblas y dijo:

—¿Quien va?

El mozo castigó al animal y siguió corriendo.

—¿Quién va?

Sin respuesta.

—¿Quién va?, y es la tercera.

La caballería seguía trotando.

Iluminóse súbitamente la callejuela, sonó una detonación y el macho salió al galope hacia la cuadra, dejando en el arroyo, y con el vientre atravesado por un balazo, al futuro yerno del tío Mojama.

Cuando se llegaron á auxiliarle, sólo pudo decir:

—A la cuenta, le pedí las flores más de tres veces.


* * *


Aun queda el recuerdo de la hermosa serrana que andaba de rodillas por las calles de Granada y robaba nardos en los carmenes para llevarlos diariamente al cementerio.

Un día quedó muerta sobre el sepulcro de su amante, allí la vi fría y blanca: el nardo más hermoso de toda la provincia: la loca que cantaba de noche sentada en las gradas de la Cartuja:


Camino er nicho
va la mita é mi alma
esotra mita se queó en mi cuerpo
pa poer llorarla.

La justicia que da miedo

—Silverio, estate quietecito.
—Pero, mamá, siempre me pide usted que me esté quieto.
—Porque es lo único que necesito de tí.


Dejé la pluma y subí á cubierta porque oí rotar la caña.

El piloto me llamó desde el puente para ofrecerme una taza de café. El capitán, que se paseaba por el alcázar, me detuvo:

—No acepte usted; el café le excita, ¿sabe? mañana veremos tierra de Puerto Rico. Si va malo, le dejo allí.

—¡No lo quiera Dios!

—Ni yo le dejare, ¿sabe? ¿Qué ha escrito esta noche?

—Un artículo acerca de las autoridades.

—¿Y á usted que le importan si es usted bueno?

—No basta. Es mi obsesión. Temo siempre morir inocente en un patíbulo.

—¡Vaya! ¡Cálmese, niño!

—Eso mataría á mi santa madre, que tanto se ha esforzado en hacerme caballero. Y mi esposa sería la mujer de un presidiario. Y mi nene bonito maldeciría á su padre.

—Pero, cálmese. Eso no ocurrirá nunca; eso no es posible.

—¿Qué no es posible? ¿Es posible que aquí, en esta inmensa soledad del Océano y del firmamento, que se reúnen en un horizonte no interrumpido, podamos rompernos la cabeza contra tierra?

—Sí, señor.

—¿Cómo?

—Dando en un bajo.

—¿Y qué es un bajo?

—Un punto que...

—Un punto que está demasiado alto. Pues todas las grandezas que la Humanidad lleva consigo al navegar por el mar de la vida pueden perecer súbitamente, porque los bajos están muy altos.

—¿Lo dice usted por mí?—me preguntó el piloto desde el puente.

—No, señor.

—Pues camará, suba usted á tomar café. Y á esos bajos, ¡qué los balicen!

¡Peste de animales!

A los que viváis en tiempos futuros, ¡salud!

Cuando os nutráis bien, y sin esfuerzo y sin comer carnes por donde paso, al menos, la enfermedad del espanto; cuando os desplacéis sin usar de una bestia que os perfume el camino y se rebele contra nuestras ordenes; cuando los gatos y los perros no os quiten los besos de las mujeres; cuando los ruiseñores cedan las ramas á tiples económicas; cuando en el mar haya solo corales y perlas, en la atmósfera no haya más mosquitos, y en la tierra viva solamente el homo sapiens, acordaos de mi, que dije entre el desprecio de los unos y el enojo de los otros, esta perogrullada:

Cuanto más cerca de los animales está el hombre, menos distancia hay entre el hombre y los animales.

Un rey destronado

(En el manicomio)


Su majestad el Rey ha tenido visita por la mañana. A la hora de la comida asegura á sus compañeros que le han visitado la familia real y el presidente del Consejo.

—Volveré pronto á palacio.

—¿Por qué no? se dice uno.

—Cosas de este pobre hombre, opinan los restantes.

Su majestad llega á la huerta y enciende un cigarro puro. Los locos le rodean.

—¡Qué aire tan distinguido tiene usted!

El rey no contesta.

—¡Qué buen tabaco fuma vuecencia!

El rey sigue impasible.

—Señor: Si V. M. se fatiga, yo chuparé.

—Después: cuando me queme los dedos.

Y todos los locos piensan en lo que harán para conseguir la colilla.

El rey está en un banco elevado á trono, y sus vasallos le rodean. Hay algo extraordinariamente majestuoso en la apostura de aquel fumador y en el humo que rodea su cabeza.

Y después, cuando ya se quema los dedos, apaga el puro restregándolo contra el trono, enseña la colilla á sus cortesanos, y dice:

—Para picarla mañana.

Y se la guarda en un bolsillo.

Los locos se esparcen por la huerta.

—¿Y el rey?—pregunta un demente que acaba de llegar.

—Ya no lo es.

—¿Por qué?

—Porque apura la colilla.

Los grandes señores efectivos

El rey de las limitadas


Donde termina la curva, que hay después del puente, hizo clac.

El chauffeur aseguro que la avería no era importante; no hacia falta quien ayudase: dos horas de tiempo, y nada mas.

En la pequeña loma que domina el valle está Valdezotes de Arriba; en la vertiente Sur, y próximo al río, está Valdezotes de Abajo.

El general y su yerno tomaron á broma lo ocurrido, y consiguieron que Mariana soportase con paciencia una marcha de quince minutos sobre un camino lleno de polvo y de guijarros.

Cuando entraron en la plaza del pueblo, que ya curioseaba á los recién venidos, pidió el duque á un muchacho que les llevase á la Administración de Correos. Hallábase está instalada en la casa del tío Pajitas, cacique de segundo orden, quien, al establecerse el telégrafo en el pueblo, arreglo un cuadra, dos gallineros y una cochiquera con tal arte, que el nuevo local pudo ser la oficina de Correos y Telégrafos, sin que dejase de ser una pocilga. Claro es que Bajitas cobraba del Ayuntamiento y de la Dirección hasta la suma de catorce duros mensuales, alquiler fabuloso que se repartía así:


Para el señor Ventura, cacique máximo, 25 pesetas.

Para el secretario, 3.

Para el tío Pelma, concejal eternamente descontentadizo, 3

Para el sacristán, 5,25

Para el medico, como delegado de Sanidad, 5.

Para el veterinario, en igual concepto, 4,75.

Para el tío Pocapena, inamovible juez municipal, 3.

Para la cofradía de San Blas, patrón del pueblo, 9.


A Pajitas le quedaban doce pesetas al mes, y hacia un negocio hermoso, porque toda la casa de Pajitas no hubiera valido en arriendo veinticinco duros anuales.

A la puerta de la Casa-Correo, un muchacho que se llamaba Quico estaba, descalzo y mal cubierto por una camisa rota y un pantalón desgarrado, sosteniendo en los brazos á un niño de pocos meses, mientras dos pequeñuelos jugaban á los pies de Quico. Las tres criaturas tenían la delicadeza de no sorberse los mocos.

—¡Quico!

—¿Qué?

—Estos señoritos que buscan el Correo.

—Y ¿quién es ese Quico?

—¡Toma!, pues el ordenanza que lleva los telegramas del telégrafo. Y, además, ayuda á su padre.

—¿A qué?

—¡Toma!, pues á repartir las cartas.

—Y ¿quien es el cartero?

—¡Anda!, pues Saltamontes; ¿no lo sabía usted?

En el ancho vestíbulo, medio tinajón, que servia de lavadero, dos cantareras viejas y sucias; el carretoncillo para el último vástago del telegrafista, una mecedora desvencijada y dos sillas rotas, que fueron de anea. En las negras paredes, anuncios de comercio y una estampa de San José, alumbrada por una grotesca lamparilla de aceite.

Tras el vestíbulo un patio, á la derecha de aquel puertas á la cocina y á la cuadra; á la izquierda puertas á los dormitorios y á la oficina. En esta habitación recibió al general y á sus hijos la señora de Martínez (née López), esposa del telegrafista, y telegrafista también ella; bellísima condición que decidió á Martínez á casarse con aquel mamarracho, que le hacia todas las guardias, y todo el servicio, mientras el jugaba, bebía, comerciaba y olvidaba el Morse.

Anita era rechoncha, pequeña, chata, con las manos gordinflonas, que exhibía con orgullo, y llevaba amenudo sobre el abultado seno, que también la enorgullecía. Se presentó despeinada y sin lavar, pero con una bata de larga cola, prenda que se puso precipitadamente al ver por detrás de los cristales á los señores forasteros que buscaban la Administración.

—Pasen ustedes, pasen ustedes; y siéntense ustedes; y ustedes me dirán lo que desean.

—¿No está el señor telegrafista?—preguntó el duque.

—Pues no señor; pero si ustedes le querían algo, pues se le manda á llamar, que estará en el Casino ó en casa de Cuatrodedos; pero yo soy su señora para servirles á ustedes, y para las cosas del correo ó del aparato, pues también me pueden mandar, en lo que gusten.

—No, señora; mil gracias. Daremos una vuelta por la población. No traemos objeto determinado.

—Pues como ustedes gusten. Y si van ustedes al Casino, pues allí estará mi esposo y tendrán ustedes el gusto de conocerle, que el se alegrara mucho.

En la calle, el acompañante dijo:

—El tío Cruces está en casa de Cuatrodedos.

—Y ¿quien es el tío Cruces?

—¡Toma! pues el del Correo.

—Y ¿por que le llaman así?

—Porque siempre tiene cruces en los hilos.

—Y Cuatrodedos ¿quien es?

—¡Anda! pues el que le hace la contra al Casino, y ha puesto el café.

—Pues llevanos á casa de Cuatrodedos.

Mariana deseaba descansar, é iba divirtiéndose con aquella vida que le era totalmente extraña. El general se aseguro de que su yerno no perdería los estribos; y llegaron á casa de Cuatrodedos, que tenía en la plaza una taberna; sucia y miserable, con pretensiones de café, gracias á un mostrador despintado y á unos divanes que fueron rojos y tuvieron muelles.

En la única pieza del café, y alrededor de una mesa, estaban sentados jugando al mus Cuatrodedos, el tío Cruces, el tío Pajitas y Emeterio el sacristán.

Moderaron sus voces al llegar los viajeros, y el amo grito:

—¡Deogracias!

Dudaron los recién llegados de si aquello sería un saludo, pero pronto vieron que Deogracias era el mozo, quien preguntó:

—¿Qué va á ser ello?

—¿Sirven ustedes comidas?

—Pues si se encarga, ea, pues se hace.

—Y ¿qué podría estar hecho muy pronto?

—Ea, pues, si quieren ustedes cosa de huevos, ó de jamón, ó revuelto.

—¿Revuelto?

—Ea, pues una tortilla.

—No, no. Vas á traer huevos pasados por agua, jamón crudo, pan tierno, vino fresco y café.

—¿Para cuántos?

—Para tres, pero abundante.

—Eso se lo dice usted al amo.

—Eso te lo meto yo en las muelas con dos bofetadas, grito Cuatrodedos. Y ustedes dispensen, señores, pero tiene otras cosas y hay que sufrirle otras; y todavía no he podido traerme de la ciudad un hombre como yo que he servido allí; y este tiene sus cosas, pero es fiel y es bastante; ¿no es verdad?

—¡Y mucho!—dijo Pajitas, que, viendo terminado el partido, se levanto con sus compañeros y se acerco á la mesa del general.

—Pero ustedes no son de por aquí—insinuó el telegrafista.

—No, señor; ¿y usted?

—Mitad y mitad. Llevo aquí quince años de encargado de la limitada, es decir, de la sección del correo y del telégrafo, pero se llama estación limitada porque el telégrafo sólo funciona de día.

Mariana sonreía alegremente; el general sujetaba entre sus pies un pie de su yerno, indicándole que callase, y continuó la conversación con aquellas gentes.

—De modo que usted es el esposo de una señora muy amable y muy discreta que acabamos de saludar.

—¡Ah! ¿Han estado ustedes en la oficina?

—Si señor.

—Pero, ¿deseaban ustedes algo? es decir, que si desean ustedes algo...

—No, señor. Ahí cerca, en la caretera, se nos ha estropeado el automóvil; y hemos venido á pasear por el pueblo mientras arreglan la avería.

—Eso de los automóviles pa mí no sirve pa cosa alguna.

—De modo que han estado ustedes en la oficina.

—Sí señor.

—Pero, ¿deseaban ustedes algo?

—Nó, nó. Hemos preguntado donde estaba el Ayuntamiento y donde estaba el café.

—Café no hay más que este; y gracias á mi que me he gastado el dinero en ponerlo.

—Pero la oficina ya habrán ustedes visto que es una vergüenza; y si son ustedes de la capital podrían ustedes decírselo al Director.

—No sabemos quien es.

—Ahora, el duque de Burgonuevo.

—Y ¿se porta bien?

—Como todos. No ve usted que...

Deogracias llego con el almuerzo. Arreglo la mesa, sirvió agua y vino; y, previa una invitación á los paletos, comenzaron el general y sus hijos á saborear el jamón.

—Conque ¿decía usted?

—Que todos los directores son iguales. Políticos con hambre á quienes mantiene el gobierno á costa del país. El Director que hay ahora no habrá visto de correos y telégrafos sino las cartas y los telegramas que haya recibido.

—¿Y usted, está á gusto?

—El sueldo es una miseria, pero en un pueblo puedo defenderme.

—¿Y el trabajo?

—El aparato cansa poco, pero el correo da mucho que hacer.

—¿Tiene usted cartero?

—Cartero, peatón y ordenanza en una pieza.

—Pues yo creí que el ordenanza...

—Es el muchacho que usted ha visto. Ese substituye á su padre en la oficina. Tiene otro hijo que va con la saca á recoger en la estación del ferrocarril, y tiene otro hijo que reparte con su madre las cartaa por el pueblo.

—Y el cartero, ¿qué hace?

—Reparte los periódicos: esto le produce mas; y vende decimos de la lotería.

—¿Y no estravían las cartas?

—No, señor; si alguna se pierde en la calle, quien la encuentra la lleva á su destinatario y cobra el perro chico.

—¿Quiere usted tomar café con nosotros?

—No, señor, muchas gracias. Después de comer vengo á tomarlo aquí.

—Ya se oye el automóvil.

Y con el automóvil llego todo el censo electoral de Valderotes y todas las mujeres y todos los muchachos.

Picq, el chauffeur, comió un trozo de jamón, bebió un vaso de vino, sorbió una taza de café, y se puso á disposición de sus amos. Despidiéronse estos de los contertulios y de los curiosos; gratificaron espléndidamente á Deogracias, y el automóvil se deslizo majestuosamente hacia la carretera. Al llegar á ésta paró Picq y dijo al general:

—Mientras estaba arreglando los pneumáticos se me ha presentado un cabo de la Guardia Rural que es jefe de termino en Valdezotes; el hombre ha estado conmigo muy atento, pero muy desconfiado, y no he tenido más remedio que decirle quienes eran ustedes. Los señores perdonaran, pero...

—No importa: ha hecho usted bien.

—Y me ha dicho que en la carretera le esperase. Allí viene

—Estaría aguardándonos.

El cabo, militar veterano, limpio y apuesto, se acerco á los viajeros, saludo respetuosamente, y, con serenidad, dijo:

—Vengo á ponerme á las ordenes de vuecencia.

—Muchas gracias. ¿Lleva usted aquí mucho tiempo?

—Tres años. Estoy esperando el retiro.

—¿Tiene usted algún servicio especial que le aventaje?

—Sí, señor.

—Aquí podía usted hacer uno—dijo el duque.

—Mande vuecencia.

—Ahorcar al telegrafista.

—He dado conocimiento de el. Roba los sellos de las cartas y no las da curso. Se guarda los certificados que recibe y los que se expiden, y engaña á las gentes cogiéndoles la firma por sorpresa. No admite pliego lacrado que no este lacrado por su esposa, que cobra quince céntimos por el servicio. Al pueblo no pueden llegar más libros que los que le producen una comisión. Y si un periódico anuncia un concurso, lee todas las soluciones que del pueblo se envían, se las guarda, remite á su nombre la mejor y cobra el premio.

—¿Y usted ha dado conocimiento de esas infamias á la Superioridad?

—Sí, señor. He dicho que viola toda la correspondencia, incluso la oficial, y la que se me dirige. Se apodera de todos los secretos de familia, y de todos los secretos comerciales, y negocia con todo ello. Substituye los sellos nuevos con sellos usados que mancha hábilmente al inutilizarlos. Envía los telegramas su mujer con carácter de recados, y guarda los dineros, que siempre hace pagar en metálico.

—¿Y no se le ha impuesto ningún correctivo?

—No, señor. Las autoridades políticas le tienen miedo, porque con ellas y para ellas ha cometido muchos de esos delitos.

—Me parece, cabo, que se atreve usted á decir mucho.

—Ruego á vuecencia que me perdone.

—Nada de eso. Hable usted con entera libertad; y, como favor que desde luego le agradezco, le pido me diga si no cree usted posible que á ese hombre se le castigue.

—Creo que no.

—¿A usted le ha dicho nuestro chauffeur que este señor, mi padre político, es General y Presidente de la Cámara, y que yo soy el Director de Comunicaciones?

—Sí, señor.

—Y ¿sigue usted creyendo que yo no cursare la denuncia que usted me hace?

—Señor, yo no dudo de vuecencia.

—Conteste usted sin miedo.

—¡Pero si tienen ustedes asustado al cabo!—dijo Mariana.

—Pues no se asuste usted—dijo el General.—Esperamos de usted una sinceridad á que no estamos acostumbrados. Se le presenta á usted ocasión de hacer amigos.

—Señor, muchas gracias.

—Conteste usted libremente. ¿Cree usted que á ese hombre no se le puede castigar?

—Pues bien; creo que no.

Mariana dulcifico la aspereza de esta entrevista, averiguando que el cabo tenía mujer é hijos, y prometiendo obsequiarles.

Al partir el automóvil, dijo el duque:

—Háganos usted el favor de que en el pueblo se sepa quienes somos.

El cabo dijo para si.

—Tu también te enteraras de quienes son estos.


El duque, hombre pundonoroso y algo violento, se apeo del automóvil, subió á su despacho, y hubiera en seguida procedido contra el telegrafista de Valdezotes si no se hubiese hallado con que el Presidente le llamaba con urgencia.

El Presidente recibió al duque dándole la enhorabuena. Le pidió la dimisión y le ofreció una Embajada.

Tres meses después fué cuando el duque cayo en la cuenta de que el telegrafista de Valdezotes seguía sin novedad.

¡Saturnos!

Fue el día 19 de Junio; me acuerdo perfectamente. Pero empezare el relato por el principio.

Yo estuve tres años de sirviente en casa de la señora marquesa del Calvario. Tres años hacen treinta y seis meses, menos dos que me pago el ama, y más quince días que estuve allí además de los tres años; total, que al marcharme me dió la señora un pagaré por 1.380 pesetas. Por cosas así se ha dicho que nadie es grande hombre para su ayuda de cámara.

Entre á servir al pintor Hernández, y me pago y me enseño á dibujar, y me emancipe, y soy un regular dibujante, según se murmura, y tengo cinco duros para mi y para Rosa, que ahora es mi novia, y después será mi mujer, y luego la madre de mis hijos: me parece á mi.

Conque leí en un periódico que se citaba á los acreedores de la marquesa para celebrar una reunión.

Cedía el local uno de los síndicos, viejo comerciante que vivía en una viejísima casa cuya escalera estaba deshecha en algunos sitios y, en los restantes, era inservible.

Cuando llegue al descansillo busque quien me orientase, y vi una moza que daba empujones á una puerta sin conseguir abrirla.

—Vecina, ¿qué es eso?

—Que se agarra el picaporte.

—¿A quién?

—A la nariz.

—¡Narices!

Me acerqué, y vi que la moza valía un esfuerzo.

—Buenos días, paisana.

—¿Quiere usted conversación?

—Lo que yo quiero es saber si dentro hay alguna fiera, porque en cuanto yo ponga estos dátiles en la puerta, ni que decir tiene.

—Pues no hay nada, porque las fieras están fuera.

—¿Lo dice usted por mí?

—O por mí.

—Por usted no puede ser, porque estando yo presente no consiento que á usted le falte nadie.

—Y ¿qué mas?

—Que pase usted.

—Lo veremos.

Cogí el llavín, levante con fuerza el picaporte, dí una patada á la puerta, y ésta se abrió en seguida.

La muchacha se precipito en la habitación, cerrándome el paso.

—¿Tiene usted miedo?

—¿Yo?, No, señor.

—Pues yo, sí.

—Usted dirá.

—Tengo miedo de que usted crea que yo abro las puertas como los ladrones para llevarme lo que hay dentro.

—No, señor: yo no creo tal cosa.

—Y como tiene usted en esa rinconera un ramo de claveles, podría usted creer que yo me iba á llevar uno.

—¿Lo quiere usted?

—Venga.

Cogió el más feo de todos y me lo trajo.

—Muchas gracias: ahora es cuando lo quiero, porque me lo ha dado usted.

—Pero yo no lo dí con esa intención.

—Ni lo ha dado usted con buenas ganas. Esos claveles son recuerdo de alguien que usted quiere mucho, pero muchísimo.

Y aturdida repuso, bajando la mirada.

—Sí, señor.

—¡Olé, las mujeres con vergüenza! Tenga usted este clavel que me está quemando las manos, y que Dios les haga á usted y á quien usted quiere tan felices como yo se lo pido.

—Pero...

—Que lo tenga usted: que me voy.

—Pero yo sentiría...

—Lo que yo siento es no acertar con el domicilio de Don Silvestre Cordero, un comerciante de cartuchos.

—Si es allí: en aquella puerta.

—Muchas gracias, y usted perdone.

—No hay de que: yo soy la agradecida.

—Servidor de usted.

Y cuando yo volvía la espalda, me dijo la buena moza:

—Será usted casado...

—Tampoco; pero tengo novia, y me casaré prontito.

—¿De veras?

—Y que la quiero porque sí.

Corrió á la rinconera, cogió todos los claveles, me los puso en las manos y me dijo:

—Lléveselos usted de parte mía.

—Téngalos usted por agradecido. Y escuche usted un poco. mañana es domingo, y es mi santo, San Silverio, obispo. A las once de la mañana estaré con mi Rosa en la Bombilla, en Niza. Allí habrá dos sitios para ustedes, y un ramo de rosas que le regala á usted la rosa mía.

—Si Pepe quisiera...

—Cuando á un hombre le quiere una mujer está obligado á querer á todo el mundo.

—¡Mire usted que vamos!

—Si ya he dicho que hasta mañana. Y gracias, y adiós.

—¡Que cumpla usted mi encargo!

Volví al descansillo, tire del mugriento cordón de una campanilla, y abrió una maritornes con las greñas colgando, los brazos desnudos, y un delantal verde y grasa.

—¿La reunión de...?

—Allí, pase usted.

Me quede tímidamente en el dintel de la puerta, pero vi que me llamaba Don Olegario ofreciéndome un sitio desocupado que tenía al lado del suyo, y entonces cruce por la sala y me senté.

Don Olegario es un barbián: siempre le he visto de juerga con gente rica, y siempre benévolo con las ligerezas de la gente alegre.

—¿También es usted acreedor?—me dijo.

—También.

—¿No se llama usted Lanza?

—Servidor de usted.

—Pues su nombre de usted no figura en la lista.

—Diré que me apunten.

—Pero ¿se ha personao usted en los autos?

—¿En dónde?

—¿Que si ha seguío usted la vía legal?

—No entiendo.

—Total: que no, como si lo viera. Pues usted no tiene derecho á estar aquí.

—Entonces me voy.

—Ni sonarlo. Se quea usted como si viniese usted acompañándome, y así se entera usted de esto.

—Muchas gracias, pero...

—Escuche usted que habla el presidente.

Alrededor de una camilla se hallaban sentados los señores síndicos, y nos dirigía la palabra un viejecito regordete, colorado, con patillitas blancas y aspecto bondadoso.

—Señores: Se va á leer la lista de los acreedores que se hallan aquí y de los créditos que representan, porque, con arreglo á la ley, no podemos tomar acuerdo sino intervienen los tres quintos del pasivo.

—Pido la palabra.

—El señor Matute y Alijo.

—Pues yo, señores, diré una barbaridad, pero las cosas claras (chupa el puro y escupe). aquí hemos sido llamados porque se dice que ha dicho D. Benito que si nos daría siquiera una miaja por nuestros créditos. Me parece, ¿eh? (el sindicato aprueba). Y yo digo que venga la cosa y la veremos. Porque yo, señores, no hablo con ortografía, y he sido un dependiente tan bruto como el que más de los que me conceden la honra de escucharme yo, pero yo veo muy turbio esto y quiero que me se aclare la vista por el que pueda. Porque, señores, se dice que á la marquesa no la dan un cuarto en la testamentaria de su marido, y este concurso estorba en la testamentaria, y por eso ofrece D. Benito que le corre prisa de heredar su parte.

El presidente se crece al hierro, y replica que es exacto lo dicho por el señor Matute; pero la presidencia debe cumplir la ley y...

—Pido la palabra.

—El Sr. Duro y Recio.

—¿Quien es ese?—pregunte á D. Olegario.

—Un togao de buten.

—Señores: Breves momentos á priori de los comienzos de la vista, cúpome el honor de prevenir á los señores que componen la sala la condición mixto-legal de esta asamblea; y repitiéndome, suplico que se de por visto en los tres quintos y se provea con urgencia.

Anonadados los síndicos dejaron los quintos en paz, y concedieron la palabra á Don Benito, un asturiano muy cuco, á quien yo había conocido de ayuda de cámara del hijo de la marquesa.

—Señores: Hablo á ustedes en nombre del Sr. D. Carlos. La situación en que nos hallamos es perfectamente conocida de ustedes y la ha descrito el Sr...

—Matute y Alijo.

—El Sr. Alijo. El concurso detiene esta testamentaria cuyas partes se hallan de acuerdo, y yo vengo á proponer, como ya ha indicado el Sr. Contrabando (Risas y rumores. Matute quiere protestar, pero se le impide, porque hay ansiedad por escuchar á D. Benito), que desistan ustedes de su acción mediante el siguiente convenio. Los créditos contra la señora marquesa ascienden á 100.000 duros, y propongo á ustedes entregarles por ellos unos cuadros al oleo que heredara el señor marques, y que están tasados en 9.000 pesetas.

—¡Que ofrezca dinero!—interrumpió Matute.

—Pero eso es un sarcasmo—dije á Don Olegario.

—¿Por qué?

—Porque esos cuadros se venderán en poco más de la mitad de su tasación, y con ese dinero corresponderá el uno por ciento á los acreedores.

—¡Ojalá cayese esa ganga!

—No la veo.

—¡Pues si ninguno de los que hay aquí ha dado á la marquesa el medio por ciento del dinero que ahora reclama!

—Luego...

—Es natural.

Me quede asustado, tuve miedo, mire el reloj, pretexte un asunto urgente y me despedí de D. Olegario.

Cuando salí de la sala oí á dos concurrentes que decían:

—¡Vaya un hombre!; ¡parece un tiesto!

—Llevara los claveles de muestra.

Y era cierto: de muestra de algo muy hermoso y totalmente desconocido para los usureros.

—Cuando llegue á mi casa escribí á la marquesa una carta que decía así:


«Excelentísima señora marquesa del Calvario:

»Muy respetable señora mía: Adjunto el pagaré que representa mi honrado trabajo durante tres años. Guárdelo usted para que no caiga en otras manos y se me confunda con un prestamista. He comprendido que durante la larga testamentaria necesito usted, para vivir, contraer compromisos, que ahora la arruinan á usted.

»Suyo seguro servidor, q. s. p. b..—Silverio Lanza


Y á las pocas horas me contestó la marquesa con la carta siguiente:


«Amigo mío: Me quedo con el pagaré, y envío á usted 1.400 pesetas, que van adjuntas, y que no le remití antes porque ignoraba su domicilio de usted.

»La curia, que me ha comido mucho, se los comerá á ellos por completo. aún me quedara para vivir con holgura y libre de tales buitres.

»No firmo esta carta por motivos que usted comprenderá.»


Cuando, el día siguiente, estábamos almorzando en las Ventas la barbiana de los claveles, su novio, mi Rosa y yo, se asombraban todos de mi buen diente; y, tanto bromearon conmigo, que les dije con gravedad:

—¡Para estomago, la curia! ¡Hasta se traga á los prestamistas!

¡¡¡Saturnos!!!

¡Peste de huesos!

Cuando los reyes eran encarnaciones del alma de sus pueblos, ocurrió lo que voy á referir.

Alejandro II, último príncipe de una dinastía que aún no ha reinado en España, vió morir á su padre en un cadalso (es inútil decir que murió por ser liberal), y soporto resignadamente la crueldad con que se le obligo á presenciar la muerte de su padre.

Cumplió el verdugo con encantadora destreza el inapelable fallo de los caballeros que por aquel entonces se ganaban la vida condenando al prójimo con arreglo á la ley de moda, sin perjuicio de cometer ellos los delitos que se castigaban en las leyes antiguas y los que se castigaron en las leyes posteriores.

Cuando el reo concluyo de pagar todos los tributos que impone el Estado, el príncipe examino la cuerda que suspendía el cadáver del rey, y dijo tranquilamente:

—Con esto no contaba Dios.

Por eso Alejandro II, cuando fué monarca, no quiso serlo por derecho divino; tenía miedo á las herejías del cáñamo.

Como es naiural, los revolucionarios gobernaron pésimamente, y se pensó en la restauración.

La mudanza es el placer de la vida; y la Humanidad sería feliz si las variaciones estuvieran regularizadas legalmente. Yo he obedecido á cuatro reyes, dos regentes, dos repúblicas y un gobierno provisional, y todos me han dado un día de esperanza al llegar, un día de dolor al gobernarme y un día de placer cuando se fueron. Lo mismo me ha ocurrido con mis conocidos y con mis amadas. Pero!cuantos sustos en cada mudanza! Dios, en su infinita sabiduría, regularizo los cambios en la Naturaleza; el invierno se marcha alegre porque sabe que ha de volver, y nosotros le recibimos á gusto porque sabemos que se marchara oportunamente. Por eso dije á ustedes que la mudanza es el placer de la vida, y por eso ustedes y yo nos damos el placer de cambiar de asunto.

Mientras conspiro el príncipe Alejandro, vivió huido y oculto en Andalucía, singularmente en la provincia de Córdoba, donde su realeza hallo ostensible culto en las cabezas de muchos hombres y en los corazones de muchísimas mujeres. El rey fué agradecido á los favores que le habían prodigado los cordobeses; y, al sentarse en el trono, anunció el Gobierno que S. M., huyendo por los olivares de Córdoba en una noche triste, y temeroso de ser reconocido, había clavado en una aceituna el diminuto alfiler terminado por un brillante, que envidiaba el Sol, y que el rey difunto llevaba sobre su pecho en las grandes ceremonias. Añadía el regio pregón que si la alhaja fuese hallada por una mujer, sería esta la reina de España; y si lo fuese por un hombre, sería este el capitán general de los ejércitos, manera atinadísima y consuetudinaria con que en este país se han provisto casi siempre los empleos.

Claro es que los cordobeses no esperaron á que las aceitunas madurasen tanto que cayesen al suelo, y empezaron en seguida la recolección, colocando blancas sabanas bajo los olivos, por si caía á tierra alguna aceituna, cogiendo éstas á ordeño con el mayor cuidado y sin agitar el ramaje, y

—Dispense usted—dijo, interrumpiéndome, el gañán que me oía;—¿cuánto valía entonces el aceite?

—A dos ducados la cantara.

—No lo entiendo.

—Pues 22 reales la arroba.

—Y el pan, ¿á cuanto estaba?

—No lo se; pero el trigo costaba á 680 maravedíes la fanega de Castilla.

—Dígalo usted en castellano.

—A 20 reales la fanega.

—Siga usted contando su cuento.

—Pues bien; después de reconocer las aceitunas, desechando las malas, donde seguramente no estaba el alfiler, se llevaban en seguida al molino, se molían con rapidez y sin miedo, porque se sabía que el brillante no podía romperse, se desmenuzaban tres veces las pastas y se prensaban de nuevo, lavándolas con abundancia y separando las tres clases de aceite, que se filtraban para buscar el deseado brillante.

—Y, diga usted, ¿pareció?

—Nada de eso.

—Pues acabe usted de una vez.

—El brillante no se lo encontró nadie, pero la cosecha fué excelente; los aceites, por su buena calidad, tuvieron un alto precio; y como las plantas no padecieron, hubo al año siguiente una cosecha abundantísima. De modo que todos se encontraron el brillante.

—¡Felices tiempos aquellos! u

—Ahora ocurriría lo mismo.

—No, señor; porque ahora hay muchas posturas y pocos molinos, y no puede hacerse la recolección de esa manera. Ademas, lo que puede encontrarse: en las aceitunas, no son brillantes, sino huesos. Huesos de sequía, huesos de tierra vieja, huesos de contribución, huesos de cartillas: caprichosas; y, si, uno propietario, hallara huesos de rebuscador y de medidor granuja y de aceitunera complaciente; y, si es uno pujarero, huesos de maestro de molino; y una aceitunera, huesos de manigero atigrado; y un rebuscador, huesos de guardia civil. Todo es hueso por todas partes. con hueso se hacen muchas cosas, y se pulen otras, y se fabrican bastantes; cuando estamos cansados decimos que nos duelen los huesos; y cuando un asunto tiene algo malo, eso es el hueso del asunto. Las mujeres, para ser elegantes, se quedan en los huesos, y las cabezas de los sabios parecen calaveras. Ayer fui á comulgar, y en lugar de la hostia, me dió el párroco una ficha del casino, porque el sacristán guardaba en el copón sus ganancias en la timba.

¡Peste de huesos!

La competencia

¿Sabéis lo que es competencia judicial? ¿No habéis oído decir que tal juez no es competente y que deben pasarse los autos y la pieza P al juez Q? ¿No os han asegurado que el juez de aquí debe inhibirse en el asunto de aquel? Todo esto os parecerá extraño, porque si un juez sabe hacer justicia, lo natural es que la haga en cualquier perturbación del orden jurídico. (¡Vaya una frasecilla!) Pero no ocurre así, y es natural que no ocurra.

La competencia se hace manifiesta en muchas ocasiones, y, por consiguiente, es preciso legislar acerca de las competencias.

Recuerdo un caso que os hará comprensible la competencia.

En un pueblo que no cito, se celebraba la fiesta de San Dimas, patrón del citado pueblo.

Hubo gran función religiosa; y, terminada esta, los vecinos colocaron sus ofrendas en el altar mayor, con que este se lleno de monedas, aves, frutas, embutidos y algunas alhajas. Todos los objetos debían ser vendidos en subasta pública, ó sea reducidos á dinero, sistema que yo aplaudo, porque de algún medio han de valerse para poder comer esos infelices que pasan su juventud estudiando una carrera que luego les obliga á ser el motivo de todas las murmuraciones, á morirse de hambre y á soportar con paciencia que cuatro zoquetes logren economatos y canongías por la gratitud de una aristócrata penitente ó por las influencias afrodisiacas de una ama bien construida.

Quedó la iglesia desierta; cerróla el sacristán, y cuando, á las tres de la tarde, volvió á abrirla, hallóse con que San Dimas había desaparecido. Pero lo notable del caso es que se había marchado con la limosna.

¡Consternación general en el pueblo! Se registraron las bodegas y las cámaras, pero no se encontró al santo. El juez municipal averiguo que el hecho era algo más que una falta, y dió noticia de lo ocurrido al juez de instrucción. Este pidió ayuda al alcalde y á la fuerza municipal, y después de convenir en que existían los delitos de robo y secuestro, se ordenó á la Guardia civil que saliese en persecución del santo bendito. Pero, aquí de la competencia: el cura dice que el santo se ha llevado lo suyo y que se ha ido por su santísima voluntad: que se habrá ido seguramente enojado por la impiedad del pueblo; y que se debe rezar fervorosamente y ofrecer al santo una ermita nueva si vuelve á consolar el quebranto de sus devotos. El juez dice que un santo no se va tan fácilmente de la peana. El cura sostiene que todo lo hace el poder de Dios. El alcalde afirma que los santos para nada quieren alcachofas y gallinas; pero el cura rectifica diciendo que San Dimas, lo habrá dado todo á los pobres, del camino. El juez envía á la Guardia civil en busca del santo; y el párroco protesta, y se va á la iglesia á rezar acompañado de todos sus feligreses.

El día siguiente, el santo seguía perdido, y perdido siguió siempre. Los guardias civiles echaron la culpa al cura que les había hecho perder un tiempo precioso; el cura echo la culpa al juez, que con sus disposiciones descorteses, había enojado al fugitivo, San Dimas, y los devotos se quedaron, sin dádivas y sin patrono.

Ya sabéis, por consiguiente, lo que son competencias y los beneficios que proporcionan.

¡Apaga!

Monólogo en un manicomio

Por supuesto, que si no fuera mirando que ese hombre está loco...

¡Y eso que se lo he contado! Mira que me iban á dar garrote. ¡Apaga, hombre! Mira que estaba en capilla; que tu no sabes eso, y hay que pasarlo para saberlo. Me dieron muy bien de comer; y, es claro, después me entro sueño; y me despierto, y miro, y veo las luces del altar, y me voy á la ventana, y nada; á obscuras. ¡Hay que saber lo que es el día cuando le van á uno á dar garrote! Y recé un poco y me volví á dormir. Y venga roncar; y me despierto, y lo mismo; las velas encendidas, pero el Sol, ¡no!

Y así fué pasando, hasta que me convencí de que no amanecía. Muchas luces de esta clase y de la otra; pero la del Sol, ¡quia!

Que mañana amanece, pues me ahorcan; que no amanece, pues sigo aquí.

Y ese bruto, dale con que hace buen Sol; y le digo: apaga esa luz, y nada. ¡Si creerá que va á engañar á la justicia! En fin, ¡quién hace caso de un loco!

La verbena de San Juan

—¡Olé! ¡Viva la alegría! señor Rafael, tráigase usted la fuente de la plaza, echando vino.

—Ojo con emborracharse, que luego, á la noche, hay alguno que rompe tres primas sin haber templado.

—Aquí nadie se emborracha; el que lo hace, paga la convidada por todos.

—Mucho, mucho; muy bien dicho.

—¡Que se escriban esas palabras!

—Oye. ¿A quién le has oído tú eso?

—Al diputado.

—¡Bravo! ¡Bravo! Que haga el diputado.

—Figúrate que estás en las Cortes.

—Que se suba encima de la mesa.

—Escucha. Zurdo. ¿Cómo van vestidos los ministros?

—Si no me dejáis, no digo nada.—

—¡Silencio!

—Antes necesito beber un poco.

—Oye. ¿Los diputados beben vino?

Estultus, como dice el sacristán. En Madrid, la gente gorda, bebe agua de Colonia.

—Menuda chispa tendrán los señoritos.

—Ca, hombre. Ahí tienes ese chistera con el color de restrojo lo mismo que un difunto. Parece un hombre porque lleva patillas y va muy tieso; el otro día le dieron aguardiente del bajo en casa del escribano; y, apenas lo cato, lloraba cada lagrimón más grande que el chico de mi hermana.

—Dicen que sabe mucho.

—No digo que no; pero ayer no sabía cuantos celemines tiene una fanega.

—Pues eso lo sabe todo el mundo.

EL maestro le dijo á mi madre que el tal señorito es mala persona, y que hay que vigilar á las mozas.,

—Leandro, eso va contigo. Desde que vino al pueblo anda detrás de Rosica.

—Ya sabe ella lo que tiene que hacer.

—Si no dices otra cosa... Rosa es una chica honrada, y si tu lo haces mal con ella, ni las piedras te van á querer en el pueblo; pero ya sabes que donde hay gallinas es adonde van las zorras.

—Vosotros sabéis algo y no queréis decírmelo.

—Oye, Leandro. Haces mal en sospechar eso: no te mereces á Rosa. Ninguno de nosotros sabe nada, y el que sepa algo que lo diga, porque las cosas al principio tienen remedio, y si luego ocurriera una desgracia, todos seríamos á sentirla.

—No habléis más de eso. Rosa es mi hermana, y nunca ha andado en malas lenguas, y, sobre todo, el día que ese señorito se propase, ya sabremos Leandro y yo el camino que hemos de tomar.

—Tiene razón Blas. A callar.

—Lo dijo Blas, punto redondo.

—Bravo, Zurdo; pero oye. ¿Qué haces encima de la mesa? Bájate; ya echarás esta noche el discurso.

—Lo siento. Ese levita ha venido para traernos tristezas.

—No lo creáis. Ya lo verás en cuanto den las nueve. Que estemos todos listos.

—Rafael, ¿qué te debemos?

—Ya me han pagado.

—¿Quien?

—He sido yo; eso no merece aprecio.

—Leandro, no se si darte las gracias; parece que estás de mal humor.

—No lo creas. Ya sabéis que soy vuestro amigo, y que no tengo más que una palabra.

—¡Ea! Se acabo todo. A callar. Cada un» que tire para su pesebre.

—(Blas, no te rayas con nadie; ven conmigo.)

—Leandro, ¿no vienes adentro del pueblo?

—No; me voy con Blas á dar una mano á la huerta.

—Buenos hermanos váis á hacer.

—Quiera Dios que sea pronto.


—¿Qué quieres, Leandro?

—Nada; pero tengo miedo. A mi me va á ocurrir algo, y necesito que estemos juntos.

—Leandro, calmate, y se prudente. Ten sosiego y verás mejor. No sabemos nada de seguro. ¿Por qué recelas?

—Ayer Rosa estaba llorando, y por más que hice, no pude saber la causa de su tristeza.

—¿Quieres que vayamos á verla ahora mismo?

—No, es inútil; no dirá una palabra.

—Rosa te quiere.

—Ya lo se, Blas; bien sabes que cuando no lo supe estuve á punto de morirme.

—Entonces, ¿por que sospechas? La mujer que quiere defenderse no es vencida.

—No importa; me da el corazón que va á pasar algo.

—¿Quieres que me quede contigo?

—¿donde vas?

—Al cortijo.

—Bueno, vete; pero oye, me vas á hacer un favor.

—Di.

—Traete mi jaca, que está en la torada. Pídesela á José María.

—Y ¿para que la quieres?

—No lo se; pero traela.

—Tú estás preocupado, y haces mal.

—Bueno; déjame.

—El caso es que si traigo la jaca no voy á poder volver hasta las once.

—Si no quieres, no lo hagas.

—No te he dicho eso; ya sabes que en pidiéndome tu una cosa, no hay cuestión; pero te repito que tengas calma, porque tu eres un valiente, y ahora te ha entrado el miedo lo mismo que un resfriado.

—Blas, el día que tiemble, me metes la navaja.

—¡Ea! Basta de palabras. A las once tendrás la jaca en mi casa. Dile á mi padre donde voy.

—Adiós, y gracias.

—No las merece. Oye, que me guardéis un trago.

—Blas, perdoname si te molesto; pero!la quiero tanto!

—Anda, chico. Esa enfermedad no es de muerte. Ten calma y espera á que yo vuelva.

—Adiós.

—Adiós.

—Adiós, Blas.

—Adiós, hombre.


—Leandro.

—¿Quién?

—¿En qué vas pensando?

—¡Ah! ¿Eres tú?

—Si no te aviso, te metes dentro del pilón.

—Iba distraído.

—Te buscaba.

—¿Qué quieres?

—Dos palabras. No es bueno que me vean contigo. Ayer, por la tarde, estaba el señorito nuevo delante de la ventana de Rosa, girando su bastón como si midiera.

Hoy por la mañana vino 4. encargarme una cuerda con nudos, que tuviera de largo seis bastones como el que él llevaba. Mandó que pusiera un gran gancho en uno de los, extremos. La cuerda es ésta. Yo sospecho, y tú eres mi amigo. Le debo á tu, padre el pan que como. dí lo que he de hacer, y lo hago.

—¡Maldita sea mi suerte! Ven á mi casa.

—No puedo. Si vas á hacer algo, no nos deben ver juntos. Decídete.

—Entrega esa cuerda. Escucha...Quieres servirme?

—Manda.

—Necesito unos cuantos espiando toda la noche la ventana de Rosa.

—Seremos todos los mozos.

—Nadie ha de moverse.

—Piensa que tu vales más que todo el pueblo.

—Piensa que no lo valdría si llevase la cabeza baja.


—Rosa, ¿donde vas á dormir esta noche?

—¡Toma! ¡Qué pregunta! Pues donde siempre, en mi cuarto.

—Te voy á arrancar el alma.

—¡Leandro! ¿Qué dices? ¿Qué te pasa?

—Silencio... Ahora mismo te vas á casa de tu hermana. Allí has de pasar la noche. Que nadie lo sepa. Te va en ello la vida.

—¡Leandro!

—¡Callate, y vete!


Son las diez y media, ya han sonado en el reloj de la Casa Ayuntamiento. La ventana del cuarto de Rosa da á una calleja estrecha.

Cerca de veinte mozos se hallan escondididos tras una esquina.

Todo yace en sombras y silencio. El pueblo entero parece dormido; ni suena la guitarra ni el destemplado canto de los zagales. El reloj da los tres cuartos. Alguien, que viene mirando con recelo alrededor, llega bajo la ventana y lanza algo al aire. Es un gancho que ha quedado sólidamente sujeto á la repisa. De el pende una cuerda. Por ella trepa pesadamente el señorito forastero; llega á lo alto y desaparece dentro de la habitación. más rápido que el pensamiento brota un hombre de entre las sombras que proyectan los casucos; se ata el cabo de la cuerda á la cintura y sube ágil tras aquel que le precediera. Se escucha el galope de un caballo. Los mozos dudan que hacer. Un tenue y lastimero quejido viene á explicarlo todo. Leandro lanza un hombre al espacio, pero el hombre no cae, porque á su cuello está sujeta la cuerda con un nudo corredizo. Luego el matador salta de la ventana á la calle. Blas llega jinete en la jaca.

—Blas, apeate y dame las riendas. He muerto al señorito.

—¿Es eso que cuelga?

—Si.

—Salta á la grupa. Yo iré donde tu vayas.

Luego se alejaron los mozos; luego siguió el cadáver columpiándose poco á poco, y luego cesó de moverse.

Pisto legislador

El tío Pelé arrienda una tierra al tío Melé, para que este la siembre de patatas; y Pisto (juris consultor del pueblo), en una pared de la taberna de Cisco, escribe con lápiz el contrato de la siguiente manera:

Asta 50 arrobas media quartiya por arroba

Asta 100 arrobas una idén idén

Caso que más á medias


* * *


El tío Melé coge 123 arrobas, y dice al tío Pelé:

—¿Quiere usted cobrar á dinero ó especie?

—A dinero.

—¿A cuánto las ponemos?

—A lo que esté.

—Se han medido á ocho perras arroba.

—Pues á eso.

—Pues luego traeré el dinero á la taberna.


* * *


Melé, ante Pisto y demás contertulios, entrega á Pelé 24 pesetas y 20 céntimos.

—¿Cuanto es mi cuenta?—pregunta Pelé á Pisto.

—Cuarenta y nueve pesetas con veinte céntimos.

—¿Por qué?—dice Melé.

—Porque en pasando de 100, se iba á medias: conque la mitad de 123 son 61 y media, que á 80 céntimos, valen 49 con 20.

—No, señor—replica Melé.—Se dijo que hasta 50 media cuartilla por arroba, ó sean seis arrobas y cuartilla; de 50 á 100, una cuartilla, ó sean 12 arrobas y media, y de 100 á 123, la mitad de las 23, ó sean 11 y media, conque todo suma 30 arrobas y cuartilla, que valen 24 pesetas y 20 céntimos.


* * *


Pelé y Melé han llegado á un acuerdo; han partido la diferencia, y le han dado dos bofetadas á Pisto para que no escriba leyes el que no sepa escribirlas.


* * *


¡Que cunda el ejemplo!

Tres casos

Aunque los curanderos están perseguidos por las leyes, declaro que lo soy, y no extrañara á ustedes lo que voy á referir.

Primer caso

El Sr. D. José Zúñiga é Iriarte, individuo del Cuerpo diplomático, observa, á los dos meses de casado, que su esposa presenta síntomas de demencia. Los doctores P. y Q. recomiendan que la enferma se distraiga, y el Sr. Zúñiga viaja con su esposa.

Convencido de que su mujer se agrava, y teniendo noticia de mis prodigiosas curas, me dispensa el honor de su visita, y, de común acuerdo, voy el siguiente día á almorzar con el diplomático y con su esposa.

La señora está muy delgada, es rubia, tiene los ojos azules, la boca grande y el cutis finísimo. Se fatiga fácilmente y se distrae á menudo.

El Sr. Zúñiga me presenta como poeta y hombre de ciencia. Yo me hago el chiquitín, y la señora no me invita á recitar versos. Observo que hay un piano en el gabinete, suplico á la enferma que nos recuerde alguna obra de las aplaudidas en la última temporada de conciertos, y la señora de Zúñiga contesta con alguna acritud, que el piano está desafinado y que ella toca muy mal. Entablo conversación sobre las bellezas de Nápoles y de Colonia; pido á la esposa su opinión acerca de las orillas del Rhin y de los lagos de Suiza, y me contesta con monosílabos.

Empieza el almuerzo, y la señora reprende al criado porque los huevos están partidos á lo ancho y no á lo largo, y encarga que otra vez sirvan la Bechamel aparte. Las conversaciones se suspenden, y mi copa de vino se tambalea porque la señora de Zúñiga tira del mantel para acercarse el plato.

El sirviente presenta el pescado, y la señora lo rechaza de tal modo, que un lenguado cae sobre la alfombra, y el criado se excusa de no haber traído antes las pechugas á la Financiere.

La señora se serena un poco y me refiere que aquel Burdeos les cuesta á cincuenta reales la botella.

Llegamos sin novedad hasta el asado, y aparecen dos pollos enteros, que la señora se dispone á trinchar para lucir sus habilidades; pero un pollo está duro, el trinchante resbala y da en la vacía copa de Sauterne, que empuja la copa llena de Burdeos, cuyo liquido cae sobre el chantilly. En sentido contrario salta el pollo desde el plato á la falda de la señora de Zúñiga, y ésta se levanta con el rostro lívido, las corneas inyectadas de sangre y los dedos contraídos, y se retira á su habitación.

El Sr. Zúñiga no sabe que determinar, y yo propongo que vayamos á su despacho donde tomaremos el café.

Así lo hacemos, y se presenta una doncella diciendo que la señorita está indispuesta y se ha acostado.

—Por amor de Dios, no se vaya usted, porque ahora la vera con el ataque—me dijo Zúñiga.

—Usted perdone, pero ya tengo hecho mi juicio.

—¿Y qué?

—¿Usted está decidido á curarla?

—Desde luego.

—Pues dele usted azotes con observación.

—Supongo que hablara usted en serio.

—Y supone usted bien. Es el único medio de facilitar la acumulación de la sangre en el raquis.

—Pero es tan violento, que yo...

—Es cierto; pero supongo que no llamara usted á un practicante para que...

—Es verdad.

—Por supuesto, no ande usted bromeando y de usted fuerte.

—¡Qué compromiso!

—No olvide usted dárselos con observación, y en caso extremo me avisa usted.

—Pero, ¿cree usted que lograremos algo?

—Empeño á usted mi palabra, y adiós; usted con la enferma; y yo, á casa.

A las cuatro de la tarde recibí una tarjeta de Zúñiga en la que decía:

«Está resuelta á separarse de mí. ¿Qué hago?»

Y contesté:

«Aumente usted la dosis hasta que termine la crisis.»

A las diez de la noche, y en vista de que no recibía más noticias, envié á un criado de parte del presidente del Consejo, y le dijeron que el señor estaba en cama con un ligero catarro y que la señora le cuidaba.

Los señores de Zúñiga viven felices, y la esposase ha restablecido, gracias á la prescripción de un alienista extranjero.

Nota: No me han pagado la consulta ni me saludan cuando me ven.

Aforismo: La mitad de los locos estaban mal educados, y la otra mitad son cuerdos distinguidos.

Segundo caso

La señora doña María Gutiérrez, esposa de mi amigo D. Juan José Moreno, se presenta en mi casa y me suplica amoneste á su marido para que deje de fumar.

—¿Le perjudica, eh?

—Muchísimo. Antes solo fumaba una cajetilla al día; pero compro una boquilla para puros, se ha empeñado en culotarla y va para tísico á todo escape.

—No será tanto.

—Sí, señor. Usted entiende estas cosas mejor que una, y ya vera usted, señor Lanza, que chupado se está poniendo.

—¿Escupe mucho?

—Nunca, y dicen que eso es lo malo.

—Según. Y ¿qué vida lleva?

—Pues entra en el Banco de España á las ocho.

—¿Tan temprano?

—Sí, señor; son muy exigentes. A las doce almuerza allí y sale de la oficina á las seis. Da una vuelta y viene á casa á las siete; cenamos y se marcha otra vez al Banco.

—¿Al Banco?

—Sí, señor; lleva cuatro meses haciendo el balance.

—Y ¿á qué hora se retira?

—A la una.

—Pues es mucho trabajo.

—Mucho, pero el lo resiste; lo que le mata es el tabaco.

—¿Esta usted decidida á salvarle?

—¡Y tan decidida!

—Pues déjele usted que fume cuanto quiera; pero échele usted un brazo por encima del cuello, y fume usted con el.

—Eso es una broma.

—Hablo en serio.

—Y ¿usted cree?...

—Haga usted la prueba.

A los dos días se había terminado el balance, y al mes Juan José estaba gordo.

Nota: La señora no ha vuelto á hablarme de este asunto, y sigue sin pagarme.

Aforismo: El fumar perjudica cuando se escupe fuera de casa.

Tercer caso

Sr. D. Silverio Lanza.—Muy señor mío. Enterada de las notables curas que usted realiza, le ruego tenga la bondad de pasar á visitarme para consultarle acerca de una dolencia que me preocupa.

Soy su afectísima servidora, q. b. s. m., Josefina Luque de Aranaz, viuda de Del Valle, condesa de Safo.


Señora doña Josefina Luque, viuda de Del Valle.—Muy señora mía: Ruego á usted tenga la bondad de honrarme con su visita, porque me es imposible abandonar mi despacho.

Me tiene usted á sus ordenes desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche.

Soy su afectísimo seguro servidor, que sus pies besa, Silverio Lanza.


—¿Da usted su permiso?

—Adelante.

—La señora condesa de Safo.

—Que pase esa señora.

Llego á la puerta del despacho, saludo ¿1 la condesa, la cojo de una mano y la aproximo á un sillón, donde se sienta.

—Usted será tan buena que me perdone mi descortesía, pero el trabajo me agobia.

—Yo temía que aquí no le fuera fácil...

—Usted dirá, señora.

—Yo sé que usted cura á muchos desahuciados.

—No, no; lo que hago es evitar que molesten á los médicos las personas que están sanas.

—Pues yo estoy enferma.

—Permítame usted que lo dude. Tiene usted buen semblante.

—Porque ahora estoy agitada.

—Pues tranquilícese usted y expóngame sus molestias si le merezco confianza.

—Sí, señor; confianza completa.

—Muchas gracias.

—Todo mi mal está en el corazón.

—¿Qué nota usted?

—Que unas veces palpita muy deprisa y otras muy despacio.

—¿Ha notado usted si esas palpitaciones se aceleran después de comer?

—No, señor; la digestión no influye.

—¿Y después de un movimiento brusco?

—Tampoco.

—¿Tiene usted alguna pena grave?

—No, señor.

—¿Usted es viuda?

—Si; pero enviude hace tiempo.

—¿Y su familia de usted no le ha producido algún disgusto?

—No, señor; nos tratamos poco. En estos meses pasados he tenido con asma á un pariente, que es con quien tengo mayor intimidad y á quien he asistido.

—Pero, ¿se ha repuesto?

—Sí, señor; me escribe diciéndome que se halla mejor.

—¿Tiene usted la bondad de ponerse en pie?

—¿Así?

—Sí, señora. Levante usted el brazo izquierdo... Está bien... ahora el derecho... Perfectamente. Inclínese usted como si fuese á coger un objeto del suelo... Muy bien, señora. Échese usted hacia atrás como mirando al techo. Basta, es suficiente.

—Y ¿qué opina usted?

—Que dentro de siete meses tendrá usted un hijo.

La condesa se retiro indignada, y, al salir del despacho, me miro con desprecio diciéndome:

—Miente usted.

—Y tenía razón, porque á los siete meses tuvo una niña.

Nota. La condesa advierte á todo el mundo que soy un grosero. Y no me ha pagado la visita.

Aforismo: El asma y los embarazos suelen depender de afecciones del corazón.

Documento del siglo XX

Ministro á gobernador.

Solucione huelga. Antes convocar Junta de Autoridades y resignar mando exija usted á panaderos mantenimiento del orden.


* * *


Gobernador al ministro.

Solucionada huelga. Recibo plácemes fuerzas vivas. Vuelve vida ordinaria. Trenes llegan con retraso. Robos sin importancia. Asesinatos con carácter ordinario. Tres incendios sin otras complicaciones. Restablecida normalidad.


* * *


Ministro á gobernador.

Felicito también á vuecencia.

La tarea del negro

Lino Delgado, curial activo é inteligente, supo que en la calle de las Tres Cruces, tres triplicado, tercero, vivía D. Francisco de Borja Pérez, en compañía de su ama de gobierno doña María del Carmen Pérez y de una encantadora hija de la doña Carmen y de Paco Pérez, un cochero de punto que murió en Viernes Santo.

Lino dudo de las relaciones intimas entre D. Francisco y doña María, pero no siendo Pepita un pimpollo, era indudable que Don Francisco gratificaría bien á quien se casase con Pepita. Y se casaron.

Pero la muerte arrebato á Don Francisco en la flor de su vejez; y revolvió Lino el Negociado de Ultimas Voluntades y se convenció de que D. Francisco había muerto sin testar.

—No importa, se dijo.

Y al inscribirse en el Registro aquella defunción, apareció doña Carmen como viuda del D. Francisco, y Pepita como huérfana del finado. Y así Pepita Pérez heredo como hija (soltera) de D. Francisco y de doña Carmen, y siguió Pepita Pérez y Pérez (casada), siendo esposa de D. Lino Delgado é hija de doña María del Carmen y de Paco.

Desgraciadamente, no fué satisfecha la vindicta pública, pero el delincuente sufrió su pena, porque otro curial averiguo el delito, y pidió á la mamá—con anuencia de Pepita—la mano de doña Josefa Pérez y Pérez, soltera é hija de D. Francisco y de doña Carmen. Cuando Lino quiso revelarse le remitió su compañero la Ley de Enjuiciamiento criminal.

Lino sigue casado, y sin esposa ni dinero; y el otro marido de Pepita no debe estar tranquilo; porque, si muere Lino Delgado, se casa doña Josefa Pérez y Pérez, viuda, é hija de Paco y de doña María del Carmen, con el primer barbián que la corteje.

Y es que los pillos hacen, casi siempre, la tarea del negro.

Para que almuerce el rey

Una noche de invierno, en Madrid, y en la plaza de Oriente...

Es una crueldad que las noches de invierno sean largas, y aunque á esto obligue la variedad de declinaciones del Sol, aprovecho este momento para protestar de la marcha de los astros.

Hacia las cuatro de la madrugada de una noche de invierno, una mujer joven, flaca, mal peinada y mal vestida, mostraba á un niño cubierto de andrajos, la estatua ecuestre del buen rey Felipe IV.

He dicho buen rey con permiso de Quevedo, y, además, porque siempre hablo con respeto de los reyes.

—¿Ves ese? pues también fué rey; pídele dos céntimos y verás como no te los da.

Seguía el rey Felipe IV apoyado en los estribos para defenderse en la empinada del caballo, empinada que tanto maravilla á las gentes, y que, aunque nada tiene de particular, dícese que fué invención de Galileo (?).

—No te los da tampoco. Ya ves que hemos pedido limosna á todos los reyes de la plaza. Pues no han chistado. Para pedir son buenos, pero para dar... Y tú, ¿qué dices?

—Tengo frío.

—Hijo de mi alma. Ven, que te abrigue.

Y quitándose la loca un mugriento pañuelo de seda que llevaba al cuello, cubrió con el la cabeza y los hombros del pálido niño.

—Tienes frío porque tienes hambre. Y tu, ya lo ves, desde que empezó la noche estamos pidiendo y... nada. Los reyes no dan; conque, ya ves. ¿Qué dices?

—Vamos á casa. Tengo sueño.

—Tienes sueño porque tienes hambre.

—Tengo mucho sueño.

—Sí, sí. A casa... A casa. A casa no se puede ir porque está cerrada la casa. ¿Abrirá la puerta el sereno? ó no la abrirá... Y tampoco cenaras en casa.

—Hay pan.

—Pero no está en remojo.

—No importa.

—Sí; no importa; y parece piedra como ese rey que está ahí de espaldas. ¡Qué grande es!

—Y ¿por qué les pides si son de piedra?

—Pues, mira tu el otro. Ahí se estará en su palacio, acostadito en su cuna, tan calentito, y tú con frío y con hambre.

»Pues su madre habrá pasado para parirlo lo mismo que yo pase para parirte á ti. Pues ya has visto... digo que tu lo has visto, que al rey que primero he pedido ha sido á el. ¿Y qué? Ya lo has visto. Bien claro se lo he dicho á un hombre que había á la puerta: «Dígale usted al rey que mi niño le pide una limosna para poder cenar.» Y ¿qué hizo?.... pues tú ya lo viste... Nos echo para afuera y me llamó loca. ¡Mira tu que loca?.... Porque pido para ti. Como pediría la reina para su hijo. Pero á mi puede venir á pedirme.

—Tengo sueño.

—Y yo le diría: Oiga usted, señora, ¿y qué hizo?...

—Vamos á casa.

—Y no digas que también es de piedra.

—Anda, mamá, tengo sueño.

—¿Qué quieres?

—Vamos á casa.

—Vamos, sí, porque tú ya ves que aquí no nos dan nada.

Y madre é hijo se fueron hacia el Viaducto por la calle de Bailen.

Pero una hora después volvían.

Sentóse la loca en un banco, echóse el niño sobre la fría piedra, apoyo su cabeza en una pierna de su madre y se quedó dormido, que es lo mismo que hacen los pueblos hambrientos cuando aún están en su infancia.

—De aquí no me voy hasta que la reina se despierte.

Y allí se estuvo.

Cuando el sol del nuevo día empezó á llenar de claridad el horizonte, los guardias que hacían servicio en la plazuela empezaron á inspeccionar el estado del orden público en el terreno de su jurisdicción.

—¿Qué hace usted aquí?

—Nada.

—No puede ser menos. Usted pide.

—¿El que?

—Limosna.

—Sí, señor.

—¿Sin licencia?

—No tengo licencia, pero tengo hambre.

—¿Conque, ¿hambre?

—Sí, señor; pero no pido para mi, pido para mi hijo. Sí, señor, si; no mire usted. Deme usted un pedazo de pan y vera usted como mi hijo se lo come todo entero.

—Conque, ¿sin licencia?

—Sí, señor; sin licencia. No se necesita licencia para no dar, conque tampoco hace falta para pedir.

—Como hacer falta, hacela.

—Pues yo esta noche he pedido sin licencia. ¿Ve usted esos reyes? Pues á todos les he pedido.

—¿Y no dieron nada?

—No, señor. aquí solo dan los pobres. Porque el que ha sido pobre sabe lo que es pedir para un hijo.

—Vaya, mujer; no se apure.

—No; yo, no; porque ya le he dicho á mi niño: «Cuando tengas mucha hambre me comes un brazo.»

—Cállese, y no diga disparates.

—Me callare si usted quiere.

—Yo le doy á usted veinte céntimos.

—¿De veras? ¿Es usted tan bueno?

—Doilos, pero usted se va de aquí.

—Me iré, sí, señor; me iré.

—Pues tenga usted.

—¿De veras? ¿De veras?

—Pero se larga de aquí.

—Sí, señor.

—¿Tiene usted casa?

—Estoy recogida en la de un pariente.

—Vaya, vaya; pues tenga.

—Dios y la Virgen Santísima del Carmen se lo paguen á usted.

—Gracias gracias.

—Me voy en seguida. Carlitos, despierta, vida mía; mira al señor y dale muchos besos, es el único rey de veras que hay en toda la plaza.

—Bueno, bueno. Váyase, y no me altere la vía.

—Me voy; pero Dios se lo pague á usted en salud.

—Gracias,

Y la alegre madre, caminando hacia el Viaducto, volvíase á intervalos para bendecir al guardia y levantar á Carlitos, que con sus amoratadas manitas enviaba besos á su compasivo protector.

Un cuarto de hora después volvía la loca trayendo un dorado buñuelo.

—Dámelo, mamá, que si me lo como; que si.

—Este no.

—Dámelo.

—Tu te los has comido todos. Ya ves que yo no los he probado. Pero este es para el rey.

—No, mamá; para mí.

—Para el rey. Que sepa que los pobres somos agradecidos y no somos miserables.

—Dámelo.

—No llores. Dios da á quien da. Déjame que haga esta caridad.

Callóse el niño á quien la palabra caridad asustaba.

Fuese la madre á un entreabierto postigo de la puerta principal del Real Palacio y á un hombre que allí vió entrego el buñuelo diciendo con arrogancia:

—Déselo usted al rey para que almuerce de parte de mi niño.

El criado, que ya conocía á la mendiga, echóse el obsequio á la boca, empujo á la infeliz madre hacia la plaza de Armas y cerro la puerta riéndose cuanto se lo permitía el buñuelo atravesado entre los dientes.

—¿Lo ves, Carlitos?

—Si me lo hubieras dado. Era el mayor.

—Ya se que lo era. Pues tu ves, cuando al rey no le dan lo que le traemos los pobres, figúrate si nos darán á nosotros lo que nos quiera dar el rey. ¿Qué dices?

—Yo, nada.

Gloria in excelsis

Final del drama en tres actos «Un cura»


Amplia cocina de labrador. al fondo una ventana cerrada con vidrieras. A la derecha el hogar. Próxima á este se halla sentada Rosario. A la izquierda una puerta. Una arca para ropa, Mueblaje correspondiente.

Rosario es mujer de sesenta años, viuda, y con un hijo que fué cura, y cuya situación se ignora desde hace mucho tiempo. Vive de sus rentas; está asistida por criados, y se halla paralitica y muda. El matrimonio que asiste á Rosario se despide de esta.

—La mujer.—Y ahora que ya hemos rezado, á dormir. Cierre usted los ojitos y hasta que venga yo á despertarla y acostarla.

(Rosario sonríe con gratitud.)

—La mujer.—¿Esta usted bien abrigada?

(Rosario mueve la cabeza asintiendo.)

—La mujer.—Pues adiós. Ya pasara por aquí éste cuando eche de comer á las mulas.

—El hombre.—Si que pasare.

—La mujer.—Ea, pues, adiós.

—El hombre.—Ea, pues, adiós.

Rosario queda sola mirando hacia la puerta; después cierra los ojos y los cubre con las manos. Lleva estas al regazo, eleva las miradas hacia el cielo, vuelve á mirar á la puerta; y, apoyándose con las manos en los brazos del sillón, trata inútilmente de incorporarse.

De repente torna las manos al regazo y se queda inmóvil como si escuchase. después gira el busto cuanto le es posible mirando con ansiedad hacia la ventana. Un cristal de ésta cae roto al suelo. Poco después aparece una mano por el hueco abierto en la cristalería, y desechando la falleba, abre la ventana. Por ella salta un hombre que representa cuarenta años. Viste traje de caballero que viaja ó reside en el campo.

Al penetrar se descubre, y queda erguido; pero comprendiendo que su madre le reconoce corre hacia ella y la abraza estrechamente arrodillándose. después se levanta, cierra la ventana, se acerca á la puerta, escucha; saca un cuchillo, y dirigiéndose á Rosario, dice:


—Madre mía, no tengas miedo. No temas de mi, ni temas de nada mientras yo este á tu lado. ¡Bendita seas!


Vuelve á abrazarla. después se incorpora, se aproxima á la puerta, escucha; y dejando el cuchillo á los pies de la anciana, besa á esta, y dice:


—Estuve acechando á que te dejasen sola; y entonces entré. ¡Por la ventana! Entre como un ladrón en la casa de mi madre; de mi madre bendita.

Si me viesen, chillarían, me cercarían los vecinos, me interrogarían sus autoridades y me matarían con refinamientos de crueldad porque son tan feroces como cobardes, tan hipócritas como malvados, ¿tan ignorantes como orgullosos. Irrefutables argumentos vivientes contra las supuestas democracias explotadas por las tiránicas oligarquías. ¡Canalla vil!


(Pausa.)

Volviéndose hacia su madre con mucho amor, pero siempre con mucha firmeza y dice:


—He venido porque tenía necesidad de verte y necesidad de pedirte.

Yo sabía cómo te hallabas, y que sólo carecías del amor de tu hijo; y eso no podías tenerlo. Aquí, madre; aquí. Porque aquí no se puede amar de mozo y de viejo sin especial permiso del Estado, de la Iglesia y de los vecinos. aquí no se concibe que un delincuente ame á nadie, ni que haya quien ame á un delincuente. Si tu quisieras ir conmigo á tierras más cultas para gozar del amor de tu hijo, te matarían estas gentes; y si yo viniera á gozar del amor tuyo nos matarían á los dos. Es feroz la bestia humana cuando se la molesta en el libre ejercicio de su bestialidad.

Pero yo tenía ansias de besarte; y, para satisfacer mi deseo, solo espere á venir honrado indubitablemente por la poderosa nación de herejes donde vivo, porque así no puedas,.al abrazarme, tener más escrúpulo que el enojo de las gentes que hallan más respetable la opinión airada de un Obispo que el aplauso de un pueblo inmenso, y el beneficio de toda la Humanidad.

He venido también porque tenía necesidad de pedirte. No es dinero. Me adelanto á tranquilizar, no tu codicia, porque no la tienes, sino tu amor; soy rico. Allá, donde yo vivo, la sociedad se ocupa en recompensar al bueno; aquí solo se preocupa en castigar, por lo menos, al malo.

Soy rico. En el cinto, del que he sacado esa faca, llevo lo que aquí sería mi fortuna, y allí es la mitad de mi renta. Así, todo es relación, y todo es medida. Las leyes, las religiones, las ciencias y las artes son números; la revolución es un cambio de unidad; la muerte es la relación con una unidad infinitamente grande. Si te comparo conmigo, eres una alteza, un ángel; si te comparo con Dios, no eres nada.

Madre: te estoy aburriendo con mi sermón... ¿Te acuerdas de mis sermones? ¿Te acuerdas de aquel sermón que pronuncie en la Colegiata de la ciudad en la festividad de la Patrona? Allí empezó mi desesperación. ¡Madre: qué malo era tu hombre! Si, muy malo. ¡Ah! Si pudieses hablar me dirías que aquel hombre era mi padre; pues por eso era más malo; porque un extraño no hubiese querido hacerme infeliz, ó hubiese sido mi víctima porque la sociedad me hubiese permitido la defensa. Es muy cómodo ser padre ó ser autoridad ó morirse, y así tener el derecho de no ser discutido. La dulzura de la irresponsabilidad terminara muy pronto; cuando los oprimidos se convenzan de que la libertad está en ser responsable; de que... Madre: ¡qué malo era aquel hombre! Tu no lo sabes madre mía; y es preciso que lo sepas antes que yo muera, porque soy el único que lo sabe, y el único que tiene derecho á decírtelo. ¿Te acuerdas del viaje que hicimos el Padre Melchor y yo desde la ciudad al convento de Trapeases, donde me llevaban recluido? Para ahorrarnos tres horas de viaje cruzamos el río por el vado: las lluvias habían acrecentado el caudal con una masa de agua, que parecía fango; el Padre Melchor tuvo miedo (tenia miedo de ahogarse un hombre que no tenía miedo de su conciencia), y vacilo y se aturdió y cayo al agua. Le salve. Y cuando se quedó tranquilo, me aseguro que me debía la vida; y pedí al Padre que me la diese; pero no la vida suya, sino la vida mía. ¡Pobre cura! Me lo dijo todo. Me dijo que Elena era hija de mi tío Prudencio, si, de Prudencio; del cura, de tu hermano: ¿no lo sabías? Antes le juzgarías santo, y ahora le creerás un demonio; te equivocaste dos veces: con un cedazo de acribar garbanzos, te pusiste á acribar lentejas. Eso hace la sociedad; coge la ley, y con ella empieza á cerner los individuos. Al final le quedan cuatro chinarros; es verdad que no son hombres, pero han quedado encima, y con esas piedras hacen casi todas las autoridades. Mi tío tuvo amores con la mujer de Blas, y tuvo una hija; si hubiera sido casto no hubiera tenido energías; si hubiera sido vicioso, hubiera tenido concubinas como las tienen esas altas dignidades que no quieren hijos. Cuando Blas murió, pensó mi tío en llevarse consigo á su amada y á su hija; y entonces, pensó mi padre que no llegarías á heredar los bienes de mi tío, y le mato.

Ya veo que tampoco sabías esto. ¡Pobre madre! He ahí un crimen que yo conozco y que no puedo denunciar. Ni he querido que lo supieses mientras vivió tu hombre, para que no te ahogases de asco.

Pausa.

Si, le mato una noche que estaban los caminos llenos de nieve; le engaño y le hizo despenarse por la cortadura que hay á la entrada del puerto.

Las consecuencias fueron lógicas; murió de pena y de terror aquella viuda, que había sido adultera, á Elena la trajo aquí mi padre para presumir de bueno y para martirizar á la pobre niña; y á mi.... yo fui la inocente víctima sacrificada por el remordimiento en el altar de ese maldito Dios de los beatos. El padre Melchor me juzgo una oveja apetitosa, y cuando mi padre le confeso su pecado, el padre Melchor le contestó: indemnizad á la Iglesia, que ha perdido un sacerdote. Por eso fui al seminario, por eso me ordenaron, y por eso Elena y yo tuvimos que huir y escondernos para ocultar nuestro amor dulcísimo.

Y en aquel miserable tenducho nuestro, donde, en medio del campo, se emborrachaban las tropas de los liberales y las tropas de los carlistas; murió mi Elena, porque para vivir, necesitaba algo más que mi pan y mis caricias; necesitaba ese amor de todos que es imprescindible para quien ama á todos.


El Padre Juan queda silencioso.

Después, con paso lento y firme, se acerca á su madre, la besa en la frente, coge una mano de la anciana, y dice así:


—Por esa ventana entraba yo, siendo mozo, para que mi padre no me viese llegar de noche. Por ahí entre hace un momento para que las gentes de este villorrio no viesen llegar á tu hijo maldito, el cura protervo. Siendo yo zagal me esperabas en este sitio para darme un beso antes de ir yo á dormirme, y ahora he venido para que me des tu último beso antes de irme á descansar eternamente.

No tiembles, madre; más pude yo temer, y no he temblado. Considera que necesito de todas sus energías, porque vengo á pedirte un sacrificio que lo has de hacer sin que yo te lo llegue á exigir. Vengo á que me mates. ¡Madre! ¡Calma! No me mires así. Parece que te espantas como si viniese á matarte, y vengo á darte vida; ¿o es que te aterra que yo busque la muerte de tu hijo? Abrasa tu carne, y tu sangre se agita como si hirviese. Así estarías cuando te dijeron que yo había muerto fusilado, cuando caíste desvanecida en ese mismo sillón donde sigues desde entonces, sin más movimiento que el de tus manos, que van desde el regazo, en que me meciste, á los ojos con que me lloras. No me fusilaron; ya lo ves. Me quisieron fusilar los carlistas y los liberales, porque, al morir mi Elena, cerré la cantina y no quise venderles vino. Y para emborracharse y para fusilar á un infeliz, siempre están dispuestos los liberales y los carlistas: los que esperan de los conventos el triunfo de la libertad, y los que esperan de los cuarteles el triunfo de la religión; los que han olvidado que la libertad no es posible sin el amor, que la religión no es posible sin amor, y que libertad y religión son sencillamente el amor infinito, que es la esencia de la filosofía cristiana.

Madre, no se lo que digo. Salta mi pensamiento de unas ideas á otras, como salta la fiera acorralada.

Madre; vengo á que me mates. Pero no vengo á devolverte la vida que me diste, como se devuelve el capital después de explotado ó el vestido después de romperlo. Vengo á que me quites la vida, porque no la quiero; porque me la impusiste sin consentimiento mío, y porque no quiero soportar la servidumbre de vivir. Vengo á que te arrepientas de tu yerro; á que repares el mal que me hiciste dándome la vida, y á que me lances en esa eternidad tan amable como ignorada.

No quiero vivir.

Vengo á que me mates, porque yo no debo matarme, porque yo no tengo derecho á deshacer una vida que yo no hice; porque yo no debo dar á mis enemigos el placer dulcísimo de ahorcarme, como Judas por mis remordimientos, y te aseguro que no me duele de ninguno de mis actos.

Eres tu quien debe matarme por amor de mi, que te lo pido fervorosamente. Eres tu quien debe matarme para reparar el mal que me hiciste al darme vida y al dejarme vivir. Eres tu quien debe matarme para que des ejemplo á todas las madres, para que las enseñes que es perversidad el lanzara las luchas sociales á un hijo sin haberle enseñado nada más que á hacerse una cruz en la frente, á creer en Dios y á amar á los hombres; que solo se deben criar hijos cuando es posible enseñarles á que sean canallas y eludan y exploten las leyes, ó cuando es posible hacerles ricos, muy ricos, exentos de todas las penas en estas sociedades donde no hay ninguna idea pura, ninguna idea abstracta, porque todo se resuelve con dinero, como en la Naturaleza todo converge y emana en Dios. Es necesario que tu inicies la única defensa eficaz y posible contra el martirio social de los desgraciados, y enseñes á las madres de los tristes á librar á sus hijos del patíbulo antes que asesinen á un rey, bue acaso sea el más desventurado y bondadoso de los hombres, y antes que roben el pan que no se dió á cambio de gratitud ni de trabajo, matándolos y acusando de parricidio á esas sociedades donde la patria está substituida por un mito que, como los dioses paganos, se encarna en cualquier bestia.

Es necesario que yo muera antes que lleguen tus criados, porque entonces rae matarían delante de ti.


El Padre Juan se arrodilla delante de su madre, la entrega el cuchillo, y coloca la cabeza en el regazo de la anciana.


Vas á herirme aquí, detrás de la oreja, y da fuerte para que no me hagas padecer.

Preparate. Yo diré Dios, Elena, y madre. Cuando yo diga!Madre!, da sin miedo.


Rosario coloca su mano izquierda sobre la cabeza de su hijo, y en la derecha levanta el cuchillo.


¡Dios!... ¡Elena!... ¡Madre!... ¿Qué has hecho?


La anciana se ha clavado el cuchillo en el pecho; el Padre Juan se levanta, se precipita sobre su madre, arranca la faca y la tira al suelo.


¡Madre!... ¡Socorro!... ¡Socorro! ¡Vive, madre! ¡Vive! ¡No mueras, madre! ¡Mírame! ¡Pero no mires así! ¡Mueve tus ojos para que yo sepa que vives y que me oyes! ¡Madre! ¡Maldición, está muerta!

¿Me oyes, madre? Quiero que me oigas. Yo vine á proponerte el bien mío, que era la muerte producida por tus manos, y el bien tuyo, porque esa sociedad canalla te hubiera aplaudido, celebrando que la hubieras librado de un monstruo, ¿Y ahora? ¡Pero si no me oyes! ¡Si ya te quedas fría! ¿Y ahora? ¡Huir! ¿Por qué? Pronto hallaran al parricida. Eso; eso soy: un parricida. Venga la faca al cinto: ya la descubrirán, ¡la descubrirán! manchada de sangre Esta arca abierta; las ropas esparcidas por el suelo; he de ser parricida por robo: parricida y ladrón; sacerdote renegado é incestuoso. ¡Mundo! ¿quieres más? ¡Y ahora, este oro mío desparramado al pie del arca! Policía sutil, fiscal concienzudo, juez recto, ¿para que os sirve la divina llama que os inspira, si un impío, puede engañaros? ¡Dinero! ¡Que vean por el suelo muchas monedas!


Asoman gentes por las puertas laterales.


Esta canalla no vino cuando yo pedí auxilio; pero al ruido del oro vinieron enseguida.

¿Que queréis? Cogedme, me entrego, ya veis que no quiero huir. Si, yo soy el Padre Juan, el asesino de mi madre. Si, quise robar y no lo he hecho, porque vosotros lo habéis impedido. Sois unos valientes, y os deben premiar, porque así quedara cumplida la justicia humana.

Nota final

Mi perro Leal está echado á mis pies.

Se han empeñado las moscas en zambullirse en la tinta, donde mueren; y yo, con el portaplumas, salvo á las que caen. Esto me lleva á escribir acerca de la fraternidad universal.

De repente, se posa una mosca en el papel, y me quedo contemplándola.

—¿Qué opinara de lo escrito?

Va de unas líneas á las otras, sin recorrerlas todas; se detiene, vuela á otro sitio, y deja un punto negro en el papel. Se irrita mi amor propio al considerar aquel ultraje, y levanto la mano, pero la mosca vuela hacia el hocico del perro, y este se la traga.

Recuerdo que soy un mal escritor; pesame de lo ocurrido, y digo á Leal:

—No hiciste justicia. Mía es la culpa porque no me hago entender de todos; y son muchos los que leen mal, y son más los que no saben leer.

Y el perro relamióse y respondió:

—Pues ¡que aprendan!


Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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