Cuentos Políticos

Silverio Lanza


Cuentos, colección



Aparte

Choque

Hay un membrete que dice: Compañía de los ferrocarriles de Granburgo á Merjolie.—Estación núm. 26.


Señor Inspector del tránsito: El Jefe que suscribe tiene el honor de poner en conocimiento de V. que hoy, á las nueve de la mañana, y en el paso á nivel próximo inmediato al N. de esta estación, ha ocurrido un choque, atropello y descarrilamiento en las siguientes circunstancias:

El tren descendente 1.043, marchando por la cuarta vía de la estación 5 á la 57, detúvose á la mitad del kilómetro 329 ante la señal del guarda de paso (Barrera 101) de hallarse interceptada la vía.

Causaba esta interceptación la galera del llamado tío Vetusto, de la cercana aldea de Pero Grullo, en cuya galera iba un cura católico.

Advertido dicho cura de que se apartase con carro y mulas de la vía, dijo que él pasaría antes porque era más viejo; á lo que repuso el maquinista que el tren pasaría antes porque era más rápido.

Y habiendo llevado su porfía á vías de hecho, pasó el tren sobre el carro, destrozando éste, descarrilando la locomotora y vagones de viajeros, y cayendo 90 metros adelante en el foso izquierdo del viaducto.

Avisado por el guarda-barrera, me he personado en el lugar del suceso, y tengo el sentimiento de participar á V. que el material ha quedado destrozado, excepto dos vagones llenos de carneros, y han muerto el sacerdote y todos los viajeros, cuya mayor parte iba á las fiestas de La Utopía. Las mulas del carro interceptor no han sufrido lesión alguna.

Me ocupo de instalar el transbordo que se hace necesario para todos los trenes.

Estos hechos se repiten con lastimosa frecuencia. Algunos jornaleros, alucinados, no sé por qué, ni por quién, llevan su temeridad hasta el extremo de pretender detener la marcha de los trenes, aguardando impávidos, y á pie firme, á la locomotora, que, como V. comprenderá, pasa sobre ellos, dejando sus cadáveres sobre la vía.

La mayor parte de los descarrilamientos que ocurren todos los días, se realizan colocando en los raíles toda clase de objetos: sables, pistolas, garrotes, y hasta libros.

El tren de recreo 415, descarrilado ayer, sufrió este percance por haber colocado —no se sabe quién— un ejemplar de la Ley de Enjuiciamiento criminal en el raíl Este de la sexta vía, fuera de agujas.

Hay quien deja toros y potros mancados en medio de la vía férrea, pero éstos, más previsores que los racionales, huyen como pueden al sentir el silbido de la locomotora y la trepidación del suelo.

Siento muchísimo, señor Jefe, que, como ocurre todos los días, solamente los animales se salven de estas catástrofes. La fuerza guarde su materia muchos años.

—El Jefe de la Estación 26, Catón de La Iguala 822.

Advertencia

Desgraciadamente

—¿Por qué volvéis á la memoria mía tristes recuerdos del placer perdido?

—Escucha.

—¿Ya empiezan las interrupciones?

—No, hombre; es que no me he acordado de decir á la criada que suba una muestra de esos garbanzos de á cuarenta.

—Mira tú que dejar á Espronceda para ocuparse de garbanzos...

—No te incomodes. Después de todo, también Espronceda comería cocido.

—Porque la sociedad no recompensa á los grandes hombres.

—Ni que el puchero fuese un castigo.

—Pero es una vulgaridad.

—Muy sabrosa.

—En fin, ¿leo ó no?

—Sí, hombre, lee. Estás chocho por Espronceda.

—Ya lo creo.

—Pues yo tengo noticia de que no se debe leer sus poesías.

—Eso lo dice tu madre que trata ahora de ganar el cielo.

—Mira, deja en paz á mi madre que te quiere lo que no te mereces.

—¿No lo merezco?

—Hablas mal de ella.

—Y ella habla mal de Espronceda.

—Y tú mismo.

—Yo, no.

—Hay poesías que no me las lees.

—Porque no debes oirlas.

—¿Por qué?

—Hay cosas peligrosas.

—¡Qué miedo!

—Lo dicho, dicho; ¿leo ó no?

—Espera; voy á darlo el recado á la criada. ¡Petra!

—Mande V., señorita.

—Cuando bajes te subes una muestra de...

—Usted perdone, pero no me he acordado de que antes vinieron á avisar de casa de los señores de Márquez.

—¿Cuándo?

—Hará una hora.

—Venga el sombrero. Esta chica es peor que un practicante. Adiós, y no me aguardes á cenar.

—¿Y si vienes temprano?

—No puede ser. Es que la señora de Márquez va á dar á luz. Tenemos para toda la noche. Allí cenaré. Adiós.

El doctor pasa la noche fuera de su casa, y la esposa del doctor pasa la noche leyendo El Diablo Mundo.

Nunca le había ocurrido estar media hora seguida con un libro en la mano. Y entonces...

La prohibición es causa de apetito.

Desgraciadamente todo lo que es peligroso se hace necesario.

Esto será un peligro social, pero el peligro existe.


P. D. Conviene á mis intereses irme haciendo peligroso.

La autoridad

La idea de la autoridad social es una idea abstracta y entra en el estudio filosófico.

Se puede ser autoridad sin ser nada más que autoridad.

Admitido este conocimiento, como especulación subsiguiente á una impresión externa, hay que admitir la autoridad como entidad positiva é incontrovertible.

Siendo abstracta y positiva, al propio tiempo, no admite el distingo sino en paradoja, por ser un ergo concatenativo.

Por tanto podemos sentar: que la autoridad es y se relaciona; que su principio externo y extraño á ella es desconocido, porque tiene su principio en sí misma; que donde parece negada la esencia ó la relación es porque existe la paradoja. Paradoja que será siempre por reflexión.

Después de todas estas lucubraciones, que ningún lector habrá comprendido, todos afirmarán conmigo las tesis anteriores.

Así, pues, cuando parezca defectuosa la autoridad es que existe la paradoja reflexiva.

Esto de las paradojas por reflexión conviene que lo explique para afirmar la fe en mis principios.

Todos los que enseñan física, y algunos de los que aprueban esta asignatura, saben la teoría de los colores complementarios y os afirmarán que cuando un cuerpo parece azul, precisamente no es azul.

De aquí se sigue lo engañados que viven los borricos porque creen que la hierba es verde.

Pues de igual manera se engaña el pueblo cuando cree que la autoridad no existe ó que es defectuosa..

El conocimiento exacto de la inmanencia é inconsustanciabilidad del principio autoritativo, sólo es posible para inteligencias superiores.

Soy partidario del principio de autoridad hasta en el arte, que es donde menos se respeta á las autoridades. A pesar de esto soy partidario de la anarquía para cuando sea posible, como lo soy igualmente de que nos apropiemos el nitrógeno del aire como nos apropiamos su oxígeno. Estas son bellas teorías que merecen respeto y amor por su belleza. Y nada más.

Pero aunque soy partidario del principio de autoridad, deploro que los agentes de la autoridad no sean tan respetables como el principio. Ya sé que no hay hombres perfectos, pero siendo la autoridad la más alta cualidad que puede poseer el hombre, debiera estar representada por los hombres más excelentes.

Es triste que mi portero, que apenas sabe leer, sea guardia de Orden público, y yo, que he aprendido algunas cosas que parecerían muchas si no se las comparase con las que no he aprendido, viva ¡ay triste! sin ser autoridad.

De este modo mi portero me da dos cachetes y comete una falta, y yo amenazo á mi portero y cometo un delito.

Yo, que soy un ferviente, espontáneo y desinteresado entusiasta de Dios y del rey, me complazco en acatar su autoridad, pero deploro que haya tantas autoridades porque va el mundo pareciendo un Olimpo en lo religioso y una oligarquía en lo político.

Y si el principio de soberanía, y por tanto el de autoridad está en el pueblo, que sea el pueblo el rey, pero que no sea autoridad el barrendero de la villa.

¿O es que para barrer es necesario ser autoridad? Parece ser que sí.

No entiendo esas dobles naturalezas. Como no entiendo otras cosas, y aunque por no entenderlas se va á la cárcel me parece más lógico que se explicasen

Persisto en que para ser autoridad, no siendo Dios ni rey, es preciso ser superior á quienes han de ser regidos por dicha autoridad.

Que para ser justo hay que ser bueno.

Sin embargo, la doble naturaleza existe.

Yo he oído á un guarda de consumos una frase que revela cómo aquel espíritu altísimo había llegado á comprender la substancia y la relación ó sea la manera de ser de la autoridad.

Y conste que no trato de circunscribir tan extraordinaria perspicuidad en una determinada clase; que sobran en todas las clases sociales individuos dotados de superior inteligencia, capaces, no sólo para explicar claro cuantos desatinos digan, sino para comprender lo que voy diciendo, y aún para presumir lo que proyecto decir.

Y eso que, en materia de comprensión y análisis de obras literarias, creo humildemente que no seria desacertada la creación de un cuerpo pericial para no consentir que el libro sea lo único que puede juzgar libremente cualquier cualquiera.

Acaso lo que sigue nos ilustre también en esta cuestión.

Volvamos al espíritu altísimo que me sacó de dudas.

Diré cómo y cuándo.

El 28 de Abril del año pasado se casó Vicente con Juliana. Vicente estaba enamoradísimo, y Juliana no lo estaba menos. Ambos se acercaban á la cumbre de su felicidad. Y digo que se acercaban porque venían á Madrid por el camino de Carabanchel, después de haber pasado en el campo el día de la boda.

Acompañábanles sus parientes y amigos y mucho vino y más alegría.

Y llegan al puente de Toledo.

—Señores, ¿va algo de pago?

—No, señor.

—¿Cómo no?

—Como no.

—¿Y esta señora?

—Es la novia.

—¡Hola!... ¡La novia, y abulta tanto!..

—¡Y á V. qué!...

—Que aquí hay gato encerrado.

—Ni gato, ni nada.

—Pues hay que registrarla.

—¡A mí!

—¡A mi mujer!

—¡A Juliana!

—No hay más remedio.

—Eso lo veremos.

—Ya lo creo que lo veremos.

—¡Insolente!

—Es decir, la registrará la matrona.

—Ni la matre infeliche.

—A ver...

—¡Grosero!

—Aquí va á ocurrir algo.

—¡Dejarte registrar! decía Vicente. ¡Y hoy!

—Nunca, nunca —añadía Juliana.

—¡Nunca! ¡Nunca!

—Pues será á la fuerza.

—Son Vds unos incívicos.

Un guarda de mayor autoridad llega al corro; se arranca en corto y dice:

—La señora se dejará registrar por la matrona. Una otra señora vino ayer y también se ha dejado registrar. Y todas dejan que las registren.

—Pues es una grosería.

—¿Usted es el esposo?

—Sí, señor.

—Pues lo siento mucho.

—¿El qué?

—Pero no hay más remedio que llevarla al registro.

—Pues repito que es una grosería.

—Bien, caballero; pero nosotros sernos aquí para vigilar y nun para tener educación.


¡Oh grandilocuente poema!

La herencia de nuestros abuelos

Soy muy aficionado á hacer justicia; pero cuando esto satisface á mis interiores preferencias se me llena el alma de alegría.

Todos habéis oído elogiar á nuestros abuelos: á mí se me cae la baba hablando de estas cosas.

La guerra de los siete años me entusiasma: la encuentro superior á las guerras de Napoleón. Quizá menos útil, pero ¡vaya unos fusilamientos heróicos!

La desamortización... Eso sí que estuvo bien hecho. Parece á primera vista un robo, pero después se ve que fué una herencia forzosa A favor de la aristocracia. En esta trasmisión el Estado cobró solamente los Derechos Reales.

Pero, sobre todo, lo que más me entusiasma es aquel ir y venir de Espartero y de doña Cristina: todo esto con música del himno de Riego.

Eran muy honrados los padres de nuestros padres.

Tenia yo un tío que se hacía llamar Baldomero Cristino Lanza, aunque su nombre de pila era Silverio. El buen señor era tío carnal de mi padre, y padrino mío. Por esta última circunstancia mi respetable tío me quería entrañablemente.

Había sido guerrillero en tiempos de la guerra y además de ser Lanza fué tan buen lanza como dicen que lo era el general León.

Pero ¡miserable!... ¡muy miserable!... Jamás vimos en mi casa un obsequio de mi tío. Y eso que tenía su pensión y mucho dinero guardado.

El pobre anciano me manifestaba su cariño dándome muy buenos consejos, que yo aceptaba y no seguía. Por supuesto, sin vernos jamás, porque ni yo tenía dinero para hacer viajes, ni mi tío gustaba de tener huéspedes en su casa.

Vamos adelante.

Hallábame tomando los aires del extranjero por prescripción facultativa de un ministro de la Gobernación, cuando recibí carta de D. Baldomero Cristino en la que me decía: «No me queda más pariente que tú: te suplico que á mi muerte guardes lo que te deje.»

Confieso que desde aquel momento no fui feliz. Cualquier cambio de temperatura ó de gobierno ocurrido en España me hacía temer que afectase á mi tío hasta producirle la muerte. Y aunque yo pedía por él á Dios, estaba siempre con la continua zozobra de verme obligado á heredar.

Y llegó este caso. Y después de llorar á mi tío me fuí al pueblo donde se había muerto.

En un cuartito, extenso como mi pañuelo de bolsillo, estaba todo el ajuar de mi difunto pariente.

Una cama asquerosa, algunos números de La Iberia y Las Novedades, una silla sin asiento, una mesilla desguazada y un cofrecillo, en cuya tapa estaba pegado un papel con este letrero: «Para mi sobrino Silverio Lanza.»

Abrí el cofre y encontré mi herencia.

Mi tío me dejaba un retrato de doña Cristina, otro de Isabel II, otro de Espartero, un ejemplar de la Constitución y muchas deudas.

Esta es la herencia de nuestros abuelos. Es decir, en este caso mi abuelo era un tío.

Por eso, si vosotros no habéis de dejar nada, no déis á nadie el encargo de que lo conserve.

¡Ojalá!

—¿Crees que el problema se resolverla á estacazos?

—Quizá no.

—Primeramente es necesario plantear el problema. ¿De qué te quejas?

—Me quejo de la desigualdad.

—Te advierto que las desigualdades sociales, como las de la superficie terrestre, sólo se ven de cerca.

—Pues yo las veo.

—¿Y qué?

—Que hay quien tiene dinero y quien se muere de hambre.

—Tú eres de los últimos.

—De los últimos.

—Y ¿qué quieres?

—Pues, quiero ser de los primeros.

—Te advierto que hay ricos enfermos, ricos sin hijos, ricos engañados por sus esposas, etc. ¿De qué clase quieres ser?

—Lo mismo que soy ahora, pero con dinero.

—Entonces serías el hombre más feliz de la tierra.

—Mejor.

—O no. ¿Qué efecto te producen los ricos?

—Figúrate. Hay ocasiones en que, á serme posible, ocuparía la Puerta del Sol con un montón de cabezas de poderosos.

—Y entre ellos habría algunos desgraciados.

—Puede ser.

—Pues imagínate, si tú fueses lo feliz que deseas, el cariño que te tendrían los que hoy son tus compañeros. Seguramente sería tu cabeza la primera que formase el montón.

—Y harían bien.

—¿Por qué?

—Porque todo rico es un canalla.

—¿Aunque tú fueses rico?

—Aunque yo fuese rico.

—¿Y quieres ser canalla?

—Sí, porque esos son los que viven bien.

—¿Tú crees que vive bien el que es odiado?

—Bastante le importan los odios agenos á quien tiene muchas monedas de cinco duros.

—Pues haz tú lo mismo.

—¿El qué?

—No te preocupes de los demás, supuesto que tú tienes salud, familia é inteligencia.

—Es que con lo que yo tengo no me puedo defender de las agresiones de los ricos y éstos se libran de mis agresiones mediante su dinero.

—¿Es que la justicia se compra con dinero?

—En el mundo todo se compra.

—Menos la vida.

—La salud también se logra con dinero.

—Pero la muerte hay que aceptarla de balde.

—Los ricos van al cementerio en coche.

—Pero van.

—Y los entierran con lujo.

—Pero los entierran.

—Eso sí.

—Pues cuando algún rico te insulte ó te desprecie vete al cementerio é insulta á todos los difuntos que murieron ricos.

—Yo no hago eso porque tengo respeto á los muertos.

—¿Y á los vivos no?

—A esos, nunca.

—Pues, oye: si los humanos os tratáis de esa manera, aquí no hay más consuelo que morirse.

—¿Suicidándose?.

—No. Tú podías matar á un rico y después te ahorcarían á ti. De esta manera se iría acabando la humanidad.

—Pero al final quedaría un hombre.

—Ese no tendría á quien juzgar y se juzgaría á sí mismo.

—¿Y qué?

—No sé. Se desharía el planeta porque eso no ha ocurrido desde que el mundo es mundo.

Juan Bodoque

La Correspondencia.— 17 de Enero de 18...

—En la calle de Tal ha sido atropellado por un borrico Juan Bodoque, mozo de cuadra del excelentísimo señor duque de Cual. En grave estado fué conducido á la Casa de Socorro. El infeliz es casado y tiene una hija.


La Correspondencia.—2 de Agosto de 18...

—Hoy ha recibido el Alcalde á los de barrio recientemente elegidos, que son, por el del Sudoeste, D. Juan Bodoque, etc...


La Correspondencia.—1 de Octubre de 18...

—El celoso alcalde de barrio D. Juan Bodoque ha prohibido á las verduleras y demás vendedores ambulantes que se paseen en las calles y pregonen sus géneros en alta voz.

Sinceramente felicitamos al Sr. Bodoque por la adopción de esta medida, que hace tiempo venia reclamando la higiene pública. El gremio de ultramarinos del barrio citado obsequia á su digno alcalde con un almuerzo en el café Inglés.


La Correspondencia—2 de Noviembre de 18..

—El celoso alcalde de barrio D. Juan Bodoque, de quien tantos elogios hemos hecho otras veces, logró ayer por la noche capturar en el cementerio al escritor anarquista N. de N. Es un importante servicio.


La Correspondencia.—15 de Febrero de 18...

—Con motivo de las próximas elecciones para concejales, el comité del partido equilibrista del distrito de Aquí ha acordado la siguiente candidatura: Silvestre Adocenado, Juan Bodoque.


La Correspondencia.—9 de Marzo de 18...

—El concejal Sr. Bodoque ha sido encargado de la Comisaría de alumbrado en las afueras.


La Correspondencia.—3 de Abril de 18...

—Podemos asegurar al vecindario de las afueras que las faltas que noten en el alumbrado no son culpa de la buena gestión del Municipio.


La Correspondencia.—25 de Junio de 18...

—Ayer fué día de gran recepción en el lindo hotel de D. Juan Bodoque, con motivo de ser el día de su santo. Allí vimos á todo el Ayuntamiento, los ministros Tal y Cual con sus bellas señoras y sus lindas hijas, los diputados... etc.


La Correspondencia—2 de Agosto de 18...

—En ausencia del Sr. Barbián, se ha encargado de la presidencia del Ayuntamiento el señor D. Juan Bodoque, actual teniente alcalde del distrito de Masallá.


La Correspondencia.—7 de Octubre de 18...

—Es digna de todo elogio la campaña emprendida por el teniente alcalde Sr. Bodoque contra los panaderos. Dicha autoridad ha llevado su rigor hasta el punto de que prohibe que se dé un panecillo de limosna si el panecillo está falto de peso. ¡Ojalá tuviera muchos imitadores esta conducta!


La Correspondencia.—2 de Noviembre de 18....

—Gracias á los esfuerzos de las cofradías religiosas cerca del Sr. Bodoque, ayer visitó el público los cementerios. El señor Delegado de Medicina aseguró que en vista de la frialdad del día no influiría la aglomeración de gentes en el desarrollo de la epidemia epizoótica que aflige á esta población.


La Correspondencia.—15 de Febrero de 18...

—Ha sido elegido diputado provincial el señor D. Juan Bodoque. Es una elección acertadísima.


La Correspondencia.—9 de Marzo de 18...

—El diputado provincial Sr. Bodoque ha sido nombrado visitador del Hospital de Melancólicos.


La Correspondencia.—3 de Abril de 18...

—Debidamente autorizados podemos asegurar terminarán en breve las obras de reparación del Hospital de Melancólicos.


La Correspondencia.—25 de Junio de 18...

—Ayer felicitaron al Sr. D. Juan Bodoque los presidentes de la Diputación provincial y del Ayuntamiento. Durante todo el día, y gran parte de la noche, recibió el Sr. Bodoque innumerables visitas que admiraron la hermosura de la casa-palacio que dicho señor acaba de construir en el paseo de la Manchega.


La Correspondencia.—2 de Agosto de 18...

—ha sido concedida al Sr. D. Juan Bodoque la gran cruz de la orden del Cuco. La diputación ha abierto una suscripción entre sus miembros para costear las insignias, que serán lujosísimas.


La Correspondencia.—7 de Octubre de 18...

—El Sr. Bodoque ha presentado voto particular en el dictamen de la Comisión de Quintas. Propone dicho señor, para evitar ocultaciones, que se sortee á los cabezas de familia, con lo cual los agraciados habrán de declarar los mozos sorteables que hubiere en su casa.


La Correspondencia.—28 de Diciembre de 18...

—Por el distrito vacante de La Piara ha sido elegido diputado á Cortes el Excmo señor D. Juan Bodoque.


La Correspondencia.—11 de Febrero de 18...—Mañana daremos noticia á nuestros lectores del magnifico baile de trajes que se verificará hoy en casa del Excmo. Sr. D. Juan Bodoque.

La Correspondencia.—3 de Julio de 18...

—Hoy ha salido para su posesión de Los Manzanos el diputado á Cortes Sr. Bodoque y su distinguida familia. De allí pasarán al extranjero.

La Correspondencia.—15 de Octubre de 18...

—Hoy ha llegado del extranjero el Excmo señor D. Juan Bodoque y su distinguida familia. El eminente hombre público ha sido agraciado con distintas condecoraciones extranjeras.

La Correspondencia—4 de Enero de 18...

—Se habla con insistencia de la actitud política que tomará el Sr. Bodoque á consecuencia del último debate.

La Correspondencia.—2 de Mayo de 18...

—Se ha concedido al Excmo. Sr. D. Juan Bodoque el título de marqués del Amor Propio por la heroica defensa de sus principios.

La Correspondencia.—17 de Junio de 18...

—Ha sido elegido senador por La Borreguera el Excmo señor marqués del Amor Propio.

La Correspondencia.—22 de Septiembre de 18...

—El proyectado empréstito queda asegurado por el poderoso millonario el Excmo. señor marqués del Amor Propio, quien se compromete á tomar toda la emisión al tipo de 17 por 100.

La Correspondencia—17 de Enero de 18...

—Competentemente autorizados, podemos romper nuestra discreción y anunciar á nuestros lectores el próximo enlace del Excmo. señor duque de Tal con la lindísima Lucrecia Bodoque, hija del Excmo señor marqués del Amor Propio.


¡Alto! dije yo, cuando leí esta noticia. ¿Es posible que el descendiente de un insigne cruzado, de un héroe de la Reconquista, de un conquistador de América y de un bizarro general de la guerra de la Independencia se case con la hija de un ciudadano que hace diecisiete años era mozo de cuadra y se dejaba atropellar por un borrico?

Me avisté con un mi amigo, distinguido matemático, periodista, autor dramático y hombre sin dos pesetas, y le pregunté.

—Tú conoces á Bodoque ¿no es verdad?

—Si.

—¿Y es hombre culto?

—¡Quita allá!.. Un bestia solamente.

—Y ¿cómo se casa el duque de Tal con la hija de un bestia semejante?

—Te advierto que ese bestia es millonario.

—¿Y la hija?

—Tiene mejor origen. La actual marquesa del Amor Propio, cuando era doncella de la duquesa de Cual, tenía trapicheos con su amo.

—Entonces Bodoque no es un Bodoque. Es otra cosa.


Digamos con cierto escritor: «Bendito sea Dios que ha hecho pasar los grandes ríos al lado de las grandes ciudades.»

Bendigamos á Dios que al fin nos explica los más sorprendentes fenómenos de la naturaleza.

La competencia

¿Sabéis lo que es competencia judicial? No habéis oído decir que tal juez no es competente y que deben pasarse los autos ó la pieza P. al juez Q.?¿No os Lan asegurado que el juez de aquí debe inhibirse en el asunto aquél? Todo esto os parecerá extraño, porque si un juez sabe hacer justicia, lo natural es que la haga en cualquier perturbación del orden jurídico. (¡Vaya una frasecilla!) Pero no ocurre así, y es natural que no ocurra.

La competencia se hace manifiesta en muchas ocasiones, y por consiguiente es preciso legislar acerca de las competencias.

Recuerdo un caso que os hará comprensible la competencia.

En un pueblo que no cito, por no faltar á la cita, se celebraba la fiesta de San Dimas, patrón del citado pueblo.

Hubo por la mañana gran función religiosa, y terminada ésta, los vecinos colocaron sus ofrendas en el altar mayor, con que éste se llenó de monedas, aves, frutas, embutidos y algunas alhajas. Todos los objetos debían ser vendidos en pública subasta, ó sea reducidos á moneda, sistema que yo aplaudo, porque de algún medio han de valerse para poder comer esos infelices que pasan su juventud estudiando una carrera que luégo les obliga á ser el motivo de todas las murmuraciones, á morirse de hambre y á soportar con paciencia que cuatro zoquetes logren economatos y canongías por la gratitud de una aristócrata penitente ó por las influencias afrodisíacas de una ama bien construida.

Terminada la misa, quedó la iglesia desierta; cerróla el sacristán, y cuando, á las tres de la tarde, volvió á abrirla, hallóse con que San Dimas había desaparecido. Pero lo notable del caso es que el santo se había marchado con la limosna.

¡Consternación general en el pueblo! Se registraron las bodegas y las cámaras, pero no se encontró al santo. El juez municipal averiguó por su secretario que el hecho era algo más que una falta, y dió noticia de lo ocurrido al juez de instrucción. Este pidió ayuda al alcalde y á la fuerza municipal, y después de convenir en que existían los delitos de robo y secuestro, se ordenó á la Guardia civil que saliese en persecución del santo bendito. Pero, aquí de la competencia: el cura dice que el santo se ha llevado lo que es suyo y que se ha ido por su santísima voluntad: que se habrá ido seguramente enojado por la impiedad del pueblo: que lo que se debe hacer es rezar fervorosamente y ofrecer al santo una ermita nueva si vuelve á consolar el quebranto de sus devotos. El juez dice que un santo no se va tan fácilmente de la peana. El cura sostiene que todo lo logra el poder de Dios. El alcalde afirma que los santos para nada quieren alcachofas y gallinas, pero el cura rectifica diciendo que San Dimas lo habrá dado todo á los pobres del camino. El juez envía á la Guardia civil en busca del santo y el párroco protesta y se va á la iglesia á rezar acompañado de todos sus consternados feligreses.

Al día siguiente, el santo seguía perdido y perdido siguió siempre. Los guardias civiles echaron la culpa al cura que les había hecho perder un tiempo precioso: el cura echó la culpa al juez, que con sus disposiciones descorteses, había enojado al fugitivo San Dimas; y los devotos se quedaron sin dádivas y sin patrono.

Ya sabéis, por consiguiente, lo que son competencias y los beneficios que proporcionan.

Para que almuerce el rey

I

Hace veinte años hubo en España, según dicen, una invasión de la democracia. Es decir, que la democracia invadió á España. Algo ocurrió, seguramente, porque, aunque los ricos continuaron, en su mayoría, siendo groseros y viciosos, hubo la novedad de que la clase media se apropió (y sigue usando) del derecho á ser tan viciosa y tan grosera como la aristocracia.

Yo aplaudo esas revoluciones, que si no aumentan las fuentes de riqueza producen nuevas fuentes de barbarie; y como la barbarie lleva á la negación creo que pronto llegaremos á la nada. Soy tan amante de la sociedad, á la que estoy profundamente agradecido, que mi mayor placer sería que la enterrasen en mi ataúd. Así ella y yo seríamos polvo al mismo tiempo.

Pues en aquella época—hace veinte años—tuve necesidad de comprar unos pantalones; conque me fui á la sastrería que era entonces más célebre entre los aficionados al ornato exterior de su persona.

Me hicieron los pantalones bastante bien hechos. Creo que sería bastante porque me costaron doscientos reales, (entonces se contaba por reales, y se contaban más reales que ahora céntimos de peseta). A haber costado cien duros hubieran estado mejor hechos, porque va saben Vds. que en los pantalones, en los libros y en los lacayos lo que se paga siempre son las hechuras.

Cuando fui á recoger el pantalón iba aleccionado por mi económica esposa. (No crean ustedes que mi esposa es económica porque sea pequeñita; es, con satisfacción de mi gusto, una real moza; pero es hacendosa, y esta es la palabra que no puse antes por obedecer á una ley del sonido). Como el paréntesis ha sido largo, vuelvo á empezar la oración diciendo que, aleccionado por mi esposa, pedí al sastre un trozo de paño igual al del pantalón, con objeto de poner unos cuchillos si más tarde los merecían las perneras.

Miróme el sastre desde mis pies á mi cabeza, y con el tono más descortés que supo emplear me dijo secamente:

—Aquí se tiran los retales.

Me quedé confuso, salí avergonzado, llegué á mi casa, y usando igual altanería con mi mujercita, dije:

—Sabe que los retales se tiran.

Afortunadamente, mi esposa ha seguido guardándolos.

Poco después me enteré por la señora Benita, que era trapera, de que los retales los guarda un dependiente como sobresueldo creado por la costumbre.

Aquel sastre de antaño se perdió por la política, y hoy su mancebo tiene una sastrería, y... también tira los retales.

—Desengáñate, mujer; todos empiezan pidiendo y concluyen tirando.

Terminada esta advertencia sigo adelante.

II

Una noche de invierno...

Es una crueldad que las noches de invierno sean largas, y aunque á esto obligue la variedad de declinaciones del sol, aprovecho este momento para protestar de la marcha de los astros.

Hacia las cuatro de la madrugada de una noche de invierno, una mujer joven, flaca, mal peinada y mal vestida mostraba á un niño, cubierto de andrajos, la estátua ecuestre del buen rey Felipe IV.

He dicho buen rey con permiso de Quevedo, y, además, porque siempre hablo con respeto de los reyes.

—¿Ves ese? pues también fué rey; pídele dos céntimos y verás como no te los da.

Seguía el rey Felipe IV apoyado ea los estribos para defenderse en la empinada del caballo, empinada que tanto maravilla á las gentes, y que, aunque nada tiene de particular, dícese que fué invención de Galileo (?).

—No te los da tampoco. Ya ves que hemos pedido limosna á todos los reyes de la plaza. Pues no han chistado. Para pedir son buenos, pero para dar... Y tú, ¿qué dices?

—Tengo frio.

—Hijo de mi alma. Ven, que te abrigue.

Y quitándose la loca un mugriento pañuelo de seda que llevaba al cuello, cubrió con él la cabeza y los hombros del pálido niño.

—Tienes frió porque tienes hambre. Y tú, ya lo ves, desde que empezó la noche estamos pidiendo y... nada. Los reyes no dan; conque, ya ves. ¿Qué dices?

—Vamos á casa. Tengo sueño.

—Tienes sueño porque tienes hambre.

—Tengo mucho sueño.

—Sí, sí. á casa... á casa. A casa no se puede ir porque está cerrada la casa. ¿Abrirá la puerta el sereno? O no la abrirá... Y tampoco cenarás en casa.

—Hay pan.

—Pero no está en remojo.

—No importa.

—Sí; no importa; y parece piedra como ese rey que está ahí de espaldas. ¡Qué grande es!

—Y ¿por qué les pides nada si son de piedra?

—Pues, mira tú el otro. Ahí se estará en su palacio, acostadito en su cuna, tan calentito, y tú con frío y con hambre.

Pues su madre habrá pasado para parirlo lo mismo que yo pasé para parirte á tí. Pues ya has visto... digo que tú lo has visto, que al rey que primero he pedido ha sido á él. ¿Y qué? Ya lo has visto. Bien claro se lo he dicho á un hombre que había en la puerta: «Dígale V. al rey que mi niño le pide una limosna para poder cenar.» Y ¿qué hizo?., pues tú ya lo viste... Nos echó para afuera y me llamó loca ¡Mira tú que loca!.. Porque pido para tí. Como pediría la reina para su hijo. Pero á mí puede venir á pedirme.

—Tengo sueño.

—Y ya le diría yo. Oiga usted, señora, ¿y qué hizo?...

—Tengo sueño.

—Porque tienes hambre.

—Vamos á casa.

—¿Qué hizo?..

—Anda, vamos á casa.

—Y no digas que también es de piedra.

—Anda, mamá, tengo sueño.

—¿Qué quieres?

—Vamos á casa.

—Vamos, sí, porque tú ya ves que aquí no nos dan nada.

Y madre é hijo se fueron hácia el viaducto por la calle de Bailén.

—Pero una hora después volvían á entrar en la plaza de Oriente.

Sentóse la loca en un banco, echóse el niño sobre la fría piedra, apoyó su cabeza en una pierna de su madre y se quedó dormido, que es lo mismo que hacen los pueblos hambrientos cuando aún están en su infancia.

—De aquí no me voy hasta que la reina se despierte.

Y allí se estuvo.

Cuando el sol del nuevo día empezó á llenar de claridad el horizonte, los guardias que hacían servicio en la plazuela empezaron á inspeccionar el estado del orden público en el terreno de su jurisdicción.

—¿Qué hace V. aquí?

—Nada.

—No puede ser menos. V. pide.

—¿El qué?

—Limosna.

—Sí, señor.

—¿Sin licencia?

—No tengo licencia, pero tengo hambre.

—Conque, ¿hambre?

—Sí, señor; pero no pido para mí, pido para mi hijo. Sí, señor, sí; no mire V. Deme V. un pedazo de pan y verá V. como mi hijo se lo come todo entero.

—Conque, ¿sin licencia?

—Sí, señor; sin licencia. No se necesita licencia para no dar, conque tampoco hace falta para pedir.

—Como hacer falta, hácela.

—Pues yo esta noche lie pedido sin licencia.;,Ve Y. esos reyes? Pues á todos les he pedido.

—¿Y no dieron nada?

—No, señor. Aquí sólo dan los pobres. Porque el que ha sido pobre sabe lo que es pedir para un hijo.

—Vaya, mujer; no se apure.

—No; yo, no; porque ya le he dicho á mi niño: «Cuando tengas mucha hambre me comes un brazo.»

—Cállese, y no diga disparates.

—Me callaré si V. quiere.

—Yo le doy á V. veinte céntimos...

—¿De veras? ¿Es V. tan bueno?

—Doilos, pero V. se va de aquí.

—Me iré; sí, señor; me iré.

—Pues, tenga V.

—¿De veras? ¿de veras?

—Pero se larga de aquí.

—Sí, señor.

—¿Tiene V. casa?

—Estoy recogida en la de un pariente.

—Yaya, vaya; pues, tenga.

—Dios y la Virgen Santísima del Carmen se lo paguen á V.

—Gracias, gracias.

—Me voy enseguida. Carlitos, despierta, vida mía; mira al señor y dale muchos besos. Es el único rey de veras que hay en toda la plaza.

—Bueno, bueno. Váyase, y no me altere la vía.

—Me voy; pero Dios se lo pague á V. en salud.

—Gracias.

Y la alegre madre, caminando hacia el viaducto, volvíase á intervalos para bendecir al guardia y levantar á Carlitos, que con sus amoratadas manitas enviaba besos á su compasivo protector.

Un cuarto de hora después volvía la loca trayendo un dorado buñuelo.

—Dámelo, mamá, que sí me lo como; que sí.

—Este no.

—Dámelo.

—Tú te los has comido todos. Ya ves que yo no los he probado. Pero este es para el rey.

—No, mamá; para mí.

—Para el rey. Que sepa que los pobres somos agradecidos y no somos miserables.

—Dámelo.

—No llores. Dios da á quien da. Déjame que haga esta caridad.

Callóse el niño á quien la palabra caridad asustaba.

Fuése la madre á un entreabierto postigo de la puerta principal del Real Palacio y á un hombre que allí vió entregó el buñuelo diciendo con arrogancia:

—Déselo V. al rey para que almuerce de parte de mi niño.

El criado, que ya conocía á la mendiga, echóse el obsequio á la boca, empujó á la infeliz madre hacia la plaza de armas y cerró la puerta riéndose cuanto se lo permitía el buñuelo atravesado entre los dientes.

—¿Lo ves, Carlitos?

—Si me lo hubieras dado. Era el mayor.

—Ya sé yo que lo era. Pues tú ves, cuando al rey no le dan lo que le traemos los pobres, figúrate si nos darán á nosotros lo que nos quiera dar el rey. ¿Qué dices?

—Yo, nada.

—Pues yo sí. ¿Ves? Los reyes son buenos y nosotros también, pero hay muchos miserables entre los reyes y nosotros, y los reyes nos parecen tiranos y los pobres parecemos asesinos á los reyes. Por eso, ven á obsequiar al rey, que si él no te lo paga te lo pagará Dios.

—El rey no se acuerda de nosotros.

—No importa; el día que los reyes llamen á los que viven de su trabajo, iremos hacia arriba con el empuje del hambre añeja y la esperanza nueva.

—¿Y qué?

—Aplastaremos á esa canalla ignorante que llena de lágrimas los tronos y las chozas.

La caridad

En la noche del día Q del año X me hallaba sin más capital que veinte céntimos de peseta. Hacía mucho frío, helaba. Subía la calle de los Caños á las dos de la madrugada, y oí como unos ayes raros, mezcla confusa de gruñidos y quejas, algo semejante á ese grito del recien nacido, que anuncia á los humanos la llegada de un sér que empieza á subir el calvario de la vida. ¡Sonido tristísimo! Cuando sé que ha nacido un niño, lo primero que pienso es que ha de morir.

—¿Qué es eso? sereno.

—Una perra que ha parido.

Efectivamente, sobre un montón de paja estaba el animal sudando. ¡En una noche de invierno! Cinco ó seis cachorros se revolvían entre su madre y la paja, buscando calor, recibiendo las caricias de la perra que los lamia sin cesar, gritando, gruñendo, quejándose, no sé de qué, con una algarabía de sonidos semejantes, característicos y distintos. ¡Himno de amor del sér en sus nupcias con la vida! ¡Maldición horrible que arranca el primer dolor!

—Antes les he echado la paja encima, pero se conoce que no la quieren... Esto lo debían ver muchas que andan por ahí... Buena helada está cayendo. A la madrugada se han muerto todos.

¡Un sereno filósofo! El sabio en el principal velando por entender á Krauss y analizar á Tiberghien, sin sospechar que Balmes le ha abierto la puerta de la calle.

Por razones que no son del caso, yo no tenía cama donde dormir aquella noche. Caminaba de prisa por no sentir el frío. Todos los establecimientos estaban cerrados. Podía recogerme en alguna taberna, pero se encabezan los vinos y los borrachos pagan con su estómago la crecida contribución. Pensando así llegué hasta el Tribunal de Cuentas de la monarquía. ¡Siempre amenazando ruina (el Tribunal) según dicen, y siempre tan firme. Pensé salir á las afueras. Hallaría camas en abundancia. Los ajusticiados que duermen en el cementerio general me harían sitio. Dormir con los muertos ¡imposible! Son tan egoístas que se han hecho casa propia. Nosotros tenemos la culpa. Se muere nuestro padre. No nos sirve de nada. Al cementerio. Ahí te pudras.

Hubiera encontrado lecho en esos grandes tubos para la conducción de aguas, donde dormía uno de nuestros primeros poetas. Porque los literatos de nuestros tiempos pasan más hambre que los de los antiguos. Exceptúanse los consejeros y los ministros. También de éstos había antiguamente. Dícese que nuestros poetas pobres son borrachos sin cultura: gente que no estudia á Spencer. Yo no sé si Cervantes estudiaría á Descartes. Los que así piensan no dejan rastro de su existencia. El harapiento que dormía en los tubos desechados del canal de Lozoya ha dejado muchas y bellísimas comedias, todas aplaudidas.

Dormir en los hoteles de los pobres, esos que cuestan seis mil reales y producen seiscientos de renta, imposible. No podía pagar el alquiler de un día.

¿Por qué alargar esto? Pensé en la perra y sus cachorros. Deseé librar uno de la muerte, y llegué á la calle de los Caños.

Aquel raro clamoreo había terminado. Sólo un perro gruñía. Le cogí y escapé. Su madre me siguió ladrando. Salí corriendo por la calle de las Fuentes, y descansé en una escalerilla de la Plaza Mayor. Cuando desperté me hallaba en el hospital general. El peligro había desaparecido. Leí en un cuadrito, á la cabecera de mi cama Neumonía. Debajo estaba escrito el tratamiento.

Cuando me dieron el alta salí de la sala pensando así. He librado el pellejo. Nadie ha venido á verme durante mi enfermedad. Lo que prueba que estoy sólo.

En el patio me aguardaban el cachorro y la perra. Mi alegría fué inmensa. Yo pensaba protejer al pequeño y luégo vinieron ambos á protejerme. Y bien: decidí hacerles mis amigos. Bien mirado, vale más un perro ladrando que un hombre mintiendo.

Aún no ha sido necesaria una inclusa para los bichos.

Salí con mis dos compañeros á la calle de Atocha y me fuí al campo en busca de sol. El sol es antiguo amigo mío; hace muchos años que nos saludamos todos los días y algunas veces hemos paseado juntos, porque es muy higiénico y muy gramatical pasear al sol como pasear al trote.

Pero en la puerta de Atocha me paró un guardia.

—¿Lleva V. esos perros al depósito?

—No, señor.

—Pues, ¿de quién son?

—Míos.

—¿Ha pagado Y. la contribución?

—No, señor.

—¿No tiene V. la chapa?

—Ni yo, ni ellos.

—Pues los perros me los llevo yo.

—Hará V. una barbaridad.

—Haré lo que está mandado.

—Entonces no es barbaridad.

Y se acabó, amigos míos. Se llevó la perra y el cachorro, y como no tuve cuatro duros para rescatarlos me quedé sin ellos. Seguramente los matarían. Yo tuve el proyecto de vaciarme los ojos y conseguir que me diesen la perra para que me sirviera de lazarillo. Pero entonces apreciaba yo la vista porque me faltaba ver muchas cosas.

Y ahí tenéis demostrado que los pobres no deben ser caritativos porque se exponen á que los lleven al depósito, ni pueden ser caritativos como yo no pude serlo porque me faltaron veinte pesetas.

Conque, señores ricos, hagan Vds. lo que nosotros no podemos hacer ó venga la llave de la gaveta.

La erudición

Harto estaba de oír las palabras erudición y erudito, formando parte de frases tales como «¡Erudición asombrosa!» «¡Vastísima erudición!» «Aún es más: es un erudito,» cuando me propuse saber qué significaban esos vocablos que parecían expresar algo excelente.

Como es natural, me dirigí á uno de los centros cortesanos del saber. (Me debido escribir centro científico de la corte ó de Madrid, pero es lo mismo.)

Llegué y encontré á quien buscaba, á Godofredo Pamplina, ¡el célebre Pamplina! Godofredo es natural de Santa Cruz de Tenerife, y sus paisanos han convenido en que Godofredo es un erudito.

Yo conocía á Pamplina de haberle visto en una tertulia adonde asistíamos á diario. No cito el nombre de la tertulia porque no estoy pensionado por el señor gobernador de la provincia.

En la víspera del día en que me lancé á mis investigaciones había dado Pamplina una conferencia en el Ateneo cinegético de Las Zorreras. El discurso era eruditísimo, según la opinión de un crítico.

A mí me encantó el siguiente párrafo:

«Y después de aquellos pueblos, que tenían tres dioses y cuatro castas, va el progreso caminando siempre á la unidad de la totalidad, y llegamos al Uno todopoderoso y á la negación de lo existente para afirmar lo perdurable y eterno. Y no paramos aquí, sino que, volviendo á la observación y á su renovación, que es experiencia, hallamos las leyes de la evolución: creamos el transformismo; y al afirmar lo existente afirmamos lo eterno y lo perdurable. Y luégo, nada de esto; las proposiciones filosóficas y teológicas de los primeros Padres, escritas con signos y guarismos en fórmulas que tienen coeficientes y exponentes y elementos radicales; y el Sancta Sanctorum de las modernas ciencias, que era la Química, ya está en periodo de disección por el análisis del matemático; y el compuesto es materia que se mueve con el movimiento resultante de los movimientos de los componentes. Parad vuestra atención. Toda va á la fórmula, diréis: el Dios positivo será un signo que exprese algo ponderable y mensurable y quizá tangible, pero entonces será incapaz de expresión y de cálculo el movimiento extraordinario de la actividad humana; y nos llevaréis por la ciencia al panteísmo. Pues, bien; no digáis tal cosa: esa lucha de las actividades, que es un Dios que niega á otro, va también á la fórmula, y, por consecuencia, hoy se define el progreso diciendo que es la aplicación constante y soluble de la ecuación de fuerzas vivas.»

Leído el párrafo que precede se comprenderá mi entusiasmo por este discurso, del cual no comprendí una sola palabra. Pero cuando ví á Pamplina le abracé estrechamente, y, aunque me respondió con algún desvío, me quedé contento de haber hecho ante extraños aquel alarde de mis buenas relaciones.

Pedí en la biblioteca El Genio del Cristianismo, obra que tiene la ventaja de estar nueva por falta de uso, y me puse á leer. No podía olvidar á Pamplina, quien en una posición de piernas eruditísima recreaba su fatigada inteligencia contemplando los grabados de La Ilustración. Recordé el final del párrafo que he copiado y lo aproveché como pretexto para significarme otro poquito con Godofredo.

Cogí una cuartilla y escribí lo siguiente:


«Como se trata de un sistema en

o (mv2)—o (mv02) = 2(Tm—Tr) ¿quién es Tr.?


Envié la cuartilla á Pamplina, la leyó y anotó debajo con lápiz:


«No entiendo nada de esto. Luego hablaremos. Siempre está V. con martingalas nuevas.»

¡Horror! El erudito no sabía el teorema de las fuerzas vivas. Erudito es un humano que habla de cosas que no entiende. Ya sé, dije para mí, quién es Tr.; tú y otros formáis el trabajo resistente.

Y con esto me di por satisfecho, y creí haber encontrado, si no la piedra filosofal, al menos el adoquín de la erudición.

Sin embargo, D. Sabino me hizo volver á ocuparme de este asunto. Ya sabéis quién es D. Sabino: es la hierba de sanalotodo que para nada se usa.

D. Sabino llegó á mortificar mi amor propio. Como él lo sabía todo, yo aparecía ignorante, cosa que molesta muchísimo á los que no saben nada.

Oid, y formaréis idea de D. Sabino.

—D. Sabino, voy á plantar una higuera en la huerta.

—Cálamo ocurrente. Los persas y los lacedemonios, y antes en Grecia y Roma los libertos y los patricios, tenían higueras ea sus patios, ó sea en sus solera domus porque era donde tomaban el sol. Solera domus, el sol de la casa. Domus, la casa: de donde vienen muchas palabras: domesticado, dominio, domicilio, dominó y Dominus (el Señor), y domine, y domingo porque era el día destinado á estar en casa.

—Y diga V., D. Sabino, ¿qué significa cálamo currente?

—Ocurrente ya sabe V. lo que es. Cálamo es chiste, ingenio, lo que sale de la cabeza. Por eso al que bebe y se alegra se le llama calamocano. También se dice calamocha, y calamar, que es un pez muy astuto, y calamina, que es una planta cuyo jugo inspiraba á Moisés sus discursos.

—Pero la calamina es un carbonato de zinc.

—Dice V. que... Ah, sí. Pero esa se llama calamina porque la descubrió un rey etrusco, llamado Calamino, que padecía calambres y que con su nombre dió origen á la palabra calamidad y sus derivados.

—D. Sabino, ¿cree V. que es nocivo el uso del tabaco?

—De ningún modo. Deme V. un cigarro.

—Tenga V.

—Gracias. El fumar es costumbre anterior al hombre. Confucio, en su Decamerón, legisló acerca de este vicio, y otro tanto se ve en las Partidas de D. Alonso ó Alfonso el sabio.

—¿Por qué se llamaron Partidas?

—Porque no se ha podido encontrar de ellas nada más que algunos trozos sueltos.

Esta colosal erudición llegó á producirme vahídos. Positivamente D. Sabino todo lo sabía. De aquí las distinciones de que era objeto. En una sesión del Congreso Pedagógico le vi limpiar cuidadosamente el sombrero de un sabio; y yo, desde entonces, limpiaba todos los días el sombrero de D. Sabino.

Un cambio de ayuntamiento dejó cesante á, D. Sabino, que era escribiente en una casa de socorro. El pobre señor se dedicó á publicista, y formamos una sociedad editorial. Yo pagaba los gastos de impresión, y, en cambio, las obras aparecían escritas por D. Sabino Jondo y don Silverio Lanza. Pero no llegamos á publicar la primera, que se titulaba La Flora y la Fauna en los desiertos anteriores á la Creación, porque se me acabó el dinero y porque D. Sabino murió de repente leyendo La Correspondencia.

Y como no había por qué hacer la autopsia, me quedé sin saber lo que era un erudito.

Afortunadamente volví á coger el hilo, por la circunstancia que digo á continuación.

Obtuve una plaza de escribiente cerca de (ya habréis notado que hablo sin gramática, pero con erudición) un escritor que después ha sido diputado él y sigue tan bárbaro él. Me recibió en su despacho, y aparte de otras cosas me dijo: Yo publico una revista bibliográfica, á la que están suscriptos todos los autores y editores, y de esta manera el periódico se sostiene. Además, todos los que publican algo me envían un ejemplar de sus obras, y así he logrado adquirir de balde una buena biblioteca.

—Me parece una idea excelente, le contesté.

—Pues, bien, repuso; desde mañana V. liará los juicios críticos.

—¿Yo? señor.

—No se asuste V. Le daré la clave. A ver: acerque V. ese montón de tomos. Veamos.

—Tratado de Física y Química, etc., etc., aprobado para uso de etc., etc. Contiene, etc., etcétera...

—Escriba V.

—Allá voy.

—«El nuevo tratado de Física y Química del distinguido profesor de Alcorcón, D. N. N., ha venido á llenar un vacío que ya se hacía sentir en la segunda enseñanza.

Las constantes innovaciones que la actividad humana produce en las modernas ciencias han sido compiladas é incluidas en la notable obra del Sr. N.

El Consejo de Instrucción pública ha realizado un acto de notoria justicia y competencia adoptando la obra citada para la enseñanza oficial.

Sólo sentimos que el Sr. D. N. N. no haya dado mayores vuelos á su trabajo, confeccionando su obra en dos tomos; uno dedicado á la Física y otro á la Química, con lo que hubiera formado una obra de consulta utilísima para los que somos aficionados á estos estudios.»

—Nada más: ya está hecho el juicio crítico.

—Me parece bien.

—Venga otro libro. Lea V.

—Método para aprender francés en venticuatro horas sin necesidad de maestro, por D. P. Q.

—Haga V. el juicio.

—Diré que esto es una barbaridad.

—Nada de eso, hombre. Escriba V.

«Es curiosísimo bajo todos conceptos el trabajo que nos ocupa, y en el que su autor ha hecho gala de sus profundos conocimientos sintético-gramaticales. La obra es baratísima y dará seguros resultados si el alumno posee la asombrosa inteligencia de nuestro eminente políglota D. P. Q.»

Enseguida todos los tontos, que presumen de listos, compran el libro, y el autor vende diez ediciones en una semana.

—Venga otro.

La muceta roja.

—¿Qué es eso?

—Una novela.

—¿De quién?

—De un tal Carracido.

—¿Trae alguna tarjeta ó carta de recomendación?

—No, señor.

—Pues échelo V. á un lado. Eso no vale nada.

Notas de mi lira.

—Serán versos.

—Sí, señor; de D. Zoilo Hidalgo de la Mancha y Fernán-Pérez de Diez Bustamante.

—¡Ah, sí! El hijo de la marquesa de Aguas-menores. No los hace él: son de su ayuda de cámara.

—Entonces vamos á otro.

—¡Imposible! V. nunca será crítico. Escriba usted, escriba V.

«De nuevo sale al palenque de la literatura el Sr. Hidalgo de la Mancha con un precioso libro, cuya lujosa encuadernación no tiene la delicadeza y brillantez de las lindísimas poesías que contiene.

Su aristocrático autor, Píndaro moderno...»

—A ver; busque Y. Píndaro en la P del Diccionario Larrouse. ¡Horror! He prestado el Diccionario á Martínez para que haga su discurso de entrada ea la Academia. ¡Estoy perdido! En fin, daremos ambigüedad á la frase. El público podrá reirse, pero lo esencial es que no se incomode el marqués.

«Píndaro moderno, que recorre con su poética fantasía el esmaltado campo donde cosecharon ópimos frutos Calderón, Ercilla, Argensola y tantos otros, ha...»

—Resulta largo el inciso, pero no importa. ha derrochado en su nuevo libro sus extraordinarias dotes de literato de que tantas muestras ha dado ya en tomos anteriores.»

—Lea V. los títulos de las poesías.

—Mi nodriza. Mi primer pantalón. Las vacas de mi dehesa. A . Noche oscura. Mi primer amor. A mi tía la condesa de Paños-calientes en el día de su santo. ¿Qué es un beso...

—Una porquería. No lea V. más y escriba.

«El Sr. Hidalgo, imitando al Cid, que escribió sus hazañas en el popular Romancero que lleva su nombre, nos ha dado noticia de su poética vida. Nada más armonioso y lleno de sentimiento que la composición dedicada á su tía la condesa.

»Libros como el que...

—Pero eso del Cid, ¿lo dice V. en serio?

—Sí, señor.

—Pero si el Cid no escribió el Romancero.

—¿Está V. seguro?

—Segurísimo.

—¿Lo ve V.? No podemos hacer nada sin el Larrouse. No es posible, no es posible.

Y me quedé en ayunas, porque no pude convencerme de que aquel señor fuese un erudito.

Pero Paco Pérez me ha dado la definición.

Ya saben Vds que Paco Pérez es el primer erudito de España. Todos los hombres que se dedican á estudiar consultan con Pérez, y Pérez es la panacea que cura todas las ignorancias. Pues bien, Paco ha sido corrector de imprenta y ha corregido muchos libros que no hubiera podido escribir. Paco ha sido asistente puntual de todas las conferencias de salón que se han dado en Madrid de veinte años acá. Paco Pérez lee todos los días cuatro periódicos y visita todas las noches cinco ó seis cafés.

Paco se desliza algunas veces. Por ejemplo. Asegura que los primeros paleógrafos se llamaron así porque describían las ciudades de Falencia y León: Pal, Palencia; Leo, León.

Dice que la letra dominical era la escritura de los padres dominicos, y que dominicos quiere decir señoritos; dominus, dominicus.

Pero Paco sabe vivir. Cuando quiere pasar el primero por una puerta dice á su acompañante:

—Pase V.

—No, señor; V. antes.

—Ea, pues, pasaré, y basta de cumplidos.

Yo le he visto llegar á una Academia, pedir la palabra y decir cuatro vulgaridades, entre las cuales mezcló este párrafo:

«No sé si peco de osado, pero sé, de todos modos, que obro según las inspiraciones de mi conciencia, al sentarme en estos bancos frente á mi amadísimo profesor D. Periquito de los Palotes, gloria de la cátedra y de la tribuna.

»Y esta afirmación que hago es nuncio de que en el debate que se inicia no he de olvidar ni un solo instante que es deber mió conseguir que mi respeto á su señoría sea aún mayor que la indulgencia que de su señoría espero.»

Con que el Sr. D. Periquito se vió obligado á contestar:

«Duéleme, de todas veras, no ver á mi lado á D. Paco Pérez, que coa sus propios méritos honra á sus profesores, y que es hoy una de las mayores esperanzas de esta Academia.

»No ha menester su señoría de mi indulgencia, y tenga seguridad completa de que allí donde se hallare el Sr. Pérez irá el homenaje de nuestro respeto hacia un adversario tan estimable.»

Paco Pérez no dijo nada de particular, pero declararon todos sus consocios que era un orador fácil y un polemista discreto.

Y á los pocos meses se sentaba el atrevido al lado de su profesor.

Finalmente, no tengo la soberbia de oponer mi opinión á la de todo el mundo.

Convengo en que Paco es un erudito, pero sépase que erudito es un bicho que ha logrado aprender lo supérfluo sin tomarse la molestia de estudiar lo necesario.

Y basta de erudición.

¡Viva la libertad!

Vaya, vaya, vaya... Pues estamos divertidos... Carambita, y cómo aprieta el frío esta noche. Es la que se dice: en víspera de Reyes no ha de hacer calor... Para chasco...

Yaya, vaya... Cuidadito con la Milicia Nacional... Por supuesto, que todo es hasta entrar en calor... Esta manta abriga mucho, pero al pobre Anselmo no le abrigó. Claro, ¡si estaba muerto!

La verdad es que morirse joven y tísico, y dejar una mujer y un hijo á la buena de Dios... Lo cual que Dios no ahoga, pero aprieta demasiado... El pobrecito siempre con el mismo cántico: «Por la Virgen del Carmen, no me lleves al hospital. Mira, Pepa, que si me llevas al hospital me muero.» Y se murió en su casa. Y la mujer y el hijo se ha quedado por puertas. Es más barato morir en el hospital. Pero el que se muere de balde es porque quiere vivir de gorra. Y ahora... pues ahora... no sé. No quieren pedir limosna, y comen cuando yo les doy de qué... Vea usted, ella podía hacerse cantinera y él corneta y andar con la Milicia Nacional, y si los mantenían eso se encontraban.

¡Valiente Milicia! ¡Y que á mi me hayan despedido de la dehesa y no me tomen hasta que sea miliciano! ¿Y para qué? Pues, para nada. Para acompañar al diputado cuando echa esos discursos que no tienen discurso, ó yo no los entiendo.

Ayer le pasearon en las andas de la Virgen, y cuando llegaron á la plaza se echó á hablar el vuecencia.

«Señores: Los partidos luchamos en síntesis por fijar donde reside la soberanía.»

Yo me quedé pasmado. Parece mentira que todos los jaleos que ha habido en España desde el 54 hasta el 73 hayan sido por una cosa que á nadie le interesa... Y decía luégo: «Pues bien; la soberanía está en el pueblo.» Entonces aplaudió todo el mundo, y yo no aplaudí porque no entendí aquello. ¿Que será la soberanía, que está en el pueblo y que no sirve para que el pueblo coma?

«Por esto el sufragio universal es un derecho indiscutible é inviolable.»

Esto ya sé lo que es. Le dan á uno una papeleta y le llevan á votar, y si no vota uno á quien dice el amo se queda V. en la calle. Mayormente el negocio es para los amos porque así tienen más votos. Lo que yo digo; para votar con libertad se necesita tener libertad para todo. ¡Y vaya una libertad la mía, que porque no me he hecho miliciano me dejan en la calle! Y tendré que pasar por ello. Ea, los cuartos se me acaban y ni comeré yo ni Pepa, ni su chico. ¡Pobre muchacho! Cuando me he entrado en casa he visto que en la ventana de al lado había puesto el inocente los borceguíes al sereno. ¡Mira tú, que lo que le echen los reyes!... Digo, y ahora que andan huídos de esta tierra... Así que no hay un cuarto... Y aunque yo quisiera... Cinco reales tengo... ¡Yaya, vaya... á dormir!

Pues, señor, no me duermo. Y... ¡qué diantre!... no calculo mal... Si pierdo... ¡pues ya más perdido!... ¿Y si gano?... Lo dicho; me voy al monte que hay en el café de la Plaza. En esto si que hay libertad ahora.

A las dos de la madrugada, el tío Claridades camina cabizbajo hacia su casa. Después de haber ganado hasta dos duros ha perdido hasta sus cinco reales. Está resuelto á alistarse en la Milicia Nacional; á trabajar en la dehesa; votar libremente lo que su amo le ordene; pretender la mano de Pepa y casarse civilmente ante el bruto barbero que ejerce de Juez municipal, con desprecio del pobre señor cura, que al menos tiene cortesía.

Las esperanzas creadas por su imaginación aclaraban ante los ojos del perdidoso las sombras de la noche, cuando entre éstas se apareció un hombre.

—Robustiano.

—¡Quién!

—Soy yo.

—¡Ah! ¿Es V., D. Dimas?

—Sí, hombre.

—En V. venía pensando.

—Y yo en tí.

—Mañana me hago miliciano. ¿Me tomará usted otra vez de vaquero?

—Desde luego. Mañana mismo te ganas el jornal.

—Pues, Dios se lo pague á V.

—¿Y de dónde vienes á estas horas?

—De perder unos cuartos en el café.

—Mal oficio.

—Quise probar la suerte.

—¿Y te ha ido mal?

—Sí, señor.

—Pues yo te proporciono esta noche cinco duros.

—¡Cinco duros!

—Como lo oyes.

—Usted dirá.

—Mañana viene el amo, y esta noche se ha escapado el toro Careto: si lo encuentras y lo atas te ganas cinco duros.

—Pues lo ataré.

—Pero tienes que ir solo, porque la cosa está, ea que nadie se entere.

—Ea, pues iré solo.

—Entonces te aguardo toda la noche.

—¿Dónde?

—En el café de la Plaza.

—Mire V. que es mal sitio.

—Aquel es un monte donde tú no sabes andar.—Tiene gracia.

—¿Vas por el toro?

—Y enseguida estoy de vuelta.

—¿De veras?

—Como que lo he dicho yo.

—Pues, hasta luégo.

—Hasta luégo.

Parece mentira que haya hombres tan zopencos que den cinco duros por recoger un toro y paguen siete reales solamente por guardarlo.

Como esto es todo. Tanta Guardia civil, y tantos jueces, y tanta policía para coger ladrones, pues el que roba es porque no tiene; conque, si lo que se gasta en todo eso se repartiese entre los pobres puede ser que no robase nadie... ¡La Guardia civil!... Esto es una dificultad... Si me pesca en el monte creerá que voy por leña, y me la dará á mí... Otro desatino... Antes todo el mundo quería á los guardias, ahora nadie los quiere. Los ricos se quejan porque no se cuidan los bosques, y los pobres porque no nos dejan coger leña... Pero, en fin, veremos. Me voy á casa por un tiro de cáñamo y buscaremos á Careto. Demasiado sé yo dónde está. ¡Cómo que tiene la querencia de la majada vieja!... ¡Cinco duros!... Eso es... Me quedo con uno y echo los otros cuatro en los borceguíes del chico... ¡Ea, al avío!

—Robustiano, abre.

—Allá voy.

—¿Estás durmiendo?

—Me acabo de levantar.

—¿Tan tarde?

—Pues ayer noche cuando volví de amarrar al toro eran las cuatro y media.

—¿Vas á la dehesa?

—Sí, señor.

—Pues te vas sin hablar con nadie. Mira que te estoy acechando.

—Bueno.

—Oye, ¿tienes la moneda que te di anoche?—No, señor.

—Ya lo sé.

—¿Usted?

—Como digas á alguien que tú has tenido esos cinco duros te pierdes.

—Pero, ¿por qué?

—Calla y vete al campo.

—Callaré.

—Anda, aviva, aviva.

—Voy á dejarle un recado á la Pepa.

—Está la puerta cerrada. No hay nadie dentro.

—Pues me choca.

—¿Te vas ó no?

—Allá voy.

—Ya sabes lo que te he dicho. Como álguien sepa...

—Ea, que no lo sabrá nadie.

Y Robustiano emprende el camino de la dehesa sin comprender una palabra de semejante enredo.


Ante mí el Secretario de la Junta revolucionaria de Salud pública de esta villa. Reunidos los ciudadanos que componen la expresada Junta: Salud y libertad.

Yo el infrascrito, también juez municipal de esta villa, digo que por mí fueron dichos los hechos al tenor siguiente:

En esta villa, á los cinco de Enero del segundo año de la República, ó sea en vulgar ayer por la tarde, se me dió conocimiento por el ciudadano alguacil de mi juzgado de cómo al ciudadano representante del pueblo por esta villa, que iba en compañía del ciudadano Dimas Curial, le fué robado cuando habló ea la plaza de esta villa, entre el tumulto, un bolsillo con cuarenta y dos monedas de oro de cinco duros cada una y cuatro mil doscientos reales las todas. Y luégo esta mañana se presentó la llamada Pepa, viuda del vaquero Anselmo, que fué á la carnicería para que la cambiasen una moneda de las robadas, y me dijo que lo hacía á escondidas porque debía á todo el mundo, y que halló la moneda en un zapato de su hijo que la habían traído los ciudadanos Reyes Magos.

Otrosí que el vaquero Robustiano, de madrugada, quiso cambiar otra moneda de oro en la taberna del Libre Pensamiento y no se la cambiaron.

No resultando probada la procedencia de estas monedas, porque ella no se sabe de qué come desde que es viuda de su marido Anselmo.

Así lo dije yo el infrascrito á la Junta, y se sentenció con arreglo á justicia, que dictó el ciudadano Presidente á este tenor:

Salud y libertad: La Junta Revolucionaria de Salud pública de esta villa. Ordeno y mando.

Ciudadanos: Esta Junta, que habéis elegido con vuestros votos de sufragio universal, mantiene el orden y los derechos de Villafrigia para asombro de Europa y América, que nos miran, y vergüenza de reyes reptiles, híbridos de su tiranía.

Considerando que Pepa, viuda de Anselmo, y su amante Robustiano son los autores del robo de cuarenta monedas de oro de buena ley á nuestro Representante popular y Diputado constituyente.

Recordaréis que desde el día de nuestra gloriosa revolución, siempre hemos dicho «Pena de muerte al ladrón.»

Fallamos que debemos condenar y condenamos á la susodicha Pepa y Robustiano á la pena de muerte fusilados, y que se le diga al jefe de la Milicia nacional para su cumplimiento.

Ante mí, el ciudadano secretario y juez municipal. Siguen las firmas. Hay un sello que dice: «Libertad, igualdad, fraternidad.»

Villafrigia seis de Enero del segundo año de la República.—Siguen las firmas.


A continuación. Yo el comandante general de las fuerzas populares de esta villa, digo que se cumplió como se mandaba en la persona de la Pepa, y no pudo ser en la de Robustiano.

Y pido se conceda y se haga presente á la Junta Central que se les dé la cruz de San Fernando con una peseta á los valientes ciudadanos que tiraron, porque no se halló quien quisiera tirar. Y á mi lo que mejor mereciere.

En la misma fecha.—Firmado, César.


Aquella noche caminaban á través de los campos Robustiano y el huérfano, y después de un largo silencio paróse el vaquero y dijo al chico:

—Cuando aprendas, enséñame cómo pueden ir juntas la libertad y la pena de muerte.

Y luégo añadió al poco rato:

—¡Ahí ya lo sé. Porque la ignorancia las lleva de las manos.

Revista de salones

O yo tengo cataratas ea los ojos, ó todo lo que cae bajo mi mirada es un absurdo.

Recuerdo que un ingenioso escritor se preguntaba cómo los panaderos podrían meter la miga dentro de la corteza. Pues bien; yo me hago muchas preguntas semejantes durante un día.

¿Por qué razón el suicida que vive en un piso quinto se tira por el viaducto, siéndole más fácil arrojarse á la calle por la ventana de su cuarto?

¿Por qué razón asusta á las mujeres la idea de que su esposo juegue una peseta al monte, y ellas ahorran para jugar tres pesetas á la lotería?

¿Por qué razón hay ahora eruditos á los veinte años, siendo los conocimientos humanos más numerosos y extensos en este siglo que en el pasado?

Además, ¿de dónde salen tantos brillantes que no solamente los poseen las duquesas sino que también los usan las prostitutas?

¿Es que la mayor parte de los eruditos y de los brillantes son falsos?...

Pero allá va otro absurdo.

Si yo me permitiese hablar de Matea de Tal ó de Robustiana de Cual, siendo estas señoras de Castilla, todo el mundo diría que yo era poco cortés apeando el tratamiento á dos damas que lo han ganado ó no, pero que tienen excelencia. Yo opino lo mismo, y me guardaré muchísimo de cometer semejante grosería. Si yo me permitiese en público levantar las enaguas de la condesa de X, ejecutaría un acto indecente é indigno de un caballero, porque esas cosas sólo se hacen en ocasiones propicias. Si yo me pusiese á contemplar descaradamente el seno de la baronesa de Z, seguramente me llevaba un bofetón muy bien merecido.

Yo creo que todas estas prohibiciones á mis desacatos están justificadas por la falta de publicidad que podrían tener mis actos. Pero si tales desatenciones se hacen públicas, entonces son permitidas.

Y deduzco que sea así en vista de que no se corrigen los desmanes de algunos revisteros de salones.

Os suplico me digáis si discrepa en algo, de lo que leemos todos, el siguiente relato, que yo publicaría en cualquier periódico serio lo mismo que en cualquier novela pornográfica.

«Anoche á las ocho habría, seguramente, un desorden encantador en los elegantísimos boudoirs de las hermosas damas de nuestra aristocracia.

»A juzgar por los riquísimos prendidos que vimos en el baile de la señora marquesa de la Tercería, debieron comenzarse los tocados en las primeras horas de la tarde. Y allí de las doncellas, colocando alfileres y repasando pespuntes; de las modistas, plegando delanteras y distribuyendo los golpes, y de las peinadoras escondiendo las ardientes tenacillas entre bucles de perfumados cabellos. Y todo esto mientras sus amas, casi desnudas, se arriman á la confortable chimenea, sufriendo con paciencia sus propias impaciencias y llevando el sello de su exquisito gusto al apremiante trabajo de sus doncellas.

»Pero todas estas fatigas las vieron recompensadas las señoras que asistieron anoche al baile de la marquesa, al oir las fervientes oraciones con que los airosos contertulios de la señora de la casa rendían culto á tan embriagadoras bellezas.

»Dejamos para el final la descripción de este baile, que hará época, y vamos á ocuparnos de las señoras que allí vimos.

»La señora marquesa de la Tercería vestía falda corta de raso color moscatel añejo, con delantera lisa bordada, tan perfectamente ceñida que hacía resaltar la elegancia de su cuerpo criollo. El escote de su abultado busto remataba en una guirnalda de camelias naturales, té y cardenal, sobre la cual corría una culebra de brillantes, regalo del señor ministro de Estado, de quien es primo el señor marqués.

«Carmen Primeriza, esposa del duque del Memo, hija del eminente general Catapún y nieta de la condesa de la Salida, es un ejemplar ilustre de nuestra nobleza. Ayer tuvo el capricho de presentarse con el traje de boda, que lució hace dos semanas, y podemos asegurar que estaba lo mismo que aquella noche, pero más hermosa, contribuyendo á realzar su hermosura dos ricas charreteras de brillante?, que descansaban gustosas sobre el suave y fresco cútis de sus redondos hombros.»

¿Sigo adelante? ¿Para qué? Esto está permitido, y rae parece bien que esto se permita. Cada cual debe hacer con su pudor lo que quiera: conservarlo ó perderlo. Pero, ¿por qué nospermite á las damas de la canalla que vayan descotadas por la calle? Y ¿por qué no se me permite que en el mes de Agosto tome el fresco en la Era del Mico, yendo vestido con un traje adecuado á la temperatura y á mi pobreza? ¡Privilegios! ¡Siempre privilegios!

Pero uno de los males que crea esta exhibición femenina y estos anuncios de carne fresca en la tercera plana es el haber originado la niña pública.

Reparad que me ha bastado cambiar una palabra para hacer aceptable el nombre. Si hubiese dicho «la mujer pública« nadie tendría valor para seguir oyéndome. La costumbre influye poderosamente en la inexactitud del lenguaje.

Declaro que aborrezco las niñas públicas. Las creo seres inútiles; y como en el orden social lo que no produce bien es malo, la niña pública es perjudicial á la sociedad.

D. Práxedes Mateo Sagasta es presidente del Consejo de Ministros.

El Sr. Sagasta es un hombre público.

—Por ahí va Sagasta.

—Ese coche es el de Sagasta.

—Aquí vive Sagasta.

—Aquel era criado de Sagasta.

—La hija de mi portero plancha la ropa de Sagasta.

—A Sagasta le gustan los huevos fritos.

—Recuerdo que una vez Sagasta...

—Precisamente sé que Sagasta...

Etc., etc., etc.

Esto en el café, en el teatro, en todas partes.

En la prensa:

«Cuantas veces hemos recordado al Sr. Sagasta en la época parlamentaria de 18...

»El Sr. Sagasta marcha por una senda política que á nuestro parecer...

»El país tiene su confianza puesta en el señor Sagasta.

»Ayer, mientras usó de la palabra el Sr. Sagasta, se le caía la baba á la suegra de uno de nuestros periodistas más distinguidos.

»El Sr. Sagasta fué saludado con entusiasmo por el cuerpo de bomberos...

»El Sr. Sagasta no asistirá á la apertura del café flamenco de la calle del Amparo.

»Entre los asistentes estaba el Sr. Sagasta.»

A mí no me extraña esto, y yo mismo he llegado á conocer al Sr. Sagasta.

Cada hombre público ejerce una profesión honrada, ha sido hábil en su desempeño y el público le paga con una notoria popularidad.

Tampoco me extrañan las celebridades del crimen, pero las deploro.

Me asombra la niña pública. La señorita doña Avelina Dulcina del Campo y del Soto y del Valle y del Río y del Monte y de toda la naturaleza.

—Esas son primas de las de Soto.

—¿A dónde irá el carruaje de la del Campo?

—Aguarde V. un momento y verá pasar á la señorita del Valle.

—Acompáñeme V. al portal de la casa de Otero: ha expuesto una fotografía de Dulcina.

—Si V. quiere le presentaré en casa de la señorita del Río.

—Esa es la modista de la del Monte.

—Nos veremos en casa de Avelina.

Esto en el café, en el teatro, en todas partes.

En la prensa:

Hoy abren sus salones los Sres del Soto, padres de la simpática señorita tan conocida de la buena sociedad...

»La señorita del Campo salió ayer para su casa de idem sita en Vallecas, donde permanecerá hasta que...

»El expréss de ayer trajo del extranjero, entre otras personas conocidas, á la señorita del Valle.

»Una de las señoritas encargadas de pedir esta tarde para los pobres en la Iglesia del Carmen es la señorita del Monte, tan conocida, etc.

»La señorita doña Dulcina del Río no pudo asistir al último estreno de Echegaray por hallarse indispuesta.

»Entre los asistentes vimos á la señorita del Campo.»

Una niña pública abruma. Si sois su amigo íntimo, os convertirá fácilmente en lacayo. Si es vuestra novia, no bailaréis con ella en las reuniones porque tendrá compromiso con todos los concurrentes, ni la hablaréis en el Prado porque irá rodeada de amigos y amigas. Casi nunca podréis estrechar su mano é iréis por todas partes viendo gentes desconocidas que la saludan con la mayor franqueza. Si os casáis... pero no hablemos de cosas tristes.

Avelina es fea y anémica: no sabe nada de nada: viste cursi, y en su casa hay trampas. Sin embargo, Avelina es una niña pública. ¿Por qué la solicitan en todas partes? Yo he llegado á saberlo, y esto constituye una gran conquista de mis observaciones.

Avelina tiene el apoyo de las jamonas y de los viejos, ¿por qué? Avelina lo sabrá.

La evolución de la materia

Ciertas cosas hay que referirlas sóbriremente.

El sencillo toque de oración es más expresivo que los raros gritos con que los sacerdotes acompañan las ceremonias del culto.

Hé aquí lo que va del naturalismo al clasicismo.

Richard Krassóff era un hombre serio y un buen amigo.

Un día se me dijo que Richard era emigrado ruso.

Tanto mejor.

Los hijos escarnecidos por sus padres son más dignos de respeto que los padres bondadosos.

Me presenté por primera vez en casa de Richard una tarde de invierno. Krassoff tenía en las Barreras una habitación modestísima.

París le había dado asilo, y esta caridad no siempre se ejerce con los jesuítas.

Entonces conocí la familia de mi amigo.

La señora tenía treinta y cinco años y parecía una anciana. El niño desempeñaba una plaza de agregado en el escritorio de un banquero. Su hermanita tenía seis años. Pequeña como la margarita y blanca como las azucenas, tenía María esa rara simpatía que acompaña á la desgracia.

Quedé agradablemente sorprendido ante aquellos individuos que, por su honradez, merecían ser pobres.

Senté la niña sobre mis piernas y la dejé jugar con la cadena del reloj. Pero de pronto, interrumpiendo su juego, me dijo:

—¿Quieres que te cuente un cuento?.

—Si, hija mía.

—¿Cuál?—preguntó la señora de Krassoff.

—El del huevo, mamá.

—¡Ah, el del huevo!—interrumpió Richard.

—Escúchelo V., Sr. Lanza. Es interesante ahora que tanto se preocupan los sabios con las evoluciones de la materia.

—Está bien. Cuenta, cuenta, hermosa mía. El niño se apoyó en la pared y dibujó en sus labios una amarga sonrisa que sostuvo durante toda la narración. Krassoff, de pie y mirando hacia la calle, entretúvose en golpear los cristales con las yemas de los dedos. La señora fijó sus ojos en la niña, y ésta apoyó su manita izquierda en mi hombro, y accionando con la derecha empezó así su cuento:

—Pues, señor, el emperador tenía una hermosa gallina encerrada en un pabellón del jardín, y cátate que una noche se escapa un tigre de la jaula de las fieras y se mete en el pabellón con la gallina.

Pues, señor, á la mañana siguiente recogieron el tigre y vieron que la gallina había puesto un huevo; y como el emperador todo lo quiere para si, cogió el huevo y se estuvo quietecito calentándolo para comerse lo que saliera... Y salió... ¿á qué no sabes lo que salió?

—No sé.

—Pues salió un polizonte.

—¡Ah!—exclamé cuando comprendí toda la idea,—y besando con arrebato á la niña, la dije: «Benditos sean tas padres que te enseñaron ese cuento, y bendita tú si se lo enseñas á tus hijos.»

Los cruzados

Fingir sabiduría ó alardear de Ignorancia, son dos sistemas vulgarísimos para encubrir una estupidez real.

La resistencia por la ofensa y la resistencia pasiva son las resistencias de los ignorantey los cobardes. Al cielo sólo va el bueno.


Hace años oí lo siguiente á un amigo mío:

«Cuando yo estudiaba con los padres escolapios, mi profesor me llenaba de cardenales el cuerpo, y yo supuse entonces que el latín era un pretexto para pegar azotes. Siendo mozo quise estudiar el Arte poética, y me encontré con que nada sabía de la lengua latina, y, recapacitando, deduje que los azotes eran un pretexto para no enseñar latín.»

De todos modos, y aparte de lo dicho, yo profeso un cariñoso respeto á los padres agustinos porque saben y á los escolapios porque enseñan. Esto nace de que creo firmemente que es más agradable á Dios aprender que ayunar. Acaso me equivoque, acaso peque. Ya lo veremos como lo vieron los cruzados de mi cuento.

Soy un gran pecador. Lo confieso y me pesa, pero quizá gane el cielo, porque soy un individuo altamente moral é inofensivo é insignificante.

Verán Vds cómo.

Amo á Dios sobre todas las cosas, porque encuentro en ello un placer grandísimo.

Me amo á mí mismo más que al prógimo, porque no me gustan acciones que no sean recíprocas.

Amo el estudio, porque produce la agradable posesión de lo deseado y el encantador deseo de lo desconocido.

No bago mal á nadie, para evitarme el remordimiento, y olvido y perdono el mal recibido para no sufrir las impertinencias del rencor.

Me gustan las verdades útiles y las mentiras bonitas.

Da las mujeres sólo me gustan las honradas, y soy tan bueno que las deseo para otro.

Amo la justicia, pero creo que debe ser administrada por Dios y no por los guardias de orden público.

La política sólo debe ocuparnos ocho días del año dedicados á sesiones parlamentarias, corridas de toros, fuegos artificiales, vivas al rey, grandes paradas, retretas, dianas, cucañas y carreras de caballos.

En las cuestiones de Hacienda y en lo contencioso administrativo soy un prodigio de sabiduría. He calculado la trayectoria de nuestra administración, y la ecuación de esta curva, pero os la podré representar gráficamente: es igual al camino descrito por un ciego que es cojo y está borracho y anda. Porque si no anduviese...

Todo lo dicho son apuntes que intercalo para llamar la atención acerca de mi persona, y obtener un destino de cuatro mil reales, que es, en definitiva, á lo que podemos aspirar actualmente mi criado y su señorito.

Por lo demás, ya habréis comprendido que estoy más cerca del convento que del cuartel.

¡Pero está tan lejos el convento!

Me ocurrió, siendo mozo, con una novia mía lo mismo que ahora me pasa con la Iglesia.

Erase la muchacha más hermosa nacida en Rueda de Jalón, porque era aragonesa. ¡Ya lo creo que era aragonesa!

Juro que la fuí fiel durante los tres meses que nos duró el noviazgo; pero al terminar éste ya me había roto dos muelas, una levita y una capa. Y reñimos, porque yo era un infame. ¡Pobre Pilarica! ¡Dios le haya concedido un manicomio! Tan buena, tan linda y tan... eso.

No he de apurar hasta el fin la comparación que me he propuesto.

Sólo quisiera que en esos templos donde se adora á un Dios infinitamente bueno, y se practica una religión llena de poesía y de consuelos, no hubiese otros ejemplos que los de la más sublime humildad y la más amplia tolerancia.

Quisiera al llegar á un pueblo conocer al cura antes que al juez.

¿Por qué la cárcel siempre ha de estar abierta para castigar á un delincuente, y la iglesia no ha de estar siempre abierta para aconsejar á un desesperado?

¿Cree el clero que ha concluido su misión social? Parece indicarlo así la facilidad con que le han arrebatado sus bienes temporales. Parece indicarlo también la impasibilidad con que ha consentido que algunos de los sacramentos (el de Orden nó) no creen estado civil.

Pues yo creo que esa misión no ha concluido. Las sociedades, como los individuos, acuden á la religión en todos los momentos angustiosos de su existencia. Y ¿á dónde irán los manaos y los pobres de espíritu cuando puedan ser jueces municipales los borrachos de los pueblos, y jueces de instrucción los mozalvetes imberbes, y generales los sargentos sublevados y ministros los escritores duelistas?

Me pierdo en reflexiones inútiles, y voy á mi cuento.

Hace poco se celebró una entrevista entre un moro y el papa, y convinimos (aunque yo no estaba presente) en la existencia de un solo Dios Todopoderoso. No sé si después convendrán en que nos matemos moros y cristianos por dualismos en la Divinidad. Quizá volvamos á las Cruzadas. ¡Cruzadas con cañones Barrios y Hontoria!

Y ya que hablo de Cruzadas, cojo el hilo y me dejo de digresiones.

Las Cruzadas no realizaron su objetivo. ¡Cuántas miserias y cuántas supercherías! El sepulcro de Jesús salió de la posesión de los musulmanes y cayó en las manos de unos aventureros.

¡Siempre detrás de la cruz el diablo! Caballeros cruzados que fundan reinos y se disputan los ajenos. Total, aves de rapiña con una cruz al pecho.

¡Siempre la aventura! Por la aventura fuimos los españoles á América y no á Africa. Por la aventura no fueron los cruzados á Constantinopla.

¡Cuánta sangre derramada en nombre del bondadoso hijo de María!

Después vino el libre examen y más tarde el libre pensamiento. Mañana se impondrá la libertad como ahora se impone la higiene.

Seguramente no pensaban como yo los señores Esteban Saint Guinaire y Roberto Fainéant, dos de los cruzados que, á las órdenes de Roemundo, salieron de Italia para los Santos Lugares.

Las penalidades sufridas por los cruzados durante el largo sitio de Antioquía influyeron tan decisivamente en el ánimo de Roberto que al llegar á Ramla, y temiendo que el ejército cristiano se dirigiese al Cairo, resolvió hacerse solitario y rogar desde su humilde cueva por el triunfo de sus compañeros de armas.

Saint Guinaire opinaba de distinto modo, y aconsejó á Roberto continuase la campaña; pero éste, á vuelta de otras razones, le dijo que con los recursos del país y las dádivas de los cruzados tenía bastante con que proveer á sus necesidades, y que sin duda alguna era más agradable á Dios la ofrenda de una oración que la de una cabeza musulmana.

Hubieron gran disputa sobre este último punto los dos amigos, pero á su fin quedóse el pacífico Roberto orando en Ramla y fuése el intrépido Esteban á conquistar Jerusalén.

Excuso decir que los dos cumplieron como buenos. El humilde Fainéant vivió holgadamente con los productos de la tierra y de la caridad, y consagróse á la oración, viviendo separado de la sociedad, á la que no pudo ni ilustrar ni convertir.

Esteban Saint Guinaire fué á Jerusalén con Tancredo. Pasó los rigores de la sed y el hambre durante el cerco. Tomó parte en todos los excesos cometidos en el campamento cristiano, y ya dentro de la Ciudad Santa ayudó en buena porción á la matanza de los setenta mil musulmanes. Recogió un gran botín y alabó al Señor.

Después de todas estas cosas, Esteban se ratificó en que había hecho por la causa de Dios más, mucho más que su amigo Roberto, y así se lo comunicó á éste, quien con sus felicitaciones por el triunfo católico no se avino con la opinión de Esteban, á quien, por otra parte, suplicó en el nombre del Todopoderoso le enviase algo del logrado botín con que ayudar al alivio de su miseria.

Y como estas peticiones se repitieran con demasiada frecuencia, Saint Guinaire abandonó toda relación con el piadoso Roberto.

Pero llegó el último día de la vida de Saint Guinaire, y con aquel momento el de la contrición y la enmienda. Comprendió el moribundo que ya no podía pecar más y se arrepintió de todos sus pecados. Después suplicó se llevase su cadáver á Ramla y se entregase al solitario Roberto.

Pero cuando los huesos de Esteban llegaron á la ermita de Ramla el ermitaño acababa de morir.

Los dos cadáveres se saludaron y emprendieron el camino del cielo disputando sobre sus respectivos méritos y derechos á la gloria eterna.

Llegaron á la puerta del Paraíso, llamaron y salió á abrir un musulmán.

—¡Cáspita!—dijo Esteban.

—Creo que nos equivocados,—dijo Roberto.—¿Qué buscan Vds.?

—La gloria eterna.

—Pongan Vds una notita y se la pasaré al Todopoderoso.

Los cruzados vacilaron.

—No sabemos escribir.

—Pues, al infierno con los ignorantes.

Y se cerró!a puerta. Y se acabó la Cruzada.

La mejor recomendación

I

D. Barbarito de la Casa es propietario en Enlace y cacique en todo aquel distrito electoral.

Y de lo demás ya se irán Vds enterando.

II

«Valdebolos 7 de Marzo de 18...—Sr. D. Barbarito de la Casa.—Muy señor mío y de todo mi respeto: Cojo la pluma para molestar á usted, aunque no quisiera, pero Dios Todopoderoso sabe que así lo hago porque no me queda otro remedio en el mundo ya. Ya sabrá V., porque se lo habrán dicho, de cómo murió el tío Quinina, el estanquero.

»Compadézcase V., señor, de este desgraciado padre de familia con su madre ciega y una hija viuda que tiene su madre paralitica. Y Dios se lo pagará. Que si V. habla al diputado por mi mi hija lo despachará, y yo no perderé la escuela, que es con lo que vivimos.

»Aprovecho esta ocasión para ofrecer á usted mi poca válida, que es su respetuoso servidor que besa S. M.—Entiquio Paz y Paz.»

III

D. Barbaito (solo).—¿Y qué tengo yo que ver con todo esto? Como si yo tuviese el estanco dentro del bolsillo. ¿No tiene él la escuela? Pues otros tienen menos.

Es que se han creído que yo soy el emperador... Pues no es conveniente significarse mucho... Nada; no he recibido la carta.

IV

«Amiguo Don Barbarito: Esqri boa uztee es tamis yba poroce Juan es tan el quampoo con las muslas y sus ermanos arando y llo soy quien lo ago. No orbi dono la por mesa ce uztee medio en la qamara della al garoba debe nir sobre mi si llole pediba uztee argo y lio no cise entonces. Pero ora pidole por y para Juan el estanco quece cedoba qanto y si loda llave remos desobre lotro. Soy sulla afequísima amigua que verde sea y sus pies besa, Dolores Sinvergüenza de Juan el Cornado.»

V

—¡Hola, hola! Vaya con Dolores Sigüenza la de Juan Coronado... Pues para ésta va á ser el estanco. Ahora mismo escribo al diputado.

«Sr. D. Patricio Cuquín: Se halla vacante el...»

—¡Rita! ¡Ritaaa!

—Aquí estoy. ¿Qué quieres?

—Vas á escribir al diputado.

—¿Y qué le digo?

—Que dé el estanco á Juan Coronado.

—¿El marido de la Dolores?

—Ese.

—Parece mentira que te pongas en evidencia con esa tuna después de lo que se murmura.

—Pero, mujer, si yo hiciese caso de murmuraciones... figúrate. ¿Me comprendes?

(Pausa.)

—Voy á escribir. (Vase Rita.)

VI

«Sr. D. Barbaritode la Casa.—Amigo Barbarito: Pocas palabras, porque bien sabes que ogaño si no es por las bofetadas que dí se queda D. Patricio sin la diputación como yo me he quedado sin la yegua, que en paz descanse. Y sabes que la culpa es de los Langostas, porque son muchos votos en la familia. Y ahora no hay caso, porque el chico de los Langostas se casa con mi chica tan y mientras que el estanco sea para él. Y tú ya ves que asín D. Patricio y tú tenéis el pueblo de por vosotros.

»Conque, nada más, El tío Sequías.»

VII

—Este sí que se lo lleva. Lo qué discurre el tío Sequías! Nada... nada; ahora mismo escribo á D. Patricio diciéndole que el estanco es para el chico de los Langostas.

VIII

«Sr. D. Barbarito de la Casa: Muy señor mío:

»Ha muerto el tío Quinina, y el estanco está sin estanquero. El dicho estanco surte de tabaco á cinco pueblos y de papel sellado á dos juzgados de delitos, seis municipales, un Registro de Derecho y ocho parroquias. Además, el estanquero de este pueblo tiene privilegio para la venta de ciertos artículos, como pólvora, fósforos, etc. De todo lo dicho deduzco que el estanco produce tres mil pesetas anuales. Ahora bien; yo consigno diez mil pesetas en la caja del Banco Central de Granburgo, y les doy á usted y al diputado esas diez mil pesetas si el estanco es para mí.

»Soy su servidor Q. B. S. M., Lino Delgado

IX

—Esto es el colmo de la desfachatez.

Pero no nos precipitemos... Yo debo dar noticia de esta carta al diputado, y él procederá con el rigor que el caso requiere.

Epílogo

D. Lino Delgado es nombrado estanquero del pueblo. Los demás pretendientes trinan, pero reconocen que esta vez se ha procedido sin atender á recomendaciones.

La cuestión social

Mi amigo Publicóla había pasado en vela la noche del 3. Al amanecer casi era cadáver.

Unid el hambre con el sueño y se verificará una combinación química que dará por resultado un compuesto que se tiene por simple: el derecho á la existencia.

Publicóla, al sentirse falto de vida, comprendió por primera vez que tenía derecho á vivir. Pero la hora no era oportuna para despertar al presidente del Consejo ó del Supremo y exponerles estas teorías. Por otra parte, la propaganda de ciertas ideas siguen el mismo movimiento que el humo de la pólvora: sale de abajo y llega arriba.

Publicóla empezó su campaña en una buñolería. Convenció al dueño de que no era burgués, supuestas las diferencias que existen entre las explotaciones de las dos masas blancas: la masa humana y la de los buñuelos. Llamó Santo Jonás al señorito de la casa, calificativo que oyó con inocente satisfacción la abultada buñolera.

Después habló con los cocheros de la asquerosa simonía de nuestros gobernantes; con los aguadores del sudor de su frente; con los carboneros del negro pan del trabajo; con las criadas del amor libre, y con los soldados del ensangrentado látigo de los déspotas y los cabos.

Resultado práctico: tomó siete buñuelos, dos churros y cinco copas de aguardiente.

A las nueve opinaba mi amigo que se puede vivir á costa del país teniendo el sistema de servir al que paga.

De modo, que á las cuatro de aquella mañana, el Presidente no pensaba como Publicóla, y á las nueve pensaba Publicóla como el Presidente.

Pero á las nueve y media el alcohol había exagerado la secreción de jugos, y los buñuelos estaban disueltos, descompuestos y repartidos con una asimilación insignificante.

A las diez las opiniones de Publicóla discrepaban algo de las del señor Presidente. A las once volvió á acordarse del derecho á la vida.

De todas las historias de razas desgraciadas y pueblos desventurados, no conozco ninguna tan triste como la de los pobres del siglo XIX.

En los poblados el pobre no tiene derecho á nada ni aun á pedir. Si pide va al asilo donde se explotan ó se niegan sus aptitudes.

En los campos busca sombra, flores, frutos y leña, y siempre que busca algo sólo encuentra un guarda jurado ó un guardia civil.

Huye á las entrañas de las sierras ó los bosques, y allí los tres reinos le rinden servidumbre. Es el dueño de lo que nadie quiere. Pero esto no se le consiente; se le arranca de allí y por vagabundo y sospechoso queda á disposición de la autoridad. Hártase ésta de mantenerle en la cárcel y le deja en la plaza pública espiado, infamado y sin ningún derecho.

El robo es un delito. Yo lo creo así, porque me lo ha dicho un pobre; los ricos no entienden de estas cosas.

Y el pobre que me lo dijo fué Publicóla, que á las doce de aquella mañana cometió su primer robo.

Cuando no se encuentra un taller se busca una ruleta. Cuando se pierde la confianza en los hombres se pone la esperanza en Dios.

Publicóla fué á la Iglesia. A la puerta del templo paró un carruaje de aquellos que son una escala zoológica, con el caballo delante, el cochero á seguida y á la postre el señor. Del coche bajó una dama. Esta palabra es un galicismo precioso, porque nos evita llamar señora á quien no lo merece.

La dama, al pasar por el pórtico, dió dos pesetas para los pobres establecidos en aquel sitio.

La limosna, pensó mi amigo, es el latigazo con que los ricos se deshacen de los necesitados... Latigazo más-ó menos... Comamos.

Y Publicóla fuése tras la aristócrata, acercóse á ella y la dijo: «Señora: tengo mucha hambre; ¿me da V. una limosna?»

Se quedó sin respuesta. La mujer ni le miró siquiera.

El primer paso estaba dado. Publicóla se decidió á mendigar, y salió á la puerta para aprender el oficio.

Enseguida comprendió que aquellos pobres estaban organizados. Una anciana tullida dirigía la táctica.

—Señor Paco, la vieja de V.

Y Paco se ponía en actitud, y la vieja pasaba y dejaba una limosna en la mano de Paco.

—Ahí viene doña Paula.

Que era un presenten armas.

—¡El coche de la marquesa!

Espectación general.

—¡Dios se lo pague á vuecencia!

—¡Vuecencia lo encuentre en salud!

—¡Santa Lucía bendita conserve la vista á vuecencia! etc., etc.

¡Vuecencia! ¡Vuecencia!—se dijo Publicóla.—Antes olvidé esta palabra y perdí una limosna... Tiene vuecencia... Usa el vuecencia... Se le da vuecencia... Es un vuecencia... ¿Qué es esto que se tiene y se da y se usa?... ¿Qué es esto que sirve de ostentación á los ricos buenos ó malos y que oculta el pobre que lo tiene?... Un vuecencia sin dinero es una onza con hoja; todo el mundo la rechaza... ¡Vuecencia! ¡Vuecencia!... Yo no llamo vuecencia á ningún rico... No reconozco derechos fútiles á quien no reconoce mis derechos naturales...

Y como en aquel momento entrase en la iglesia una joven aparejada como corresponde á cocineras de altas pretensiones, fuése Publicóla á su lado, y dijo con acento humilde:

—¿Me da vuecencia una limosna?

La joven sacó su portamonedas, miró á mi amigo y siguió andando.

El mendigo improvisado siguió á la muchacha, pero ésta dejó sobre un banco la cesta que traía al brazo, y arrodillándose empezó á rezar.

Publicóla, chasqueado y confuso, sentóse tras ella.

Indudablemente aquella joven había tenido intención de socorrerle. ¿Por qué no lo había hecho?... Misterios de la voluntad...

Publicóla siguió filosofando y contemplando el inmenso Cristo cuyos pies besaban de continuo las devotas que ocupaban el templo.

Después se decidió á probar suerte, y empezó á rezar con devoción.

Y la oración hubiera continuado largo rato si Publicóla no diera en mirar hacia la cesta de su vecina que despedía un olor gratísimo para el olfato del hambriento devoto.

El rezo se interrumpió; caviló el filósofo cuanto cavila un ladrón. Acercóse al objeto, motivo del hurto, apoderóse de él y fuése á la puerta de la iglesia. Allí encontró una pareja de Orden público, y no quiso padecer persecución por la justicia aun á riesgo de no lograr el reino de los cielos.

Cuando llegó al Campo del Moro sudaba copiosamente. Su paso ligero y el peso de la cesta le habían fatigado.

Por fin, se dijo, estoy en salvo. ¿Qué habrá aquí dentro? Veamos.

¡Ave María Purísima! Una, dos, tres... diez. ¡Qué atrocidad! Lo menos hay noventa ostras. ¿Y esto? Nada. Ostras, manzanas y una botella de aguardiente. Es una comida rara, pero es una comida.

¡La ostra! La ostra es un burgués metidito en su casa, ó un paria de los mares encerrado alevosamente.

¡La ostra! ¡El ostracismo! ¡Votar con conchas! ¡Cuántas ideas!

De todos modos la libertad se impone. Lo mismo hacen los altos poderes con los proletarios. Nos dan libertad cuando nos necesitan.

Pues señor, á falta de limón comeremos las ostras con manzanas. Encuentro el plato delicioso. ¡Qué bien se cuidan los ricos! Y hacen perfectamente. Seria ridículo que yo hubiera de compartir estos mariscos con ningún compañero. El que lo quiera que se lo gane. El que no tenga capital que trabaje como yo. Vea usted, estas ostras son realmente capital acumulado, y, sin embargo, yo no soy burgués porque no exploto.

Estos animalitos están deliciosos. Necesitaba vino, pero mejor será aguardiente. ¡Alza pa arriba! Prrrr... ¡Buen anisado!... ¡Valiente festín!... No cabe duda; la aspiración del hombre es la buena mesa. ¡Vivan los principios conservadores! ¡Nada de libertad y mucha carne!

Al fin y al cabo el amor á la libertad sirve solamente para ocultar la falta de dinero. Hay quien dice: «Para mí no hay tabaco como el del estanco.» Mentira; es que no tiene cuartos para comprarlo habano. «Donde mejor se oye la ópera es en el paraíso.» Mentira. Que no hay cuerda para ir á butaca. Pues así es todo. «¡Viva la libertad!» Déle V. cinco duros y se acabó un liberal.

Carambita, carambita. Ya me he tragado docena y media de estos bichejos. ¡Pobres séres, encerrados en vuestra concha como los apuntadores!

¿Qué habrá dicho la cocinera al verse sin su cesta? ¿Me habrán seguido la pista? ¡Bah! Total: pata. En este país todos los caminos van á la cárcel. Conque...

La infeliz fregona llorará y pateará, pero luégo hará dos mimos á la señora ó al señorito y punto concluído, ¡Ah! Bien lo vi esta mañana en los pobres de la iglesia; la lisonja es el lazo de unión entre el poderoso y el humilde. Y ¡qué diantre! si los ricos dan limosna es con su cuenta y razón. ¿Qué es la caridad del millonario sino una restitución voluntaria que pretende eludir una devolución forzosa? Si no dan, luego viene la gorda y la colorada y... tal.

Pues señor, yo creo que este aguardiente se evapora. Y las ostras van cayendo y las manzanas lo mismo. Pero tengo mucha sed. Luégo beberé agua de hierro en la Casa de Campo. Es una agua muy saludable para los ricos. Para los ricos solamente, porque los pobres no padecen de anemia, padecen de hambre. Después de todo porque quieren. Hay que brujulear y amoldarse como yo á pedir una limosna. Lo que decía aquél:

—¿Por dónde voy á Loja?

—Por este camino.

—¿Y si el camino se tuerce?

—Pues, tuérzase V. con él.

Pero esos obreros quieren vivir sin trabajar. Véase el trabajo que á mí me ha costado afanar estas ostras; pues cuántos trabajos no habrán pasado los que tienen millones. Decididamente, los pobres no nos comprenden, pero hacen daño con sus gritos. Y de nada sirve zurrarles. Son como esas aves que llevan en el pico un grano. Mata V. el ave, y el grano cae á tierra y se hace una planta.

Esto se va. Las ostras se acaban y el aguardiente se ha concluído.

Démonos prisa por si nos buscan. Después beberemos agua, porque tengo el estómago ardiendo... Pero la cabeza firme. ¡Siempre firme! La cabeza hace falta siempre porque hay que discurrir mucho. Como que esta vida no es un valle de lágrimas, sino un pantano de ideas en el que caemos de cabeza.

Ea, listos. Los restos para la plebe.

Sucedió lo que era lógico. Una indigestión.

Al anochecer Publicóla fué trasladado de la Casa de socorro al Hospital general, y no cesaba de decir entre desgarradores gritos:

—Dios me castiga por haber robado. ¡Si hubiese sido un rico!...

—¿Qué, hombre, qué?—dijo el enfermero.

—No le hubiera pasado nada, porque estarla hecho á ello. Pero yo... es la primera vez que como estas cosas.

El comité obrero de la sociedad Los Tumbones envió una comisión de su seno para recoger el último suspiro de Publicóla. Y así fué.

Este, antes de morir, se incorporó en el lecho, extendió sus manos, y dijo:

—«Creedme, compañeros; la cuestión social es sólo cuestión de estómago. Hé dicho.»

Los gansos políticos

Y lo que me ocurrió le ocurre fácilmente á cualquiera. La madre de mi mujer, ó sea mi suegra (aunque me parece imposible que una suegra pueda ser madre), había condensado sus quejas en un discurso que me repetía todas las mañanas al salir yo de mi casa, y al que aludía con reticencias insoportables todas las noches mientras comíamos en familia ese guiso insípido que se llama el puchero, y que es causa ó efecto de nuestras desventuras nacionales.

Nunca serás nada. Ramírez cuando pretendía á la niña era pasante con Montero Ríos, y ahora es presidente de la Audiencia de Chamartín de la Rosa. Tú mismo dices que César Petit estaba en palotes cuando tú escribías en quinta, y ahora échale un galgo. ¡Todos, todos han hecho fortuna, y en cambio en esta casa no se ve una peseta! Más valdría que la niña se hubiese casado con Pepito Serrín. Sí, señor, sí; no me mire Y. atravesado porque yo también tengo mi genio. Pepito era oficial entonces y ganaba tres pesetas, y ahora ha dejado la carrera de carpintero y ha tomado el oficio de concejal, y le va bien, pero muy bien, y lleva un brillante aquí, salva sea la parte, que le valdrá cien duros en el Monte, si lo lleva, que no lo llevará.

Y mira á éste, que es tu hermano, aunque lo sea de mi hija, que no hace carrera porque no tiene quien le empuje. Y así estamos todos, pero no es por mi culpa, porque yo ya le dije á ésta que los escritores estaban perdidos si no se metían en la política. Y ésta si hizo lo que hizo fué porque rabiaba por casarse, y ahora bien le pesa.

—¡Doña Dulce!

—Ya sé que diré algo gordo, pero... y finalmente, me callo, porque si fuese una á... ya hemos concluído.

—Mamá tiene razón.

—Contigo no hablo.

—Conmigo no quieres hablar porque soy varón, pero á mamá le faltas porque es una señora.

—Frasquito, cállate, y deja á Silverio y á mamá que se arreglen.

—Eso: tú defiendes á tu marido porque estás empedernida por él, pero no debías consentir que faltasen á mamá.

—Esa no me tiene ley: ha salido á su padre, que en paz descanse. Bien se conoce que tú fuiste el segundo.

—Buenas noches.

Y después de despedirme, cogía la capa y el sombrero y me iba al Bazar X á contemplar las cosas que compraré cuando tenga muchas pesetas.

A ustedes les parecerá mal que yo consintiese tales licencias á mi suegra y á mi cuñado, pero ustedes harían lo mismito que hacía yo. Reunía cada mes cien pesetas escasas de ganancia; conque á no ser porque mi suegra pagaba el cuarto y nos ayudaba en otras cosas, no sé qué hubiera sido de mi. Además, Lolita no quería separarse de su madre, y yo me alegro, porque no me convenía que estuviese sola, es decir, que no estuviese sola.

En resumen; cuando se casen ustedes ya se les bajarán los humos, porque el cocido hace perder el carácter... al hombre. En cambio la esposa, puesta en remojo, crece como los garbanzos.

Y la mejor prueba de mi debilidad es que, harto de oir á mi suegra, me propuse obedecerla, y sucedió lo que van ustedes á leer.

El problema era meterse en la política y lograr alta influencia. Después fácilmente se llega á ministro, y esta era la meta de mis aspiraciones caseras, porque mi suegra quería tener un cochero con galón dorado y que la saludasen los guardias de Orden público, mi esposa deseaba comer en palacio y dormir adornada con la banda de María Luisa, y mi cuñado soñaba con ser inspector de policía para entrar como autoridad en los teatros y otros sitios públicos.

Cuando ya declaré que estaba dispuesto á todo, ideó mi suegra el plan.

Aprovechando la proximidad del 20 de Junio, día de mi santo, convinimos en dar un almuerzo con carácter político, y lo primero de que nos ocupamos fué de las invitaciones. Debían ser pocas, pero buenas. Y después de dos horas dedicadas á añadir y eliminar, saqué en limpio esta lista:


Republicanos

D. Manuel Ruiz Zorrilla.
D. Nicolás Salmerón.
D. Francisco Pí.


Monárquicos conservadores

P. Antonio Cánovas del Castillo.
D. Alejandro Pidal.
D. Francisco Silvela.


Monárquicos fusionistas

D. Práxedes Mateo Sagasta.


Conjurados

D. Francisco Romero Robledo.
D. Cristino Martos.
Señor General Cassola.
D. Germán Gamazo.


Ambiguos

D. Emilio Castelar.


No se invitó á ningún individuo de la mayoría para evitar que la reunión terminase como el Rosario de la Aurora..

Mi familia se ruborizaba pensando que tan ilustres personajes comerían en nuestra casa, y mi suegra propuso un medio para que los invitados aceptasen el convite; el sistema consistía en asegurar á cada uno que acudirían los restantes.

Escribió las cartas mi cuñado, porque así, aunque no tuviesen ortografía, no tendrían tampoco la prescrita últimamente por la Academia con razón ó sin ninguna.

El portero-sastre, ó sastre-portero de nuestra casa (Costanilla de los Desamparados, 105, 3.° centro derecha, escalera interna) se vistió el traje de Corpus y Dos de Mayo, y repartió las invitaciones.

D. Nicolás Salmerón contestó enseguida diciendo:

«No sé dónde está el pueblo, pero donde esté estoy yo. Y no sé dónde está. Quiero ir á comer con V., pero no quiero. Es decir, yo quiero, pero mi voluntad no quiere. Y en este estado de fatalismo psicológico no se hace concreta la volición, y...»

—Total: que no viene, dijo mi suegra.

—No viene, no.

—Y para eso tanta conversación. Me alegro, porque creo que ese señor, en todos los lados donde ha comido, no ha tomado más que polvos de bicarbonato.

—Pues yo lo siento, porque es un gran hombre.

—Cualquier domador tiene más mérito, porque cuando coge un león lo domestica.

—A latigazos.

—Peor es dejarse morder.

D. Francisco Pí me envió una carta finísima y escrita en el más puro castellano. Hé aquí su párrafo más importante:

«Y como rechazo desde luego el principio de soberanía que dejo citado, no asistiré al banquete sino en el caso de que los presupuestos comensales pactásemos que nos convenía comer en su casa de V.»

Yo sentí muchísimo esta negativa: primero, porque el Sr. Pí me merece por su talento un respeto extraordinario, y segundo, porque deseaba ver al apóstol de la federación introduciendo en su estómago salmón y pollo sin que los dos animalitos hubiesen convenido en reunirse.

El Sr. Silvela estaba en Málaga hablando á los andaluces para que le oyesen los castellanos.

Los demás invitados aceptaron el convite.

Si alguna vez se han visto ustedes en el caso en que yo me ví, comprenderán las molestias que proporcionan los preparativos de un almuerzo en que los convidados pueden ser muy exigentes precisamente porque no pagan.

Encargamos el servicio á Lhardy porque en casa sólo había tres vasos y cinco servilletas. Además, mi esposa no podía guisar porque estaba en meses mayores, y á mi suegra se le mete en la garganta el humo del aceite.

Por fin, llegó el 20 de Junio, y á las cinco de la mañana ya estábamos de punta en blanco. Mi suegra con una falda cogida por delante, una chaquetilla de raso con la delantera lisa y una capota con plumas de todas las aves que se mataron en nuestra casa cuando matábamos hasta el hambre. Mi hermano político con un pantalón cuadriculado, un chaleco con las solapas recogidas hacia adentro para que resultase más descotado y un chaquet de tricot satinado y reluciente; mi esposa con su traje de boda, tan escaso por delante que los tobillos de mi mujer parecían asistir á una vista pública; mantilla blanca, un pañuelo en la mano derecha y un bolsillo colgando de la muñeca izquierda; y yo con un pantalón negro, cuyos deterioros en la parte posterior ocultaba la levita que mantuve desabrochada para mostrar á mis contertulios la brillante pechera de mi camisa y la botonadura hecha con unos pendientes de mi mamá política.

A las siete de la mañana estábamos aburridos y revelando con nuestros bostezos la mala noche que habíamos pasado.

A las ocho sonó la campanilla de la puerta de entrada, y Frasquito dijo:

—Ese es el maestre de hotel de en casa de Lhardy.

—Y ¿dónde se pone la mesa?

—Pero, abrid antes.

Abrió mi esposa, y volvió al gabinete gritando: ¡D. Manuel Ruiz Zorrilla!

—¡Cáspita! dije yo. ¿Será posible?

Y lo era, porque D. Manuel estaba en la sala con el sombrero en la mano.

Aquel señor me fué muy simpático. Yo esperaba encontrarme con un sans culotte ó sin culero, como dice mi suegra, y me hallé con un caballero bien portado, de rostro bondadoso y exquisita cortesía.

—Beso á V. su mano, Sr. D. Manuel.

—Servidor de V. ¿Es V. el Sr. Lanza?

—Muy señor mío, digo, sí, señor; pero tome usted asiento.

Y empezamos á charlar.

Primeramente disipé los recelos de D. Manuel, que temía caer en una emboscada, y después hablamos de política.

—Yo soy partidario de que todos los hombres sean honrados.

—Bravo, bravo; repetía yo, transformado súbitamente en progresista con vistas republicanas.

—Sobre todo, la moralidad de la magistratura.

—Eso, eso.

—Y la de los empleados.

—Ahí le duele.

—Me han abandonado mis antiguos amigos.

—Ingratos.

—Pero tengo el país.

—Buen periódico.

—Me refiero á la nación.

—Usted perdone.

—No he perdido las esperanzas.

—Ni yo tampoco.

—Y seré una protesta viva.

—Sí, señor; vivita y coleando.

—Y coleando, porque haré la revolución.

—Y ¿para qué?

—Para implantar mi sistema.

—¿Cuál?

—Muchas economías y mucha moralidad.

—¿Y para eso hace falta una revolución?

Al llegar á este punto sonó la campanilla, y yo, con permiso de D. Manuel abrí la puerta.

En el descansillo de la escalera estaba un caballero, con aspecto de anciano bien conservado, ó de joven encanecido. Nunca había visto una figura tan atractiva. Reflejaba su cariñosa mirada el convencimiento de la propia superioridad adquirida por quien no cree posible que nadie se atreva á ofenderle. Imponía respeto y producía cariño aquel hombre, cuyo traje y cuyos movimientos constituyen parte de esa característica que diferencia al aristócrata por nacimiento y educación del aristócrata por real decreto.

—¿El Sr. D. Silverio Lanza?

—Servidor de V.

—Desearía hablar con V. algunas palabras.

—Hágame V. el honor de pasar.

Pero apenas entró en la sala se levantó don Manuel enfurecido y gritándole:

—¿Ya está V. aquí?

—Sí, señor. Debía Y. sospecharlo.

—Es que yo me vuelvo enseguida á París.

—Y yo me volveré á Venecia.

—¡Cáspita! me dije. ¡Es D. Carlos!

—Y he venido aceptando una invitación.

—Y no no he sido invitado, pero cumpliendo mi palabra he pasado la frontera al mismo tiempo que V.

—Eso prueba que V. me espía.

—Le vigilo: esta es la palabra.

—Pues ya sabe V. que no he venido á hacer la revolución.

—Pues me marcharé sin hacer la guerra civil.

—Permítanme Vds., señores. Yo no he invitado á su alteza.

—No le dé V. tratamiento, porque no lo tiene.

—Pues, bien; ciudadano Manuel.

—Eso, no. Ruego A Y. que delante de mi trate al Sr. Ruiz Zorrilla con el respeto que se merece.

—Finalmente, señores, yo no había invitado á D. Carlos porque no me acordaba de él; pero va que ha venido espero que se siente en nuestra mesa.

—Gracias, y acepto.

—Yo soy el agradecido. Ahora espero que no me den Vds un disgusto.

Y los dos perturbadores se quedaron en la sala discutiendo acaloradamente, mientras nosotros, reunidos en la cocina, temblábamos por las graves consecuencias que podría producir aquel encuentro.

A las diez dormía mi suegra sobre la artesa, roncaba mi cuñado echado de bruces sobre el fogón y daba cabezadas mi esposa sentada sobre el tajo. A las doce pusieron la mesa los dependientes de Lhardy, y á la una vinieron los comensales reunidos anteriormente en el salón de conferencias.

Después de las mutuas presentaciones, durante las cuales nadie se ocupó de mí, nos sentamos á la mesa excusando yo á mi familia por hallarse ausente. Lo cierto era que á mi suegra se le había deshecho el peinado y se le habían chafado las plumas de la capota: mi esposa había tenido que aflojarse el corsé y mi cuñado trataba de quitar con vencina una extensa mancha de aceite adquirida en el fogón.

El almuerzo empezó con mucha ceremonia. Todos se miraban á hurtadillas y cruzaban entre sí las frases hechas para el caso.

El Sr. Castelar ocupaba la cabecera, y yo, enfrente de él, me convencía de que la elocuencia está en razón directa de la alimentación. Iba el gran tribuno dando fin á una concha que estuvo llena de cangrejos, cuando D. Antonio le dijo:

—¿Qué gusto le saca V. á comerse esa canalla colorada?

—La costumbre.

—Por eso tiene afición á andar hacia atrás, interrumpió D. Manuel.

—El cangrejo no marcha así, advirtió el señor Pidal.

—Pues lo parece, repuso D. Manuel. Y esto es lo importante.

—Envidio su estómago á Castelar.

—Pues V., D. Cristino, nunca está sin apetito.

—Pero yo no como esas bagatelas. Yo estoy por las entradas.

—Y yo por los postres, añadió Sagasta.

—Es natural, contestó Romero Robledo; usted ya se ha comido todos sus principios.

Yo me dispuse á hablar, pero me interrumpió Cánovas diciendo:

—Cállese V. porque aún los galos no han pretendido apoderarse del Capitolio.

Todos los concurrentes, incluso el general Cassola, soltaron una carcajada, y yo también me sonreí aunque me quedé sin entender el chiste.

Ya iba animándose la conversación, cuando llamaron á la puerta, y el mozo nos dijo que un caballero deseaba ver al Sr. Ruiz Zorrilla.

Figúrense Vds nuestra consternación. No cabía duda de que el sugeto que aguardaba era un agente de policía. D. Antonio invitó á don Manuel á que se declarase monárquico, pero D. Manuel rechazó indignado la proposición. Be convino en que Sagasta, usando de su sistema atractivo, echase medias suelas al asunto, y ya iba á dar órdenes el Sr. D. Práxedes, cuando volvió el criado á decirnos que la escalera y la calle estaban llenas de gente cuyo propósito era exclusivamente saludar al ilustre emigrado.

Efectivamente, ya empezaron los vivas, y D. Manuel declaró que se debía al pueblo, y que, por consigniente, se marchaba. Nosotros, asomados á la ventana, contemplábamos la entusiasta manifestación. Ninguno de los amotinados llevaba camisa limpia, y se notaba la ausencia de todos los republicanos ilustrados.

—¿Qué va á pasar aquí? decía Pidal, que pugnaba por sacar de su bolsillo un ejemplar del Concordato.

—¡Viva Zorrilla! ¡Viva la libertad! gritó la plebe.

Y una desafinada murga empezó á tocar el himno de Riego.

Dos hercúleos gañanes levantaron en alto al patricio, y el haraposo cortejo marchó voceando hasta la esquina de la calle. Allí entráronse todos en un café flamenco, y la murga quedó á la puerta repitiendo su ta ta ta ta tachín, que sonaba como marcha fúnebre en la ya desierta calle.

—De ahí no salen, dijo Cánovas, hasta que no se acabe el vino.

Y añadió Sagasta:

—Ese D. Manuel podía estar con nosotros haciendo algo útil...

Decayó la conversación y continuó el almuerzo, pero al poco rato se levantó D. Carlos bruscamente, me llamó aparte y me dijo:

—Usted comprenderá que yo no debo permanecer aquí.

—¿Por qué no?

—Nadie me dirige la palabra y estoy haciendo un mal papel.

—Pero eso no lo harán intencionadamente.

—Creo que sí.

—No, señor: lo que hay es que no saben qué decirle á V.

—Pues yo...

—Usted, señor mío, no sintetiza nada. Ni quiere V. ser el rey de los conventos, ni el rey de los cuarteles, ni el rey de la canalla. Decídase V. por algo y tendrá V. amigos y enemigos. Ahora sólo preocupa V. á los republicanos.

—Hemos concluido, Sr. Lanza.

—A las órdenes de V.

Y se marchó.

Cuando volví á la mesa dormía el Sr. Sagasta con la servilleta prendida á la solapa del frac, y D. Antonio se esforzaba en convencer á don Emilio de que debía aceptar la Presidencia del Congreso.

—Oiga V. con paciencia. Cuando yo sea poder...

—Repare V. que le escucha el actual Presidente.

—No haga V. caso. Sagasta, en cuanto come un poco se queda dormido y no despierta hasta que no han quitado el mantel. Así que siempre se despierta con apetito y mal humorado.

No se rían ustedes y sigo adelante.

En cuanto yo sea poder hago una crisis y se queda Cassola de Presidente, Gamazo en Fomento, Martos en Gracia y Justicia.

—¿Y Romero?

—Donde haga falla. A los valientes sólo se les designa los puestos de peligro.

Ahora necesito que Y. acepte la presidencia del Congreso.

—Eso no es posible.

—Lo será tarde ó temprano. Y yo quiero ser su padrino de V. cuando V. entre en nuestra iglesia.

—Si lo oye Sagasta...

—No se preocupe V., D. Emilio, que si no ronca es porque en la mesa no le gusta hacer ruido.

Y yo, entretanto, sentado en un rincón, escuchaba á mis contertulios y á mi suegra que no cesaba de toser como indicándome que no

Y después de tomar café se marcharon aquellos señores sin decirme «ahí te quedas.» Fui á acompañarles hasta el descansillo, y cuando volví á la sala estaba D. Práxedes poniéndose el gabán tranquilamente.

Me quedé asombrado.

—Señor Presidente, ¿ha oído V. E. la conversación?

—Si, hijo; pero yo me hago el dormido para no tener que contestar.

Y levantando el cuello de pieles se fué sonriendo como si le dieran con la badila en los nudillos.


Al siguiente día se presentó un escribano á embargarnos, es decir, á embargar nuestros muebles.

Tenia la culpa el fondista, advertido de que no podíamos pagar la cuenta.

Afortunadamente no opinó el juez que el delito fuese estafa, porque de lo contrario doy con mi familia en la cárcel.

Viéndonos perdidos, escribí por indicación de mi suegra á todos mis camaradas de la víspera.

Los monárquicos me contestaron que nada tenían que ver con un amigo de Ruiz Zorrilla, y este señor me contestó que se lo contase á don Carlos.

D. Francisco Romero Robledo me envió un billete de mil pesetas, y la credencial del modesto destino que disfruto. Con ambas cosas venía esta nota.

«Yo nunca olvido á quien me recuerda. Pague V. la cuenta y viva decentemente, pero no se baga Y. hombre político, porque, como le dijo el Sr. Cánovas: «Aún no quieren los galos entrar en el Capitolio.»

Mi familia no ha comprendido este final, pero yo sí, y se lo repito á aquellos de mis lectores á quienes les interese.

Virgen y mártir

Hay días en los cuales es el diablo quien toca la diana.

Por la mañana supimos que el Secretario de la Guerra había enviado una carta particular al Jefe de Circunscripción, en la que decía, entre otras cosas:

«El emperador ha resuelto pasar por esa. Es necesario que antes de su visita se haya terminado todo lo pendiente. Ese Consejo de Guerra no hace nada.»

Todos guardamos la rabia en el fondo del corazón y asomamos una sonrisa á nuestros labios.

A la hora del almuerzo brindamos por el sepulcro, y Octavio improvisó un soneto en el cual se despedía de su cabeza, que regalaba al general conquistador, á quien llamaba Anibal Coneme.

Sin embargo, nuestra alegría duró poco. A las dos de la tarde aún no había llegado Elena. Esto produjo la primera manifestación de tristeza. A las tres vinieron á mi cuarto el jefe Guerra y el subalterno Cebrián. Este último adoraba á Elena y había prometido formalmente casarse con ella en cuanto se viese libre. Los dos me comunicaron la alarma general. Yo recapacité largo rato y después salí á la galería del patio grande. Allí se estaban paseando el capitán de guardia y Moreno, el único médico que había en el Hospital, por parecer todos sospechosos á su eminencia. Yo estaba de uniforme, el capitán me saludó militarmente, y luego pareció avergonzarse de tal acción; le ofrecí un cigarro, y él, después de encenderlo, me dejó con el médico despidiéndose cortesmente. Parece ser que el tal oficial era persona dignísima, con un solo error: creer firmemente que la disciplina militar es un bozal montado en una serreta.

Moreno empezó á hablarme con los dedos, mientras con la boca me decía cosas indiferentes. Había adquirido esta costumbre haciendo el amor á la célebre condesa de... cuyo marido era muy celoso.

Moreno y yo conversamos de esta manera, y después pasé por la habitación donde estaban reunidos mis camaradas: llamé al sargento Buitrago y los dos entramos en mi alojamiento.

—¿Qué hay, D. Silverio?

—Tu hija está presa.

—¡Cómo!

—No te extrañe. Un día ú otro había de suceder. Tú también estás al socaire por sospechoso, y tu mujer está en El Fóculo: Elena debía seguir la suerte de sus padres.

—Pero es que quieren que hagamos una barbaridad. Pues yo por mi parte...

—A tí te pegarán cuatro tiros lo mismo que á mí y lo mismo que á todos.

—Pero esa niña...

—Esa es necesario salvarla.

—¿Dónde está?

—Moreno la ha matado. Es decir, parece que está muerta.

—Pero ¿de veras no ha muerto?

—Está en un cuarto al lado del retén.

—¡Por la Virgen de la Caridad!

—Escucha, si quieres. Cuando venga el médico propondré yo que entre todos costeemos la caja y el entierro. Recaudaremos hasta seis duros y se los daremos á Moreno. A poco rato bajaremos reunidos á ver á Elena. Tú lloras cuanto te sea posible y gritas delante del cadáver: «¡Ay! hija mía, pronto estarás con tu madre. Quiera Dios que yo vaya enseguida á buscaros.» Después de nuestra visita sabrá el Capitán general que estamos alborotados con motivo de la muerte de Elena y dispondrá que se entierre el cadáver antes que sea de día.

—Pero yo no puedo...

—Tú haces tu papel bien hecho, ó sino pierdes á tu hija.

Buitrago salió de mi habitación tartamudeando y tambaleándose como un beodo.


No puedo resistir la emoción que me produce el recuerdo de estos hechos. Así, pues, voy al final sin detenerme en detalles.

Aquella noche me acompañaba en mi cuarto el sargento Buitrago. Habíamos apagado la luz; estábamos en silencio y fingíamos dormir. La puerta estaba entornada. A las tres, próximamente, oímos algún ruido en la planta baja del Hospital. Casi enseguida sentimos los pasos de alguno que subía la escalera. Estos pasos continuaron por la galería y llegaron á la puerta de nuestra habitación. Comprendimos que álguien entraba.

—¿Quién va? dije yo.

No me contestaron, pero se sentía una respiración fatigosísima y ese castañeteo de dientes que produce el frío.

Me levanté de la cama y encendí luz. Buitrago se puso de pie al propio tiempo.

Al lado de la puerta estaba Cebrián, caído sobre la pared, restregándose fuertemente los ojos con las manos.

Yo le pregunté qué quería, pero no me contestó. Le di una palmada en el hombro y entonces se incorporó y vino hacia mí con los ojos extraordinariamente abiertos, ocultando tras de la espalda sus puños contraídos, y avanzando su cabeza y sus labios como si fuese á escupirme ó á besarme. Yo di un paso hacia atrás. Buitrago, á quien el subalterno no era simpático, cogió una silla con ademán de amenaza. En aquel momento, el capitán de guardia y algunos soldados entraron en la habitación. Cogieron á Cebrián y se marcharon cerrando la puerta. Luégo oímos la voz del capitán, que decía: «Sargento, ponga V. un vigigilante en este corredor. Que haga fuego al preso que intente salir de su cuarto.»

¡Horrible noche aquella!

A las nueve de la mañana siguiente no pude contener mi ansiedad. Encargué á Buitrago que no se moviese de mi alojamiento, y abriendo la puerta salí á la galería; no había nadie. Me animé y bajé por la escalerita al depósito donde habían puesto á Elena la tarde anterior. Llegué y ví á un mismo tiempo al capitán de guardia y á la muerta que aún seguía en la caja.

—Buenos días.

—Buenos...

—Pase V., si gusta.

Me serené, y repuse:

—¿No la entierran?

—Si, señor; dentro de un rato.

—¡Ah!

—Pero ahora está muerta de veras.

Me quedé espantado.

—Si, señor. Anoche, aprovechando un descuido, entró Cebrián y la dió un beso. La muchacha gritó y Cebrián echó á correr.

—¡Dios mío! ¿Qué dice V.?

—Lo cierto. Cebrián se ha vuelto loco y Moreno está preso.

—Pero ¿y...

—Fué trasladada á un cuarto seguro y allí se suicidó dándose un golpe en la nuca. Mire usted el vendaje.

Yo rompí á llorar y me acerqué al cadáver, cogí una de sus manos y la besé, pero, al soltarla, vi que sus uñas estaban llenas de sangre; reparé luégo que su cara estaba arañada y amoratadas sus muñecas. Entonces fui hacia el capitán gritándole:

—Es Y. un asesino cobarde.

—Mi coronel, dijo en voz baja, ningún soldado mata á traición. Eso es obra de un polizonte. Yo me debo callar y me callo.


Buitrago quedó persuadido de que Elena había muerto la tarde anterior y de que nuestro supuesto complot no tenía más objeto que prepararle para convencerse de su desgracia.

Algún tiempo después me dijo en el Fóculo donde estábamos emigrados:

—Si V. me hubiera dicho la verdad hago un desatino.

—¡Locura! ¿Para qué sirven las vírgenes que conspiran y no se prostituyen?

R. I. P.

I

Pero un día se le ocurrió al emperador que las islas Apológicas serían una posición de importancia en medio de los mares, y con su extraordinaria terquedad trabajó sin desaliento hasta conseguir que el transporte Rey del mar llevase á las islas todo el personal necesario para constituir rápidamente una colonia digna del imperio.

Todos mis lectores recordarán que el barco se perdió á los 93 grados de latitud Norte y 415 de longitud oriental ¿Por qué se perdió? No se sabe. Un juanete que no se pudo aferrar, una vía en la obra viva... algo que fué suficiente para producir la catástrofe.

Se salvaron algunos niños y mujeres y algunos colonizadores, que fueron recogidos por el vapor The Sea. El resto de los pasajeros y toda la tripulación perecieron ahogados.

Vertamos una lágrima, si á Vds les parece bien, y sigamos adelante.

En los terribles momentos del naufragio, que tan admirablemente describen los novelistas que nunca han navegado, cuatro hombres se apoderaron de un bote, y á fuerza de remo se alejaron del peligro. Con los hombres iba un perro. Ya lo habrían Vds presumido, porque en las novelas y en la vida real, siempre que el hombre está en peligro hay un perro que le salve.

Ya he dicho, no sé dónde, que el mundo sería feliz si los hombres fuesen como los niños y las mujeres como los perros.

Cuando los náufragos se vieron libres del inmediato riesgo de ahogarse, comprendieron que si no estaban completamente salvados tampoco estaban totalmente perdidos. Razonamiento que se hace enseguida.

—Bendigamos á Dios Todopoderoso.

—Bendito y alabado sea su santo nombre.

—Esto ha sido una agresión con la agravante de que hemos sido sorprendidos.

—Abríguense Vds el cuello.

—Doctor, déjese V. de consejos en estos instantes.

—Pues, hijos, es lo único que puedo dar.

—Oremos á aquél á quien se lo debemos todo.

—Yo opino que después podemos rezar. Ahora debemos buscar tierra.

—El puerto de salvación está en el cielo.

—Pater, no empiece V. con sus misticismos, porque si V. pensaba eso no sé por qué se ha metido V. en el bote con tanta prisa.

—Yo digo lo que debo decir, y V. dejará de ser libre-pensador en estos momentos de angustia.

—Ni yo soy libre-pensador, ni V. dice lo que siente. Ahora el problema es llegar á tierra.

—¿Qué opina V., padre Bernardo?

—El doctor tiene razón.

—Ha perdido V. el recurso.

—Señores, esta discusión es inútil. El doctor tiene razón. Ahora lo que urge es llegar á tierra.

—Y ¿dónde está la tierra?

—Por la posición del sol estamos mirando al Sur, por consiguiente la tierra está al Este, ó sea á mi izquierda. Si bogamos con constancia antes de dos horas la veremos perfectamente.

—Pues, vamos allá, dijo el doctor.

Y el médico y el fraile armaron los remos con grande diligencia, y se pusieron á remar como si otra cosa no hubiesen hecho en toda su vida.

El padre cura, sentado á proa, empezó á rezar el rosario, valiéndose para contar las Ave Marías de las monedas que llevaba en el bolsillo.

El juez, á popa, miraba hacia el sitio donde se había hundido el Rey del Mar calculando el procedimiento más largo y más seguro para procesar al capitán del transporte y condenarle á la pena capital sin discrepar en lo más mínimo de lo que previenen todos los artículos de todas las leyes.

El perro acurrucado debajo de una bancada dormía tranquilamente convencido de que no era necesario.

II

A la mañana siguiente los náufragos llegaron á tierra, sin que el cura y el juez hubiesen cogido los remos, pretextando el primero la urgencia y eficacia de sus oraciones, y abstraído el segundo en el profundo análisis de sí existe contradicción en el espíritu de la ley que informa el artículo 347.215 de la Ley de enjuiciamiento y el que informa el 19.433 del Código penal.

III

Y ya saben Vds quiénes eran los náufragos.

El padre Bernardo, fraile ilustradísimo, encargado de la dirección científica de los trabajos agrícolas é industriales de la colonia. Hombre piadoso y virtuosísimo. Todo lo bueno que puede ser un fraile.

César Avieso, letrado del Tribunal de Casación en Granburgo. Sugeto de conducta intachable, extraordinariamente erudito como criminalista, pero atacado de la monomanía persecutiva, soñando continuamente en aplicar el Código á todos los seres de los tres reinos, y que se había hecho antipático á la magistratura de la corte, marchando con la colonia más bien desterrado que ascendido.

Benigno Anodino, el sabio más popular en todo el imperio. Hombre de extraordinario talento, tan entusiasta de la verdad, que en todo sospechaba hallar mentira. Un sabio que al partir de Granburgo dejó desconsolados á sus aristocráticos clientes del arrabal de Antruejo.

Y un señor cura, cuyo nombre no ha llegado á ser conocido, uno de los diez enviados con la colonia para las ceremonias del culto y organización de despachos parroquiales. Un infeliz dedicado á llamar continuamente la atención ajena hacia Dios, creyendo que de este modo todas las atenciones se fijaban en su persona. Sin más instrucción que la suficiente para comprender las advertencias del sacristán. Lleno de ridículo orgullo, porque creía que basta mover mucho el rosario para llegar á obispo, sin calcular que ningún ignorante llega á arcipreste. Un mal sugeto que deshonraba las blancas vestiduras de los sacerdotes del imperio, vestiduras que si en el alto clero suponen ilustración, rara vez suponen en el clero bajo la mansedumbre que debe ser característica del sacerdote. Todo lo malo que puede ser un cura.

IV

Y el juez siguió con sus lucubraciones y el cura con sus rezos mientras el padre Bernardo y D. Benigno armaban una choza, encendían fuego y hacían más agradable la vida empleando su actividad y su inteligencia.

Desgraciadamente, el islote no producía nada, y á los tres días de estar en él los cuatro náufragos eran casi cadáveres.

Entonces el doctor abrió discusión:

—Señores, estamos en un sitio donde seguramente hemos de ser recogidos, porque todos los barcos que van á las tierras del Norte siguen igual rumbo en cuanto pasan del paralelo de los 90 grados. Hemos tenido la mala suerte de que hasta ahora no haya cruzado ninguno, pero seguramente mañana ó al siguiente día estaremos salvados. Ahora bien, ¿llegaremos con vida hasta mañana? Yo creo que no. Me basta ver á ustedes para comprender como estaré yo mismo. Hasta al pobre Cuco, mi querido perro, le considero desahuciado. Necesitamos alimento, y... finalmente, creo que uno de nosotros debe servir de alimento á los demás.

—¡Horror!

—No se asuste V., padre Bernardo, esto lo tenia yo previsto.

—Oremos á Dios para que nos ilumine.

—Lo que V. debe pedir, padre cura, es que no le lo que á V. ser la victima.

—Advierto á Vds., dijo el juez, que se hará lo que acordemos, pero me reservo el derecho de proceder contra nosotros por homicidio.

—Por mí proceda V. desde ahora, dijo el doctor.

—Yo creo que aún podemos aguardar un día.

—No, padre Bernardo; si esta tarde no comemos carne, nos moriremos á media noche.

—Basta, repuso el juez. Están demostradas la necesidad y la utilidad, y creo que debemos proveer. Resta solamente designar la víctima.

—A la suerte.

—Nada de eso, doctor. Justificado el acto que vamos á cometer por el hambre que tenemos, hay que justificar también la elección de persona. Por mi parte declaro que V., señor doctor, no nos dará tan buen asado como el señor cura.

—Miserable, contestó éste. Eso es decir que prefiere V. que yo sea el muerto; pues antes le mato yo á V.

—Señores, repito que la suerte decidirá. ¿Qué opina Y., padre Bernardo?

—Yo me ofrezco á ser la víctima; creo que soy el más inútil, y, además, la única satisfacción que ambicionaba en este mundo la acabo de lograr. He visto reñir á un juez y á un párroco. Nosotros los frailes, los de mi orden y los de todas las comunidades religiosas vivimos del trabajo y de la humildad. Educamos á los niños, cuidamos á los enfermos, cultivamos la tierra, y nos afanamos en conocer la ciencia de tal modo que cuando no la creamos al menos la enriquecemos.

No estamos en Granburgo donde hay que enmudecer ante la constante farsa social. Allí callaba para no mentir ni decir la verdad. Aquí digo que los mayores enemigos del fraile son el juez, que goza hoy de los privilegios que fueron nuestros, y el cura ignorante é hipócrita que va quitando á los creyentes el alto respeto que merece la tonsura.

—Bien, bien, padre Bernardo. Ahora entro yo. Declaro que los dos grandes enemigos del médico son el juez y el cura. No me refiero al magistrado ni al obispo porque el ser ilustrado é inteligente es digno de respeto.

El juez y el cura son lo mismo que un gañán que visitase enfermos sin más ciencia que un formulario metido en el bolsillo, aplicado con la ayuda de un escribano ó un sacristán.

El juez me quita los locos para curarlos dándoles garrote, llena los hospitales con los presos que salieron de la cárcel ó del litigio enfermos ó hambrientos; y si alguna vez me llama para que informe es exclusivamente para convertirme en instrumento de sus tenebrosos planes.

Me parece que el derecho á procesar y el derecho á sentenciar debían ser privilegio de la alta magistratura y no de cuatro ignorantuelos que... No sigo porque no tengo fuerzas. Y no hablo del padre cura porque me lo quisiera comer.

—Pido la palabra.

—Y yo.

—Silencio. Aquí no hay discusión. Lo que ha hablado el padre Bernardo y lo que he hablado yo han sido dos desahogos. Ahora la suerte decidirá.

V

Prepárense Yds., mis queridos lectores, y no se aflijan, porque esto que leen es un cuento.

La suerte designó al juez, y el doctor ejerció por primera vez funciones de carnicero.

El tostado cadáver fué comido por el médico y el cura. El paire Bernardo no quiso probar bocado, y el perro olió la carne, y haciendo con sus patas un movimiento que le era familiar, fuese á un rincón y echóse á dormir.

A las primeras horas de la madrugada murió el padre Bernardo, y al amanecer murieron intoxicados no sé de qué el doctor y el sacerdote.

Al mediodía el perro Cuco entraba á bordo del vapor The sea.

Bien decía aquel jefe de estación: «En todas las catástrofes creadas por las pasiones humanas sólo se salvan los animales.»


Publicado el 26 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 16 veces.