El Cuento de la Dinamita

Silverio Lanza


Cuento


—¡Un cuento, un cuento! ¡Que cuente un cuento!

—Voy á complaceros. Os contaré el cuento de la dinamita.

—Venga, venga.

—Pues, señor... Había un pueblo muy rico porque tenía muchas fábricas y se cuidaba el campo, y no había mohina porque había harina.

Y cátate que llega una familia de gitanos al pueblo y empiezan á decir la buenaventura y á curar con unas recetas muy extrañas y á echar maldiciones que se cumplían, y muchas cosas más.

Y los vecinos del pueblo empezaron á gastarse su dinero con los gitanos, y se cerraron las fábricas y se abandonó el campo, y los jornaleros tuvieron hambre.

—Como aquí.

—Si interrumpís no sigo.

—Silencio.

—Y los que pudieron se marcharon á otros pueblos, y se marchó el tio Colorao, y anduvo tierras y tierras, y en un lado se dejó la vergüenza y cogió la osadía, y en otro lado se dejó la razón y guardó un poco de mal instinto, y después de andar mucho se volvió otra vez al pueblo.

Y cuando volvió estaba todo peor que cuando se había ido. Nadie le daba trabajo ni él quería trabajar y explotaba á los pobres.

—Poco sería.

—Que te calles.

—Déjale, que voy á explicárselo. ¿Has visto la encina grande de Campo Redondo?

—Sí, señor.

—¿Tiene mucho fruto?

—Ya no lo da.

—Pero tendrá hojas.

—Muchas.

—¿Y cuando no las tenga?

—Pues, pa leña.

—¿Y cuando se queme la leña?

—Pues, ná.

—¿Y la ceniza?

—Es cierto.

—Todo sirve para algo. Y continúo.

Y como nadie se cuidaba de los pobres estos se hicieron a...

—¿Anarquistas?

—No, hijo; otra cosa muy distinta, aunque también empiece con a: se hicieron asesinos. Y mataron y robaron, porque Colorao los animaba. Y se acostumbraron al crimen, y fueron criminales por serlo.

Y un día se le ocurrió á Colorao volar todo el pueblo, y se fué al Camposanto, cogió una calavera y la tapó todos los agujeros, menos uno que tenemos hacia la nuca. Después entró en una tienda y compró dos libras de dinamita. El tendero le pidió dos reales y Colorao se los dio. Y nada más: que hizo un petardo terrible y lo colocó con una mecha encendida.

—¿Dónde?

—Tú dirás.

—En la cárcel.

—Quiá.

—En el fielato.

—Quiá. En el palacio del obispo.

—¡Qué mal cristiano!

—Pues, sí. Afortunadamente el señor obispo estaba en una gran comida, y, sobre todo, la mayor fortuna fué que no estalló el petardo, porque lo que tenia dentro era solamente polvo de carbón. La policía buscó á quien había hecho aquella hazaña, y cogieron á un pobre y lo llevaron á la cárcel y se declaró autor.

—¿Por qué?

—Para comer mientras estaba preso. Y le condenaron á cadena perpetua. Y el obispo pidió á las autoridades que le defendiesen, y ningún pobre podía visitar al obispo, y la miseria fué aumentando.

Pues, señor... había un pueblo muy rico, porque tenía muchas fábricas y se cuidaba el campo...

—Pero, ¿vuelve usted al principio?

—Si, hijos; este cuento se repite muchas veces hasta que se cambia una cosa.

—Ya lo sé.

—Di.

—Que no van gitanos al pueblo.

—¡Ojalá! pero no es eso.

—Que Colorao no se hace malo.

—¡Ojalá! pero tampoco es eso.

—Que la policía coge al verdadero autor.

—Que no condenan al preso.

—Tampoco.

—Que el obispo se hace amigo de los pobres.

—Nada de eso. Que Colorao aprende á hacer petardos, roba dinamita verdadera y vuela el pueblo.

—Lo suponía.

—Y ¿por qué no lo has dicho?

—Por si me pegaba usted.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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