El Secreto de la Confesión

Silverio Lanza


Cuento


Es mucho que tu perdones por el amor de un Dios que tanto te ha perdonado?

Fr. Luis de Granada.


Pobre de ti, que te exaltas
buscándome antipatías.
¡Qué victoria lograrías
si corrigieses tus faltas
y perdonases las mías
!

M. Matanza Romero.


El padre Añejo era un ángel y tenía fama de demonio. No es extraño; en cambio el padre Pío parecía una mosquita muerta y era un hipócrita cobarde, miserable y lujurioso.

Esto se explica fácilmente. En estos tiempos se van convenciendo los humanos de que pueden pasarse sin Dios con tal de que eludan las prescripciones del Código. Falta el respeto á la sabia justicia divina, falta el temor á la propia conciencia, y, desgraciadamente, se desbordan las pasiones humanas. Se busca el dinero como meta de todas las actividades, y el cura que más gana, más gasta y más adula, es el dechado de los sacerdotes para los modernos epicúreos.

Yo pienso de otra manera. La ciencia no podrá convencerme de que hay una madre más santa que la mia, una mujer más buena que mi esposa, un niño más bonito que mi Silverio, y una religión más amable que la cristiana. Estos amores míos me llevan á defender á mi madre, á mi esposa, á mi niño y á mi religión; y cuando recuerdo á un sacerdote tan bueno como el padre Añejo cojo la pluma con ánimo resuelto de no dejarla hasta dar noticia de tales virtudes, y recreándome en ello quisiera que el lector hallase igual encanto.


Cuando llegué con mi familia á Valerial, se hablaba continuamente en el pueblo de la villana conducta del padre Añejo. De los relatos se deducía que el tal sacerdote había sido mozo de cuenta. Figúrense ustedes si es posible villanía mayor que la de asesinar á su madre: pues esto hizo el padre Añejo. Verán ustedes cómo:

Una mañana apareció muerta en su cama la desgraciada doña Mercedes. Con ella vivían su hijo y una criada, y ésta llevaba dos días fuera de la casa.

Sólo se podía sospechar del hijo, ó sea del padre Añejo, pero la buena conducta de éste hacía imposible toda sospecha.

Discurrían el juez y el pueblo más que Merlín para averiguar quién sería el asesino de una señora tan virtuosísima, pero no había rastro, ni fractura de puertas, ni huellas de pisadas, ni manchas de sangre. Los médicos declararon que la señora estaba durmiendo cuando fue herida, que la puñalada le había atravesado el corazón, y que el arma debía ser un puñal corto, porque se notaba el golpe producido por el mango, de sección triangular, como la de un estoque, y de buen acero, porque había resbalado sobre una costilla sin doblarse ni perder su agudeza. Todos pusieron sus empeños en averiguar si había en el pueblo un arma así, pero nadie recordaba haberla visto. Se hicieron pesquisas en los pueblos inmediatos, y no se adelantó nada. El juez tuvo la franqueza de declarar que sus gestiones eran inútiles, y no quiso encerrar en la cárcel á ningún inocente. Se hizo la calma, pero juez y vecinos se dedicaron á espiar á todas las personas sospechosas. Entre estas estaba el cura Añejo, desde que el sacristán se dejó decir que aquel crimen sólo interesaba al heredero, que los votos se ven en la sacristía y frases análogas. Pero el cura seguía su habitual vida, cada vez más triste, según unos por la pena, y según los demás por el remordimiento.

Finalmente, una mañana no se levantó el padre Añejo á la hora que acostumbraba hacerlo. La criada llamó á la puerta de la alcoba y no tuvo contestación. A las ocho se convencieron de que la puerta estaba cerrada por dentro, y á las nueve mandó el juez derribar la puerta. El cura yacía sobre su lecho con el corazón atravesado por un puñal corto, de buen acero y de sección triangular, el mismo que había matado á doña Mercedes.

La opinión unánime fue que se debía arrastrar y quemar el cadáver del cura, pero el juez tuvo opinión propia y acertada y se avisó al señor obispo; vinieron un ecónomo y las correspondientes exhoneraciones, y se enterró al padre Añejo fuera de las tapias del cementerio.

Cuando llegué con mi familia á Valerial se hablaba continuamente de la villanía de aquel sacerdote.

Yo callaba, porque no me gusta juzgar sin pruebas, y aunque el padre Añejo había dejado una carta para el juez, en la que decía: «No se culpe á nadie de mi muerte. Dejo mis bienes para los pobres», yo sospechaba sí madre é hijo habrían sido asesinados por el mismo criminal.

Mi pequeño, que es el demonio, bajó una mañana de la cámara una vaina corta, delgada y algo roída por los ratones. Aunque sea alarde de sagacidad, sospeché, en cuanto la vi, que aquella vaina correspondía al puñal autor de tantas desdichas. Subí al desván con mi hijo, y éste me enseñó que se había encaramado sobre la paja para pasar una cuerda sobre la parilera y hacer un columpio. Entonces se había caído la vaina y la recogió, porque le servía perfectamente para arrear al Mostachos. Miró si entre la ripia y la parilera había algún otro objeto, pero no hallé nada, y encargué el secreto á mi Silverio.

No pude ver al juez, porque estaba levantando un muerto en una aldea inmediata, y á la caída de la tarde me dirigí hacia Los Espinos para ver á dicha autoridad antes que entrase en el caserío.

Al salir del pueblo se me acercó el tío Pintado, dueño de la casa donde yo vivía y persona muy respetable. Me decidí á hacerle confidente de mi hallazgo, supuesto que él había de intervenir en el asunto, para orientar á la justicia. El tío Pintado cogió la vaina, la examinó cuidadosamente, echó mano al bolsillo, sacó un revolver, y me dijo:

—Ahora se usa esto.

Yo me sonreí y le contesté que tenia razón, pero me fijé en la cara de mi casero, y comprendí que se trataba de un drama.

—¿Y qué?

—Que usted no ha encontrado nada en el pajar.

—Yo, no.

—Pues está dicho.

Me dio tiempo y le retorcí la muñeca con que sujetaba el revólver. Este cayó al suelo, y el tío Pintado trató de desasirse. Le llevó detrás de la espalda la mano oprimida, le di un golpe en las piernas, y Pintado cayó al suelo. Cogí el revólver, apunté á la frente del miserable, y le dije;

—¿Conque usted es el asesino?

—Está usted equivocado, y esto es una infamia.

—Ya se la contará usted al señor juez, y explicará por qué la vaina estaba en el pajar.

—No es cuenta mía.

—¿Y por eso amenaza usted con el revólver?

—Ha sido una broma.

—Es usted muy bromista, pero dudo que el señor juez tolere á usted esas diversiones.

—Yo no tengo nada que hablar con el juez.

—Pues estará usted callado.

—Es que yo me levanto de aquí.

—No puede ser, porque antes le meto á usted dentro del cráneo todas las balas que tiene este revólver.

—¡Dios mio!

—Y me quedo muy tranquilo, porque estoy seguro de que usted es el asesino del padre Añejo.

—Se suicidó.

—Como usted va á suicidarse si se mueve.

—Prefiero que me mate usted.

—¿A qué lo prefiere?

—Déjeme usted libre.

—El juez le dejará.

—No tengo nada que ver con el juez.

—Yo si.

—Pues usted...

—Venga la vaina, me quedo con el revólver y puede usted marcharse.

—La vaina no.

—Estése usted quieto, porque de lo contrario le parto la cabeza.

—Pero yo, ¿qué he hecho?

—El juez lo averiguará.

—Yo no tengo que ver con el juez.

—Estése usted quieto.

—No me da la gana.

—Dé usted gracias á que tengo empeño en que se descubra la verdad, si no ya estaba usted con doña Mercedes y su hijo.

—Yo, no, con éllos no.

—Voy á coger la vaina y le dejo á usted aquí.

—Matéme usted, pero no me pierda.

—¡Hola! Parece que vamos á entendernos. Yo no quiero matarle ni perderle. Dígame usted la verdad, y listos.

—Yo la diré.

—Pero no me cuente usted patrañas, porque no estoy dispuesto á que usted se ría de mí, y en cuanto comprenda que usted me engaña, empiezo por perderle y acabo por matarle.

—Yo diré la verdad... á usted.

—Pues, vaya usted contando.

—Si no sé, Dios mío, si yo no he hecho nada.

—Usted mató á doña Mercedes.

—Sí, señor; creí hacerme rico, pero no encontré lo que buscaba.

—Y después mató usted al padre Añejo.

—Ese se suicidó.

—¡Qué casualidad!

—Sé lo juro á usted.

—¿Con el mismo puñal?

—Yo se lo di.

—¿Usted?

—Sí, señor; fui á confesarme, porque me remordía la conciencia.

—¿Usted tiene eso?

—Se me murieron mis dos hijas en tres meses, y eso es castigo de Dios.

—Es muy probable.

—Y por eso me fui á confesar.

—¿Y confesó usted todo al padre Añejo?

—Si, señor; le dije que había matado á su madre y le entregué el puñal para que se convenciese.

—¿Y qué hizó?

—Le pedí perdón, y me perdonó en nombre de Dios.

—¡Oh santidad sublime!

—Y después le dije que me perdonase en su nombre.

—Pero eso es horroroso...

—Sí, señor; pero me perdonó también.

—Y, ¿qué más? ¿qué más?

—Pues eso solamente.

—Pero ¿quién le mató?

—Él solamente, él.

—Está usted mintiendo.

—No, señor; estuvo encerrado toda la tarde en su habitación y no quiso comer ni cenar, y por la noche... ya sabe usted.

—Ya sé, ya sé.

Y en mi cerebro se amontonaban las ideas dando siempre la misma síntesis ó sea que el padre Añejo era un ángel. Imaginaba verle aterrado contemplando el fantasma de su madre que, según los labriegos, salía todas las noches por el pueblo pidiendo venganza. Le contemplaba satisfecho por haber cumplido el santo deber moral de todo sacerdote católico y le veía acongojado porque de sus manos hubiera salido ileso el miserable asesino de doña Mercedes.

Aquel ángel fué santo para perdonar y también para morir, remitiéndose á la infinita misericordia de Dios Todopoderoso.

Cuando volví de mis meditaciones había huido el tio Pintado y se acercaba el juez, guardé el revólver en mi bolsillo y me decidí á callar.

Pintado tenia el perdón de Dios y el padre Añejo tenía la condenación de los humanos; todo, por consiguiente, estaba en su sitio.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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