Guardias y Maestros

Silverio Lanza


Cuento


En un camino que parte de Valdepeñas y termina en Sierra Morena... Yo creo que para ser morena es preciso tener algo más que el cutis de color obscuro y los ojos negros. Hay hermosas que parecen morenas y no lo son, y también hay rubias que son decididamente morenas. Se me figura que, aún explicándome mal, me hago entender. Las morenas verdaderas están tostadas exteriormente por un fuego interno que se manifiesta en sueños de aventuras, vivísimas emociones, deseos imperiosos y humildades heroicas. La rubia que es morena interiormente debe conceptuarse la hermosura mayor de la Naturaleza.

La sierra que separa la Mancha de Andalucía debe llamarse morena, y así se llama. Allí hay lugares á propósito para los más románticos sueños de amor, los más crueles asesinatos y los duelos sin piedad. Aquello es un monumento gigante levantado á la superioridad de lo malo y á la superioridad de lo bello. Por todas partes lleno de cruces, cifras y fechas, como libro que anota un critico algo ilustrado. Un montón de piedras que recuerda una promesa; un árbol cortado que es señal de un juramento; cuevas que han oído gritos de dolor y besos de enamorados; una tierra que ha absorbido vino y sangre, y un firmamento que ha contemplado impávido todas estas cesas, dando quizá día tormentoso al alegre galán y serena noche de luna al temeroso bandido.

Pues bien; en el camino que cito al principio está la celebre venta del Recodo.

La venta es una necesidad en la sierra, porque una sierra sin ventas sería como una corte sin palacios. Precisamente la venta es el palacio de la sierra. Los venteros son unos magnates. Ellos delatan á la Guardia civil los crímenes en que no han tomado parte, y ellos ocultan á la Guardia civil los crímenes en que figuran como reos. Cada venta tiene su nombre, sus dominios y sus parroquianos.

La venta del Recodo está situada sobre la cumbre de un peñasco llamado por su forma La Muela. Desde la venta á una brusca vuelta del camino está tendido un puente de madera. Por debajo del puente hay un abismo, y en el fondo del abismo algunos huesos blancos, ocultos por la maleza con esa tenaz porfía con que la tierra encubre y desfigura los restos de sus víctimas, como si temiera no parecemos hermosa. Aquel puente se rompe ó se quema cuando quiere el ventero, y este echa la culpa al viento ó al rayo. Lo dicho basta para sospechar la celebridad de la venta del Recodo.

En ella estaban una tarde Niceto el Manchego, varios compañeros suyos y un forastero de La Línea, persona reputadísima por los muy buenos servicios que había prestado durante su vida á los héroes del contrabando. Se trataba de obsequiar á este inglés mestizo, y Juan José, el ventero, había puesto sobre la mesa de los comensales longaniza, pan y un jarro de vino; y en la lumbre, una cazuela con guisado de conejo.

—Juan José.

—¿Qué quieres?

—¿Es este el mejor vino que hay en tu casa?

—Yo creo que si.

—¿Habrá que verlo?

—Cuando yo lo he puesto es para que lo bebas.

—El vino no es malo.

—Pero este lo tiene mejor.

—Te he dicho que no.

—En fin, lo beberemos.

—¿Adonde va usted desde Valdepeñas?

—Me bajo á Málaga.

—Aquella es buena tierra.

—Hay de todo. Los tiempos están muy cambiados.

—Ya lo creo.

—Esto no se conoce. aquí se ha hecho mucho dinero; pero ahora... truco.

—Estamos más en el oficio.

—Eso es lo malo.

—Unos cuantos que han estado arando hasta ayer, y hoy se salen al camino á ladrar y no trabajar.

—Ni dejar hacer.

—Vaya otro trago.

—Lo dicho: no es mal vino.


* * *


Caballero en una gorda pollina camina hacia la venta del Recodo Juan Sañudo, que tiene tanto de su nombre que nada le queda de su apellido. Juan Sañudo es maestro de escuela de Alfajotal. Es casado con una mujer cuya particularidad es la de no ser chismosa, y tiene un hijo que sirve al rey. Vive en el pueblo, donde tiene la escuela, cobra alguna vez algo de su sueldo, y se sostiene del producto de unas tierras propiedad de su esposa. Consagra su vida á cultivar su hacienda para bien suyo, y la inteligencia de sus discípulos para bien de la Patria. Los domingos, después de la misa, lee un numero de La Fe, que le presta el cura del pueblo.

Juan Sañudo viene de Valdepeñas.

Guando la pollina empezó á pisar el puente de madera, Juan José salió á la puerta, y Niceto y sus compañeros buscaron con sus miradas al que llegaba.

—Buenas tardes.

—Dios nos las ha dado.

—Pase usted.

—Buenas tardes, señores.

—Buenas tardes.

—¿Me dará usted un poco de vino fresco para ayudar á mi merienda?

—Sí, señor; siéntese usted.

—¿Conocéis á este?

—Yo no.

—Parece obispo.

—Allá se las haya.

Juan saco de sus alforjas un trozo de pan y una tartera con bacalao frito.

—Buen gasto te va á hacer ese fraile disfrazado.

El ventero callo, y Juan callo también; pero sintió que su corazón palpitaba violentamente y que se estrechaba su garganta.

—aquí tiene usted el vino.

El maestro dudo un rato; por fin, volviéndose á los contrabandistas, les dijo:

—¿Ustedes gustan?

—Gracias, que aproveche.

—Gracias.

Pero el compañero de Niceto, que ya había comenzado sus hostilidades, contestó con tono burlón:

—¿Es eso todo lo que ofrece usted?

—Amigo mío, no tengo nada mas.

—Valiente agasajo.

Juan volvió á callarse. Entonces su declarado enemigo cogió un pedazo de pan y lo arrojo con fuerza á los pies del paciente Sañudo.

—Tenga usted hombre, tenga usted.

—Gracias; esto para mi borrica.

Y sacando el brazo por la puerta echo el mendrugo al animal.

—Eso es desprecio.

—No, señor. Le he dado á usted las gracias.

—Ya decía yo.

Los contrabandistas comenzaron á hablar en voz baja.

—¿Por qué haces eso?

—Me ha hecho gracia ese cura.

—¡Vaya una gracia!

—¿Te sabe mal?

—Es que Niceto se va volviendo sensible.

—No es eso. Creo que conozco á ese hombre, y no se de que.

—Buscale entre los pobres.

—O entre los sacristanes.

—No se quien sera.

—Oiga usted, buen apetito, ¿á usted se le conoce en alguna parte?

—A mi, no, señor.

—Ya estás enterado... Y diga usted ¿me vende usted el caballo?

—¡Oh! no, señor.

—Yo lo pago bien.

—Lo supongo; pero me hace falta.

—Voy á probar que tal bicho es.

Aquel hombre salió al puente y comenzó á jugar con el animal.

Juan Sañudo, en el dintel de la puerta, contemplaba las dos bestias: los demás permanecieron sentados.

Pero la pollina llego á incomodarse y levanto las patas traseras. El contrabandista, al huir el golpe, puso un pie fuera del puente, cayo y se agarro con la mano izquierda á uno de los tablones. El maestro Juan corrió, cogió la mano aquella y sostuvo al caído pendiente de su brazo y columpiándole sobre el abismo. Juan José y sus compañeros rodearon á aquel modesto Hércules. Niceto dió un grito, y exclamo:

—¡Deje usted á ese hombre!

El maestro levanto el brazo y colocó á su humillado enemigo sobre el puente.

—¿Usted se llama Juan Sañudo?

—Sí, señor.

—Este hombre es mi amigo; el me ha enseñado á leer y á escribir.

—Pues, ¿quien eres tu?

—Niceto, el hijo de Romualdo el pellejero.

—¡Ah, sí!... Ya sé quién. Eras muy travieso, pero muy aplicado. Hombre, nunca te acordabas de las decenas sobrantes para llevarlas á la otra columna.

—Verdad es. ¿Dónde está usted ahora?

—En Alfajotal.

—Mal pueblo.

—Así, así.

—Ea, esto se acabo. Vamos adentro y merendaremos juntos.

—Yo, no. Me faltan dos horas de camino y quiero llegar de día.

—No importa.

—Perdónenme ustedes pero no quisiera retrasarme.

—Pues, vaya un cigarro.

—Gracias.

—Juan José, arregla la borrica del señor maestro.

Los contrabandistas acompañaron hasta la carretera á Juan Sañudo. Este, al despedirse, recordó unas palabras de la Biblia, y llamó aparte á su columpiado enemigo. Cuando se vieron solos, el maestro pidió un abrazo á su acompañante. Este le abrazo, y luego le beso las manos.

Juan echo á andar, y al poco rato se dijo:

—Pues señor, me he quedado sin merienda. Veamos si ha sobrado algo.

Busco en las alforjas y hallo pan, longaniza y una bota de vino.

—Lo que yo digo siempre. Estos hombres son como los toros. Han nacido para ser buenos trabajadores, pero les obligan á ser bravos, y cuando ya lo son, los matan. Vaya una civilización estúpida.


* * *


Nota. Estando el manuscrito de este cuento en poder del Sr. Ortega Munilla, publicó El Liberal el siguiente suelto:

«Un diario malagueño ha oído referir este episodio de la vida de Melgares:

»Hace algunos años, un anciano se dirigía jinete en un mulo desde Vélez-Málaga al pueblo de Algarrobo.

»De pronto se vió rodeado por tres hombres armados, diciéndole uno de ellos:

»—Abajo, y á entregarnos el dinero.

»Obedeció el pobre hombre; momentos después sabía que estaba frente á Manuel Melgares, á quien le dijo:

»—¿No me conoces ya? Si yo te enseñe á leer. Soy Frasco, tu maestro, y casi no gano lo necesario para comer.

»Siguió un breve dialogo, y el viajero pudo seguir su camino, después de un fuerte apretón de manos y de haberle devuelto el dinero y los objetos que antes entrego.

»Tres días después el Sr. Frasco recibía una carta y cuatro billetes de cien pesetas.

»La letra de la carta le era conocida. Pertenecía á su discípulo Manuel Melgares.»

Perdí la originalidad, pero quedó satisfecho mi amor propio. Indudablemente, conozco bastante bien á esta desgraciada clase de ladrones, arruinada por una competencia irresistible.


Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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