La Buñolería

Silverio Lanza


Cuento


Está en una calle estrecha y pasajera. Parece por fuera el aborto de una taberna engendrado por un horchatero. Á las tres de la madrugada ya están abiertas las puertas y ocupadas todas las mesillas cojas con tableros pintados de blanco.

Aún crean sombras en las calles los pocos faroles que deja luciendo á tan avanzada hora el económico Ayuntamiento, Las prostitutas pasean por la acera arrastrándose con pesado paso, mirando con envidiosos ojos aquellos bohemios que tan temprano se desayunan, sin sospechar que acaso no hayan hecho otra comida desde la mañana anterior. Algunas compañeras, que tienen más filosofía ó los pies doloridos, arman corro alrededor de una esquina, y allí murmuran y ajustan sus cuentas, mirando de vez en cuando al fondo del callejón, donde un vago claror que proyecta en el arroyo el farolillo de un portal anuncia á los consumidores que allí hay un lupanar de poco precio. Todas llaman á los transeuntes con su característico silbido ó con palabras no menos especiales y distintas, y sujetan la capa del estudiante calavera, ó la blusa del obrero que va borracho, y cantan coplas obscenas adaptadas á la música de Semíramis y bostezan y se rascan. Delante de la puerta de la Buñolería están la pareja de guardias de Orden público, el individuo de la ronda y el sereno, rodeando el chuzo y el farol del último, hablando de toros y loterías y robos y crímenes. Ya se nota el primer movimiento industrial de la población, y se ven haraposas mujeres revolviendo montones de basura, ejerciendo de esta manera miserable uno de los comercios más importantes de la corte. Ya van hacia sus puestos algunas vendedoras de buñuelos caminando con su tablero sobre la cabeza y la tijera colgada al hombro. Ya está establecido al aire libre algún cafetín, y pasa un caballejo cargado con cuatro cántaros de leche y el amo de todo ello, y se ven vendedoras sin cestas que van aprisa á los puestos de los mercados, y luz detrás de las puertas de las carnecerías, y tabernas que ya están á oscuras. Y entre todas estas manifestaciones del trabajo que nace, pasan grupos de cajistas con sus tipos tan distintos imitando á la perfección, unos, alferecillos pedantuelos, otros, estudiantes holgazanes, ó chulapillos groseros, ó empleados serios y graves, ó sabios que dejan el matraz ó el telescopio, ó ministros satisfechos de una combinación, ó venerables maestros que dejan el mallete de una logia hartos de ser primeros actores de cartel. Y es que en su infinita variedad y en su continuo trabajo van diciendo cuán vasto y cuán incansable es el pensamiento del hombre y la palabra que lo expresa y la tipografía que lo imprime.

Así está todo. Va á amanecer.

El taller está en el fondo. Es un inmenso caldero lleno de aceite; debajo hay un hogar muy mal calculado, apenas sin tiro. Encima de la plataforma del caldero, y al lado de éste, un gran trozo de lata donde se depositan los productos de la fabricación; y cubriendo el conjunto, y arrancando muy abajo, una chimenea cuadrada que recibe los humos del aceite; y como esto está así y el caldero estañado, no os llame la atención que tengan los buñuelos bolitas plateadas y pintas negras.

Al lado de lo dicho, y como aparato principal de la fabricación, está el calderete de la masa inclinado ante el artífice, que, sentado delante de él, parece el Dios del Génesis haciendo churros. Más á la fachada, y ocultando el taller, está la factoría de buñuelos: un estrecho mostrador con un peso y un montón de juncos. Allí está la buñolera, hermosa como esas flores del cuerno, muy blanca, muy gorda, sin olor (!) y con mucha vista. Ella despacha, acude á todas partes y sirve á todos los parroquianos, y pega al que no paga, y sonríe á quien la requiebra, y si alguna vez necesita ayuda, se la presta el muchacho que abandona su tarea de meter los buñuelos en los juncos ó de sacar de la sartén con el ganchito de hierro aquel dorado frito que se vende á céntimo por pieza.

Y en todas aquellas mesas hay prostitutas que tienen querido rico, timberos, calaveras estúpidos que se llaman bohemios por llamarse algo, tal ó cuál literato ilustre que bebe aguardiente ó tal ó cuál borracho de oficio que recita versos. Y hay calaverillas de sesenta años que van allí con su cohorte de jovenzuelos aduladores á quienes dice á menudo: «Pues bien; bebed. ¡Si! Yo suscribo á todo.»

Y en aquel tugurio se revuelve toda esa gente hasta que el alba nace; entonces se van, huyendo del sol que los delata. Y toda aquella sociedad de la holganza y el vicio se sustituye por el honrado cesante que busca un puesto de memorialista y almuerza una taza de café de á dos cuartos, y los obreros que saben que el aguardiente no alimenta y van á tomar leche y buñuelos, y los soldados que convidan á su adorada fregatriz a expensas del amo de ésta. Y luégo ya no hay nada de todo esto; las mesas se desocupan, la tienda se barre y después se cierra, y los dueños duermen, porque todos los oficios descansan y todas las industrias tienen su momento de reposo; y tan sólo trabajan eternamente el rodillo que da tinta y el cilindro que imprime y aquellos divinos dedos que reúnen las letras para formar palabras y conceptos y libros y monumentos eternos de progreso y libertad.


Publicado el 13 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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