La Tempestad

Silverio Lanza


Cuento


Mi chalet del Escorial es lindísimo, pero me obligarán á venderlo las tormentas del país. Es cosa fastidiosa pasar entre truenos el verano. Recuerdo una tarde...

Estábamos mi esposa y yo en un gabinete donde habíamos tomado café después de almorzar. Se sabía que la tormenta era inminente, el viento refrescaba y la elevada temperatura empezaba á disminuir; por lo demás el barómetro permanecía fijo. Satisfecho de la exactitud de mis observaciones me hallaba sentado en un gran sillón de paja contemplando cómo mi linda esposa hacia con crochet estrellitas de punto. Mirando aquellas manitas tan blancas y aquellas rosadas uñas, recordé la historia de mis amores; mi boda; las peripecias del noviazgo ¡Cuántos incidentes! Una negra nube cubría ya todo el cielo, y parecía que iba á faltarme luz que me permitiese ver las bellezas de mi mujercita. ¡La mía! ¡Qué satisfacción! ¡Después de haberla deseado tanto! Después de... ¡Cuánto disgusto! Ella habla tenido la culpa... Sus coqueterías... Inconvenientes de ser bonita. Pero si me hubiera querido como decía... Gozaba en hacerme celoso... Con éste... con aquél... ¿Y Federico?.. ¡Sabe Dios! ¿Se habrá casado? ¿Vivirá?.. ¿Dónde estará ahora Federico?

—No sé.

Comprendí que había hecho mi pregunta en voz alta. Un horroroso trueno rugió á espaldas del jardín.

—Jesús, María y José,—dijo mi esposa persignándose.— ¿Porqué preguntabas eso?

—¿El qué? ¡Ah! ¿Dónde está Federico? Sí. Pues nada. Me acordaba de él no sé con qué motivo.

—¿Ves cómo eres? Cuando yo estoy más contenta al lado tuyo hablas de esas cosas para disgustarme.

—¡Disgustarte! No lo creo.

Luisa me miró fijamente. Un relámpago brilló en el cielo y otro en mis ojos. Mi mujer cerró los suyos y se persignó devotamente.

—¿Estás ahuyentando el espíritu maligno?

—Si tú no quieres, no lo haré.

—No, hija. Por mí llénate de cruces.

—Pero, ¿qué te pasa? Siempre que nombras á ese hombre tenemos un disgusto.

—Yo no... Vale muy poca cosa. ¿Me crees tan indigno como para compararme con él?

—¡Yo! ¡Dios mio! Si tú eres para mí todo en el mundo.

—Hoy sí, porque soy tu marido. En otro tiempo era tu último novio.

—¡Pepe!...

—No creas que me molesto. Estoy resignado. ¿Recuerdas la tarde en que te besé la mano? Confiesa que no era el primer beso que recibías.

Un extenso relámpago dió á los objetos un color lívido. La ronca voz del trueno retembló en el gabinete, y empezó á llover con fuerza. Mi esposa tenia la cabeza cogida entre sus manos, y lloraba amargamente. Yo me levanté para retirar mi psicrómetro que estaba á la intemperie en la ventana de mi despacho, pero me senté en un sofá por no aparentar cobardía en aquella lucha doméstica.

Mi mujer permanecía muda; las lágrimas corrían á lo largo de sus desnudos brazos. Algunas gotas de lluvia penetraban en la habitación y salpicaban su blanca bata. Yo pensé cerrar las vidrieras, pero creí esta deferencia impropia del momento. Sin embargo, luégo calculé que no quita lo cortés á lo valiente, y me dirigí al balcón. El espectáculo de la tormenta me atrajo, y me quedé contemplando los vivos colores de las plantas, las cristalinas gotas de lluvia cada vez más pequeñas y menos abundantes y aquel trozo del cielo donde asomaba entre girones de nubes el hermoso techo azul de la tierra. El airecillo húmedo refrescó mi cabeza; cesó la lluvia, y me entretuve en recoger sobre mi frente las gotas de agua que calan del alero del tejado. Poco después pensé en mi esposa; sentí latir mi corazón como á impulsos del miedo. Entré en el gabinete; mi mujer ya no lloraba; tenia la vista fija en el suelo; á sus pies estaba la muestra de su labor: era un gorrito de niño. Yo no sé qué pasó en mi alma, pero dí cuatro pasos descompuestos, pasos de beodo, y caí de rodillas, y apoyé mi cabeza en la falda de Luisa y estreché su cuerpo con mis brazos. Las gotas de lluvia corrieron por mi frente y fueron á juntarse con sus lágrimas.

Luégo... ¡oh! luégo mi esposa ponía el gorrito sobre mi cabeza y los dos nos reíamos alegremente porque era muy pequeñito... y el sol alumbraba nuestra felicidad... y las nubes huían á Oriente.

Después bajamos al jardín y yo cortaba cuantas flores bailaba á mi paso, y las colocaba en la cabeza y en el pecho de mi esposa, y en cada flor iba un beso, que me pagaba mi mujercita con una sonrisa.

¡Ah! ni aun puedo escribir esto. ¡Benditas sean las tormentas que refrescan el ambiente y dan nueva vida á la naturaleza y aroma á las flores y sazón á los frutos!

¡Benditas sean las pasajeras tormentas del alma enamorada!


Publicado el 3 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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