La Verbena de San Juan

Silverio Lanza


Cuento


—¡Olé! ¡Viva la alegría! señor Rafael, tráigase usted la fuente de la plaza, echando vino.

—Ojo con emborracharse, que luego, á la noche, hay alguno que rompe tres primas sin haber templado.

—Aquí nadie se emborracha; el que lo hace, paga la convidada por todos.

—Mucho, mucho; muy bien dicho.

—¡Que se escriban esas palabras!

—Oye. ¿A quién le has oído tú eso?

—Al diputado.

—¡Bravo! ¡Bravo! Que haga el diputado.

—Figúrate que estás en las Cortes.

—Que se suba encima de la mesa.

—Escucha. Zurdo. ¿Cómo van vestidos los ministros?

—Si no me dejáis, no digo nada.—

—¡Silencio!

—Antes necesito beber un poco.

—Oye. ¿Los diputados beben vino?

Estultus, como dice el sacristán. En Madrid, la gente gorda, bebe agua de Colonia.

—Menuda chispa tendrán los señoritos.

—Ca, hombre. Ahí tienes ese chistera con el color de restrojo lo mismo que un difunto. Parece un hombre porque lleva patillas y va muy tieso; el otro día le dieron aguardiente del bajo en casa del escribano; y, apenas lo cato, lloraba cada lagrimón más grande que el chico de mi hermana.

—Dicen que sabe mucho.

—No digo que no; pero ayer no sabía cuantos celemines tiene una fanega.

—Pues eso lo sabe todo el mundo.

EL maestro le dijo á mi madre que el tal señorito es mala persona, y que hay que vigilar á las mozas.,

—Leandro, eso va contigo. Desde que vino al pueblo anda detrás de Rosica.

—Ya sabe ella lo que tiene que hacer.

—Si no dices otra cosa... Rosa es una chica honrada, y si tu lo haces mal con ella, ni las piedras te van á querer en el pueblo; pero ya sabes que donde hay gallinas es adonde van las zorras.

—Vosotros sabéis algo y no queréis decírmelo.

—Oye, Leandro. Haces mal en sospechar eso: no te mereces á Rosa. Ninguno de nosotros sabe nada, y el que sepa algo que lo diga, porque las cosas al principio tienen remedio, y si luego ocurriera una desgracia, todos seríamos á sentirla.

—No habléis más de eso. Rosa es mi hermana, y nunca ha andado en malas lenguas, y, sobre todo, el día que ese señorito se propase, ya sabremos Leandro y yo el camino que hemos de tomar.

—Tiene razón Blas. A callar.

—Lo dijo Blas, punto redondo.

—Bravo, Zurdo; pero oye. ¿Qué haces encima de la mesa? Bájate; ya echarás esta noche el discurso.

—Lo siento. Ese levita ha venido para traernos tristezas.

—No lo creáis. Ya lo verás en cuanto den las nueve. Que estemos todos listos.

—Rafael, ¿qué te debemos?

—Ya me han pagado.

—¿Quien?

—He sido yo; eso no merece aprecio.

—Leandro, no se si darte las gracias; parece que estás de mal humor.

—No lo creas. Ya sabéis que soy vuestro amigo, y que no tengo más que una palabra.

—¡Ea! Se acabo todo. A callar. Cada un» que tire para su pesebre.

—(Blas, no te rayas con nadie; ven conmigo.)

—Leandro, ¿no vienes adentro del pueblo?

—No; me voy con Blas á dar una mano á la huerta.

—Buenos hermanos váis á hacer.

—Quiera Dios que sea pronto.


—¿Qué quieres, Leandro?

—Nada; pero tengo miedo. A mi me va á ocurrir algo, y necesito que estemos juntos.

—Leandro, calmate, y se prudente. Ten sosiego y verás mejor. No sabemos nada de seguro. ¿Por qué recelas?

—Ayer Rosa estaba llorando, y por más que hice, no pude saber la causa de su tristeza.

—¿Quieres que vayamos á verla ahora mismo?

—No, es inútil; no dirá una palabra.

—Rosa te quiere.

—Ya lo se, Blas; bien sabes que cuando no lo supe estuve á punto de morirme.

—Entonces, ¿por que sospechas? La mujer que quiere defenderse no es vencida.

—No importa; me da el corazón que va á pasar algo.

—¿Quieres que me quede contigo?

—¿donde vas?

—Al cortijo.

—Bueno, vete; pero oye, me vas á hacer un favor.

—Di.

—Traete mi jaca, que está en la torada. Pídesela á José María.

—Y ¿para que la quieres?

—No lo se; pero traela.

—Tú estás preocupado, y haces mal.

—Bueno; déjame.

—El caso es que si traigo la jaca no voy á poder volver hasta las once.

—Si no quieres, no lo hagas.

—No te he dicho eso; ya sabes que en pidiéndome tu una cosa, no hay cuestión; pero te repito que tengas calma, porque tu eres un valiente, y ahora te ha entrado el miedo lo mismo que un resfriado.

—Blas, el día que tiemble, me metes la navaja.

—¡Ea! Basta de palabras. A las once tendrás la jaca en mi casa. Dile á mi padre donde voy.

—Adiós, y gracias.

—No las merece. Oye, que me guardéis un trago.

—Blas, perdoname si te molesto; pero!la quiero tanto!

—Anda, chico. Esa enfermedad no es de muerte. Ten calma y espera á que yo vuelva.

—Adiós.

—Adiós.

—Adiós, Blas.

—Adiós, hombre.


—Leandro.

—¿Quién?

—¿En qué vas pensando?

—¡Ah! ¿Eres tú?

—Si no te aviso, te metes dentro del pilón.

—Iba distraído.

—Te buscaba.

—¿Qué quieres?

—Dos palabras. No es bueno que me vean contigo. Ayer, por la tarde, estaba el señorito nuevo delante de la ventana de Rosa, girando su bastón como si midiera.

Hoy por la mañana vino 4. encargarme una cuerda con nudos, que tuviera de largo seis bastones como el que él llevaba. Mandó que pusiera un gran gancho en uno de los, extremos. La cuerda es ésta. Yo sospecho, y tú eres mi amigo. Le debo á tu, padre el pan que como. dí lo que he de hacer, y lo hago.

—¡Maldita sea mi suerte! Ven á mi casa.

—No puedo. Si vas á hacer algo, no nos deben ver juntos. Decídete.

—Entrega esa cuerda. Escucha...Quieres servirme?

—Manda.

—Necesito unos cuantos espiando toda la noche la ventana de Rosa.

—Seremos todos los mozos.

—Nadie ha de moverse.

—Piensa que tu vales más que todo el pueblo.

—Piensa que no lo valdría si llevase la cabeza baja.


—Rosa, ¿donde vas á dormir esta noche?

—¡Toma! ¡Qué pregunta! Pues donde siempre, en mi cuarto.

—Te voy á arrancar el alma.

—¡Leandro! ¿Qué dices? ¿Qué te pasa?

—Silencio... Ahora mismo te vas á casa de tu hermana. Allí has de pasar la noche. Que nadie lo sepa. Te va en ello la vida.

—¡Leandro!

—¡Callate, y vete!


Son las diez y media, ya han sonado en el reloj de la Casa Ayuntamiento. La ventana del cuarto de Rosa da á una calleja estrecha.

Cerca de veinte mozos se hallan escondididos tras una esquina.

Todo yace en sombras y silencio. El pueblo entero parece dormido; ni suena la guitarra ni el destemplado canto de los zagales. El reloj da los tres cuartos. Alguien, que viene mirando con recelo alrededor, llega bajo la ventana y lanza algo al aire. Es un gancho que ha quedado sólidamente sujeto á la repisa. De el pende una cuerda. Por ella trepa pesadamente el señorito forastero; llega á lo alto y desaparece dentro de la habitación. más rápido que el pensamiento brota un hombre de entre las sombras que proyectan los casucos; se ata el cabo de la cuerda á la cintura y sube ágil tras aquel que le precediera. Se escucha el galope de un caballo. Los mozos dudan que hacer. Un tenue y lastimero quejido viene á explicarlo todo. Leandro lanza un hombre al espacio, pero el hombre no cae, porque á su cuello está sujeta la cuerda con un nudo corredizo. Luego el matador salta de la ventana á la calle. Blas llega jinete en la jaca.

—Blas, apeate y dame las riendas. He muerto al señorito.

—¿Es eso que cuelga?

—Si.

—Salta á la grupa. Yo iré donde tu vayas.

Luego se alejaron los mozos; luego siguió el cadáver columpiándose poco á poco, y luego cesó de moverse.


Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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