Las Limosnas de los Pobres

Silverio Lanza


Cuento


Son las siete y media de la noche. La buena Ventura recoge las cestas de azofaifas y avellanas, y coloca en paquetes los pliegos de aleluyas y de soldados iluminados. Todo esto, sin cesar de mover las castañas en el hornillo. Por fin, la tarea concluye, y las mercancías quedan amontonadas en un rincón del estrechísimo y oscuro portal. Después, la modesta tendera se sienta junto al quicio de la puerta; asegura el mantón sobre sus hombros; arropa sus pies con un resto de felpudo; arregla el pañuelo de la cabeza cogiendo una de sus puntas con la boca y tirando de la otra con la mano, y toma la paleta y remueve las castañas gritando: ¡Calentitas! ¡calentitas!

—Buenas noches, señá Ventura.

—Buenas nos las dé Dios, D. Marcelino.

—Y frescas.

—Como que pronto nace el niño.

—Dentro de pocos días estará la Plaza Mayor llena de nueces y pavos.

—Mucho frío les va á hacer á los alcarreños.

—¡Bah!

—Pero siéntese V.

—Gracias.

—Ahí detrás está el banquillo.

—Allá voy.

—Arrímese V. al fuego.

—Mil gracias.

—¿Cómo andan esos estudios?

—Bien.

—¿De modo que este año acaba V.?

—Sí, señora.

—Y se casará V. con la Vicenta.

—Desde luego.

—¿De veras?

—¿Lo duda V.?

—Yo, no señor. Siempre he dicho que sí. Porque sé que es V. muy decente.

—Gracias, señá Ventura.

—No hay por qué. Y enseguida al pueblo.

—Si, señora, Allí tengo plaza segura.

—Pues van Vds, á estar en grande. Ella es buena chica... Algo presumidilla, pero eso es la edad.

—Yo la quiero mucho.

—Eso que V. ha dicho á la vista está.

—¿Y Pilarica?

—Pues ayer la pregunté á su novia de V., y me dijo que se aplica y que todas las oficialas están contentas con ella. Y la maestra la da ocho reales todos los domingos. Ya V. vé, no lleva más que un mes.

—¡Cuánto quiere V. á esa chica!

—Pues como mía. Cuando murió su madre toda la calle del Sombrerete se la quería llevar á la niña, y ella, la pobrecita, se vino conmigo.

—Pero habrá V. pasado mucho por ella.

—Por ella no, que ha sido muy buena. Algún día había poco pan, pero como ella se lo comía todo nos quedábamos las dos satisfechas.

—Dios se lo pagará á V.

—Dios... Dios... en fin... ¡Calentitas! ¡Calentitas!...

—Diga V., ¿y aquel novio que tenía la Lucrecia?

—¿Qué Lucrecia?

—Aquella muy morena y muy delgada que trabajaba en el obrador el invierno pasado.

—¡Ah! sí. Una que parecía una barra de tinta china. Sí; pues él, cuando llegó el verano, se fué á la sombra y aun no ha salido de la cárcel. Y ella se lo gana por ahí.

—¿Por dónde?

—Por ahí...

—Por ahí se lo ganan muchas, señá Ventura.

—Así les va á ellas.

—Como á Lucrecia.

—Ni que decir tiene. Ya V. vé, hasta el nombre la sentaba como un timbre móvil. ¡Como que la daba autoridad!

—Tiene gracia.

—Pues ya vé V. Esa tuvo luego un marqués, un chupa-guindas que la iba á poner un cuarto...

—¿De cabrito?

—Eso seria; con los muebles pintados al fresco de la noche. Y luégo ese se casó con una señorita con una gran dote.

—Dios le haya dado salud para gozarla.

—¿Quién?

—La dote.

—¡Ah! ya.

—¡Qué líos!

—Pero, señor. Lo que dice una, ¿qué sacarán esas chicas con comer hoy bien y mañana morirse de hambre? A la cuenta que la comida de un día les sirve de purga para el otro.

—Tiene V. razón.

—¡Y cómo si tengo! Que vale más un marido con gusto que un amante con gasto.

—¡Hola!

—Mire V. el mío. Dios le tenga en su gloria. Que me mimaba como á una princesa. Un hombre que no quería que me moviese para nada.

—¡Mal hecho!

—¿Por qué?

—Porque se perdía muy buenas cosas.

—D. Marcelino. No hay palabra mal dicha si no es mal entendida. Y V. está esta noche muy de guasa.

—Porque es sábado, y en cuanto baje Vicenta nos vamos al teatro.

—Pues ya poco tardará.

—Diga V., ¿y esa rubia? la Mercedes...

—No hay nada... Y muy buena y muy honrada. Y el que tropiece con ella va bien.

—Señá Ventura, cuando un hombre tropieza con una mujer lo natural es que se caiga.

—Pues V. ya se ha caído.

—Si; pero he caído en blando.

—Ande V., so guasón... Quítese V. de ahí, que ya bajan las chicas:

—¡Hola, Marcelino!

—¡Marcelino!

—El excelentísimo señor D. Marcelino se ha dignado esta noche buscar á su novia.

—¡Marcelino! Cómpranos castañas.

—¡Vicenta! Que te aguarda un silbante.

—¡Ay, D. Marcelino! le van á V. á abroncar.


—Marcelino, Marcelino,
vamos á ser muy felices,
tú con agua y yo con vino.


* * *


—Vamos, Vicenta, ¿sales?

—Allá voy, hombre, me estoy atando el zapato. ¿Qué les has dicho á las chicas que se han ido tan pronto?

—Sábelo Dios, Vicenta, porque D. Marcelino está de guasita.

—Ea, adiós, señá Ventura.

—Adiós.

—Vayan Vds. con Dios. Y que se diviertan mucho en el teatro.

—Oye, ¿vamos al teatro?

—Si tú quieres...

—¿No he de querer?

—Pues date prisa. Son más de las ocho.

—¿Dónde vamos?

—Donde tú quieras.

—En el Español hacen Don Álvaro.

—Eso debe ser muy triste.

—¿Quieres que vayamos á ver Excelsior?

—Al anfiteatro.

—Claro está.

—Prefiero que me lleves á un palco de El Porvenir.

—¡El Porvenir y palco! Tú sueñas.

—¿Por qué? Va muy buena gente.

—También van inocentes á la cárcel. ¿Quién te ha enseñado esas cosas?

—Mercedes.

—Pues tiene un cáncer en el cerebro.

—¿Y qué es eso?

—Una enfermedad muy grave.

—¿Y se cura en El Porvenir?

—Se alivia al entrar y se agrava al salir.

—¡Cuentos tuyos!

—Como quieras. Pero si vas te pones enferma.

—Tú me curarás.

—Está prohibido á los médicos asistir á sus esposas.

—Total, que no vamos.

—Me parece que no.

—Entonces á la Zarzuela.

—Andando. Ya son las ocho y cuarto.

—Llegaremos á tiempo.

—Pero, ¿cómo habéis salido tan tarde?

—Porque había que concluir una bata y éramos menos.

—¿Menos?

—Si; ha faltado Mariquita.

—¿No trabaja ya?

—Es que está su madre muy enferma.

—Pobre mujer. ¿Qué tiene?

—Dolor de costado. Esta mañana vino Mariquita al taller y pidió permiso á la maestra, Y la maestra la dió la semana y un duro más, porque están pereciendo.

—¡Desgraciadas!

—Ya ves, ni tienen médico porque el de la casa de socorro va cuando quiere.

—Lo creo.


* * *


—¿Qué hora es?

—Las ocho y media.

—Ya no vamos á llegar.

—Aprieta el paso.


* * *


—Estará la función empezada.

—Mira, Vicenta, la función no ha empezado, pero tú no quieres ir al teatro.

—¡Yo!

—Sí, tú; porque eres todo lo buena que yo deseo,—¿Por qué dices eso?

—Tú quieres ir á casa de Mariquita.

—Pero tú no querrás.

—Vamos.

—¡Qué bueno eres!

—Tú sí que eres buena.

—Tú, que te has acordado.

—Si tú pensabas lo mismo.

—Pero no quería decírtelo.

—¿Por qué?

—¡Tienes á lo mejor unas contestaciones!...

—¡Hola! Te acuerdas de lo de El Porvenir. Pues bien; no olvides que para entrar en el cielo es preciso llevar las mejillas encarnadas. Pero caída de no confundir el color producido por el trabajo con el color producido por la vergüenza, Y ahora vamos á casa de Mariquita, y vamos corriendo, señora Médica.


* * *


Héme aquí hecho un bohemio, paseando por las calles de Madrid á la una de la madrugada. ¡Valiente noche estamos pasando Vicenta y yo! Ella cuidando á la enferma y yo aguardando á que amanezca. Porque al amanecer se muere la madre de Mariquita. De modo que á las cinco estaré allí y lo dispondré todo mientras las mujeres lloran. Lo malo es que les he dado todo el dinero que tenía. Pero ¿y el crédito? Vamos al café de Madrid. El Gaditano es un buen mozo y me fiará.


* * *


De este país de la Reconquista se han expulsado á los jesuítas y á los moriscos y todavía se destierra á los liberales. En cambio el vicio y la barbarie tienen carta de naturaleza. Un amigo mío resolvía el problema social «si pudiésemos quemar con las guitarras todas las plazas de toros.» ¡Lástima de capital convertido en humo! Lo que se debe suprimir en la plaza de toros es la barrera. La guitarra y el vino sólo hacen daño á quien se emborracha fácilmente, y el borracho siempre es inofensivo. Para dar una puñalada en el corazón se necesita tener navaja, mucha fuerza, mucha vista, un pulso firme y unos pies seguros. He observado que ningún borracho que pega paga de más. Pero dejemos estas digresiones que no interesan á nuestros tribunales de justicia que ya tienen codificados los delitos y las penas. Decía que el vicio tiene carta de naturaleza en este país, y yo lo celebro, porque el vicio va con el sabio, supuesto que el vicio es un refinamiento de la cultura, como la bajeza irá, según eso, con el cura, supuesto que la bajeza es un refinamiento de la humildad.

Lo que no me parece bien es que el estado ó el municipio investigue el número de perros que yo tengo y me haga pagar una crecida contribución por cada uno, aunque no cacen, y no investigue cuántas sobrinas tiene doña Celestina y las haga pagar, por lo menos, como á perros.

Pero nada de esto. Por todas partes se ven perros con polisones y sin medalla, cazando de día y de noche en toda clase de cotos.

Vea V. los balcones de ese piso principal. El sitio no puede ser más céntrico. Como que estamos en la plaza de Santa Ana. En esa habitación debe haber una temperatura estival. Nada de pudor. Las contraventanas están abiertas. La fiesta puede servir de reclamo y es conveniente que la conozca el público. Pero hay poco público; son las dos de la mañana y amenaza nevar. Como me llamo Silverio que de buena gana montaba en ese solitario coche de punto y me hacía conducir á mi casa. Pero no; el cochero está empingorotado sobre el pescante mirando al iluminado principal. No quiero distraerle porque ese infeliz puede ser mañana un voto necesario.


* * *


Marcelino sale del café después de cenar y comienza á vagar por las calles, y así andando llega á la Plaza de los Pájaros y contempla los balcones que arrojan á la vía pública una luz que humilla al gas. Ve al cochero en un puesto tan elevado, y le dice:

—Buen amigo. ¿Me deja V. un sitio en el pescante?

—Suba, señorito.

—¿Fuma V.?

—Gracias.

—¿Cómo nó, si tiene V. el cigarro encendido?

—Creíme que ofrecía...

—Y ofrezco. Tenga V.

—Gracias; para en acabando.

—Y ¿qué se vé desde aquí?

—Pues, señores y señoras dando vueltas como trompos y algún besito.

—¡Hola! Esas son cosas mayores.

—Háilas más mayores ainda.

La plaza está casi desierta. Un pobre tullido, acurrucado en una puerta del teatro, y un guardia de orden público junto al anunciador; su compañero acaba de penetrar en el jardín con ocultos fines.

—¿Y llevan así mucho tiempo?

—Desde que vine al punto que los veo. Hace un buen rato paróse el baile, pero ahora pedía un señorito más jaleo.

—¿Y qué música hay?

—Guitarras y un piano, pero el pianista tócalo poco.

—Parece que templan.

—Paréceme lo mismo.

—¿Me da V. fuego?

—Aunque sea oficio de albéitar.

—Gracias por la comparación.

—¡D. Marcelino!...

—¡Colorada!...

—Bien verá V. desde ahí.

—Siento no poderte invitar...

—Suba á la florista, si quiere, señorito.

—Allá voy.

—¡Conque tú por aquí, Colorada!

—He salido del teatro, y he hecho un encargo de un señorito del Veloz, y ahora me voy á mi casa.

—Está bien.

—¡Buena fiesta tiene la Brillante!

—¿Pero tú conoces esa casa?

—¡Ya lo creo!...

—Toma, toma, señorito. Estas rameras conócenlo todo.

—Oiga V., D. Pelayo, si me vuelve V. á poner motes engancho el simón á tronco.

—Haya paz, Colorada, y danos noticias.

—Espera, que ya empieza el baile. Mira la Tacones, la que era florista en Lara. Esa es la viuda de Cano.

—Pues no parece vieja.

—Tiene veintiún años, y es muy guapa.

—Pero, ¿de veras es viuda?

—¡No ves que va de luto!...

—Chica, la mitad va de negro y la otra mitad de alivio.

—¡Válame Dios! ¡Y qué buen alivio, señorito!

—¿Y esa?

—Es la del Mangue.

—¿Y el Mangue?

—Ese no viene aquí.

—Pues, ¿quién es el Mangue?

—Un señorito muy chulo, que lleva muchos brillantes en semejante parte.

—Señorito, ahí vuelve á pasar la del alivio.

—Pero ahora va arropada.

—Mira quién va con ella.

—¿Ese de gabán de pieles?

—Si; ¿no le conoces?

—No.

—Es un rótulo que heredó á la marquesa del Histérico.

—¡Ahí... ¡Ya!...

—Van á salir. Vamos á la puerta y los verás bien.

Y Marcelino y la Colorada se bajan del pescante.

La puerta se abre; sale el aristócrata y llama al cochero. El tullido deja su hueco y se acerca con ligereza.

Cuando el coche está enfrente de la puerta, abandona el portal la hermosa viuda.

—Caballero, ¿me da V. una limosna?

—Dios te ampare.

—¡Señorita! deme V. algo que tengo mucha hambre y mucho frío.

La cortesana se detiene y busca en sus bolsillos.

—Déjale, mujer.

—Espera un poco.

Y mete la mano en su seno y luégo se la alarga al pobre.

—Dios se lo pague.

La viuda de Cano monta en el coche. El pobre mira la moneda y dice involuntariamente:

—¡Cinco duros!

El señor vuelve la cabeza y dice al mendigo:

—Cállate, tonto.

—No, señor. Señorita se ha equivocado V., me ha dado V. una moneda de oro.

—¿Oyes, Lola. Dale una peseta. Trae, muchacho.

Y Lola, asomando la cabeza por la portezuela, dijo:

—Oye, chico. Son cinco duros, para tí.

Y volviéndose al elegante, añadió:

—Es V. muy miserable.

Marcelino, el cochero y la florista gritaron: ¡Bravo, bravo! y con sus manos batieron palmas.

El señorito echó ¿andar apresuradamente; dobló la esquina de la calle de la Visitación y se perdió de vista.

—¡Ole! Flores para mi reina;—dijo la Colorada vertiendo en la falda de Lola las que llevaba en el cesto.

—E si la señora quiere el coche é no lleva dinero para la carrera, pagarela yo é taparé la tablilla.

—Dios se lo pague á V., señorita —dijo el muchacho.

Y Marcelino añadió:

—Bendita eres entre todas las mujeres.

—Ea, señores, basta de cumplidos. Yo pago el coche y los buñuelos si hay quien me acompañe.

Y el coche partió, llevando consigo al cochero y al mendigo en el pescante; y á Lola y á la florista en el interior.

Y Marcelino, de pie en la acera, vió partir el carruaje y dijose: «Desde este momento creeré siempre que el cáncer de la prostitución es una úlcera simple producida por una falta de higiene moral. El individuo está sano. Un estado patológico que se cura con el buen ejemplo.

Después, á las ocho de la mañana, Marcelino volvía á pasar por aquella plaza, camino de la Funeraria, Y pensando en la abnegación de la señá Ventura y la de Vicenta y la de Lola decía:

«Estos pobres hacen el bien completo. Pero sus bondades no dejan rastro. Nada recuerda en este sitio lo que pasó hace pocas horas.»

Se equivocaba; el guarda del jardín contemplaba el musgo y se repetía: «Esta noche ha pasado por aquí la autoridad».


Publicado el 1 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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