¡Saturnos!

Silverio Lanza


Cuento


Fue el día 19 de Junio; me acuerdo perfectamente. Pero empezare el relato por el principio.

Yo estuve tres años de sirviente en casa de la señora marquesa del Calvario. Tres años hacen treinta y seis meses, menos dos que me pago el ama, y más quince días que estuve allí además de los tres años; total, que al marcharme me dió la señora un pagaré por 1.380 pesetas. Por cosas así se ha dicho que nadie es grande hombre para su ayuda de cámara.

Entre á servir al pintor Hernández, y me pago y me enseño á dibujar, y me emancipe, y soy un regular dibujante, según se murmura, y tengo cinco duros para mi y para Rosa, que ahora es mi novia, y después será mi mujer, y luego la madre de mis hijos: me parece á mi.

Conque leí en un periódico que se citaba á los acreedores de la marquesa para celebrar una reunión.

Cedía el local uno de los síndicos, viejo comerciante que vivía en una viejísima casa cuya escalera estaba deshecha en algunos sitios y, en los restantes, era inservible.

Cuando llegue al descansillo busque quien me orientase, y vi una moza que daba empujones á una puerta sin conseguir abrirla.

—Vecina, ¿qué es eso?

—Que se agarra el picaporte.

—¿A quién?

—A la nariz.

—¡Narices!

Me acerqué, y vi que la moza valía un esfuerzo.

—Buenos días, paisana.

—¿Quiere usted conversación?

—Lo que yo quiero es saber si dentro hay alguna fiera, porque en cuanto yo ponga estos dátiles en la puerta, ni que decir tiene.

—Pues no hay nada, porque las fieras están fuera.

—¿Lo dice usted por mí?

—O por mí.

—Por usted no puede ser, porque estando yo presente no consiento que á usted le falte nadie.

—Y ¿qué mas?

—Que pase usted.

—Lo veremos.

Cogí el llavín, levante con fuerza el picaporte, dí una patada á la puerta, y ésta se abrió en seguida.

La muchacha se precipito en la habitación, cerrándome el paso.

—¿Tiene usted miedo?

—¿Yo?, No, señor.

—Pues yo, sí.

—Usted dirá.

—Tengo miedo de que usted crea que yo abro las puertas como los ladrones para llevarme lo que hay dentro.

—No, señor: yo no creo tal cosa.

—Y como tiene usted en esa rinconera un ramo de claveles, podría usted creer que yo me iba á llevar uno.

—¿Lo quiere usted?

—Venga.

Cogió el más feo de todos y me lo trajo.

—Muchas gracias: ahora es cuando lo quiero, porque me lo ha dado usted.

—Pero yo no lo dí con esa intención.

—Ni lo ha dado usted con buenas ganas. Esos claveles son recuerdo de alguien que usted quiere mucho, pero muchísimo.

Y aturdida repuso, bajando la mirada.

—Sí, señor.

—¡Olé, las mujeres con vergüenza! Tenga usted este clavel que me está quemando las manos, y que Dios les haga á usted y á quien usted quiere tan felices como yo se lo pido.

—Pero...

—Que lo tenga usted: que me voy.

—Pero yo sentiría...

—Lo que yo siento es no acertar con el domicilio de Don Silvestre Cordero, un comerciante de cartuchos.

—Si es allí: en aquella puerta.

—Muchas gracias, y usted perdone.

—No hay de que: yo soy la agradecida.

—Servidor de usted.

Y cuando yo volvía la espalda, me dijo la buena moza:

—Será usted casado...

—Tampoco; pero tengo novia, y me casaré prontito.

—¿De veras?

—Y que la quiero porque sí.

Corrió á la rinconera, cogió todos los claveles, me los puso en las manos y me dijo:

—Lléveselos usted de parte mía.

—Téngalos usted por agradecido. Y escuche usted un poco. mañana es domingo, y es mi santo, San Silverio, obispo. A las once de la mañana estaré con mi Rosa en la Bombilla, en Niza. Allí habrá dos sitios para ustedes, y un ramo de rosas que le regala á usted la rosa mía.

—Si Pepe quisiera...

—Cuando á un hombre le quiere una mujer está obligado á querer á todo el mundo.

—¡Mire usted que vamos!

—Si ya he dicho que hasta mañana. Y gracias, y adiós.

—¡Que cumpla usted mi encargo!

Volví al descansillo, tire del mugriento cordón de una campanilla, y abrió una maritornes con las greñas colgando, los brazos desnudos, y un delantal verde y grasa.

—¿La reunión de...?

—Allí, pase usted.

Me quede tímidamente en el dintel de la puerta, pero vi que me llamaba Don Olegario ofreciéndome un sitio desocupado que tenía al lado del suyo, y entonces cruce por la sala y me senté.

Don Olegario es un barbián: siempre le he visto de juerga con gente rica, y siempre benévolo con las ligerezas de la gente alegre.

—¿También es usted acreedor?—me dijo.

—También.

—¿No se llama usted Lanza?

—Servidor de usted.

—Pues su nombre de usted no figura en la lista.

—Diré que me apunten.

—Pero ¿se ha personao usted en los autos?

—¿En dónde?

—¿Que si ha seguío usted la vía legal?

—No entiendo.

—Total: que no, como si lo viera. Pues usted no tiene derecho á estar aquí.

—Entonces me voy.

—Ni sonarlo. Se quea usted como si viniese usted acompañándome, y así se entera usted de esto.

—Muchas gracias, pero...

—Escuche usted que habla el presidente.

Alrededor de una camilla se hallaban sentados los señores síndicos, y nos dirigía la palabra un viejecito regordete, colorado, con patillitas blancas y aspecto bondadoso.

—Señores: Se va á leer la lista de los acreedores que se hallan aquí y de los créditos que representan, porque, con arreglo á la ley, no podemos tomar acuerdo sino intervienen los tres quintos del pasivo.

—Pido la palabra.

—El señor Matute y Alijo.

—Pues yo, señores, diré una barbaridad, pero las cosas claras (chupa el puro y escupe). aquí hemos sido llamados porque se dice que ha dicho D. Benito que si nos daría siquiera una miaja por nuestros créditos. Me parece, ¿eh? (el sindicato aprueba). Y yo digo que venga la cosa y la veremos. Porque yo, señores, no hablo con ortografía, y he sido un dependiente tan bruto como el que más de los que me conceden la honra de escucharme yo, pero yo veo muy turbio esto y quiero que me se aclare la vista por el que pueda. Porque, señores, se dice que á la marquesa no la dan un cuarto en la testamentaria de su marido, y este concurso estorba en la testamentaria, y por eso ofrece D. Benito que le corre prisa de heredar su parte.

El presidente se crece al hierro, y replica que es exacto lo dicho por el señor Matute; pero la presidencia debe cumplir la ley y...

—Pido la palabra.

—El Sr. Duro y Recio.

—¿Quien es ese?—pregunte á D. Olegario.

—Un togao de buten.

—Señores: Breves momentos á priori de los comienzos de la vista, cúpome el honor de prevenir á los señores que componen la sala la condición mixto-legal de esta asamblea; y repitiéndome, suplico que se de por visto en los tres quintos y se provea con urgencia.

Anonadados los síndicos dejaron los quintos en paz, y concedieron la palabra á Don Benito, un asturiano muy cuco, á quien yo había conocido de ayuda de cámara del hijo de la marquesa.

—Señores: Hablo á ustedes en nombre del Sr. D. Carlos. La situación en que nos hallamos es perfectamente conocida de ustedes y la ha descrito el Sr...

—Matute y Alijo.

—El Sr. Alijo. El concurso detiene esta testamentaria cuyas partes se hallan de acuerdo, y yo vengo á proponer, como ya ha indicado el Sr. Contrabando (Risas y rumores. Matute quiere protestar, pero se le impide, porque hay ansiedad por escuchar á D. Benito), que desistan ustedes de su acción mediante el siguiente convenio. Los créditos contra la señora marquesa ascienden á 100.000 duros, y propongo á ustedes entregarles por ellos unos cuadros al oleo que heredara el señor marques, y que están tasados en 9.000 pesetas.

—¡Que ofrezca dinero!—interrumpió Matute.

—Pero eso es un sarcasmo—dije á Don Olegario.

—¿Por qué?

—Porque esos cuadros se venderán en poco más de la mitad de su tasación, y con ese dinero corresponderá el uno por ciento á los acreedores.

—¡Ojalá cayese esa ganga!

—No la veo.

—¡Pues si ninguno de los que hay aquí ha dado á la marquesa el medio por ciento del dinero que ahora reclama!

—Luego...

—Es natural.

Me quede asustado, tuve miedo, mire el reloj, pretexte un asunto urgente y me despedí de D. Olegario.

Cuando salí de la sala oí á dos concurrentes que decían:

—¡Vaya un hombre!; ¡parece un tiesto!

—Llevara los claveles de muestra.

Y era cierto: de muestra de algo muy hermoso y totalmente desconocido para los usureros.

—Cuando llegue á mi casa escribí á la marquesa una carta que decía así:


«Excelentísima señora marquesa del Calvario:

»Muy respetable señora mía: Adjunto el pagaré que representa mi honrado trabajo durante tres años. Guárdelo usted para que no caiga en otras manos y se me confunda con un prestamista. He comprendido que durante la larga testamentaria necesito usted, para vivir, contraer compromisos, que ahora la arruinan á usted.

»Suyo seguro servidor, q. s. p. b..—Silverio Lanza


Y á las pocas horas me contestó la marquesa con la carta siguiente:


«Amigo mío: Me quedo con el pagaré, y envío á usted 1.400 pesetas, que van adjuntas, y que no le remití antes porque ignoraba su domicilio de usted.

»La curia, que me ha comido mucho, se los comerá á ellos por completo. aún me quedara para vivir con holgura y libre de tales buitres.

»No firmo esta carta por motivos que usted comprenderá.»


Cuando, el día siguiente, estábamos almorzando en las Ventas la barbiana de los claveles, su novio, mi Rosa y yo, se asombraban todos de mi buen diente; y, tanto bromearon conmigo, que les dije con gravedad:

—¡Para estomago, la curia! ¡Hasta se traga á los prestamistas!

¡¡¡Saturnos!!!


Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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