Ilusión y Realidad

Soledad Acosta de Samper


Cuento



I saw two beings in the hues of youth
standing upon a gentle hill,
green and of mild declivity.

BYRON

I

… El camino serpenteaba por entre dos potreros, en cuyos verdes prados pacían las mansas vacas con sus terneros, emblema de la fecundidad campestre, y los hatos de estúpidas yeguas precedidas por asnos orgullosos y tiranos, imagen de muchos asnos humanos. De trecho en trecho el camino recibía la sombra de algunos árboles de guácimo, de caucho o de cámbulos, entonces vestidos de hermosas flores rojas, los cuales, como muchos ingenios, apenas dan flores sin perfume en su juventud, permaneciendo el resto de su vida erguidos pero estériles. La cerca que separaba el camino de los potreros, de piedra en partes y de guadua en otras, la cubrían espinosos cactus, y otros parásitos de tierra templada, los cuales so pretexto de apoyarla la deterioraban, según suele acontecer con las protecciones humanas.

Dos jóvenes, casi niños, paseaban a caballo por este camino que conducía al inmediato pueblo, cuyo campanario se alzaba, bien que no mucho, sobre la techumbre de las casas. Al llegar a una puerta de madera que impedía el paso, los dos estudiantes la abrieron ruidosamente y detuvieron sus cabalgaduras para mirar hacia una casa de teja que dominaba el camino a alguna distancia. Al ver salir al corredor que circundaba la casa a dos jóvenes que se recostaron sobre la baranda, los estudiantes se dijeron algo, continuaron su paseo despacio, y pasando por delante de ellas las saludaron.

—Tenías razón —dijo una de las señoritas—, son los paseantes de todas las tardes.

—¡Adiós señores! —exclamó la otra contestando el saludo. Era una niña de quince años, cuya fisonomía lánguida y dulce llamaba la atención por un no sé qué de romántico y sentimental.

—Mira, Sara —dijo la primera—, mira cómo los últimos rayos del sol embellecen este lindo paisaje que jamás me cansaré de contemplar: a lo lejos las sementeras de variadas tintas junto a los cerros escarpados y sin vegetación; más cerca el flexible y susurrante ramaje del guadual inclinado hacia el río, y en fin, ¡a nuestros pies el potrero como un tapiz verde esmeralda, en que alegres y saciados retozan los animales!… Pero tú —añadió al cabo de un momento—, tú solo tienes ojos para los estudiantes… dije mal, para uno de ellos, pues el otro es apenas el confidente del primer galán. ¿No has visto que en todas las comedias hay un consejero o comparsa que no tiene otra misión que la de escuchar abismado los ímpetus de entusiasmo del héroe?

—¡Oh! Sofía, tú de todo te burlas… y hasta creo que me tienes por coqueta.

—No digo semejante cosa; te aman y tú, como es razonable, correspondes.

—¿Y tú?

—¿Yo? no he podido hasta ahora aprender el arte de amar.

—¿Y no bajarás nunca de las nubes para fijarte en algún mortal?

—Tal vez… Déjame ser libre mientras pueda. ¡Oh, nunca amaré a medias!; tendría que dar toda mi alma, todo mi corazón y si me equivocara sería muy infeliz. ¡Si supieras cómo he ideado al héroe de mi vida, cuántas virtudes lo adornan, qué de bellezas morales tiene, qué alma tan elevada posee, cuán nobles sentimientos!

—Mucho me temo que nunca encontrarás semejante perfección: por mi parte sólo pido un amor verdadero en cambio del mío; no sueño con imposibles.

—¡Cómo no he de hallar algún día un hombre de talento, de pensamientos elevados, una alma hermana de la mía, enérgica, vigorosa, abnegada!…

—¡Pues, y no te elogias!

—No quiero decir que yo tenga todas esas cualidades… Pero desearía encontrar un hombre abundoso en tan bellas prendas, digno de toda mi confianza, y que, perdóname la franqueza, supiera valuarme en lo que valgo y amarme como tal vez hoy no se ama.

Las dos niñas permanecieron calladas un momento, contemplando el bello cuadro que ante sus ojos se extendía.

Mientras tanto los estudiantes siguieron su paseo conversando y riendo alegremente, pero pronto regresaron cuidando, de pasar otra vez por delante de las dos señoritas.

—Eres muy distraída —dijo Sara—, mirando a su prima con cierto airecillo de queja, te saludan y no contestas.

—Ya te he explicado —contestó Sofía—, cuál es la misión del confidente: consiste puramente en reír, llorar, admirarse, conmoverse, ver o no ver según las circunstancias. Mi papel y el del amigo de la parte contraria son nulos; el público no nos mira. ¿No sería muy ridículo que el comparsa saliera muy airoso a recibir las coronas y saludar cuando aplauden a los héroes?

—En todo encuentras motivo de injuriosa burla o te enterneces sin motivo, Sofía… Con mucha razón dice tu padre que admiras o desdeñas demasiado. A veces tus sentimientos me inspiran suma confianza, y de repente me atraviesas el alma con una palabra fría y punzante como un estoque. ¿Por qué te hallo siempre retraída y desdeñosa para con todos, cuando puedes mostrarte a veces tan expansiva y amable?

Sofía guardó silencio en lugar de contestar. Sara, que respetaba y amaba mucho a su prima, no se atrevió a seguir interrogándola.

Las dos señoritas ofrecían un completo contraste. Sofía había sido educada en un brillante colegio de La Habana, de donde era originario su padre, que al cabo se había radicado en Colombia. Habiendo vivido ausente de su familia durante muchos años, crecieron en Sofía ciertas ideas y hábitos de independencia que no podían ser comprendidos por Sara. Ésta había vivido en medio de su familia, tranquila y contenta, y su educación consistía en los elementos indispensables y adecuados a la existencia sencilla y retirada a que la destinaban.

Hacía apenas algunos meses que Sofía se hallaba en la patria de Sara, y aunque sólo contaba un año más que su prima, la dominaba tanto por la entereza de su carácter, cuanto por la superioridad de su instrucción. Se resignó a vivir oscurecida en la pobre aldea en que nacieron sus antepasados maternos; pero no era aquello lo que podía satisfacerla, por lo que no tomaba interés en lo que la rodeaba, ni dejaba de aspirar a un porvenir más análogo a sus sentimientos y educación.

II

Infeliz de aquel que vive sin un ideal.

J. TOURGUENEFF

Algunos meses después celebraban en el pueblo del valle la Nochebuena.

Sofía y Sara quisieron asistir a la misa de media noche, vulgarmente llamada de gallo. En todo tiempo a las doce de la noche ha sido una hora misteriosa para los sencillos habitantes de aquella provincia; para muy pocos había sonado hallándose ellos fuera de su cama, viniendo a ser un acontecimiento extraordinario que formaba época en la vida el oír dar la solemne hora sin haber dormido. Así fue que las personas de la familia que accedieron a acompañar a las dos niñas a la iglesia, para no pasar por calaveras se acostaron a las ocho, a fin de estar bien despiertas a media noche.

Sofía propuso a su prima que se estuviesen levantadas hasta la hora de ir a misa.

—¿Y cómo pasaremos la noche? —dijo Sara bostezando—; todos duermen.

—¿Cómo?… Te divertiré contándote cuentos como a una niña llorona.

Sofía y Sara se fueron a recostar contra la media puerta de la sala que daba a la plaza del pueblo. Todo dormía… la noche estaba bellísima: la suave luna iluminaba con su plateada luz el espacio abierto: el campanario de la iglesia proyectaba su negra sombra sobre la plaza, como un pensamiento de duelo en una vida dichosa. Todo dormía: un tenue vientecillo barría lentamente las escarmenadas nubes del cielo azul turquí en que resaltaban como blancos lirios en un jardín, en tanto que los cerros estaban cubiertos por una ligerísima niebla semejando un velo de trasparente gaza. Todo dormía… , el perfume de los azahares y jazmines se esparcía por el ambiente impresionando el alma como las palabras suaves y los recuerdos tiernos…

—¡Oh! —exclamó Sofía— ¡qué linda noche, Sara mía! ¿no sería acaso un crimen de lesa—naturaleza el irnos a dormir ahora? ¡Pudiera yo (como dice un poeta hablando de un sonido armónico) absorberme en uno de esos rayos plateados y perderme con él en la inmensidad del espacio! ¡Si supieras, Sara, cómo me aterra la vida, cómo me asusta, la idea de todas las vulgares vicisitudes que me aguardan!… Mucho me temo que mi vida se pase en medio de una fastidiosa quietud del espíritu, sin la actividad intelectual que tanto anhelo. Agitarse es vivir, aunque sea sufriendo. Sin emociones no se compremete la dicha: ¡y la existencia en un pueblo así arrinconado es tan vana, tan ridícula, tan monótona, tan inútil!…

Dos fervientes y angustiosas lágrimas bajaron lentamente por las mejillas de Sofía y cayeron sobre la frente de su prima.

—¿Qué tienes? —exclamó ésta al sentirlas—, ¿Por qué tanta tristeza? ¡Tú no sabes cuánto te quiero y cuánto gozaría en consolarte!

—Lo creo, Sara; tú eres la única persona en quien tengo completa confianza; tal vez serás la única en mi vida. Pero (añadió al cabo de un momento, sacudiendo la cabeza con ademán de burla) yo no te he convidado a pasar la noche oyendo mis locos devaneos. Nunca puedo explicarme esta melancolía que me acompaña desde mi más tierna niñez, ni este tedio de la vida que me domina, esta pereza, por decirlo así, que se apodera de mi espíritu algunas veces. ¿Será tal vez un presentimiento?… Basta ya de reflexiones filosóficas. Ven; sentémonos aquí; apoya tu cabeza sobre mi hombro. He ofrecido no dejarte dormir. ¿Qué quieres que te cuente? Escoge, hija mía. ¿Quieres alguna historia bien tierna y sentimental, o alguna aventura misteriosa, o un acontecimiento triste?

—No, nada triste. A mí no me gusta la melancolía como a ti: el dolor me espanta y no hallo poesía en la tristeza, sino penosísima realidad.

—No tengas cuidado: puesto que así lo exiges, los héroes de mis cuentos serán felices… Últimamente me entretenía en leer un hecho histórico muy curioso y…

—Poco me gustan los hechos históricos. Cuéntame alguna novela bella y romántica pero que tenga un fin dichoso.

—Te gustará lo que quería referir —dijo sonriéndose Sofía—. Los héroes son dos: un joven estudiante, risueño y sentimental al mismo tiempo, y una niña de ojos grandes, garzos y hechiceros que…

—Sofía, Sofía —prorrumpió Sara tapándole la boca con las manos—, no te burles de mí.

—¿Cómo? ¿tan poca modestia tienes que te has reconocido en la niña de ojos hechiceros? ¿No me permites hablar de la historia que leo diariamente en el fondo de tu corazón?

En pláticas como éstas, alegres y chanceras, tiernas o irónicas, Sofía y Sara pasaron las horas de la velada.

Poco a poco se empezó a sentir cierto rumor en la aldea, como de muchas gentes que andaban en la plaza y hablaban en voz baja. Al fin las campanas rompieron, a tocar alegremente, despertando a los perezosos, y luego se oyeron algunos cohetes lejanos; creció el rumor y sonaron por todas partes gritos y cantos de gozo. De repente rasgaron el aire los ruidosos acordes de la banda de música de la aldea, que se había situado en el altozano, anunciando la ceremonia religiosa con acompasados valses y cadenciosas contradanzas.

—¡Aleluya! —exclamó Sofía, levantándose con toda la vivacidad de la infancia—. Ya es tiempo… ¡Vámonos! ¡Divirtámonos —añadió—, a misa, a misa!

—¿Eso llamas diversión? —preguntó escandalizada Sara, que se enjugaba los ojos, enternecida aún con lo último que le había referido su prima.

—Llamemos cada cosa por su nombre —contestó Sofía—. Ir a misa de gallo, no es un acto religioso, sino una distracción.

El estrepitoso júbilo de Sofía duró un momento: al llegar a la puerta de la iglesia ya había pasado, quedando grave y pensativa. Al tiempo de arrodillarse Sara apretó fuertemente el brazo de su prima y le dijo:

—¡Mira, allí está!

—¿Quién? ¿Teodoro? No sabía que hubiese vuelto a la aldea. Y tú, hipocritilla, creo que no lo ignorabas…

—Allí está —contestó Sara—, con su compañero, el comparsa de la parte contraria como tú lo llamas.

Sofía procuró sonreírse pero no le fue posible. Oyó la misa, abismada en una profunda meditación interior, y como entre sueños veía el altar, la multitud de rodillas y por encima de ella las expresivas fisonomías de los estudiantes, quienes queriendo hacerse notar de Sara volvían a la mirada a cada momento hacia donde ella estaba.

Sara salió de la iglesia llena de plácida alegría. No diremos que había oído misa con devoción; pero su puro corazón se elevaba hacia Dios agradeciéndole el haber visto al que llenaba todos sus pensamientos. ¿El afecto inocente de una niña no es por ventura un sentimiento tan bello que merece que los ángeles mismos lo aplaudan? ¿No es un himno de dicha ofrendado ante el trono del Señor con la ingenua confianza de la mujer candorosa que cuando ama verdaderamente sólo acierta a orar?

La luna se sumergía en el horizonte, y las sombras de las casas cubrían toda la plaza, quedando apenas iluminadas las cabezas de la multitud que aguardaba en el altozano de la iglesia la salida de los demás, mientras que la banda de música echaba el resto de sus armonías y algunos aficionados hacían desiguales descargas de escopeta en prueba de su devoción. Sofía, al salir recorrió con la mirada los grupos de gente y vio iluminadas por la luna, así como las había visto en la iglesia por los cirios del altar, las risueñas fisonomías de Teodoro y Federico… ¿Su suerte sería feliz o desgraciada? ¡misterios insondables de lo porvenir!…

Sara tuvo esa noche sueños deliciosos regados de flores y alegría. Sofía humedeció su almohada con aquellas lágrimas estériles que se vierten en la juventud, y que por lo mismo que no tienen causa aparente hacen sufrir tanto.

III

Et là, dans cette nuit, qu'aucun rayon n'étoile,
l'âme, dans un repli où tout semble finir,
sent quelque chose encor' palpiter sous un voile…
C'est toi qui dors dans l'ombre, oh! sacré souvenir!

VICTOR HUGO

Pasaron largos años, al cabo de los cuales la aldea que nos ha servido de escenario había cambiado de aspecto y de habitantes, mejorando en lo primero, empeorando notablemente en lo segundo. La espantosa mano de la guerra civil había desmoralizado y dañado el espíritu de aquella sencilla población. Olvidada en un rincón de la república nunca había sufrido antes a causa de las discordias públicas, pero en una de tantas revoluciones quedó envuelta en el desastre general.

Pasaron largos años: muchos hombres públicos habían desaparecido, los unos en la tumba material, los otros en la de su reputación: otros habían subido al poder sólo para caer, y no pocos habían caído sin subir de donde antes estaban.

Pasaron largos años: y otra generación se había levantado, menos ignorante tal vez, pero sin duda menos honrada y de peores inclinaciones que la ya desaparecida.

Pasaron largos años: en el cementerio se veían muchas más cruces y en la iglesia cada día menos fieles.

Pasaron largos años… la naturaleza ostentaba, sin embargo, su eterna hermosura: el sol brillaba, los pájaros cantaban, las flores perfumaban como en otro tiempo; ¡pero cuán completo cambio se había verificado en el corazón, en el espíritu y en el aspecto de las dos ligeras niñas que tiempo atrás reían y lloraban sin saber por qué! ¡Cuántas horas de sufrimiento, de tristeza, de amargura, de desencanto y aún de profundo pesar habrían contado, puesto que sus mejillas estaban pálidas y sus ojos y labios no se iluminaban con la sonrisa alegre de otros días!

Pasaron largos años… Sara y Sofía se casaron. La una tuvo tanta dicha como no había esperado, viendo trocados sus ilusorios presentimientos de un triste porvenir en una tranquila y feliz realidad. ¡La otra fue desgraciada, sí, profundamente desgraciada! ¿A cuál le tocó el pesar? A la que era más digna de ser dichosa: a Sara, la niña amante y amable.

Una noche estaba Sara contemplando el cielo en el mismo sitio en que su prima le había hecho pasar tantas horas de contento en su apacible juventud. Había sufrido tanto, moral y materialmente, en los últimos años de su vida, que rara vez había podido entregarse a ese sentimiento de dicha retrospectiva que es tan necesario para tener valor en lo presente, como esperanza en lo porvenir. Por el encadenamiento de circunstancias y de ideas que nos hace volver poco a poco a los recuerdos y hasta a los sentimientos de nuestros primeros años, Sara pensaba en aquella noche de Navidad que formaba como un oasis en su memoria, no tanto por los incidentes de ella, como por las dulces ilusiones que la habían halagado entonces. ¡Cuánto había sufrido desde ese tiempo! Veía pasar delante de la memoria su vida como en un estereoscopio, unida siempre una imagen a la primera parte de su juventud. Una suave melancolía invadió su alma. ¿Qué se había hecho aquella sombra de su ideal, que nada pudo jamás borrar enteramente de su corazón? El recuerdo de ese olvidado afecto le parecía ahora como un ensueño inverosímil. Así, lo que ella creyó en un tiempo dulce realidad, tan sólo había sido una ilusión fugaz, tan pronto forjada como desvanecida.

De repente oyó pasos: levantó los ojos… la visión de otros tiempos, el recuerdo que había llenado su frente con ternísimas memorias se le presentó de nuevo: ¡Teodoro y Federico estaban allí!

Teodoro sabía que Sara ya no era libre; pero al llegar al sitio en que habían pasado algunos episodios de su juventud, quiso volver a ver al objeto de su primer amor, el más puro y verdadero. Por una casualidad, su amigo de colegio le acompañaba.

Durante un momento y mientras la saludaban los dos jóvenes, Sara olvidó los largos años que habían trascurrido. La situación era la misma, bien que faltase su compañera, su prima y confidenta. Sara nombró a Sofía, y entonces Federico le dijo cómo la había visto en Europa en donde vivía hacía muchos años. Ya no era, añadió, la niña alegre por ráfagas, sombría por momentos y que dejaba leer su pensamiento en una mirada. El estudio de la vida y el conocimiento del mundo habían afianzado su carácter, y se mofaba de sí misma cuando le recordaban los locos ímpetus de romanticismo de sus primeros años. «Sin embargo —añadía Federico—, creo que a veces derramará lágrimas de ternura al pensar en las escenas de su niñez; lágrimas que no ven nunca las gentes, pero que yo me atreví a adivinar.»

Al fin Federico se despidió, y Sara y Teodoro se hallaron solos; solos bajo los rayos de la luna, esa luz de sus recuerdos… Ambos estaban silenciosos porque el mutuo enternecimiento los hacía callar y el deber les sellaba los labios. Pero es tal el magnetismo del corazón que sabían que era inútil hablar, puesto que sus almas se comunicaban en silencio. De repente Sara levantó los ojos y encontró fijos en ella los de Teodoro. Esa mirada fue más elocuente que todos los juramentos de constancia; sus manos se estrecharon por un momento… pero un precipicio los separaba, precipicio moral que era imposible colmar.

Se separaron, pues, con los ojos anegados en lágrimas, pero con la satisfacción de haber sido fuertes ante el deber. No pertenecían a Sara su corazón ni su libertad, pero consolábala la persuasión de que si amó por primera vez, amó dignamente y podía guardar ese recuerdo sin turbarse. La suerte los había desunido: era preciso callar y resignarse. Había conocido, cuando nada podía remediarlo, que sus ensueños pudieron haber sido una realidad, ahora imposibilitada, no quedándole de todo sino tiernas memorias que llenaban de dulce poesía su corazón, tan puras y elevadas que la fortalecían y le inspiraban virtud y abnegación. Todo sentimiento profundo y verdadero es como una voz de lo alto, que nos hace comprender claramente nuestros deberes y nos conduce a cumplirlos cual leyes inviolables; sin desfallecer, sin vacilar, no mirándolos como destructores de nuestra soñada felicidad, sino como piedra de toque en que se ensayan y demuestran los quilates de nuestra virtud.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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