La Perla del Valle

Soledad Acosta de Samper


Cuento


I
II

I

Fresca, lozana, pura y olorosa,
gala y adorno del pensil florido,
gallarda puesta sobre el ramo erguido,
fragancia esparce la naciente rosa.

ESPRONCEDA

«Yo acababa de cumplir veinte años… Bajaba alegremente de las altas planicies de los Andes donde había pasado mi niñez, e iba a emprender viaje a Europa, ese paraíso soñado por todo joven sud—americano. Llevaba el corazón lleno de ilusiones y el espíritu henchido con aquella fatuidad juvenil que espera tener un mundo de dicha en un porvenir que conquistará con el mérito de sus talentos. Dueño de una pequeña fortuna, herencia de mis padres, y que yo creía un caudal inagotable, así como mi corto saber; feliz con mi juventud y una salud robusta, de las cuales pocos hacen caso cuando las tienen, pero que son los dones más preciosos, pensaba en mi porvenir lleno de esperanza y alegría. Cuando desde lo alto de los empinados cerros vi por primera vez el camino que me debía llevar hacia lejanos países, me sentí dichoso con mi libertad y lleno de orgullo… No veía entonces que, si de lejos el camino parecía tan hermoso, rodeado de lindos arbustos y regado por claros riachuelos, al transitarlo encontraría mil peligros y desengaños: los arbustos tendrían espinas y los riachuelos amenazarían ahogarme. Así ve el joven la vida al comenzarla. ¡Qué bella es esa edad en que la verdad está siempre vestida de flores! La juventud es como un telescopio en manos de un niño; por entre sus claros vidrios ve los astros tan cerca que piensa que con alargar la mano los podrá tocar, pero al dejar de mirar al través de su encantado prisma, los ve tan distantes, que no comprende cómo pudo desearlos antes.

Después de algunos días de viaje a caballo, llegué en una hermosa tarde de diciembre a la graciosa aldea del Valle.

Tendida en el fondo de un valle encerrado entre dos cadenas de cerros, rodeada de llanuras de esmeralda, salpicadas de alegres casas y huertos, teniendo por cabecera una colina inclinada, y bañada y circundada por dos riachuelos que bajan murmurando por entre grupos de elegantes bambús, cañaverales y espigados y preciosos árboles cubiertos de blancas y rosadas flores, esta aldea es una de las más bellas de la provincia de ***. Las casas eran casi todas pajizas en aquel tiempo; pero tan limpias y pintadas, con sus patios llenos de jazmines, rosas, naranjos y chirimoyos; los vestidos de las mujeres eran tan aseados y vistosos, que todo me causó un sentimiento enteramente desconocido, contrastando con las feas y sucias casas de las tierras frías y los vestidos oscuros y pesados de la plebe del interior.

Me había hospedado en casa de un anciano venerable, tipo del antiguo señor de aldea, hospitalario, sencillo y bondadoso hasta el exceso, más bien por indiferencia que por amor hacia el prójimo. Cumplidas las primeras atenciones que la buena crianza me imponía, salí a dar una vuelta por el pueblo.

El crepúsculo se había convertido en noche, pero una noche como la que sólo se ven en los trópicos: serena, clara, armoniosa, llena de murmullos y vida. Poco a poco la luna se levantó detrás de uno de los vecinos cerros, e iluminó con su suave luz cada punto saliente del paisaje. Una ligera y trasparente niebla cubría en parte la cadena de cerros más lejana; todo tomaba un aspecto encantador bajo esa luz: la cruz del campanario de la iglesia brillaba como si fuese de oro; el agua de la fuente en el centro de la plaza parecía, al derramarse, formar chorros de diamantes; y aun la paja gris de las casas nuevas tomaba una apariencia de bruñida plata. La brisa sacudía los árboles, y el perfume de las flores me llegaba en ráfagas deliciosas.

En las puertas y ventanas de las casas se veían grupos de mujeres vestidas de muselina blanca, según la costumbre del país, que salían a respirar el aire la noche, y reían y cantaban al compás de guitarras, mientras que los niños jugaban ruidosamente a sus pies. El sonido de alguna lejana bandola y alegre pandero, el canto cadencioso y triste de los campesinos (herencia de los vencidos indios) armonizaba con la escena apacible y suave que presentaba la naturaleza.

Esta libertad en los placeres de la vida que caracteriza las costumbres de las tierras calientes y templadas, era enteramente nueva para mí. En altas planicies de los Andes no se sabe gozar de la noche. Al oscurecer, cada uno se encierra en su casa ansioso de calor, y aunque las noches suelen también ser muy hermosas, rara vez se goza con su encanto. En las tierras calientes, al contrario, cada cual quiere aspirar el fresco ambiente y vivir con el espíritu, el alma y el corazón. Aquella noche quedó grabada en mi memoria, poblada de luz y vida, de poesía y perfumes de ensueños y realidades…

De repente un alegre cohete seguido del sonido profundo del tambor y el chillido de varios clarinetes, disipó mi ensueño poético. Pocos momentos después, guiado por ese ruido, me hallé frente a una casa cuyas ventanas se amontonaba una gran muchedumbre de vecinos del pueblo.

—¿Empezó ya el baile? —preguntó un hombre con la ruana terciada, acercándose a una de las ventanas. Parece —añadió—, que el alcalde las echa de rumboso…

—¡Y cómo no, si es en honor de la Perla del Valle que da el baile!

—Y el señor alcalde diz que anda muy enamorado de la chica.

—¡Bah! —dijo una mujer; pero ella lo mirará con desprecio—. Los señoritos de la capital son los únicos que le cuadran.

—Tiene razón —dijo otra con ironía—; si no hay quien se le parezca en la aldea… Desde la escuela se lo decían, y luego…

—Y en eso no faltaron a la verdad —dijo el primer hombre— ¡Miradla, miradla! Ya sale a bailar con el señor alcalde.

—¡Ave María! —añadió otro—; tiene un garbo, un donaire, un garabato como ninguna.

Dirigiendo los ojos hacia donde todos los tenían fijos, vi que sobresalía entre todas las sencillas hijas del campo una verdadera belleza. Era más bien pequeña que grande; vestía un modesto traje blanco, era tan blanca como el ramo de jazmines que llevaba en el pecho; dos gruesas trenzas de cabellos rubios le caían hasta la cintura, el brillo de sus ojos negros, sus labios de forma perfecta aunque algo gruesos, la redondez de sus brazos y sus pequeñas manos, todo en ella era seductor y elegante.

—¿Tú por aquí, Ricardo? —dijo a mi lado una alegre voz de bajo, y una robusta mano me hizo estremecer al darme un gran sacudón en prueba de cariño.

Era uno de mis compañeros de colegio, vecino de aquel pueblo.

—¿Qué haces aquí? —añadió—; entremos al baile y te introduciré a las bellas de mi pueblo, y sobre todo a esa hermosa

Blanca como azucena
fresca cual mariposa
y de atractivos llena…

Como dice Arriaza. (En aquel tiempo Arriaza estaba de moda todavía.)

—Pero… soy forastero… Mi vestido…

—En el Valle no hay tantas ceremonias. Ese vestido de viaje es mejor que el de cualquiera petimetre de aquí. Por otra parte quiero que veas que aquí también hay quien pueda competir con las mejores bellezas de ***. Aquí también hay quien sepa hacer que

Las gracias, envidiosas,
en su bailar ingenuo
procuren imitarla
con inocente juego.

Pasé aquella noche como todos los momaquella noche como todos los momre, es decir, sin meditar en lo porvenir y feliz con la dicha presente. Rosita acababa de cumplir quince años; edad de candor y gracias infantiles, edad en que se debe a la mujer tanto respeto y admiración por sus gracias y belleza, y protección y ternura por sus años. Era hija de uno de los principales habitantes del pueblo, por supuesto de humilde educación, y aunque de entendimiento mediano, su belleza sobresaliente entre todas sus compañeras lo había dado cierta posición elevada. Ella se sentía, por la distinción de sus encantos, superior a todos los jóvenes poco pulidos de los alrededores que la fastidiaban con sus galanterías. Así fue que yo creí ser el preferido entre todos, pues había llevado de la capital toda la finura de modales y el florido lenguaje que distinguen a los petimetres de ***, cosas desconocidas en el Valle, o al menos toscamente imitadas por los jóvenes de allí.

Después de permanecer dos días en la aldea me dirigí hacia la Costa para embarcarme, llevando en el corazón el suave recuerdo de la Perla del Valle.

Muchos años después, en medio de las borrascas y pesares de una vida agitada y ambiciosa; en medio de los combates y sufrimientos de las guerras civiles, llenas de violencias y peligros, la suave figura de la Perla del Valle se me apareció como la imagen de la patria ausente, como la personificación de un sueño de dicha entrevista en la juventud, como una promesa de virtud y de plácida alegría…

II

¡Mas ay! que el bien trocose en amargura,
y deshojada, por los aires sube
la dulce flor de la esperanza mía.
ESPRONCEDA

Quince años habían pasado cuando regresé al Valle, de tránsito para mi ciudad natal. Volvía con la amarga aunque secreta convicción de que mi vida había sido completamente estéril para mí y para la humanidad. Había bebido en todas las fuentes de la sabiduría, sin lograr ser otra cosa que un hombre mediano; me había mezclado inútilmente en muchas intrigas políticas, llevado por el vaivén de las pasiones de partido; había seguido muchas carreras sin perfeccionarme en ninguna; y persuadido al fin de mi impotencia para brillar en la esfera que había ambicionado ocupar, quería esconder mis desengaños en el seno de la ciudad natal. Me sentía viejo en experiencia si no en años, gastado de espíritu y frío de corazón.

Al atravesar la verde y risueña llanura, antes de penetrar al Valle, mi corazón, que por tanto tiempo permaneciera indiferente a todo, se estremeció, y sentí el alma llena de afán y esperanza. Desde el día en que había partido del Valle, no había vuelto a tener noticia alguna de la linda Rosita. Quince años en la vida de una mujer causan una trasformación completa, decía para mí mismo: la encontraré marchita, pobre y rodeada de hijos; o tal vez se haya ido del pueblo, o habrá muerto… A pesar de estas reflexiones, es tal el poder de la imaginación, que cada vez que veía la sombra de una mujer, o salía una niña a la ventana, detenía mi cansada mula para mirar con interés aquella figura.

Al fin llegué a la casa del hospitalario amigo de mi padre. Todo allí estaba sucio y descuidado, y en lugar del respetable anciano que salía siempre a recibir a sus huéspedes, encontré la puerta cerrada, y varios perros ladraban furiosamente desde adentro.

—¿El señor *** —pregunté a una mujer que pasaba—, no estará en su casa?

—¿El señor ***? —exclamó ésta admirada—, ¡si hace seis años que murió!

Con un doloroso suspiro me encaminé a la fonda de la aldea.

Me paseaba algunas horas después con mi antiguo compañero de colegio, hombre ya maduro, casado y cuyos discursos habían cesado de estar exornados con citas poéticas. Impregnado del estrecho patriotismo de aldea, y fatigado de su continua residencia en un pequeño círculo, se esforzaba por hacerme ver los adelantos materiales que había hecho el pueblo. Temiendo yo conocer demasiado pronto la realidad, no había querido preguntar por la suerte de Rosita.

Como en mi anterior visita hecha a la aldea, estaban sentadas aquella noche, en las puertas de las casas, grupos de mujeres vestidas de blanco; los mismos perfumes deliciosos embalsamaban el aire, y la luna, como entonces, se levantaba clara y serena tras del cercano monte. Al pasar por una estrecha y solitaria callejuela, oí un grito de mujer, grito ahogado y temeroso. Me detuve, olvidando mis meditaciones, y mi amigo calló. Al mismo tiempo se abrió repentinamente la puerta de una humilde casa ante la cual nos hallábamos, y asomó una mujer al parecer plebeya, con el pelo desgreñado, y apretando con sus desnudos y descarnados brazos una criatura contra su pecho. Nos volvía la espalda y no nos había visto.

—¡No, no! —gritó otra vez—; ¡mira que me maltratas el niño!

—¡Ma has de entregar la plata! —contestó desde adentro una voz ronca.

Un hombre salió entonces, y al ver que éramos testigos de su brutalidad, dijo con rabia concentrada y acompañando sus palabras con los más crueles insultos:

—¡Entra, mujer, entra! —y al empujarla, ésta perdió el equilibrio y soltó al niño, que hubiera caído al suelo si yo no me hubiera apresurado a recibirlo en mis brazos.

—¡Gracias, caballero! ¡gracias! —dijo ella acercándose a recibir el niño, que asustado lloraba lastimosamente.

Me estremecí de angustia… Esa voz, esos ojos… ¡no puede ser!, dije para mí.

La mujer entró precipitadamente, mientras que el hombre, al conocer a mi amigo, permanecía callado, con el sombrero en la mano, recibiendo las recriminaciones de éste por su conducta respecto de una débil mujer.

—Es cierto, señor —contestó éste al fin con humildad—; pero esta mujer no es como todas: toda la plata que gano la quiere tener para comprar frioleras. Y tiene un orgullo, un tono…

—Es preciso recordar lo que fue —dijo mi amigo.

—Y no olvidar lo que es. Pero… , también es cierto que cada uno debe gobernar en su casa.

Y entrándose, cerró la puerta sin saludarnos.

—¡Pobre Rosita! —exclamó mi amigo un momento después—; ¡pobre perla!

—¿Es cierto eso? Me parece imposible. ¿La linda Rosita en ese estado?

—Tú la conociste, creo, cuando era la más bella joven del Valle. Su historia… Pero eso no te interesará.

—Sí, sí —dijo muy conmovido—; ¡cuéntame su vida!

Mi amigo me miró asombrado y habló así:

La vida de la que llamábamos Perla del Valle se puede resumir en tres palabras: ociosidad, coquetería y vanidad. Acostumbrada desde niña a ser admirada y consentida por todos, creyó que sus bellas manos y sus lindos ojos no debían ocuparse nunca. En esa ociosidad continua, su espíritu se fue falseando poco a poco. Rechazó a cuantos le propusieron casamiento, tanto porque creía que nadie la merecía, como porque pretendía gozar lo más posible de su libertad. Pero al cabo de algunos años, viendo que sus admiradores se habían consolado fácilmente de sus desdenes, que su belleza empezaba a marchitarse y que el príncipe de sus sueños no parecía, quiso recoger todos sus encantos para hacerse amar y conquistar de nuevo a los que la habían abandonado. En una palabra, se hizo coqueta, y esa coquetería quedando sin fruto, fue progresando de día en día. Se enfermó su padre por aquel tiempo, y lo fue a recetar un joven médico recién venido de la capital. Rosita, olvidando todo sentimiento de delicadeza, tendió sus lazos al borde del lecho de su padre, queriendo avasallar al médico… Pero desgraciadamente para la aldeanilla sin experiencia del mundo, sus sencillos lazos no pudieron luchar con los del hombre acostumbrado a toda clase de intrigas… En fin, quien cayó en el lazo no fue él, sino ella.

—¡Desgraciada!

—Murió su padre y se acabaron los últimos restos de respeto que se le tenía, por consideración al honrado anciano; la buena sociedad de la aldea no quiso recibirla como antes.

Una noche desapareció del pueblo, después de unas fiestas muy concurridas que hubo aquí. Al cabo de algún tiempo volvió, pero acompañada por ese hombre que acabamos de ver; es vecino del lugar, pero de la clase más humilde. Ella dice que es su esposo, y él la maltrata cruelmente.

—¿Y estará muy pobre?

—No, para el rango que ocupa tiene lo suficiente. Ese hombre es carpintero laborioso.

—¿No pertenecía ella, pues, a la mejor sociedad del pueblo?

—Sí; pero su coquetería descarada hizo que la rechazasen, y entonces se vistió como las cintureras (así llaman aquí a las mujeres del pueblo), en cuyos bailes era acogida con orgullo. Desde entonces no se junta sino con esa clase de gente.

—¡Qué lección para las que creen que pueden ser coquetas impunemente! —añadió mi amigo—; Lo que faltó principalmente a esa niña fue una buena educación, que pudiera impedir que se desarrollasen en ella los perniciosos impulsos que naturalmente debían dominarla en su posición excepcional como perla de aldea.

Al día siguiente salí del Valle, dejando sepultada en él la última ilusión. Entonces conocí la parte que había tenido en mi vida la memoria de la Perla del Valle, pues al perder su prestigio me sentí profundamente desalentado. ¡Es tan cierto que la influencia de una mujer, sea buena o mala, forma el carácter del hombre! Mis faltas provenían de haber perdido desde niño a mi madre, y muchos de mis buenos impulsos, del recuerdo de una mujer a quien yo había revestido de virtudes imaginarias… »

Tal es la sencilla historia que nos ha contado Ricardo, uno de nuestros mejores amigos. La trasmitimos al lector con la misma sencillez y absoluta fidelidad.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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