Manuelita

Soledad Acosta de Samper


Cuento


«Quiconque n'oublie pas, a vraiment aimé,
et la fidélité de la mémoire est l'un des gages
les plus assurés de ce que vaut le coer.
»

Guizot
 

El siguiente día se anunció nublado y lluvioso; pero al llegar la noche la atmósfera se serenó. Después de tomar el chocolate de la oración salimos al corredor como teníamos costumbre de hacerlo: la luna no había parecido aún, pero se veía hacia el occidente aquel resplandor azulado que indica que en breve aparecen sobre el horizonte.

—¿Ya olvidó usted, amiga mía, que anoche ofreció contarnos cierta historia? —preguntó Matilde con su voz suave y triste.

—No por cierto —contestó mi hermana—, y para cumplir mi oferta he procurado recordar pormenores casi olvidados; de modo que si usted lo desea comenzaré mi relación.

—¡De mil amores; empiece usted!

—«Estando yo muy joven —comenzó mi hermana—, salía con frecuencia a pasear con una anciana tía a quien queríamos mucho, tanto por su carácter bondadoso como por cierta instrucción innata que hacía su conversación en extremó amena y agradable.

Una tarde, después de haber vagado algún tiempo por las colinas de San Diego, nos sentamos sobre un pintoresco barranco cubierto de florecillas silvestres y de musgos, desde donde se podía contemplar el paisaje que se extendía a nuestros pies. En primer plano veíamos el convento solitario, con sus anchos huertos y frondosos árboles y verdes plantaciones por entre las cuales se paseaban los frailes hortelanos. Mas lejos se abrían las alamedas hermoseadas aquí y allí por grupos de rosales silvestres, borracheros y enanos saúcos. Los rayos del sol en el ocaso hacían brillar las distantes lagunas en la llanura, los campos y cerros toman aspecto soñoliento, y el horizonte empezaba a cubrirse de arreboles. A nuestra derecha se alzaba el gigante Monserrate y a la izquierda se veían apiñadas las casas de la ciudad dominadas por tal cual torre elevada. Leves nubecillas atravesaban el cielo azul, como pensamientos vagos en un espíritu sereno, formando fantásticos grupos y destacándose de los grandes nubarrones que procuraban a porfía ocultar el sol en su poniente.

La naturaleza entera estaba en calma, y los rumores humanos llegaban apenas hasta nosotros como un eco lejano. Pero un espectáculo al parecer sin interés me conmovió: un carro mortuorio volvía lentamente del cementerio y los que habían ido a acompañarlo caminaban aprisa por la alameda, como deseosos de olvidar al que no tenía ya lugar en este mundo.

—¡Oh! —exclamó—, ¡qué triste es aquello! —y mostraba el cementerio circundado de tapias y sombreado por muchos árboles.

—Sí —contestó la tía Manuelita—, allí me están esperando casi todos los que conocí en mi juventud.

—Y pensar —dije con amargura— que, dentro de poco, nosotros también estaremos allí ¡olvidados como los que yacen en la tierra!... Pocos, muy pocos son los que quedan indeleblemente grabados en el corazón de los que sobreviven, y aún estos desechan su recuerdo como una pena importuna.

—Te equivocas —contestó, con dulce aunque melancólica sonrisa, mi compañera—: la juventud lo exagera todo; no se debe juzgar únicamente por las apariencias. No sólo no se olvidan los que murieron (por lo mismo que no nos acordamos sino de sus buenas cualidades), sino que con frecuencia sucede que el recuerdo del que ya no existe es más sagrado que el de los que viven y pueden defenderse y luchar con nuestros afectos...

—¿Dudas todavía? —añadió viendo que no le replicaba—, voy a referirte, para convencerte de la verdad de mis palabras, un episodio..., o diré más bien, arrancaré una página de la memoria; la página oculta de la vida de... una amiga mía.

Después de un momento de reflexión empezó de esta manera.

'En una hermosa tarde de enero de 1823, un sol suave y refulgente doraba las ventanas de una quinta situada a orillas del Fucha, que corría tranquilamente por en medio de las praderas y bajo algunos árboles que se inclinaban sobre su imagen y a cuyo pie las olorosas florecillas formaban una blandísima alfombra. Los muros de la casa llegaban casi hasta la orilla del río, y algunos cerezos y sauces levantaban sus cabezas por encima de las tapias; el relincho de los caballos, el ladrido de los perros, el mugido de las vacas y terneros y los gritos lejanos de los que corrían en los cercanos potreros, unido al suave murmullo del río, todo esto formaba, una música campestre, cuyos acordes animaban el tranquilo paisaje.

Un gallardo joven vestido de paisano, saltando, sobre las piedras del río lo atravesó rápidamente, y llegó frente a la casa en el momento en que uno de sus balcones se abría repentinamente para dar paso a dos risueñas niñas que se recostaron sobre la baranda. Al ver los ojos del desconocido fijos en ellas con curiosidad, ambas se retiraron avergonzadas. Pero el caminante conocía sin duda el carácter femenino, y al cabo de un momento volvió sobre sus pasos seguro de hallarlas otra vez en el balcón.

—¡Has hecho una brillante conquista! —le dijo la una niña a la otra al ver que el joven se había detenido antes de pasar el río y las miraba atentamente.

—¡Qué loca eres! —contestó la otra— ¿porqué había de ser a mí a quien miraba? ¿no estamos juntas?

—¿Quieres, Manuelita, que te diga en qué lo conocí? En que al pasar lo pude examinar atentamente y sin embarazo, porque su mirada no buscaba la mía.

—Pero, Carmen, tú sabes que nunca llamo la atención, cuando tú sí, porque eres bella.

Efectivamente la hermana mayor era primorosa; aunque pequeñita, era tan bien torneada y sus formas tan perfectas que nadie pensaba en su estatura; tenía ojos grandes, húmedos y expresivos, y sus finos cabellos negros ondeaban en caprichosos bucles en torno de su cuello blanco y puro como el de un niño.'

—¿Y la otra? —dije viendo que mi tía callaba.

—La hermana menor era morenita pálida —me contestó con embarazo—; tenía bellos ojos melancólicos, decían y una abundante y larga cabellera, pero sus facciones no eran bellas, y para fijarse en ella decían sus amigas, era preciso buscar el alma y no la belleza física.

—¿Y se llamaba Manuelita? —pregunté.

—¿Por qué lo dices?

—Lo acaba usted de decir —contesté sonriéndome.

—Eso no importa..., sigamos nuestro cuento.

'Desde esa tarde no había día en que el joven no pasara por el camino de Fucha; algunas veces iba a pie y sencillamente vestido, otras a caballo, luciendo un bello uniforme de coronel de húsares. Pasaba horas enteras sentado en una piedra en la orilla del río y se turbaba cada vez que Carmen y su hermana llegaban en sus paseos hasta donde él estaba; pero aunque las saludaba con particular atención nunca se hizo presentar en su casa... Aunque Manuelita miraba al joven con la atención e interés que siente toda mujer por el primero que le revela un sentimiento desconocido, comprendía que su corazón permanecía libre.

La familia de Manuelita volvió al cabo de un mes a Bogotá y las dos hermanas dejaron de ver al joven militar. Entonces supieron por casualidad que la familia de Mauricio (así se llamaba) padecía una enfermedad terrible y hereditaria, y que su padre, antes de morir, le había hecho jurar que jamás se casaría; a consecuencia de esto, y porque se creía que empezaba a sentir los síntomas precursores del mal, de repente se retrajo completamente de la sociedad abandonando la carrera militar.

Al dejarle de ver Manuelita casi olvidó hasta su existencia, pues en varios bailes y tertulias a que había asistido en esos días, encontró al que podía amar, y el amor, esencialmente egoísta, ofusca de tal manera que hace olvidar cuanto antes solía interesar.

¿Cómo comprender jamás el móvil secreto, la verdadera causa de la simpatía? Hay personas cuya primera mirada remueve todas las fibras de nuestro corazón, mientras que las de otros nada significan sino una común cortesía que nos deja indiferentes. Felizmente no han podido explicar esos secretos del espíritu, porque al haberlo hecho nos habrían defraudado de la más bella poesía de la vida: el misterio.'

Al decir esto la tía Manuela se inclinó y arrancando una florecilla que crecía a sus pies se puso a deshojarlo lentamente.

'En diciembre del mismo año —añadió después de un momento—, estando Bolívar ausente de la capital, el general Santander, encargado del poder ejecutivo, notificó a los Colombianos que al fin el territorio de la república estaba completamente libre, habiéndose rendido la última fortaleza venezolana que quedaba en poder de los españoles. Pocos días después el primer ministro plenipotenciario de los Estados Unidos fue recibido en Bogotá. Recuerdo que entonces se dieron varios bailes en palacio para festejar acontecimientos verdaderamente importantes, pues era tan necesario para nosotros vencer a los últimos españoles como el ser públicamente reconocidos por un país como los Estados Unidos de América.

Una noche toda la sociedad bogotana estaba en movimiento, pues se había anunciado que el baile que tendría lugar en palacio sería el último por entonces. Un viento helado silbaba por en medio de las calles y una menuda lluvia caía oblicuamente sobre los empedrados y los hacía resbalosos; tiempo excepcional en Bogotá en aquel mes, el más despejado de todo el año. Así fue que a pesar de la lluvia los convidados llegaban a palacio uno a uno o en grupos, y una multitud de curiosos obstruía la puerta hasta la acera de enfrente. Entre estos se notaba un hombre embozado en su capa y recostado contra la pared, que no tomaba parte en las conversaciones de los demás; pero de repente se movió y acercándose a la puerta miró con marcada atención a dos muchachas que entraban alegremente al baile.

—¡Míralo otra vez! —dijo Carmen a su hermana haciéndole notar al embozado.

—¡Cierto... —contestó Manuelita—, el amigo de Mauricio Valdés!

—Siempre lo encontramos en todas partes —dijo la otra sonriéndose—, pero en nombre de su amigo..., y te mira por procuración.

Las niñas entraron al baile y olvidaron completamente al embozado, quien poco después entraba a una antigua y desmantelada casa no lejos de palacio. Un sirviente lo aguardaba en la puerta y al verlo exclamó:

—¡Ah, señor don Jacobo, lo aguardábamos con la mayor ansiedad! Mi amo ha tenido un nuevo acceso y el médico me dijo que le advirtiera que no duraría muchas horas.

Jacobo entró al aposento del moribundo. La pieza era espaciosa pero carecía de comodidades. Una ventana sin cortinas dejaba penetrar por los cristales los tristes destellos de la opaca luna, que envuelta en nubes alumbraba apenas, mezclando sus pálidos rayos a los rojos e intermitentes de una vela expirante tapada con una pantalla, lo que si no procuraba la claridad necesaria bastaba para hacer visible en todas partes aquel desorden y descuido que indica que la mano delicada de una mujer no vigilaba al enfermo. El centro del cuarto lo ocupaba una gran cama de forma anticuada y rodeada de cortinas, de entre las cuales salió una voz débil y quejumbrosa preguntando:

—¿Todavía no ha venido Jacobo?

—Sí, querido Mauricio, aquí estoy...

—¿La pudiste ver?

—Sí; en la puerta de palacio.

—¿Dichosa, alegre, indiferente como siempre?

—No pienses más en ella —le contestó el otro interrumpiéndolo—; hablemos de cosas más serias... ¿No te acuerdas que me exigiste una promesa para cuando fuese tiempo...?

—¿Cuál?

—La de decirte la verdad cuando..., cuando se acercara el instante supremo.

—¿Ya? —contestó dolorosamente el moribundo; y permaneció un momento callado, mientras su amigo le apretaba la mano con emoción.

—Sin embargo —añadió—, es difícil resignarse así a la muerte cuando el corazón está aún lleno de vida.

Después siguió dando algunas órdenes, mandó traer un sacerdote y llamando a Jacobo a su lado le dijo:

—Voy a pedirte el último favor: aunque esto parezca fútil en momentos tan terribles, no puedo resignarme a morir completamente para ella; ¡morir mientras ella baila contenta! Quiero que Manuelita guarde de mí un recuerdo que no pueda olvidar..., ¡prométeme hacer lo que te pido!

—Lo que quieras...

—Pues, bien: de aquí a un rato... (siento que para esto no tendrás que aguardar mucho) cuándo hayas recogido mi último suspiro..., anda al baile de palacio...

—¿Al baile?...

—Sí; al baile... Busca allí a Manuelita y dile, dile que yo he muerto mientras ella bailaba. Estoy seguro de que si le dices esto, nunca me olvidará.

—Pero...

—¡No, no me niegues este consuelo que será el último!

Jacobo ofreció lo que le pedía para tranquilizarlo. Algunas horas después dejó al sacerdote que había asistido a Mauricio en sus últimos momentos, al lado del cadáver, y fue a cumplir su orden postrera.

Un baile sin un romance empezado en el corazón es una burla: es preciso tener alguna ilusión para que el baile sea interesante. Entonces cada danza es un drama, cada paso una escena y cada mirada que se cambia un dúo de dicha y de dolor. Por eso el baile no es propio sino cuando el corazón está nuevo todavía.

Manuelita bailaba y se sentía feliz, conversaba y reía con inocente alegría, cuando habiéndose detenido un momento durante un valse oyó que la llamaban y una voz le dijo al oído estas palabras:

—Mauricio Valdés acaba de morir... Usted fue su último pensamiento y mientras eso... ¡usted baila!

Las mujeres saben quién las ama y quién las olvida, por una intuición natural; Manuelita sabía que su admirador de Fucha no la había olvidado, y aunque no lo veía, comprendía que Jacobo espiaba sus pasos para darle noticias de ella.

Aquellas palabras la conmovieron hondamente, y sintió en su corazón una infinita compasión por el desgraciado joven; pero no se desmayó como una heroína de novela; acabó de bailar en silencio y casi maquinalmente la comenzada pieza. La noche estaba ya tan avanzada que por las ventanas abiertas entraba un fresco airecillo nuncio de la próxima aurora. Manuelita se acercó a su padre y a su hermana y sin manifestar turbación les propuso regresar a su casa.

Bastó el tiempo trascurrido hasta llegar a la casa para que aquella niña, tan alegre una hora antes sintiera que su corazón había pasado por una dolorosísima crisis, y cuando al fin se halló sola en su aposento comprendió que su espíritu había madurado en pocos momentos haciéndole ver la vida de otra manera. Mientras era dichosa y se divertía, Mauricio moría pensando en ella... Una negra nube parecía envolver su porvenir...

Pasaron muchos años —continuó mi tía—; Manuelita siguió las vicisitudes de la vida en sus dichas y en sus penas, pero la impresión sentida aquella noche no se borró jamás de su memoria. Mil cosas le renovaban el recuerdo del desgraciado Mauricio y cada vez que iba a la quinta en cuyos alrededores lo vio por primera vez o pasaba por frente a la casa donde murió, una lágrima, un suspiro ahogado la conmovían y perturbaban la tranquilidad de su espíritu. ¿Pero ese afecto silencioso de un cuasi desconocido qué lo podía importar?, me preguntaras acaso. Parece inverosímil, y sin embargo no invento nada. Acaso Manuelita se culpaba de ingratitud y sentía cierto remordimiento porque mientras vivió Mauricio jamás le dio una mirada ni le dedicó un pensamiento de cariño, por lo que tácitamente había resuelto guardarle en el fondo de su memoria un recuerdo silencioso, oculto y tal vez más duradero que el afecto probablemente pasajero que hubiera sentido por él en otras circunstancias.

Al acabar su relación mi buena tía se levantó y empezó a bajar en silencio la colina; yo la seguí y al tomarle el brazo notó que se le habían humedecido los ojos y estaba conmovida.

—Ya sé quién es Manuelita —le dije apretándole la mano—, y ahora comprendo que no todos los corazones tienen el don de olvidar.»

* * *

Cuando mi hermana acabó de hablar permanecimos algunos momentos calladas... La luna se alzaba ya sobre el horizonte, pero las nubes que se habían amontonado en ese punto nos impedían verla.

—¿En qué meditan ustedes? —exclamó mi tío llegando al corredor de improviso—. ¿En qué piensan que están tan mustias y calladas?

—Pensamos —le contesté sonriéndome—, en el corazón y sus misterios.

—Efectivamente —repuso sentándose a nuestro lado y haciéndose aire con el ancha ala de su sombrero de paja—; efectivamente el corazón es un misterio tan incomprensible que sólo Dios sabe leer en él con exactitud. Hace un momento que una pobre mujer me refirió, aunque muy de paso, una parte de su vida..., probablemente se morirá esta noche; para ella será un descanso, pues su existencia sólo ha sido un manantial de amarguras.

—¿Viene usted —preguntó mi hermana con interés—, de ver a Mercedes Vargas?

—Sí; y me dijo, si mal no me acuerdo, que te había contado su vida en todos sus pormenores.

—Cierto: ¡pobre mujer! parece que le inspiré confianza, y como lo que me refirió no carece de interés hasta cierto punto, para no olvidarlo lo escribí.

Mi hermana, accediendo al deseo que todos le manifestamos de oír su relación, se levantó para irla a buscar. Mientras aguardábamos oímos cómo se levantó la brisa a lo lejos y al acercarse gemía tristemente entre los árboles vecinos, y en el cielo las nubes impelidas por el viento empezaron a dispersarse en diferentes direcciones. De repente al rumor de la naturaleza se ve mezcló otro más distinto y más fuerte, y en breve pudimos distinguir ruido de voces y de caballos en la puerta de atrás o portón de la casa.

—¡Es Enrique! —exclamó Matilde poniéndose en pie y apretándome la mano.

Las nubes se habían rasgado y al través de un tenue velo la luna nos miraba, e iluminando la pálida fisonomía de Matilde hacía brillar una lágrima que temblaba desprendida de sus largas pestañas.

—Vamos, le contesté a su mirada, haga usted un esfuerzo, manifiéstese cariñosa ¿cómo no ha de enternecerle alguna vez una mirada afectuosa de su parte?

—Sí; tal vez —dijo ella deteniéndome con cierto ademán de duda, y con voz apagada añadió—: pero me falta la energía, el valor..., y tal vez hasta el deseo.

Al decir estas palabras entrábamos a la sala adonde estaba don Enrique; ella se apresuró a tenderle la mano, él la recibió con cierto interés, y le preguntó por su salud con una solicitud que se esforzaba por ocultar.

Pero don Enrique no estaba solo: otro caballero lo acompañaba y Matilde al verlo dio un grito de alegría y corrió hacia él.

Era un hermano suyo que no veía hacía muchos años a causa de hacer largo tiempo que estaba fuera del país.

—Querido Felipe —le dijo estrechándole las manos—, cuánta alegría me da el verte..., te esperaba pero no tan pronto.

—Veamos si has cambiado mucho —le contestó él con cariño acercándola a la luz—. La última vez que te vi —añadió—, acabábamos de perder a nuestra madre, pero ibas a casarte... Desde entonces han pasado muchos años, mi pobre Matilde, y de nuestra familia sólo quedamos tú y yo... y Enrique. Nos debemos querer mucho los tres, ¿no es verdad?

—Es verdad —dijo ella bajando los ojos.

—Enrique me refirió en el camino que habías estado enferma...

—Pero ya estoy buena —contestó Matilde—, gracias a estas bondadosas samaritanas.

La conversación se hizo entonces general, pero al cabo de un rato don Felipe le dijo a Matilde viéndola callada:

—Has de saber que yo no permito en torno mío sino gente alegre y de buena salud; te lo advierto. Tengo el proyecto de llevarte por algún tiempo a Bogotá para que conozcas a mis hijas; las pobres no tienen madre cómo tú sabes...

—¿Y Enrique?

—Enrique nos acompañará si sus negocios se lo permiten... Además ¿acaso están ustedes en la luna de miel, después de seis años de matrimonio, para que no puedan separarse por algunos días?

Matilde se sonrojó y bajó los ojos, pero noté que don Enrique a pesar de su impasibilidad, sintió cierta emoción agradable al oír que Matilde había pensado en la separación.

Don Felipe era un hombre de cerca de cincuenta años, de hermosa presencia, amable fisonomía y modales afables y cultos. Según lo anunció debían volver a la hacienda dos días después y en la siguiente semana partiría Matilde directamente para Bogotá con su hermano, acompañándolos don Enrique una parte del camino.

Al día siguiente supimos que la pobre mujer de cuya vida desgraciada tratábamos cuando llegaron los viajeros, había muerto durante la noche, y mi hermana, que tomó mucho interés en favor de ella, nos suplicó que la acompañásemos a la iglesia.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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