Margarita

Soledad Acosta de Samper


Cuento



Qui voudrait te guérir, immortelle douleur?
Tu fais la trame même et le fond de la vie.
S'il se mêle aux jours noirs quelques jours de bonheur,
comme des grains épars, c'est ton fil qui les lie...

 

André Theurat

La siguiente tarde antes de oscurecer nos volvimos a reunir y don Felipe dijo con cierto aire conmovido:

—Ya que ayer hablábamos del corazón de la mujer, quiero, sin más preámbulos, referirles una historia de la cual tuve conocimiento por varias circunstancias casuales.

Todos nos preparamos a escucharlo, y él empezó así:

I

Sobre un costado del árido y pedregoso cerro de Guadalupe, que domina la ciudad de Bogotá, se veía en diciembre de 1841 una pequeña choza, cuya limpieza, la blancura de sus paredes y el empedrado que tenía delante de su puerta, indicaban tal vez pobreza pero no incuria, enfermedad moral de todo el que sufre. La choza estaba rodeada por una cerca de piedras colocadas sin arte ni simetría, y cubierta por matorrales de espinos, rosales silvestres, borracheros blancos y amarillos, arbolocos y raquíticos cerezos. En torno de la habitación corrían y engordaban varios cerdos y gallinas que vivían amistosamente con algunos perros hambrientos y un gato de mal genio. En la parte que quedaba detrás del rancho se veía una sementerilla de maíz y de otras plantas que vegetaban a duras penas entre las piedras del cerco.

Del lado de afuera de la cerca, en una esquina sombreada por matorrales de rosas y espinos y un cerezo, estaban dos personas sentadas sobre la verde grama. Eran dos jóvenes: un indio robusto y mozo, de cara cuadrada y amarillenta y vestido como soldado de aquella época, es decir, de calzón de manta, chaqueta azul con vueltas coloradas y el pie desnudo; y una muchacha de unos diez y seis años, también de raza indígena, pero algo más blanca, pequeñita, rolliza y colorada. Esta última, cabizbaja y triste, volvía la mirada de vez en cuando hacia la choza como si temiese que la vieran desde allí.

—Quería, Jacoba de mi vida —decía el indio—, decirte adiós a solas, pero deseaba también explicarte lo que hasta ahora no me había atrevido a confesar... Yo te había dado mi palabra de casamiento, pero no puedo engañarte más; tu padre me sirvió mucho, me salvó la vida en la acción de la Culebrera, e impidió que me cogieran prisionero, trayéndome a su casa, donde me curaron las heridas...

—¿Y por qué te asistimos con cariño me quieres abandonar?

—No es por eso... al contrario; es que no te quiero engañar, ni a tu padre que es un hombre honrado... ¡Jacoba, soy casado!

—¡Casado! —exclamó la muchacha, levantando las guedejas de pelo negro que le caían sobre los ojos. Miró por un momento espantada a su compañero, pero viendo la seriedad con que éste hablaba, se separó de su lado y volviéndole la espalda prorrumpió en amargo llanto.

—No llores, vida mía, que me partes el alma —dijo el soldado acercándosele y rodeando con su brazo el ancho talle de la india, mientras ella ocultaba la cara con el pañuelo rabo de gallo que llevaba al pecho.

—Escucha, Jacoba —añadió—: ahora un año, viviendo en Funza, una vieja, mi vecina (¡que Dios la perdone!) se empeñó en casarse conmigo..., yo no ganaba nada..., ella tenía una sementera de papas y un trigal: el señor cura me habló también, y al fin y al cabo nos casó. Pero apenas me remachó esa hija de Satanás que se volvió gata brava... Tanto me desesperó, que una noche me fugué de la casa con la intención de no volver a poner jamás los pies donde ella estuviera.

En el Socorro me enganché con los de González y ya sabes lo demás... Aquí me topé contigo y no pude menos que quererte cuando me mirabas con esos ojos de miel..., pero ayer me vio el taita y me preguntó para cuando era el casorio: esa pregunta me remordió la conciencia, y en lugar de contestarle me fui derecho al cuartel y senté otra vez plaza de soldado; pero ahora con los del gobierno: mañana me voy para Antioquía, como te decía.

Jacoba redobló su llanto, pero no contestaba.

—¡Jacoba! —exclamó el soldado exasperado— No me guardes ojeriza: mira, aquí te traje esta crucecita para que la ensartes en tu rosario y te acuerdes de mí cada vez que la veas.

La muchacha levantó entonces la cabeza y miró al soldado con aire de profunda pena, mientras que por sus mejillas redondas y coloradas corrían gruesas lágrimas, como lluvia sobre un campo de amapolas.

—No quiero tu cruz —dijo al fin rechazándolo, y con la voz ahogada por los sollozos añadió—: ¿Qué dirá mi taita cuando lo sepa? ¿Y mi mama qué dirá?

—¿No quieres ni acordarte más de mí, Jacoba, aunque me maten en la primera acción en que me halle?

Jacoba fijó en él otra vez los llorosos ojos, y vencida por la expresión humilde y triste del indio, alargó la mano, recibió la cruz del soldado sin contestar, la miró un momento y se la echó al seno al recoger una vasija llena de agua que tenía a sus pies. El indio, para ocultar su enternecimiento, se despidió en silencio y echó a andar hacia la ciudad. Jacoba se detuvo a mirarlo por la última vez, pero oyendo voces por el camino y temiendo encontrarse con alguien que le pudiese preguntar la causa de su llanto apresuró el paso, mas al llegar a la puerta de madera que separaba del camino el patio de la choza, tropezó y cayó al suelo, rompiendo la vasija e inundándose de agua.

Se levantó muy abocharnada, e iba a entrar a la choza cuando salió de ella una mujer que viendo los tiestos regados por el suelo arremetió sobre ella con un palo de escoba que llevaba en la mano. La tempestad de regaños y gritos duró largo tiempo; se oían a una vez la rabiosa voz de la mujer y las súplicas y quejidos de la víctima, la cual lloraba ruidosamente, más bien a causa de la pérdida de su amante que por los golpes que recibía.

En esto las personas que sin quererlo ahuyentaron a Jacoba llegaban al sitio en que se habían dicho adiós los dos indios. Era un grupo de cinco personas. Adelante iban dos alegres niñas de 15 a 16 años, seguidas de una señora como de cuarenta, de dulce y amable fisonomía, que conversaba con otra más joven. Esta vestida de luto riguroso, era de aquellas personas que vistas una vez no pueden olvidarse: velaban sus grandes ojos negros, largas, sedosas y crespas pestañas y los realzaba el arco perfecto de sus pálidas cejas; pero la sombra azul debajo de sus párpados y la palidez de su rostro indicaban una pena concentrada y profunda. Venía a su lado un joven, cuya vista no se separaba un momento de la enlutada, siguiendo solicito cada paso que daba para ofrecerle su brazo y apoyo.

—Detengámonos aquí un momento, Margarita —dijo la señora a quien llamaremos Justina, dirigiéndose a la enlutada.

Todas se sentaron: las muchachas a algunos pasos de distancia de Margarita, el caballero recostado a los pies de ella sobre la grama, y Justina dividiendo los dos grupos.

—¡Qué tarde tan bella! —exclamó ésta, fijando sus miradas sobre el alto Monserrate, que iluminado por los rayos del sol brillaba con dorada y suave luz. El cielo estaba azul y trasparente y en su apariencia todo respiraba paz y felicidad.

—Qué de bellezas en el cielo y tranquilidad en el suelo —añadió Margarita— ¿no es cierto Eugenio, que las obras de Dios son muy bellas?

—¡Encantadoras! —contestó éste admirando la expresión de dulzura que se leía en ese momento sobre la pálida frente de su compañera.

—¿No es mejor —repuso Justina—, pasear y contemplar esta naturaleza llena de encantos, que permanecer siempre entre cuatro paredes sombrías?

—Ciertamente —contestó Margarita—, pero... —y una expresión de melancolía, expresión de dolor concentrado y amargo, se difundió como una sombra por su fisonomía un momento antes tan serena.

—Margarita —dijo en voz baja el joven—, usted me prometió dar una hora de tregua a sus penas; cúmplamelo, y déjeme ver en sus ojos aquella luz tranquila que es mi único consuelo; ¡oh! —añadió—, ¡si me fuera posible verla un momento alegre, festiva como antes!

—Estoy contenta, ahora, Eugenio —contestó ella sonriendo al fijar involuntariamente su mirada en la del joven, que la contemplaba con aire de súplica; pero un momento después apartó sus ojos para ocultar las lágrimas que subieron a ellos.

En eso los gritos de la indiecilla se hicieron tan agudos dentro de la choza, que todo el grupo se levantó para buscar con la vista la causa de semejantes alaridos.

—¡Qué gritos son éstos! —exclamó una voz fuerte, y vieron llegar a un viejo inválido, quien al ver lo que pasaba levantó el bordón, y como Neptuno en el primer canto de la Eneida calmó la tempestad. «Hizo huir la nube sombría, restableció la claridad.»

Quitándole a la vieja (que sin duda hacía el papel de Juno) el palo de escoba, puso en libertad a la Venus indígena. La vieja se retiró refunfuñando y la muchacha huyó, despavorida a desahogar sus penas detrás de la casa, seguida por una guardia de honor compuesta de cerdos, perros y gallinas, los cuales enseñados a recibir de sus manos el alimento diario la acompañaban a todas partes.

Al tiempo de ponerse en pie, Margarita vio brillar entre la grama la crucecita de plata regalada por el indio a Jacoba y perdida por ésta en su fuga. Se estremeció al verla y se la enseñó a Eugenio en silencio. Éste la tomó en sus manos y le dijo conmovido al cabo de un momento.

—Permítame usted, Margarita, conservar esta cruz que hallamos a nuestros pies, como el recuerdo de uno de los momentos más dichosos...: que ella sea la señal de una esperanza con que he soñado aquí, así como es el emblema de la fe que a ambos nos domina.

—Guárdela usted —contestó Margarita en voz baja—: acaso algún día le sirva no para recordar un momento de esperanza ilusoria, sino para traerle a la memoria la mujer que... que ha puesto su existencia a la sombra del que murió en una cruz.

—¡Margarita! —exclamo el joven con acento doloroso, al ofrecerle el brazo para continuar su paseo— ¡Margarita, qué cruel es usted!

Pero antes de continuar mi relato, bueno será decir quiénes eran mis héroes.

II

Margarita Valdez, hija de un honrado comerciante de Bogotá, quedó huérfana desde muy niña, y su tutor, deseoso de salvar su responsabilidad, viéndola joven, hermosa y sin ningún pariente cercano que la pudiese proteger, procuró casarla tan luego como saliera del colegio. Su modesta belleza llamó la atención de un militar de edad madura que pidió su mano, y antes de presentarse en la sociedad Margarita se vio casada. Su esposo, el coronel Perdomo, era el primer hombre a quien había oído decirle palabras de ternura, y en su entusiasmo juvenil lo revistió con todas las virtudes con que las niñas adornan al personaje de sus fantasías.

Sin embargo, las contrariedades y la prosa de la vida, los modales bruscos del militar y las expresiones vulgares con que sazonaba su lenguaje en la intimidad aterraron a Margarita, lastimando sus puros sentimientos, y en breve desapareció de su corazón aquel amor delicado que abrigaba, pronto a germinar al primer soplo de ternura. Su esposo veía en ella una niña tonta y reservada, que no gustaba de sus saladas anécdotas y condimentadas historias, y a poco buscó en una sociedad poco o nada culta sus distracciones, volviendo a la casa siempre disgustado; haciendo temblar a Margarita con sus exigencias y regaños injustos, cada vez que la veía llorar y ocultarse para sustraerse a sus duras palabras y aún amenazas.

Así pasó algunos años. No tenía parientes y el coronel le había prohibido frecuentar sus antiguas amigas. La falta de familia, la soledad en que vivía y el deseo de encarnar en algún objeto digno de él ese amor entusiasta que le había sido devuelto humillándola predispusieron a una grande exaltación, que se manifestó en forma de devoción entusiasta. Vivía resignada, pues, siendo las fiestas de iglesia todo su solaz, y en fuerza de este régimen ascético su fresca belleza empezó a marchitarse y a tomar el aspecto de tierna melancolía; su callado desaliento y la indiferencia que mostraba por todo lo que sucedido en el mundo, hubieran llamado la atención de cualquier otro que no fuese el coronel.

Al fin estalló la revolución encabezada por Obando. El coronel Perdomo, fiel al partido del gobierno, tuvo que aceptar un puesto honroso en una lejana expedición al sur de la República. No queriendo dejar enteramente sola a su joven esposa en Bogotá, pues la había aislado completamente, decidió llevarla de paso hasta Ibagué, adonde vivía una hermana suya y dejarla bajo su protección.

Margarita sufrió muchísimo durante el viaje: el militar, enseñado solamente a viajar con soldados, no comprendía cómo se fatigaba tan fácilmente y la tachaba de melindrosa, lo que la obligaba a reprimir su miedo o cansancio, para que no la riñera, hasta que por fin llegó a Ibagué casi exánime.

Cuando Margarita se encontró en un clima delicioso, rodeada de perfumes y de flores, mimada y atendida por toda la familia de Justina (la hermana del coronel); cuando se vio en medio de un alegre grupo que procuraba darle gusto en todo, sintió un bienestar, una satisfacción tranquila, una serenidad de ánimo que jamás había experimentado. Poco a poco su carácter mismo parecía haber variado, su mirada recobró el brillo perdido hacía años, y un fuego interno, una luz nueva calentó e iluminó su espíritu. Sus modales retraídos y excesiva modestia cambiáronse en cierta gracia y elegancia natural: su voz dulce pero melancólica tomó un timbre animado y alegre que nunca había tenido; su andar lento e indolente convirtiose en ligero y aéreo, y sí se la hallaba en todas las fiestas religiosas parecía haber transigido con la rigidez de su vestido, y por primera vez permitió que la adornasen y cuidó de su belleza.

¡Pobre Margarita! Atravesaba sin comprenderlo el oasis de su vida desierta, el único punto brillante, el solo tiempo en que pasó horas de completo contento. ¿Quién no guarda en su memoria el recuerdo de una época en que, sin saberlo, gozaba una dicha que jamás volverá? ¡Hay años, meses, días que forman en nuestra existencia puntos brillantes sobre los cuales detenemos tiernamente nuestra mirada, al recorrer en la memoria los años que pasaron! Aquella tranquilidad cambiose en breve en una vaga aprehensión, y las horas de sereno contento en días de penas, dudas y sobresalto.

Pocas semanas después de su llegada a Ibagué se presentó otro asilado en casa de Justina. Era un joven pariente suyo, el que habiéndose declarado abiertamente defensor del partido que él creía oprimido, es decir el de los revolucionarios, había tenido al fin que dejar a Bogotá. Su lenguaje audaz, y el liberalismo de sus escritos lo hicieron notable entre los progresistas, pero siendo enemigo de las luchas armadas y teniendo, además, en el ejército del gobierno un hermano y varios parientes, Eugenio no quiso cooperar activamente en la rebelión, y viéndose amenazado de prisión en la capital, prefirió, a instancias de su familia, ir a Ibagué a espera allí el desenlace de los acontecimientos políticos.

La fisonomía interesante y bella de Margarita, su melancolía genial y el retiro forzado en que vivía, inspiraron a Eugenio una gran compasión y natural simpatía; pero en Bogotá no había visitado nunca la casa de Perdomo, que era pariente suyo, a causa de la diferencia de sus opiniones políticas, que el coronel combatía con suma brusquedad: además, porque sabía que en aquella casa no tenía entrada frecuente otro hombre que el dueño de ella.

El clima medio de los trópicos es delicioso. La vida sencilla y perezosa que se lleva, la llaneza del trato social entre los que se reúnen en las horas de descanso, la franqueza festiva de sus habitantes, los paseos a pie y a caballo por preciosos parajes, los baños en ríos frescos y cristalinos, de cuyo seno salen las muchachas con la cabellera suelta y perfumada, las noches estrelladas en que un ambiente suave circula cargado de aromas penetrantes, el canto de variadísimos bambucos al son de tiples y guitarras que se oyen por todas partes al caer el sol: todo esto despierta en el alma el sentimiento de lo bello y tal disposición a la ternura que al no tener el corazón ocupado ya por algún afecto dominante, no puede satisfacerse sino amando.

Habiendo vivido en Bogotá, en donde las costumbres son tan diferentes, Margarita pudo gozar con mayor encanto de aquellas escenas tan nuevas para ella. La llegada de Eugenio dio a su existencia un interés, una luz desconocida cuyo peligro no comprendió al principio: la amena conversación del joven fue una revelación para su espíritu, que jamás había sentido el vivificante influjo de las ideas de un hombre pensador, poniendo a su alcance materias que hasta entonces creyó áridas o incomprensibles. ¡Cuántos y cuán magníficos campos de ciencia se extendieron ante la soñadora imaginación de la joven! Dedicose nuevamente al estudio del francés que había aprendido con provecho en el colegio, y que había dejado olvidar casi enteramente. En breve pudo recorrer la pequeña librería que Eugenio llevaba consigo, adivinando lo que no comprendía con aquella intuición que distingue a la mujer, y más a la mujer amante. Olvidó en gran parte sus escrúpulos y aún llegó a leer libros que antes miraba con horror. Muy luego echó de ver que la continua sociedad de Eugenio era demasiado agradable para ella, y se propuso escasearla buscando en sus devociones y prácticas religiosas un interés mayor, pero ya este fervor místico se había enfriado, e irresistiblemente volvía a sus estudios y conversación e con aquel.

Por su parte el joven sentía más agudamente el aguijón del remordimiento, pues no podía ocultársele que su corazón se había conmovido hondamente; leía como en un libro abierto las luchas a que se entregaba Margarita, y comprendía mejor que ella lo que pasaba en su corazón. Ambos representaban la eterna imagen de la mariposa que quema sus alas en la luz que la atrae, aunque sienta el calor y comprenda el peligro.

Margarita veía en Eugenio el tipo adivinado en sus primeros años y que después creyó no existía verdaderamente. Eugenio encontró en ella el bello ideal de la mujer soñada en los raptos de inspiración poética.

De vez en cuando llegaban noticias y cartas del coronel en las que expresaba a su modo un sincero amor a su esposa. Margarita las recibía temblando y las leía llena de sobresalto y vago temor, y disgustada consigo misma se encerraba en su cuarto, pasando a solas con su conciencia largas horas de indecible angustia llorando y pidiendo a Dios fortaleza. Eugenio sentía el contragolpe de su pena, y procuraba distraerla buscando algún nuevo objeto de estudio en la análisis de obras selectas de literatura o en la explicación de los siempre interesantes fenómenos de la naturaleza.

Al terminar el mes de diciembre de aquel año la familia de Justina fue a pasar algunas horas en una hacienda cerca de Ibagué. El día sereno y luminoso, ostentaba todo el encanto de que se goza en aquel clima privilegiado. Después de haber recorrido con la familia varios puntos de donde se descubrían bellísimas vistas, Eugenio y Margarita se encontraron sin haberlo advertido y por primera vez solos. ¡Cuántas veces aquel había soñado con la fortuna de hablarle a solas dando sueltas al raudal de su ternura! Mas al ver colmadas sus esperanzas se turbó y sintió un vago remordimiento. ¿Qué deseaba saber? ¿Acaso la candorosa y expresiva fisonomía de Margarita no le había revelado mil veces sus sentimientos? Decirle lo que pasaba en su propio corazón era desgarrar el último velo de la duda, que aún podía mantenerla casi tranquila. Esto pensaba Eugenio y le sellaban los labios. Llegaron a orillas de un cristalino arroyo que corría saltando sobre piedras y brillante arena, sombreado por un bosquecillo de helechos, y se sentaron conmovidos bajo el ancho y tupido ramaje de un caucho. Ambos continuaron silenciosos, ella con los ojos bajos, él contemplándola intensamente. Había llegado el momento decisivo para la suerte de ambos, y lo que habrían querido ocultarse estallaba en su silencio mismo. Al verla tan bella y leer en su fisonomía lo que pasaba en su pensamiento Eugenio lo olvidó todo.

—Margarita —dijo tomándole una mano, que ella no tuvo fuerzas para retirar—, permítame usted que aproveche este momento para explicarle lo que pasa en mi corazón.

Pero en ese momento se oyeron pasos y una de las hijas de Justina se acercó gritando:

—¡Margarita! ¡cuánto la he buscado! ¡La necesitan de Ibagué —añadió—: llegó un expreso de Pasto!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ésta poniéndose en pie y desfallecida a impulso de emociones tan contrarias.

—No sé..., el posta lo dirá.

—¿Trae alguna mala noticia?

—Venga a la casa —contestó la niña muy turbada, mi madre la espera.

Asustada, temblando llegó a donde la aguardaba Justina, que la recibió llorando.

Perdomo había muerto sorprendido por una guerrilla enemiga.

III

Un amigo de Perdomo que había recogido sus restos, hecho enterrar el cadáver y mandado aviso a la viuda, le envió, entre otras cosas, un retrato de Margarita manchado de sangre que su esposo llevaba a tiempo de morir: «al ser la caja del retrato más grande —decía él en su carta—, la bala no habría penetrado en el cuerpo.»

—¡Oh! ¡esta muerte la he causado yo! —exclamó Margarita al leer la carta—... yo misma escogí la caja más pequeña... ¡Yo lo he matado!

—Pero, hija mía —le contestaba Justina, para consolarla—, ¿qué culpa puedes tener en ello? esto es absurdo: ¿acaso adivinabas lo que iba a suceder, o deseabas su muerte?...

—Sí; soy culpable; soy culpable —exclamaba Margarita con exaltación— ¿qué sé yo lo que he pensado en las últimas semanas? ¿Podré asegurar que todos mis pensamientos han sido dignos de mi posición, que a veces no he deseado estar libre? Dios mío y esto no era lo mismo que desear que...

Y la infeliz lloraba sin consuelo.

Había sido educada religiosamente, con doctrinas morales de suma rigidez, y no podía su conciencia transigir con la más leve falta a sus deberes. Creyó, pues, que las circunstancias de la muerte del coronel, y el haber recibido la noticia precisamente cuando estuvo a punto de olvidar sus deberes arrastrada por una inclinación ya irresistible, no eran hechos casuales, sino un aviso del cielo y el principio de un terrible castigo.

La vista de Eugenio le causaba un invencible terror, y rogó a Justina que la acompañase a Bogotá, pues Ibagué tenía para ella recuerdos demasiado conmovedores; añadiendo que pocos días después de recibir la noticia había hecho voto deliberado de consagrar a Dios el resto de sus días. Eugenio no pudo conseguir que le concediese una entrevista antes de partir.

Justina que comprendía los remordimientos y la pena de Eugenio, le aconsejó que obedeciese a Margarita y esperara de la acción del tiempo y de la sumisión el olvido de un voto hecho en los primeros ímpetus del dolor. Él partió también de Ibagué y fue a esperar en Cartagena el cambio de situación previsto por Justina, quien ofreció escribirlo para darle noticias del estado de ánimo de Margarita; pero se pasaron meses sin otro aviso que el de que aún se manifestaba firme y decidida a cumplir su voto.

Eugenio pensaba embarcarse, viajar por algún tiempo, cuando recibió una carta de Justina que le dio mucha pena. «Margarita —le decía—, está cada día más triste y abatida, y lejos de cambiar de resolución ha fijado la fecha en que debe entrar al convento como novicia. Sin embargo —añadía—, tu recuerdo continua vivo en su corazón, y creo que eso mismo la tiene tan abatida y en la persuasión de que sólo en un convento hallará el olvido completo de lo pasado. Según comprendo, lo que la tiene más deseosa de huir del mundo es el temor de que al encontrarla de nuevo le vuelvas a hablar de tus antiguos sentimientos.»

«¡Yo la salvaré!», pensó Eugenio al leer la carta. «Iré a decirle que si no quiere aceptar mi protección procuraré resignarme. Si lo exige, nunca la volveré a ver, pero le suplicaré que no entierre su belleza en un convento, que no oculte su vida en ese sepulcro de la esperanza en donde no se logran sin embargo los sentimientos del corazón.»

En aquel tiempo los bogas daban la ley en el río Magdalena, y el viajero permanecía a veces tres, cuatro y hasta cinco meses subiendo el río. Ya se puede imaginar cuál sería la impaciencia de Eugenio al sufrir la caprichosa pereza de los bogas que se detenían con los pretextos más descabellados, horas y días enteros en algún sitio porque así se los antojaba. Al fin logró ablandarles el corazón, usando por turnos de amenazas, dinero, consejos, promesas, ruegos y brandy, hasta que desembarcó en Honda a los cincuenta días de haber salido de Barranquilla.

En Honda consiguió un salvo-conducto del jefe de los revolucionarios, y tres días después se presentó en casa de Justina.

—¿Acaso he llegado tarde? —preguntó.

—No; faltan aún algunos días... pero dudo mucho que quiera verte.

—¿Está en casa?

—No; se fue a la iglesia.

—¡No le pidamos permiso! —dijo Eugenio—. Permíteme venir esta noche, y le hablaré a todo trance, pues éste ha sido el único objeto de mi viaje.

Al caer el día Margarita, más pálida que nunca, vestida de negro; llevando por único adorno sus largas trenzas de cabello castaño que barrían el suelo, estaba sentada en una pequeña butaca en el costurero, sola, con los ojos fijos en el suelo y su lánguida cabeza apoyada en su pulida mano, aunque ahora adelgazada por el sufrimiento. Había oscurecido sin que ella lo notara y continuaba sumergida en una hondísima meditación.

¡De repente la puerta de cristales de la pieza se abrió y Eugenio apareció ante su vista!

—¡Margarita!

—¡Eugenio!

Exclamaron al mismo tiempo, y permanecieron callados, presos de una emoción igual.

Margarita se calmó primero y temblando visiblemente dijo:

—¿No le había suplicado, Eugenio, que si me tenía algún aprecio, si le merecía, compasión, no se presentara nunca delante de mí?

Eugenio no contestó.

—Le ruego que se retire... —añadió—, lo quiero así.

Eugenio no se movió, y con voz conmovida:

—Margarita —dijo—, soy incapaz de desobedecerla, y si he venido ha sido para decirle adiós antes de separarnos para siempre y suplicarle que me oiga unas pocas palabras.

Ella no pudo resistir a tan humilde súplica, y sin hablar le señaló un asiento frontero al que ocupaba. Mientras que él le explicaba el objeto de su viaje ella se impregnaba, por decirlo así, de aquella voz tan querida y nunca olvidada que a pesar de todo oía en sus sueños, y que ahora la trasportaba a lo pasado. Eugenio le rogó con todo el fervor que le inspiraba su cariño que no se dejase llevar por la violencia de su pena, que esperase algunos meses más antes de empezar a cumplir un voto de eternas consecuencias hecho en momentos de exaltación.

—No fue así —le interrumpió—: lo que entonces prometí lo ratifiqué después ante Dios (aprobándolo plenamente mi confesor) resuelta a consagrarle el resto de mis días. ¿Puedo acaso quebrantar un voto tan solemne?

En vano Eugenio derramó en su oído toda la armonía, toda la elocuencia que nace de una verdadera pasión; se conmovió, pero no pudo obtener de ella sino el permiso de visitarla, estando siempre Justina a su lado, durante los días que faltaban para entrarse al convento.

Sin embargo, apenas se encontró sola y meditó en lo que había ofrecido comprendió todo lo que en ella había de peligrosa debilidad, puesto que en el fondo era darle esperanzas que juzgaba imposibles estando, como estaba, decidida a no transigir con su conciencia. Durante el día se entregaba a la práctica de una devoción exaltada y vehemente, procurando ahogar las voces de su corazón y los sentimientos que volvían a dominarla: pero cuando se acercaba la hora en que debía llegar Eugenio, una grande agitación la acometía y vagaba por la casa sin poderse fijar en nada. Al cabo de cuatro días comprendió que era preciso entrar resueltamente en una de las dos vías que se le presentaban sin poderlo evitar: olvidar su conciencia y su voto, desoír su remordimiento y seguir los impulsos de su corazón, o retroceder volviendo al estrecho sendero del sacrificio y la penitencia, sin transigir con su deber como se lo ordenaba su conciencia. Sentía que su corazón vacilaba, y quiso ponerlo a prueba. Muchas veces las mujeres ejecutan rasgos de increíble valor moral o más bien audacia, poniendo a prueba el temple de su alma, acometiendo actos que los hombres no serían capaces de ejecutar temerosos de desfallecer.

Propuso, pues, una tarde que Justina, sus hijas; Eugenio y ella fueran a dar un paseo hasta las ruinas de la iglesia que veían desde el corredor de la casa, y adonde Margarita nunca había ido.

Había fijado su suerte en aquel paseo. Pensó, con la superstición que distingue a los caracteres entusiastas, que Dios le enviaría alguna señal que le indicara cuál era el camino que debía escoger, si el de la felicidad o el del claustro...

Subieron alegremente el cerro hasta llegar al sitio en que los encontramos, al pie de la cerca de la belleza de Jacoba. Margarita se había animado más que de costumbre y respiraba con delicia el ambiente de la tarde: casi olvidaba su voto, cuando de repente ve brillar a sus pies la crucecilla de plata, emblema de la vida que había jurado llevar.

—¡He aquí la señal enviada por Dios! —pensó palideciendo al enseñársela Eugenio; el cielo no levanta nunca un voto hecho en expiación de una falta.

Continuó su paseo cabizbaja y triste. Sobre una falda elevada del alto cerro de Guadalupe se conservan aún las ruinas de una iglesia dedicada a la Virgen. Estas ruinas de las que apenas quedan la portada y algunos trozos de los muros, son doblemente tristes porque no tienen recuerdos y por consiguiente carecen de poesía; antes de que se acabase de levantar el edificio cayó sacudido por un terremoto.

Sentáronse sobre las anchas losas acopiadas para el pavimento del atrio de la iglesia. A sus pies veían la ciudad con sus calles rectas, cortadas a lo largo por caudalosos caños: numerosos campanarios relucían al sol que desaparecía en el horizonte entre nubes color de grana. Al extremo norte de la ciudad, como centinelas de la fe, estaban los conventos de San Diego y el antiguo de Capuchinos, y más lejos el campo de reposo de los que dejaban las angustias de la vida. Los largos y rectos caminos que partían en varias direcciones, se perdían en lontananza y se confundían en la extremidad de la llanura con los azulosos cerros velados por un ligero manto de niebla como tenue faja de gaza.

Ese espectáculo bello en su misma vaguedad y aparente aridez despertó en el corazón de Margarita mil pensamientos mezclados de dolor, ternura, y profundo desaliento; se sentía llena de temor y duda ante su determinación, y sus fuerzas morales desfallecían al adivinar la mirada de persistente esperanza que Eugenio tenía fija en ella.

De repente y mientras miraba la torre del convento en que debía profesar, tocaron la oración allí, y después las demás iglesias echaron al vuelo sus campanas.

—En el convento de *** dieron la primera campanada —exclamó Margarita con voz conmovida, y añadió para sí—: ¡he aquí la última orden que me ha enviado el cielo!

Entonces, tomando por última vez el brazo de Eugenio, bajó lentamente el pedregoso sendero, imagen de su vida.

Todas la siguieron. Al pasar por delante de la choza de Jacoba nadie puso cuidado en la indiecilla, que cansada de buscar la cruz perdida se había agazapado tristemente al pie de la cerca. En tanto Eugenio apretaba contra su corazón el recuerdo del soldado, sin saber que a causa de su hallazgo, Margarita cumpliría su voto y se separaría de él para siempre.

* * *

Veinte años después, un buque de vapor surcaba el mar de las Antillas en una noche tempestuosa. El bajel parecía quejarse y crujía por todas partes el viento silbaba entre sus desnudos palos y sus cuerdas; las jaulas de aves, los barriles y los bancos rodaban sobre cubierta impelidos por los violentos vaivenes. Los pasajeros se habían reunido en el salón principal y hablaban en voz baja del temporal que rugía afuera. Las señoras, inquietas algunas y aterradas otras, sacaban la cabeza de vez en cuando al través de las ventanillas de sus camarotes y preguntaban si correrían algún peligro.

—¡Dios misericordioso! —exclamó una voz repentinamente con acento de terror, y abriéndose la puerta del camarote reservado a las señoras, se presentó en ella un bulto vestido de blanco—: era una monja.

—¡Virgen santa! —dijo otra vez—, se está muriendo una monja aquí, y no hay quien la auxilie... todas las demás están postradas con el mareo y el miedo...

—¿Quién se muere? —preguntó un caballero acercándose.

—¡La madre Margarita Valdez!

—¿Me será permitido servirla en algo? —preguntó otra vez el caballero. La monja no contestó, pero él aprovechándose de un momento de terrible tranquilidad en que el buque, oprimido entre dos olas parecía recuperar fuerzas para dar otro salto sobre las montañas de agua y espuma con que combatía; aprovechando ese instante, entró al camarote.

Tirada sobre un colchón en el suelo yacía una pobre mujer en las últimas agonías de la muerte. El caballero, sumamente conmovido, se acercó e hincándose a su lado la llamó, mientras que la otra monja espantada por un nuevo sacudimiento del buque oraba con la cara entre las manos.

—Margarita —dijo el caballero inclinándose sobre la moribunda—, Margarita, ¿no me oye usted? Sabía que navegábamos juntos: ¡deseaba servirla, pero no imaginaba que fuera de este modo!

La moribunda abrió los ojos velados ya por las sombras de la muerte y los paseó por el camarote.

—¿Quién me llama? —dijo al fin.

—Yo... Eugenio... ¿no me recuerda?

—¡Dios Santo!... ¡Eugenio! ¡No puede ser, ésa es la voz de mis sueños! —y haciendo un esfuerzo para levantar la cabeza, fijó los desencajados ojos en el caballero, añadiendo—: no... Eugenio era joven, su cabello negro...

—Desde entonces, Margarita —contestó él con tristeza—, han trascurrido más de veinte años.

—Sí; ¡él es! —exclamó la monja, y alargándole una mano descarnada y yerta, se dejó caer otra vez sobre las almohadas, murmurando—: Dios me ha perdonado... ha permitido que vuelva a verlo... Eugenio...

Una sonrisa angelical reanimó los pálidos labios de la moribunda, y al resplandor de la lámpara que bamboleaba en lo alto del techo, Eugenio creyó ver otra vez a la Margarita de su juventud.

—¡Margarita! —exclamó él viéndola cerrar otra vez los ojos; haga un esfuerzo para recuperar las fuerzas, míreme, por Dios...

Abrió los ojos por última vez y los fijó un instante en él y apretándole la mano con el esfuerzo de una suprema voluntad le dijo:

—¡Adiós, Eugenio...! ¡Nos veremos!

En ese momento un crujido espantoso se sintió por todo el buque que se inclinó sobre un costado como si fuera a sumergirse; se oyeron gritos y grande agitación sobre cubierta y las monjas levantaron sus voces al cielo pidiendo misericordia, Eugenio creyó que había llegado su última hora y se inclinó teniendo en las suyas la mano de Margarita...

Casi al instante el vapor se volvió a enderezar, y cuando se tranquilizó la agitación de las maniobras sobre cubierta, habiendo calmado un tanto la tempestad, Margarita había dejado de existir. Su bella alma abandonó el mundo en el momento en que oprimía la mano del único ser que amó en la vida...

Muy temprano al día siguiente llegaron al puerto. La monja que había muerto durante la tormenta fue enterrada con solemnidad. Las demás religiosas en su loco terror no habían visto entrar a Eugenio al camarote, de suerte que la tierna despedida de Margarita fue un secreto para todas. En cuanto a Eugenio, sus amigos notaron, sin acertar el porqué, que nunca hablaba de su último viaje a Europa sin conmoverse visiblemente.

«El amor constituye la vida entera de la mujer, al paso que en el hombre es tan sólo un accidente de su existencia»; esta verdad se ha dicho mucho, y así, Eugenio amó profundamente a Margarita y su memoria lo acompañó siempre en el trascurso de los años, pero ella no hacía parte de su vida. La crucecilla de plata estaba aún en el fondo de su escritorio y la miraba con enternecimiento cuando por casualidad la veía. Algunas de las mujeres a quienes había amado le preguntaban con curiosidad al ver la cruz, por qué guardaba aquella reliquia vulgar, pero él jamás profanó el recuerdo de Margarita refiriendo la triste historia que les he contado. Eugenio se había casado y era viudo, había viajado mucho y poseía un modesto capital, pero le haremos la justicia de decir que en un rincón de su memoria vivía siempre, aunque a veces encubierta, la imagen de la mujer que tanto había amado en un tiempo.

Mientras tanto la monja desde el retiro de su convento lo seguía con el pensamiento por el mundo, lloraba con sus penas y se alegraba con sus alegrías. Su vida de resignación había sido una continua aspiración a un amor sublime, a cuya altura inmaculada supo exaltar su cariño por Eugenio, pudiéndose decir que aquella celda estaba también habitada por la constante memoria del que jamás olvidó en sus oraciones... Sin embargo, ¿quién podría contar las noches de angustiado desvelo, en que sola y postrada en las frías baldosas, pensaba en lo que era su vida de hoy, y lo que hubiera sido al tener una conciencia menos timorata y una alma menos pura? ¿Quién podría medir aquellas horas de loca desesperación en que una palabra, un sonido, un recuerdo la encontraban débil y llena de dudas? ¿Quién vio aquella huellas entre su corazón y su espíritu de las que su alma siempre bella y pura debía de salir victoriosa y resignada? Tales años pasados en desvelos, combates y dolorosos triunfos fueron las gotas de hiel que colmaron el cáliz de su expiación por las momentáneas debilidades de algunos días de su vida pasada...

Cuando llegó la hora del peligro, cuando en 1863 los soldados arrancaron a las monjas de sus conventos, Margarita en su sencilla humildad fue la más digna y serena entre todas. Minada por una cruel enfermedad, quiso, sin embargo, seguir a sus compañeras al destierro voluntario. En la hora suprema de la muerte, cuando su alma estaba próxima a dejar su envoltura material, creyó que todos sus sufrimientos habían sido compensados con la dicha de ver a Eugenio por última vez.

* * *

Matilde se había levantado mientras que don Felipe decía las últimas palabras, y cuando hubo concluido se acercó y le habló al oído, pero de manera que pude oírla.

—¿Crees que no he adivinado? —dijo—; Eugenio, se llama Felipe en el mundo, y Margarita...

—¡Silencio! —contestó en voz baja; y tomándole la mano añadió—: espero que si lo sabes respetarás mi secreto.

—Pero, señor don Felipe —dijo a esta sazón mi tío—, me parece más que inverosímil que esta reverenda religiosa al cabo de veinte años de vida santa y retirada, todavía pensara en el petimetre de Eugenio... ¡Vaya una muerte bien mundana para una monja! En cuanto a Eugenio... buen pájaro era: partidario de los rebeldes, escritor demagogo y sin duda hereje, y ocupado en explicarle sus libros prohibidos a esa pobre o inexperta muchacha... ¡Bien hizo el coronel en morirse, lo hizo a tiempo!

—En lo que probó tener talento, aunque póstumo —dijo don Enrique—. Cuán pocos hay en nuestra tierra que sepan salir a tiempo de la escena; y en cuanto a la escena política, ese arte esta perdido; o viven indefinidamente, a estilo de la escala de Jacob, sin esperanza de verles el fin; o se mueren cuando más los necesitamos.

—Mucho temo —añadió mi hermana—, que si la vida de algunos es como la escala de Jacob, sean ya pocos los ángeles que la recorran...

—¿Y de veras quiere usted —dijo otra vez mi tío—, decirnos que su cuento es verdadero?

—Señor cura —contestó Felipe—, ya recordará usted lo que dijo Boileau: «¡A veces no hay nada tan inverosímil como la verdad!»

—No puedo comprender —repuso don Enrique—, que la virtud se encuentre sola en los sentimientos exagerados; la virtud, cuando es natural, se caracteriza por su misma sencillez. Convenga usted, señor cura, en que un voto así es más bien un acto impío. ¿Acaso Dios desea martirizarnos? ¿Querrá un padre que un hijo sacrifique inútilmente sin provecho ninguno? ¡Jamás!

—Usted se equivoca —contestó mi tío—: la conducta de Margarita es santa y buena, y provino de una idea elevada de sus deberes. ¡Una mujer sin creencias es una triste cosa!

—Por otra parte —añadió Matilde—, ¡es probable y casi seguro que a pesar de todo fue más feliz en su encierro poblado de ilusiones que lo habría sido en el mundo donde pronto las hubiera perdido!

La noche estaba muy oscura, sin dejarse ver ni una sola estrella en el cielo: un ruido sordo mugía a lo lejos por entre las ramas de los árboles; la atmósfera, pesada y sin movimiento, dejaba sentir extraordinario calor. De súbito las nubes se precipitaron unas contra otras y de en medio de ellas salió con terrible estampido un clarísimo rayo que iluminando el espacio fue a caer sobre un árbol a lo lejos en la montaña. El relámpago fue seguido por una fuerte ráfaga de viento y empezaron a caer gruesas gotas de agua que en breve se convirtieron en fortísimo aguacero.

Inmediatamente nos levantamos y entramos en derrota a la sala. Cuando se hubo calmado un tanto el temporal, mi tío nos dijo:

—Les tengo ofrecido mi tributo de un cuento y el que se me ocurre viene muy al caso como ustedes verán. Es un hecho, que prueba claramente que Dios castiga a los que le faltan al respeto y le desobedecen.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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