Mercedes

Soledad Acosta de Samper


Cuento



Vae victis!
 

...Aquella tarde asistimos al entierro de la pobre forastera que mi tío había confesado el día anterior, y al volver a la casa cural fuimos a sentarnos en el ancho corredor donde nos reuníamos por la noche. Durante algunos momentos permanecimos todos silenciosos mirando el paisaje que aparecía iluminado por la naciente luna: los árboles, plateados solamente, en la parte superior de sus ramas, quedaban negros y oscuros por debajo, menos en tal cual sitio en que filtrando los luminosos rayos por en medio de las hojas, formaban fantásticos dibujos en el suelo. El cielo azul, y sin nubes, estaba salpicado aquí y allí por algunas estrellas cuyo brillo no podía ocultar la envidiosa luz de la luna; y allá en el horizonte, por encima de un lejano cerro, se hundía poco a poco el lucero de la tarde, que parecía despedirse con dificultad de las escenas terrestres.

«Les había ofrecido referir la historia de la mujer de cuya vida sólo hemos visto el primer acto —dijo mi hermana—, y cumpliré mi promesa hoy.

Ustedes saben —añadió—, que desde que llegó a este pueblo procuré socorrerla en cuanto me fue posible; le había cobrado simpatía, encontrando en ella modales y lenguaje que indicaban hubiese tenido una educación a que no correspondía su aparente posición social. En largas conversaciones que tuvimos, y ayudada de algunos datos que me suministró por escrito, creo haber reunido los principales rasgos de su vida, cuya narración he puesto en boca de ella, procurando imitar su lenguaje en cuanto me ha sido posible.»

Y entrando a la sala, mi hermana nos leyó lo que sigue:

I

A los diez y seis años era yo una dichosa niña llena de vida y alegría. Era mi padre español de nacimiento y energúmeno defensor del rey. Crecí en medio de las comodidades y enseñada a hacer mi voluntad: un capricho mío se cumplía como una ley; mi madre era mi esclava en todo, y aunque frecuentemente mi padre pretendía reñirme, siempre hacía cuanto yo deseaba. No había fiesta, ni diversión de la cual no hiciera parte, y en nuestro círculo de relaciones mandaba como una reina.

Acababa de cumplir diez y siete años cuando estalló la guerra de la independencia, y mi padre tuvo que ocultarse, no pudiendo disimular sus sentimientos realistas, Hasta entonces yo había vivido dichosa, ocupándome solamente de mí misma, y no creía que nadie en el mundo mereciera el más leve sacrificio de mi parte. Cuando recuerdo los sentimientos que me animaban en aquella época, me estremezco, e inclino la cabeza con respeto bajo el peso de mis desgracias, pues si el castigo fue terrible, no dudo que lo mereciera.

Había tenido varios pretendientes que se mostraban muy tiernos y rendidos a mis gracias, según decían y yo les creía, pero me manifestaba con ellos alternativamente cariñosa o llena de altivez y desdén, burlándome de sus sentimientos y gozando con mi poder. Sin embargo, pronto noté que mi influencia tenía límite; durante los primeros días de efervescencia popular y entusiasmo patriótico, sabiendo que las mujeres tenemos el privilegio de hablar sin que nuestras palabras nos sujeten a responsabilidad, manifesté sin temor mi adhesión a la causa del rey, y pena por el destierro del virrey y su familia. Los jóvenes que me visitaban se retiraron entonces de la casa como de la de un apestado: todos eran patriotas, y no podían soportar con calma mis palabras; pero como esta conducta de ellos me exasperó, hicieron más: no me saludaban, y aún fingían no conocerme cuando me encontraban en alguna parte. Naturalmente mi vanidad y amor propio se sintieron profundamente heridos, y llena de ira y amargura, deseaba ardientemente que llegara el día en que pudiera vengarme de los que me hacían esos desprecios.

Así pasó algún tiempo: mi padre permanecía escondido pero no ocioso, ayudaba en cuanto le era posible a los españoles con sus avisos y consejos, y yo servía de intermediario para enviar los postas y las cartas. Las contiendas civiles que dividían a los patriotas nos daban esperanzas y ánimo, y mientras se disentía y guerreaba, los españoles conspiraban. Sin embargo, la toma de Bogotá por Bolívar no dejó de sobresaltarnos. ¡Nunca olvidaré el 12 de diciembre de 1814! De repente corrió la voz de que los venezolanos que venían con el ejército vencedor, habían asesinado a algunos españoles y buscaban a mi padre para matarlo.

El terror llegó a su colmo en casa; pero yo no podía creer que mi voz no tuviera aún influencia; corrí a la ventana, y llamando al primer oficial que pasaba por allí, le pedí protección para mi padre. Yo lo conocía mucho: era don Antonio N, uno de mis antiguos admiradores.

—Creo que no podré hacer gran cosa —me contestó fríamente—; su padre de usted ha conspirado contra la patria; se han encontrado pruebas que no dejan duda de ello.

—¡Antonio! —exclamé entonces muy asustada—, ¡interésese usted, por Dios!... Haga esto en memoria de otros tiempos...

—¿De aquellos en que usted me desdeñaba? —contestó sonriéndose; pero añadió con aire compasivo al verme llorar—: procure usted calmarse; haré cuanto esté a mi alcance...

Y al decir esto se alejó haciendo sonar sus espuelas sobre las piedras, con aire marcial. Creí entonces que nada haría para salvar a mi padre y que se había burlado de mí. Sin embargo, no lo molestaron ni buscaron siquiera, y no supe sino al cabo de muchos años que Antonio le había salvado la vida e impedido que nos persiguiesen.

Durante los siguientes dos años los triunfos de los ejércitos realistas en la costa y en las provincias, y el gobierno vacilante y débil que había en la capital, eran para nosotros motivos de las mayores alegrías... Al fin llegó el día tan deseado, y a principios de mayo de 1816 entró La Torre a Bogotá y, a fines del mismo mes llegó Morillo, empezando a levantarse cadalsos por todas partes...

Nuestra casa volvió a ser visitada por elegantes oficiales españoles, que a porfía me obsequiaban, siendo yo una de las poquísimas bogotanas que los recibían y acogían con gusto.

Una noche, habiendo bajado al jardincito de nuestra casa a coger una flor que se necesitaba para juegos de prendas, vi presentarse por encima de la pared que dividía la casa vecina de la nuestra, un embozado seguido de otro, que bajaron sigilosamente. Al verlos solté las flores que tenía en la mano y di un grito ahogado.

—¡Silencio! —dijo uno de ellos, acercándose, y reconocí a Antonio N. ¡Silencio... o usted nos pierde! Hemos venido a pedir protección a usted... nos buscan para prendernos: hace dos días que estamos ocultos en esta cuadra; esta noche deben hacer en ella una pesquisa, y si salimos a la calle no tenemos esperanza...

—Permítanos usted —dijo el otro— ocultarnos aquí durante la noche; en casa de un español caracterizado, como el padre de usted, no hay riesgo alguno.

Permanecí callada.

—¿Qué impedimento puede haber? —añadió Antonio—; conozco la casa y podríamos ocultarnos con perfecta seguridad... Ahora me toca —dijo tomándome la mano, que retiré—, pedirle a usted que nos salve, en recuerdo de lo pasado.

Yo había estado perpleja y vacilante. Era preciso que pasasen debajo del balcón del comedor, en donde estaban varios oficiales españoles, y la luna brillaba al estar muy clara: así era del todo imposible en el balcón, que no viesen a los patriotas. Sin embargo, este inconveniente podía obviarse, llamando a los otros hacia adentro bajo cualquier pretexto. Pensaba hacerlo, cuando las últimas palabras de Antonio despertaron en mí los malos instintos de venganza que había jurado contra él y su partido, pues repito que creía hubiera rehusado él interesarse en favor de mi padre cuando se lo supliqué dos años antes.

—¡Tiene razón! —repliqué; en memoria de lo pasado les aseguro que tengo gusto en que entren a mi casa. Usted, Antonio, que conoce la casa, puedo penetrar hasta el corredor sin temor alguno.

—¿Y verdaderamente no habrá peligro?... —preguntaron vacilantes, mirándose con cierta desconfianza al oír mi acento.

Pero en vez de contestar, apenas hice un ademán para que callasen, y ellos sin añadir nada tomaron la puerta que daba al patio.

—Pueda ser que no los vean —pensé ya conmovida y con aquella vacilación que caracteriza toda mala acción, en una alma que no está enseñada aún a la perversidad; temblaba de temor y hubiera hecho en aquel momento cualquier sacrificio por salvarlos... ¡pero ya era tarde!

Llegaron sin tropiezo hasta debajo del balcón; los oficiales ya no estaban allí, e iban a entrar en un corredorcito bajo, a donde nadie iba después de oscurecer, y en el que podían permanecer en seguridad, cuando mi madre se encontró con ellos de repente y naturalmente dio un grito de sobresalto. Viendo que me tardaba en el jardín había bajado a buscarme; los oficiales que oyeron el rumor, salieron inmediatamente, y reconociéndolos se apoderaron de ellos antes de que pudieran huir o defenderse.

Los dos jóvenes, al verse rodeados, se resignaron tranquilamente a su suerte, con el ánimo sereno que caracterizaba a los hombres de aquellos tiempos.

Cuando los sacaron a la calle no pude menos que asomarme a la ventana, y uno de ellos, al levantar los ojos y verme, dijo con amargura:

—¡Mercedes! ¡Mercedes! ¿Quiso usted acaso salvarnos o perdernos?

—Quise imitarlo a usted —contesté, recordando lo que hizo cuando le pedía protección para mi padre.

Él probablemente no comprendió, y me creyó quizás más humana de lo que era efectivamente.

Sin embargo, los asesinatos y crueles matanzas que ejecutaban Morillo y su segundo Enrile fueron tan terribles, que mi padre los desaprobó y procuró salvar a algunos de sus conocidos; y por mi parte ejercí mi influencia para que los dos jóvenes que se habían puesto bajo mi protección, en lugar de ser condenados a muerte lo fueran tan sólo a trabajos forzados. A pesar de eso la conciencia me remordía, al pensar que podía haberlos salvado con un esfuerzo insignificante y no lo hice, pero pronto otras preocupaciones me hicieron olvidarlo todo.

II

Entre los oficiales se distinguía un joven español, de noble aspecto, y tan galante como hermoso, el cual en breve penetró en mi corazón como en un país conquistado. Con razón se dice que sólo una vez se ama verdaderamente, pues un sentimiento como aquel es devastador: gastó las potencias de mi alma y me robó toda la energía y entusiasmo que existían en mí. La presencia de Pablo era para mí el cielo, y en esos momentos hubiera dado mi vida por obtener una mirada de él... ¡Dios mio, lo que sentía era una locura, una demencia que me extasiaba!

No sé si él me amó del mismo modo, pero pronto nos confesamos nuestra mutua simpatía, y él ofreció hacerme si dejaba a mis padres y lo acompañaba a España. ¡A España! Mi patria no podía ser sino la suya, y hubiera sido capaz de olvidar todo cariño por el de Pablo; el infierno, siendo amada por él, se convertiría para mí en un sitio de delicias.

Pasé así tres o cuatro meses de inefable dicha; olvidé las desgracias de los demás, y veía con indiferencia a mis amigas y conocidas salir desterradas de Bogotá, mientras que fusilaban a sus padres y esposos en las plazas públicas. ¿Eso qué me importaba? ¿acaso Pablo no pasaba casi todas las horas del día a mi lado?

Pero en medio de mi alegría llegó una noticia que me llenó de tristeza. Morillo partía para Venezuela, y la tropa que estaba a órdenes de Pablo debía volver inmediatamente a Cartagena... Teníamos, pues, que separarnos. ¡Separarnos! ¡eso era posible!, y prorrumpí en llanto. Pablo trató de consolarme diciéndome que no nos separaríamos si yo no vacilaba en partir en él.

—¿Y quién nos casaría tan pronto —le pregunté—, puesto que debes estar dentro de cinco días en Honda?

—¿Quién y cómo?..., eso no sería posible efectivamente. Además, ya te he dicho que no podría casarme sin el consentimiento de mis padres.

—Yo lo decía... ¡oh! Pablo nuestra separación es irremediable; no hay esperanza para mí.

—Sí hay una... si me amaras.

—¿Lo dudas? ¿cuál?

—Siguiéndome... seríamos esposos delante de Dios, mientras que lo fuéramos ante los hombres.

Quedé atónita con semejante idea, miré a Pablo con espanto. Pero él tenía para mí tanta elocuencia, su voz era tan tierna, y su mirada me dominaba de tal manera, que me dejó persuadir, y hasta llegué a creer que semejante paso nada tenía de reprensible, puesto que él juraba que sería mi esposo apenas llegásemos a España.

Concertamos entonces nuestra huida que se verificaría en un paseo de despedida que él haría a Fontibón al día siguiente. Mi madre no podría acompañarme al paseo, pero persuadí a las tres o cuatro amigas que me quedaban a que aceptasen la invitación de Pablo. Conseguí un caballo brioso y ligero que debería llevarme hasta Facatativá, mientras que los demás compañeros del paseo estuvieran entretenidos en la casa que se dispondría para recibir la comitiva. En Facatativá debería tener Pablo caballos de remuda, y al llegar a Honda las embarcaciones estarían listas para bajar prontamente el río Magdalena.

Al despedirme de mis buenos padres, con dificultad dominó mi agitación; pero una mirada severa de Pablo me obligó a ahogar en una alegre carcajada las lágrimas que asomaban a mis ojos, y monté con aparente calma. Muchos caballos piafaban en la calle; plumajes y vestidos se mecían con el céfiro matinal; charreteras y bordados lucían con los rayos de un sol brillante, y gritos y alegres risas resonaban en torno mío... En San Victorino tuvimos que detenernos mientras pasaba una partida de patriotas, compuesta de la juventud más lucida de Bogotá, que llegaban de uno de los caminos principales, en los que habían trabajado como presidiarios por orden de Morillo.

Entre estos pasaron a mi lado Antonio y su compañero, y ambos procuraron evitar mi vista. Esto me chocó y quise que me vieran orgullosa en medio de la brillante comitiva de oficiales.

—¡Adiós! —les dijo con aire de burla—, ¡que lo pasen bien!

Y al decir esto, con una sonrisa de triunfo, le di un latigazo a mi caballo, el que alborotado ya con el ruido de los demás, y asustado por la multitud, sintiendo el feote dio un salto hacia adelante, y sacudiendo la cabeza me arrancó las riendas de las manos y partió al escape por el camino... Vi pasar entonces como en un loco torbellino todas las casas, oí los gritos y el ruido de los que me seguían, y sentí que perdía el juicio; pero con un esfuerzo desesperado me agarré del gancho del galápago... En eso llegó Pablo a mi lado, y pude ver la expresión de terror pintada en su fisonomía; su presencia me quitó las fuerzas, y cuando ya él me iba a sostener y detener el caballo, perdí el equilibrio y no supe más...

Ésa fue la última vez que vi a Pablo.

Algunas semanas después desperté del estado de letargo producido por la herida que me había hecho en la cabeza, al caer del caballo dejándome demente durante muchos días y desfigurada para siempre.

Entonces supo que Pablo, teniendo que obedecer a órdenes recibidas, había partido lleno de aflicción (creyéndome moribunda) al día siguiente de aquel fijado para nuestra fuga. Nadie tuvo conocimiento jamás de nuestro loco proyecto, y según parece nada revelé de él durante los días de demencia.

Cuando por primera vez me vi en el espejo, casi me iba volviendo loca nuevamente: un torrente de lágrimas calmó mi desesperación, dándome de nuevo el juicio; pero durante muchos días imploré sinceramente al cielo que me diera la muerte, ya que me había quitado la belleza. Mas la Providencia me tuvo compasión y no quiso que muriera, para que tuviese tiempo de arrepentirme de mis faltas y expiarlas con terribles sufrimientos.

Al fin los médicos declararon que no moriría; en breve empecé a recibir varias cartas de Pablo, en las cuales me aseguraba que nada podría alterar su amor, y en la última que recibí me anunciaba que había obtenido licencia para volver a Bogotá por algunos días antes de marchar al norte.

Verle otra vez era una dicha sin igual para mí, y me llenó de gozo. Pero una idea me heló de aprehensión, en medio de mi alegría: ¿qué diría de mi apariencia? Una ancha cicatriz me cortaba la frente, tan blanca y tersa antes; casi toda mi hermosa cabellera se había caído, y además me faltaban algunos dientes.

Volví a leer sus cartas y ellas me dieron nuevamente valor; estaba tan segura de mi inalterable cariño, que creí que el suyo sería igual.

Un día me avisaron que había llegado, y le mandé decir que no lo esperaba hasta la noche, creyendo que a favor de ella disimularía mis defectos. Con la tarde bajé al jardín a respirar el aire y calmar mi agitación. Estaba hincada al pie de un rosal, cortando una de sus flores, cuando oí abrir la puerta del jardín y cerrarse un momento después; no hice caso, pues no pensaba sino en Pablo: ¡qué me importaba todo lo demás del mundo!... Sin embargo, ¡la suerte de toda mi vida había estado pendiente de esos momentos!

Pablo, impaciente por verme, no quiso aguardar la noche: habiendo pasado esa tarde por mi calle no pudo resistir al deseo de entrar, preguntó por mí en la puerta, le dijeron que estaba en el jardín, y sin aguardar a que me avisasen corrió allá... Al abrir la puerta me vio; un rayo de sol que me iluminaba en ese instante hacía lucir mi horrible cicatriz en toda su fealdad, y ponía en descubierto mi calvicie. «La impresión que sentí entonces», le dijo a un amigo que no lo refirió esa noche, «fue, tal, que no pude acercarme a ella. No, esa no era la linda Mercedes que tanto había yo amado, era una visión... ¡su desfigurada sombra, su espectro! Me faltó el valor, y volviéndome, huí del jardín y de la casa. La idea de verla así me aterra... mañana parto con una tropa que va a Tunja. Puede ser que después, cuando me acostumbre...».

Yo entretanto me preparaba a recibirlo, y mi corazón rebosaba de ternura. Pasó la tarde, llegó la noche y con ella la noticia de su deserción... ¡Para qué hablar de mi loca desesperación al comprender que el hombre por quien hubiera dado mi alma, no tenía valor para amarme, ni siquiera verme desfigurada!

No sé cómo pasó el tiempo después de esto. Una idea sola se fijó en mi espíritu: ¡Pablo había partido, abandonándome! Partió, a pesar de que le mandé suplicar humildemente que al menos me hablase una vez antes de separarnos para siempre; ¡pero en vano!

¡El día de la entrada de los ejércitos triunfantes a Bogotá, después de la batalla de Boyacá, fue fatal para mí! La vida de mi padre estaba amenazada, puesto que no había podido partir acompañando al virrey Sámano como lo pensó; mil circunstancias se lo impidieron y le fue preciso detenerse. En medio de los sustos, las zozobras y el terror de que fuese descubierto y apresado, me llegó la noticia de la muerte de Pablo: había sucumbido en uno de los combates parciales contra los patriotas en la provincia de Tunja.

El peligro en que se hallaba mi padre ocupaba todos los pensamientos de mi madre, y pudo pasar inapercibida la impresión que me hizo el último golpe. Así pasamos seis meses, en continuos sobresaltos aprehensiones; nuestros bienes fueron definitivamente confiscados y la miseria se estableció en nuestro hogar. Pero a la vuelta de Bolívar a la capital, mi padre, fastidiado de su vida oculta, pidió a algunos de sus amigos que se interesaran con el Libertador para que le fuese permitido salir de Bogotá desterrado a cualquier punto, en donde al menos pudiera vivir tranquilo con su familia.

Se le concedió ese favor, y escogió como lugar de su residencia a Ubaque, miserable caserío en ese tiempo, pero en cuyo lejano rincón podríamos ocultar nuestra ruina sin que sufriera el orgullo; además yo continuaba siempre achacosa y abatida, y los médicos recomendaron un clima como aquel.

La profunda melancolía causada por mis males físicos y morales, había embotado mi entendimiento, y nada me interesaba, ni siquiera los sufrimientos de mis padres. Vivía como entregada a una pesadilla dolorosa, de la que hacía esfuerzos para despertarme sin poderlo conseguir. A veces procuraba consolarme de la muerte de Pablo, buscando en su conducta mil motivos de odio; pero en otras mi imaginación me hacía ver en medio del silencio y la oscuridad de la noche la faz lívida del que tanto amé, y con horror pensaba en su cuerpo tirado en el campo y cubierto de horribles heridas... ¡muerto, muerto sin auxilio humano! ¡Muerto, Dios mío! sin haber recibido por última vez una palabra de ternura de sus labios... Ahogada por los sollozos, presa de la desesperación, huí de mi madre y corrí a desahogarme en el último rincón de la casa.

Al fin el dolor vehemente se fue calmando poco a poco, y empecé a recobrar la salud a medida que mi adicción se convertía en vaga resignación.

III

Llegó el tiempo de partir para el destierro. Recuerdo que al montar, en la puerta de la casa, y después de encontrarme subiendo por el camino de Cruz Verde, el aire libre avivó mi espíritu aletargado; y por primera vez noté con cierto interés lo que pasaba en torno mío, grabándose en mi memoria cada accidente del camino.

Nada turbaba el silencio y la soledad de aquella escena o paisaje, sino el ruido del San Cristóbal, que desciende torrentoso por en medio de los dos cerros. Me adelanté, para gozar en silencio de mis impresiones: en cada recodo del camino encontraba algún indígena que bajaba llevando carbón o frutas al mercado, siempre mustio y cabizbajo, caminando con ligereza y seguridad por entre las escabrosas piedras del camino.

El páramo con su calma terrífica, su frío y pavoroso silencio, me hizo mucha impresión: lo comparé a mi corazón solitario siempre, helado y sombrío... Pero el páramo tenía una ventaja sobre mi corazón: podía esperar que lo batieran las tempestades, que lo conmoviera el huracán y las nieblas lo ocultaran; en fin, su aspecto podía cambiar por momentos, mientras que en mí todo sentimiento había muerto, mi corazón permanecería inmóvil y sin vida.

En el Salteador nos desmontamos para tomar un ligero refrigerio; mi padre procuró distraerme llamándome la atención hacia el paisaje del contorno, y obligarme a salir de aquel silencio sombrío que decían los médicos provenía de la enfermedad de que sufría desde la caída de a caballo.

Después de atravesar un pequeño bosque en que se empieza a notar que el hombre ha pasado por ahí siendo la naturaleza menos salvaje, llegamos al sitio llamado Pueblo-viejo. Mi padre me refirió entonces que allí habían querido fundar el pueblo de Ubaque, pero que la Virgen no lo consintió así, emigrando tres veces al sitio en que al fin tuvieron que edificar la iglesia y el caserío por darle gusto. Recuerdo que la única moral que encontré a la tradición, fue decir:

«¡Ya lo ven!... ¿Si la Virgen tiene también caprichos, cómo no los he de tener yo?»

E insistí en cambiar la mula en que iba por un caballo que llevaba de cabestro un mulato, natural de Jamaica, que se había unido a nosotros en el camino; era mayordomo de un extranjero que poseía una pequeña propiedad a orillas del río Negro. El mulato Santiago quiso hacerse aceptar en nuestra compañía manifestándose muy complaciente y amable conmigo; ensilló él mismo el caballo y me ayudó a montar con muchas consideraciones.

En Ubaque nos habían preparado una miserable casa en la cual empecé a descubrir por primera vez las duras faenas de una vida de pobreza. La casa, o más bien la choza que habitábamos, estaba situada casi debajo de un cerro inclinado, y me parecía que amenazaba precipitarse y sepultarnos de repente bajo sus despojos. Cuando me dominaba esta idea, salía corriendo por huir de la casa...

Estas aprehensiones pasaron al fin y me fui acostumbrando a la situación de la familia. Tenía una hermana pequeña y en su compañía pasaba horas tras horas, hablándole de mis pasados años y refiriéndole las dichas de mi primera edad. Esto era lo único que me interesaba, sin reflexionar que mis palabras podrían depositar un germen de descontento que haría su futura desgracia.

No diré que al cabo de dos o tres años la memoria de Pablo se había borrado de mi recuerdo; pero sí confesaré que su imagen no se me presentaba con tanta fijeza como solía tiempo atrás.

Vivíamos casi enteramente aislados: no podíamos tratar con familiaridad a las gentes del pueblo; nuestro orgullo de raza y de familia se traslucía aún en las palabras más amables; tampoco era posible tratar a las personas de nuestra posición social que iban a temperar allí: éstas nos miraban con desconfianza y aun odio, pues sin conocernos personalmente, apenas sabían que ni padre había sido partidario y amigo del sanguinario Morillo.

A veces me encontraba en el río con grupos de risueñas niñas, rodeadas de galanes en cuyos ojos veía la misma expresión con que yo había sido mirada en otros tiempos, y al verlos reír y conversar a mi lado, tratándome con desdén, volvía a mi choza y fingiéndome enferma me ocultaba bajo las cortinas de mi cama y pasaba ratos de agobiadora tristeza; mezcla de amor propio herido y abatimiento que me desgarraban el alma. Habiéndose despertado en mí el deseo de ser admirada otra vez, al ver lo imposible que era esto, no me resignaba tranquilamente a pasar una vida oscura y desdeñada.

En los días en que estos sentimientos de miserable vanidad me animaban para torturarme, deseando ardientemente que alguien (poco me importaba quién) me admirase para tener la satisfacción de creerme amada; en esos días, digo, volvió a Ubaque el mulato Santiago ya en una posición muy diferente. Su patrón había muerto dejándolo heredero del terreno y casa que poseía cerca de Ubaque. Naturalmente el antiguo liberto se fue a radicar con orgullo en su propiedad y nos visitó, manifestando interés por nuestra salud. Lo recibimos con bondad, pues nos traía el eco de lo que pasaba en el mundo. A poco sus visitas se hicieron más frecuentes, y nos llevaba siempre algún regalito de Bogotá, como buen pan, legumbres y frutas o dulces. Comprendí que sus visitas no eran desinteresadas, y fue tal mi ridícula vanidad, que no sentí disgusto con la idea de que aquel hombre pusiese los ojos en mí, con pretensiones que en otros tiempos hubiera mirado con horror y rechazado como un insulto. Al contrario, sus marcadas atenciones halagaron mi amor propio, y lo consideraba, aunque moreno, de mejor gusto que los blancos jóvenes que me habían mirado con desdén o que ni siquiera se fijaban en mí.

Mi padre lo trataba con benevolencia; mi madre lo recibía como un consuelo; mi hermanita lo acogía con cariño, como a un amigo que le llevaba golosinas, y yo me manifestaba siempre amable y lo trataba casi como de igual a igual.

Viendo al fin el modo como era recibido en casa, Santiago se animó a pedir mi mano.

—¡Qué inaudita insolencia! —exclamó mi padre—: ¡un mulato, un antiguo esclavo, un miserable..., pedir la mano de mi hija!

Mi madre se afligió al ver las humillaciones a que estábamos expuestas a causa de nuestra pobreza; yo me callé.

Despidieron a mi pretendiente y cesaron los pequeños regalos y los dulces. Mi hermanita se quejaba de la ausencia de su amigo, y volví a quedar sin un solo admirador: confieso que me hacía falta.

Un día que volví sola del baño lo encontré en mi camino y me habló de paso con amabilidad. Al día siguiente lo volví a ver y hablamos más tiempo. Casi todos los días, cuando salía sola, lo encontraba, y me detenía para manifestarme su cariño y penas por causa mía, contándome además todas las comodidades de que yo gozaría siendo su esposa. Me aseguraba que sólo deseaba ser mi humilde esclavo y que yo sería la señora y soberana de su hacienda y su persona. Al fin le repetí a mi madre lo que me había dicho Santiago, pero ella se manifestó tan indignada de que yo le hubiera hablado, que ofrecí no volverle a permitir que se me acercara, y lo cumplí diciéndole a Santiago que mis padres no consentirían nunca en semejante enlace.

Mientras eso la pobreza se hacía cada día más cruel para mí. El sujeto que tenía el dinero que nos daba la cortísima renta de que vivíamos, desapareció de Bogotá y no supimos más de él. Mi padre enfermó, mi madre estaba casi exánime, y fue preciso que yo trabajara noche y día para ayudarnos a sostener. Pasé días muy angustiados, pero esta situación despertó en mí un sentimiento de abnegación y un valor moral que no conocía en mí misma hasta entonces. Olvidé mis ruines preocupaciones de vanidad y no tuve tiempo para meditar en lo pasado.

Al fin tuvimos que pasar por el dolor de ver morir a mi padre, que dejó la vida lleno de aflicción al comprender la miseria en que nos dejaba. Después de esta desgracia, mi madre quedó tan abatida que jamás volvió a recuperar ánimo para interesarse en cosa alguna, y Juanita, mi hermana, no pudiendo gozar de las comodidades que necesitaba su débil constitución, se ponía cada vez más flaca y melancólica; yo entretanto no podía entregarme a la tristeza: los pobres tienen que manifestarse menos tiernos de corazón; las lágrimas ciegan, y yo necesitaba mis ojos para mantener con mis costuras a los dos seres queridos que dependían de mí. A pesar de mi buen deseo, no me era posible trabajar mucho tiempo sin descanso, por la falta de costumbre, y en mi dolor veía en lo porvenir el horrible precipicio de una vida de mendicidad forzada.

En eso volvió a aparecer Santiago y me ofreció nuevamente su mano y una existencia tranquila, pero mi madre dijo que prefería que todas muriésemos de hambre antes que vivir humilladas con semejante matrimonio. Yo estaba, sin embargo, desesperada con nuestra situación y decidida a hacer cualquier sacrificio por mi familia; así le dije a mi pretendiente que puesto que mi madre, se resistía a darme su consentimiento, me casaría con él sin que ella lo supiera. Esto era fácil: ella nunca salía de la casa, ni hablaba con los vecinos, y yo conocía suficientemente a Juanita para saber que guardaría el secreto. En fin, estaba, pronta a arrostrar todas las consecuencias de este paso, más bien que seguir viviendo entregada a un trabajo arduo que no bastaba a darnos la subsistencia.

El matrimonio debía hacerse en Fómeque: yo partiría antes de aclarar el día, sola con un peón y su mujer, vecina nuestra, bajo pretexto de vender allí mis obras de costura y comprar algunos víveres más baratos, pues la afluencia de bogotanos a Ubaque aquel año lo había encarecido todo.

El día anterior a mi viaje a Fómeque, después de hacer mis modestos preparativos, salí al caer la tarde y tomando el camino del río me fui a sentar en la orilla.

Por segunda vez iba a huir de mi casa... Años antes también preparaba mi culpable viaje tan terriblemente interrumpido.

«La Providencia», me decía, «intervino la primera vez para impedir un desatino... ¡Oh! exclamé casi en alta voz, esta vez se llevará a cabo... mi objeto es demasiado santo.»

Estaba sentada al pie de una piedra y oculta a los ojos de los que pudieran acercarse de repente.

«¡Pablo! Pablo! —murmuró una voz de mujer del otro lado de la piedra—. ¿Por qué me haces esperar tu venida?...»

Al oír esto me levantó conmovida y vi que una señorita vestida con elegancia me volvía la espalda y miraba hacia el camino. La abundante cabellera suelta le cubría el talle, y llevaba en la mano un sombrerillo con cintas rosadas. En ese momento vi venir a un joven a caballo que de lejos hizo una señal a la niña... Esta escena me recordó tanto lo pasado que prorrumpiendo en sollozos, me tiré sobre la margen del río... Vi con terror el espectro de mis años de dicha y esperanza, presentándoseme en aquella hora en que por última vez había querido recordarlos. Llena de angustia gritó en un rapto de locura, repitiendo lo que había oído.

«¡Pablo! Pablo! ¿por qué me haces esperar tu venida?... Pero él ha muerto —añadí—, ¡Dios mío! ¡nunca más, nunca lo volveré a ver!...»

Probablemente al oír estas voces entrecortadas la niña había dado la vuelta a la piedra, y halládome sin sentido, pues cuando volví en mí encontré que un gallardo joven me bañaba la frente con agua del río, mientras que ella me sostenía la cabeza con dulce compasión.

—Pablo —dijo ella—, ya vuelve a abrir los ojos; pregúntale quién es y en dónde vive.

—¡Pablo! —contesté mirándolo espantada— ¿así se llama?

—Cálmese usted —dijo él—: dígame dónde es su casa para ayudarle a llegar a ella si ya se siente más repuesta.

—¿Repuesta?... ¡Eso qué importa! ¿acaso es su espectro el que veo?...

Efectivamente creí que el joven se parecía a la imagen de aquel que no había podido arrancar de mi alma. Pero comprendiendo de repente mi equivocación y pensando que ellos me creerían loca, me levanté avergonzada, y envolviéndome en mi pobre pañolón eché a correr sin detenerme hasta que llegué a casa. Allí encontré a Juanita, llorando porque tenía hambre, mientras que mi madre se quejaba por lo bajo porque durante mi ausencia se había apagado la lumbre en donde procuraba asar un plátano para su hija.

La vista de semejante miseria me volvió el juicio.

Santiago me aguardaba a las cinco de la mañana en el camino de Fómeque con un caballo ensillado: había hablado con el cura para que tuviera todo preparado y llegamos antes de que se reuniera la gente en la iglesia. Los domingos anteriores habían hecho allí las amonestaciones. Cuando volví esa tarde a casa era la esposa de un mulato, pero llevaba toda clase de víveres y vestidos para mi madre y hermana, que dije haber comprado con el producto de mis costuras.

IV

Tal vez yo no debería quejarme de mi suerte, pero creo que pocas vidas han sido más humillantes que la mía. Naturalmente Santiago no se había casado conmigo por darme comodidades no más, y deseaba tener la satisfacción de que se supiese que una señora de las mejores familias de Bogotá era su esposa, y poderse vengar así de la sociedad que tantas veces lo había despreciado. En breve se lo hizo saber a mi madre, deseando enorgullecerse con nuestra presencia en su casa. ¡Oh! ¡pobre madre! ¡nunca olvido la expresión con que recibió semejante noticia! Sin embargo, no me hizo ninguna reprensión. Quedó aterrada... me abrazó en silencio; había comprendido que éste había sido un acto de abnegación para procurarle algún bienestar.

«Hoy me resigno, me conformo y aun no me pesa la muerte de tu padre», oí que le decía a Juanita.

Estas palabras me hicieron mucha impresión porque revelaban más que todo la pena que sentía.

Mi madre no sobrevivió muchos meses a mi matrimonio y después de su muerte Santiago se manifestó tal como era. Con mucha frecuencia reunía en la casa a sus amigos, reuniones que se convertían siempre en estrepitosas orgías. Juanita crecía en medio de estos desórdenes que yo no podía evitar, y la idea de que semejantes escenas fueran las que formaran su corazón, me llenaban de pena. Muy rara vez Santiago estaba en su juicio, pero un día que lo vi de mejor humor le hablé de mi hermana y le supliqué que le buscara en Bogotá alguna casa en que pudieran darle hospitalidad. Ella le era ya antipática, y muy pronto buscó lo que yo deseaba.

Acababa de cumplir Juanita quince años cuando me separé de ella: iba en calidad de semicosturera, semicompañera de una respetable señora que a poco se la llevó fuera de Bogotá. Me quedé, pues, sola en el campo con un hombre a quien temía y despreciaba, y madre de un robusto niño a quien había hecho bautizar Francisco, como mi padre, y que era toda mi dicha y esperanza.

Santiago se hacía cada día más brutal, y me obligaba a que les sirviese la cena a él y a sus amigos cuando se reunían a jugar y beber. Un día rehusé hacerlo decididamente porque todos estaban ebrios; pero se enfureció al oír esto, me agarró por el pelo y a empellones me obligó a entrar al comedor.

«¡Mercedes de Vargas! —exclamó—; tú como hija de caballero tienes que servirnos, humildemente..., a mí y a mis amigos. Para algo ha de haber servido la guerra de la independencia...»

Cayéndome de vergüenza y horror, y bajo la mirada insolente de mando de aquel a quien había jurado, ante Dios, amar, obedecí sirviendo yo misma la cena.

«Así me gusta —dijo él al cabo de unos momentos—; las blancas son cobardes siempre, y cuando uno las trata duro son una seda.» Y acercándose quiso cogerme la mano con ademán cariñoso.

Esto colmó la medida: no quise que me tocará, y situándole detrás de una silla le dije con la cabeza erguida y la mirada orgullosa:

«He sufrido los insultos que usted me ha hecho, los que viniendo de un ser tan vil no vejan; pero no permito que se me acerque.» Santiago, profiriendo horribles juramentos, tomó una botella para tirármela, pero sus compañeros se lo impidieron. Uno de ellos me hizo seña de que saliera, y me siguió mientras que los otros cerraban la puerta por dentro con llave para impedir que Santiago, que estaba frenético, me matara.

«Mercedes —me dijo el que había salido conmigo—; Mercedes, no sé si usted me conoce; soy Joaquín Díaz, el compañero de Antonio N... a quien usted iba perdiendo una noche en tiempo de Morillo... ¿no recuerda?»

Fue tanta mi vergüenza de que Díaz me encontrara en aquel sitio, como esposa o más bien esclava del dueño de la casa, que no pude contestar, y cubriéndome la cara con el delantal, permanecí callada y llena de confusión.

«Usted me preguntará —añadió él, viendo que no contestaba—, cómo me hallo en tan ruin compañía. Esto no tiene más que una explicación: el juego y la bebida. Estos hábitos que contraemos en las campañas y sin los cuales ya no podemos vivir... son irresistibles, nos dominan.»

Yo no contestaba, y él continuó entonces, ya con impaciencia:

«¿Pero usted a quien conocí rica, orgullosa y bella... cómo la encuentro casada con este mulato despreciable?»

Habiendo recobrado mi serenidad le referí la causa de mis desgracias: la pobreza; y le supliqué al mismo tiempo que me ayudase a salir de aquel infierno. Le dije que me proporcionara en Bogotá una casa en que pudiera vivir como sirvienta, pues prefería cualquier humilde destino al de señora allí.

Esa noche huí de Ubaque llevándome a Francisco, y recomendada por Joaquín (bajo un nombre supuesto) fuí recibida como costurera en una casa respetable. Santiago me buscó al principio, pero le fue imposible hallarme, y al fin se cansó de hacer indagaciones. Permanecí durante muchos años, que fueron los más tranquilos de mi vida, en la misma familia; estaba resignada a mi suerte desde que no pensaba en mí misma sino que vivía para mi hijo, que cada día ganaba en inteligencia y lozanía, y cuyas manitas cariñosas me hacían olvidar hasta el recuerdo de mi juventud; yo misma le enseñé a leer, y después en la escuela era dócil y estudioso.

Estando un día sentada cosiendo en el corredor de entrada de la casa en que vivía, me llamó la atención lo que se decía en la sala.

—Las mujeres son implacables en sus venganzas —dijo uno.

—No tal —contestó otro—, yo las he encontrado siempre compasivas... casi siempre se arrepienten al tiempo de cumplir una venganza.

—Yo, por mi parte —dijo el primero—, sé por experiencia que bajo el aspecto más dulce ocultan un corazón de tigre.

—Este don Antonio siempre tiene algún cuento contra las mujeres —repuso otro.

—Aseguro que no es cuento aquello a que me refiero; es un hecho en que pude representar un papel bien trágico.

—Veámoslo —dijeron todos—, nos constituimos en jueces.

Cuál sería mi emoción cuando descubrí que el que hablaba era el mismo Antonio a quien varias veces había encontrado en el camino de mi vida. Entonces supe que él se había interesado mucho en favor de mi padre, como se lo supliqué en el año 14, y creyendo que yo lo sabía, fue después a pedirme auxilio. Refirió la escena del jardín y la maldad con que obré al permitir y aun convidarlos a que entrasen a la casa, sabiendo que los oficiales que había en ella los prenderían. Así como yo no supe que él salvó la vida de mi padre, tampoco llegó jamás a su conocimiento que yo hubiese ejercido mi influencia con los realistas para que no los condenasen a muerte. Éste es el modo como juzgamos en el mundo de las acciones de los demás.

Por supuesto que todos hicieron los más odiosos comentarios de la conducta incalificable de la morillista Mercedes.

A poco Antonio salió con otro caballero y pasó a mi lado, pero estando en la escalera recordó que había olvidado su bastón y me pidió que se lo fuese a traer. Al entregárselo, nuestros ojos se encontraron, y él me miró con atención.

«Paréceme que esta fisonomía no me es enteramente desconocida», le dijo al otro al bajar la escalera. Al oír esas palabras, no esperé más; huí temblando y me oculté en una pieza lejana; pero afortunadamente nadie se volvió a acordar del incidente, y después Antonio me vio varias veces sin poner cuidado en mi fisonomía.

Pasaron años y creció mi hijo. Dejé la casa que por tanto tiempo me había servido de asilo y fui a vivir sola con Francisco, cuyo trabajo como carpintero, ayudado con las economías que yo había hecho durante los años de servicio, y mis obras de costura y bordado, nos dieron cierto bienestar que nos permitía vivir con independencia.

Una noche estábamos sentados cerca de la vela; yo acababa un bordado que debía entregar al día siguiente, mientras que Francisco leía en voz alta, de repente oímos gritos y golpes en la puerta de nuestra casita, la que al fin, mal ajustada, se abrió para dejar entrar a un hombre ebrio... ¡Cuál sería mi espanto cuando reconocí a Santiago!

Francisco no lo recordaba absolutamente. De mucho tiempo atrás sabía yo que él había jugado y bebídose aquella fortuna por la cual yo hiciera el sacrificio de mi dignidad sin poder obtener en cambio más que humillaciones. Además se hablaba en esos días de no sé qué crimen en que Santiago tenía parte, diciéndose que andaba prófugo.

—¡Ah! —dijo al entrar—. No me engañaron, y al fin, he descubierto tu paradero. Pronto... ¡que me traigan aguardiente! ¡tengo sed!

—¡Salga usted de aquí, miserable! —gritó Francisco al verlo tenderse sobre la cama que había en la pieza, y tuve que asirme de él para que no se arrojara sobre su padre.

—¿Así es como has enseñado a ese niño a tratar a su padre? —dijo el otro sin moverse—, pues —añadió—, infiero que ese mozo es Francisco mi hijo.

—¡Mi padre!

—Sí —contesté—; desgraciadamente es la verdad. Váyase usted Santiago —le dije a éste—; no venga a pervertir a su hijo con el mal ejemplo... ¡Yo tengo derecho de resguardarlo de usted!

—No pienso irme de aquí por ahora —contestó con insolencia—. La justicia me persigue..., además, estoy bien: ¡que me traigan de beber!

Dos días permaneció este hombre en mi casa, y al fin se fue llevándose el poco dinero que teníamos y la ropa de Francisco. Después de aquellos días se aparecía de vez en cuando ebrio siempre y hambriento, y era preciso darle cuanto teníamos para librarnos de su presencia. Así pasamos dos años, al cabo de los cuales no volvió más, y nunca he sabido qué se hizo.

En eso estalló la revolución de 1840; no pude ocultar a mi hijo y se lo llevaron de recluta... El dolor que sentí no tiene nombre, pero vivía con la esperanza de volverle a ver a mi lado. Después de la acción de Buenavista, llegó a casa extenuado y moribundo mi pobre Francisco, y murió en mis brazos tres días después de su vuelta. Yo no podía creer mi desgracia..., pero hay penas que parecería sacrilegio describirlas, y ésta es una de ellas...

Sin embargo al cabo de algunos días, viendo que si me dejaba llevar por mi dolor tendría al fin que mendigar, que es lo que más horror me causa, me revestí de valor, procuré sacudir mi abatimiento y volví a trabajar para vivir. ¡Era preciso vivir, puesto que Dios lo había querido así!

Mi existencia no tenía interés ninguno, mis afectos estaban encerrados en las tumbas de cuantos había amado.

Bogotá era odiosa para mí; así, acepté gustosa el destino de ama de llaves en una hacienda cerca de Tunja, y me dirigía a ella cuando enfermé en el camino y tuve que detenerme aquí...

Usted y su familia me han dado tantos consuelos, que muero tranquilamente después de una vida tan agitada y llena de sufrimientos...


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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