Teresa la Limeña

Páginas de la vida de una peruana

Soledad Acosta de Samper


Novela corta



I

¡Divina maga de la memoria,
tu plañidera, sublime voz
dentro de mi alma la triste historia
de mi pasado resucitó!…

N.P. LLONA (poeta colombiano)

Un ancho balcón daba casi inmediatamente sobre la pedregosa playa de Chorrillos, en donde las olas del mar venían a morir con dulce murmullo, mientras que más lejos se estrellaban ruidosamente contra murallones y fuertes estacadas.

Empezaba a caer el sol y la rada resplandecía con la luz de arreboles nacarados, que iluminaban brillantemente a los que paseaban por las orillas del mar. Bellas mujeres arrastraban sus largos ropajes, y elegantes petimetres pasaban en grupos mirando a las bañadoras, que jugaban y reían entre el agua, ataviadas con sus extraños vestidos de género oscuro y sus sombrerillos de paja. Se oían de tiempo en tiempo gritos apagados por la distancia, cuando se estrellaban las espumosas olas cerca de alguna tímida bañadora: y este ruido lo interrumpían risas lejanas y el constante ladrido de un perrillo que jugaba con un niño en el malecón. A lo lejos los lobos marinos o bufeos levantaban sus negras cabezas por entre las ondas del mar, y tal cual pájaro chillaba volando hacia la orilla.

Los cristales de las casas resplandecían con mil colores diversos, cuyo brillo fue disminuyendo a medida que moría la luz del sol.

Poco a poco los bañadores se hicieron más escasos en el sitio predilecto, aumentándose los grupos en los bancos del malecón, donde aguardaban la banda de música que debía tocar allí a esa hora.

Desde su ancho balcón que miraba hacia el mar, Teresa contemplaba en silencio aquel espectáculo, que tantas veces había mirado sin cuidarse de él. Una larga y penosa enfermedad había velado el brillo de sus ojos y daba una languidez dolorosa a sus pálidas mejillas; su abundante y sedosa cabellera, desprendida, se derramaba sobre sus hombros con un descuido e indiferencia que indicaban sufrimiento. De codos sobre la baranda y en la abierta mano apoyada una mejilla, seguía con los ojos los diferentes grupos que subían de la playa por el empinado camino, o los alzaba al infinito horizonte del mar confundido con el cielo, que empezaba a oscurecerse… Pasado un rato apartó la mirada de aquel paisaje que sólo hablaba a los sentidos, y con ademán de impaciencia la fijó casi maquinalmente en un libro que al lado tenía abierto.

Pocas líneas recorrió distraída y, cubriéndose la cara con las manos, lágrimas ardientes le inundaron las mejillas, y con dificultad reprimió los sollozos que se agolparon a su garganta.

¿Qué había encontrado en su lectura que pudiera impresionarla? Probablemente nada para los demás, y en otras circunstancias no le hubiera hecho impresión ni aun a ella misma; pero estaba débil, tanto física como moralmente, y así su espíritu se enternecía con facilidad.

«¡Ah! — decía el autor—, quisiera encontrar un corazón como los bosques vírgenes de América, corriendo el riesgo de ser devorado por las fieras que los habitan, más bien que buscar solaz en poblados jardines, en cuyas alamedas encontramos hasta a nuestros amigos.»

«He aquí el resumen de mi vida… —pensaba Teresa—: ¡buscar lo que jamás encontraré; aspirar hacia lo que no existe! —y añadió casi en alta voz—: ¡todavía no he olvidado, Dios mío!… yo que creía que este sentimiento se había borrado completamente de mi alma y hasta de mi memoria… ».

La expresión de su fisonomía, después de serenarse (pues su emoción duró sólo un instante) no era de tristeza ni de pesar profundo, sino más bien de una persona cuyo corazón ha sido vencido en la lucha consigo misma: dolor vago pero más penoso que un verdadero infortunio vivo y palpable.

La noche arropaba el mar completamente y ráfagas desiguales hacían golpear las olas contra la playa, trayendo el viento algunos acordes inciertos desprendidos de la banda de música que tocaba en el malecón… El salón de Teresa se iluminó con la luz de varias bujías, pero ella llamó al sirviente y mandó la negasen para toda persona que fuese a visitarla aquella noche, diciendo que estaba indispuesta.

Necesitaba estar sola. Cerrando la puerta vidriera que daba al salón, se hundió, por decirlo así, entre los cojines de un sofá, y cubriéndose con los anchos pliegues de su pañolón se propuso entregarse al pensamiento que la dominaba, ahondar su espíritu y descubrir la causa de lo que tan dolorosamente la había conmovido.

La memoria de las mujeres es tan constante, tan tenaz hasta en sus mismos recuerdos, que siempre vuelven, sin comprender por qué, a sentir lo que sintieron, aun cuando haya pasado el objeto, el motivo y hasta la causa del sufrimiento. Cuando la brisa era más fuerte, Teresa podía oír por intervalos algunos trozos de la Lucía y de la Norma; después un valse entero de la Traviata llegó a sus oídos con una fuerza e insistencia singulares, como si un espíritu misterioso se hubiera propuesto golpear en su mente para producir un recuerdo importuno.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! —pensaba la cuitada joven—: ¿por qué es esto? ¿por qué no puedo desechar este pensamiento?… Roberto no podía creer nunca cuán suyo fue este corazón, ¡y no comprendía cómo me importuna a veces lo pasado! ¡Acaso él también pensará en aquellos días… aquellos días de dicha que jamás volverán! Sí; entonces me amaba… ¡entonces! ¡Qué débil soy, qué débil! Tal vez en este momento oye en el malecón esos mismos acordes que me hacen sufrir con su recuerdo, mientras él…

¡Estoy acaso loca! —exclamó de repente, poniéndose en pie y apretándose la cabeza con las manos— ¿estoy loca?» Y cayendo nuevamente sobre los cojines permaneció inmóvil algunos momentos.

La entrada de alguien al salón la hizo levantar la cabeza: eran dos jóvenes que preguntaban por ella al sirviente.

—¡Enferma otra vez! —exclamó uno de ellos con emoción; y al través de los cristales Teresa lo vio detenerse y mirar en torno suyo antes de salir.

Esta pequeña escena, vista desde el balcón oscuro, hizo que ella volviera a la vida real, y su frente se serenó poco a poco. La banda de música había partido, las personas que estaban en el malecón se retiraron, y el silencio de la noche fue interrumpido apenas por los silbidos de la locomotora del último tren de viajeros, que volvían a Lima, después de haber pasado el domingo en Chorrillos.

«Quiero examinar la causa de las emociones que me han dominado esta noche… —se dijo Teresa—: ¿no podrá uno conocerse jamás? Recorreré mi vida desde que me acuerdo; ésta será una lección para mi orgullo, tan débil esta noche, y una confesión hecha ante mi conciencia.»

Como sería imposible seguir el pensamiento, siempre vago e incierto, veamos quién era Teresa y lo que había sido su vida.

II

Teresa era hija de un rico capitalista de Lima; su madre, bella chilena de suave carácter y salud achacosa, había vivido retirada desde que se casó, en Chorrillos, en donde su esposo, más por vanidad que por cariño, le había mandado edificar una hermosa casa a orillas del mar. El señor Santa Rosa fue uno de los primeros que edificaron casa cómoda en aquella villa; antes de él los limeños que querían recuperar con baños de mar la salud perdida, sólo tenían allí ranchos en donde pasaban incómodamente algunos días. Poco a poco las casas miserables se fueron convirtiendo en ricas habitaciones, que se han quedado hasta el día con el nombre ranchos.

La salud de la madre de Teresa le impedía recibir visitas con frecuencia. Y los magníficos salones de su rancho permanecían ordinariamente desiertos. Teresa, como hija única, se crió allí sola, y pasaba su vida al lado de su madre o en el ancho balcón que daba sobre el mar. El rumor de éste, el espectáculo siempre grandioso de sus olas, ya furiosas ya tranquilas, y el paisaje árido que la rodeaba del lado de tierra, la predispusieron a la meditación solitaria, más bien a ese letargo soñoliento de una existencia inerte, en cuyo seno dormía un corazón que, sobreponiéndose a veces a su habitual indolencia, tenía sus ímpetus de voluntad, aunque de ordinario se sometía tranquilamente a las órdenes de su padre. Sin embargo, cuando llegó la época de aprender a leer, se resistió de tal manera que su padre no pudo obligarla, a obedecer; las súplicas de su madre, a quien adoraba, vencieron su resistencia, pero no su odio al estudio, de suerte que todos los días había escenas de llanto y disgusto, y la salud de la madre necesitaba tranquilidad, por lo que los médicos opinaron que Teresa no debía estar a su lado.

¡Pobre niña!, no pasaron muchos meses antes que su madre se despidiese de ella para siempre. La noche a que aludimos, al cabo de muchos años de pena profunda que jamás olvidó, aún creía ver la imagen suave y abatida de aquella mujer que se le aparecía con frecuencia en sus sueños y le perturbaba el alma con el recuerdo de su dolor; dolor que se mezcló después con los más desgarradores de su juventud.

Fuera de esto, encontraba un vacío en su memoria y no recordaba con alguna fijeza sino un viaje hecho a Europa con su padre, que fue a permanecer algunos años en París llevándola consigo. Hombre frío, indiferente a todo, menos así mismo, el señor Santa Rosa quería que su hija tuviese una educación que la hiciera brillar y atraer a sus salones la sociedad, a la que era muy aficionado.

Así el idioma francés fue casi el primero en que expresó sus ideas, pero el cariño a su madre muerta no permitió que olvidase nunca el castellano. El austero convento francés le parecía, recién llegada, una prisión; pero al cabo de algunos meses, apasionada en todo como era, quiso dedicarse al estudio con ahínco y en él fundó toda su dicha. El colegio fue para ella un mundo; el salón de su padre le parecía triste y vacío; sufría mucho las raras veces que éste la tenía a su lado, y tornaba con alegría a los claustros del antiguo convento, grato a su orgullo por las consideraciones que le tenían.

A los doce o trece años la Limeña era una perfecta muestra de la ardiente naturaleza americana, tan llena de contrastes. De formas pequeñas y delicadezas y fisonomía expresiva y pálida, su mayor belleza entonces estaba en sus grandes ojos negros y brillantes, que se animaban ya con el fuego del entusiasmo, y con el de la indignación. Su graciosa manecita se cerraba con una fuerza nerviosa singular, y su diminuto pie zapateaba con impaciencia cuando las otras niñas, menos vivas, merced a su naturaleza septentrional, no comprendían lo que deseaba. Todo en ella era impulsivo, brillante y fuerte; semejante al mar a cuyas orillas se había criado, se manifestaba quieta y humilde a ratos; pero también sucedía que con dificultad apaciguaba sus cóleras o moderaba sus arrebatos de alegría, que solían animarla contagiando a sus compañeras. Acababa de cumplir trece años cuando entró al colegio una señorita de la alta aristocracia francesa, cuyos padres, habiendo perdido su riqueza, no podían educarla por más tiempo a su lado, siendo este sistema de educación mucho más costoso.

Lucila de Montemart pertenecía a una familia normanda, según lo demostraba su tez blanca como la leche, cabellera rubia como la de Venus y ojos de azul oscuro medio abatido por una melancolía genial que conmovía los corazones. Su aspecto débil y delicado interesó desde el primer día a Teresa, quien lo había encontrado hasta entonces una amiga verdadera entre sus condiscípulas y miraba con desdén el común cariño de las demás niñas, menospreciando sus fútiles conversaciones. Hasta entonces no sabía qué cosa era romanticismo, ni comprendía ni gustaba de las novelas que le procuraban a escondidas las otras niñas; pero llegó Lucila, y pronto cambió la faz de sus ideas y dio nuevo giro a sus pensamientos. La francesa, niña educada por una madre de ideas nobles y elevadas, pero exageradas, llevó una pequeña librería de obras escogidas: Teresa leía con encanto las de Racine y Corneille y algunos volúmenes de las novelas de Mademoiselle de Scudery y de Madama de Lafayette, pero Lamartine fue su autor favorito. Esto fue poco después de la revolución de 48, época en que el gran poeta era el héroe de la juventud, el bello ideal de todo lo grande y heroico, y tanto que, aunque republicano, entusiasmaba hasta a los aristócratas. Su literatura de sensiblería (como la han calificado con justicia) llenó de cierta languidez y ternura exagerada todos los corazones que empezaban entonces a sentir y vivir.

Al cabo de poco tiempo Teresa y Lucila se unieron con una de aquellas amistades de la adolescencia, tan verdaderamente profundas y duraderas, y que son como el presentimiento del amor. Se retiraron de todos los juegos de las demás condiscípulas, y vivían la una para la otra, confundiendo sus pensamientos, animándolas idénticas aspiraciones, esperanzas y deseos para lo futuro; en términos que al leer aquellos poemas y novelas soñaban también ser heroínas de aventuras cuyos paladines fueran perfectos, sin haber amado antes… ¡Pobres niñas! Asidas de la mano, vagaban por los jardines del convento forjando mil ensueños de dicha… recordados ahora por Teresa con el dolor de quien comprende que aquellos días eran medidos por las horas más felices de su vida.

Lucila, con aquel carácter dulce que la distinguía, soñaba con un porvenir de paz, al amparo de algún castillo viejo, feliz con el amor del ser que amaba con su imaginación, ser que para decir verdad había tomado la forma palpable de un primo suyo, a quien no había visto desde que estaba muy chica, pero a quien adornaba con todas las virtudes y la belleza de un paladín de la edad media.

Teresa, de índole ardiente y entusiasta, no deseaba esa tranquila paz: soñaba con una vida agitada; deseaba hallar en su camino algún joven romántico, desgraciado, a quien debería sojuzgar después de mil aventuras peligrosas. Ambas hablaban de sus héroes como si realmente existieran, y componían entre las dos interminables novelas.

El Reinaldo de Lucila y el Manfredo de Teresa (pues también habían conseguido una edición de las obras escogidas de Byron) fueron, sin embargo, la causa verdadera de las penas de su vida… He aquí un problema de educación que no se ha podido resolver satisfactoriamente: ¿se debe permitir que germinen en el alma de las jóvenes, ideas románticas, inspirándoles un sentimiento erróneo de la vida, pero noble, puro y elevado? O al contrario se han de cortar las alas a la imaginación en su primer vuelo, y hacerles comprender que esos héroes que pintan los poetas no existieron sino idealmente. Con el primer sistema se debilita el alma, suprimiendo la energía para la lucha de la vida, y causando mil desengaños; y con el segundo, se forman corazones poco elevados, infundiendo un elemento de aridez y de sequedad en los sentimientos y el carácter.

Así pasaron dos años; mas al fin vino la hora de la separación definitiva. Teresa cumplía quince, y volvía a su patria con su padre; Lucila tenía diez y seis, y sus padres la llamaban a su lado. Se despidieron tiernamente, jurando amarse toda la vida, animadas ambas por la esperanza, viendo en lo futuro un cielo siempre azul y un horizonte brillante y puro como sus corazones. ¡Cuánto mejor hubiera sido para ellas morir entonces llenas de ilusiones y sin haber sufrido el primer desengaño!

III

Pasaron, sin embargo, algunos meses, antes de que una y otra cumpliesen la promesa de escribirse; al fin Teresa recibió una carta de Lucila.

«… No te mentiré, decía, disculpándome con que no había tenido tiempo para escribirte, lo que no sería cierto; te confesaré que el motivo de mi silencio ha sido otro: temía descubrirte el fondo de mi alma y hacerte conocer mi desengaño… ¡Si supieras, querida mía! Más fácil será referirte mi vida desde que llegué aquí y lo que sucedió, o más bien lo que no sucedió…

Sabes que somos pobres, pues mi padre sólo ha conservado de la herencia de sus mayores una pequeña casa en un rincón de las tierras que antes fueron de la familia; pequeña pero cómoda y con cierto aire antiguo, está situada en medio de un jardín y huerta, en donde hay un mundo de flores, único lujo que conserva mi madre, y muchos árboles frutales y algunos emparrados de exquisitas uvas, muy raras en este clima. Los primeros días que pasé en este paraíso en miniatura fueron muy felices, y sólo tú faltabas a mi lado para serlo completamente. Por la tarde nos sentábamos en el jardín bajo los arcos de jazmines y madreselvas, y yo oía con encanto la dulce voz de mi madre leyendo nuestras predilectas obras de Andrés Chénier, Sedaine y Lamartine. El ambiente suave, el perfume de las flores, el medio en que me hallaba, me hacían pensar en que sería muy feliz; sin embargo, a veces mis ojos se humedecían: esta vida quieta y monótona satisfacía a mi alma… pero algo faltaba a mi corazón. Me parecía como que me hubiesen condenado a alimentarme solamente con dulces, y me asustaba un porvenir como aquel; me hacía falta un alimento más fuerte; sentía que 'l'ennui naquit un jour de l'uniformité'.

Una semana después de mi llegada mi madre me anunció que al día siguiente vendrían a visitarnos mi tía y Reinaldo, que acababa de llegar de París a su casa de campo, situada en las inmediaciones. Reinaldo, que acaba de llegar de París a su casa de campo, situada en las inmediaciones. ¡Reinaldo!… ¿Comprendes cuál sería mi emoción? ¡por fin lo iba a ver! Mi imaginación se exaltó y aquella noche no dormí; la pasé en gran parte sentada a mi ventana, contemplando las estrellas hasta poco antes del amanecer.

Cuando desperté me pareció que sería muy tarde (¡eran las siete!) y me levanté asustada, esperando que las visitas llegarían a esa hora. Me puse aquel traje de muselina azul que conoces, y una cinta del mismo color ceñía mis cabellos, desatados en bucles que me caían sobre los hombros. Al mirarme en el espejo me encontró cambiada con esa noche de insomnio: tenía una mancha negra en torno de los ojos, y las mejillas ardiendo; bajé al jardín para refrescarme y me puse un ramito de jazmines al lado de la cabeza. Durante el almuerzo, mi padre notó mi agitación, me creyeron indispuesta y me mandaron retirar a mi cuarto y permanecer tranquila; ¡tranquila!… no podía estar quieta un momento y cada hora me parecía un siglo. A medio día bajé al salón, desesperada ya con tanta tardanza; pocos momentos después oímos pararse un coche a la reja del jardín, y mi madre y yo salimos a la puerta: bajó primero del coche una señora de alguna edad, de suave fisonomía, muy parecida a la de mi padre… después un perrillo; cerraron la portezuela y el coche dio la vuelta para entrar en la cochera.

—¿Y Reinaldo? —preguntó mi madre.

—Ah, mi querida —contestó mi tía—, toda la mañana lo estuve aguardando para que viniésemos juntos, pero había salido a caballo y probablemente olvidó que debíamos venir aquí hoy.

¡Se le había olvidado! Me sentía tan triste y desanimada que no podía casi hablar con mi tía, que desde mucho tiempo antes no me veía y me inspeccionaba, con curiosidad. Sintiéndome turbada y desabrida, salí del salón y fui al jardín, procurando hacer un esfuerzo para que no se me saltasen las lágrimas. El ramito de jazmines cayó a mis pies y recogiéndolo lo tiré con desdén. Yo era siempre la encargada de coger las frutas para la comida, y recordando esto, por tener un pretexto para permanecer en el jardín, busqué un canastillo y empecé a llenarlo de peras y manzanas; pero viendo en la parte superior de un emparrado un hermoso racimo de uvas me subí a la verja que dividía el jardín del huerto. Estando en ello, oí detrás de mí una voz, y volviéndome, avergonzada de mi posición, vi en la puerta un joven pequeño, moreno, de ojos negros y enrizada cabellera, que llevaba un caballo de la brida.

Perdone usted, me dijo: buscaba un sirviente para entregarla mi caballo; y como llegase en ese momento el criado, se lo dio, haciéndole mil recomendaciones sobre la manera de cuidarlo.

Mientras eso yo lo miraba… ¡Éste es, pues, Reinaldo —pensaba—; cuán diferente de lo que había soñado! ¡Se ocupa más de su caballo que de mí!…

—¿Usted es acaso mi primita Lucila? —dijo al fin volviéndose hacia mí.

Y sin hacerme más caso que a una niñita, me tomó de la mano y me dio un beso sobre cada mejilla, como se usa en Francia entre hermanos. Yo estaba sumamente humillada con el poco respeto que me manifestaba, y entré al salón con él, que me llevaba siempre de la mano. Después de haber saludado a mi madre, Reinaldo me hizo sentar, y parándose delante de mí dijo, sonriéndome, mientras yo bajaba la cabeza para ocultar las lágrimas de despecho que se me ahogaban a los ojos:

—¡Miren ustedes a mi prima, que parece tenerme miedo! Y está más grande de lo que yo esperaba, ¿cuántos años tiene?

—Diez y seis —contestó mi madre; y comprendiendo mi turbación me envió a que diera una orden a los sirvientes.

Llena de despecho, subí a mi cuarto y dejé correr mis lágrimas, sin lo que me hubiera ahogado. Cuando ya era cerca de la hora de comer bajé otra vez al salón: Reinaldo conversaba acaloradamente con mi padre, y el timbre de su voz me disgustó, pareciéndome sus modales bruscos y sin elegancia. Mi tía y mi madre discutían no sé qué cuestión doméstica; me senté cerca de la ventana y tomé mi bordado.

Al fin llegó el cura del pueblo vecino, que había sido invitado a comer, y tomando el brazo que me ofrecía con descuido Reinaldo, sin dejar por eso de conversar con mi padre, pasamos al comedor. Durante la comida mi primo procuró hablar conmigo con la condescendencia con que se trata a una escolar, preguntándome acerca de mis estudios favoritos y de las amigas que había dejado en el colegio. No sé qué le contesté; probablemente algo muy necio, porque después de haberse reído de mis contestaciones, siguió hablando con mi padre y el cura, sin ocuparse más de mí.

Apenas mi tía y Reinaldo se retiraron me despedí de mis padres y me encerré en mi cuarto… ¡Así había pasado, pues, aquella entrevista, a cuyo propósito habíamos edificado tantos castillos en el aire!… Reinaldo no es el héroe de mi ensueños; es un joven como cualquier otro, menos que muchos de los menos interesantes del mundo parisiense. ¡Risa me daba de acordarme con cuántas cualidades lo habíamos adornado!

Aunque mi tía me convidó con instancia a que fuera a su casa de campo, no acepté, a contentamiento de mi madre, que, enseñada a vivir retirada del mundo, aplaude mi inclinación a la soledad, según lo he manifestado.

Hace pocos días Reinaldo estuvo aquí otra vez, solo. Mi madre y yo estábamos en el salón cuando entró, y después de haberme saludado como la primera vez, riéndose de mi confusión, presentó a mi madre una carta de mi tía, y ella, después de haberla leído, salió a buscar a mi padre para comunicársela. Reinaldo y yo quedamos solos; me sentía tan confusa, tan necia y niña, que me propuse tener valor para hacerle ver que no era tan indigna de su atención como él creía, y entablamos poco más o menos el siguiente diálogo:

—¿Mi tía está buena?

—Sí… ¿Cuánto hace que usted no va a casa de mi madre?

—¿Acaso he ido desde que salí del colegio?

—¿No? Me parecía haberla visto.

Chocada con aquella prueba de indiferencia le contesté:

—¿Y usted cuánto hace que volvió del colegio de Alemania?

—¿Del colegio?… de la Universidad de Heildelberg querrá usted decir; hace tres años.

—¡Bah! —dije sonriéndome—; creí que usted acababa de salir de algún liceo.

—¿Y eso por qué? ¿Acaso tengo aspecto de estudiantillo con mis veinticinco años?

—No sé cómo será ese aspecto de veinticinco años… pero como usted sólo hablaba el otro día de colegio, lecciones y estudios, llegué a creer…

—¡Oh! —exclamó interrumpiéndome y mirándome con curiosidad—; con que su lengua no deja de picar, a pesar de…

—¿Acaso —le dije, imitando su aire de importancia—, acaso tengo aire de colegiala con mis diez y seis años?

—¡Diez y seis años!… ¡Dios mío, qué edad tan respetable!

Ambos nos miramos riéndonos, y Reinaldo se levantó, y saludándome alegremente y con ademán de fingida seriedad me dijo:

—Señorita… soy de usted atento servidor; es preciso que olvide usted que hemos jugado juntos y que la he llevado cargada sobre mis hombros, y era su protector como persona de mayor edad… Ahora usted, como señorita de experiencia y edad avanzada, se dignará perdonar la ilusión en que yo había caído: la de creerla todavía una niña.

La entrada de mi madre interrumpió nuestra conversación y un momento después se fue mi primo. Yo estaba más satisfecha de mí misma y de él, y me sentía contenta cuando mi madre me llamó para anunciarme que su sobrino se casaba dentro de poco y que mi tía deseaba que yo la acompañase a París para ayudarle a comprar los regalos de boda.

—¿Quien es la novia?

—Una señorita muy rica, hija de un banquero alemán… Reinaldo podría aspirar a un matrimonio más lucido, pero ha sido muy loco y casi toda su herencia está hipotecada.

—¿Y por eso se casa?

—Ha tenido que decidirse de repente, hace pocos días la vio y arreglaron la boda.

—¿Es decir que él no la conocía?…

—No; tú sabes que el matrimonio es cosa seria, y es preciso consultar antes que todo las conveniencias.

—¿Pero seguramente le gustaría la novia?

—No sé… ¡bah! Será educada, y si ahora no la ama después sabrá apreciarla… El matrimonio no es un juego… ¿Pero tú qué sabes de eso?

—Yo nada, pero pensaba…

—¡Pensabas!… Procura no pensar en esas cosas; todavía eres muy niña; además, no tienes dote y probablemente será difícil encontrarte un buen partido.

Alegando mi inexperiencia y timidez, no quise acompañar a mi tía a París; pero la verdad es que el desengaño que había sufrido no dejaba de causarme pena sintiéndome mortificada y ridícula ante mí misma. El mundo se me presentaba muy diferente de lo que había soñado; pero en fin, después veremos…

No he podido excusarme de asistir al matrimonio de Reinaldo, que se hará en el campo (en la primavera) y en el castillo de Montemart, pues mi tía desea que la ceremonia sea pomposa. Mi madre ha ideado un traje que dice será muy elegante para que me presente por primera vez en la sociedad. Ya te comunicaré todas mis impresiones mi querida Teresa. Ahora hablemos de ti… »

IV

Antes de recibir esta carta, también Teresa había escrito a su amiga. Pero será mejor que la acompañemos en su viaje de regreso a su país, siguiendo cuanto es posible el pensamiento y los recuerdos de la limeña.

Se embarcó en Southampton, llevando consigo multitud de cofres llenos de vestidos elegantes y vistosas joyas, con las que su padre pensaba hacerla lucir en la fastuosa sociedad limeña. Al subir al vapor, apoyada, en el brazo de su padre, sus miradas se detuvieron en un grupo de jóvenes que la contemplaban cola admiración. Su espíritu aventurero y romántico buscaba alguna imagen en que fijar sus ojos; pero la apariencia de esos petimetres (que volvían a las diferentes repúblicas Sud—americanas, después de haber gastado la flor de su juventud en París) no le llamó la atención. Sus finos labios se plegaron con cierta expresión de burla, y en sus ojos brilló un relámpago de ironía. Cuando su padre le presentó algunos de sus afeminados compañeros de viaje.

Durante la navegación no sucedió cosa particular; el mareo la postró de tal manera que vivía en un estado el de letargo, por lo que los dandys que se atrevieron a acercársele eran recibidos con disgusto y sequedad. Sin embargo, cuando después de haber pasado el día sobre cubierta, recostada en un gran sillón, con los ojos cerrados y sumergida en el sopor que produce el movimiento del barco, bajaba ya de noche a su camarote, la perseguía la visión de dos ojos negros fijos en ella cada vez que abría los suyos, y de una mano amiga pronta a servirla siempre que deseaba alguna cosa. Al cabo de pocos días procuró buscar con la vista al dueño de aquellos ojos y darle las gracias por sus servicios, y halló que era un joven muy modesto, llamado Pablo Hernández, hijo de un comerciante arruinado de Guayaquil y que regresa después de haber sido empleado en una casa de comercio de Liverpool. Naturalmente su humilde posición no le permitía acercarse a la hija del orgulloso señor Santa Rosa, bien que ella lo miraba con bondad, y se redujo a contemplarla de lejos, y reparar en todos sus movimientos para adivinar sus mínimos deseos: de suerte que cuando Pablo desembarcó en Guayaquil, Teresa echó de menos aquellos hermosos y melancólicos ojos que encontraba siempre fijos en ella durante los días anteriores, y sintió en torno suyo un vacío.

La llegada a Lima, la entrada, triunfante que hizo en la sociedad y los elogios que obtuvo por su elegancia y hermosura, no pudieron, sin embargo, borrar de su corazón el recuerdo de su madre, ni disminuir el vivo deseo de recorrer la casa en que pasara su primera edad. Ya había asistido a varios bailes y saraos antes de haber podido visitar el rancho de Chorrillos, pues su padre, egoísta en todo, no consentía, en que ni por un momento se ausentara la risueña faz, adorno de sus salones.

Al fin logró sus deseos, y su padre le permitió ir a pasar algunos días a orillas del mar; pero todo lo halló trasformado en su antigua casa, pues el señor Santa Rosa, que no gustaba de recuerdos tristes, había hecho variar los muebles y objetos que habían pertenecido a su esposa. Esa época de su vida le disgustaba y no quería recordarla nunca. Sólo encontró Teresa, de las memorias de su infancia, el ancho corredor y la bella vista sobre el mar… ¡Cuántos y cuán tristes desengaños para aquella preciosa niña, nutrida con ideas tan falsas de la vida, que esperaba verse rodeada de héroes y encontrar una novela en el corazón de cada persona, con quien trataba!

Pasada la primera embriaguez de sus triunfos, y acostumbrada, a las frases almibaradas, pero vacías de los petimetres de salón, preguntó a su corazón qué había en él, y sólo halló un inmenso vacío. Su padre era un hombre egoísta, sin más sentimientos de virtud que los que le aconsejaba el interés de conservar su riqueza. Vigilaba a su hija con el mayor cuidado, porque pensaba servirse de ella como de un instrumento útil, y que en cualquier caso podría, servir de cebo para realizar sus proyectos de engrandecimiento. Tal padre no era capaz de alcanzar mucho afecto en el corazón de nuestra heroína, que a cada paso comprendía cuán distintas eran sus miras y cómo desarmonizaban sus ideas. No pudiendo fijar su atención en las mariposas que la rodeaban, trató de crearse una novela revistiendo a Pablo Hernández con el ropaje de los héroes novelescos, y dedicaba sus ratos de ocio a idear mil aventuras románticas en que él hacía un papel importante; muy pronto la yerta realidad le demostró que su antiguo admirador no merecía tantos recuerdos.

Paseaba una tarde en el malecón de Chorrillos con varias personas y hablaban de la navegación y de los pasajeros que habían regresado a América al mismo tiempo que Teresa. Ésta mencionó como por casualidad a Pablo, y uno de los jóvenes que la acompañaba, dijo sonriéndose:

—¿No sabe usted que hace algunos días que está en Lima?

—¿Sí? —exclamó Teresa, sintiendo que se turbaba. «¡Pobre joven —pensó—, seguramente no se ha atrevido a presentarse!»

—¡Qué casualidad! —añadió una de las señoritas: si no me equivoco, aquel es el señor de quien hablan…

—Efectivamente —contestó otra—, y viene con su esposa.

—¿Su esposa?

—Sí; hace pocos días que se casó…

—¡Entonces no puede ser el mismo!

—Véalo usted; este matrimonio se hizo una o dos semanas después de haber regresado de Europa ese joven. Su padre le escribió recomendándole ese partido, según parece, y volvió a Guayaquil con tal objeto; estaba pobre y sin colocación ventajosa, y ella era rica…

—Parece —dijo otro— que la bella consorte ha venido a ostentar su triunfo aquí.

—Por supuesto; Lima es el sueño dorado de toda guayaquileña.

Mientras ese Pablo se había acercado, llevando del brazo una figura tan curiosa como ridícula: era la de una mujer de unos cincuenta años, gruesa, pero tan prensada en su corsé que respiraba con dificultad; vestía un traje relumbrante, escotado, y sus anchas espaldas y pecho voluminoso estaban apenas velados por un pañolón de encajes blancos, llevando, como apagador, una gorra de cintas y flores de colores variados, y en su garganta un collar de ricas joyas, acompañado por brazaletes de diferentes piedras preciosas que resbalaban en sus fornidos brazos; a que se agregaban guantes de malla, tejidos de intento para lucir innumerables anillos sobre sus dedos rollizos. Una espesa capa de pintura blanca, rosada, roja y negra cubría su frente, mejillas, labios y cejas, y un murallón de dientes guarnecía su boca, no dejando duda alguna de que eran postizos, los gruesos engastes de oro en que estaban montados.

Al lado de aquella hermosura de Rubens de cocina el mísero Pablo parecía un mártir en las garras de un león. Apenas vio a una de las señoras que paseaban con Teresa, la valiente novia se precipitó hacia ella con los brazos abiertos. Pablo, avergonzado y mohíno, trató de aprovechar esa circunstancia para escapársele, pero ella adivinó su deseo, y con una imperiosa mirada lo obligó a que se acercase y saludara.

—Vida mía —decía la bella Tisbe (así la llamaban) a la amiga de Teresa a quien había conocido antes—: cuánto me alegro de encontrarte aquí.

—La felicito a usted señorita —le dijo uno de los jóvenes—, por su nueva elección, ¿cuánto hace que volvió usted a uncirse al carro del himeneo?

—Hace diez y siete días —y añadió, mirando a su víctima, que no se atrevía a levantar los ojos—: y como me ha ido tan bien en mis anteriores matrimonios, yo sabía que sería feliz en éste.

La Señora Tisbe tomó familiarmente el brazo de su amiga y siguió paseando con los que rodeaban a Teresa, mientras que el agobiado Píramo escuchaba en silencio lo que su consorte decía.

—¡Sí, señoritas —exclamó la novia de repente y mirando en torno suyo con aire triunfal—, sí, señoritas! El matrimonio es el estado más feliz, y les aconsejo que sigan mi ejemplo… Mi primer esposo fue inglés, hombre cortés y agradable, pero pronto lo perdí… ; el segundo era francés, el cónsul francés en Guayaquil. ¡Éste no tenía precio, qué amabilidad, qué conversación tan amena! Todavía siento algo aquí (y mostraba el lado del corazón) cuando hablo de él… ¡Pobre Luis! ¡murió en un duelo que le promovieron por no sé qué cuestión de mujeres; falso, por supuesto falso!

—¡Vea usted qué desgracia!…

—¿Y don Pablo es el tercero? —preguntó Teresa que había permanecido callada hasta entonces.

—No; el tercero fue el siguiente cónsul francés; ¡pobrecito! También murió el año pasado, víctima de una enfermedad causada por la debilidad de su cerebro: los médicos le dieron el nombre de… delirium tremens.

Los hombres que venían detrás de las señoras no pudieron menos que mirarse riéndose, y Pablo, lleno de pena y de vergüenza, se escapó de enmedio de ellos, fingiendo que tenía que hablar con una persona que atravesaba el malecón.

—¡El último ha sido mi querido Pablo, siguió diciendo la hermosa Tisbe, a quien Dios conserve muchos años para mi dicha!

Al decir esto se volvió hacia el sitio en que se hallaba un momento antes de su víctima, y al ver que se había ido se despidió precipitadamente de las señoras y lo fue a pescar de nuevo en el momento en que cruzaba por una calle trasversal.

—¿Este joven ha perdido acaso el juicio para casarse con semejante harpía? —preguntó Teresa, riéndose de sí misma al ver cómo habían caído sus poéticos castillos hechos en el aire.

—La verdad es qun el aire.

—La verdad es qudo a vivir bien, volvió a Guayaquil desesperado de su pobreza; le presentaron esta viuda, que es efectivamente muy rica, y en un rapto de demencia se casó con ella, creyendo hacer buen negocio.

—Pero le han salido mal sus cálculos —observó otro—, porque la señora es muy celosa y no le deja un momento de libertad; él es su sirviente y su víctima… Así hizo ella con el anterior; y tanto lo desesperó que el infeliz se entregó a la bebida, y murió de eso, según ella misma lo confiesa…

Teresa no volvió a ver a Pablo, y procuraba no recordarlo nunca; menos franca que Lucila, jamás escribió a su amiga el ridículo fin de sus primeros ensueños.

V

Entre las bellezas notables y de moda entonces en Lima, había una linda muchacha llamada Rosita Cardoso. No siendo rica, con dificultad podía competir en lujo con las demás señoritas de la sociedad limeña; pero a falta de recursos sabía aprovecharse de las circunstancias. Apenas llegó Teresa a Lima, le manifestó mucho cariño, y deseando gozar de las comodidades que ésta le podía proporcionar en sus relaciones íntimas, al cabo de poco tiempo se hizo su amiga inseparable.

En realidad Rosita no quería a su nueva amiga y le tenía envidia; ni a Teresa tampoco gustaban las ideas y cierto cinismo de sentimientos que Rosita no ocultaba, e ingenuamente se escandalizaba al oírla decir que había leído cuantas novelas francesas habían caído en sus manos, sin reparar en sus autores. Efectivamente, sobre las mesas de las piezas de Rosita se encontraban las obras de Dumas. Sue, Soulié y hasta de Pablo De Kock; pues ella, como toda limeña culta, comprendía perfectamente el francés. La despierta y alegre joven se burlaba del horror que Teresa manifestaba por aquel género de lecturas, y procuraba hacerle olvidar las preocupaciones que, según ella, dañaban el carácter de su amiga.

—¡Guay! —exclamó Rosa un día que, estando en su cuarto, recibía la visita de Teresa y la había obligado a que leyese un capítulo de una de sus novelas favoritas; pero ésta, indignada, había tirado el libro con desdén.

—¡Catay! ¡qué remilgada es usted, querida mía! —siguió diciendo Rosita después de recoger el libro—. Decididamente sólo le llaman la atención sus Lamartines, Esproncedas y Zorrillas con su romanticismo mentiroso… ¡Vaya! La vida es muy diferente de lo que ellos dicen; usted es muy joven y es preciso que se deje instruir por sus verdaderas amigas.

—No —contestó Teresa—; prefiero que me crean necia —y sentándose frente al piano, puso las manos sobre el teclado.

—Créame usted, Teresita —dijo con aire cierto de tristeza la limeña—: ya casi tengo veinte años y conozco la vida… déjese aconsejar. ¿Sabe usted que para su dicha sería mejor que aceptara pronto el novio que lo presentó anoche su padre?

—¿Cómo sabe usted que mi padre… ?

—¿Cómo?, porque él me lo dijo esta mañana.

—¿Quién es él?

—León Trujillo.

—¿Él se lo dijo?… ¡bah! ¡si ése es un niño!

—No tanto como parece. Además, añadió que usted le había parecido arrebatadora.

Teresa hizo un ademán de desdén, y acercando un asiento empezó a tocar en el piano los primeros acordes de un valse.

—¡Ja, ja, ja! —exclamó, riéndose, Rosa—; ya entiendo… ¿Está usted pensando en el bello Arturo con quien bailó ese valse la noche de la tertulia en casa de Julia?

—¡Qué disparate, Rosita! —contestó Teresa, sonrojándose y volviendo su asiento—; ¡con cuántos no habré bailado un valse de moda como éste!

—No se admire usted de lo que le digo; todavía no sabe usted fingir, y yo hago uso de mis ojos en todas partes. Recuerdo que esa noche noté el placer con que usted bailaba con Arturo; y no fui la única, pues Carolina le hizo comprender la mortificación que eso le causó.

—¡Rosita, eso es hasta ridículo!

—¿Para qué negármelo?… a pesar de todo voy a hacerle ver que soy una amiga de confianza; me repugna que la engañen… Arturo no la ama.

—¿Y cómo lo sabe uste? —preguntó Teresa, a quien chocó el aire de seguridad con que hablaba su amigaguridad con que hablaba su amiga mismo: aquí tengo casualmente una carta que me dio a guardar Carolina Perdomo, y voy a mostrársela a usted.

Y abriendo una cajita sacó una esquelita perfumada y al desplegarla dijo:

—No se puede negar que Arturo tiene bonita letra…

—¿Luego esa carta es de él?

—Sí.

—¡Y dirigida a Carolina Perdomo!… ¡una mujer casada!

—¡Otra niñería de usted! ¿y por qué no? ¿Acaso las mujeres cuando se casan se han de volver cocos? Pero antes de darle este papel prométame una discreción a toda prueba…

—Yo no deseo leerlo… Eso sería hacerla faltar a la confianza que han hecho de usted…

—¡Guay! ¡cuántos escrúpulos! Carolina siempre me da a guardar su correspondencia, pues su esposo ha dado en la singular manía de mostrarse celoso, por lo que ella no quiere tener estos papeles en su poder; pero aseguro que se alegrará cuando sepa que usted conoce la perfidia de Arturo… —en esto las sirvo a ambas.

Teresa estaba muy conmovida y deseosa de saber la verdad; alargó la mano en silencio y recibiendo la esquela leyó lo siguiente:

«Luz de mi vida:

No pudiendo gozar a solas de esa dulce presencia que hace mi única dicha, te mando esta expresión de mi ardiente amor y espero que las flores que guardan mis letras serán acogidas con su significado.

El tulipán es el grito de mi corazón diciendo: te amo.

Las margaritas preguntan humildemente si soy correspondido.

Los lirios blancos suplican que no me olvides.

Si alguna vez me has visto al parecer contento al lado de otras mujeres ¿cómo puedes creer que dejo de pensar en la única que he podido amar? Teresa, menos que ninguna otra podrá rivalizarte en este corazón que sólo respira por ti… ; pero era preciso adormecer las sospechas. No vuelvas, ídolo mío, a castigar a tu esclavo apartando tus lindos ojos de los míos; no puedes figurarte cuán horrible es entonces el sufrimiento de tu

amante y tierno

ARTURO»


La vista perspicaz de Rosita no se había equivocado; Teresa había oído con gusto los acentos de Arturo, el petimetre más de moda entonces en Lima, halagada su vanidad al verlo buscar su lado con preferencia. Se sintió, pues, profundamente humillada e indignada al comprender el ridículo papel que había representado, y al mismo tiempo un sentimiento de desolador vacío inundó su corazón tan nuevo y puro. Empezaba a rasgarse el velo que llevaba sobre sus ojos y la vida se le mostraba en toda su deformidad; sus ojos se humedecieron, pero al notar la mirada semi—burlona, semi—triunfante de Rosita, hizo un esfuerzo para decir con indiferencia:

—No me admira este proceder en… Arturo; pero no creía que Carolina, tan joven y tan linda, cayera en semejante lazo…

—No se sabe aquí quién ha caído en el lazo… Carolina, según comprendo, no lo ama verdaderamente, pero le gusta tener en su séquito un galán tan apuesto y elegante.

Teresa guardaba silencio, deseaba ardientemente estar sola, y no sabía qué disculpa dar a su amiga para despedirse prontamente; ¡la pobre no había aprendido a fingir! Mientras eso, Rosita se gozaba con la confusión de la inocente niña, y la miraba al soslayo, divertida al ver su impaciencia. Rompiendo después el silencio, dijo:

—En cuanto al secretario del ministro francés, que también busca en usted una novia rica…

—Rosita, no se burle usted; el señor de Tilly no ha pensado en hacerme la corte…

—¿No? pues a mí sí me la hizo poco después de haber llegado a Lima y en prueba de ello, vea usted aquí su declaración en verso… Lea usted; ¡y está firmada! ¿Pero comprende usted la casualidad? Esos versos son exactamente iguales a los de Alfredo de Musset que se encuentran en esta novela. Yo conocía los versos y hasta los sabía de memoria, pero no me afané; cada uno da de lo que tiene, y cuando es pobre presta.

—¿Y usted qué le contestó?

—¿Yo? me dio mucha risa, y no dije nada entonces… Al cabo de poco tiempo y cuando supo que mi dote era en plural (dotes) se mandó mudar…

Teresa no sabía cómo interrumpir la charla de su amiga y dejola hablar; en pocas pinceladas, Rosita le hizo comprender muchos de los misterios de la sociedad, y cuando aquella se retiró a su casa iba como aturdida y llena de tristeza con la pintura de las intrigas, ridiculez y vaciedad que reinaban en medio de aquella sociedad que parecía tan amable y franca.

Cada día que trascurría la encontraba más desalentada y llena de fastidio, y empezó a acoger las pretensiones de León Trujillo, el joven que su padre le había presentado, significándole que deseaba lo recibiera bien, pues tenía un negocio importante con su padre y le había ofrecido la mano de su hija, en ratificación de su pacto.

León tenía más de veintitrés años y parecía apenas de diez y ocho; pequeño, delgado y moreno, su fisonomía era poco expresiva, su constitución débil y su espíritu igualmente sin energía. En lo general tenía buen carácter, y era amable cuando no lo contrariaban, y, como niño mimado, jamás lo había sido. Tenía cierta instrucción superficial; tocaba piano con buen estilo, cantaba, y de su voz de tenor sacaba acentos muy suaves; bailaba perfectamente y se vestía siempre a la dernière. Con todo esto era antipático para Teresa, a quien chocaba la superficialidad de un espíritu entregado solamente a las modas y las futilidades de salón. Pero, ¿entre todos los que la rodeaban había acaso alguno cuya alma armonizara con la suya? Cuando llegaba a emitir alguna idea poética y elevada, aunque no se lo decían, comprendía que, por lo bajo, se mofaban de ella.

¡Pobre niña! Sola en medio de tanta gente, su voluntad se sentía impelida al vaivén de una vida sin objeto. Su padre la apuraba para que se decidiera pronto, y sin ella, sin saber qué hacer, procuraba ganar tiempo, esperando sin cesar el príncipe desconocido que su corazón había ideado. Al fin confesó al señor Santa Rosa que ella no podía amar a León, lo que hizo reír a su padre, quien casi con las mismas palabras que lo había hecho Rosita, le dijo que ese sentimiento sólo existía en los libros y que no pensara en semejante disparate; concluyendo con prevenirla perentoriamente que diera el sí a León dentro de breves días, pues sus negocios sufrían con tantos retardos e incertidumbres. Teresa, sin apoyo y sin aquel valor que tiene un corazón que ha amado, prometió lo que quiso su padre, pero pidió que la dejase pasar esos días de libertad que le quedaban, en Chorrillos, único lugar en que la acompañaba y confortaba el tierno recuerdo de su madre.

VI

Partió, pues, acompañándola solamente algunos criados y una parienta lejana, señora vieja y sin pretensiones.

El primer día lo pasó contenta (era un descanso para la pobre niña dejar de ver a León) y además hizo arreglar los muebles de la casa y templar el piano, único recuerdo de su madre que había conservado Santa Rosa.

Era tiempo de invierno, y aunque en las costas del Perú jamás llueve, el frío es bastante desagradable, y una espesa niebla cubría el horizonte a mañana y tarde. Así, pues, ninguna de sus conocidas había querido salir de Lima en aquella estación para darse baños de mar, y Chorrillos estaba desierto.

El segundo día por la noche, después de que se hubo retirado la señora que la acompañaba, Teresa se sintió profundamente fastidiada al verse sola en aquellos salones abandonados, después de haber estado seis meses rodeada por una alegre sociedad. Se dejó llevar, pues, de una vaga melancolía y abriendo su piano recordó los trozos más sentimentales de su repertorio. Acababa de tocar la última aria de la Lucía, y abriendo los cristales de una ventana que daba sobre el malecón, se apoyó allí algunos momentos. La noche estaba muy oscura y cubierta por un espeso manto de nieblas, al través del cual se traslucían algunas estrellas cuya luz opaca parecía la de ojos enturbiados por las lágrimas. Sentíase Teresa oprimida por cierto presentimiento que no podía definir. Iba ya a retirarse de la ventana, cuando de repente oyó repetir la misma aria cantada por una magnífica voz de barítono. La voz se elevaba pura y llena de unción y Teresa creyó oír en ella cierto acento misterioso que le llegó al corazón. Permaneció silenciosa y sin atreverse casi a respirar hasta que terminó el canto, cuyos acentos deliciosos salían de una casita situada al frente y en la que brillaba una luz en medio de las sombras. Estuvo esperando un cuarto de hora, pero como siguiera no interrumpido el silencio volvió a su piano; muy agitada, tocó un trozo de Norma e inmediatamente abrió la ventana. Algunos instantes después el canto volvió a contestar, imitando perfectamente lo que había tocado. Este inesperado diálogo la llenó de placer, tanto por su novedad cuanto porque, habiendo realizado una verdadera educación musical, su espíritu simpatizaba con las inspiraciones de los maestros más serios. Cuando el cantor concluyó, quiso poner a prueba su ciencia y tocó la preciosa «Serenata» de Don Juan de Mozart. Nunca había podido obtener que León la cantara siquiera medianamente, aunque la había hecho trasponer por un artista para tenor. Apenas acabó ella de tocar, la bella voz entonó el aria con una limpidez y perfección tales, que se echaba de ver que conocía a fondo esa música; música que, por lo mismo que es sencilla y parece fácil, requiere mucha expresión. El canto no tenía acompañamiento ninguno, y así la serenata perdió la ironía y la burla que la hacen tan original, pero ganó en expresión lo que perdía en fondo. Evidenciábase, pues, que el cantor desconocido era un artista consumado; pero esa misma perfección desanimó a Teresa, ocurriéndole que tal vez pertenecía a la compañía lírica que acababa de llegar a Lima, y cerró su ventana y se retiró un tanto apesarada.

Apenas se despertó al día siguiente, recordó la singular conversación musical que había dado animación e interés a su velada, y averiguó quién era su vecino. Le dijeron que hacía un mes que vivía allí un antiguo militar y su sobrino, al que, habiendo enfermado gravemente en Lima, le habían recetado que recibiera el aire fortificante del mar. Estuvo todo el día esperando ver salir de la casa al dueño de la vez, pero fue en vano; ni el tío ni el sobrino se mostraron. Esa noche apenas se quedó sola (pues no quería confesar a nadie su romántica aventura) volvió al piano, esperando que le contestaran nuevamente. En efecto, el eco de sus armonías resonó otra vez en el silencio de la noche, y a medida que la voz parecía tomar más confianza, su ejecución era más perfecta… Aquella noche fue intranquila para Teresa cuyos ensueños la repitieron muy al vivo el recuerdo de lo que acababa de oír. Pasó el tercer día entregada completamente a mil pensamientos deliciosos, sin acordarse de León ni del compromiso que había contraído. Nadie sabía ni había notado esos dúos misteriosos, y esto mismo la encantaba. Apenas llegó la hora de estar sola se acercó nuevamente al piano y tocó una y otra aria, pero nadie le contestaba y notó que no había luz en las ventanas de la casita y no oía nada, llena de impaciencia llamó a un sirviente y con cualquier pretexto averiguó la causa… Sus vecinos habían partido esa mañana y debían embarcarse en el Callao en la Mala real con dirección a Chile, en donde se iban a radicar.

Se había ido, pues, el artista, y Teresa se sintió más sola y triste que nunca; era tan niña aún, que no sabía acompañarse a sí misma. Así fue que cuando recibió la siguiente carta de Rosita, comprendió que su permanencia en Chorrillos era inútil:

Agosto 24 de 185…

«Querida mía: basta ya de destierro; aquellos ojos de azabache han permanecido más del tiempo necesario lejos de nosotros, y los reclaman sus amigas y amigos. León está inconsolable con la ausencia de usted. Habrá varias tertulias en la semana entrante. El señor Santa Rosa se queja de los caprichos de las mujeres, y dice que el palco está nuevamente adornado para la primera función lírica que se dará el domingo… Los marinos van a dar muy pronto un baile en el nuevo vapor del gobierno y es preciso prepararse. Ya ve usted cuántos motivos para volver pronto. Despídase, pues, del solitario Chorrillos y vuelva a donde la sociedad está solitaria sin usted; a lo menos ésa es la opinión de su

inalterable amiga,

ROSITA CARDOSO

P. D.: Carolina ha roto completamente con Arturo y dicen… »


Efectivamente, ¿qué esperaba en Chorrillos? El recuerdo de su madre que había ido a buscar allí, nada le decía; al contrario, esa ternura perdida que podía haber sido su único apoyo, la afligía, y además, la voz entreoída en la soledad de la noche la llenaba de agitación: en suma, lo mejor era volver a Lima y aturdirse y olvidarlo todo.

Cuando regresó, su padre se manifestó muy satisfecho. Rosita le hizo mil demostraciones de cariño, pues la llenaba de contento el pensar que iría al teatro con Teresa, cuya compañía era indispensable para concurrir a muchas tertulias y bailes en un buen coche. León, bien aconsejado, pudo dar acentos a su voz y expresión a sus ojos, que la hicieron creer en su amor. El pobre joven no era capaz de comprender la poesía de este sentimiento como la entendía Teresa, pero había aprendido bien la lección, y ella, fastidiada con tantas instancias, se dejó arrancar el consentimiento para que el matrimonio se hiciese el 15 de octubre, día en que cumplía diez y seis años. La tuvieron tan ocupada y distraída durante ese tiempo, que llegó la víspera de su matrimonio sin que pudiera persuadirse de la realidad de este suceso tan grave para ella.

VII

La volonté se brise contre les évenements;
la resignation seule appartient à l'homme…
c'est le plus haut degré de la vertu humaine.
M. GATTI DE GAMOND

El 14 de octubre por la noche Teresa estaba en casa de Rosita. Temerosa de encontrarse sola, al caer el sol, se cubrió con un velo negro y fue a buscar la compañía de Rosita, muy acorde con los sentimientos que deseaba tener al día siguiente.

Varias visitas fueron llegando a la cuadra en que recibía la alegre limeña, cuya sociedad buscaban con ahínco los jóvenes deseosos de divertirse. Teresa permanecía callada y meditabunda y no se mezclaba en la conversación general; pero en donde estaba Rosita no podía haber silencio ni encogimiento; todos, los hombres particularmente, tenían con ella, en breve, la mayor confianza.

—¿Sabe usted, Rosita —dijo un chancero chileno recién llegado a Lima—, que han dicho por ahí que usted siempre esconde el pie porque lo tiene grande?

—¡Guay! ¡qué lisura! —exclamó ella—; ¿qué me importa lo que dicen?…

—Cuando el río suena piedras lleva —añadió otro.

—Es cierto; yo lo he oído decir también —dijo otro joven, sonriéndose y llevando adelante la chanza del chileno—; y quien lo ha dicho es el zapatero francés.

—¡La autoridad es respetable!

—¡Qué mentira! —repuso Rosita con disgusto.

—Pruebe la falsedad del cargo —exclamaron todos acercándose.

—¡No sean cándidos!… Allá va, pues, mi chinela y díganme si es la de un gigante…

Y zafándose un zapatito diminuto de raso, lo tiró a la mitad de la sala.

—Yo calzo el número 29 —añadió, recibiendo su zapato después que hubo pasado de mano en mano.

Esta escena tan característica de las costumbres limeñas, chocaba a la natural delicadeza de nuestra heroína; pero ella se había resignado a todo y procuraba olvidar, en cuanto le era posible, sus sentimientos, y vivir como los demás, puesto que habiendo de pasar la vida en el seno de esa sociedad, era preciso manifestarse contenta y satisfecha de ella, aunque, se le oprimía el corazón.

Al cabo de un rato llegó León, y sentándose al lado de Teresa, pidió que cantara algo, ofreciendo acompañarla en el piano. Ella se levantó inmediatamente y después de un momento entonó con voz conmovida el Adiós de Schubert… Era un adiós supremo a su vida de niña, a sus aspiraciones y esperanzas, al Manfredo de sus ensueños, a la Teresa, amiga de Lucila, que iba a trasformarse en la esposa de León. Cuando llegó a la última estrofa:

«Llegó el supremo instante
de nuestro adiós postrero… »

no pudo menos que conmover con sus acentos desgarradores hasta a los dandys que se hallaban presentes.

—¡Eso es demasiado triste para la víspera de su matrimonio, Teresita! —dijo Rosa—; cantemos algo alegre.

—¿Alegre? no recuerdo ahora nada… Cante usted, León; yo lo acompañaré a mi vez.

—¿Quiere usted que ensayemos la «Serenata» de Don Juan?

—Está bien.

¡Qué diferencia de expresión, de sentimiento y de comprensión de la música, comparado esto con la voz misteriosa de Chorrillos! Al pensarlo así, Teresa puso en el irónico acompañamiento toda la amargura que rebosaba en su alma aquella noche, y a cada frase de ternura del cantor contestaba con notas burlonas que semejaban la diabólica risa de Mephistófeles.

—¡Bravo! —exclamó el chileno—. Cuando vine de Santiago, acababa de llegar allí un joven peruano a quien oí cantar eso mismo. ¡Qué voz tan espléndida! Ustedes lo deben de conocer.

—¿Cómo se llama?

—No recuerdo, pero tiene voz de barítono… si quisiera se luciría en el teatro.

Nadie sabía quién podía ser, y Teresa, se guardó bien de hablar de su aventura. Para encubrir lo que sentía, interrumpió la conversación, pidiendo a Rosa que ejecutara un bolero español en el cual ésta se lucía, y así pudo estar un momento silenciosa tratando de serenarse. Veía con impaciencia las miradas ya lánguidas, ya tiernas, con que León procuraba manifestarle su amor, y al mismo tiempo estaba disgustada consigo misma al encontrar tanta frialdad en su corazón.

A poco se retiró, y deseando no aparecer al día siguiente con semblante pálido y desencajado, tomó un ligero narcótico para dormirse pronto.

Esa noche, sea por efecto del narcótico o a causa de la preocupación de su alma, tuvo un sueño que jamás olvidó, y años después lo recordaba con estremecimiento: se veía sola, en un lóbrego cementerio, rodeado de bóvedas y ocupado por túmulos de mármol blanco y negro… De repente sintió que alguien caminaba a su lado con paso firme y lento; trató de dirigirle la palabra, pero al mirarlo, vio una fisonomía tan grave aunque dulce, tan severa y triste, que las palabras murieron en sus labios. Sintió, más bien que vio, que la mirada de su compañero se detuvo con profunda melancolía en la inscripción de un túmulo que letra por letra se fue iluminando hasta claros y como de fuego dos nombres: Teresa y Lucila; y al mismo tiempo notó espantada que los demás túmulos andaban, y desfilando pasaron uno a uno por delante de ellos, mostrando en encendidos caracteres el solo nombre de Teresa, a diferencia del primero que tenía también el de Lucila. Llegó por fin un sarcófago al parecer lleno de letras, pero vacilantes, que no podía leer, y al hacer un esfuerzo para acercarse, su compañero la detuvo y la presión de aquella mano sobre el brazo la hizo despertar sobresaltada.

La luz de la mañana entraba por la teatina abierta y llenaba la pieza con el brillo del sol, anuncio de un hermoso día; pero Teresa se sentía moralmente débil y sin valor para aguardar sereno los acontecimientos que en él iban a tener lugar.

«¿Éste sueño —pensaba—, será acaso un aviso del cielo? ¿Cada una de esas tumbas será la imagen de una ilusión perdida?… Esta noche seré la esposa de León, ¿y mi suerte se reducirá a pasar mi vida en medio de los sepulcros de mis ensueños?… Y el compañero que me hacía ver lo que significaban las tumbas, ¿quién es?… no, no es León, por cierto; él no sería capaz… ¿Y teniendo esa idea de mi futuro esposo, podré tener la cobardía de casarme con él?

No; ¡todavía es tiempo! —exclamó levantándose precipitadamente. En fin, ¡mi padre debe amarme y no será tan cruel!»

Mandó que llamaran al señor Santa Rosa, rogándole que viniese pronto, y sentándose en un sillón mecedor, cuyo vaivén adormecía, y entretenía su impaciencia, se puso a aguardarlo. En el primer cuarto de hora se sentía llena de energía e imaginaba irresistibles sus súplicas; media hora después empezó a temer las consecuencias de la cólera del señor Santa Rosa, y cuando éste entró no sabía cómo decirle lo que deseaba.

—Aquí traigo, Teresa —dijo su padre entrando—, el regalo de bodas que te envía el señor Trujillo, padre de León; es un soberbio aderezo de diamantes de gran valor.

Y mientras ella admiraba las joyas, sin saber cómo empezar a decirle lo que tanto la entristecía, el señor Santa Rosa añadió, con una voz menos seca que de costumbre, sentándose a su lado:

—No puedes figurarte, hija mía, cuánto te agradezco esta pronta decisión, escuchando mis ruegos. Te diré la verdad: procuré apresurar este matrimonio para salvarme de ruina. Mi fortuna estaba en muy mal estado cuando me vino la propuesta de Trujillo para su hijo y al mismo tiempo me pedía que nos asociáramos en negocios; su crédito en Europa y el dinero disponible que trajo a la compañía me han salvado… Si ahora, por algún contratiempo, se separara, tendría que presentarme en quiebra; felizmente tu matrimonio me da seguridad completa. De aquí a pocos años podremos ir a Europa y presentarnos con lucimientos en los salones de París.

—Pero —dijo Teresa tímidamente—, el carácter de León me es antipático, y…

—¿Sí? Pues eso no te cause pena; según el contrato que hemos hecho, León tendrá que vivir en la hacienda de Trujillo durante una gran parte del año, y así poco tiempo permanecerá a tu lado.

¿Cómo hablarle a un hombre como aquel de simpatía, de amor?

—Sin embargo, papá —repuso Teresa—: ¿no se casa una para vivir con su esposo?

—Por supuesto… cuando se puede ¿pero no me acabas de decir que no te gusta el carácter de León?

—¿Y un matrimonio como éste podrá ser feliz?

—¡No ser feliz!… ¡qué niñería! Tienes una casa lujosa, cuantas comodidades puedes apetecer, el primer papel en la sociedad, belleza, talento, salud… ¡y no serías feliz!

—Siempre había oído decir —contestó Teresa bajando los ojos—, que en el matrimonio debía haber amor…

—¿Y León no te ha manifestado amor?

—Sí… tal vez, pero yo…

—¡Tú! Sería muy indecoroso que una señorita tan joven… Por lo demás, el amor más duradero es el que se despierta después del matrimonio.

Y temiendo continuar hablando acerca de cosas que le eran indiferentes y desagradables, el señor Santa Rosa se levantó y salió.

—¡Dios mío! ¿qué hacer? —exclamó Teresa, y salió en pos de su padre; pero al quererlo llamar vio que conversaba con dos personas en el corredor. Volviose cabizbaja y desalentada, y tirándose sobre un sofá escondió la cara entre los cojines… Se sentía profundamente desgraciada. En ese momento oyó la voz de Rosita, que decía en la puerta de la alcoba:

—Aquí me tienes, querida; como había ofrecido venir a acompañarte en este solemne día, me levanté a la madrugada… ¡a las nueve! Jamás había visto el sol tan de mañana.

Al decir esto tiraba el manto sobre un sillón y se miraba con satisfacción en un espejo.

Teresa se puso en pie para recibir a su amiga desordenado el cabello, los ojos hinchados, los labios apretados y pálida y triste, ofrecía un completo contraste con lo risueño del rostro, el cabello preciosamente peinado, la frente serena y el color sonrosado (que decían ser postizo) de las mejillas de su amiga… ¿Cuál de las dos parecía ser la novia, la feliz niña envidiada por las demás?

La conversación animada de Rosita, la admiración de ésta por los trajes y adornos del ajuar, la sorpresa de otras muchachas que fueron a visitarla aquel día, al ver tantos espléndidos atavíos, el aturdimiento, los regalos, los elogios, los cumplimientos, todo ese ropaje de la vanidad, fue volviendo el valor a Teresa; de modo que al caer la tarde ya había pasado casi de su espíritu aquella loca desesperación de la mañana. ¡Pobre niña! ¡era tan joven que todavía se entretenía con juguetes!

Rodeada con una nube de blancos encajes y de tul, coronada de azahares y cubierta de diamantes con el brillo de sus negros ojos, se presentó en el salón de su padre más bella que nunca, y oyó un murmullo de admiración en torno suyo…

Su voz tembló naturalmente al pronunciar el sí fatal, su frente se nubló un momento y su mano se estremeció en la de León… pero esas fueron las únicas señales de emoción que los espectadores pudieron notar en ella. Se había resignado y con la resignación vino la serenidad.

VIII

Pocos días después de su matrimonio, nuestra heroína recibió la siguiente carta de Lucila:

… «Dos cortas y tristes cartas en los últimos seis meses es lo único que he recibido de ti, querida Teresa. No me atrevo, sin embargo, a quejarme, pues por ellas veo que, aunque muy cortejada y rodeada, vives triste; ¿por qué es esto?… ¿No ha aparecido todavía en el horizonte el Manfredo de nuestros ensueños? ¿la vida es acaso allá como la de aquí? No; en ese país nuevo se debe de pensar de otro modo. En tu última carta me hablas vagamente de un matrimonio que tu padre proyecta para ti; pero conozco tu carácter, y no creo que comprometerías tu mano si no lo estuviera también el corazón. ¡No, no tengas la debilidad de dejarte arrastrar por influencias ajenas a tus sentimientos!… Tal vez creerás que me he vuelto muy pedante, aconsejándote acerca de asuntos que no entiendo; pero te aseguro que no hay mejor maestro de experiencia que el sufrimiento cuando una siente mucho, adivina mucho.

Comprendo por tu estilo que hay alguna lucha en tu alma; tus ideas son irónicas y desalentadoras. ¡Oh! ¡si hubieras tenido desengaños como yo!… Nada me cuentas y a veces creo que ya ni confianza tienes conmigo; pero yo, en cambio, no puedo menos que referirte mi vida hasta en sus mínimos pormenores. Te acabaré, pues, de contar cómo he pasado los últimos tiempos.

Recordarás que mi tía de Ville me había convidado a que la acompañase a París, y que yo había rehusado. Sin embargo, algunos días antes del matrimonio de mi primo, mi madre me obligó a que fuese a casa de mi tía, quien decía que mis servicios serían verdaderamente muy útiles, ayudándola a preparar los salones para el baile de boda y arreglar la habitación destinada a los novios, pues se había resuelto que la ceremonia civil y religiosa tuviera lugar en Montemart.

No sé si te había explicado cómo es que las propiedades de mi tía llevan nuestro nombre. El señor de Ville, padre de Reinaldo, era originario del mediodía de Francia, y su familia era notable, aunque no titulada. Al casarse con una hermana de mi padre compró las propiedades que habían sido de mis antepasados, antes de la gran revolución, y el rey Luis XVIII le concedió el título de conde que había sido de los dueños de Montemart, pero no quiso cambiar su nombre y llamose conde de Ville. Ya puedes figurarte que mi padre tiene, recuerdos muy tristes del castillo de Montemart y no va allá sino con suma repugnancia; sin embargo, me acompañó hasta dejarme con mi tía. Ésta me recibió afectuosamente, y Reinaldo no me trató con aquellas maneras demasiado familiares que antes me habían chocado, sino que, tomándome la mano respetuosamente, me preguntó si a pesar de mi edad avanzada mi salud se conservaba bien.

Al día siguiente, paseándome por el terrado (después de haber pasado la mañana con mi tía) vi que Reinaldo entraba a caballo al patio principal, y no pude menos que exclamar al contestarle el saludo:

—¡Qué agradable debe de ser andar a caballo en un día como éste!

—Estábamos en abril y aunque hacía frío aún, la primavera comenzaba a ostentar sus galas; el cielo estaba azul y la atmósfera tranquila y despejada; el sol, sin ser muy fuerte, brillaba en las nacientes hojas de los árboles y reverdecía los prados… ¡Oh, este día es uno de aquellos que permanecen retratados con colores indelebles en el fondo de nuestra memoria y que jamás se olvidan!

—Si usted desea montar —me contestó Reinaldo—, no hay cosa más fácil… y desmontándose subió las gradas del terrado. ¿Quiere usted —añadió—, que mande ensillar el caballo en que monta mi madre, y que yo la acompañe por el parque hasta orillas del río?

—Pero hay un pequeño inconveniente —repuse sonriéndome—, y es que no sé montar… a lo menos no me he visto a caballo hace mucho tiempo…

—¡De veras! ¿Cuándo?

—Desde mucho antes de irme al colegio…

—¡Al colegio! ¿usted habla de eso?… recuerde usted que ya no somos colegiales y que nos resentimos cuando nos mencionan semejantes niñerías… Pero no perdamos el tiempo; vaya usted a prepararse, que con muy pocas lecciones la enseñaré a montar.

—Hay otro inconveniente…

—¿Cuál?

—Que no tenga vestido de amazona.

—Estamos en el campo —contestó, yendo a dar las órdenes para que prepararan el caballo—; a que se agrega que ahora no hay quien la vea y que mi madre le proporcionará lo necesario.

Media hora después bajaba las gradas del peristilo ataviada para el paseo. Mientras Reinaldo examinaba y arreglaba la montura, yo lo miraba pensando que había sido para mí una gran fortuna el haber olvidado mis ensueños de otros tiempos, pues ahora hubiera tenido que sufrir mucho. Mi primo monta con mucha gracia natural y sabe manejar con maestría el caballo más reacio. Después de haberme hecho dar algunas vueltas por el patio, dándome el arte de montar, y dejándome sola de repente, montó en su caballo diciendo a mi tía que había salido a vernos:

—Esta Lucila con sus aires lánguidos y sentimentales se ha estado burlando de mí… no necesita que nadie la enseñe.

Y salimos del patio riéndonos ambos alegremente.

El paseo fue, aunque corto, muy agradable, y cuando volví mi tía me dijo, abrazándome, que era preciso que montara todos los días, pues el ejercicio a caballo me había dado un color rosado de salud y mis ojos brillaban con una animación rara en mí.

Siguiendo este propósito, aunque Reinaldo no se hallaba en Montemart al otro día, mi tía me mandó a pasear a caballo por el parque, acompañándome un sirviente; pero sólo di unas vueltas porque el tiempo me pareció frío y lluvioso y soplaba un viento muy desagradable. Cuando regresé hallé a Reinaldo que acababa de llegar, y mi tía que salió a recibirme me preguntó por qué había vuelto tan pronto. Le eché la culpa al frío, y para consolarme, Reinaldo ofreció llevarme a la siguiente mañana a un lugar que era su predilecto.

Al cabo de una semana, Reinaldo y yo eramos muy amigos y hablábamos con una libertad que nuestras respectivas posiciones hacían completamente fraternal. ¡Ay de mí! así lo creía por lo menos entonces… La última vez que montamos juntos fue la antevíspera de su matrimonio, y prolongamos más que de costumbre nuestro paseo. Yo deseaba hablarle de su novia, y como él no la mencionaba nunca, no sabía cómo empezar la conversación.

—Mañana —le dije—, tendré el gusto de conocer a la señorita Worth (así la llamaba la novia).

Reinaldo no contestó, sino que se adelantó un poco, y picando espuelas a su caballo le hizo dar un brinco.

—Dígame usted siquiera —añadí—, qué figura tiene la señorita… ¿es rubia o morena, pequeña o grande?…

Entonces volvió a mi lado y dijo interrumpiéndome:

—Margarita es rubia como usted… suponiendo que una bonita puede servir de comparación a una…

—¿A una qué?

—¿Por qué buscar otra palabra?… a una fea.

—¡Mil gracias! —exclamé riéndome.

—¿Acaso se figura usted que yo podía llamarla fea? —contestó inclinándose para mirarme al través de mi velo.

—Naturalmente… un novio no puede creer que su futura es fea.

—Usted no habla ahora con sinceridad… las mujeres no ignoran nunca que son bellas… cuando lo son. ¿Acaso no se lo han dicho muchas veces, Lucila?

Me estremecí cuando su mirada encontró la mía; pero inmediatamente le contesté, manifestándome sería:

—Paréceme que usted se propone hablar disparates… ¡ya sabe que no gusto que se burlen de mí!

—¡Lucila!

—Volvamos a nuestras ovejas dije precipitadamente, interrumpiéndolo—, y dígame sin chanzas cómo es su futura.

—Pues iba diciendo que Margarita es blanca, rubia, y es fama que tiene ojos azules; diz que su talle es elegante, pero me atrevo a opinar que es rollizo, y además…

—¡Reinaldo! —exclamé prontamente; le suplico que no hablar así… me da pena.

—Pues, con cariño, con… no supe decir más.

—¿Cómo un novia de ópera cómica?… muy bien.

Y prosiguió tarareando una estrofa de una canción que está muy en moda:

¡Son sus ojos azules
como un cielo sin nubes!

—Usted es incorregible… La víspera de su matrimonio… ¿No la ama usted acaso?

—¡Amarla!… probablemente… puesto que me caso con ella.

No le contesté, y caminamos en silencio un gran trecho por entre las ramas inclinadas de los árboles que guarnecían un angosto sendero a orillas del río, cuyo murmullo se oía no muy lejos. Llegamos al fin a un barranco escarpado de donde se veía correr el río por en medio de un prado sombreado por sauces con las ramas inclinadas sobre el agua; allí detuvimos nuestros caballos, y a breve rato de haber contemplado el paisaje, me dijo Reinaldo con aire muy serio:

—¡Cómo se conoce que usted no ha visto aún el mundo! Todavía guarda la ilusión de que los matrimonios se hacen por afecto en nuestra sociedad.

—Pero mi buen sentido no más —contesté—, me dice que no se debe desear vivir con una persona por quien no se tiene afecto.

—¡Es verdad!… Y usted, aunque tan niña, me ha dado una contestación mejor que lo pudiera hacer una mujer de experiencia… Es porque a medida que uno vive va gastando el corazón, y usted, sencilla e inocente mantiene intacto el suyo. ¡El afecto, la simpatía, el amor! ¡bah! —añadió con ironía—, ésas son palabras, dicen… ¡palabras para llenar las páginas de las novelas! El matrimonio es un buen o mal negocio.

—Es decir que usted…

—Me caso por necesidad… No solamente no amo a Margarita, sino que tal vez otra… Pero mejor será no hablar de lo que no tiene remedio…

—¡Reinaldo! —exclamé con vehemencia— ¿para qué casarse si cree que no será feliz?

—¡Feliz! —dijo— ¿y qué entiende usted, primita mía, por felicidad?

—Creo que la felicidad (contesté recordando la definición que tantas veces habíamos discutido tú y yo) la felicidad consiste en la armonía que guardan nuestros sentimientos y afectos con las personas y objetos que nos rodean… ¡Donde no haya armonía no habrá felicidad!

Reinaldo me miró fijamente un instante, y una nube pasó por sus ojos.

—Hice mal en provocar esta conversación —dijo al fin, y picando su caballo volvimos a tomar el camino de la casa—, hice mal —añadió—, porque me ha hecho pensar en lo que deseaba olvidar: ¡usted tiene tal vez razón!…

Viendo que seguía callado y cabizbajo le dije tímidamente:

—Perdóneme si le he causado alguna pena… pero, tal vez haya remedio aún…

—¡Imposible!… yo siempre he deseado lo imposible… no hablemos más de este asunto. Macte animo!, valor, valor es lo que necesito… Esta frase tan breve me conmovió, en términos que aún no me había serenado cuando llegamos a la casa, y al ayudarme a desmontar Reinaldo me preguntó si el paseo me había hecho daño, pues estaba muy pálida.

Macte animo!, pensé al subir las gradas del peristilo; ésta será mi divisa en lo futuro… ¡Esa noche escribí en mi diario la conversación que te he relatado, al hacer la descripción del último paseo!…

Al día siguiente llegó la comitiva de la novia. Salí con mi tía y Reinaldo a recibirla, y mientras que ella atendía a la madre, a mí me tocó hacer a Margarita los honores de la casa. Pequeña, blanca, regordeta, sus ojuelos entre verde mar y azul de porcelana no dicen nada y su fisonomía no tiene expresión. Habla francés con el acento alemán tan disonante, y se ríe a todo propósito: me parece tonta, y por lo mismo la creo caprichosa y terca.

Ese mismo día se firmó el contrato, y al siguiente ser verificó el matrimonio civil en la ciudad vecina. Pedí y obtuve el permiso de quedarme en la casa mientras que se fue la comitiva.

Reinaldo no había vuelto a dirigirme la palabra hasta la noche del matrimonio religioso: poco antes de pasar a la capilla bajé al salón para recibir el ramillete de la novia, que acababan de avisarme habían traído de París, y allí encontré a Reinaldo que lo tenía en la mano. No me vio entrar y cuando se lo pedí se sorprendió tanto que lo dejó caer, y pero se apresuró a recogerlo, y como al presentármelo nos miramos noté que estaba pálido y muy conmovido. No pude menos entonces que alargarle la mano que tenía libre.

—¡Oh! ¡Lucila —me dijo tomándomela entre las dos suyas—, ya todo concluyó!…

—Macte animo! —le contesté—; ¿no era su divisa?…

Mi primo se porto con mucha compostura durante la ceremonia religiosa, y Margarita parecía que jamás ha pensado sino en vestidos y galas, cuyo orgullo se cifra en su riqueza, y cuyo predominante pensamiento había sido hallar un esposo que le trajera un título de nobleza. En éste veía colmadas sus aspiraciones, pues por su matrimonio con Reinaldo adquiría el de condesa.

La concurrencia en el baile era muy numerosa: naturalmente Reinaldo bailó la primera pieza con su novia, y después vino en silencio a ofrecerme su mano para la segunda; en el momento de atravesar el salón nos detuvo un convidado que acababa de llegar, y saludando a Reinaldo dijo mirándome:

—Felicito a usted señor conde por su perfecta elección.

¡Creía que yo era la novia!, me sonrojé pero le contesté inmediatamente sonriéndome:

—Usted se equivoca… vea usted la nueva condesa de Ville —y se la mostré.

Reinaldo no había dicho nada, pero sentí que su mano temblaba cuando tomamos lugar entre los que bailaban.

La equivocación del invitado no era extraña, pues yo estaba vestida completamente de blanco y llevaba solamente una rosa en los cabellos y algunas perlas en el cuello.

—No había visto nunca —me dijo Reinaldo en el intermedio de una cuadrilla—, perlas que sean más semejantes al cuello que rodean, como las del collar que usted lleva.

—Las perlas significan lágrimas… Lucila —añadió un momento después—, no sé qué le digo esta noche… estoy tan fuera de mí… considéreme usted y téngame compasión…

No contesté: el tono de la voz decía más que las palabras… Reinaldo no me volvió a hablar, y cuando me senté me palpitaba el corazón. Seguramente este sentimiento de agitación me era favorable, pues me valió algunos cumplimientos lisonjeros y frecuentes invitaciones a bailar…

Al fin llegó el tiempo de partir; mi madre había obtenido el coche de mi tía para que nos llevase esa misma noche a nuestra casa. En el momento de salir al salón busqué involuntariamente a Reinaldo con la vista, pero no estaba allí, y bajé inmediatamente la escalera. ¿Por qué me oprimía el corazón la idea de no despedirme de él? De repente sentí una mano ligera que me arreglaba mejor los pliegues de la capa sobre las espaldas: era mi primo; al despedirse de mí me dijo al oído apretándome la mano:

—¡Adiós! No me juzgue mal, querida Lucila, por lo que he dicho esta noche… No lo dude; me resignaré… ¡Adiós!

Mi corazón latía locamente, y sentí un dolor horrible en el alma mientras que el coche rodaba suavemente por el camino real. Mis padres hablaban de la función y sus accidentes, y al fin bajaron la voz creyendo que me había dormido; pero no era así: yo miraba a lo lejos el paisaje iluminado por la luna y medio cubierto por una ligera niebla, y los árboles pasaban delante de mis ojos como espectros que se inclinaban para mirarme al través de la ventanilla del coche. ¡Qué horrible es sufrir así, sufrir solo, sin un ser amigo que comprenda nuestro dolor (¡dolor que ocultaré siempre!… ) y tener que sonreírse cuando el corazón está despezado y sin esperanza! No, no puedo decirte cuántas noches de insomnio he pasado llorando, con mi ventana abierta para recibir el aire y el perfume de las flores del jardín…

Mi aspecto es cada día más frágil, según dicen, en términos que al fin en casa se alarmaron, y el médico que llamaron declaró que tengo síntomas de una afección pulmonar y que es preciso el cambio de clima y de método de vida; mi tía, que desea pasar el verano en Suiza, se ha encargado de mí, y dentro de algunos días partiré con ella.

Reinaldo y su esposa están en París, en donde se hallan desde que se casaron, habiendo partido pocos días después del matrimonio. Parece que permanecerán luego algún tiempo en Alemania, y en París naturalmente todo el invierno. No los he visto desde la noche del matrimonio y tengo esperanzas de no verlos en todo el año.»

Así como el bello ideal de la felicidad será siempre el espectáculo de una armoniosa vida matrimonial, aquel egoísmo entre dos como dijo (o repito) una grande escritora, también debe de ser el peor sufrimiento cuando dos seres que antipatizan se ven encadenados para siempre.

Teresa se había casado con la seguridad de no amar a su esposo, pero con la resolución de cerrar los ojos aun a la realidad desconsoladora de sus sentimientos, y cumplir sus deberes, si no con entusiasmo, a lo menos co resignación.

El caudal de virtud que habían puesto en su corazón los largos años de educación recibida en el convento francés, se mostraba ahora en todo su esplendor; y el que hubiera llegado a comprender cuán grandes esfuerzos hacía para separar su hermosa frente y manifestarse risueña, no hubiera podido menos que admirar a la linda matroncilla tan joven y tan pura.

Durante el año que había permanecido en Lima, no había dejado de comprender de cuántos peligros la rodearía una sociedad tan fútil y desocupada; así fue que cuando al cabo de dos meses León se preparaba para irse a establecer en la hacienda, Teresa suplicó inútilmente a su padre que le permitiese acompañar a su esposo.

—Es un capricho muy tonto —le contestó el señor Santa Rosa—; allí no tendrías comodidades y extrañarías tu vida limeña y hasta el clima.

—Eso no importa… pronto me enseñaría.

—¿Pero qué motivos tienes?

—León es de salud delicada, no está acostumbrado a la vida de campo, y su permanencia allá, estando solo, le será muy penosa.

—¿Tanto lo quieres?

Teresa se sonrojó y repuso:

—¿Acaso no debería amarlo?

—Tal vez… pero sabrás que yo también te necesito, ¿qué sería de mi casa y mis tertulias si faltaras tú?

—Mi deber, sin embargo…

—Bien, pues —dijo el padre con una sonrisa maliciosa—: pregúntale al mismo León si desea que lo acompañes.

Teresa conocía la influencia que naturalmente tiene una mujer joven y bonita sobre un carácter débil como el de León, y no dudó un momento que él accedería a su deseo.

—Quiero pedir a usted un favor, León —le dijo una tarde que estaba solos.

—Ya sabe usted, Teresa, que cuanto esté a mi alcance lo obtendrá.

—Desearía… es muy sencillo mi deseo: que me llevara usted consigo a la hacienda.

—¡A la hacienda!

Después de un momento de silencio León opuso los mismos argumentos en contra del proyecto, y las objeciones que había presentado el señor Santa Rosa, y como Teresa lo allanaba todo manifestando su resolución de compartir las privaciones, León al fin, muy turbado, añadió:

—Para decir a usted la verdad eso sería imposible… Mi padre está ahora allá…

—¡Pues, qué! ¿Acaso me tiene mucho odio?

—Odio no; pero le disgustaría mucho que violáramos inmediatamente mi promesa hecha al señor Santa Rosa de no sacarla a usted fuera de Lima ni de su lado.

—¿Es decir que mi padre es quien se opone?

—Naturalmente.

Entonces comprendió Teresa que es más difícil ejercer alguna influencia sobre un carácter débil como el de León, pero que se halla dominado por otros caprichos, que modificar una voluntad fuerte pero propia. León era esclavo sumiso a las órdenes de su padre y no se atrevía jamás a obrar por sí mismo. Así fue que, aunque admiraba y amaba a su linda esposa, partió solo como se lo habían ordenado.

Teresa veía con pena la debilidad física y moral de su marido, y aunque no tenía por él amor ninguno, hubiera querido aprender a tenerle cariño, creyendo que, con el tiempo, la compasión que sentía podría convertirse en algún afecto. Quedose, pues, sola, triste y sin objetos que la ocuparan; pero una limeña creería degradarse si vigilara a sus sirvientes, mandara en su casa y tomara alguna vez la costura. Los criados hacen lo que quieren y entre el mayordomo y el cocinero disponen de la despensa, haciendo solamente lo que les acomoda. En una casa limeña no se cose nunca; se compra todo hecho y lo que se rompe (cuando hay mucha economía) se manda coser fuera, o lo que es más fácil, se declara inútil e inservible.

¿En qué ocuparse, pues? Los libros la hacían sufrir porque le recordaban la fragilidad de su espíritu vacilante, que no había tenido energía para preservar en sus propósitos de no casarse sin amor. ¿Qué hacer sino tratar de distraerse, creándose un círculo de diversiones que pudieran aturdirla y hacerla olvidar el vacío de su corazón? Al cabo de dos o tres meses había logrado adormecer casi completamente el sentimiento de compasión que le inspiraba su marido ausente, y se hallaba satisfecha con su vida actual. Había arreglado sus horas de manera que jamás estaba sola ni le quedaba tiempo para meditar en la vanidad e insulsez de su existencia: todos los días tenía alguna tertulia en perspectiva para la cual era preciso prepararse, o algún paseo a Chorrillos, al Callao o al campo de Amancay. Éste es un sitio en que se halla una venta al pie de unas colinas que se cubren en ciertas épocas del año con una alfombra de florecillas. Éste sitio es el único algo campestre en los alrededores de Lima. De lo alto de algunas de las colinas más empinadas se divisa la ciudad, vista por cierto poco pintoresca, con sus azoteas cubiertas de basura, las torres de sus iglesias de colores chillones, y su aspecto árido y frío. Pero se usa hacer paseos allá para comer de un majar nacional llamado escabeche, que se compone de pescado crudo mezclado con picantes, y beber chicha de maíz y de maní. Naturalmente estos alimentos repugnan al extranjero, pero parece que para los paladares limeños son deliciosos.

Una mañana estaba Teresa en una pieza retirada escribiéndole a León, cuando le avisaron que Manongo la necesitaba. Manongo (o Manuel) es un tipo esencialmente limeño. Mitad tonto, mitad bellaco, tenía el privilegio de entrar a todas las casas y penetrar hasta las últimas piezas sin previo permiso. So pretexto de vender chucherías llevaba cartas y misivas ocultas de una parte a otra, y por este motivo Teresa había prohibido que entrase a su casa.

—Díganle que estoy ocupada —contestó sin dejar de escribir.

—Asegura Manongo que tiene que verla ahora mismo, y no quiere irse —contestó la criada.

—Nada tiene que hablar conmigo… que venga mañana.

—¡Felices los ojos que ven a la más hermosa señorita de Lima! —dijo una voz chillona en la puerta de la pieza. Manongo había seguido a la criada.

—Ahora no compro nada —dijo Teresa cerrando su carta y poniéndole el sobrescrito—. Es inútil que permanezca usted ahí —añadió—; vuelva otro día y veremos qué necesito.

—No vengo a vender nada —contestó Manongo con su aire entre tonto y malicioso.

—¿Entonces?

—Mire usted estas flores —repuso desembozando un magnífico ramillete—: son las primeras camelias que florecen en Lima.

—Hoy no necesito flores…

—Pero si es un obsequio que le manda…

—¿A mí? ¿Y quién?

—Si lo desea saber, levante usted, linda palomita, esta camelia blanca y encontrará el billetito.

—No acostumbro recibir nada de personas que no conozco, y cuando me escriben envían la carta con un sirviente —dijo Teresa sonrojándose.

—No tenga cuidado… estamos solos —repuso Manongo cerrando la puerta—; el señor Arturo me dijo que no había necesidad de decirle de parte de quién venía.

Teresa, que se había sonrojado, se puso pálida de indignación al oír estas palabras, y no pudo contestar.

—El generoso caballero —prosiguió el tonto, poniendo el ramillete sobre la mesa—, me ofreció otra pieza de a cuatro si le llevaba contestación; ¿cuándo vengo por ella?

—¿Cuándo? —dijo al fin Teresa con voz trémula—; ¿cuándo?, ahora mismo —y tomando el ramillete arrancó el perfumado billete de en medio de las flores, y si mirarlo lo volvió pedazos, después de lo cual tiró al mensajero las flores, que se regaron al caer.

—Ésa es la contestación que le llevará usted al audaz que ha enviado esto.

Y llamando a una sirvienta le mandó que barriera aquella basura.

Mientras eso Manongo se había retirado al corredor, de donde miraba a Teresa y entre mohíno y divertido se hacía cruces.

—¿Qué espera? —le preguntó ella al fin—: salga usted de mi casa ahora mismo; y si se vuelve a presentar en ella o hago apalear por mis criados.

«¡Qué víbora! Virgen Purísima… ¡Qué furia!», decía Manongo entre dientes, bajando las escaleras a botes. Esto es lo que sacan los señores con mandar sus hijas a la Europa: vuelven llenas de remilgues y con un genio de todos los diablos… ¡Si no hubiera salido de Lima, otro gallo le cantara al señor Arturo! ¡Nunca me había sucedido semejante cosa, jamás!… Yo que pensaba ganar con estos buques y después con los rinde—bobos (como llaman en lengua las citas) mis buenas piezas de a cuatro… Vaya, ¡qué desgracia! Será la primera vez que esto le sucede al Arturito, que es un primor entre los peruanos; muy de otro modo me recibían la Juanita, la Josefa y la Carolina…

Teresa se retiró a su cuarto y encerrándose se dejó llevar por la mayor amargura, llorando al pensar en la humillación que había sufrido. De repente, y enderezándose, exclamó en lata voz:

«¿Tal vez sin saberlo habré dado motivo para que se me haga este insulto?» Veamos cómo he tratado a Arturo.

Aunque en nada lo había distinguido de los otros, cayó en cuenta de que era el joven que más se le acercaba, bien que siempre con respeto, pues con ella nadie tenía la confianza y familiaridad que gastaban con las otras. Mas luego recordó que el día anterior, en un paseo a Amancay, Arturo no dejó su lado un momento; pero ¿cómo había de ser de otro modo, cuando todas las demás tenían alguno que les hiciera la corte, quedando solamente libres Arturo y ella? Una vez en el cerrito de donde se ve a Lima, estando Teresa a punto de bajarlo, Arturo la detuvo diciendo:

«Mire, usted, allí está el barrio de la mujer que amo… en secreto».

Y le mostraba la calle en que vivía Teresa.

—¿Alguna vecina mía? —preguntó ella con distracción, pues Arturo le era tan indiferente que rara vez ponía cuidado en lo que le decía.

—Sí, muy vecina… ¿no adivina usted?

—Tal vez —dijo ella, por decir alguna cosa y sin pensarlo. En ese momento se reunieron a ellos las demás personas del paseo.

«No hay duda —pensaba Teresa—, él ha creído que comprendí… Qué vergüenza me dará volverlo a ver… ¡Oh! ¡que los hombres sean tan fatuos que imaginen que estamos siempre ocupadas en adivinarles sus pensamientos! No, no vuelvo a ir a parte alguna durante las ausencias de León, para no exponerme a otro insulto».

Y en efecto, fingiéndose indispuesta, no quiso salir por algunos días, y hasta rehusó recibir visitas; pero esto no podía durar mucho tiempo, pues su buen semblante desmentía la supuesta enfermedad.

Rosita se apresuró a visitarla, y no pudo menos que sonreírse cuando Teresa le dijo con los ojos bajos y sonrojándose (ella no sabía mentir) que había estado enferma.

Después de haber hablado de cosas indiferentes, Rosita dijo al fin con aire misterioso:

—Conozco la enfermedad de que adoleces… me lo refirieron todo.

—¿Qué quiere decir?

—Es enfermedad de miedo…

—¿Miedo?

—Temes encontrarte con Arturo; ¿no es así?

—¿Qué te ha dicho?

—Lo del bouquet…

—¿Quién?

—Manongo lo ha contado en todas partes…

—Y tú… ¿y todos se han burlado de mí?

—Burlado… tal vez no; pero se han reído de tus escrúpulos.

—¡Escrúpulos! Entonces no te han contado cómo…

—Sí, sí: todo me lo refirió Manongo; y hasta el mismo derrotado…

—¡Arturo!

—Hace dos otres días fue a visitarme, sólo con el objeto de quejarse de tu crueldad y preguntarme si habría esperanza.

—¡Qué indignidad! ¿y qué le contaste?

—Que perdía su tiempo… y añadí que se fuera con la música a otra parte… Creo que no volverá a molestarte; a él no le gustan las empresas difíciles, sobre todo aquí, en donde no se acostumbran.

—¡Gracias, gracias, mi querida amiga! —exclamó Teresa verdaderamente agradecida.

—Nada tienes que agradecerme —lo dije porque lo creía, y comprendiendo la causa de tu encierro quise quitarte ese obstáculo.

—Ahora, dime francamente, Rosita ¿habré dado motivo para que Arturo se atreviera?

—¡Motivo! ninguno… , pero como todavía eres muy joven no conoces el mundo. Arturo está verdaderamente picado, y en ese estado tu sabes, o más bien no sabes, que cualquiera palabra infunde esperanzas y se construyen edificios con hojas de rosa… En verdad; olvidaba, decirte lo mejor de mi cuento: Arturo se va… se va a Guayaquil para donde le han dado no sé qué destino; le aconsejé que se fuera pronto.

—¿Y le proporcionaste el destino también? —preguntó Teresa sonriéndose.

—Pues… casi. Hablé anoche con un miembro del gobierno y ofreció inventar alguna misión para Arturo.

—¿Inventar?

—Por supuesto. Sabrás que nuestro gobierno es tan paternal que cuando no tiene absolutamente sueldo que dar a sus favoritos fabrica misiones. No sé por fin cuál será el empleo que tendrá Arturo… Inspector general de los buques peruanos que no llegan a Guayaquil, o contador de caimanes en el río; en fin, se ha visto que el gobierno necesita algún dato estadístico, que Arturo podrá descubrir en Guayaquil. No lo dudes, y se lo dijo a él: cuando vuelva vendrá completamente curado de la teresitis, enfermedad peligrosa ahora y cuyo remedio o contra no se ha descubierto… todavía.

—¿Qué será de lo que no te burlas, Rosita?

—No sé… , hasta ahora no conozco, persona u objeto que no tenga su lado ridículo… o por lo menos divertido.

Al cabo de poco tiempo y bajo la influencia de la sociedad que la rodeaba, Teresa siguió asistiendo a todas las diversiones que se lo proporcionaban, y el recuerdo de su aventura con Arturo se borró casi completamente de su memoria.

IX

Pasó un año de matrimonio: León había ido tres o cuatro veces a Lima, permaneciendo apenas, cada vez, algunos días; la presencia o ausencia del insignificante joven no tenía importancia para nadie. Parecía siempre, disgustado de su vida campestre y volvía a ella con tristeza; Teresa no podía menos que confesarse a sí misma que no era feliz… pero los dos padres estaban perfectamente, satisfechos, por cuanto habían hecho un buen negocio sin tener en cuenta para nada las dos víctimas… ¿Por qué habían de serlo?… ¿acaso Teresa no gozaba una vida repleta de lujo y diversiones? Es cierto que León vivía lejos del centro en que se había criado; pero la juventud es para trabajar, y lo que ganaba entonces lo serviría dentro de pocos años para ir a Europa con un buen capital que le abriría los más ricos salones de París.

Para festejar el aniversario de su matrimonio, León permaneció en Lima más tiempo que en los anteriores viajes y se mostró con Teresa más tierno que de costumbre. Sintiendo ésta, con pena, cuán indiferente y aun antipático le era su marido, procuró, en lo posible, mostrarse más amable. El sentimiento del deber que se cumple causa siempre una satisfacción íntima que compensa ampliamente el sacrificio que se hace; así Teresa había pasado algunos días contenta con el convencimiento de haber hecho menos amarga la vida del joven cuya suerte habían ligado a la suya, aunque sus almas estarían siempre separadas, como eran divergentes sus ideas.

Al otro día de la partida de León, Teresa estaba sola escribiendo a Lucila, y al confiarle sus pensamientos y al tratar de pintarle su vida no pudo menos que encontrar cuán vacío estaba su corazón, y cómo se esterilizaba su espíritu a medida que se enfriaba aquel entusiasmo por todo lo bello y grande, que antes la confortaba. Suspendió su carta, y puesta la mejilla en la mano cayó en una larga meditación de la que vino a sacarla un sirviente que le traía una cartita de Rosa. Le escribía ésta con el objeto de recordarle que aquella noche había tertulia musical en casa de un ministro extranjero, y agregaba que tendría el mayor gusto en acompañarla, dando a entender quo si Teresa no concurría, ella tampoco iría. Le rogaba que le contestara inmediatamente, y al concluir decía: «oiremos cantar a varios artistas de profesión y entre los dilletanti a Roberto Montana que acaba de llegar de Chile».

Teresa tuvo la carta en sus manos sin saber qué contestarle: ¿Debía ir o no? Había hecho el propósito de retirarse algo del mundo durante la ausencia de León, que estaba siempre triste lejos de Lima, y además, le repugnaba ir esa noche particularmente a la tertulia. ¿Quién puede comprender la causa de nuestros presentimientos? Pero… en el momento de empezar a contestar a Rosita excusándose, sintió un vehemente deseo de concurrir y escribió prontamente que tendría mucho gusto en acompañarla.

Después de esta interrupción era imposible seguir coordinando sus ideas para concluir su carta a Lucila; así, deseando sacudir de sí sus pensamientos, salió e hizo algunas visitas de confianza. Cuando volvió a su casa casi había olvidado el sentimiento de vaga aprehensión con que había aceptado el convite a la tertulia y se presentó fríamente para asistir a ella.

Rosita se presentó en casa de su amiga naturalmente mucho después de la hora convenida, pues, siempre estaba afanada y jamás llegaba a tiempo a parte alguna.

Al entrar en el salón del ministro de *** ambas se vieron rodeadas por la flor y nata de la juventud masculina. Rosita, llena de vida y movimiento, se atraía un séquito tan numeroso cuanto alegre. Con su traje de gaza rosado vivo, adornado con muchas flores, y su aire despierto y miradas llenas de coquetería, estaba verdaderamente muy seductora.

Teresa, bella y orgullosa, tenía en torno suyo un círculo mucho menos numeroso, pero más respetuoso y respetable. Vestida casi enteramente de blanco, no llevaba más adorno que muchas joyas de gran valor. Su talle delgado, esbelto y elegante, la mirada serena aunque penetrante de sus grandes ojos y la belleza que se esparció sobre su fisonomía con la agitación al entrar, la daban una hermosura casi ideal.

Al cabo de un rato se oyeron en la pieza vecina los acordes del piano y una brillante voz de hombre cantó un bolero español, con mucha gracia y vivacidad. Al oírla Teresa le saltó el corazón, pues creyó reconocer la voz del pensado cantor de Chorrillos… No, no podía ser: la de entonces era tan dulce, tan tierna; y ésta parecía alegre, sonora y llena de energía… Por otra parte ¿qué le importaba que fuera o no? Pero su conciencia le decía que el motivo que la había impelido a ir aquella noche, era la esperanza de que el Roberto Montana de que hablara Rosita, fuera el mismo de Chorrillos, y se sonrojaba de pensarlo no más.

Con todo, procuraba llevar sus miradas hasta el sitio en que se hallaba el cantor, pero le fue imposible distinguirlo en medio de los que rodeaban el piano. Cuando hubo acabado, otros ejecutaron algunas piezas, y en los intermedios Teresa no se atrevía a pedir que le señalaran el joven recién llegado de Chile; pero una conversación que oyó cerca de ella le hizo comprender que sus presentimientos no habían sido falsos y que era el mismo cantor de Chorrillos.

—¿Quién es ese Roberto Montana? —preguntó una señora a otra—; ¿es artista del país o del extranjero?

—¿Artista? No, es solamente aficionado. Creo que su nacimiento es misterioso… Un militar Salcedo, de Arequipa, lo trajo hace algunos años y lo presentó como su sobrino, siendo muy niño; lo puso en un colegio, y después se lució mucho en la Universidad cuando se recibió de abogado. Para entonces Salcedo fue con no sé qué misión a los Estados Unidos y llevó al sobrino; y, ¡cosa rara! Parece que Roberto se aficionó tanto a la música al oír a los artistas famosos, que a su vuelta no quiso ejercer su profesión de abogado, y vivía tocando diferentes instrumentos y cantando sin misericordia para mí…

—¿Por qué para usted?

—¿Porque tenía la desgracia de vivir en la misma casa que el coronel, y Roberto no me dejaba sosiego con su música a todas horas. Hará dos años enfermó el sobrino; lo llevaron a Chorrillos, donde permaneció bastante tiempo, pero los médicos recetaron otro clima y se fueron para Chile; allí se curó el sobrino y se murió el tío.

—¿Y es rico?

—Su tío, que sé era su padre, le dejó una fortunita modesta.

En ese momento el dueño de la casa se acercó a Teresa con un joven que iba de brazo con él.

«Señorita Teresa —dijo—: tengo el honor de presentarle al señor Montana, quien habiendo sabido la afición de usted por la música, desearía que nos diera el gusto de tocar alguna cosa».

Teresa, se excusó, pero como ambos instaban para fuera al piano, al fin se levantó.

«Acompáñela usted, señor Montana —dijo el ministro—, pues tal honor le corresponde más bien que a los meros oyentes».

Era preciso atravesar todo el salón para llegar al piano. Teresa se sentía conmovida y disgustada consigo misma por su intempestiva emoción. Cuando llegaron al piano había sido ocupado por otra persona que empezaba a tocar; era preciso, pues, aguardar a su compañero, y llevándola a un sofá, se situó a su lado.

Después de haber hablado de cosas indiferentes, Montana dijo de repente:

«Me alegro de que el importuno artista no le haya permitido a usted tocar aún, señorita; así, me ha dado tiempo para pedirle un favor… »

Teresa, que había, estado esforzándose por recuperar su serenidad, levantó la mirada y sus ojos se fijaron por primera vez; los de Montana eran espléndidos: grandes, negros y particularmente expresivos y brillantes. En su frente ancha y tersa se delineaban espesas cejas, y su pelo castaño oscuro ondeaba en torno de una cabeza pequeña pero bien formada. No usaba sino un bigote negro y perfilado, y su boca fina y nariz algo larga armonizaban tanto como su talle elevado y elegante con la gracia de sus movimientos.

—Muy extraño le parecerá a usted que habiendo tenido el honor de hablarle por primera vez, apenas algunos momentos, ya le pida un favor —añadió, viendo que Teresa guardaba silencio.

—Efectivamente —contestó ella sonriéndose—, ¿cómo podré yo?…

—Mi súplica es la siguiente: escoja usted para tocar esta noche una de aquellas arias que ejecutaba en Chorrillos ahora año y medio…

Teresa bajó los ojos, y contestó tratando de afirmar la voz:

—¿Por qué ahora año y medio?… ¿Acaso usted?…

—Tuve el placer de oírla entonces, y ese recuerdo lo he guardado siempre…

En ese momento se acercó Rosita disgustada por aquella íntima conversación con el recién llegado, pues siendo por eso el hombre a la moda, deseaba monopolizarlo.

—¿De qué hablan ustedes con ese aire tan misterioso? —preguntó sentándose al lado de Teresa.

Las miradas de Roberto y de Teresa se encontraron, y ambos convinieron tácitamente en que no deseaban tercera persona en sus recuerdos.

—Hablábamos de música —dijo Teresa.

—¿De música, con ese aire de conspiradores?

—¡Bah! qué idea… El señor, como yo, es muy aficionado a los músicos clásicos… de eso hablábamos.

Roberto se sonrió al ver que la presencia de ánimo no abandona nunca a las mujeres, aun cuando no estén enseñadas ni hayan usado jamás de engaños.

—Con razón… tratarían del mérito, soporífico para mí, de su Beethoven, del enfadoso Gluck, del fastidioso Mozart y demás del gremio. ¿Ya le preguntaste al señor Montana, añadió con aire burlón, si canta tu aria favorita de Orfeo o tu querida serenata de Don Juan?

Volvieron a encontrarse las miradas de Roberto y Teresa y ésta última se sonrojó, mas por fortuna el que ocupaba el piano se levantó, y acercándose Teresa, sin vacilar tocó la introducción de la «Serenata». Roberto se situó detrás de su asiento y empezó a cantar. Su voz era clara, natural, tierna y se conocía que ponía en ella toda su alma. Teresa no pudo tocar con el garbo acostumbrado el acompañamiento irónico, y muchas veces se detenía, olvidándose de la gente que la rodeaba, para impregnarse, por decirlo así, de los acentos apasionados del cantor.

Aplausos generales acogieron el fin de la aria.

—¿Conoce usted la famosa aria del Orfeo de Gluck?

—¿Cuál? ¿Qué faro senza Eurídice? Hace mucho tiempo que no la canto; pero si usted tuviera la bondad de tocarla, tal vez el eco de su piano refrescaría mi memoria.

Teresa volvió a sonrojarse al comprender el recuerdo que encerraban las palabras de Roberto, e inclinándose sobre el teclado tocó brillantemente el tema de esa aria, una de las obras más bellas del ingenio humano, bastante para inmortalizar por sí sola a un artista. Ella estaba aquella noche verdaderamente inspirada; después del tema principal ejecutó unas variaciones sobre el mismo asunto con suma maestría y sentimiento, y levantándose en medio de los aplausos pasó a otro salón. Roberto no cantó, pero al llevarla a su asiento le dijo con voz conmovida:

«Nunca había comprendido tan bien esa música, ni lo que se siente al ver perdido para siempre lo que se ha podido amar… »

Estas palabras eran demasiado significativas, por lo cual Teresa demostró en cierto modo que le habían desagradado; pero ni aún estaba contenta consigo misma, y deseaba salir pronto de una situación que la embarazada; así suplicó a su padre que la condujese a su casa, prometiendo a Rosita que después le enviaría el coche.

Al volver a su habitación se desvistió maquinalmente y se acostó; pero sus pensamientos no le permitían permanecer tranquila, y levantándose pasó el resto de la noche en vela. ¿Qué tenía? ¿qué motivo había para tanta agitación? Ella misma no podía comprenderlo; pero nunca se le había presentado tan desierto el sendero de la vida, tan vacío el corazón como aquella noche… Como iba de un lado para otro del aposento, acertó a fijar los ojos en un retrato en miniatura, de León, regalado por éste antes de partir, y sin saber lo que hacía lo volvió contra la pared con impaciencia: acción que de súbito le reveló lo que pasaba en su corazón, y tirándose sobre la cama se desahogó vertiendo un torrente de lágrimas. Por fin, vencida por el cansancio, al aclarar el día se quedó dormida.

X

A la siguiente noche estaba nuestra heroína sentada en un rincón de la cuadra (así llamaban la sala principal en el Perú), sola con sus sentimientos y huyendo de la claridad que sus ojos debilitados no podían soportar. Tan absorta estaba que se sobresalto al oír de repente que la saludaban, y su voz tembló al contestar: era Roberto que se hacía presentar por un amigo de su padre, lo que en la situación de ánimo en que se hallaba Teresa, la hizo miara como un peligro y formar el firme propósito de no cultivar una amistad que imaginaba podía serle funesta. En consecuencia, recibió con frialdad la visita, y se abstuvo de invitar al presentado a que volviera a visitarla. Al adivinar esta intención, Roberto cambió completamente de modales y también se manifestó serio e indiferente. La visita fue corta y desabrida y sólo se habló de lugares comunes. Teresa se quedo entregada a una profunda meditación, de la que nació la resolución de no permitir nunca que su pensamiento se extraviara en una dirección indebida.

Durante el siguiente mes se encontró en varias partes con Roberto, pero apenas se saludaron de lejos. Abandonó casi el piano, cuyas armonías le traían recuerdos que deseaba olvidar, y más que nunca huía de la soledad.

Una noche llegó a casa de una amiga, y al entrar al primer salón oyó que tocaban y cantaban en el interior, reconociendo la voz de Roberto que ejecutaba el Adiós de la Lucía. El primer salón estaba vacío, y allí se sentó en silencio a escuchar; quiso, siquiera una vez, dejarse llevar por su sentimiento, y los ojos se le llenaron de lágrimas… pero el canto acabó; le fue preciso presentarse y entró al salón interior.

Roberto se acercó a saludarla y tomando asiento a su lado, sin decirle nada, la miró algunos momentos. Ella no sabía qué hacer, y no encontraba nada que decir para interrumpir un silencio que le era tan penoso.

Había varias muchachas y propusieron bailar; una de ellas, acercándose al piano, dijo:

«Voy a tocarles una valse enteramente nuevo que me acaban de enviar de París».

Y ejecutó un valse de la Traviata.

—¿Me haría usted el honor de bailar este valse? —preguntó Roberto a Teresa; e insistió de tal modo, que ella no pudo excusarse.

—Está usted muy triste esta noche —dijo apenas se detuvieron un momento.

—No por cierto —contestó ella bajando los ojos.

—Perdóneme usted, pero he aprendido a leer algún tanto en las fisonomías… particularmente en la suya.

A cualquier otro le hubiera contestado con una chanza y lo hubiera obligado a cambiar de conversación naturalmente; pero ahora sentía su espíritu como embotado, y aunque deseaba que Roberto no le volviese a hablar así no acertaba a replicarle.

Siguieron bailando, y cuando Roberto la llevó a su asiento notó en ella un aire tan frío que no volvió a acercársele durante la noche. La pobre niña, luchando consigo misma, hizo cuanto le fue posible para manifestar cuánto le desagradaban aquellas preferencias, bien que en su interior sentía que la presencia de Roberto le era demasiado agradable; por lo que al día siguiente puso en obra un proyecto que la alejara del inminente peligro en que se veía.

Se fingió enferma, y hablando con el médico de la casa le suplicó que le prescribiese los aires del campo.

—Sí, señor —decía el médico a Santa Rosa—: la señorita puede agravarse, si usted no pone los medios que le he indicado.

—¿Pero qué enfermedad es ésta?… la veo poco más o menos lo mismo que siempre… un poco más pálida, lo que no es suficiente causa para desterrarla.

—Es preciso.

—¡Pero me hace falta, doctor!

—Peor sería si se agravara… ¿por qué no enviarla a la hacienda del señor Trujillo?

—Tal vez… tendré que ir pronto… Hace mucho tiempo que Trujillo me está repitiendo que debo ir; pero falta saber si Teresa querrá.

Por supuesto ella accedió a las prescripciones del médico.

Su padre y el señor Trujillo permanecieron apenas algunos días con los dos esposos en la hacienda, y después se fueron a visitar otras propiedades. León se había manifestado muy contento con la llegada de su esposa, a quien amaba tanto como le era posible; por desgracia para Teresa, aquella intimidad nacida dresa, aquella intimidad nacida dás que nunca cuán indiferente le era León, al paso que él no parecía comprender la poca armonía que los ligaba, y vivía tranquilamente.

Al fin fue preciso volver a Lima. Rosita voló a ver a su querida amiga.

«Con la ausencia has perdido mil cosas», le dijo: la tertulia de bodas de la Álvarez, y sobre todo un magnífico paseo dado por Roberto Montana como una despedida a la sociedad de Lima.

—¿Se fue, pues? —preguntó Teresa, sintiendo algo como una picada en el corazón.

—Sí, se fue para Europa. Sabes lo apasionado que es por la música; «hace mucho tiempo —me dijo—, que necesito beber en la fuente de la armonía, oír a los grandes artistas europeos».

—¿Pero él no había estado en Europa?…

—Había oído apenas en los Estados Unidos a muchos artistas famosos.

Teresa sintió cierto alivio al par que pena; temía encontrarse otra vez con Roberto y tener que luchar para huirle. Volvió a seguir su vida de salón que caracteriza la existencia de una limeña; pero su corazón, su alma y su espíritu estaban siempre en completo desacuerdo con cuanto la rodeaba, y por consiguiente, no podía ser feliz. Pero si no podía ser feliz, quiso al menos buscar algún objeto que llenara un tanto el vacío de su alma, y se dedicó al estudio.

Buscó nuevamente sus libros favoritos, y durante algunos meses se entregó a estudios literarios que le habían llamado la atención en el colegio.

Naturalmente no podía mencionar semejante cosa a sus habituales amigos ni a su padre, quienes ignoraron en lo que se ocupaba. Pero la soledad moral, en la juventud, esteriliza tanto el espíritu, como la soledad física embrutece al hombre civilizado. La juventud es esencialmente expansiva y necesita confiar sus pensamientos; si estos se encuentran rechazados, la concentración a que es preciso entregarse entonces, causa una misantropía perniciosa para el alma y el corazón. En una edad más avanzada y cuando ya se tienen ideas fijas y seguras, el espíritu puede existir sólo y no necesita tanto comunicar el resultado de sus reflexiones; pero Teresa era una niña, y a los diez y ocho años no se puede pedir fijeza ni seguridad en las ideas.

Al cabo de algunos meses de estudio arduo sintió de repente la inutilidad de él en aquella sociedad, y empezaba a abandonarlo, cuando Rosita volvió inadvertidamente a despertar en ella un sentimiento que había logrado en parte adormecer.

—Aquí traigo esta música para que la ensayemos juntas —le dijo un día—. Me la acaban de enviar de Europa, y en una esquina de esta aria han escrito: «Si la música de canto no le conviene, tal vez su amiga, la señorita Teresa, querrá ensayarla».

—¿Y quién te la manda? —preguntó Teresa pro formula, pues comprendía muy bien quién podía ser.

—Roberto Montana.

—¡Ah!… veamos… son arias de óperas recientes.

Y se puso a tocar, ensayando los principales motivos. Eran arias muy a propósito para el estilo que prefería, entre sentimentales y entusiastas. Pero con aquella hipocresía que distingue a todas las mujeres (efecto de la educación y de la dependencia en que viven) dijo levantándose:

—¡Bah! Tu amigo no tiene buen gusto… esas canciones no me agradan.

—¡Eres injusta, Teresita! Si no te agradaran no sería prueba de mal gusto.

—Sin embargo, habría creído que ese estilo es el tuyo —añadió, oyendo a Teresa que había vuelto a sentarse al piano y ejecutaba otra pieza.

—Puedes dejármelas para tocarlas más despacio; bien que estoy segura de que no me agradarán.

Rosita la miró un momento, y dijo con aire más serio que de costumbre:

—He notado en ti una cosa rara: cada vez que se habla de Roberto te enfadas y parece que te disgusta todo lo que venga de él. El mismo sentimiento encontré en él, antes de irse, respecto de ti, y cuando estabas en la hacienda… No soy tan tonta; esto prueba que hay una verdadera antipatía entre los dos, o que la simpatía es muy fuerte…

—¡Rosita!

—¡Teresa! —replicó la otra imitando su aire de escándalo—, ¿por qué te abochornas por eso?… Sin embargo, si él no estuviera ausente te diría que la de ese joven es conquista que quiero hacer… y te advertiría seriamente que no te interpusieras entre los dos…

—Ya sabes —interrumpió Teresa— que esa clase de chanzas me son sumamente desagradables… Tu amigo me ha disgustado; me parece pretencioso, lleno de vanidad…

—¡Vaya! ¡qué furia!… Te repito que eso mismo, si Roberto estuviera aquí, me probaría…

—¿Qué? —exclamó Teresa.

—¡Nada, nada… ! ¡qué entusiasmo! Te vuelves un jeune tigre, como diría el secretario del ministro francés.

No se volvió a mencionar el nombre de Roberto entre las dos amigas o pseudo amigas; pero Teresa guardó la música, y cuando estaba sola y no temía que la interrumpiesen cantaba las arias enviadas expresamente para ella, sin que Rosita jamás lograse oírlas.

Así se pasó otro año de matrimonio.

Todo en torno suyo parecía sonreírle, y sin embargo su corazón estaba repleto de pesares. Aquellos dolores palpables, penas que se pueden decir, también tienen remedio, se consuelan, se mitigan al exhalarlas; pero cuando, como nuestra heroína, lo que uno sufre es un secreto para todos; cuando lo que siente es un pesar que lleva encubierto en el fondo del alma como un objeto robado: entonces tal sentimiento de dolor incierto, vago, muchas veces sin nombre, echa una sombra duradera sobre el espíritu y el corazón joven y sencillo; no puede, después de haber pasado por este desolador sentimiento, conocer la felicidad, porque un sentimiento así corroe como veneno, y la cicatriz que forma no se borra jamás.

XI

Voe sóli!
(Desgraciado del que está solo.)

Un día Teresa recibió esta carta, y la faz de su vida cambió completamente:

«Querida nuera: es indispensable que usted se ponga en marcha para acá, apenas reciba ésta. León está tan gravemente enfermo que se cree no vivirá muchos días; su deseo constante es verla a usted, y me apresuro a unir mis súplicas a las suyas para llamarla a su lado. Sin embargo, no he perdido todas las esperanzas, y éstas se fundan en usted; la agradable emoción de verla puede producir una reacción favorable.

Su afectísimo suegro,

J. TRUJILLO»


—Lea usted —dijo Teresa a su padre, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Muy molesto será este viaje, ahora —observó él, devolviéndole la carta—. Tal vez sean aprehensiones de Trujillo.

—¡Ojalá!, pero sean o no aprehensiones, debo irme.

Santa Rosa se quedó un momento pensativo y de repente exclamó:

—¡Tienes razón! Ahora recuerdo una circunstancia… Es preciso llegar pronto, pues probablemente León no ha hecho testamento, y como no has tenido prole te quedarías en mala situación de fortuna.

—¡Oh! ¡papá, qué idea! —contestó Teresa, estremeciéndose de horror al conocer los sentimientos de su padre.

—¿Por qué te espanta esa idea? Así son las mujeres: las palabras las escandalizan, pero nos espantarían a nosotros… Pero hablemos seriamente: tú tienes mucha influencia sobre el espíritu de León, y creo que la menor indicación tuya será obedecida por él. Voy a buscar papel y a preguntar cómo se redacta un acto válido de donación, por si acaso allá no se encuentre lo necesario. Mientras eso prepárate a que partamos inmediatamente.

Teresa no replicó, pero hizo la firme resolución de no hablarle de semejante materia al infeliz moribundo.

Llegaron tarde… León acababa de morir. Teresa quiso verlo por la última vez: la solemne expresión de la muerte había casi embellecido aquella fisonomía tan insignificante. Lloró ella mucho delante del cadáver, recordando los actos de cariño y palabras afectuosas que León le había dirigido.

—Murió nombrándola a usted —le dijo el padre de León—. ¡Pobre hijo mío! La falta de usted, de Lima y de la vida a que estaba enseñado, lo han muerto… perdió las fuerzas y el ánimo de vivir.

Llevaron el cadáver a Lima y le hicieron un entierro suntuoso. Teresa, al principio, no había podido menos que enternecerse con la muerte repentina del que fue su esposo; pero después se sintió llena de remordimientos, notando que, en vez de dolor, su sentimiento se fue convirtiendo en cierto descanso y tranquilidad interior, al contemplarse libre. Se encerraba en esos momentos y procuraba formarse una pena ficticia, rodéandose de todo lo que pudiera conmoverla.

—Aquí traigo la copia del testamento de León —le dijo su padre un día, entrando a su cuarto—; tiene una cláusula que no te acomodará.

—¡Qué me importa! Yo no sabía siquiera que el pobre había tenido siquiera tiempo de testar.

—Trujillo me dijo que el día antes de morir había insistido en hacerlo; el mayordomo de la hacienda me estuvo contando también lo mismo, y añadió que el viejo no quería, naturalmente, que pensara en eso.

—¿Por qué naturalmente?

—¿No comprendes que si hubiera muerto intestado el padre lo heredaba todo?… La fortuna que tenía León por herencia de su madre era bastante considerable, y te la deja toda con una condición… condición que no dudo fue obra de Trujillo. ¡Muy vivo es este hombre, muy vivo!

—¿Y cuál es la condición?

—Te quedan dos haciendas valiosas, muchos bonos sobre el banco de Inglaterra y otras propiedades. El todo produce una renta de cerca de ocho mil pesos al año… pero con la condición de no vender las haciendas nunca y de restituirlas si vuelves a casarte.

Teresa se estuvo callada algunos momentos.

—¿Para qué aceptar esa donación? ¿Acaso no tenemos lo suficiente para vivir?

—¡Qué locura! Esa renta es muy aceptable. Además si llegaras a casarte con alguno que te proporcionara mayores comodidades, entonces se podría devolver la herencia de León.

—No quisiera aparecer interesada aceptando, y aunque no pienso casarme…

—¡No piensas casarte! Por supuesto que todavía no, pero después… En fin, voy a poner el escrito aceptando todo, y lo traeré para que lo firmes.

Durante los primeros días del luto de Teresa, Rosita se mostraba inconsolable; su compañía le era muy necesaria. Pero, felizmente para ella, en esos días llegó a Lima una señora muy rica, la que, aunque ya de bastante edad, deseaba hacer papel en la sociedad gastando lujo. Rosita la visitó, y so pretexto de introducirla a todas partes le hizo hacer su gusto. Esa señora no podría ser su rival en nada como le había sucedido a veces con Teresa; la dominaba perfectamente y reemplazaba muy bien a su antigua amiga que decayó en su estimación, no visitándola sino muy de tarde en tarde, y eso porque pensaba que alguna vez podría serle útil.

XII

Teresa había recibido varías cartas de Lucila durante los años anteriores, las que le causaban siempre pena. Generalmente eran cortas y sólo le hablaba de la vida monótona que llevaba y de su salud que se debilitaba cada día; a que se agregaba un agudo pesar, que no explicaba claramente pero sí dejaba comprender: cierta propensión de su padre a la locura, que iba degenerando en monomanía muy singular.

He aquí una carta que recibió nuestra heroína a los pocos días de haber muerto León; circunstancia de que Lucila no tenía noticia:

1.º de marzo de 185…

«Querida mía: ¡Hoy hace cuatro años que nos despedimos, probablemente para siempre! Cuatro años se han pasado desde aquel día en que, llenas de esperanzas, emprendimos el camino de la vida!… ¡y cuántas penas, tristezas y desengaños hemos recogido, en vez de las flores que sembramos en el jardín de nuestros ensueños! Digo que hemos sufrido desengaños, aunque tú nada me dices con claridad, pero al través de tu estilo leo en tu corazón.

Para mí la vida es como la de una planta a la sombra de un murallón y que tiene por horizonte un pedregal.

Mi madre, de un carácter concentrado aunque muy tierno, habla poco y nunca sale de casa. Mi padre pierde cada día el gusto por la sociedad: entregado a sus libros, lleno de ideas extrañas, vive en lo pasado y no se ocupa sino de los tiempos antiguos. Siempre tiene alguna época de la historia entre manos, y nos llenamos de pena cuando empieza a hablarle a alguna de las raras personas que suelen visitarnos, por ejemplo, de Enrique IV o de Constantino el grande, y trata de ellos como si existieran ahora; y como ha leído tanto, tiene en la memoria hasta los mínimos pormenores de aquellas épocas. Su conversación es una verdadera aula de historia, y a mí me encanta oírle referir tantos hechos, criticando los actos de los personajes antiguos y hablando de ellos como si verdaderamente estuvieran vivos. El cura del pueblo vecino es un hombre instruido, nos tiene mucho cariño, y lo lleva la idea a mi padre, discutiendo con él cuestiones de otros tiempos. A veces, en el invierno, se sientan los dos cerca de la chimenea y yo me coloco a su lado oyéndolos; en el verano salen al jardín y entonces me siento cerca de ellos, escuchando con placer esas conversaciones que parecen ecos de las lejanas épocas. Aunque mi padre me quiere mucho (cuando se acuerda de mí) rara vez me dirige la palabra, y ya te he dicho que mi madre es naturalmente callada y melancólica; así es que vivo sola, sola física y moralmente, y sufriendo siempre en mi salud. Jamás veo una persona de mi edad, ni oigo una palabra alegre ni el eco de una risa…

Mi mayor placer es sentarme, al caer la tarde, a la ventana de mi cuarto y contemplar el paisaje que desde allí se descubre.

En todos tiempos hallo placer en mirar ese paisaje, pues siempre es bella la vista de todo horizonte extenso aunque sus pormenores no sean hermosos. En el verano el cielo se cubre de nubarrones nacarados que van a unirse con el mar allá en el confín del horizonte; al fin de la llanura se ven ondear las copas de los altos árboles del camino real, cuya línea recta va a perderse en lontananza; inmediatamente a mis pies el viento de la tarde juega con los tilos del jardín, en cuyo follaje se refleja la luz que envían los arreboles. Después, poco a poco, el cielo pierde su brillo, la tierra toma una tinta gris; ya no se ven los pormenores del paisaje, el mar parece un gran borrón, y los arbustos del jardín semejan espectros sombríos y sin forma… pero en cambio el cielo se cubre de constelaciones, y mi alma se eleva en un éxtasis divino al seguir su curso en el cielo azulado.

En el invierno el espectáculo es diferente: a veces a esa hora el cielo está cubierto de nubes negras repletas de tempestades, y el viento brama a lo lejos, los árboles, con sus ramas deshojadas, parecen brazos de esqueletos; la niebla se arrastra por el suelo helado, o la nieve lo cubre todo con su velo blanco. Aterida de frío, cierro mi ventana entonces, y me encuentro sola, ¡oh! ¡cuán sola!

Cuando mi tía está en Montemart viene a veces a visitarnos, y al verme tan pálida y triste me lleva a pasear en su coche por los alrededores; y si Reinaldo y su esposa no están con ella paso en su casa algunos días y veo sociedad. Desde que se casó mi primo no lo he visto sino muy rara vez, y aunque Margarita ha tenido la condescendencia de invitarme a su casa en París, yo, por supuesto, no he querido aceptar, disculpándome con mi débil salud. No sé si te había dicho que tienen una niñita pequeñísima y endeble: ha sufrido mucho desde que nació; parece que su madre no ha tenido tiempo de ocuparse de ella, y Reinaldo, que la quiere mucho, se queja de su esposa. Para evitarles esas molestias, mi tía la ha traído al campo, en donde con los cuidados de su abuela y el aire puro no hay duda que le darán robustez.

Es tanto lo que sufro, querida Teresa, que creo a veces que no podré vivir mucho tiempo; lo que siento es morirme sin haber tenido un sólo día que pueda llamar feliz; quisiera a lo menos saber cómo se siente la dicha.»

15 de abril. Niza.

«Interrumpí mi carta empezada en días pasados porque me enfermé nuevamente y estuve de muerte; pero ahora que este clima me ha mejorado quiero seguir escribiéndote. Un fuerte ataque al pecho me debilitó tan completamente que creí que todo había concluido; pero ya ves que no fue así, y encontrando el médico que mi reposición era muy lenta, aconsejó un clima más cálido. Mi tía, que deseaba también llevar a la niñita de Reinaldo a Niza, ha querido que yo la acompañe.

El cambio, no solamente físico sino moral, me ha aprovechado, y aunque hace poco que estoy aquí empiezo a cobrar fuerzas. Sin embargo, no puedes figurarte cuán desfigurada estoy… Ayer, habiéndome hecho ataviar con elegancia, mi tía me obligó a que fuera a ver pasar una procesión desde una ventana; a mi vuelta quise contemplar despacio los estragos que había hecho en mí la enfermedad. Si me vieras ahora tal vez no me conocerías; el rosado de mis mejillas ha desaparecido completamente, y éstas, si no han desaparecido, han desmedrado tanto que al través de la cutis casi se ven los huesos; en cambio mis ojos se han agrandado y los rodea una sombra azul. Es tal mi debilidad que el viento me llevaría y el menor esfuerzo me postra. Pero dicen que aquí recuperaré algún tanto mis fuerzas; y digo algún tanto, porque no hay la menor esperanza de que mi constitución vuelva a su antiguo estado de robustez.

Adelina, la niñita de Reinaldo, ha mejorado mucho también; heredó en parte el tipo de su madre; es blanca, rubia y tiene ojos azules; mi tía dice que se parece a mí (seguramente porque ambas estamos muy flacas), pero tiene la sonrisa de su padre y una expresión muy dulce en la fisonomía. Me ha cobrado mucho cariño, y pasamos gran parte del día juntas en el jardín del hotel; los que nos ven dicen que parecemos un lirio tronchado y su botón.

Pero ya es la hora del paseo matutino de Adelina, que no va contenta si no me ve al lado de su cochecito.»

18 de abril.

«Hace dos días dejé de escribir para pasear con Adelina; a la vuelta, mientras la criada entraba a prepararle su alimento, la tomé en los brazos y me senté con ella en un banco del jardín; pronto se quedó dormida. Hacía algunos momentos que estábamos allí cuando sentí que alguien se acercaba por una alameda lateral: era Reinaldo que había llegado de París durante nuestro paseo, y acercándose me dijo:

—Hace algunos momentos que la estaba mirando a usted y dándole las gracias interiormente por sus cuidados maternales hacia esa pobre niñita.

Después de darme la mano afectuosamente se sentó a mi lado, y levantando el pañuelo que había puesto sobre la cara de la niña añadió:

—¡Cómo ha cambiado!, está mucho más robusta; ¿no es cierto?

Y quitándomela de los brazos la llevó hasta la puerta de la casa, en donde la recibió la criada; volvió junto a mí, y mirándome con aire compasivo dijo:

—Y usted… ¿se ha repuesto aquí?

—Sí; bastante —respondí.

—¿Está segura de que éste clima le conviene?

—Creo que en cuanto es posible mejorarme, Niza lo hará.

—¿Acaso teme usted que la enfermedad no se cure radicalmente?

—No temo… , estoy segura.

—¡No diga usted eso, Lucila! —exclamó tomándome la mano—; No pierda la esperanza así.

—¿Esperanza de qué? —pregunté con energía, mientras que sentía que los ojos se me llenaban de lágrimas.

—¡De qué! De vivir largo tiempo… , y hacer la dicha de los que la rodean.

—Es cierto que mis padres, mi tía… , todos me tratan con cariño pero yo sólo puede proporcionarles penas; ¿para qué vivir así?

—Ahora le repetiré lo que usted me dijo un día en que necesitaba valor para resignarme… Macte animo! ¿se acuerda usted?…

No pude contenerme entonces: estoy tan débil que todo me conmueve; así fue que, bajo no sé qué pretexto, me levanté de su lado, y entrando a la casa me encerré en mi cuarto para ocultar mis lágrimas.

Él, él, ¡preguntarme si yo me acordaba!… A poco y cuando ya había logrado serenarme, oí la voz de Reinaldo que entraba a la pieza vecina con su madre; ella no me había visto entrar a mi cuarto ni sabía que yo estaba ahí.

—¡Pobre Lucila —decía Reinaldo—; ¡cómo ha cambiado! ¡Es la sombra de lo que era, su propio espectro!

—Efectivamente —contestó mi tía—, ¡pero si la hubieras visto cuando llegó aquí!…

—¿Es cierto que su mal es muy grave?

—Sí; dicen los facultativos que la han visto que nunca recobrará la salud; con muchos cuidados y tranquilidad de ánimo vivirá, algunos años; pero siempre sufriendo.

—¿Y cuál habrá sido la causa de su enfermedad?, cuando yo la veía antes parecía gozar de buena salud.

—Es de constitución débil. El primer ataque que tuvo fue poco después de tu casamiento; ¿te acuerdas?

Yo me estremecí al oír aquello, pero Reinaldo repuso tranquilamente:

—Sí; entonces fue con usted a Suiza… y la dejé de ver por mucho tiempo.

—Además de su debilidad natural, el médico dijo que alguna pena puede haberle desarrollado el mal.

—¡Alguna pena! —contestó mi primo con acento de admiración—; ¿qué pena puede tener?

—No sé… su vida ha sido siempre tan monótona, tan sencilla. Es cierto que su carácter es melancólico; pero ésa es una triste herencia de nuestra familia y de la de su madre.

Esa noche, estando lo tres reunidos en el saloncito particular, Reinaldo saco un libro que había traído y se puso a leer en alta voz. Yo bordaba cerca de la lámpara; mi tía, sentada a cierta distancia de la mesa, tejía, y mi primo leía frente a mí. Mis pensamientos a veces eran tan imperiosos que dejaba de oír lo que él leía; pero de repente las siguientes palabras llegaron a mi oído, y a medida que Reinaldo leía me sonrojaba, pensando en la conversación que había oído esa mañana:

'La tristeza motivada por la ruina de todas nuestras esperanzas es una enfermedad, y a veces causa la muerte. La fisiología actual debería procurar descubrir de qué, modo un pensamiento llega a producir la misma desorganización que un veneno, y cómo la desesperación destruye el apetito y cambia todas las condiciones de la mayor fuerza vital… '

Al acabar de pronunciar estas palabras Reinaldo se calló, y sentí que me estaba mirando; él también recordaba su conversación con mi tía. Yo no sabía cómo obligarlo a que no se fijará en mí, pues me parecía que habría de leer en mi fisonomía cuál había sido el pensamiento que destruyó mi fuerza vital.

—¿De quién es esa idea? —dije al fin tratando de afirmar la voz.

—De Balzac… ¿Cree usted que es exacta?

El tono con que me hizo la pregunta me disgustó, y contesté fríamente:

—No he tenido suficiente experiencia de la vida para poder apreciar las ideas de un escritor de tanta fama.

Reinaldo continuó leyendo.

Hoy, después de que se fue mi primo (quien sólo vino por dos días a ver a su madre y a su hija), busqué el libro que nos había leído y copié el trozo de Balzac.

Mi carta se está haciendo demasiado larga y voy a concluirla ahora para enviártela.

Permaneceremos aquí un mes más, y cuando empiecen los fuertes calores volveremos a Montemart… »

XIII

El señor Santa Rosa le dijo un día a su hija:

—Mi socio en Europa desea volver a Lima y me suplica que lo vaya a reemplazar en París… Creo que no tendrás inconveniente en acompañarme; será preciso partir por el próximo paquete; prepárate, pues. Aunque todavía no tengo el capital que hubiera deseado, siempre podremos presentarnos sin bochorno en los salones hispanoamericanos de París.

Una profunda emoción hizo latir el corazón de Teresa. Lima era para ella entonces muy desagradable, pues a causa de su luto casi todas sus amigas la habían abandonado, y vivía sola, entregada a sus pensamientos, que por cierto no eran muy risueños. Dejar este lugar en que había sufrido tanto era un alivio; por otra parte, cuánta dicha en volver a abrazar a Lucila, sacarla de en medio de esa vida tan monótona, volverle la animación, y a fuerza de cuidados infundirle energía y voluntad. ¡Ir a Europa! Viajar, conocer esos países que sólo había entrevisto en su niñez, sentir en torno suyo agitarse la civilización siempre hirviente y nueva, hacer parto de ella, asistir a las fiestas, a las óperas, a los dramas de cada día… Y, ¿por qué negarlo? En el fondo de su alma, en su íntima conciencia, en el interior de su espíritu se formó un deseo al principio vago, una esperanza, no confesada ante sí misma: la de encontrarse otra vez con Roberto, libre ya y dueña de su corazón. Hacía más de un año que no lo veía, pero no cesaba de recordarlo.

Algunas semanas después se embarcó Teresa. La separación, sea de lo que fuere, es siempre triste… Recostada a la borda del vapor, veía hundirse y desaparecer en el horizonte los áridos arenales que distinguen las costas del Perú: los ojos se le humedecieron. Cuatro años antes había llegado llena de esperanzas e ilusiones, y ahora regresaba vestida de luto, viuda y sin haber podido llenar el vacío de su corazón… Allá en el confín del horizonte quedaba una tumba solitaria: allí estaban los restos del que fue su compañero por unos días en esta peregrinación terrestre, pero a quien ella sólo había podido dar compasión… Amar y ser amada era su delirio, el ideal de su vida, único sentimiento que creía podía llenar una existencia; y sin embargo, no había podido lograrlo. ¿El amor como ella lo comprendía sería acaso una mentira? Jamás lo había visto en otro corazón; nunca se le había presentado en todo su esplendor entre los seres que había conocido. ¿Acaso su suerte seria la de correr tras de una quimera?… La campana ruidosa que llamaba a los pasajeros al comedor, interrumpió la meditación de nuestra heroína, y tomando el brazo de su padre bajó al camarote…

Qué ruido, qué confusión en la estación del ferrocarril la tarde que llegaron nuestros peruanos a París… Unos corrían, otras gritaban, aquí pedían, allá daban, discutían o reclamaban. Otro tren partía inmediatamente para Dieppe, y mientras su padre con un dependiente buscaba su equipaje entre los cerros de baúles y maletas que habían amontonado en la plataforma, Teresa se hizo a un lado y se apoyó contra una columna. De repente se estremeció; una voz había dicho en español detrás de ella:

—¡Es imposible! ¿el señor Santa Rosa aquí?

Volvió a mirar, y entre otros americanos reconoció a Roberto.

—¡Pronto, pronto, a sus asientos, los viajeros para Dieppe! ¡el tren va a partir! —gritó un empleado, abriendo uno a uno todos los carruajes.

Roberto pasó aprisa por delante de Teresa, y reconociéndola, hizo ademán de detenerse, pero sus compañeros lo tomaron por el brazo y apenas pudo saludarla antes de entrar al carruaje… Cerraron la portezuela con estrépito, y este ruido metálico siempre recordó después a Teresa el sentimiento de vago desengaño que experimentó al oírlo entonces. La memoria es a veces muy fútil en sus recuerdos, haciéndonos sufrir con frecuencia las mismas emociones dolorosas que tuvimos en idénticas situaciones. Un momento después, el tren partió, mugiendo y resoplando como un monstruo fatigado, con lo que la agitación calmó algún tanto en la plataforma colmada de viajeros.

Pocas horas después Teresa estaba instalada en uno de los hoteles más lujosos de París. Mientras que su padre conversaba con algunos compatriotas, ella se sentó en la extremidad de la pieza y se entregó a una especie de letargo que no dejaba de tener su encanto después de un largo viaje. Escuchaba como en sueños el rumor eterno de los coches en la calle, que se asemeja a la corriente de un caudaloso río, los que rodando sin cesar van pasando unos tras otros continuamente… A veces un pesado carro hace temblar las vidrieras, y después pasa un ligero coche, seguido de otro que por su andar acompasado y presuroso indica ser carruaje aristocrático, a diferencia del de alquiler, que con sus caballos cansados anda con desigualdad; y cuando pasa un ómnibus vulgar, con el ruido de los demás… Cada uno de esos vehículos lleva en sí su drama: el coche que pasa aprisa, el cochero azotando los caballos y el que lentamente atraviesa las calles, todos llevan algún interés, muchos la vida o la muerte… El pensamiento de Teresa se perdía en aquel torbellino, cuando de repente un nombre la hizo escuchar con interés lo que decían en el otro extremo del salón.

—¿Montana? Sí; debe partir para los Estados Unidos con dirección a Lima.

—Se fue hoy.

—Parece que ha estado en Europa todo lo que tenía.

—Pero le habían ofrecido un destino aquí.

—No quiso aceptar y prefirió volver a Lima.

—Eso es muy extraño… yo mismo le oí decir que no deseaba volver al Perú.

—Cambió de opinión, según parece; hace dos o tres meses que arregló todo para irse.

¡Se había ido, pues, Roberto! Se había ido cuando ella llegaba… Esto acabó de convencerla de que su vida era siempre un tejido de equivocaciones. Para desechar la idea de despecho y descontento que la dominaba, escribió a Lucila, esa misma noche anunciándole su llegada.

Dos días después recibió la siguiente esquelita de su amiga:

«Querida Teresa: cuál fue mi admiración, cuál mi gozo al saber que al fin te hallabas en Europa, en Francia, a pocas leguas de mi habitación, casi a mi lado… ¡Lo sé, y lo dudo! Hacía tiempos que mi corazón no latía con un movimiento de tanta alegría. ¿Vendrás a verme, no es cierto? ¿pero cuándo? Yo no podré irte a visitar; no tengo, como tú lo sabes, a quién me acompañe… Pero llega la hora de enviar esto al correo, y no quiero que se pase un día sin darte la bienvenida.

Hasta pronto, hermana mía.

LUCILA»

Esa misma tarde, después de comer, Teresa discutía con su padre el modo cómo podría ir a ver a Lucila por algunos días, cuando la puerta del salón se abrió y el sirviente introdujo a una señora.

Presentose una pequeña figura vestida de colores oscuros y con el velo de su gorra cubriéndole la cara: se avanzó tímidamente hasta la mitad de la pieza, pero de repente levantándose el velo se adelantó hacia Teresa y le echó los brazos al cuello casi sollozando.

—¡Lucila! —exclamó ésta.

Ella no podía hablar, pero al fin dijo con voz entrecortada:

—Teresa… Teresa, te vuelvo a ver antes de morirme… , no lo esperaba.

—Ni yo pensaba verte tan pronto; ¿cómo ha sido esto?

—Acababa de escribirte ayer cuando llegó mi tía de Ville a casa, convidándome, a que la acompañase a París… Le llegó la noticia de que la esposa de Reinaldo se estaba muriendo y deseaba ver a su hija, que mi tía guardaba consigo.

—¿Y de veras se está muriendo esa señora?

—Parece que hay poca esperanza de salvarla.

—¿La enfermedad habrá sido repentina?

—Sí… provino de no sé qué imprudencia que hizo para asistir a una fiesta campestre. Tú sabes que nunca ha pensado en otra cosa que en divertirse.

—¿Y ahora te quedarás conmigo, no es cierto? —preguntó Teresa—; Voy a hacer preparar una pieza cerca de la mía… Estás cansada, muy pálida…

—Es imposible; mi tía me necesita… la niñita, Adelina, no tiene quién la cuide en una casa en que todo está en desorden.

Mientras Lucila hablaba, Teresa miraba con atención a su antigua amiga. Cuatro años y medio habían hecho en ella un cambio increíble: acababa de cumplir veinte años y parecía de más de treinta. ¡Cuán diferente de la fresca y rosada niña de quien se había despedido en las puertas del colegio!

—¿No es cierto que no te exageré cuando te hablé de mi aspecto? —dijo Lucila, notando la expresión dolorosa con que Teresa la miraba—. En cambio, tú también estás muy diferente porque te hallo más bella y majestuosa… Mañana es preciso que te presento a mi tía; durante el viaje sólo he hablado de ti.

Conversando con aquella confianza que distingue las amistades de la niñez, pasaron varias horas y olvidaron al estar juntas sus penas y aflicciones. El señor Santa Rosa se había ido apenas llegó Lucila, pues presentía una escena sentimental, y la idea de estar presente le repugnaba.

Dos días después de haber llegado Lucila a París, murió la esposa de Reinaldo y al mismo tiempo se enfermó gravemente la niñita. Lucila se dedicó a cuidarla con tanta constancia y abnegación que no la abandonaba un momento. Teresa la fue a visitar varias veces y se admiró al ver que las malas noches y la fatiga en vez de haberle hecho daño parecían haberla reanimado y dádole más fuerzas y energía.

—¡Lucila ha salvado a mi hija! —exclamó Reinaldo un día, mirándola con cariño.

Esa palabra reveló a Teresa la causa de la animación de su amiga. ¡Pobre niña! Reinaldo era para ella la vida, y el estar con él a cada momento, oír su voz hablándole con ternura, eso bastó para volverle la energía y el amor a la vida. Habían pasado juntos noches de angustia y de dolor, y si podemos tener cariño por nuestros compañeros en las diversiones, la simpatía cimentada por las lágrimas no se puede borrar nunca de nuestro corazón.

Así pasaron muchos días. La niñita se mejoraba por algún tiempo pero volvía a recaer después; el clima de París lo era muy pernicioso, pero no se atrevían a sacarla al campo sin muchas precauciones.

Teresa esquivaba visitar mucho a su amiga, porque había concebido cierta antipatía, sin causa, por la persona de Reinaldo; pero él tuvo que ir a Alemania y entonces ella pasaba casi todo el día al lado de Lucila. Adelina, como todo niño, gustaba de lo lindo y brillante; Teresa le llamó en breve la atención, y parecía muy contenta cuando ésta le hacía algún cariño.

Un día Teresa jugaba con Adelina, mientras Lucila, sentada cerca de la ventana, vestía una muñeca. Teresa se había dejado despeinar y su magnífica cabellera le caía en ondas oscuras casi hasta los pies. Con alegre ademán fingía huir de la niña que, subida sobre una mesa, quería servirle de peluquero, y al recoger el traje para correr por la pieza mostraba su diminuto pie, y hacía lucir su esbelto talle.

Lucila no podía menos que, admirar a su amiga, en términos de no advertir la llegada de su primo, quien por la puerta entreabierta contemplaba también aquella escena.

Sus penas y afanes de los días pasados habían impedido a Reinaldo poner mucha atención en la americana, de modo que hasta este momento no reparó en lo bella que era. Conmovido en extremo, no quiso entrar al cuarto de su hija, y fue a aguardarla en el salón, por donde debía pasar antes de salir.

Artista en sus gustos y entusiasta como todo meridional (y descendiendo de los antiguos fenicios) Reinaldo adoraba lo bello en donde quiera que lo hallaba. La muerte de su esposa lo había aterrado por la prontitud, bien que nunca lo había tenido el menor cariño. No la había amado, no tanto por sus defectos morales, cuanto porque su aspecto vulgar y sus formas poco elegantes chocaban a su genio artístico. Algunos días antes de su matrimonio, la distinguida y noble expresión de la fisonomía de su prima lo llamó la atención, principalmente por el contraste que ella ofrecía con la que debía llevar su nombre. Pero esa impresión pasó inmediatamente que dejó de verla, y cuando al cabo de mucho tiempo la encontró tan cambiada, hasta olvidó lo que antes había sentido por ella. Junto al lecho de sufrimiento de su hija, Lucila se le apareció como un ángel, como la personificación de la virtud y de la caridad; y la amaba como a una tierna hermana, como a un ser frágil y precioso que era preciso rodear de mil cuidados; pero ella había perdido el atractivo de la hermosura, y Reinaldo no admiraba sino lo bello.

Desde ese día Teresa había sido una revelación para él; en breve conoció que la amaba intensamente.

París en el mes de setiembre estaba insoportable; el calor, el polvo la sufocación que se sentía habían hecho huir lejos a cuantos podían salir de la ciudad. Santa Rosa, que tenía mucho orgullo en frecuentar las nobles relaciones adquiridas por su hija, deseaba exhibirse en donde todos echaran de ver que todo un conde era su amigo, y París estaba solitario y nadie podía notarlo. Propuso entonces, que ya que la niña estaba repuesta salieran juntos de la capital y se instalaran en un puerto de mar, cuyos baños les aprovecharían.

Reinaldo aceptó con entusiasmo esa idea y después de discutir con su madre el sitio a donde deberían ir, la señora de Ville decidió que el sitio más a propósito para ellos (que estaban de luto y no debían frecuentar lugares concurridos) era un pequeño pueblo a orillas del mar, llamado Luc, situado en Normandía y no lejos de Montemart.

Santa Rosa opuso algunas objeciones a este proyecto, pues su mayor deseo era que hubiese quien lo viera con esa familia; pero al fin tuvo que resignarse a la opinión de los demás y partieron.

XIV

En aquel tiempo aún no había ferrocarril directo hasta Caen, y para viajar con más comodidad, en vez de tomar la diligencia, buscaron dos carruajes espaciosos en que cabían todos con la servidumbre, y viajarían a su antojo, haciéndolos tirar por las locomotoras en las partes del camino en que podían aprovecharse del ferrocarril.

Teresa estaba contenta como una niña, mirando llena de alegría los campos y las ciudades que pasaban ante su vista como en un estereoscopio. Reinaldo, animado y jovial, prodigaba a su madre y a Lucila mil cuidados, guardando respecto de Teresa cierta reserva respetuosa en que se manifestaba verdadero y profundo era el amor que por ella sentía. Al llegar a Caen Teresa dijo:

—¡La patria de Carlota Corday! Quisiera conocer la casa en que vivió esta heroína…

La señora de Ville y Lucila se quedaron descansando en el hotel, mientras Teresa con Santa Rosa y Reinaldo, que había ofrecido servirles de guía, fueron a conocer la habitación de la famosa normanda.

Reinaldo ofreció el brazo a Teresa por primera vez durante el viaje, pero estaba tan conmovido que olvidó el objeto de la excursión y al cabo de un rato hubo de confesar que no sabía en dónde se hallaba.

—¿Qué tiene usted? —le preguntó su compañera sonriendose—; tal parece como si estas calles no le fueran familiares, o que hubiera perdido la memoria.

—Sí —le contestó en voz baja y turbada—: pasé aquí una parte de mi niñez… pero hay sentimientos tan tiránicos, aunque deliciosos, que todo lo hacen olvidar.

—¿Qué quiere usted decir?

—Nada… aguárdeme usted un momento —añadió—;me usted un momento —añadió—;mos tomar… estoy verdaderamente atolondrado.

Teresa volvió a unirse a sus compañeras después de haber contemplado la casa del «Ángel del asesinato», como la llamó Lamartine; pero en el resto del viaje estuvo callada y meditabunda, vacilando en dar acogida a un pensamiento que le había sobrevenido… ¿Acaso Reinaldo?… No, no, eso no podía ser.

Luc es un ruin caserío, asentado en parte a orillas del mar, en donde se hallan los hoteles, y parte a alguna distancia de la playa, y es un lugar frecuentado solamente por los habitantes de Caen que van a tomar baños de mar en el pequeño puerto, al que no pueden llegar buques grandes, pero que está siempre animado por muchas barcas de pescadores.

Al día siguiente Teresa y Lucila salieron muy temprano a pasear por la orilla del mar. Un aire salobre y fortificante daba colores de salud a Lucila y animaba a Teresa; a sus pies las olas, doradas por el sol de la mañana morían sollozando sobre la playa; a lo lejos el mar se extendía sereno y cubierto de las blancas velas de los botes pescadores, y a sus espaldas las altas rocas de la costa se alzaban casi a pico y entre sus grietas graznaban muchos pájaros marinos. La marea retrocedía dejando la arena húmeda y haciendo brillar las conchas y el cascajo entre algas marinas de colores varios. Una multitud de cangrejos cubrían la playa y corrían en todas direcciones, perseguidos por las mujeres del pueblo que habían salido a cazarlos. Éstas, vestidas de enaguas altas de colores brillantes, corpiños oscuros y gorro blanco terminado por una borla que caía sobre los hombros, llamaron la atención de Teresa que se divertía al verlas correr con sus zapatos de madera.

Reinaldo, que había visto salir a las dos amigas del hotel, quiso ir a acompañarlas: Lucila al verlo acercarse se sonrojó de contento. Después de haber caminado por la playa se sentaron en una roca y se pusieron a conversar alegremente. Teresa se sentía animada y hablaba con entusiasmo de todo, haciendo sonreír a Lucila mientras que Reinaldo la contemplaba extasiado, y en un momento en que volvió los ojos hacia él y notó por primera vez toda la pasión que se leía en su mirada… Quedose inmediatamente callada y volvió la cara hacia otro lado, sintiendo que sus mejillas se cubrían de llamas. Tomando el brazo de Lucila se levantó y propuso volver al hotel inmediatamente, contrariada, disgustada y hasta ofendida por aquellos homenajes; pues además de que Reinaldo no le era simpático, y de lo mucho que sufriría Lucila al adivinar los sentimientos de su primo, había podido comprender el carácter de su nuevo admirador lo suficiente para estar segura de que él sólo admiraba su belleza.

Pasaron varios días en aparente paz y tranquilidad para todos. Santa Rosa se fue muy pronto, pues una vida tan monótona no le acomodaba. Lucila mejoraba rápidamente, halagada por el placer de vivir al lado de Reinaldo y de su amiga, contenta y colmada de atenciones cariñosas. Adelina también se había repuesto lo que regocijaba a la señora de Ville, quien no echaba de ver que la sonrisa de su hijo disimulaba cuánto sufría por la repugnancia con que Teresa recibía la menor atención o palabra cariñosa que le dirigía. Había entre los dos como una especie de guerra sorda: el amor se aumentaba en Reinaldo cada día mientras que en Teresa crecía la firme resolución de repeler sus homenajes, en cuanto era posible hacerlo sin despertar la atención de Lucila. Uno y otro sufrían, y uno y otro trataban de vencer: Reinaldo, combatiendo contra la indiferencia de la que amaba, y ella, luchando para hacerle entender que no podría corresponderle. Al fin, deseando salir de una situación tan falsa, se decidió Teresa a provocar una explicación por parte de él para significarle claramente cuáles eran sus sentimientos.

En está situación llegó el mes de octubre con su frío y mal tiempo. Había días en que no podían salir, soplaba un viento constante, llovía mucho y en la mar a lo lejos se veían formar tempestades. Era preciso partir: Santa Rosa escribió notificando a su hija que pronto iría a Luc para conducirla a París, en donde la necesitaba para arreglar la casa en que pensaba instalarse durante el invierno. Esta fue una señal de dispersión: la señora de Ville y su nieta volverían a Montemart, Lucila iría otra vez al lado de sus padres, pero Teresa había ofrecido ir a pasar con ella algunos días antes de que empezara el invierno; lo que oído por Reinaldo, dijo que él también permanecería algunos meses con su madre en el campo.

El día anterior a la separación quisieron hacer el último paseo juntos. El sol brillaba lleno de hermosura, el cielo estaba despejado y el viento parecía dormir, soplando apenas, suavemente sobre las apacibles olas.

Tomaron el camino por la orilla de la playa en dirección al pueblecillo de León. Reinaldo había hecho llevar asnos para que montaran las tres señoras y la pequeña Adelina, y al llegar al pueblecillo a donde iban deberían encontrar coches para su regreso.

Montaron alegremente y Adelina tomó la delantera acompañada por un sirviente. La caravana siguió lentamente por la orilla del mar; algunas veces las olas llegaban hasta la estrecha vereda que seguían y Reinaldo tenía que saltar de roca en roca; otras, la playa se extendía seca y cubierta de brillantes arenas y menudas conchas; en muchas partes de la ribera se habían formado anchas cuevas entre las cuales parece que durante las tempestades se engolfaban las olas embravecidas. Ese día se veían tan claras y tan bellas, entapizadas de algas marinas que parecían más bien la tranquila habitación de algún extraviado tritón.

El andar tan lento de su asno al fin impacientó a Teresa, la cual desmontándose declaró que prefería ir a pie, y subir a una roca escarpada de cuya cumbre se debía de dominar una gran parte del paisaje: «Sigan adelante —les dijo—, pues con su andar de tortugas no dudo que pronto las alcanzaré»; y ágil como un gamo subió a toda prisa por el lado menos pendiente del barranco.

—¿Tan poco galante eres que no la acompañas? —preguntó la señora de Ville a Reinaldo, quien se había quedado mirándola sin atreverse a seguirla.

—¡Obedezco, querida madre! —contestó ocultando su alegría, y un momento después se hallaba al lado de Teresa, y escalaban juntos la última parte del empinado barranco.

Teresa se sentó silenciosa a contemplar el sublime espectáculo que ofrece siempre la vista interminable del océano. La idea que la dominó en ese momento fue la de que allá en el confín de esa inmensidad se hallaba América, y que quizá Roberto contemplaba también el mar en ese instante…

No se crea que esto denotaba tontería en nuestra heroína; el cariño tiene de esas nimiedades, candores, niñerías del corazón… pero que dan consuelo y embellecen un recuerdo poetizándolo. ¿Quién, hasta la persona más prosaica, no ha mirado alguna vez con ternura la luna, alguna estrella, una nube que vuela, pensando que tal vez sus miradas y las del ser más querido, y ausente, se unirán siquiera por un segundo, fijas al propio tiempo en el mismo objeto? Roberto estaba siempre en el fondo del corazón de Teresa, y unía su recuerdo a todas las emociones agradables de su vida.

Reinaldo se sentó a su lado, no mirando sino a ella, mientras que Teresa miraba el mar absorta en meditación, a tal punto que había olvidado completamente que no estaba sola y se estremeció al oírle decir:

—¿En qué piensa usted, señora?… pero ahora que no tenemos más testigos que la naturaleza permítame llamarla por el nombre querido de Teresa…

Ella no contestó, pues casi no había entendido lo que le decía Reinaldo.

—Teresa —añadió él con acento tierno—: por Dios, ¿dígame en qué piensa?

Teresa se sonrojó, y contestando como impelida por una voluntad más fuerte que la suya:

—Pienso en una persona —dijo—, que probablemente jamás se acordará de mí.

—¿Y quién es?

—¿Quién? —repuso ella sonriéndose—; creo que estaba hablando como en sueños, ¿qué le importa a usted, señor de Ville en quién pienso?

—¡Qué me importa!… ¿cómo no interesarme en todo lo que toca a usted?… ¿cómo no sentiré la mayor envidia hacia toda persona que ocupa su pensamiento?

Teresa había deseado tener una explicación, pero cuando sintió que llegaba el momento, hubiera querido dejarla para después. Se levantó muy turbada, y sin responderle hizo ademán de bajar; pero Reinaldo la detuvo diciéndole con acento de la más rendida súplica:

—Permítame usted, se lo ruego, hablarle al fin claramente… es preciso; no puedo callarme más tiempo y tal vez nunca se volverá a ofrecer una ocasión como ésta…

Teresa se sentó otra vez en silencio.

—No me juzgue usted desnaturalizado y sin corazón porque antes de tres meses de haber perdido a mi esposa ya estoy hablándole de amor a otra… Pero créame usted: durante los años de matrimonio (que fue puramente de conveniencia), no sentí cariño por la que llevó mi nombre. Y sin embargo, no la hice desgraciada, puesto que no vio en mí jamás sino el que le daba una posición y un título… Así no tengo por qué fingir a causa de su muerte un pesar que no tuve… Vivía sin conocer lo que era un verdadero amor cuando la ocultó la tumba.

Reinaldo se calló y Teresa no dijo nada.

—Pero —añadió él, procurando hablar sin turbación—: pocos días después de esa muerte la vi a usted y comprendí que… que mi destino era amarla…

—Pero usted también olvida —dijo Teresa interrumpiéndolo—, que yo… no hace seis meses que enviudé, y que, aunque no fuera sino por respeto al luto que llevo, no debería oír lo que usted me dice.

—Me atrevo a decir que ese luto no significa tanto, pues sé que su vida matrimonial fue poco más o menos como la mía…

—¿Cómo?

—¡Usted tampoco pudo amar al señor Trujillo!

—No puedo ni quiero mentir… per debo asegurar a usted que si acaso no tuve un amor verdadero a… a mi esposo, tampoco usted… ni nadie tal vez lo obtendrá jamás.

—¿Es decir que usted decide irrevocablemente que jamás me mirará, no diré con amor, con menos indiferencia?

—Así es, y desearía que no me hablara usted más de esto.

Reinaldo se inmutó; tenía la suficiente experiencia para saber que una mujer que no se conmueve y habla con la frialdad que lo hacía Teresa, no guarda en su corazón el menor destello de amor.

—¿Lo que usted me dice es irrevocable?… ¿o me permite abrigar la más remota, la más débil esperanza… que bastaría para hacerme soportable la vida?

—No quiero engañarlo —contestó ella; y levantando los ojos que había tenido bajos los fijó serenos en los turbados de Reinaldo—, no quiero darle esperanzas imposibles —añadió.

—¡Tanta crueldad en tanta belleza!

—No es crueldad; lo fuera —le replicó ya impacientada—, si le dijese lo que no es verdad… Ahora ruego a usted que cese de pensar en mí, y que no deje conocer lo que siente o ha pensado a su madre, y mucho menos a Lucila; ¿me lo promete usted?

—Sí; haré lo que usted quiera.

Ambos permanecieron algunos momentos callados. La caravana se había alejado mucho.

—¡Mire usted —exclamó Teresa de repente—, mire qué lejos están ya…

Y levantándose bajó corriendo el empinado barranco, Reinaldo no la siguió inmediatamente: estaba sumamente turbado y afligido y procuraba calmarse antes de reunirse a su madre y a su prima.

El fin del paseo fue poco agradable: el viento cambió súbitamente de dirección; el cielo se cubrió de nubes y amenazaba lluvia; la niña en tanto, fatigada con el ejercicio, empezó a quejarse de frío. Apenas tuvieron tiempo de llegar a donde estaban los coches cuando empezó a llover. Adelina, caprichosa como todo niño, no quiso que la acompañaran ni su abuela ni Lucila, e insistió en que subieran, con ella en un carruaje solamente Reinaldo y Teresa, por lo que la señora de Ville y su sobrina hubieron de ocupar el otro.

El viento y la lluvia azotaban las vidrieras con un ruido triste; afuera se veía arrastrarse la niebla; a lo lejos en la bahía las olas empezaban a encresparse, y pálidos relámpagos iluminaban el horizonte… Adelina se quedó dormida en el regazo de Teresa: Reinaldo se sentía conmovido; veía a su hija en los brazos de la mujer que más había amado y a quien hubiera querido tener siempre a su lado; y la veía fría, indiferente, disgustada tal vez, mientras que él gozaba de aquellos momentos, deseando que el pueblo de Luc se alejara indefinidamente. De pronto se acordó de lo que había dicho Teresa cuando le preguntó en qué pensaba: ¿quién era la persona que recordaba?… Locos celos se apoderaron de su alma; ella no lo amaba, y le había dicho que jamás lo amaría; tal vez otro… Esta idea le era intolerable.

—¿Será mucha audacia mía —dijo al fin—, preguntar a usted, suplicarle me diga el objeto de sus pensamientos cuando miraba al mar desde el barranco?

—No será tal vez audacia… pero no lo diré.

—Usted se complace en atormentarme.

—¿Cómo lo atormento?

—Sí; porque además de quitarme toda esperanza me da causa para… para…

—¿Para qué?

—¡Usted me entiende!

Teresa no contestó y él repuso:

—Soy un insensato, pero me devoran los celos.

—¿Celos?… Señor de Ville —añadió Teresa con voz calmada y grave—, deseo que entre usted y yo no haya equivocación. Aprecio a usted y a su familia lo bastante para no permitir semejante cosa; deseo que usted comprenda bien que si vuelve a tratar conmigo este asunto, me obligará a desterrarme del lado de las personas que más quiero. Sepa usted que le digo la verdad: ¡mi corazón no podrá ser nunca suyo!

—Sí, porque ya es de otro…

—Usted no tiene derecho ni aun para imaginarlo… Por otra parte ¿cree usted que estoy en la obligación de darle cuenta de mis sentimientos?

—Perdón, perdón… —contestó Reinaldo, avergonzado de su anterior vehemencia—; no sé lo que digo; sólo comprendo que soy muy desgraciado.

La violencia de su emoción fue tal que cubriéndose la cara con las manos estuvo un gran rato procurando calmarse. Teresa le tuvo compasión, pero al pensar en el cariño oculto de Lucila hacía él y el dolor que sentiría al saber la pasión que su amiga predilecta le había inspirado, al pensar en esto, quiso hacerle comprender que había otras que valían más que ella y cuyo afecto podría lograr, y así le dijo con dulzura:

—Ello es que un afecto de tan corta duración, pues no hace dos meses que usted me conoce, no puede ser muy profundo…

—¿Acaso usted cree —contestó interrumpiéndola—, que el amor es hijo del tiempo?

—Tal vez no, pero usted no puede conocerme mucho, y…

—¡No, no, por Dios! No me hable usted así. La pasión no puede comprender ese lenguaje de la razón fría. ¡Permítame usted a lo menos sufrir; sufrir siendo usted la causa, tiene también su dulzura!

Teresa comprendió que era mejor callarse y llegaron en silencio a Luc.

—Mamá —dijo la pequeña Adelina dirigiéndose a su abuela, cuando la sacaron del coche—, mamá, riña usted a papá porque ha estado muy tonto.

—¿Tonto? ¿Y eso cómo?

—Cuando me desperté vi que estaba llorando…

—¡Estás loca, hija mía! —interrumpió diciéndole Reinaldo, mientras que Teresa procuraba ocultar su turbación.

—Sí; papá lloraba y Teresa también estaba triste…

Lucila la hizo callar con sus caricias, pues temía oír más, y aquella noche se retiró muy abatida. Las inocentes palabras de la niña la atormentaban y un presentimiento doloroso la agitaba. Reinaldo, siempre tan fino y cuidadoso con ella, casi no se había acercado en todo el día y solamente dos veces le había dirigido palabra; por otra parte, Teresa parecía triste y preocupada. ¿Por qué reunía a su primo y a su amiga en su pensamiento? Su espíritu no se atrevía a fijarse en esa idea, y sin embargo, las reflexiones importunas volvían… y en esta lucha consigo misma pasó una noche de insomnio.

Por fin llegó la hora de la separación. Reinaldo estaba pálido y con dificultad ocultaba su pena; Teresa tampoco había dormido y se sentía como culpable ante su amiga; Lucila había perdido en una noche casi todas las fuerzas y la salud que le habían dado los pocos días de contento, y parecía en su abatimiento una flor marchita. Cada cual se despedía con el embarazo de quien oculta un pensamiento.

—Dentro de quince días te aguardo —dijo Lucila al dar el último abrazo a su amiga.

—Ya te digo… eso dependerá de las circunstancias. Y su mirada se dirigió a Reinaldo.

—Pero, si me lo ofreciste…

—Sí… te escribiré anunciándote mi llegada.

Reinaldo se acercó a Teresa y le dijo sin ser oído de los demás:

—No tenga usted cuidado… mi presencia no le impedirá hacer su visita… Anoche reflexioné; no la importunaré más.

—Está bien… lo único que pido a usted es que atienda y cuide mucho a Lucila.

Subió Lucila al carruaje que la debía llevar a su casa, y parecía verdaderamente una estatua de mármol; tan pálida así estaba. Había notado la conversación de los dos y no se le había ocultado la agitación de Reinaldo y la mirada que fijó en Teresa.

XV

Después de la separación de nuestros amigos en Luc, Teresa recibió dos cartas de Lucila. En la primera le daba a entender que su salud había empeorado y que su espíritu estaba tan enfermo como el cuerpo; pero Teresa notó con pena que su estilo, profundamente triste, carecía de aquella franqueza y confianza con que siempre la había tratado. Dos semanas después recibió otro billetito, muy corto, cuya letra temblorosa hacía comprender que efectivamente estaba tan débil como decía. Le suplicaba que fuera pronto a verla porque sentía que no le quedaban muchos días de vida y necesitaba hablar con ella, pues era la única persona que podía infundir alguna tranquilidad en su alma.

Teresa se alarmó, y aunque naturalmente su padre desaprobó el proyecto de ir a Montemart inmediatamente, llevando consigo un buen médico, al fin tuvo que dar su consentimiento y acompañarla una parte del camino.

Llegó a la casa de Lucila sin haber tenido tiempo de anunciarse. Era a fines de noviembre y la habitación no ofrecía un aspecto muy halagüeño. Rodeada de árboles por entre cuyas desnudas ramas mugía el viento esparciendo las hojas secas, la casa parecía una silenciosa tumba. Todo estaba solitario, la puerta abierta y el corredor interior vacío. Nuestra heroína, seguida del médico, penetró sin que la viesen, hasta el salón.

Un caballero alto, delgado, vestido de negro, con pelo empolvado y peinado a la antigua, estaba sentado cerca del hogar y rodeado de libros. El anciano se levantó cortésmente al ver entrar a Teresa, quien para darse a conocer le dijo:

—Soy Teresa, la amiga de Lucila.

—¡La reina María Teresa! —exclamó el caballero, cerrando el libro que tenía en la mano y acercándose a ella.

—No, no… Madama Trujillo… la amiga de la señorita Montemart.

—¿Ése es el pseudónimo que Su Majestad se ha dignado tomar hoy? Está bien; respetaré el incógnito de Su Majestad.

Teresa no sabía qué contestar; felizmente Lucila le había advertido cuál era la monomanía de su padre.

—¿Cómo ha seguido Lucila? —preguntó al fin.

—¿Lucila? Su Majestad querrá decir Madama Guyon, esa mujer famosa que nos ha hecho el honor de venirse a refugiar en nuestro castillo… Ya entiendo: Su Majestad ha venido probablemente a conferenciar con ella, y para que no se moleste el rey (que no la quiere) viene de incógnito; ¿no es así?

—Sí —contestó Teresa, procurando halagar al pobre maniático para librarse de él—: ¿la podré ver? Este caballero —añadió, volviéndose al médico (que miraba aquella escena creyéndose en una casa de locos)—, este caballero es un médico que ha tenido la bondad de acompañarme y desea ver a la enferma.

—¡Un médico! Su Majestad quiere engañarme… No es la primera vez que veo a Monseñor de Cambrai, ¡el gran Fenelón! Comprendo que no quiera ser reconocido por el vulgo… deseará, sin duda, hablar con esta maravillosa mujer, apóstol de la gran doctrina del padre Molina; ¿acaso me equivoco?…

La conversación tomaba un giro muy trabajoso y Teresa no sabía qué decir. Felizmente en ese momento llegó una criada, a la que dio su tarjeta para que la llevase a su señora.

—¡Qué diría Bossuet! —exclamaba en tanto, el señor de Montemart, paseándose por el salón— ¿qué diría si supiera que Juana Bouvier de la Motte ha conquistado entre sus prosélitos hasta a su majestad la reina?… Ésta es una gran gloria para el quietismo. ¡Pensar que María Teresa viene ocultamente a visitar a Madama Guyon!… ¡Ah, aquí está mi esposa!… Acérquese usted a besar la mano a Su Majestad la reina, que nos ha hecho el honor de detenerse en nuestro castillo.

La señora de Montemart, al entrar, comprendió la extraña recepción que habían tenido los visitantes, y en voz baja les dijo:

—Perdónenle ustedes… yo no creía que la señora Trujillo llegara tan pronto.

Y los hizo entrar a otra pieza.

Teresa encontró a Lucila tan demudada, que con dificultad pudo ocultar sus lágrimas. El médico no dio ninguna esperanza; al contrario, anunció que no viviría muchos días. Mientras que la señora de Ville procuraba preparar a la pobre madre para recibir tan cruel noticia, Teresa fue a visitar al padre y hacerle comprender la situación en que se hallaba su hija. Pero fue imposible hacerlo volver al siglo XIX; estaba viviendo en la época de Luis XIV.

Teresa había entrado al salón sin ser vista. El señor de Montemart discutía con el cura, el cual fingía estar descontento con el reinado del rey favorito por el momento.

—Yo he estado en la corte —decía el buen anciano—, y así he podido juzgar mejor que usted, señor cura, cuán grande es el monarca. No solamente es grande por sus victorias, sus conquistas y su poder, sino que lo es también por su talento y laboriosidad; trabaja ocho horas por día en despachar asuntos públicos, y hasta los menos importantes para el gobierno los examina, interviniendo en todo.

—¡Gran mérito! —contestaba el cura—; un monarca quiere mezclarse siempre en todo, no para el bien público… ¡no tal! ¡si no para que en la nación no se haga sino su voluntad!

—Silencio, amigo mío: ¿no sabe usted que ha llegado a mi castillo una gran señora de la corte?… —y añadió bajando la voz—: la reina María Teresa está aquí…

Y viendo a Teresa se le acercó con suma cortesía y le ofreció un asiento.

—No quiero sentarme —dijo ella—; vengo solamente, señor de Montemart, a suplicar a usted que me escuche con atención.

—¡Suplicarme!… que su majestad ordene.

—¿Recuerda usted a su hija Lucila?

—Sí… —contestó tratando de fijar sus ideas—, pero hace algún tiempo que nos dejó para ir a la corte… En su cuarto le hemos dado asilo a Madama Guyon.

—No; recuerde usted, señor, que Madama Guyon murió hace más de un siglo, y por consiguiente, no puede estar aquí… Lucila, la hija de usted, se halla actualmente en su cuarto, y siento decir a usted que está enferma de mucha gravedad.

El anciano se echó a reír; pero tratando de mostrarse serio dijo:

—¡Su Majestad quiere chancearse! Hace tiempo que no veo a mi hija.

—¿Quiero usted verla?

—¿Para qué? Todos los miembros femeninos de nuestra familia han pasado su juventud en la corte… Así, prefiero que Lucila esté al lado de las princesas y en medio del esplendor.

—Sí —dijo Teresa—, pronto estará rodeada de otro esplendor.

El pobre monómano no contestó; una sombra pasó por su frente y parándose delante de la ventana se puso a mirar hacia el mar por entre las secas ramas de los árboles del jardín.

—Déjelo usted —dijo entonces el cura acercándose a Teresa—; este pobre señor es más feliz en la ignorancia del estado precario en que se halla su hija; ¿para qué apenarlo desengañándolo?

—Tiene usted razón… Sólo deseaba proporcionar a mi pobre amiga el consuelo de que viera a su padre que me dijo afligida, hacía más de un año no la conocía ni le dirigía la palabra.

Lucila parecía arrepentida de lo que hubo escrito a Teresa, y nada le decía de la idea que había dicho la atormentaba. La segunda noche después de la llegada de su amiga, se hallaron las dos solas; Teresa había logrado que todos tomaran esa noche reposo, ofreciendo velar por la enferma. Estaba ésta reclinada en sus almohadas, rodeada de blancas cortinas; y en su agitada respiración, el brillo demasiado vivo de sus grandes ojos y la palidez de su frente, se leía una cercana disolución. Teresa comprendió que llegaba el momento de la eterna separación, y que era preciso que hablara entonces o nunca; y sentándose a su lado tomó una de sus manos y acariciándola le dijo:

—Hasta ahora nada me has comunicado de lo que querías decirme… estamos solas al fin ¿qué desearás tú, Lucila, qué podrás pedirme que yo no haga con gusto?… sería para mí una gran satisfacción…

Al oír estas palabras pronunciadas con tanta dulzura, Lucila se enterneció y llenándose de lágrimas los ojos:

—No te he hablado, Teresa —le contestó, recostando la cabeza sobre un brazo doblado y ocultando la cara con la otra mano—; no te he dicho nada porque me sentía muy débil y sin fuerzas para tratar de asunto que tanta agitación me ha causado…

—Si así fuere, si eso te hace daño, déjalo para mejor ocasión —dijo Teresa, levantándose para ocultar la lámpara detrás de una pantalla, pues adivinaba que la oscuridad daría más confianza a la moribunda.

—No era debilidad física la que tenía, sino fuerza moral la que me faltaba y me impedía hablar, y ésta siento que ha crecido a medida que la primera va decayendo. No me alucino… esta noche siento tan cerca la muerte que lo que diga es como si hablara de cosas para siempre pasadas… Al verte tan bondadosa y abnegada, tan tierna y cariñosa conmigo, no puedo menos que arrepentirme cuando recuerdo los días en que me dominó un sentimiento de dolorosa amargura respecto de ti…

—¿Tú, Lucila? ¡qué injusticia!…

—Perdona y escúchame, pues… Tú que has sido mi única confidente durante mi vida… (¿corta ha sido, no es cierto? pero muy amarga; no la dejo con pena), tú has sabido que siempre, desde que comencé a sentir, una imagen, una sola ha vivido en mi corazón… Cuando después comprendí que sólo a él podía amar, y que, sin embargo, era preciso olvidarlo, matar ese pensamiento, ahogar ese sentimiento… entonces mi débil constitución no pudo resistir, y al morir la esperanza murió también mi salud, pero salvé mi vida… La salvé porque en el naufragio sobrevivió mi amor; ni fue posible eliminarlo, sino que en vez de borrarse se fue grabando en el fondo de mi alma hasta hacer parte de ella:

—¡Pobre Lucila! —murmuró Teresa, mientras que ardientes lágrimas bajaban por sus mejillas y caían sobre las almohadas.

—Este afecto oculto para todos, hasta, diré más bien sobre todo, para la persona que lo inspiraba —continuó Lucila—, era mi misma existencia… y habrás comprendido cuál sería mi lucha conmigo misma cuando al fin él quedó libre y podía amarlo sin remordimiento, sin temor, volviendo a renacer dulcemente la esperanza y arrullar mis penas. Gozaba con una dicha tranquila y deliciosa; todo me sonreía… , cuando de repente nació en mi espíritu una duda que fue aumentándose y me torturaba horriblemente: ¡ésa duda se fue convirtiendo en convicción, no solamente me persuadió de que no podía ser amada, ni lo había sido nunca, sino que mi única, mi mejor amiga era mi rival! El día que partimos de Luc creí que no solamente te amaba… sino que tú le correspondías.

Al decir esto Lucila se calló y apretó convulsivamente la mano de Teresa que tenía la suya.

—¡Oh! Lucila, cómo te equivocabas; yo…

—Sí, sí, lo sé todo… no te justifiques. Déjame hablar ahora que puedo hacerlo.

—Te veo muy agitada… ¡cálmate, por Dios!

—Esto pasará…

Efectivamente, algunos momentos después Lucila siguió hablando más tranquilamente.

—Volví a casa completamente postrada y sin ánimo para vivir. Durante el viaje Reinaldo me había parecido muy abatido y triste, y esa tristeza me partía el alma y me llenaba de amargura. Estuve enferma algunos días, pero tú sabes que la esperanza renace con facilidad; mi tía dijo en mi presencia que Reinaldo quería irse de Montemart, por algún tiempo, y fijaba su partida para algunos días antes de la época en que tú debías venir… Respiré más libremente ¿acaso me habría equivocado?… Mi salud empezó entonces a recuperar alguna fuerza y pude recibir a Reinaldo, que vino a despedirse. Estuvimos solos unos momentos y los aproveché, para preguntarle por qué lo veía tan abatido hacía algún tiempo…

Lucila cerró los ojos y estuvo callada un rato, y tan quieta que Teresa creyó que se había dormido.

—Estaba recordando sus palabras —dijo al cabo de algunos momentos con un suspiro—: «Lucila —me contestó—, ¿usted no adivina?», viendo que yo nada decía añadió: «Su amiga me ha hecho muy desgraciado… , usted tal vez podría procurar que ella fuese menos cruel». Y me confesó su amor por ti… , acabando de despedazar mi corazón con la súplica de que intercediera por él cerca de ti…

—¡Oh! —exclamó Teresa—, ¡con cuánta razón se ha dicho que los hombres sólo se ocupan de sí mismos, y que sólo tienen perspicacia para lo que les interesa!… ¡Le rogué tanto que no te dijese nada!… ¿Pero qué le contestaste?

—Recibí sus confidencias con aparente calma… me equivoco: no era solamente aparente; la resignación nació de repente en mí. ¿Qué podía esperar ya?… Al oírle hablar de tu belleza, de tu gracia y talento, y recordar lo que era yo (un espejo que teníamos al frente reflejaba mi triste y marchita imagen) comprendí que el mundo no era para mí… No me sentía capaz de luchar para conservar una existencia tan inútil; el golpe esta vez fue mortal, y esa noche tuve un ataque que me demostró que la muerte se acercaba… al día siguiente te escribí.

—¡Pobre amiga mía! —exclamó Teresa abrazándola—; ¡perdóname, por Dios, el mal que involuntariamente te hice!… Mi vuelta a Europa ha sido un tejido de equivocaciones, y ha hecho tu desgracia… , y tal vez la mía.

—Ofrecí hablarte en favor… de él —continuó Lucila—; quiero cumplir mi ofrecimiento. Escúchame, Teresa; he pasado sobre el mundo como una sombra que no deja huella ninguna; olvídame…

—No digas eso, no lo repitas; ¿olvidarte yo?… ¿No sabes que eres mi sola, mi única amiga?

—Sí, si… pero al pensar en tu felicidad no me recuerdes. ¡Todos, todos olvidarán mi existencia!

—¿Y tu madre, y tu pobre padre?

—Mi madre no me olvidará, ¡tienes razón!, pero mi muerte será para ella un descanso, porque le devolverá la tranquilidad completa, después de haberle causado yo mil afanes y sobresaltos. En cuanto a mi padre, a quien tanto he amado, hace tiempos que ya no existo para él… Pero quisiera que Reinaldo no me olvidara completamente: ya que siendo todo para mí, nada he sido para él, desearía que me debiese su dicha… ¡Dime la verdad! ¡Parece imposible que amándote él, tú no hayas sentido ningún afecto! ¿Acaso mi recuerdo y el temor de causarme pena te han impedido amarlo?… Sí así fuere…

—No, Lucila, ni lo he amado ni lo amaré nunca.

—¿Estás bien segura de ello? Quisiera hacerte heredera de mi cariño.

—¡Muy segura! ¡cómo! ¿no te he dado a entender varias veces que sólo un hombre he encontrado que haya podido conmoverme y que sólo él sería digno de adueñarse de mi voluntad?

—Es decir ¡que mi vida como mi muerte, pasarán inútilmente, estériles para él! —exclamó dolorosamente Lucila.

El resto de la noche lo pasó Teresa procurando consolarla y calmarla, hasta que al fin logró que durmiera algunos momentos.

Empezaba a aclarar: se oían a lo lejos los rumores campestres que preceden a la aurora, y aunque la pieza estaba oscura, los débiles rayos de la lámpara alumbraban a la moribunda y a Teresa que, recostada en un sillón, había sido vencida por el sueño, resaltando su pálida frente sobre el ropaje de color oscuro que la rodeaba. Teresa dormía tranquilamente y parecía la imagen del reposo doloroso, no de la paz sino de la resignación. A breve rato Lucila despertó, y mirando a su amiga con aquel presentimiento de lo porvenir, que suelen tener las almas próximas a dejar el mundo, creyó leer en su fisonomía muchas penas para lo futuro.

—¡Pobre, pobre amiga mía! —exclamó sin pensarlo.

El eco ele sus palabras despertó a Teresa que inmediatamente estuvo a su lado.

—¿Me llamabas?

—Sí… ven, quiero abrazarte. Te vi tan pálida, y tenías una expresión tan triste que me estremecí pensando en que tu suerte no sería feliz.

—Es probable…

Durante un momento que durmió había soñado que miraba a Roberto pasearse a orillas del mar llevando del brazo a otra mujer, cuyas facciones no pudo distinguir; y mientras ella sentía que llegaban las olas hasta el sitio en que estaba, sin poder moverse de allí, el ruido del mar le llegaba como una música lejana… Roberto pasaba y repasaba, y aunque ella pedía auxilio, la miraba sin hacerle caso. Las palabras de Lucila reprodujeron la dolorosa emoción del sueño ya casi desvanecida, y la fijaron en su memoria.

—Abre las cortinas —dijo la moribunda—; déjame ver la claridad del sol.

Había llovido toda la noche, pero al llegar el día la atmósfera se había despejado y los primeros rayos del sol hacían brillar las gotas de agua por todo el campo. Teresa se puso a contemplar el paisaje que tantas veces le había descrito Lucila pero que jamás volvería a ver.

—Teresa —dijo ésta—, deseo mucho una cosa… quisiera ver a Reinaldo antes de morir; pero está ausente: ¿podrías tú hacerlo llamar? Siento que pronto, muy pronto ya no habrá tiempo…

Teresa sabía que Reinaldo había vuelto a Montemart y ofreció hacerlo llamar.

Lucila tenía razón; a poco empezó su agonía… pero parecía que no le era posible morir tranquilamente. Al fin se estremeció; había oído el galope de un caballo, y llamando a Teresa le dijo, sin que los demás oyeran:

—Ya viene… ve a prepararlo… al verme cómo estoy se alarmaría… Levántame sobre las almohadas; recógeme el pelo… ; que no tenga de mí un recuerdo demasiado horrible.

Teresa bajó a recibir a Reinaldo, tratando de ahogar sus lágrimas, pero al ofrecerle la mano no pudo ocultar su emoción.

—¿Muy gravemente enferma está Lucila? —preguntó, más conmovido al verla, llorar, que pesaroso por la causa del dolor.

—No durará muchas horas…

—¿Y deseaba verme?

—Sí; no podía morir sin que usted viniera.

¡Pobre prima mía! Este capricho me enternece.

—¡Capricho!… ¿Llama usted capricho el último grito de su corazón? —y añadió con vehemencia, mientras que las lágrimas se secaron en sus mejillas y su voz temblaba—: ¿no sabe usted que ella no ha tenido otro pensamiento en su vida que usted, que sus palabras, que sus sentimientos le han dado la vida o la muerte?… ¿que usted, aunque no lo merecía por cierto, tenía un altar en ese noble y puro corazón, donde su imagen dominaba sola?…

Reinaldo, admirado, anonadado, exclamó entonces:

—¡Cómo! ¿ella, Lucila, me amaba?… ¡y yo jamás lo supe!… ¿por qué no lo adiviné?

—¿Por qué?… ¡Porque los hombres sólo piensan en sí mismos, y no ven ni comprenden sino lo que puede importarles personalmente o les interesa!

Reinaldo se sentó muy conmovido y ocultó la cara entre las manos.

—Venga usted a verla —le dijo Teresa dulcemente—, notando la impresión que sus palabras le habían causado… Venga usted; yo no tenía la intención de revelarle el secreto de Lucila; que no sepa ella mi indiscreción.

Alderredor del lecho de Lucila estaban su madre, su padre, su tía y el cura que le acababa de administrar los últimos sacramentos de la religión. Mientras que Teresa hablaba con Reinaldo, ella había llamado en torno suyo a todos esos seres queridos para despedirse. La madre lloraba tras las cortinas de la cama y Madama de Ville trataba de consolar al mísero anciano que por fin había reconocido a su hija y la miraba con indecible angustia.

Las sombras de la muerte se extendían sobre la pobre niña; su respiración era penosa y tenía los ojos cerrados. Cuando entró Reinaldo, precedido por Teresa, se estremeció, trató de sentarse pero volvió a caer sobre las almohadas… Un color sonrosado invadió sus mejillas y una dulcísima sonrisa iluminó su fisonomía al dar la mano a Reinaldo, quien tomándola entre las suyas se arrodilló al pie de la cama.

—No quería morirme sin verlo por la última vez —dijo la moribunda.

—¡Oh! ¡Lucila! —fue lo único que pudo contestar, pues lo ahogaba la emoción.

—Perdóneme usted, querido primo —añadió ella mirando a Teresa—, si he cumplido mal mi encargo, y no he logrado alcanzar para usted la dicha que deseaba…

—No hable usted de eso, Lucila, contestó él besándole la mano y humedeciéndola con sus lágrimas; no puedo pensar sino en usted que nos abandona…

Un relámpago de felicidad pasó por los ojos de la moribunda, que con el último esfuerzo apretó la mano de Reinaldo, y mirando a todas las personas queridas que la rodeaban murmuró:

—Morir así rescata una vida de sufrimiento.

Sólo Reinaldo alcanzó a oír esas palabras y un agudísimo dolor apretó su corazón.

Una hora después todo había concluido.

Reinaldo salió del cuarto de su prima y sin decir una palabra, sin despedirse de nadie, hizo ensillar su caballo, montó y huyó de la casa. Teresa, que iba a abrir la ventana, lo vio partir al galope por entre el jardín, destruyendo las plantas al pasar; iba con el sombrero calado hasta los ojos e inclinada la cabeza…

Nunca lo volvió a ver.

—¡Infeliz Lucila! ¡sólo al morir te había llorado —suspiró Teresa—, porque, sólo al morir te ha conocido!

XVI

Eran pasados dos años desde la muerte de Lucila… Naturalmente el dolor de Teresa había calmado pero en sus viajes y paseos por Italia, Suiza y Alemania, durante, su permanencia en las grandes ciudades, donde se vio siempre rodeada y atendida, tanto a causa de su hermosura como por su riqueza, en todas partes sería vacío el corazón, pues aunque se le habían brindado otras amistades, tal vez sinceras, comprendió que jamás encontraría una amiga como la que había perdido.

El señor Santa Rosa estaba muy satisfecho con la frialdad que manifestaba Teresa hacia los pretendientes que se le presentaban, y elogiaba su juicio, creyendo que permanecía soltera porque ninguno de ellos podía, ofrecerle una renta igual a la que le había dejado León. Teresa sonreía tristemente al oír tales elogios, pero buen cuidado ponía en no revelar la causa de su aparente frialdad. La verdad era que el recuerdo de Roberto vivía siempre en el fondo de su corazón… Muchos habían pedido su mano y algunos le habían ofrecido su amor: disgustada y fatigada con una vida tan sin emociones, varias veces había hecho esfuerzos para persuadirse que amaba, y una vez llegó hasta creer que su corazón se enternecía; pero cuando quiso decir una palabra afectuosa, la frialdad de sus sentimientos y la completa tranquilidad de su corazón le advirtieron que no era allí donde debía esperar la dicha.

Al fin el señor Santa Rosa le anunció que tendrían que volver a Lima; hacía cerca de tres años que vivía en Europa y sus negocios lo llamaban al Perú. Pero, le dijo, si ella lo deseaba podían volver pasando por los Estados Unidos, no permaneciendo allí sino pocos días. Teresa accedió con gusto al proyecto de su padre. Aunque no preguntaba nunca directamente por la suerte de Roberto, sabía que desempeñaba un empleo en Nueva York, en lugar de haber regresado directamente a Lima.

La navegación fue corta y feliz. Llegaron a Nueva York una mañana de primavera y toda la naturaleza parecía sonreír en torno suyo: el mar con sus azulosas olas, las risueñas costas y preciosas y pobladas islas, la magnífica bahía, el movimiento del puerto, la multitud de navíos y barcas… todo eso le causaba una alegría, una emoción deliciosa, emoción que en realidad tenía una causa secreta.

En el puerto, a tiempo de desembarcar, en las calles por donde atravesaba el carruaje, se imaginaba que cada persona que pasaba era la que esperaba encontrar.

El coche se detuvo en la puerta del hotel más frecuentado por los hispanoamericanos; y como al Saltar del coche se le engarzase el vestido, un caballero que estaba en la puerta del hotel se acercó cortésmente a desasírselo; en ese momento sus ojos se encontraron: era Roberto Montana. Al reconocerla la saludó conmovido y una gran turbación se apoderó de ella.

—Sí —se decía Teresa al subir la escalera del hotel—; sólo él es capaz de hacer latir mi corazón… sólo él.

La profunda dicha que la inundó la hizo comprender cuánta cabida tenía Roberto en su corazón; más de súbito le ocurrió una idea que por algunas horas la tuvo angustiada: tal vez Roberto estaba a punto de partir cuando ella llegaba, como había sucedido antes. Felizmente su padre la invitó a que bajaran al salón y ver a Roberto sentado cerca de una ventana, leyendo tranquilamente un periódico. Inmediatamente se acercó a ella y a poco entablaron una conversación casi confidencial. Tanto se habían pensado mutuamente durante los años trascurridos, que a pesar de que en su vida no se habían hablado más de tres o cuatro veces, sus ideas armonizaron completamente, y creían conocerse a fondo: ¡tal es el magnetismo de una verdadera simpatía!

Desde ese momento Roberto casi no dejaba el lado de Teresa, que a todas horas y en donde quiera que se encontraba veía junto a sí la sombra de su compatriota. Sin embargo, el señor Santa Rosa se había manifestado frío hacia Montana, y a veces no podía ocultar el disgusto que le ocasionaba su presencia; pero Teresa no comprendía ni podía cuidado en nada cuando éste se le acercaba, ni supo hasta pasado algún tiempo que la repugnancia de su padre tenía un motivo especial.

Así se pasó una semana. Al fin llegó la víspera de la partida de Nueva York y entonces supo Teresa, llena de alegría, que Roberto también se embarcaba y volvía a Lima al mismo tiempo que ella. Él no le había dirigido hasta entonces una palabra que no fuera de la más pura y respetuosa amistad, bien que sus miradas le decían mucho más de lo que sus labios hubieran podido pronunciar.

—Aunque me hubiera muerto de hambre —le dijo al anunciarle que sería su compañero de viaje—, nunca habría gastado el dinero que tenía reservado para volver al Perú… Tenía el presentimiento de que algún día se me proporcionaría la ocasión de hacer un viaje como el que se me prepara mañana. Dicen que los presentimientos son la sombra de los sucesos que se acercan; sin embargo, he tenido que esperar mucho tiempo para que la sombra se convirtiera en una, deliciosa realidad.

Teresa no contestó; era la primera vez que Roberto le hablaba con tanta claridad, y delante de él perdía su presencia de ánimo; sentía demasiado y por eso le faltaban palabras con que expresarse.

Esa noche determinaron asistir a un gran concierto. Al llegar Teresa a su asiento notó que ya Roberto se había situado detrás del que ella debía ocupar.

El armonioso compás de una música escogida, ya tierna o apasionada, ya sentimental o alegre, la conciencia de que él estaba allí junto, el recuerdo de lo que le había dicho esa mañana, la esperanza de un viaje en su compañía… todo la halagaba y llenaba de dicha. Años después recordaba aquella noche como una de las más ideales que había pasado en su vida; gozaba con lo presente, olvidaba lo pasado y veía en lo porvenir una cadena interminable de horas como aquella. Ambos se hallaban en aquel período del amor, en que todavía no se forman proyectos y se vive tan sólo en lo presente: período encantador, sobre todo para la mujer porque la aman con aparente desinterés, y porque no estando aún el hombre seguro de su conquista, cada mirada, cada palabra o sonrisa de la mujer airada tiene gran precio para él… ; y ella que lo sabe, comprende su soberanía, pero se siente al mismo tiempo esclava; pues la mujer sólo quiere ser reina para tener la satisfacción de abdicar y mostrarse humilde ante aquel a quien ama verdaderamente.

Los primeros días de navegación fueron muy penosos para nuestra heroína, porque tuvo que pasarlos en su camarote; pero el recuerdo de Roberto la consolaba; oía de vez en cuando su voz y creía poder distinguir sus pisadas sobre cubierta. Al fin hizo un esfuerzo supremo, y aunque pálida y débil quiso subir a respirar el aire libre. Bien se halló, pues la vista no más del que ocupaba todos sus pensamientos la reanimó, y muy pronto el ambiente marítimo y la distracción acabaron de volverle las fuerzas y la salud. Pasaba casi todas las horas del día sobre cubierta, siempre acompañada por Roberto… ¡horas de indecible dicha! Ya no podía disimularse que amaba, y se dejaba llevar por ese sentimiento sin querer reflexionar. No obstante que Alfredo de Musset dice que «el amor es un sufrimiento excesivo», y Madama de Girardin «que es el mayor tormento, la angustia más grande y la causa de casi todas las penas de la vida», Teresa creía con Saint—Evremond, que «todos los subsiguientes placeres no valen tanto como nuestras primeras penas».

Dicen que «hablar de amor es amarse», Teresa y Roberto tocaban ese tema con mucha frecuencia, y cuando se hallaban en algún rincón abrigado, sobre cubierta, aislados, solos, ella recostada en un gran sillón y él casi a sus pies, su conversación rodaba naturalmente sobre ese eterno tema de que tanto se ha dicho pero que todavía no se ha agotado. A veces una frase los conmovía al mismo tiempo y al mismo tiempo callaban, y sus miradas se apartaban, temiendo que una palabra imprudente revelara el estado de sus corazones, pues ambos habían convenido tácitamente en que era mejor no tener explicación alguna antes de llegar a Lima. ¡Cuántas simpatías les eran comunes! ¡cómo armonizaban sus ideas, y cómo se comprendían casi sin hablarse! «Cuando dos persona se aman», dice Balzac, «siempre en el fondo de sus corazones encuentran los mismos pensamientos: suaves y frescas armonías, perlas todas igualmente brillantes, como las que fascinan a los buzos, según dicen, desde el fondo del mar». Aunque sus conversaciones podían haber sido oídas por todos, no gustaban hablarse sino cuando estaban solos.

Felizmente para los dos amantes no había casi señoras en el vapor, y los hombres eran todos aventureros, que iban a buscar fortuna a California, o jugadores de profesión que no gustaban de sociedad culta. Aunque el señor Santa Rosa manifestaba mucho desagrado cada vez que veía a Montana al lado de su hija, su amor al juego de tresillo no le permitía permanecer con ella; dejándola sola casi todo el día, naturalmente su compatriota debía cuidar de ella.

Después de atravesar el istmo de Panamá la sociedad del vapor sobre el Pacífico cambió de aspecto, y muchos peruanos y chilenos y algunas señoras impedían que estuvieran siempre solos. Entonces inventaron, para distraerse, decían, el jugar ajedrez, pero en realidad fue aquello un ardid para disimular la casi continua asistencia de Roberto al lado de Teresa y dar un significado al silencio que guardaban ambos cuando se acercaba alguna persona. Pasaban, pues, el día con el tablero de ajedrez entre los dos, y armados de aquella paciencia inagotable de que se reviste todo el que está dominado por un poderoso pensamiento, acababan un juego y empezaban otro inmediatamente; pero era tal su preocupación que con frecuencia no habrían podido decir quién había perdido o quién ganado la partida.

¡Con cuán diferentes ojos vio de nuevo Teresa las costas de la patria que había abandonado con el corazón oprimido tres años antes! Ahora todo lo encontraba hermoso, bello, magnífico, y los áridos arenales del Perú le parecían paraísos de perfumes y frescura.

Una noche (pronto deberían separarse) estaban, como de costumbre, sobre cubierta… ella reclinada en un sillón y él a su lado: ambos callaban; sus almas estaban llenas de felicidad y sus corazones demasiado conmovidos para hablar. Habían visto hundirse el sol en medio de espléndidos arreboles y aparecer una a una las pálidas estrellas… , tenían los ojos en el cielo y en torno suyo oían armonías celestiales. Teresa dejó caer su abanico y al devolvérselo Roberto sus manos se estrecharon. El corazón de Teresa latió locamente, mas no trató de separar su mano, pensando que había llegado el momento de explicar sus sentimientos; pero él no creyó necesario preguntarle si lo amaba: ¿acaso sus miradas no se lo habían dicho mil veces desde que se encontraron en Nueva York?

—¡Momentos como éste son fugaces, oh! ¡cuán fugaces!… —dijo él con voz conmovida, mirando a Teresa y viéndola, a pesar de la oscuridad—, mañana nos hallaremos separados…

Teresa inclinó la cabeza en silencio.

—Mañana nos separaremos —añadió su compañero—; y después veremos entre los dos las barreras que nos opone la sociedad… ¿La bella y orgullosa Teresa se acordará entonces de su humilde compañero de viaje?

Teresa le apretó dulcemente la mano al separarla de la de él, y le contestó:

—Si en tantos años no pude olvidar al cantor de Chorrillos, ¿lo olvidaré ahora?

Era la primera vez que aludía a esos tiempos, y ella misma se admiró al oírse hablar así.

—Entonces ¿por qué tratarme con tanta frialdad y desdén cuando nos encontramos después?

—¿No lo adivina usted?

—¡Sí! para qué negarlo… yo la comprendía; usted no era libre, entonces… , y ese mismo desdén me hizo amarla más, y convertir en serio y profundo lo que tal vez hubiera sido solamente una romántica inclinación… Por eso abandoné a Lima, pues no quería causar a usted la pena de mi presencia o tener que luchar para no acercármele.

—Y entonces, ¿por qué partir cuando yo llegaba a París?

Explícole cómo al saber que estaba libre, él arregló sus negocios para volver a Lima, quedándole apenas el dinero suficiente para el viaje.

—No teniendo pariente alguno, mi pequeña fortuna me era indiferente —dijo—, y la gasté toda en viajar para tratar de olvidar…

—¿De olvidar? —preguntó Teresa casi involuntariamente.

—De olvidar… sí, de olvidar que allende los mares existía la única mujer que era la personificación completa de mi ideal. Volvía lleno de esperanzas y alegría cuando de repente me encontré con usted al tiempo de subir al tren del ferrocarril… ¿Qué hacer? Mis compañeros me apresuraban, yo no podía decirles cuál era la causa de mi deseo repentino de quedarme; por otra parte, reflexioné que con mi pobreza, no podría presentarme al lado de usted en la sociedad parisiense sin hacer un papel ridículo… Me ofrecieron entonces un destino en una casa de comercio en los Estados Unidos, y me decidí a permanecer allí, esperando saber cuándo volvería usted a Lima para regresar también. No sé por qué vivía con la idea de que usted tal vez pensaba en mí, que no me olvidaba… ¿Me equivocaba, Teresa?

Ésta, a su vez, le refirió cómo su recuerdo la había ocupado, siempre; pero aunque no le dijo a cuantos había rechazado porque su corazón no podía olvidarlo, él comprendía lo que dejaba de decirle.

Cuando se separaron, Teresa le ofreció que impondría de todo a su padre con el propósito de obtener su consentimiento para un matrimonio en que ambos cifraban su felicidad.

XVII

Llegaron al Callao y varios amigos salieron al puerto a recibir a Santa Rosa y a Teresa. En medio de esas personas que por su riqueza y posición se creían más importantes que él, Montana tuvo que hacerse a un lado; pero siempre las miradas de los dos amantes salvaron las distancias y sus almas se comunicaban a pesar de todos.

También Rosita se hallaba allí. La viuda que ella protegía cuando partió Teresa, se había vuelto a su provincia, mohína y medio arruinada, sin haber podido lucir en la sociedad limeña como lo había esperado; de suerte que Rosita se veía en la necesidad de lisonjear a otra amiga íntima pero rica, y recibió con alegría la noticia del próximo regreso de Teresa.

—¡Querida Teresita! —exclamó abrazándola—; ¡cuánto placer me da el volverte a ver! He venido de Lima para tener el gusto de abrazarte lo más pronto posible… ¡Ah! Montana, ¿usted por acá? —añadió dirigiéndose a éste, que naturalmente había seguido su estrella.

La limeña estaba todavía hermosa, bien que empezaba a necesitar muchos cosméticos para sostener sus pretensiones; pero en cambio su espíritu se agriaba cada día más, y sus malos sentimientos se habían desarrollado. Teresa, ya con más experiencia del mundo, resolvió rechazar una amistad que no solamente le repugnaba, sino que sabía la podía desacreditar. La reputación de Rosita había sufrido, y aún en una sociedad como la de Lima, que no se toma la perla de indagar mucho la vida ajena, empezaba a sentir un vacío en torno suyo y pocas mujeres la visitaban. Su madre había muerto: acompañábala una humilde vieja a quien jamás se veía en su sala, pero que se sabía pasaba su existencia oculta en el interior de la casa; así, Rosita vivía sola y rara vez una señora pisaba el umbral de su habitación. Ella decía que esa repulsa de parte de las mujeres de la sociedad limeña, provenía de la envidia, que tenían al verla tan rodeada de hombres, pues a medida que perdía amigas antiguas, su círculo de hombres se aumentaba.

Un ceño de disgusto cruzó por la frente de la coqueta al ver las miradas que cambiaron entre sí Teresa y Roberto; no había olvidado sus proyectos de conquista y resolvió espiarlos.

Hasta el siguiente día de su llegada a Lima Teresa no pudo encontrarse sola con su padre, quien se anticipó a su propósito diciéndole:

—Teresa, necesito hacerte algunas observaciones a solas; cierra la puerta y escúchame… Desde que saliste del colegio siempre te había visto fría y reservada con la generalidad de los hombres, de lo cual no me admiraba, pues tu madre fue lo mismo. Jamás habías manifestado cariño por ninguno, ni aún por el pobre León… Después de la muerte de éste, he admirado tu juicio, como varias veces te lo he dicho, porque rechazabas a todos los pretendientes que se te presentaban.

Calló esperando contestación, pero como no la diese Teresa añadió:

—¿Tal vez, has comprendido el objeto de mis observaciones?

—No adivino cuál será, y le ruego a usted que se explique.

—Pues bien… ahora, de repente, sin saberse por qué, acoges con gusto las atenciones de un joven oscuro, pobre y sin verdadera posición social… ; te muestras con él más amable que con todos los caballeros de distinción que se te han acercado aquí y en Europa… ; por último, al tiempo de desembarcar lo invitas a mi casa…

—¿Qué tiene eso de extraño? ¿no le ofrece uno la casa a toda persona con quien ha tenido relaciones?

—Sí; pero debes tener entendido, pues yo lo he manifestado claramente, que ese joven no me agrada.

—¿Acaso se ha aprovechado de mi invitación a que nos visitase?

—No; todavía no lo he visto.

—Ahora le explicaré a mi turno, papá, la causa o el motivo que tengo para manifestarme amable con Roberto Montana. Yo también deseaba hablarle a usted de él, desde ayer, pero no había tenido ocasión… Si hasta ahora he rehusado los matrimonios que se me han ofrecido, hoy he cambiado de opinión y he aceptado el homenaje de Roberto… , porque antes no había amado y ahora sí.

Santa Rosa se levantó de su asiento y parándose delante de Teresa le dijo lleno de asombro:

—¡Casarte con Montana! ¿Tú, una hija mía, ser la esposa de ese miserable, de ese pordiosero?

—Sí; puesto que habiéndome declarado su amor le prometí ser su esposa.

—¡Insolente!

Teresa, viéndolo tan furioso, quiso salir.

—¡No te irás! —le dijo su padre, sin poder contener su rabia. ¡Te ordeno que me escuches!… un pordiosero, lo repito, un…

Pero le faltaban palabras, y se puso a pasear de un lado al otro de la pieza sin poder hablar.

—No se moleste usted tanto —dijo Teresa dulcemente pero con dignidad—; Montana no es pordiosero, y aunque pobre no desea recibir nada de usted. Más vale la pobreza con cariño, que el esplendor acompañado de penas. Renuncio gustosa a la herencia de León y no le pido a usted nada.

Santa Rosa sabía muy bien que con amenazas y no se dominaba su hija; era preciso emplear otros medios, y haciendo un esfuerzo cambió repentinamente de táctica:

—¡La pobreza!… ¿sabes acaso lo que es ser pobre?… Y añadió esforzándose para hablar con calma: además, el caudal que te adjudicaron como legado de León me es indispensable ahora…

Teresa hizo un ademán de desdén.

—Escucha —prosiguió su padre—: contando con el juicio que habías manifestado en todo este tiempo quise proporcionarte más riquezas, y me he lanzado en varias especulaciones para las cuales necesito absolutamente mucho dinero.

—Todo eso puede ser —observó Teresa con frialdad—; pero recuerde usted que la primera vez me casé solamente por complacerlo, facilitándole, como usted decía, un buen negocio… Ahora estoy decidida a casarme para ser feliz, y no quiero pensar en negocios y especulaciones.

—¡Ingrata! —exclamó Santa Rosa, fingiéndose conmovido—: ¡ingrata! ¡oh, las mujeres son todas así!… ; puede uno sacrificarse por ellas sin que crean necesario agradecerlo, ni recordarlo… ¿Para quién trabajaré yo? ¿para qué busco riqueza sino para proporcionarte nuevos triunfos y goces?… ¿Qué has deseado jamás, que no lo hayas tenido? ¿qué te falta a mi lado? ¿qué puedes pedir que yo no te proporcione al punto?

—No me quejo —contestó Teresa, bajando la cabeza humildemente—; no pido ni deseo nada, ni aún lo que poseo… ; lo único que quiero es libertad para ser pobre…

—¡Libertad para ser pobre! —interrumpió Santa Rosa, con ironía—; ¡vaya una frase romántica!… pero de romántica con los cascos a la jineta.

—No pretendo —prosiguió Teresa, sin contestar a la burla de su padre—, no pretendemos casarnos inmediatamente… sino de aquí a un año…

—¡Ni de aquí a un año, ni jamás serás la esposa de Roberto Montana! Nunca permitiré semejante matrimonio… Un aventurero, cuyos padres son desconocidos; un miserable sin más renta que la que lo podría proporcionar una voz que no emplea, ni más patrimonio que un par de bigotes retorcidos; sin familia, sin posición, sin precedentes…

—No me caso con una posición, ni con una familia, sino con un hombre a quien amo.

—¡Estás loca!… Pues bien, ¿quieres saber ahora quién es Roberto Montana?

—¿No me acaba usted de decir que no se sabe de dónde proviene?

—Es cierto que nadie lo sabe aquí, ni él mismo tal vez, pero conozco la historia de sus padres, que en verdad no es muy linda.

—Cuéntela usted, pues.

Santa Rosa calló algunos momentos, y al fin apoyando los codos sobre una mesa, y sombreándose la cara con una mano sobre la cual apoyaba la frente, empezó así:

—Cuando yo era muy joven, antes de conocer a tu madre, me enamoró de una prima mía, que por casualidad llevaba el mismo nombre que tú. Teresa tenía apenas diez y seis años y yo veinte; nuestros padres arreglaron el matrimonio y yo era muy feliz, pues la amaba locamente y creía que ella me correspondía. Algunos meses antes del día fijado para el casamiento, mi prima se enfermó y la enviaron a casa de unas parientas que vivían en una hacienda cerca de Arequipa. Cuando volvió no pudo, ocultar su triste estado… , pero ya que no podía ser mi esposa averiguaron con empeño quién había sido el miserable que causó su desgracia… Ella solo contestaba con lágrimas, pero al fin se supo que era un tal Salcedo…

Teresa se estremeció.

—Un joven Salcedo, que había sido protegido por la familia y estaba empleado en la hacienda… Ofreció casarse inmediatamente con ella; pero los hermanos de Teresa juraron vengarse de él, y lo hicieron venir a Lima engañándolo con falsas promesas de reconciliación. Al entrar a una casa en donde le habían dicho los encontraría, nos presentamos ellos y yo y le dimos una paliza, dejándolo exánime, y según creíamos, muerto. Teresa desapareció de casa de sus padres y a poco supimos que había muerto al dar a luz a Roberto.

—¡A Roberto!

—Sí, a tu novio… , y sin haber tenido tiempo de casarse con su seductor.

—¡Pobre, pobre niña! ¿Es decir que Roberto es nuestro pariente?

—¿Cómo te atreves a decir semejante cosa?

—¿Y quién recogió al niño?

—Los hermanos de Teresa lo reclamaron; pero Salcedo para entonces enrolado en el ejército, no quiso nunca entregarlo y lo hizo criar en Arequipa, con el apellido de Montana. Los padres de mi prima murieron, y hoy no queda sino un hermano que vive en Arequipa. Salcedo fue el autor de la ruina y la dispersión de esa familia… ¿Después de esta vergonzosa historia persistes todavía en creer que Roberto puede ser tu esposo?

—¿Acaso él tuvo culpa en todo eso?

—Ya veo que es inútil hacer reflexiones a una loca. Pero te advierto que no quiero que el hijo de Salcedo pise jamás mi casa, y juro que con mi consentimiento nunca te degradarás hasta ser su esposa. Puedes, sí, despreciar mis consejos, y prevalida de que eres viuda y libre, casarte con quien quieras y gozarte en arruinarme cuando se te antoje. Tu padre está viejo y puedes abandonarlo, aunque, por desgracia, no tenga más hija que tú…

Y sin decir otra cosa, Santa Rosa, que era un actor consumado, salió inmediatamente para no perder el buen efecto de sus últimas palabras.

XVIII

Inmediatamente Teresa le escribió a Roberto rogándole que difiriese el presentarse en su casa, a fin de evitar una escena desagradable entre su padre y él, y motivó su ruego, refiriéndole puntualmente la borrascosa conferencia y repitiéndole que sus sentimientos serían siempre los mismos hacia él.

«Su carta, amiga adorada —le contestó Roberto—, me ha hecho mucha impresión. Apenas sabía que mi madre se llamaba Teresa (pero nunca se me dijo de qué familia era) y que había sido muy desgraciada… Vine al mundo cuando mi padre estaba agonizando, y mi madre, en su angustia, creyendo que no se salvaría, se dejó morir. La tristeza rodeó mi cuna, nací en medio de lágrimas y desesperación; pero ignoraba, que, en parte, por culpa del padre de usted había quedado huérfano… La Providencia ha querido al fin reparar estas injusticias de la suerte si el señor Santa Rosa persiguió a mis padres, su hija, cual un ángel piadoso, ha venido con su bendito amor a llenar mi vida de esperanza y de dicha… No; que no piense el señor Santa Rosa que quiero entrar a su casa; creería yo que los manes de sus víctimas se levantaban para maldecirme. Teresa, rica y rodeada de lujo, no puede ser la esposa de un desheredado como yo; pero Teresa pobre y amante, sin más brillo que el de su belleza, ni más riqueza que la de sus virtudes, será la compañera y el consuelo de un desdichado que ella ha enaltecido con su amor.

No recibamos nada de su padre de usted; ¡yo trabajaré, trabajaré sin descanso, y cuando pueda obtener algunas comodidades… entonces reclamaré el ídolo de mis ensueños!… »

Aunque rara vez podían verse, Teresa vivía feliz con la seguridad de ser amada, conviniendo en que con sus relaciones y sus esperanzas serían un secreto para todos. Los pasajeros del vapor que los acompañaron en su viaje, habían esparcido, sin embargo, algunos rumores acerca de la intimidad con que se trataban, pero nadie había hecho caso al ver que Roberto no visitaba la casa y que rara vez los veían hablarse.

«Me pregunta usted —le escribió Roberto algunos días después—, por qué manifiesto tanta, satisfacción al hablar del estado de mis negocios: usted (como en todo lo que es dichoso en mi vida) ha tenido parte en abrirme un camino que nos conducirá a la felicidad futura, proporcionándome algunos fondos con qué empezar a trabajar. ¿No me comprende, no es verdad? Recuerda usted que me dijo que mi madre tenía un hermano en Arequipa. Supe por una casualidad que él tenía en su poder una suma de dinero que perteneció a mi madre, y le escribí explicándole mi posición, y enviándole mi fe de bautismo. Inmediatamente me contestó con bastante cariño y me hizo devolver lo que me pertenecía. Apenas son algunos miles de pesos, pero con ellos tengo esperanzas de llegar pronto a poseer una posición ventajosa en los negocios… , y dentro de dos años podré ofrecerle públicamente un hogar, si no rico a lo menos soportable, feliz tal vez, porque el amor lo embellece todo.»

Otro día Roberto le escribió:

«Cuando la veo en la calle, en el teatro, en los paseos, cubierta de ricas telas, rodeada de admiradores que aman tanto su riqueza como su hermosura, entonces siento que mi corazón late lleno de orgullo.

Ellos tienen la dicha de oír su voz y contemplar de cerca su belleza, me digo, pero yo, pobre y oscuro soy dueño de ese corazón que ellos no podrán obtener, ¡y al través de la multitud su mirada sólo busca la mía! ¡Oh, querida mía: no envidio la suerte de ninguna de esas brillantes mariposas que la rodean!… , tengo mi tesoro oculto que hace toda mi dicha… »

Una noche, al salir del teatro, Roberto logró acercarse a Teresa, y recibió de ella un billetito en que le avisaba que su padre había descubierto la correspondencia que sostenían, sorprendiendo al criado de Roberto y al suyo, y quedando concertados que en lo sucesivo le entregarían las cartas de que fueran portadores.

«Por una casualidad —decía—, he descubierto esto; me lo dijo Rosita, en quien mi padre tiene mucha confianza, según parece. Aunque ella se dice amiga nuestra, no tengo fe en su amistad. Preferiría no verlo a usted sino muy rara vez, a encontrarlo en casa de Rosa, cuya redoblada, amabilidad y protestas de cariño me alarman y me disgustan no sé por qué. Serán caprichos mujeriles, pero hay presentimientos que no engañan… »

En la parte baja de la casa de Teresa (pues ella y su padre ocupaban una casa entera) había una pieza, rara vez ocupada, con reja hacia la calle, de la que determinaron los dos amantes aprovecharse para su futura comunicación. Cuando todos se retiraban en la casa, Teresa bajaba como una sombra y poniendo su carta en la ventanilla recibía la de Roberto. El espíritu de aventura y el romanticismo que hacia el fondo de aquel se habían exaltado en Teresa, y las misivas misteriosas y el aspecto novelesco que habían tomado sus relaciones con Roberto la interesaba y llenaba de encanto.

Todas las mañanas se renovaban en el saloncito de Teresa las preciosas flores compañeras infalibles del billete nocturno, que con frecuencia, como el siguiente, la inundaba de gozo, porque creía encontrar en su autor un corazón tan constante y entusiasta como el suyo propio:

«Amada mía: acepte esas rosas que le envía su Roberto. Todo el día han estado sobre mi mesa y mañana ocuparán la de usted.

Guárdelas secas, se lo suplico, como un recuerdo de las tres cualidades que sostienen a su amante: amor, esperanza y fe… ¡Ah! ¡yo no podría vivir sin este amor que me da fuerza, la esperanza de que usted no me olvidará nunca, y la fe en lo porvenir!… ¡Oh! Amada Teresa: puedo jurar ante Dios, a quien tomo por testigo, que su recuerdo es lo más querido que he tenido y que tengo en el mundo. ¿Usted también piensa del mismo modo respecto de mí, no es cierto? ¡Dígamelo, repítamelo, por Dios! Repítame que nunca olvidará a su Roberto, que desde que la conoce sólo ha vivido por usted y le ha consagrado toda su alma… No dude nunca de mí; aunque viva lejos, aunque no me vea, crea siempre que todos mis pensamientos, todos los latidos de mi corazón son únicamente para mi adorada. Cuando comprendo y profundizo la completa satisfacción que me produce este sentimiento que ha endulzado mi vida, me causa pena considerar que la vida es tan corta… »

Si en las cartas de Teresa había menos protestas, en cambio eran más naturales y su estilo más sencillo. Se leía en ellas una sinceridad completa y una confianza profunda en el que amaba.

«Una idea me preocupa —le escribía una vez—: usted me ha dicho, amigo mío, que a veces mis pensamientos y expresiones lo entristecen, por cierto fondo de desconfianza que encuentra… ¡desconfianza en los demás, es probable, pero en usted jamás! Como se lo he dicho muchas veces… ¿Será acaso que usted me creía mejor de lo que soy y al levantar una punta del velo que encubre mi alma la encuentra muy defectuosa?… Sin embargo, bajo su influencia he procurado mejorar mi carácter, corregir mis defectos… Cuando su sombra pasó por primera vez en mi vida, yo llevaba una existencia de vacío e indiferencia; en medio de la necia vanidad de los que me rodeaban había perdido mis más dulces y sagradas ilusiones, y con terror veía desvanecerse la fe en los sentimientos que hasta entonces habían sido mi consuelo… Después, el recuerdo de usted empezó a embellecer mi vida, y cuando lo conocí mejor, sus nobles ideas, sus virtuosas aspiraciones y su consoladora simpatía fortificaron mi corazón… Veo el sol más brillante y más puro en el cielo, y en la tierra la humanidad me parece mejor y más digna de aprecio. Comprendo que sí existen almas elevadas, virtuosas y desinteresadas, como las que había ideado, y siento con indecible gozo latir el corazón que creí muerto y que usted ha reanimado.

¡Oh! ¡benéfica influencia de una noble simpatía! Le escribía otra vez; nunca imaginé que mis pensamientos pudieran tener alguna utilidad, ni menos que sirvieran de consuelo a otro. ¡Oh, puro amor de dos corazones del mismo temple, de dos espíritus que armonizan perfectamente! Nos comprendemos con el silencio mismo, nuestras almas comunican a pesar de la distancia… ; y al encontrarnos, basta una mirada para adivinar cuál ha sido nuestro mutuo pensamiento… Cuando en una hermosa noche estrellada levantó los ojos al cielo, veo allí la imagen de mi afecto: el fondo es oscuro y triste; pero lo hermosean mil luceros refulgentes, con los que me gozo en dibujar su nombre con caracteres misteriosos… »

Así pasaron algunos meses; meses de encanto para Teresa que se había entregado completamente a pensar en Roberto, a esperar verlo en todas partes y recibir sus cartas diarias. Pero pronto se enturbió esta atmósfera de tranquilidad: Roberto empezó a mostrarse inquieto y poco satisfecho con su suerte, alarmando a Teresa con sus quejas o impacientándose al contemplar que su unión no se haría tan pronto como había esperado. ¿Qué hacer? Ella procuraba calmarlo, manifestándose cada vez más afectuosa y multiplicando las ocasiones de encontrarse con él. Pero era en vano; aunque Roberto procuraba encubrir lo que sufría, ella no podía menos que llenarse de pena al encontrar un cambio en él que no podía explicarse.

Una vez recibió con algunas flores el siguiente billetito, que tuvo consecuencias más graves de lo que su autor podía haber previsto:

«Teresa, demasiado amada: tengo que confesarle al fin mi debilidad; manifestarle todo lo que pasa en mi corazón y hacerle comprender cuánto es mi sufrimiento. Usted me decía el otro día, tal vez con justicia, que puesto que había vivido durante los años trascurridos sin desesperarme, cuando no sabía siquiera si usted se había fijado en mí ¿cómo ahora que estoy cierto de ello, ahora que debería vivir gozoso, me dejo llevar por la más cobarde tristeza?… En verdad mi abatimiento parece inexplicable, pero así es frecuentemente lo que procede del corazón. Por otra parte, usted para mí, antes de tratarla, era lila, bien un delicioso ideal, que una mujer adorada, y no sé por qué tenía el presentimiento de que usted comprendería al fin que sólo yo podía amarla tanto. Después vino la persuasión de que algún día esa visión no sería un sueño sino una dichosa realidad, y viví algún tiempo tranquilo alimentándome con esperanzas. Mas ya esto sólo no satisface mi corazón, y para colmo de mal, los celos, los celos que dormían, se han despertado frenéticos… , me devoran y me hacen sufrir horriblemente. La veo siempre tan rodeada, tan cortejada, tan admirada; veo con rabia que en torno suyo se agrupan adoradores que pueden hablarle libremente, mientras que yo tengo que alejarme de su lado y fingir indiferencia, ¡y no soy dueño de los impulsos que me arrastran a querer abofetear allí mismo a cuantos reciben una sonrisa de usted o una mirada!

Comprendo que mis expresiones le van a causar pena, que soy injusto; pero, ¿qué quiere usted? ¡estoy casi demente y la amo tanto! ¿Me lo perdona?… Si yo no la siguiese a todas partes, si no pasara horas enteras contemplándola de lejos y tratando de adivinar lo que le dicen y lo que contesta, no tendría tanto que sufrir. En la ausencia se forja uno las imágenes que desea y no lo hiere la realidad que siempre desconsuela… »

Esta carta impresionó mucho a Teresa. ¿Cómo evitar que el que ella amaba padeciera el tormento de los celos, aunque injustos para ambos?

Le ofreció alejarse de la sociedad y abandonar todo sitio en que hubiera de encontrarse con otras personas; pero esto no lo satisfizo. «¡Cómo! —le decía—; ¿entonces él también tendría que dejarla de ver, y lo privaría del amargo consuelo de contemplarla de lejos?» Teresa se entristeció mucho, notando que el carácter de Roberto presentaba una faz que ella no conocía. Aún no había aprendido, a su costa, que los hombres son esencialmente egoístas y que hay días en que nada puede satisfacerlos.

En estas circunstancias el señor Santa Rosa anunció que tenía que ir a Chile y convidó a Teresa a que lo acompañara, puesto que el viaje apenas duraría algunos meses. Aceptó la invitación, esperanzada en que esta ausencia sería benéfica tanto para ella como para Roberto, pues dejaría de atormentarse y atormentarla, y podría dedicarse con mayor ánimo a sus negocios.

Cuando le anunció este proyecto se mostró desesperado, pero al fin convino en que tenía razón. En cuanto a Teresa, era tal la confianza que tenía en Roberto, que ni por un segundo pensó en que podría variar jamás, lo que la libraba de abrigar celos, amando con ternura porque estimaba profundamente, pues al dejar de estimar también cesaría de amar.

Partió, pues, despidiéndose de Roberto en casa de Rosita, de quien siempre desconfiaba, no obstante sus manifestaciones de amistad, y que Roberto se empeñaba en juzgar sincera, agradecido como estaba porque aquella casa era la única en que podían verse con alguna libertad.

XIX

En Santiago, Teresa adquirió muy pronto numerosas amistades, singularizándose entre las familias parientes de su madre una particularmente: se componía de la madre anciana, cuatro señoritas y un joven. La bondad con que la trataron y la cordial hospitalidad que le brindaron formaban su mayor consuelo, y pasaba casi todo el día en casa de las parejas. Durante los tres primeros meses las cartas de Roberto le llegaban por todos los correos, lo que le causaba un gran placer, sin embargo de que sentía cierta sensación de desagrado cada vez que las recibía por medio de Rosita; pero Roberto aseguraba que ésa era la única manera que había encontrado para que llegasen a sus manos sin temor de que las interceptase el señor Santa Rosa.

Así se pasaron varios meses, y aunque Teresa deseaba ardientemente volver a Lima, su padre encontraba mil pretextos para prolongar su permanencia en Chile. Esto la afligía mucho, a que se agregaba que empezó a notar en las cartas y el estilo de Roberto cierto cambio de lenguaje, algo que ella no podía explicarse, porque parecían tan tiernas y aún más apasionadas que antes. ¿Qué encontraba en ellas?… Notaba que sus frases no eran enteramente naturales; sentía cierto estudio en sus palabras y un amaneramiento fingido en sus expresiones. A pesar de esto hacía lo posible por no abrigar desconfianza, esforzándose en conservar la fe en su corazón. Pero tanto procuraba pensar que debía estar tranquila, y trataba de persuadirse de lo injusta que era, que al fin comprendió que verdaderamente no estaba satisfecha y que la duda empezaba a apoderarse de su espíritu.

Un día llegó el correo y no trajo carta de Roberto…

¡no había carta! ¡no podía creerlo! Rosita le escribió como siempre, pero nada le decía de aquel. ¿Qué había sucedido? ¿estaría enfermo? ¿se habría molestado?… No; decididamente no podía comprender. Pasaron quince días de angustia, durante los cuales sus amigas procuraban animarla, viéndola tan triste pero sin saber la causa. Al fin llegó el paquete con carta de Roberto: Teresa creía encontrar en ella mil excusas por su silencio anterior; pero no fue así, y aunque menos larga que de costumbre era siempre tierna. Apenas le decía, como una cosa insignificante, que no le había podido escribir antes porque estaba muy ocupado… ¡Muy ocupado! ¡le faltaba tiempo para escribirle! Ésta fue una puñalada, un desengaño tan cruel para Teresa, que sólo un corazón sensible, concentrado y amante, pudiera comprender cuál sería su dolor; dolor mudo, sin lágrimas ni aparente desesperación, pero cuyo diente agudo hizo una horrible herida en su corazón. No podía ocultárselo a sí misma: su amante empezaba a fastidiarse y a amarla menos.

Poco después volvió a dejarle de escribir, pero le envió saludos con Rosita, y al siguiente correo su carta era aún más corta y fría que la anterior; esto llenó la medida: Teresa no pudo sufrir más y rogó, a su padre que la volviese a Lima. Santa Rosa accedió inmediatamente al deseo de su hija, diciendo con cierta ironía y alegría maligna que ella comprendió después, que efectivamente ya nada tenía que hacer en Chile y que regresaría con gusto.

Después de haberse despedido de sus amigas Teresa se embarcó. Al momento de partir, el joven Carlos Pareja puso en sus manos una carta que contenía una declaración formal: le manifestaba que a medida que la había ido conociendo y comprendiendo sus méritos se había desarrollado en él un amor profundo y duradero, puesto que sus impresiones no habían sido repentinas, sino hijas de una estimación fundada en las cualidades que más admiraba. Añadía que pensaba ir a Lima después a recibir su sentencia; que no había querido dejarle ver lo que pasaba en su corazón hasta entonces, porque comprendía que sería rechazado, y quería dejarle algún tiempo para reflexionar en su humilde propuesta; además había querido vivir con alguna esperanza durante el tiempo que estaría ausente de ella.

Carlos Pareja era un joven de modales finos y agradables y conversación amena e interesante, aunque su figura no era atractiva, había sido educado en Europa, y al través de un carácter reservado se descubría que su corazón era muy noble y su talento despejado. Teresa había simpatizado con él, y lo consideraba como un amigo muy digno de su aprecio, pero jamás se figuró que tuviera por ella otro sentimiento que el de la amistad. Estaba demasiado preocupada con sus penas para poner cuidado en los sentimientos de los demás: pero fue con disgusto que vio convertirse en un admirador sin esperanza, un amigo a quien había estimado.

La dolorosa duda y la aprehensión que la dominaron al descubrir la conducta de Roberto, se fue convirtiendo en esperanza a medida que se acercaba otra vez a las costas de su patria… «Hacía casi un año que se habían separado; ¡oh! ¡qué dicha la de volverse a ver!» Pensando así, sus ojos brillaban y sus mejillas se sonrosaban, complaciéndose en suponer que pronto tendría Roberto la renta suficiente para realizar su enlace, poniendo fin a todos sus tormentos y penas, que terminarían como la aurora desvanece los vagos terrores que alarmaron durante la noche.

Santa Rosa se quedó en Lima, y, cosa rara, él mismo propuso a su hija que fuer directamente a Chorrillos. Ella sabía que allí podía recibir a Roberto, cuando en su casa en la ciudad era imposible verse; la casa de Chorrillos era exclusivamente propiedad de Teresa, y podía verlo en ella sin que Santa Teresa tuviera derecho de molestarse.

Pocas horas después, llena de gozo y de ternura, casi sin respiración, esperaba el momento de volverse a ver con Roberto.

A las ocho debía llegar; el reloj de sobremesa dio ocho campanadas… , un momento después se oyeron pasos en el patio, en las escaleras, en la antesala… y entró Rosita.

Teresa se había levantado llena de emoción, y no fue con mucha dulzura, que se desprendió de los brazos de su pseudo amiga diciéndole:

—No sabía que hubieras venido a Chorrillos.

—¿No? Pues, ya ves, siempre sigo tus huellas; y al decir esto se sonrió con aire maligno, añadiendo: ¿no me preguntas por Roberto?

—¿A ti para qué? Debe venir dentre de un momento.

—En eso te equivocas, pues vengo de su parte. Esta tarde estuvo a verme: me dijo que sabía tu llegada y me suplicó que viniese adelante para avisarte que no podría estar aquí a la hora exacta, porque no sé qué negocio lo detendría. Vine por el último tren, y estoy en casa de una amiga.

Al oír esto Teresa no pudo ocultar su despecho; había tenido tantas emociones que este último golpe acabó de debilitar su ánimo y se le saltaron las lágrimas más… No venir a la hora fijada por ella probaba descuido y desamor, pero enviárselo a decir con Rosita era un desacierto y una desconsideración imperdonables… Su amiga fingió no notar su quebranto, y tomando la palabra le refirió con su volubilidad chancera todo cuanto había pasado en la sociedad limeña durante su ausencia.

A medida que ella hablaba, Teresa se fue calmando hasta lograr, no sin esfuerzo, serenarse completamente, cuando entró Roberto.

La presencia de una tercera persona y el temor de dejar ver lo que había sufrido, influyeron en que Teresa pareciera fría, y ambos estaban turbados; era tan tarde cuando él llegó que la visita fue muy corta, y se despidió al mismo tiempo que Rosita, saliendo juntos.

Cuando se retiraron, Teresa se quedó largo tiempo inmóvil en el mismo sitio en que la habían dejado… Su corazón rebosaba de amargura, y una inquietud y un disgusto tales que no sabía qué pensar… Ella, que había imaginado ser tan feliz, que esperó con tanta impaciencia aquel momento… ¡y lo veía ya trascurriendo como cualquiera otro, en conversación vacía e indiferente! «Sí —pensaba—, la armonía se ha roto entre los dos con la ausencia; ¡la cadena que nos unía se ha desoldado con la separación! ¡Cuán profundo es el abismo que cava la ausencia entre dos amantes! ¡Oh! ¡vosotros los que amáis, no os separéis nunca, no pongáis ese obstáculo entro vuestros corazones; la ausencia siempre desune, siempre origina algún mal que no se percibe al principio, pero que es la causa del desafecto futuro!… »

Quedose triste, ¡oh! ¡cuán horriblemente triste! Al pasar frente a las ventanas de su balcón vio que una espléndida luna iluminaba y hacía brillar las olas del mar, pero en vez de salir a contemplar ese magnífico espectáculo, cerró la ventana con impaciencia y acercándose a su lecho apoyó los codos sobre él y se puso a reflexionar.

«¡Hoy lo vi! —exclamó de repente, como para penetrarse de tan dichosa realidad—. Hoy, ahora mismo mi mano estuvo en las suyas… pero la de él se separó de la mía con impaciencia; su mirada no era la de antes… ¡Antes, antes!… ¡Dios mío! ¿por qué partí? ¿por qué lo abandoné?… Creí obrar bien en esto. Pero no; es una locura; él no puede dejar de amarme; ¡estoy soñando! Olvidemos estos ímpetus de desconsuelo… » Y haciendo el firme propósito de no pensar más, se entregó al sueño, desechando toda penosa reflexión.

Al día siguiente, al despertarse, le presentaron un magnífico ramillete compuesto de flores raras y escogidas: lo mandaba un florista por orden de Roberto, quien naturalmente no lo había visto.

«¡Cuánto más bellas me parecían —se dijo al ponerlo en un jarrón—, las humildes flores que él mismo me llevaba ahora un año! ¡qué me importan estos ramos arreglados por manos mercenarias!»

Hacia la tarde recibió una corta misiva de Roberto: le decía que no podía ir esa noche a Chorrillos porque sus negocios no se lo permitían. Había tenido la fortuna en esos días de heredar al hermano de su madre, que vivía en Arequipa, quien al morir le había dejado manto poseía, y a causa de esta herencia no podía abandonar a Lima.

«Pero —añadía—, yo sé que usted no toma ya interés en semejantes miserias; mi poquísima fortuna no puede pesar mucho en la balanza de la que proclaman opulenta. Además, hay personas que poseen mayores atractivos que yo, bajo todos aspectos, y que naturalmente interesan más. Así, no se admirará usted si no vuelvo a molestarla con mi presencia importuna; la frialdad con que me recibió anoche me prueba que no me habían informado mal acerca del cambio de sus sentimientos y proyectos. Tengo la convicción de que se ha acabado, si acaso existió algún día, el cariño que usted se dignó manifestarme… En fin, he descubierto demasiado tarde para mi futura felicidad, que sufrí una grave equivocación respecto de usted; la mujer que ha sido un ideal no puede bajar nunca a la tierra sin mancharse con el lodo que se encuentra en los caminos humanos».

Teresa se quedó anonadada, y por largo tiempo no supo lo que le sucedía. ¡Roberto, el único ser que había amado durante tantos años rompía ya con ella!… No; ¡esto era imposible!… ¿Quién le arrancó ese corazón que era la dicha, el bien, la vida de Teresa? Su padre debía de estar en el fondo de todo esto, y de ello le pediría cuenta: también Rosita tendría parte… , pero no quería degradarse pidiéndole explicaciones. Despechada, casi demente, corrió a la estación del ferrocarril en el momento en que partía un tren para Lima.

Casi sin saber lo que hacía se presentó delante de su padre, pálida, débil, moribunda y le dijo entro sollozos:

—¡Oh! padre mío… ¿para qué darme una vida que yo no pedía, para qué alimentar mi niñez y proteger mi juventud, si después había de hacerme usted tan desgraciada?… ¡sí, tan desgraciada!

—¿Qué es esto, Teresa? —exclamó su padre acercándosele, mientras que ella, sin poderse contener más tiempo, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

—¿Qué te ha sucedido? —añadió Santa Rosa.

Por algunos momentos no pudo ella contestarle; pero al fin, haciendo un esfuerzo, dijo:

—No me lo niegue… usted, o por orden suya, ha envenenado el espíritu de Roberto, durante mi ausencia en Chile…

—¿Roberto?… ¿todavía piensas en él?… Por cierto creía que ya tenías más juicio y habías olvidado, esos caprichos indignos de ti.

—¡Yo no puedo olvidar!… ¡pero dígame usted, dígame por Dios! ¿qué le han dicho de mí a Roberto?

—¿Qué le han dicho?… ¿Y a mí qué me importa lo que lo puedan decir a ese miserable? No entiendo lo que me preguntas, ni me gustan estas escenas. ¡Ah! es verdad: he sabido que le han dejado últimamente una crecida herencia; probablemente ya no necesitará de tu dote, ¿eh?…

Y diciendo esto salió, dejándola sola.

XX

eresa no sabía qué hacer, pero al fin resolvió escribir unas pocas líneas a Roberto, rogándole que explicara su conducta; ¡no podía gastar orgullo con él! He aquí la respuesta:

«Son tantas las pruebas que tengo de que usted no me ama, ni me ha amado jamás, que no creo necesario explicarme. Me he sentido hondamente herido en mi corazón como amante, y en mi dignidad como hombre… Le aseguro a usted que ha desaparecido un amor que usted despreciaba cuando me lo ponderaba. Ahora veo claro que usted no supo estimar la santidad de los sentimientos que me animaron. Fui amante, servidor, esclavo; pero parto porque quiero olvidar, si es posible, mis horribles sufrimientos. Mas, antes de ausentarme, le devuelvo todo lo que tenía de usted… era un tesoro que amaba más que la vida y que pensé no me lo arrancarían jamás».

Al mismo tiempo le devolvía todas las cartas que tenía de ella y otros pequeños recuerdos de su amor.

El golpe fue terrible para la infeliz Teresa. Sin embargo, procuró no perder la cabeza; buscó las cartas de Roberto, y cuanto él le había regalado: algunos libros y dibujos; pero no pudo resolverse a devolverle algunas flores secas; las guardó prontamente porque conoció que su vista la enternecía, y recogiendo lo demás hizo un paquete que selló y dirigió «al señor Roberto Montana».

Cuando vio el paquete cerrado sobre su mesa y se hizo cargo enteramente de lo que esto significaba para su vida, un hondo sollozo salió de su pecho oprimido, y cayendo postrada sobre el alfombrado fue presa de una horrible desesperación. Por lo mismo que sus sentimientos eran concentrados y ocultos se aferraban a las fibras de su vida misma y cuando estallaban no era capaz de reprimirlos fácilmente. Así pasó muchas horas, no supo cuántas, rehusando abrir su puerta y tomar alimento. Al fin se levantó, y después de haberse paseado largo rato se sentó y escribió por la última vez a Roberto:

«Un rayo ha caído a mis pies y he quedado como ofuscada. Hay momentos en que creo estar loca… Lo único que comprendo es que entre usted y yo todo ha concluido, que jamás podremos entendernos y que esto no tiene remedio. Pero, es preciso que usted sepa que no veo ni comprendo absolutamente qué motivo tiene usted, o pretende tener para haberme tratado así. Entre personas que se estiman las explicaciones no están de sobra. Confieso que usted me ha hecho pasar dos días de angustia, dos noches de indecibles tormentos… En medio de este mar de dudas sólo he visto con claridad que usted ya no me ama y que por eso se ha aprovechado de un pretexto inexplicable para decírmelo… Sin embargo, Roberto ¿no merecía yo acaso mayores consideraciones de parte de usted? Dejo la contestación a su conciencia.

Procuraré tener valor para luchar contra la debilidad de mi corazón… ¡Soy fuerte! Volveré a la calma estancada de mi vida anterior… ¡Todo ha acabado ya, todo! Al fin he quedado tranquila: la tranquilidad de la muerte, es cierto; ha muerto en mi alma la última ilusión, y ya la vida para mí es árida y desnuda y la veo en su yerta realidad. Siento que mi espíritu ha perdido el resorte que lo movía y que en pocas horas he llegado moralmente a la senectud. La lámpara del amor ha quemado hasta la última gota de su combustible y ha brillado con su postrera luz; la flor de mi juventud ha perdido su último pétalo; el desengaño ha venido al fin. No ha querido conocer lo que guarda mi alma, la única persona en quien he tenido completa confianza, la única a quien he contado lo íntimo de mis ensueños y mis ideas, y a quien no vacilé ni temí mostrar el fondo de mi pensamiento, creyendo que su corazón me comprendería siempre.

¡Adiós Roberto! ¡vaya usted en paz!… Aunque se despide para siempre, sin pronunciar una palabra de ternura; aunque mi imagen se ha borrado para siempre de su alma, repito con el perdón en los labios: ¡vaya en paz! Que la fortuna sea su compañera; que la esperanza lo alimente… ¡que no conozca el sufrimiento, y que encuentre en otro corazón lo que creyó no hallar en el mío!… No evoque usted jamás mi memoria, ni el eco de mis palabras sino en las horas de tristeza… ; olvídeme completamente y sea feliz.

¡Adiós! ¡Roberto, adiós!»

Después de que cerró y envió su carta y las de Roberto, se quedó largo tiempo inmóvil, la cabeza apoyada contra un sillón; allí, sola, aislada, pálida, con los brazos caídos, los ojos cerrados y el cabello suelto, la pobre mujer presentaba la imagen de la más completa desolación.

Horas después una sombra se proyectó en el umbral de la casa de Santa Rosa y una voz conmovida preguntó por Teresa. Le dijeron que había dado orden de no dejar entrar a nadie. La voz insistió y entonces fueron a golpear en la puerta del cuarto en que yacía Teresa, pero nadie contestó. El que había llegado se apartó con pasos lentos de la puerta a tiempo que entraba Santa Rosa y reconoció a Montana que se alejaba, y lo primero que hizo fue ordenar a sus criados que jamás dijeran a Teresa quién había ido esa noche. Poco rato después se presentó un sirviente con una carta para Teresa: Santa Rosa la interceptó y mandó devolverla cerrada a nombre de su hija con intimación de que rehusaba recibir cartas del señor Montana.

Éste, a quien abrumaron los remordimientos cuando hubo leído la última carta de la que tanto había amado, quiso ir a pedirle perdón de rodillas. Pero la imposibilidad de llegar hasta ella y la creencia de que no había querido verlo, produjeron un rapto de orgullo inconsiderado, y cuando lució el sol del día siguiente no lo halló en Lima.

La desgraciada Teresa ignoró lo que había pasado, y la luz del día la encontró todavía entregada a su desgarradora desconsolación.

Epílogo

Désormais étrangère à la vie, je la regarderai passer comme un
ruisseau qui coule devant nous, et dont le mouvement égal finit
par nous communiquer une sorte de calme.
MADAMA DE STAËL

Se pasaron meses. Teresa volvió a la sociedad; reía y conversaba como antes, y su vida exterior no había cambiado. Visitaba y recibía visitas con entera serenidad, y aun hablaba de Montana sin turbarse. Algunos suspiros ahogados, una profunda indiferencia por cuanto la rodeaba, cierta ironía triste en sus palabras y pensamientos, y algunos ímpetus de descontento doloroso, eran las únicas señales que habían quedado de la herida secreta que llevaba en su corazón. Nadie la comprendía ya; solamente uno había leído en su pensamiento como en un libro abierto y penetrado con una mirada las sombras que pasaban por él… ; pero ya no había quien leyera más, y podía con seguridad pensar que su alma estaba sola, siempre sola. Para recuperar aquella serenidad aparente, había tenido que recurrir a los consuelos que buscaba en otros tiempos: frecuentaba mucho la sociedad, solicitaba con ahínco distracciones, no estaba nunca sola, y por la noche se retiraba tan completamente, cansada y fastidiada que el sueño en breve la rendía.

Carlos Pareja había llegado a Lima y hablado con Teresa, quien le hizo comprender que su corazón era una ruina y que una pena profunda, desoladora, había agotado en ella la facultad de amar, y por consiguiente, él no debía tener esperanza alguna en ser correspondido. Sin embargo, el joven no se desalentó; permanecía en Lima y frecuentaba la casa de Teresa, pero sin hablarle de sus pretensiones. La estudiaba continuamente, procuraba comprenderla y permanecía a su lado, porque cada día encontraba en ella mayores motivos para amarla: con su aire tranquilo y reservado, podía observar la móvil aunque orgullosa fisonomía de Teresa, y trataba de descubrir alguna señal que le hiciera adivinar la causa de sus penas; pero el tiempo pasaba y él la veía siempre lo mismo.

Llegó el 28 de julio, aniversario de la Independencia del Perú. El pueblo, que parece indiferente todo el año, se entusiasma locamente ese día. En las calles, en las plazas, en las fondas, en las casas particulares, se reúne la gente para cantar el himno nacional. El regocijo de un país entero, la alegría general de todo un pueblo, es un espectáculo interesante en extremo, y esto despertó hasta a Teresa de su letargo doloroso; sus ojos se iluminaron un momento con un destello de su antigua animación y entusiasmo.

Por las calles pasaban largas procesiones de gente a caballo, a pie y en coche, que escoltaban carruajes abiertos en que llevaban los retratos del Libertador Bolívar, de Sucre, San Martín y otros próceres. En las esquinas se reunían grupos de gente, y los discursos se hacían cada momento más entusiastas, a medida que las libaciones eran más frecuentes. Cuando pasaban por delante de la casa de algún sujeto de notoriedad política, lo llamaban, lo obligaban a salir al balcón y tenía que pronunciar un discurso.

Así se pasó el día, terminando con una gran función en el teatro. Teresa se había sentido indispuesta desde por la mañana, pero no quiso dejar de concurrir esa noche.

Todas las señoras estaban vestidas idénticamente, llevando los colores nacionales, blanco y rojo; y muchas banderas adornaban el escenario y los palcos. Se empezó la función por el himno nacional, cantado por la compañía lírica, y en el estribillo, el pueblo entero, en pie y con las cabezas descubiertas, cantaba:

¡Somos LIBRES, seámoslos siempre;
antes niegue las luces el sol
que faltemos al voto solemne
que la PATRIA al ETERNO elevó!

Después de haber llamado por su nombre a varias personas conocidas entre los literatos y hombres públicos para que hablaran, en el primer entreacto empezaron, desde el patio, a pedir el himno nacional a las señoritas que estaban en los palcos y que se sabía podían cantarlo. Ellas no se hicieron rogar: tomaron la letra del himno distribuido en la puerta, y levantándose impávidas, risueñas, lo cantaron con entusiasmo, haciendo coro siempre el público entero. A poco pidieron su contingente a Teresa, quien trató de excusarse, pero le fue preciso obedecer. En pie, en medio de su palco, cubierta de blancos encajes y coronada de rosas lacres, estaba muy bella, y aplaudieron tanto los acentos de su expresiva voz, como la hermosura de la cantatriz. Carlos Pareja estaba a su lado y tenía en sus manos el papel en que ella leía, ¡y cuando acabó la premió con una dulce sonrisa!

—¡El número 25, el número 25! ¡el himno! ¡el himno! —gritaron desde el patio.

Era el palco en que estaba Rosita: Teresa, que hacía mucho la había dejado de ver, volvió los ojos hacia ese lado, y Pareja, que la miraba en ese momento, vio que sus mejillas se cubrieron de carmín para tornase después pálidas como el mármol. Levantose Rosita, teniendo a su lado a Roberto Montana… , él miraba a su compañera con ternura y ella se mostraba llena de orgullo. Este espectáculo imprevisto pues Teresa no sabía que pocas horas antes había vuelto Montana, la impresionó vivamente, y con dificultad pudo ponerse en pie cuando empezó el himno… Se sentía desfallecer, mientras que las dos voces unidas se elevaban armoniosas y llenas de entusiasmo, y Teresa escuchaba la hermosa voz de Roberto como en sueños y veía que sus ojos la buscaban al decir:

¡Largo tiempo el PERUANO oprimido
la ominosa cadena arrastró;
condenada a una cruel servidumbre
largo tiempo en silencio gimió!

Mas apenas el grito sagrado
¡LIBERTAD! en sus costas se oyó,
¡la indolencia de esclavo sacude,
la humillada cerviz levantó!

Entonces, en medio de aquella multitud, rodeada de alegría y de perfumes, Teresa recordó el lecho de muerte de Lucila; resonó nuevamente en sus oídos la voz de su amiga diciéndole aquellas proféticas palabras: «me estremecí pensando que tu suerte no sería feliz». Allí, cuando la música atronaba todo el ámbito, cuando mil luces brillaban en torno suyo y sus ojos se fijaban en las joyas que lucían en sus brazos descubiertos… allí, en medio de aquella escena, Teresa volvió a sentirse en la estrecha pieza de la moribunda y al recordar el sueño que tuvo y que había olvidado… Se sentía desfallecer como entonces; veía a Roberto feliz al lado de otra mujer, importándole poco si ella se moría o no. Al pensar esto, vio volar en torno suyo como estrellas todas las luces del teatro, las gentes y las banderas como en un torbellino… Pareja apenas pudo darle su apoyo para que no cayese al suelo, pues se había desmayado.

Cuando volvió en sí estaba en su cuarto. Un fuerte ataque al cerebro, seguido de fiebre, la puso tan cerca de la muerte que durante algunos días se creyó que no viviría; pero al fin volvió en sí y los médicos la declararon fuera de peligro. Cuando le anunciaron que su convalecencia empezaba, contestó con un hondo suspiro, volviéndose hacia la pared:

«¡Hubiera querido morir! ¿para qué es mi vida?»

Pero vivió y recuperó sus fuerzas para oír hablar en todas partes del amor de Roberto y de Rosita. Sin embargo, no volvió a conmoverse al verlos juntos, y hasta los habló varias veces con la sonrisa en los labios, y aunque llevaba la muerte en el corazón, nadie lo supo; a lo menos ella no sabia que Carlos Pareja hubiese descubierto la causa de su tristeza.

Durante mucho tiempo su salud continuó débil; su mirada perdió el brillo y su belleza la frescura; una mórbida palidez invadió sus mejillas y su hermosura se apagó.

Pasaron uno y dos años, y Pareja, que era secretario de la Legación chilena veía con terror fijarse en la fisonomía de la que amaba con tanta abnegación, una incurable melancolía, y se estremecía al pensar que había fundado su esperanza en una mujer que tenía perdida la facultad de amar.

Hacía tiempos que Roberto había roto con Rosita y se decía que desde entonces había amado a otras. Teresa lo veía a veces, y cuando se encontraban en alguna parte se hablaban sin afectación; pero nunca procuraron tener una explicación que ya era inútil, y ella creía que él hasta olvidaba los tiempos en que se amaron… Pero en el corazón de nuestra heroína se levantaba a veces el espectro de lo que fue: ¡ella no sabía olvidar!

Una mañana le trajeron una carta y al abrirla leyó lo siguiente:

«Amiga mía:

Aunque hace mucho tiempo que no nos visitamos, no quiero parecer ingrata… Ayer tuve la satisfacción de haber añadido otro nombre al mío, casándome, y he creído que al entrar a ese respetable gremio, al cual tú perteneciste, debía ser completamente franca. Empezaré explicándote y haciéndote comprender varios acontecimientos que han tenido una grande influencia en tu vida… No sé si recordarás que ahora algunos años te dije, y te lo notifiqué seriamente, que no permitiría que te interpusieras entre Roberto Montana y yo, pues su conquista me pertenecía. Aunque se me ha creído aturdida y caprichosa, nunca cambio de propósito… Cuando te vi volver de Europa con Roberto, pronto comprendí en qué estado estaba tu amistad con él, y resolví hacer fracasar ese amor. No era porque yo amara a Montana (¿acaso yo he podido comprender jamás ese estado de imbecilidad que ustedes llaman amor?) no era por eso; pero halagaba mi vanidad hacerte perder ese admirador que parecía tan rendido. Empecé, insinuándome en el espíritu de Roberto, manifestándome amiga desinteresada, y procuré ganar su confianza; pensaba que de amiga y confidenta a amante no hay más que un paso, cuando se conoce la variabilidad del corazón de un hombre. Una vez que conseguí esto fui poco a poco haciéndole tener dudas y despertándole los celos… El viaje a Chile fue arreglado entre tu padre, y yo, pues siempre anduvimos de acuerdo. Antes de partir, Santa Rosa me entregó unas cartas que él había interpretado cuando descubrió tu correspondencia con Roberto. Durante la ausencia era más fácil envenenar tu recuerdo, y cuando hube preparado convenientemente el terreno, me fingí afligida con la credulidad de tu amante, y tu perfidia, y presenté las cartas, en sobres también de tu letra, dirigidos a Carlos Pareja, que no sé cómo consiguió Santa Rosa para mandármelos. Naturalmente, yo cambié ligeramente las fechas de las cartas, pero eso era muy fácil. El despecho y la rabia que manifestó Roberto me llenaron de gozo, pues estaba ya segura del triunfo. Esto fue pocos días antes de tu llegada… ; sin embargo, yo temía la ternura y las explicaciones de la primera entrevista, y arreglé mis planes del modo que tú recordarás, estando yo presente.

Creo que lo demás lo comprenderás; no hay necesidad de mayores explicaciones. Olvidaba decirte que hasta entonces no había conseguido hacerme amar por Roberto; pero eso no me afanaba; pues estaba segura de hallar una oportunidad: la conquista del amor de un hombre es tan fácil cuando se tienen atractivos… ¡y voluntad!

La llegada a Lima de Carlos Pareja y su continua presencia a tu lado, me hicieron recordar la empresa que tenía empezada y a la cual no había dado aún la última mano: le escribí entonces a Roberto, que estaba todavía ausente de Lima, diciéndole que si quería persuadirse de lo que le había probado respecto a tu intriga con el chileno, viniera inmediatamente.

El 28 de julio en el teatro te vio sonreír dulcemente con Carlos y apoyarte familiarmente en su brazo; creyó entonces que efectivamente era una cobardía en él pensar más en ti… y esa noche misma me declaró que a mí solamente podía amar. Los hombres cambian fácilmente de ídolo; el amor es el mismo, pero el objeto, diferente. Así fue que yo acogí el homenaje que me ofrecía, a pesar de que en el fondo lo despreciaba y sólo sufrí sus atenciones el tiempo necesario para que nuestros nombres llegaran unidos a tus oídos.

Tu enfermedad iba haciendo fracasar todos mis proyectos. Un día encontré a Roberto rondando la casa en que se decía te estabas muriendo, y al principio se resistía a seguirme; pero en ese momento nos pasó Carlos Pareja con un médico que había ido él mismo a llamar. Al verlo Roberto perdió su aire abatido y no volvió a alarmarme con tu recuerdo.

Creo que no tengo más que añadir. Ya ves, querida Teresa, que lo que se quiere se puede cuando hay constancia.

Ayer me casé, como te lo dije al empezar; y aunque el novio (que es inglés) no es joven ni interesante, es rico y complaciente y me llevará a Europa cuando yo quiera. Esperaba poderte dar esta noticia para escribirte, y si he tardado tanto en hacerlo te aseguro que no ha sido por culpa mía.

Adiós, espero que no olvidarás nunca a tu antigua amiga.

ROSA C. SMITH»

Esta carta le causó mucha pena a Teresa, al pensar con cuánta facilidad se había dejado engañar Roberto; también la satisfizo la idea de que él no era tan despreciable como ella había creído, pues eso era lo que más la entristecía; pero no cambió en nada su vida. Aunque hubiera podido enviar la carta a Montana para que no guardara de ella una opinión errónea, no pensó en hacerlo nunca. ¿Para qué causarle remordimientos, cuando ni uno ni otro podían volverse atrás?… ya todo era inútil; las ilusiones no pueden revivir.

Ésta era la situación en que se hallaba Teresa la tarde en que, como recordará el lector, la vimos por primera vez en su balcón en Chorrillos.

El joven que vio al través de los cristales era Carlos Pareja, que no dejaba nunca de visitarla y se manifestaba afligido cuando no lo recibía.

¿Acaso Teresa se condolió al fin del afecto constante de Carlos y volvió a pasar por el terrible camino del amor en el cual tanto había sufrido?

Hasta ahora no lo hemos sabido.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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