Un Crimen

Soledad Acosta de Samper


Cuento



Non vedes las yerbas verdes y floridas,
que amanecen verdes y anochecen secas.

JUAN LORENZO

I

En el promedio de un alto cerro y la llanura suavemente inclinada blanqueaban entre arbustos y bejucos las paredes de la estancia del «Mirador»: hacia atrás se levantaba el cerro cubierto de espeso monte, cuyos árboles crecían majestuosos cobijando la mole por entero, excepto los riscos de las cumbres que desnudos resaltaban contrapuestos al azul del cielo. La casita, situada sobre la falda, era más cómoda que las chozas comunes de aquellos parajes: tenía una aseada salita con su pequeña alcoba, aparte de la diminuta cocina; además, un gallinero bien provisto, el patio muy limpio, adornado con dos o tres matitas de rosa a cuyo pie habían puesto largas guaduas hendidas y llenas de agua para que bebiesen los animales: varios pavos graves y orgullosamente satisfechos, barrían el suelo continuamente con las alas y marchaban por en medio de las prosaicas gallinas que no les hacían caso, o los miraban con cierto aire de burla; cinco o seis perros dormían todo el día cerca de la puerta de la casa y velaban toda la noche cuidando el haber de sus amos. De este patio situado en alta explanada, se bajaba por gradas hasta una vereda escarpada que descendía terminando en una llanurita sombreada por el frondoso y reluciente platanar, que interpolado de mangos, ciruelos y chirimoyos cerraba por este lado el paisaje inmediato, alegrado a derecha e izquierda por sementeras de maíz, yucas, batatas y otras plantas que formaban la riqueza de los habitantes del «Mirador». Desde el patio se veía el camino para el Valle, que después de atravesar el platanar se perdía en el monte, apareciendo a trechos más abajo conforme se despejaba de árboles el terreno, hasta que por fin se ofuscaba enteramente en lontananza, donde se abría el valle entre dos corros cubiertos de bosques tras los cuales se divisaban varias cadenas de montes arrugados que formaban horizonte. Olvidaba decir que a menos de media cuadra de distancia de la casa corría un cristalino riachuelo, que bajaba jugueteando por entre la soberbia vegetación de las tierras templadas, y se detenía en un pozo sombreado por los árboles, bajo los cuales estaba la piedra en que se lavaba la escasa ropa de la familia.

Un claro y sereno sol de enero brillaba sobre aquel paraje, haciendo relucir todas sus bellezas y destacando y poniendo en relieve cada punto más digno de atención, como retoca el pintor la obra que concluyó. En el momento en que un hombre subía por el camino del platanar, una mujer con el pelo suelto y llevando un niño en los brazos asomaba por la estrecha vereda que conducía a la quebrada.

—¡Luz! —exclamó el hombre al verla—, ¿ya estás fuera de la casa?

—Sí —contestó ella sonriéndose, y apresurando el paso se llegó a aquel hombre, quo era su marido, y le estrechó cariñosamente la mano.

—La comadre Prudencia —añadió—, se fue esta mañana para su casa, yo estoy buena…

—¿Y el niño cómo ha seguido desde ayer?

—Míralo —contestó levantándolo hacia la cara del padre—; ¡parece que se ríe ya contigo y apenas tiene ocho días!…

En eso llegó de la sementera con el azadón al hombro un niño de diez a once años de edad que había estado trabajando, y seguido por tres niños más pequeños, todos corrieron a recibir a su padre con exclamaciones de alegría.

—¡Juliana —gritó la madre—, baja el almuerzo que aquí está tu padre!

Una muchacha que apenas llegaría a los nueve años, salió entonces a la puerta de la cocina con una humeante olla trabajosamente sostenida en ambas manos, y la depositó con mucho tiento bajo el alar, siendo aquel el centro del concurso de todos los miembros de la familia, que provistos de platos de barro y cucharas de palo, asaltaron briosamente la olla sacando del fondo de ella la parte que más les gustaba del sancocho de plátano verde con yuca y trozos de carne de marrano.

En seguida se sentaron en las piedras colocadas como estrado a entrambos lados de la puerta, y la madre se atareó a servir a los más chicos sin dejar de abrazar y arrullar al recién nacido; todos alegres, todos sanos y robustos, compitiendo en buen apetito, formaban un bello grupo de familia: el hombre con su ancho sombrero de paja que aún dejaba ver los extremos de la ondeada cabellera negra: el rostro varonil animado por un par de ojos llenos de vida, mostraba cierta gracia innata en el ademán garboso con que levantó el canto de la ruana blanca sobre el hombro izquierdo: la mujer joven todavía, y aunque había perdido la frescura de la primera juventud, bella y airosa era la imagen de la actividad sonriente y del ingenuo cariño; los niños mayores, juiciosos y callados, atentos al sabroso almuerzo, y los pequeñuelos inquietos, preguntones, turbulentos y cambiando de lugar a cada momento en el grupo.

—¿No te hacen a veces falta tu familia y tu pueblo, Luz? —preguntó el hombre, mientras que la mujer le servía otro plato de sancocho.

—No, por cierto; ninguna —contestó, mirándolo cariñosamente—; aquí a lo menos vivimos tranquilos, sin aprehensiones ni afán.

—Pero con más pobreza de la necesaria —repuso él con cierta melancolía—. En los años que hemos vivido aquí, ya ves que poco hemos ganado… Esto me desconsuela.

—¡Pero nada nos falta!

—Ni nos sobra…

Después de guardar silencio un momento continuó:

—En verdad, hoy vi en la plaza del Valle a don Bernardino.

—¡A don Bernardino! —exclamó azorada Luz— no me lo digas… —y una expresión dolorosa inmutó su antes alegre fisonomía demudándola completamente.

—No seas aprehensiva —dijo el hombre acercándose, para recibir al niño y arrullarlo en los brazos, mientras que la mujer ayudaba a su hija a recoger los platos; y añadió con ternura paternal—; ¿éste es el más blanco, no, Luz? El domingo lo llevaremos a bautizar; ¿qué día nació?

—El de la Cátedra de San Pedro, 18 del mes… —contestó Luz, distraída y con visible inquietud—: dime —preguntó—, ¿qué vino a hacer hasta aquí don Bernardino?

—A intrigar en las elecciones, y lograr que lo nombren alcalde.

—No vuelvas al pueblo, Rafael, mientras ese hombre permanezca en el Valle.

—¿Y quién irá al mercado a vender los plátanos, las yucas, el maíz, y a comprar lo que se necesita?

—Yo.

—¡Tú! ¿Pero no comprendes que eso sería peor porque él te vería otra vez?

—Él ni se acordará de mí después de tanto tiempo; pero estoy segura de que a ti no te ha olvidado, ni tampoco el odio que te tenía.

—¡Ah! Luz, te equivocas: don Bernardino sólo piensa en política y se ha vuelto muy amable.

—¿Con quién?

—Conmigo.

—¿Te vio? ¡Dios mío! ¡Dios mío!

—No solamente me vio sino que se me acercó y me habló.

—¿Y qué te dijo?

—Me preguntó por quiénes pensaba votar y me dio una lista para que fuera el domingo. Mírala, aquí la tengo, me la dio a pesar de que le dije que esos no eran mis candidatos y que aquí nadie votaría por ellos.

Y sacando un papel ajado del bolsillo, se lo dio a Luz, quien lo recibió y lo abrió con un ademán de horror, lo que hizo reír a Rafael.

—Parece como si temieras que el papel fuese una culebra.

—¡Qué más culebra que el que te lo dio! No, ya se acabó la tranquilidad para mí: en adelante no tendré paz y jamás te dejaré ir solo al pueblo.

—¡Ya tengo quién me proteja! —dijo Rafael en tono de burla, y entraron a la casa, emprendiendo cada cual sus quehaceres.

II

El sol que había continuado su impasible marcha, se hallaba ya cerca del opuesto monte cuando Luz, Rafael y los niños tornaron a reunirse en el patio; los perros ladraban furiosamente hacia algunos momentos y toda la familia había salido a ver cuál era la causa de semejante alboroto. Cerca de la casa no había ninguna novedad, pero vieron brillar a lo lejos en el camino una, dos, cuatro armas, que luego ocultó el monte para reaparecer más cerca.

Luz se asió del brazo de su marido llena de temor, pero no dijo nada; un rato después se oyeron voces y pasos más cercanos y vieron que desembocaron, por el camino del platanar cuatro hombres armados: tres con escopetas y uno con lanza. Rafael llamó a los perros que salían ya frenéticos del patio y se adelantó hacia los hombres. Tres eran desconocidos para él; pero no el de la lanza, que había sido alguacil en el Valle y se apellidaba Álvarez.

—¿A quién buscan ustedes, señores? —preguntó.

—¿Usted es acaso Rafael Rozo? —contestó uno de ellos.

—El señor me conoce —dijo mostrando al alguacil.

Éste había permanecido detrás de los demás y contestó con embarazo:

—¿No les dije que aquí era la estancia de Rafael?

—Entonces ¿en qué les puedo servir?

—¿Sabe usted leer? —preguntó el primero que había hablado.

—Yo no mucho, pero Luz sí. Ven acá —añadió llamándola y dándole un papel que le habían entregado—, lee esto.

Ella se acercó, y su mano temblaba tanto que apenas pudo abrir el pliego. Era una orden del alcalde para que Rafael Rozo compareciera inmediatamente a dar una declaración acerca de una riña que había presenciado esa mañana en el mercado del Valle.

—¿La que tuvo lugar entre Juan y Manuel? —dijo Rafael—; ¡pero si esa disputa no siguió adelante!

—¡Cómo no! Después que los separaron se volvieron a encontrar y se dieron hasta de cuchilladas.

—Yo no presencié esa parte.

—No importa. El señor alcalde quiere que se guarde orden a todo trance y desea indagar el origen de la pelea.

—Bien, pues —dijo Rafael—, mañana tengo que ir al pueblo y pasaré por allá.

—No es mañana, ha de ser ahora mismo.

—¿Pero no ven ustedes que no tendré tiempo de volver hasta tarde de la noche?…

—Hay luna y, sobre todo, ésa fue la orden que nos dio el alcalde.

—Vámonos, antes de que cierre la noche. ¡Apure!

—Aguardenme un momento; voy a buscar mi sombrero.

Al entrar a la casa vio que uno de los hombres lo seguía parándose en la puerta de la sala mientras que otros dos se situaron detrás de la casa. Al punto Rafael comprendió que estaba preso, y aunque lo deseara no podría escaparse. Luz estaba en la alcoba y llorando lo abrazó.

—¡No te vayas con esos hombres! —le dijo al oído—, ¡no te vayas Rafael… tengo miedo!

—¿Pero miedo de qué? —le contestó con fingida indiferencia—, no veo motivo para afanarte tanto.

—Busca cualquier pretexto para que no te obliguen a ir esta tarde.

—¡Imposible! Creo que sería peor hacer resistencia.

—Deja a lo menos que te acompañe Pepito y no vuelvas esta noche, es decir, si te dejan libre —añadió con un suspiro—. Pepito llevará un racimo de plátanos guineos que me encargó el señor cura, y así te podrás quedar en su casa.

Cuando estaban preparando los plátanos que debería llevar el niño, el alguacil que había permanecido separado de los demás, preguntó si el niño acompañaría a su padre, y al afirmárselo, dijo a Luz con cierta insistencia:

—No lo deje usted ir: es mejor que se quede.

—¿Por qué?

—Es lejos y muy tarde ya.

—Por lo mismo no quiero que Rafael vuelva solo por el monte.

Juliana se acercó con una totuma de guarapo para su padre.

—Ofrécelo a los señores, primero —dijo Rafael con natural cortesía—: ellos estarán cansados y sedientos.

Todos aceptaron, menos el alguacil, que manifestó repugnancia, y acercándose, a la tinaja que estaba debajo de un naranjo al lado de la casa, sacó una vasija de su carriel y tomó agua.

En seguida emprendieron marcha, quedándose Luz en la puerta de su casa, poseída de temor, inmóvil y callada, hasta que se ocultaron todos en el platanar, y entonces sentándose prorrumpió en llanto.

Así permaneció largo rato hasta que oyó llorar al niño: corrió a sacarlo, volviendo a situarse en donde pudiese ver relucir en los sitios abiertos las armas de los que se llevaban a su marido.

—Anda —dijo a su hija mayor—, anda a la casa de la comadre Prudencia y dile que he quedado otra vez sola y que me venga a acompañar esta noche.

La niña desapareció prontamente, y cruzando la quebrada tomó una vereda sombreada, que subía hasta la cima de la montaña donde estaba la choza de la amiga de Luz.

La acongojada madre en tanto vio pasar y relucir las armas por el último sitio abierto de la montaña, pero no se movía de allí. El sol se había ocultado tras las copas de los árboles de la fronteriza montaña, y las gallinas y demás aves domésticas comenzaban a eligir su dormitorio en la barbacoa, pisoteándose y aleteando cuidadosamente, sin haber motivo para todo aquel trasiego; los perros se acercaron a su ama y lamiéndole las manos y los pies, se echaron a su lado. Ya no se distinguía el paisaje sino confusamente y sólo la parte más alta de los cerros brillaba con los últimos destellos del sol. Un momento después se hundió bajo el horizonte y al mismo tiempo se oyeron distintamente dos, tres tiros, cuyo estruendo repitió el eco de corro en cerro.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Luz levantándose convulsa, y tambaleando hubo de apoyarse contra la pared de la casa.

¡En aquel mismo instante los niños reían gozosos retozando en el baño de la quebrada, y un pajarito posado en una rama del árbol vecino cantaba alegremente sus adioses al día!

III

Cuando llegó la amiga de Luz, la vieja Prudencia, encontró a la casera con los ojos desmedidamente abiertos que miraba hacia lo lejos como que si hubiese visto un espectro.

—¿Qué sucede, comadre, que está como difunta?

Con voz entrecortada le refirió Luz lo acaecido, y cómo habían resonado aquellas ominosas descargas en la soledad de la montaña.

—¡Vaya con las aprehensiones de mi comadre! —exclamó la recién venida—; ¿no me dice que los alguaciles llevaban escopetas?, lo habrán tirado a algún pájaro u armadillo…

—¡No! —contestó Luz—, conozco cuando se dispara un con munición o con bala… Fueron balazos, y aún me pareció haber oído un grito. ¿Por qué dejé ir a Rafael? ¡lo pude haber escondido en la montaña!

—No entiendo este afán —repuso la otra—, ¿quién le va a hacer ningún mal a un hombre tan pacífico como mi compadre?

—¡Pero ha venido del alcalde don Bernardino!

—¿Quién es don Bernardino?

—¡Cierto que usted no sabe! Don Bernardino es hijo del «gamonal» del pueblo de donde somos nosotros: se encaprichó en galantearme antes de casarme con Rafael; pero siempre le hice mala cara, y hasta le tenía miedo… ¿No oye usted sonar alguna cosa?

—No, nada, siga su cuento.

—Con todo, me perseguía y trataba de hablar conmigo. Un día Rafael le encontró rondándome la casa y trabaron agrias palabras, y por consecuencia de esto el otro se fue del lugar y no volvió sino mucho después de haberme casado. Pero no se le había olvidado su resentimiento con mi marido y se propuso molestarnos de todos modos. Rafael entonces intrigó para que no votaran por él para no sé qué empleo, saliendo otro en su lugar. Ésa fue la causa de nuestra ruina: hizo que su padre nos quitara la estancia y tuvimos que vender los animales por cualquier cosa e irnos del pueblo; pero no antes de que Rafael le dijera cuatro verdades en la plaza, a lo que el otro le contestó prometiendo vengarse de todos modos, y nos persiguió mucho, hasta que vinimos aquí, en donde hasta ahora habíamos vivido tranquilos… Estoy segura de que oigo ruido en la montaña.

—¡Nada, son ideas!… ¿Mucha pena le daría dejar a sus padres?

—¡Mucha! Pero Rafael es tan bueno, como usted sabe, que no los echa de menos cuando está conmigo. ¿No ve usted cómo se mueve una cosa allá abajo?

Los perros que habían permanecido echados a sus pies se levantaron gruñendo. Para entonces había oscurecido completamente; un aire fresco movía las hojas de los árboles y en la espesura y por todos lados se oían los indecisos ruidos de animales que de noche dan temerosa voz a los bosques americanos, sin permitir un solo momento de silencio. La luna, cubierta hasta entonces por una nube, se despejó, iluminando el grupo compuesto de las dos mujeres sentadas en el quicio de la puerta y los niños agazapados en contorno de la madre. Los perros, después de haber husmeado en varias direcciones, se precipitaron por el camino del platanar, y al cabo de un instante se les oyó ladrar alegremente; poco después a los ladridos sucedió un aullido lastimoso y prolongado.

—Por ahí viene Rafael o Pepe —dijo Luz—, ¿qué habrá sucedido?

De nuevo se oscureció la noche y el viento susurraba entre las ramas de los árboles acarreando los aromas del bosque hasta la casita de Luz. Hízose visible un bulto que se movía en la vereda, y cuando llegó al patio, la luna iluminó claramente al niño que temblando y cubierto de sangre prorrumpió en sollozos al ver a su madre.

—¡Mamá! ¡mamá! ¿qué haremos? —gritó al fin.

Luz arrojó al regazo de Juliana el niño que tenía dormido en los brazos, y abalanzándose a Pepe exclamó toda trémula:

—¡Habla! ¡habla!… ¿qué ha sucedido?

—¡Mi padre!

—¿Dónde lo dejaste?

—Allá abajo, cerca del charco hondo… lo amarraron…

—¿Lo amarraron?

—¡Y después se fueron!

—¿Y no se podía desatar?

—¡Yo no pude!… Le dieron dos balazos en el pecho y otro en la cabeza…

Luz no contestó: bajó desalada a todo correr las gradas del patio y la pendiente vereda, atravesó el platanar y se internó en el bosque seguida de todos los niños, menos Juliana que arrullaba al más chiquito. La vieja Prudencia procuró acompañar a la pobre mujer, pero no podía correr tan aprisa. La oscuridad era densa en la espesura del bosque, pues, la luna, todavía muy baja, apenas rasaba con sus pálidos rayos las más altas copas de los árboles, sin penetrar por entre las tupidas ramas; pero se distinguía el camino por el que corría sin detenerse Luz con los perros adelante y detrás de ella los espantados hijos, dispersos, según su edad, llorando unos, gritando otros, llamando angustiado a su madre el más pequeño, a quien ella no hacía caso, como no lo hacía de las piedras en que tropezaba, ni de las ramas que azotaban su rostro desencajado. Atrás, muy atrás, seguía Prudencia invocando a los santos y deteniéndose a recoger fuerzas para seguir…

Al cabo de media hora, Pepe, que se había adelantado a su madre para indicarle el camino, dio un grito y se detuvo en un espacio abierto que iluminaba la luna, cayendo sus rayos sobre un cuerpo inclinado hacia adelante y atado a un árbol.

Luz exhaló por primera vez un intenso gemido, pero sin llorar, y se acercó… Rafael estaba ya frío y la sangre coagulada cubría sus vestidos y formaba en el suelo una charca; lo desató con cuidado, y lo acostó en el suelo; después con amantes manos levantó el cabello que cubría su frente; tenía los ojos abiertos y vidriosos; depositó la cabeza sobre su regazo y lo llamó varias veces; pero viendo que no se movía, fijó los ojos en él y quedó como anonadada. Los niños, a medida que iban llegando, se acercaban al grupo, y aterrados se hacían a un lado. Pepe corrió al charco vecino y volvió con la copa del sombrero llena de agua y se la tiró a su padre en la cara, pero viendo que no le hacía impresión prorrumpió en llanto, a tiempo que llegaba la comadre Prudencia jadeante. La vieja se arrodilló al lado de Rafael y conociendo que estaba perfectamente muerto, procuró quitárselo de encima a Luz; pero ésta aunque callada, se opuso a ello.

—¡Qué haremos aquí solas! —dijo la vieja levantándose llena de afán, y dirigiéndose a Pepe añadió—; vuela, hijito, al pueblo, avisa allá para que venga gente a llevarse a este pobre hombre.

IV

Luz no se movía, con la cabeza del muerto sobre su regazo, sin querer ni poder contestar a las palabras de su comadre, ni oír los gritos y sollozos de los niños que la rodeaban.

Así se pasó una hora, al cabo de la cual se oyeron voces y pasos por el camino de la aldea, y un momento después el alcalde a caballo y otras personas a pie se acercaron al grupo.

Don Bernardino se desmontó y acercándose a Luz procuró mirar al muerto; pero ella se lo impidió, quitándose el pañuelo del pecho y cubriendo con él la cara de Rafael; después, poniendo la cabeza del muerto en el suelo con suavidad, se levantó, y situándose delante del cadáver recuperó la palabra para gritar furiosa:

—¡Tú fuiste! ¡gózate en tu obra!

Don Bernardino dio un paso atrás, pero no contestó.

—Qué levanten este cuerpo —dijo dirigiéndose a algunos hombres—, y lo lleven al pueblo.

—¡Ah! —exclamó Luz—, ya no está vivo. ¿Aún le tienes miedo? Escuchen —añadió—: este hombre, este hombre es quien mandó asesinarlo… ¡Asesino! ¡Dios te ha visto! ¡Dios te juzgará!

—Esta mujer está loca —dijo el alcalde desdeñosamente—. ¿Qué parte tengo yo en la muerte de este hombre?

Ella contó entonces cómo se habían aparecido esa tarde cuatro hombres en la casa de Rafael y se lo habían llevado por orden del alcalde.

—¡Yo no he dado tal orden!

—¿Dónde están los hombres? ¿quiénes eran? —preguntó uno.

—El uno era el alguacil Álvarez, y los otros no los conoció Luz.

—Hace días que Álvarez se fue del Valle —contestó don Bernardino.

—Yo lo vi esta mañana —repuso otro de los que preparaban la barbacoa de ramas para llevar al muerto.

—Pero en resumidas cuentas, ¿cómo y por qué lo mataron? —preguntaron todos—; Rafael no tenía aquí enemigos…

Pepe entonces refirió cómo apenas habían andado algunas cuadras por el monte, dos de los hombres le ataron las manos a su padre, a pesar de sus protestas, y le dijeron al niño que se volviera a su casa, amenazándolo con azotarlo si no obedecía. Él fingió volverse, pero metiéndose entre el monte y escondiéndose detrás de los árboles, los siguió de lejos. Cuando hubieron llegado a un sitio más abierto, se internaron en el monte, dieron algunos pasos por él, aunque su padre parecía resistirse a seguirlos, y llegando al sitio en que se hallaban, lo ataron a un árbol. El niño asustado olvidó toda precaución y se adelantó, a tiempo que los tres hombres que llevaban escopeta desfilaban por delante de la víctima y se las descargaban en el pecho. Fue tal el terror que se apoderó de Pepe, que se tiró al suelo y permaneció casi sin sentido entre los espinos, hasta que hubieron pasado a su lado los verdugos de su padre y alejádose por el camino del Valle. Apenas los perdió de vista corrió hacia Rafael y lo encontró en las últimas agonías de la muerte.

—Anda —le dijo el moribundo al verlo—, tal vez tu madre llegue a tiempo…

Pero al tratar de quitarle las ataduras de los lazos, le dio una convulsión y quedó muerto. Pepe huyó despavorido.

El resto lo sabemos.

¡Pocas horas después de haber visto aquí la familia gozando de una dicha tan verdadera como humilde, un grupo de personas entraban al Valle llevando en una barbacoa hecha deprisa y cubierta de ramas el cadáver de Rafael! Detrás, y asida de la camilla iba una mujer con los vestidos desgarrados y sollozando: la gente callaba en torno suyo, respetando su dolor.

Nunca se pudo descubrir quién fue el verdadero autor de aquel crimen. La orden escrita del alcalde, no pareció; don Bernardino negó siempre haber tenido participación en aquello, y aunque sus adversarios políticos procuraron hacer muchas indagaciones, no tanto por amor a la justicia cuanto porque les convenía perderlo, todas fueron en vano: nada se descubrió. El alguacil Álvarez y los demás hombres que lo acompañaban no volvieron a verse en el Valle, y pasado algún tiempo pocas personas se acordaban de aquel suceso trágico.

Años después me fue referido este drama por la misma Luz, en cuya casa nos albergamos en la villa del Guamo, donde moraba triste, silenciosa y cubierta de canas prematuras, esperando la justicia de Dios, ya que la de los hombres le había faltado.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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