Libro gratis: Recuerdos de un Caballero Italiano
de Stendhal

—Dios le está esperando —me decía—; aproveche la mano que le tiende y piense que el infierno está abierto para tragárselo.

Me recomendó al prior, a quien dio algún dinero para que dijera misas por mí; luego me dejó. No sería capaz de decir todo lo que padecí de los frailes que tenían a su cargo reconciliarme con Dios; me demostraban con toda claridad que estaba condenado y que mi crimen era irreparable. Joven y crédulo, me creí cuanto decían y mi arrepentimiento fue sincero y profundo. Todas las mañanas, presentaba humildemente la espalda a las disciplinas y, para que la reparación fuera proporcional al escándalo que había causado, solía llevar un cilicio erizado de pinchos de hierro pequeños. Me sometía a todo con resignación y, fiándome de mis consejeros, siempre estaba pensando que el diablo me andaba pisando los talones. Ese temor era tan vehemente que todas las noches me perturbaban el sueño visiones espantosas. Me obligaron a una confesión general y admití que más de una vez mis compañeros me habían prestado libros poco morales. El cura me aseguró que me había condenado y que el Malo me llevaría consigo en cuerpo y alma si no paraba sus golpes a fuerza de oraciones y limosnas. No me quedó más remedio que obedecer; vacié mi escarcela en manos del buen padre y, para zanjar los asuntos con el diablo, me sometí al ayuno y a todos los rigores de la penitencia. «Mire, hijo mío —me dijo el confesor—, con estos cuatro escudos que me ha dado, diré cuatro misas en un altar que consagró S. S. el Papa Pío V y le será muy beneficioso para el alma; sin embargo, mortifíquese el cuerpo». Se lo prometí y cumplí mi palabra: afortunadamente, mi reclusión estaba llegando al final. El día anterior a mi liberación recibí el sacramento y me pasé la ceremonia rompiendo en llanto. Al día siguiente, llegó mi tío y, disimulando la sorpresa que le causó verme la cara tan flaca, dijo: