Rojo y Negro

Stendhal


Novela


Rojo y Negro
Crónica de 1830
Tomo I
I. Un pueblo
II. Un alcalde
III. El dinero de los pobres
IV. Un padre y un hijo
V. Una negociación
VI. El aburrimiento
VII. Afinidades electivas
VIII. Acontecimientos menudos
IX. Una velada en el campo
X. Gran corazón y pequeña ventura
XI. Una velada
XII. Un viaje
XIII. Las medias caladas
XIV. Las tijeras inglesas
XV. El canto del gallo
XVI. Al día siguiente
XVII. El primer adjunto
XVIII. Un rey en Verrières
XIX. Pensar hace sufrir
XX. Los anónimos
XXI. Diálogo con un amo
XXII. Modos de obrar en 1830
XXIII. Desazones de un funcionario
XXIV. Una capital
XXV. El seminario
XXVI. El mundo, o lo que le falta al rico
XXVII. Primera experiencia de la vida
XXVIII. Una procesión
XXIX. El primer ascenso
XXX. Un ambicioso
Tomo II
I. Los placeres del campo
II. Entrada en el mundo
III. Los primeros pasos
IV. El palacio de la Mole
V. La sensibilidad y una gran dama devota
VI. El modo de opinar
VII. Un ataque de gota
VIII. ¿Cuál es la condecoración que da más tono?
IX. El baile
X. La reina Margarita
XI. El imperio de una muchacha
XII. ¿Será un Danton?
XIII. Un complot
XIV. Pensamientos de una muchacha
XV. ¿Es un complot?
XVI. La una de la madrugada
XVII. Una espada Antigua
XVIII. Momentos crueles
XIX. La ópera bufa
XX. El jarrón japonés
XXI. La nota secreta
XXII. La discusión
XXIII. El clero, los bosques, la libertad
XXIV. Estrasburgo
XXV. El ministerio de la virtud
XXVI. El amor moral
XXVII. Los mejores puestos de la Iglesia
XXVIII. Manon Lescaut
XXIX. El aburrimiento
XXX. Un palco en la Bufos
XXXI. Asustarla
XXXII. El tigre
XXXIII. El infierno de la debilidad
XXXIV. Un hombre de talento
XXXV. Una tormenta
XXXVI. Detalles tristes
XXXVII. Un torreón
XXXVIII. Un hombre pudiente
XXXIX. La intriga
XL. La tranquilidad
XLI. El juicio
XLII
XLIII
XLIV
XLV

Con la noticia escueta de un suceso vulgar, tomado de la crónica de los Tribunales, Henry Beyle (Stendhal) compuso, allá por los años 1830, Le rouge et le noir, la admirable novela psicológica que ha logrado consagración de obra maestra en la literatura universal.
¿Sabéis cuál es el hecho, base y raíz del análisis humano que tenéis ante los ojos? Antoine Berthet, hijo de un herrador de Brangues, en el Delfinado, había sido amante de una señora, M., en cuya casa desempeñaba el oficio de preceptor. Expulsado después de los seminarios, donde pretendía seguir sus estudios, fué de nuevo preceptor en casa de M. de C., cuya hija sedujo. Vuelto a Brangues, se percató de que la señora de M. no abrigaba para él los antiguos amorosos sentimientos, y llega a sospechar que acaso un rival ha ocupado su puesto. Inducido de esta sospecha, dispara un tiro sobre su ex amante en la iglesia, y vuelve contra sí mismo la pistola, hiriéndose. Luego, es ejecutado en la plaza de Grenoble, el 23 de febrero de 1828.
El Julián Sorel de la novela imaginada, es el Antonio Berthet del suceso vivo y sangrante; pero el espíritu analítico de Stendhal, su aguzada y fina sensibilidad, han erigido, sobre el documento humano, un drama real, con esa manera de elevado realismo que describe el proceso psicológico de las almas.
Decía Stendhal, en una carta a Balzac, que para sus novelas escogía personajes conocidos, les dejaba algunos de sus hábitos, pero les infundía más espíritu. En Sorel, su hijo más afortunado, encarnó su propio carácter, mezcla extraña—según dice uno de sus biógrafos—de originalidad natural y estudiada, de sinceridad y de afectación, de clarividencia y de fantasía, de disimulo y de abandono. Sorel pertenece a aquella generación "ardiente, pálida y nerviosa", concebida durante la inquietud de las guerras del Imperio. Los relatos de la gloria napoleónica mantienen vivo en su pecho lo "rojo" de la pasión ambiciosa que en el pasado ambiente conducía a la cumbre de la sociedad, sin más que el corazón y la espada, con el heroísmo y la proeza. Pero lo "negro" de la monarquía restaurada y de la reacción triunfante, sofrena y encubre, socapa de hipocresía, esa ardorosa ambición que ha de lograrse por caminos tortuosos. En el secreto de su aposento, Sorel lee ávidamente el Memorial de Santa Elena; a los ojos del mundo, Sorel ostenta la austera severidad de la Biblia latina. Esclavo de lo "negro", su vida espiritual no es sino una línea recta, inquebrantable, trazada por el cálculo, el egoísmo, la razón fría. Hijo de un campesino obscuro, pobre y sin alcurnia, se venga del linaje y de la riqueza seduciendo a dos mujeres: noble la una, rica la otra. Solamente al final de la novela, lo "rojo" de la pasión, la imprevista cólera, el arrebato ilógico e irracional, le arrastran a la catástrofe.
Stendhal ha modelado en esta obra el canon de la novela psicológica. Su estilo, tonificado con la lectura diaria de una página del Código civil, es sobrio, cortado, seco; desdeña lo accesorio de la escena para atender al espectáculo de las almas. Su lenguaje, sencillo, estricto, desaliñado muchas veces, se pliega al pensamiento como la piel al esqueleto humano. Elude la morbidez lírica que oculta la estructura anatómica. No cura de lo anecdótico, que, aun con el prestigio y el gusto del color, distrae del proceso espiritual.
En otras novelas, la pintura del ambiente y de las costumbres nos llevan de la mano a deducir y comprender los sentimientos de su héroe. Rojo y negro es el monólogo dinámico de un alma.
La primera edición de
Le rouge et le noir se dió a la estampa en 1831 (París. Levasseur. Libraire, Palais Royal, 2 vols.) Todos los datos sobre sus diversas ediciones, traducciones, críticos y comentaristas, pueden consultarse en la "Bibliographie Stendhalienne", de Henry Cordier, París, 1914.

Crónica de 1830

Tomo I

La verdad, la áspera verdad

Danton.

I. Un pueblo

Put thousands together.
Less bad.
But the cage less gay

Hobbes.


El pueblo de Verrières puede pasar por uno de los más lindos del Franco Condado. Sus casas blancas, con tejados puntiagudos de tejas rojas, se extienden por la pendiente de una colina cubierta de vigorosos castaños, cuyas frondas señalan sus menores sinuosidades. El Doubs corre algunos centenares de pies por debajo de las fortificaciones edificadas antaño por los españoles, y hogaño en ruinas.

Verrières está resguardado del Norte por una alta montaña de las estribaciones del Jura. Las cimas dentadas del Verra se cubren de nieve al comenzar los fríos en Octubre. Un torrente, que se precipita de la montaña, atraviesa Verrières antes de afluir al Doubs, y pone en movimiento gran número de máquinas de aserrar, industria sencilla que procura cierto desahogo a la mayoría de los habitantes, más campesinos que burgueses. Sin embargo, no son los aserraderos los que han enriquecido a este pueblo. El bienestar general débese a la fábrica de telas estampadas, llamadas de Mulhouse, pues, gracias a ella, desde la caída de Napoleón acá se han reedificado casi todas las casas de Verrières.

Apenas se entra en la ciudad, queda uno aturdido por el estrépito de una máquina ruidosa y terrible en apariencia. Veinte pesados martillos, que caen con un ruido que hace temblar el pavimento, son elevados por una rueda movida por el agua del torrente. Cada uno de estos martillos fabrica diariamente yo no sé cuántos miles de clavos. Muchachitas frescas y lindas son las que presentan al golpe de estos martillos enormes los pedacitos de hierro, que rápidamente se convierten en clavos. Este trabajo, tan rudo en apariencia, es una de las cosas más sorprendentes para el viajero que penetra por primera vez en las montañas que separan Francia de Suiza. Si al entrar en Verrières el viajero pregunta a quién pertenece aquella hermosa fábrica de clavos que ensordece a la gente que transita por la calle principal, le responden con un tono negligente: "Es del señor alcalde."

A poco que el viajero se detenga en esta calle principal de Verrières, que sube desde la orilla del Doubs hasta la cumbre de la colina, puede apostarse ciento contra uno a que se cruzará con un hombre corpulento, de aspecto atareado y grave

Al verle, todas las cabezas se descubren rápidamente. Grises son sus cabellos y el traje que viste. Está condecorado con varias cruces; tiene una frente despejada, una nariz aguileña, y en conjunto su rostro no carece de una cierta corrección. A primera vista puede decirse que une a la dignidad de alcalde del pueblo ese aire de simpatía que se encuentra aun a los cuarenta y ocho o cincuenta años. Pero si se fija un poco, el viajero parisiense notará en él cierto aire de satisfacción de sí mismo y de suficiencia, unido a un no sé qué de limitado y vulgar. Se dará cuenta de que el talento de aquel hombre se reduce a hacerse pagar con exactitud lo que le deben, y a retrasar cuanto pueda el pago de sus deudas.

Tal es el alcalde de Verrières, M. De Renal, quien, después de cruzar la calle con paso grave, penetra en la alcaldía y desaparece de la vista del viajero. Pero cien pasos más arriba, si este continúa su paseo, advierte una casa de bonita apariencia, y, a través de una verja de hierro adosada a la casa, magníficos jardines. Al final, el horizonte, donde se recortan las colinas de Borgoña, parece como colocado a propósito para recrear la vista. Esto le hace olvidar la atmósfera apestada de intereses menudos de dinero que ya empezaba a asfixiarle.

Sabrá que aquella casa, por entonces concluída, pertenece a M. De Renal. Gracias a los beneficios logrados con su gran fábrica de clavos, el alcalde de Verrières goza de esta bella morada, labrada en piedra de sillería. Dícese que su familia es española de rancio abolengo, y a lo que se pretende asentada en el país mucho antes de la conquista de Luis XIV.

Desde 1815 le avergüenza ser industrial: 1815 le ha instituído alcalde de Verrières. Los terraplenes que sostienen las diversas partes de este magnífico jardín, que desciende escalonadamente hasta el Doubs, son también el premio a la ciencia de M. De Renal en el comercio del hierro.

No esperéis encontrar en Francia los jardines pintorescos que rodean las ciudades fabriles de Alemania: Leipzig, Francfort, Nurenberg, etc. En el Franco Condado, cuantos más muros se levanten, cuanto más se erice de hiladas de piedra una propiedad, tanto más acreedor se hace el dueño de ella al respeto y la admiración de sus vecinos. Los jardines de M. De Renal, llenos de muros, son admirados precisamente por haber pagado a peso de oro algunas de las parcelas del terreno que ocupan. Por ejemplo, el aserradero, cuya situación singular en la orilla derecha del Doubs ha llamado vuestra atención al entrar en Verrières, y en el que habéis visto el nombre de Sorel escrito en caracteres gigantescos sobre una placa que corona el edificio, estaba hace seis años en el terreno en que actualmente se eleva la cuarta terraza de los jardines de M. De Renal.

A pesar de su orgullo, el señor alcalde tuvo que humillarse muchas veces ante el viejo Sorel, campesino testarudo, y le tuvo que pagar buenos luises de oro para conseguir que trasladase su fábrica a otra parte. En cuanto al arroyo "público" que movía la sierra, M. De Renal, valiéndose de su influencia en París, consiguió desviar su curso. Esta gracia le fué concedida después de las elecciones de 182...

Dió a Sorel cuatro fanegas por cada una de las suyas, quinientos pasos más abajo, en las márgenes del Doubs. Y aun cuando el terreno fuese mucho mejor para su comercio de tablas de abeto, el tío Sorel, como le llaman de "manía de propietario" que animaba a su vecino, sacándole 6.000 francos.

Ciertamente que este arreglo ha sido muy criticado por la gente sensata del lugar. Una vez—era un día de fiesta y hace ya cuatro años de esto—, M. De Renal volvía de la iglesia en traje de alcalde, y vió de lejos a Sorel, rodeado de sus tres hijos, que sonreía al verle. Aquella sonrisa amargó el día al alcalde, pues le hizo pensar desde luego que podía haber sacado más partido del negocio.

Para conseguir la consideración pública en Verrières, lo esencial es, aun cuando se edifiquen grandes muros, no adoptar ninguno de los planes que traen de Italia los albañiles que en primavera atraviesan las gargantas del Jura, camino de París. Tal innovación valdría eternamente al que se atreviera a implantarla el calificativo de mala cabeza, y quedaría completamente desacreditado, en el concepto de la gente sensata y moderada que distribuyen la consideración en el Franco Condado.

Estas gente sensata ejerce allí el más enojoso "despotismo", y merced a este vocablo villano, la vida en las ciudades pequeñas es insoportable para todo aquel que ha vivido en esa gran república que se llama París. La tiranía de la opinión, ¡y qué opinión! es tan estúpida en los pueblos de Francia como en los Estados Unidos de América.

II. Un alcalde

¿Y la importancia, señor, no es nada? El respeto de los necios, el pasmo de los niños, la envidia de los ricos, el desprecio del sabio.

Barnave.


Felizmente para la reputación administrativa de M. De Renal, el paseo público que se extiende a lo largo de la colina, a unos cien pasos sobre el curso del Doubs, necesitaba un gigantesco "muro de contención". Este paseo goza, por su admirable situación, de una de las vistas más pintorescas de Francia. Pero todas las primaveras las lluvias lo arroyaban, quebrándolo en barrancos que lo hacían impracticable. Tal inconveniente, que afectaba a todos, puso a M. De Renal en el trance dichoso de inmortalizar su gestión administrativa construyendo un muro de veinte pies de altura y de treinta o cuarenta toesas de largo.

El parapeto de este muro costó a M. De Renal tres viajes a París, pues el antepenúltimo ministro del Interior se declaró enemigo del paseo de Verrières. Hoy día, dicho parapeto se levanta cuatro pies por encima del suelo; y, como para desafiar a todos los ministros presentes y pasados, lo están guarneciendo con enormes losas de piedra labrada.

¡Cuántas veces, añorando los bailes de París, abandonados la víspera, con el pecho apoyado contra estos bloques de piedra de un bello color gris azulenco, se han perdido mis miradas en el valle infinito del Doubs! Allá, en la orilla izquierda, serpean cinco o seis vallecillos, y en su fondo se distinguen multitud de arroyuelos que, después de saltar de cascada en cascada, se precipitan en el río. El sol calienta mucho en estas montañas; cuando cae a plomo, el viajero puede soñar en esta misma terraza, guareciéndose a la sombra de plátanos corpulentos. Su rápido crecimiento y la bella tonalidad verde azulada de sus hojas, la deben estos árboles a la tierra acarreada que el señor alcalde ha hecho colocar detrás del gran muro contención, pues, a pesar de las protestas del Concejo, ha ensanchado el paseo unos seis pies, (aun cuando él es ultramontano y yo liberal, le alabo por ello) y por esta causa, según él y Monsieur Valenod, director del Depósito de mendicidad de Verrières, esta explanada puede competir con la de Saint-Germain-en-Laye.

Por mi parte, sólo diré que encuentro mal una cosa en el "Paseo de la Fidelidad", nombre oficial que se lee en quince o veinte sitios, destacándose sobre planchas de mármol que han valido una cruz más a M. De Renal; Lo que yo repruebo con todas mis fuerzas es la manera bárbara en que la autoridad ha ordenado podar los vigorosos plátanos. En vez de aparecer con sus copas bajas y redondas, asemejándose a cualquier frutal sin importancia, estarían mucho mejor si se les guiase para que adquirieran formas tan hermosas como tienen los que se admiran en Inglaterra. Pero la voluntad del señor alcalde es despótica, y dos veces al año todos los árboles que pertenecen al Ayuntamiento son mutilados sin piedad. Los liberales del país pretenden, pero exageran, que la mano del jardinero oficial es más severa desde que el vicario Maslon ha decidido aprovechar los productos de la poda.

Este joven clérigo fué enviado de Besançon hace unos años para vigilar al abate Chelan y a otros curas de las cercanías. Un médico mayor del ejército de Italia, que residía en Verrières y que en vida fué, según el alcalde, jacobino y bonapartista, se atrevió un día a quejarse de aquella mutilación periódica.

—Me gusta la sombra—respondió M. De Renal, con el matiz de altanería que conviene cuando se habla con un médico, miembro de la Legión de Honor—;me gusta la sombra; mando cortar "mis" árboles para que den sombra, y no concibo que tengan otra misión, sobre todo cuando no son como el útil nogal y "no producen renta alguna".

He aquí la gran frase que decide todo en Verrières: DAR RENTA. Ella sola es la expresión del pensamiento de las tres cuartas partes de sus habitantes.

"Dar renta" es la razón que decide de todo en este pueblo, que tan lindo parece. El forastero que llega, seducido por la belleza de los frescos y profundos valles que la rodean, se imagina, sin duda, que sus habitantes serán amantes de lo "bello"; hablan demasiado de la belleza de su país; no se puede negar que se preocupan de ella; pero solamente es porque atrae a los extranjeros, cuyo dinero enriquece a los fondistas, y, por la mecánica del impuesto, "produce renta a la ciudad".

Un hermoso día de otoño se paseaba M. De Renal por el "paseo de la Fidelidad", dando el brazo a su mujer. Escuchando a a su marido, que hablaba en tono grave, Mme. De Renal seguía con inquietud los movimientos de tres chicuelos. El mayor, que podría tener once años, se acercaba mucho al parapeto, y hasta algunas veces intentaba subirse a él. Entonces, una voz dulce pronunciaba el nombre de Adolfo, y el niño renunciaba a su proyecto atrevido. Madame de Renal parecía una mujer de treinta años, pero todavía bastante guapa.

—Tendría que arrepentirse ese buen señor de París—decía M. De Renal, con aire ofendido y más pálido que de costumbre.—Todavía tengo algunos amigos en Palacio...

Pero, aun cuando pienso hablaros de cosas de provincias en doscientas páginas, no tendré la crueldad de haceros soportar un diálogo provinciano con todos sus detalles sabihondos.

El buen señor de París, tan odioso para el alcalde de Verrières, no era otro que M. Appert, el cual dos días antes había hallado el medio hábil de introducirse, no solamente en la cárcel y el depósito de mendicidad de Verrières, sino también en el hospital, que estaba administrado gratis por el alcalde y los principales propietarios del lugar.

—Pero—decía tímidamente Mme. De Renal—,¿qué daño puede haceros ese señor de París, si administráis los fondos de los pobres con la más escrupulosa probidad?

—Viene solamente para censurar, y luego publicará artículos en los periódicos liberales.

—Tú no los lees nunca.

—Pero nos hablan de esos artículos jacobinos; todo esto nos distrae y "nos impide hacer el bien". Por mi parte, nunca perdonaré al cura.

III. El dinero de los pobres

Un cura virtuoso, que no
intrigue, es una Providencia
para la aldea.

Fleury.


Es de advertir que el cura de Verrières, anciano de ochenta años, pero que debía al aire puro de las montañas una salud y un carácter de hierro, tenía derecho a visitar a todas horas la cárcel, el hospital y el depósito de mendicidad. Monsieur Appert, que traía recomendaciones de París para el cura, llegó a la ciudad a las seis de la mañana, hora muy prudente de llegar a un pueblo curioso. Inmediatamente se encaminó a la rectoral.

Al leer la carta que le dirigía el marqués de la Mole, par de Francia y el propietario más rico de la provincia, el cura Chelan quedó perplejo.

—Soy viejo y querido aquí—musitó al cabo—. ¡No se atreverían!

Y volviéndose al señor de París, con una mirada en la que, a pesar de la edad, brillaba el fuego sagrado que anuncia el placer de atreverse a una acción noble, un poco peligrosa, dijo:

—Venga usted conmigo, señor, y en presencia del carcelero, y, sobre todo, en la de los vigilantes del depósito de mendicidad, le ruego que no haga ningún comentario.

Monsieur Appert se dió cuenta de que tenía que habérselas con un hombre de corazón; siguió al venerable cura, visitó la cárcel, el hospicio, el depósito, dirigió muchas preguntas y, a pesar de las respuestas extrañas que obtuvo, no pronunció una sola palabra de censura.

La visita duró varias horas. El cura invitó a comer a M. Appert, quien se excusó pretextando que tenía que escribir; no quería comprometer más a su generoso acompañante. A las tres continuaron la inspección del depósito de mendicidad y volvieron a la cárcel. Allí, a la puerta, encontraron al carcelero, especie de gigante de seis pies de estatura, con las piernas arqueadas; su cara innoble aparecía más repugnante por el terror que le dominaba.

—Señor—dijo al cura en cuanto le vió—¿este caballero que viene con usted es M. Appert?

—¡Qué importa quién sea!—respondió el cura.

—Es que desde ayer tengo órdenes precisas, enviadas por el prefecto con un gendarme, que ha tenido que ha venido durante la noche a uña de caballito, para no permitir que M. Appert entre en la cárcel.

—Declaro, señor Noiroud—dijo el cura—que este viajero que me acompaña—dijo el cura—es M. Appert. ¿No sabe usted que tengo derecho a entrar en la cárcel a todas hora del día o de la noche y haciéndome acompañar por quien me parezca conveniente?

—Sí, señor cura—respondió el carcelero a media voz y bajando la cabeza, como el perro a quien hace obedecer el miedo al palo.—Pero, señor cura, tengo mujer e hijos sólo cuento con mi sueldo para vivir; si me denuncian, me quitarán el puesto,

—Tampoco yo querría perder el mío—dijo el cura con voz emocionada,

—¡Qué diferencia!—respondió vivamente el carcelero.—Usted tiene ochocientas libras de renta en una propiedad, en el campo...

Tales son los hechos que, exagerados y comentados de mil modos distintos, agitaban hacía dos días todas las pasiones emponzoñadas del pueblo de Verrières. En este momento eran el tema de la discusión de M. De Renal y su mujer. Por la mañana, acompañado de M. Valenod, director del depósito de mendicidad, había ido a casa del cura para manifestarle su descontento. Monsieur Chelan no tenía ningún protector, y se dió exacta cuenta del alcance de sus palabras.

—Muy bien, señores; seré el tercer cura de ochenta años a quien se destituya en el lugar. Hace cincuenta y seis que ejerzo mi curato en la ciudad, que solo era un villorrio cuando llegué, y he bautizado a casi todos sus habitantes. A diario, caso a jóvenes cuyos abuelos también casé. Verrières es mi familia; pero al ver al forastero he pensado: "Este hombre, que llega de París, será quizá un liberal (por docenas pueden contarse); pero ¿qué mal puede hacer a nuestros pobres y a nuestros presos?"

Los reproches de M. De Renal, y, sobre todo, los del director del depósito de mendicidad, eran cada vez más violentos:

—¡Bueno, señores! —exclamó el cura con voz temblorosa—. ¡Que se me destituya! No por eso dejaré de vivir en el país. Todo el mundo sabe que hace cuarenta y ocho años heredé un campo que me renta ochocientas libras. Con esta renta viviré. Yo no hago economías en mi puesto, y quizá sea por esa razón por la que no me aterra la idea de perderle.

Monsieur de Renal se llevaba muy bien con su mujer; pero no sabiendo qué responder a esa pregunta, que ella le repetía tímidamente: "¿qué daño podrá causar aquel señor de París a los presos?", estaba a punto de encolerizarse con ella cuando, de repente, ésta dió un grito. El segundo de sus hijos acababa de subirse al parapeto del muro de la explanada, y, a pesar de su altura corría por él sin miedo al abismo que estaba a sus pies. El temor de asustar a su hijo y que pudiera caerse, hizo enmudecer a Mme. De Renal.

Por fin, el niño, que reía satisfecho de su proeza, al ver la palidez de su madre, saltó al paseo y corrió hacia ella. Le regañaron mucho.

Este suceso cambió el curso de la conversación.

—Estoy decidido a traer a casa a Sorel, el hijo del aserrador —dijo M. De Renal— para que vigile a los chicos, que se van haciendo demasiado traviesos para nosotros. Es un curita, o aspirante a ello por lo meno; buen latinista. Educará bien a los niños, pues tiene un carácter enérgico, según referencias del señor cura. Le daré trescientos francos y la manutención. Yo tenía mis dudas sobre su moralidad, pues era el niño mimado de aquel viejo cirujano, miembro de la Legión de Honor, que, so pretexto de que era su primo, vino a hospedarse en casa de Sorel. Aquel hombre era seguramente un agente de los liberales; decía que el aire de nuestras montañas le sentaba bien para el asma que padecía; pero eso está por ver. Había hecho todas las campañas de "Bonaparte" en Italia, y aseguran que dió su voto en contra del Imperio. Este liberal enseñó el latín al hijo de Sorel y le ha dejado todos los libros que trajo consigo. Nunca se me hubiera ocurrido meter en casa al hijo del carpintero; pero el cura me dijo, justamente la víspera del día de la escena que nos ha enemistado para siempre, que este Sorel estudia Teología desde hace tres años con el propósito de entrar en el Seminario; así, pues, no es liberal y es latinista.

Este arreglo nos conviene por más de un concepto—continuó M. De Renal, mirando a su mujer con aire diplomático.—Valenod está muy orgulloso de los dos normandos que acaba de comprar para su coche; pero no tiene un preceptor para sus hijos.

—Podría muy bien quitarnos a éste.

—¿Apruebas mi proyecto?—dijo M. De Renal, dando las gracias a su mujer con una sonrisa por la excelente idea que había tenido.—Entonces, no hay que pensarlo más.

—¡Dios mío, qué rápido te decides!

—Es que yo soy hombre de carácter: el cura puede dar fe de ello. Todos esos comerciantes de lienzo me tienen envidia; estoy seguro. Algunos se están haciendo ricos, y quiero que vean pasar a los hijos de Renal custodiados por "su preceptor". Esto les impondrá. Mi abuelo nos contaba muchas veces que en su juventud tuvo un preceptor. La cosa podrá costarme cien escudos, pero es un gasto que ha de incluirse entre los necesarios para sostener nuestra jerarquía.

Aquella resolución tan repentina, preocupó un poco a Mme. De Renal. Era ésta una mujer alta, bien formada, que había sido la belleza del país, como suele decirse en estas montañas. Tenía cierto aire sencillo y juvenil en el porte; para un parisiense, aquella gracia ingenua, llena de viveza e inocencia, habría llegado a sugerir ideas de dulce voluptuosidad. Si Mme. De Renal se hubiera percatado de esto, se habría avergonzado de poder despertar tal sentimiento. Era incapaz de coquetería o afectación. Monsieur Valenod, el rico director del depósito, pasaba por haberle hecho la corte sin éxito alguno, cosa que dió un brillo extraordinario a su virtud, pues el tal Valenod, joven corpulento, de rostro colorado y grandes patillas negras, era uno de esos seres groseros, desvergonzados y bullangueros, que en provincias suelen llamar hombres guapos.

Madame De Renal, muy tímida y de carácter estable en apariencia, no podía sufrir el movimiento constante y los gritos de M. Valenod. El alejamiento en que se mantenía de lo que en Verrières se llamaba alegría, le valió la reputación de orgullosa de su nacimiento. Nada más lejos de su ánimo; pero vió con menor satisfacción que la gente de la ciudad dejara de frecuentar su casa. No negaremos que pasaba por "tonta" entre aquellas señoras de la ciudad, porque, sin preocuparse de la posición de su marido, dejaba escapar la oportunidad de traerse sombreros de París o de Besançon. Con tal de que la dejaran pasearse sola por su jardín, no se quejaba de nada.

Era un alma sencilla que nunca se había parado a juzgar a su marido y a confesarse que la aburría. Suponía, sin decirlo, que entre marido y mujer no podían existir relaciones más dulces. Amaba sobre todo a M. De Renal cuando le hablaba de sus proyectos sobre sus hijos, a los que destinaba: a las Armas, el primogénito; el segundo, a la Magistratura, y el tercero, a la Iglesia. En resumen, encontraba a M. De Renal menos fastidioso que a los demás hombres que conocía.

Tal juicio conyugal era razonable. El alcalde de Verrières debía cierta reputación de talento y de buen tono a media docena de tonterías que había heredado de un tío suyo. El viejo capitán de Renal sirvió, antes de la Revolución, en el regimiento de Infantería del duque de Orleáns, y cuando iba a París era recibido en los salones del príncipe. Allí conoció a Mme. De Montesson, a la famosa Madame de Genlís, a M. Ducrest, creador del Palais-Royal. Estos personajes figuraban con demasiada frecuencia en las anécdotas de M. De Renal. Pero poco a poco el recuerdo de cosas tan delicadas de contar, había llegado a ser un esfuerzo para él, y hacía algún tiempo que no repetía más que en las grandes solemnidades sus anécdotas relativas a la casa de Orleáns. Como era muy cortés, excepto cuando se hablaba de dinero, pasaba, con razón, por el personaje más aristocrático de Verrières.

IV. Un padre y un hijo

¿E sará mia colpa
Se cosi é?

Machiavelli.


—¡Mi mujer tiene una gran cabeza!—se decía al día siguiente, a las seis de la mañana, el alcalde de Verrières, mientras dirigía sus pasos al aserradero del tío Sorel.—Aun ncuando yo se lo haya dicho, para conservar la superioridad conveniente, el hecho es que no se me había ocurrido la idea de que si yo no solicito a ese curita Sorel, quien, según dicen, sabe el latín como los propios ángeles, el director del depósito, este espíritu inquieto, podría tener la misma ocurrencia y quitármelo. ¡Y con qué tono de suficiencia hablaría del preceptor de sus hijos!... Una vez que este preceptor sea mío, ¿llevará sotana?

Monsieur De Renal caminaba absorto en esta duda cuando vió de lejos un campesino, hombre de seis pies de estatura, que, desde el alba, parecía muy ocupado en medir grandes trozos de madera, colocados a lo largo del Doubs, en el camino de sirga. El campesino no tuvo una gran satisfacción al ver aparecer al alcalde, pues los trozos de madera obstruían el camino y estaban allí contraviniendo las órdenes municipales.

El tío Sorel, pues de él se trataba, tuvo una gran sorpresa, y mayor alegría al escuchar la singular proposición que M. De Renal le hizo referente a su hijo Julián. Con todo, no por ello perdió ese aire de tristeza, descontento y desinterés tan peculiar en los habitantes de estas montañas. Esclavos del tiempo de la dominación española, conservan este rasgo de la fisonomía del esclavo de Egipto.

La respuesta de Sorel al principio no fué sino una larga retahíla de fórmulas de respeto que sabía de memoria. Mientras repetía estas palabras sin sentido, con una sonrisa forzada que hacía resaltar más el gesto de falsedad y casi truhanería de su cara, el astuto campesino trataba de adivinar la razón que movía a un hombre de tales campanillas para querer tener en su casa al inútil de su hijo. Estaba muy descontento de Julián, y precisamente por é venían a ofrecerle 300 francos al año, la manutención e incluso la ropa. Este último detalle, cuya petición Sorel tuvo el acierto de aventurar súbitamente, fué concedido desde luego por Renal.

Tal petición chocó mucho al alcalde.

—Puesto que Sorel no se muestra tan encantado de mi proposición, está claro que le han hecho ofertas por otro lado, y no pueden venir de nadie más que de Valenod.

En vano insistió M. De Renal para dejar ultimado el asunto; la astucia del campesino se negó a ello obstinadamente; quería—pretextó—consultar con su hijo, como si fuese costumbre en estos pueblos que un padre rico consultase a un hijo que no tiene nada, si no era por pura fórmula.

Un aserradero movido por agua se compone de un cobertizo al borde de un arroyo. El tejado se sostiene sobre una armadura que apoya en cuatro grandes pilares de madera. A ocho o diez pies de altura, en medio del cobertizo, se ve una sierra que sube y baja, mientras que un mecanismo sencillo empuja hacia ella el trozo de madera. Una rueda, movida por el agua del arroyo, hace marchar el doble aparato: el de la sierra que sube y baja y el que empuja suavemente el trozo de madera hacia la sierra, que lo corta en tablones.

Al aproximarse a su fábrica, el tío Sorel llamó a su hijo Julián con voz estentórea; nadie respondió. Sólo vió a sus hijos mayores, especie de gigantes, que, armados de pesadas hachas, troceaban los troncos de pino para llevarlos a la sierra. Ocupados en seguir exactamente la línea negra trazada sobre la madera, cada hachazo separaba grandes trozos. No oyeron la voz de su padre. Este se dirigió al cobertizo, y en vano buscó a Julián en el sitio que le correspondía, junto a la sierra. Lo vió cinco o seis pies más arriba, a caballo en una de las vigas de la techumbre. En vez de vigilar la marcha del mecanismo, estaba leyendo. No había nada que molestara más al viejo Sorel; hubiera acaso perdonado a Julián su desmedrada estatura, poco a propósito para trabajos rudos y tan distinta de la de sus hermanos: pero aquella manía de la lectura le era francamente odiosa; él no sabía leer.

Inútilmente llamó a Julián dos o tres veces. La atención con que el joven leía su libro, aun más que el ruido de la sierra, le impedía oír la voz tonante de su padre. Por fin, a pesar de su edad, este saltó con ligereza sobre el tronco que estaba serrando la máquina, y de allí a la viga que sostenía el tejado. Un golpe violento hizo volar al arroyo el libro que Julián tenía en la mano, y un segundo golpe en la cabeza, hizo a este perder el equilibrio. Habría caído diez o quince pies más abajo, entre las palancas de la máquina, que le hubieran destrozado, si su padre no le hubiera sostenido con la mano izquierda al caer.

—¡Gran perezoso! ¿Hasta cuándo piensas estar leyendo tus malditos libros, mientras vigilas la sierra? Enhorabuena que lo leas por la noche, cuando vas a perder el tiempo en casa del cura.

Julián, aunque aturdido por la fuerza del golpe y sangrando, se acercó a su puesto oficial, junto a la sierra. Tenía los ojos llenos de lágrimas, más por la pérdida de su adorado libro que por el dolor físico.

—Baja, animal, que tengo que hablarte

El ruido de la máquina impidió de nuevo a Julián oír esta orden. Su padre, que ya estaba abajo y no tenía ganas de volver a encaramarse en el mecanismo, fué a buscar una pértiga de apalear los nogales y le dió un golpe con ella en el hombro. Apenas estuvo Julián en el suelo, el viejo Sorel le condujo de mala manera hacia la casa.

—¡Dios sabe lo que va a hacer conmigo!—pensaba el muchacho

Al pasar miró tristemente al arroyo, donde había caído su libro, que era al que tenía más afición: "El Memorial de Santa Elena".

Iba sofocado y con los ojos bajos. Era un muchacho de diez y ocho a diez y nueve años, de aspecto débil, de rasgos irregulares, pero delicados, y nariz aguileña. Sus grandes ojos negros, que cuando estaban tranquilos denotaban reflexión y vida, tenía ahora una expresión de odio más feroz. Los cabellos castaño obscuro, que le nacían muy abajo, dejaban al descubierto una frente estrecha, y, en los momentos de cólera, le daban un aire malvado. Entre las innumerables variedades de la fisonomía humana, no habrá otra quizá que tenga una expresión más llamativa. Su porte esbelto y gracioso denotaba más ligereza que vigor. Desde muy joven, su palidez y su aspecto, extremadamente pensativo, habían sugerido a su padre la idea de que no viviría mucho, o que, si se lograba, solo sería una carga. Blanco del desprecio de todos los miembros de la familia, odiaba a sus hermanos y a su padre; en los juegos domingueros de la plaza pública siempre era vencido.

Solo hacía un año que su lindo rostro comenzaba a proporcionarle cierta simpatía entre las muchachas. Despreciado de todos por su debilidad, Julián adoraba al viejo cirujano mayor que un día tuvo el valor de recriminar al alcalde por su manera de podar los plátanos.

Este cirujano pagaba algunas veces a Sorel el jornal de su hijo y le enseñaba latín e historia; es decir, lo que él sabía de historia: la campaña de 1796 en Italia. Al morir le legó su cruz de la Legión de Honor, los atrasos de su media paga y treinta o cuarenta volúmenes, de los cuales el más precioso acababa de sumergirse en el "arroyo público", que un día desviara de su curso por la influencia del alcalde.

Apenas entró en la casa, sintió Julián caer sobre su hombro la pesada mano de su padre; temblando esperaba recibir unos cuantos golpes.

—Responde sin mentir —le gritó al oído la voz dura del viejo campesino, mientras le volvía con su mano como un niño mueve entre las suyas un soldado de plomo.

Los grandes ojos negros, llenos de lágrimas, de Julián, se encontraron frente a los ojillos grises y aviesos del viejo carpintero, que parecía querer penetrar hasta el fondo de su alma.

V. Una negociación

Cunetando restituit rem.

Ennius.


—Respóndeme sin mentir, si puede ser, gran perro: ¿De qué conoces tú a madame. De Renal? ¿Cuándo has hablado con ella?

—No le he hablado nunca,—respondió Julián—ni la he visto más que en la iglesia.

—Pero la habrás mirado, ¡sinvergüenza!

—Jamás. Bien sabe usted que en la iglesia solo miro a Dios—agregó Julián, con aire un si es no es hipócrita, muy propio, según él, para evitar nuevos golpes.

—Sin embargo, algo oculto hay aquí;—replicó el suspicaz campesino, y se calló un momento—pero no sacaré nada de ti, maldito hipócrita. Después de todo me voy a ver libre de ti, y la sierra lo ganará. Has ganado al cura o a otra persona que te ha procurado un buen puesto. Haz tu hatillo, que voy a conducirte a casa de M. De Renal para que seas preceptor de sus hijos.

—¿Y qué ganaré con ello?

—Manutención, vestido y trescientos francos.

—No quiero ser criado.

—Animal, ¿quién te habla de ser criado? ¿Crees tú que yo consentiría que mi hijo fuese criado?

—Pero, ¿con quién comeré?

Esta pregunta desconcertó al viejo Sorel, y comprendió que si seguía hablando cometería alguna torpeza. Se enfureció contra Julián, le llenó de improperios, tachándole de glotón, y se fué a consultar con sus otros hijos.

Julián los vió poco apoyados en sus correspondientes hachas y celebrando consejo. Después de haberlos contemplado largo rato, viendo Julián que no se enteraba de nada, fué a colocarse al otro lado de la sierra para que no le sorprendieran. Quería reflexionar sobre aquella noticia inesperada que cambiaba su suerte; pero se sintió incapaz de ser prudente: su imaginación solo alcanzaba a figurarse lo que sería en casa de M. De Renal.

Renunciaré a todo, se dijo, antes que consentir en comer con los criados. Mi padre querrá obligarme a aceptar, pero antes la muerte. Tengo quince francos y cuarenta céntimos de economías; me escapo esta noche; en dos días, yendo por caminos herradura, donde no tengo peligro de encontrarme con los gendarmes, estaré en Besançon; allí me alisto como soldado, y, si es preciso, me voy a Suiza. Pero entonces tengo que renunciar a todos mis sueños de ambición, y, ¡adiós carrera de cura, con la que pensaba que podría llegar a todas partes!

El horror a comer con los criados no era natural en Julián, que hubiera hecho, por llegar a conseguir fortuna, otras cosas más humillantes. Tal repugnancia de las "Confesiones de Rousseau". Este libro era el único a través del cual veía el mundo. El, los boletines de "La Grande Armée" y el "Memorial de Santa Elena", constituían su Korán. Se hubiera dejado matar por estas tres obras. Nunca creyó en ninguna otra. Según una frase del viejo cirujano, consideraba a los demás libros como mentiras escritas por trapaceros que solo miraban a su propio medro.

Unida a un alma de fuego, Julián poseía una de esas memorias sorprendentes que tantas veces van unidas a la tontería. Para conquistar al cura Chelan, del cual suponía que dependía su porvenir, se aprendió de memoria el "Nuevo Testamento" en latín; también se sabía el libro del Papa, de Mr. de Maistre, y creía en el uno tan poco como en el otro.

Como por acuerdo mutuo, Sorel y su hijo rehuyeron hablar del asunto en todo el día. A la caída de la tarde, Julián fué a dar su clase de teología a casa del cura, pero no creyó conveniente hablarle de la extraña proposición hecha a su padre. Puede que sea un lazo, y más vale hacer creer que no he vuelto a pensar en ello.

Al día siguiente, tempranito, M. De Renal mandó llamar al viejo Sorel, que se presentó después de haberse hecho esperar una o dos horas, haciendo mil reverencias y mascullando otras tantas excusas. Tras de muchas observaciones, Sorel comprendió que su hijo comería con los dueños de la casa, y los días en que hubiera convidados, en un cuarto aparte, con los niños. Dispuesto a poner más inconvenientes y dificultades; a medida que veía más interés en el alcalde, y además, lleno de asombro y desconfianza, pidió que le enseñaran la habitación que había de ocupar su hijo. Era una pieza grande, con muebles limpios, en la que estaban colocando las camas de los tres niños.

Esta circunstancia fué un rayo de luz para el viejo campesino. Enseguida quiso ver el traje que darían a su hijo. Monsieur de Renal abrió un cajón de su mesa de despacho y sacó cien francos.

—Con este dinero, que su hijo se presente en casa de M. Durand, el pañero, y que pida un traje negro completo.

—Y aun cuando yo le saque de su casa,—dijo el campesino, que se había olvidado de sus modales respetuosos—¿podrá quedarse con el traje?

—Naturalmente.

—Bien;—dijo Sorel con tono displicente—; ahora veremos si estamos de acuerdo respecto al sueldo.

—¿Qué?—exclamó M. De Renal indignado—.Ya lo hablamos ayer: le daré trescientos francos; creo que es bastante, y hasta demasiado.

—Eso ofreció usted, es cierto—dijo el viejo Sorel pausadamente y obedeciendo a un rasgo de malicia que sólo podrá asombrar a quienes no conozcan a los campesinos del Franco Condado—agregó fijando sus ojillos en M. De Renal—pero "tenemos mejores proposiciones".

A estas palabras, el alcalde se demudó. Rehízose pronto, sin embargo, y, después de una conversación de más de dos horas, en la que no se pronunció una sola palabra inútil, la astucia del campesino salió vencedora sobre la del ricacho, que no la necesita para vivir. Se puntualizaron todos los detalles de la nueva vida de Julián, y su sueldo fijóse en cuatrocientos francos, sino que habrían de pagársele adelantados el primero de cada mes.

—Bueno, ya le enviaré treinta y cinco francos—dijo M. De Renal

—Para hacer números redondos—repuso mimosamente el campesino—un hombre rico y generoso como nuestro alcalde llegará hasta los treinta y seis francos.

—Sea; —dijo M. De Renal— pero acabemos.

La cólera sustituía en su ser a la firmeza. El campesino comprendió que no debía ir más lejos. Entonces, M. De Renal se creció. Negóse en redondo a entregar al padre los treinta y seis francos del primer mes, que a toda costa quería recibir en nombre de su hijo. Luego pensó que no tendría más remedio que contar a su mujer el papel que había hecho en aquella negociación.

—Devuélvame usted los cien francos que le he dado—dijo con malos modos—. Monsieur Durand tiene una deuda conmigo. Iré a su casa con vuestro hijo para comprar el paño negro. Estas muestras de rigor hicieron a Sorel recuperar prudentemente sus fórmulas respetuosas, que duraron cerca de un cuarto de hora. Y viendo que no podía sacar más partido, se retiró, acompañando de estas palabras su última reverencia:

—Voy a buscar a mi hijo para que venga al castillo.

De este modo llamaba la gente del lugar a la casa del alcalde cuando querían halagarle.

De vuelta a su fábrica, en vano buscó Sorel a su hijo. Desconfiando de lo que pudiera suceder, Julián había salido a medianoche. Quería poner a salvo su cruz de la Legión de Honor y sus libros. Lo había llevado todo a casa de un amigo suyo, tratante en madera, llamado Fouqué, que habitaba en la alta montaña que domina Verrières.

De retorno en su casa, le dijo su padre:—¡Dios sabe, maldito holgazán, si podrás en tu vida pagarme lo que he gastado en alimentarte durante tantos años! Coge tus trapos y vete a casa del alcalde.

Julián, asombrado de no recibir ningún golpe, se apresuró a partir. Pero apenas perdió de vista a su padre, acortó el paso. Juzgó que sería útil a su hipocresía el hacer un alto en la iglesia.

¿Os sorprende esta frase? Antes de llegar a ella, el pobre campesino había tenido que recorrer mucho camino.

En su infancia, la presencia de los dragones del sexto regimiento, con sus largas capas blancas y sus cascos adornados de crines negras, que volvían de Italia y que Julián veía atar sus caballos a las rejas de la ventana de su casa, despertaron su afición por la milicia. Después escuchaba con deleite los relatos que el médico mayor le hacía de las batallas del puente de Lodi, de Arcole, de Rivoli. Observaba las miradas ardientes que el anciano dirigía a su cruz.

Pero cuando Julián tenía catorce años se empezó a construir en Verrières una iglesia, que bien puede llamarse magnífica para una ciudad tan pequeña. Había en ella, sobre todo, cuatro columnas de mármol que llamaban la atención de Julián; estas columnas se hicieron célebres en el país por haber sido la causa del odio mortal entre el juez de paz y el joven vicario, que vino de Besançon, y al que se suponía espía de la congregación. El juez de paz estuvo a punto de perder su destino; por lo menos, éste era el sentir de la gente. ¿Pues no había tenido la osadía de discutir con un cura que iba a Besançon dos veces al mes y visitaba al obispo?

El juez de paz, jefe de una numerosa familia, dictó algunas sentencias que parecieron injustas, todas ellas contra individuos que leían "El Constitucional". El buen partido triunfó. Bien es cierto que no se trataba más que de multas de cuatro o cinco francos; pero una de ellas tuvo que pagarla un fabricante de clavos, padrino de Julián. En medio su cólera, exclamaba el buen hombre:

—¡Qué cambio! ¡Y pensar que durante veinte años este juez de paz pasaba por ser un hombre honrado!

El médico mayor amigo de Julián no vivía ya.

De repente, Julián dejó de hablar de Napoleón; anunció su proyecto de hacerse cura, y se le veía siempre en la sierra de su padre ocupado en aprenderse de memoria una Biblia en latín que el cura le prestara. Este buen anciano, maravillado de sus progresos, pasaba veladas enteras enseñándole teología. Julián, delante de él, alardeaba de sentimientos piadosos. ¿Quién hubiera podido adivinar que aquel semblante de niña, tan pálido y tan dulce, ocultaba la resolución irrevocable de sufrir mil muertes antes que resignarse a no hacer fortuna?

Para Julián, hacer fortuna era, en primer término, salir de Verrières; odiaba su patria. Todo lo que veía en derrededor suyo le dejaba frío.

Cuando niño, tuvo momentos de exaltación. En ellos soñaba con delicia que algún día sería presentado a las grandes damas de París, pues sabría llamar su atención por algún acto notable. ¿Y por qué no habría de ser amado por alguna de ellas, como lo fuera Napoleón, pobre aun, por Josefina de Beauharnais? Durante muchos años no pasaba una hora sin que Julián se repitiera que Napoleón, teniente vulgar y sin fortuna, se hizo dueño del mundo con su espada. Esta idea le consolaba de sus desgracias, que suponía grandes, y hasta le hacía sentir cierta satisfacción por ellas.

La construcción de la iglesia y las sentencias del juez de paz le abrieron los ojos; se le ocurrió una idea, que durante unas semanas le tuvo como loco, y se adueñó de él con toda la fuerza de que es capaz un alma apasionada.

"Cuando Bonaparte empezó a figurar, Francia temía una invasión; el mérito militar era necesario y estaba de moda. Hoy día vemos que curitas de cuarenta años tienen cien mil francos de sueldo; es decir, tres veces más que los famosos generales de Napoleón. Necesitan gente que les ayuden. Aquí tenemos al juez de paz, buena cabeza, hombre honrado hasta ahora y viejo, que se deshonra por no desagradar a un vicario de treinta años. Hay que ser cura."

Una vez en el camino, llevando ya dos años en el estudio de la teología, le traicionó, sin embargo, el fuego que devoraba su alma. Fué en casa de M. Chelan, en una comida de curas, en la que fué presentado por su maestro como un modelo de instrucción, donde se le ocurrió alabar con entusiasmo a Napoleón. Se vendó el brazo contra el pecho, pretendiendo habérselo dislocado moviendo un tronco de pino, y lo llevó así durante dos meses. Después de este castigo, se perdonó. Y aquí tenemos a nuestro joven de diez y nueve años—apenas representa diez y siete por su apariencia débil—que con un paquete bajo el brazo entraba en la iglesia de Verrières.

La encontró sombría y solitaria. Con motivo de una fiesta estaba colgada de tela carmesí. Los rayos del sol, reflejando en ella, producían un efecto magnífico, de lo más imponente y religioso. Julián se estremeció. Solo en la iglesia, fué a colocarse en el banco que le pareció mejor. Tenía grabadas las armas de M. De Renal.

En el reclinatorio Julián vió un trozo de papel impreso, que estaba allí como colocado a propósito para que se leyera. Lo miró y leyó:

Detalles de la ejecución y últimos momentos de Luis Jeurel, ejecutado en Besançon, el...

El papel estaba roto. En el reverso se podían leer las dos primeras palabras de una línea: "El primer paso".

—¿Quién habrá dejado aquí este papel?—pensó Julián.—¡Pobre desgraciado!—murmuró con un suspiro—. Su nombre termina como el mío...

Haciendo una bola con el papel, lo arrojó lejos de sí.

Al salir, Julián creyó ver sangre cerca de la pililla del agua bendita: había muchas gotas de agua en el suelo, y el reflejo de los cortinajes rojos que cubrían las ventanas les daba aspecto de sangre.

Julián sintió vergüenza por su miedo interior.

—¿Seré un cobarde?—pensó—. ¡A las armas!

Esta frase, tan repetida en los relatos del viejo médico, era heroica para Julián. Se levantó y marchó con paso decidido a casa de M. De Renal.

A pesar de su resolución, cuando la vió a veinte pasos de él, fué invadido por una invencible timidez. La verja de hierro estaba abierta; le pareció magnífica; había que entrar.

El corazón de Julián no era el único que se sentía turbado por su llegada a aquella casa. La extremada timidez de Mme. De Renal estaba desconcertada ante la idea de un extraño, que, por el puesto que iba a ocupar, se hallaría constantemente entre ella y sus hijos. Tenía la costumbre de que los niños durmieran en su cuarto. Al ver trasladar aquella mañana sus camitas al del preceptor, de sus ojos brotaron abundantes lágrimas. En vano rogó a su marido que dejase con ella al más pequeño, Estanislao Javier.

La delicadeza femenina era exageradísima en Mme. De Renal. Se imaginaba un ser desagradable, grosero y mal peinado, que reñiría a sus hijos y hasta quizás llegara a pegarles, sin más derecho que saber latín, un lenguaje bárbaro.

VI. El aburrimiento

Non so piú cosa sono,
Cosa facio.

Mozart (Fígaro)


Con la viveza y la gracia naturales en ella cuando se hallaba fuera de la vista de los hombres, Mme. De Renal salía por la puerta-ventana del salón que daba al jardín, cuando vió cerca de la puerta de entrada a un campesino joven, casi un niño, extremadamente pálido, que tenía los ojos llenos de lágrimas. Llevaba una camisa muy blanca y, debajo del brazo, una chupa muy limpia de ratina violeta.

La tez de aquel campesino era tan blanca, sus ojos tan dulces, que la imaginación un poco romántica de Mme. De Renal pensó por un momento que pudiera ser una muchacha disfrazada que acudía a pedir algún favor a su marido. Se compadeció de la pobre criatura, detenida en la puerta de entrada, y que, por las trazas, no se atrevía ni a tocar la campanilla. Madame de Renal se acercó, olvidando por un momento la amargura que sentía por la llegada del preceptor. Julián, vuelto hacia la puerta, no la vió avanzar. Se estremeció al oír una voz dulce que le preguntaba al oído:

—¿Qué busca usted aquí, hijo mío?

Julián se volvió rápido, y ante la mirada llena de gracia de Mme. De Renal, perdió parte de su timidez. Impresionado por su belleza, de pronto olvidó todo, incluso el motivo que le llevaba allí. La señora repitió su pregunta.

—Vengo para ser preceptor, señora—dijo Julián, avergonzado de sus lágrimas, que procuraba ocultar.

Madame de Renal quedó confusa; estaban muy cerca el uno del otro. Julián nunca había visto una persona tan bien vestida, y, sobre todo, una mujer tan admirable que le hablara con tal dulzura. Madame de Renal contemplaba las gruesas lágrimas que se secaban en las mejillas, tan pálidas antes y ahora tan rojas, del muchacho. De repente rompió a reír con toda la alegría de una chiquilla, burlándose de sí misma y no pudiendo dar crédito a su felicidad. ¡Aquel era el preceptor que ella se había figurado como un cura sucio y mal vestido que vendría a reñir y pegar a sus hijos!

—Pero, señor—le dijo al cabo—¿sabe usted latín?

La palabra "señor" asombró tanto a Julián, que quedó perplejo un instante.

—Sí, señora—dijo tímidamente.

Madame de Renal estaba tan contenta, que se atrevió a decir a Julián:

¿No reñirá usted mucho a los pobres niños?

—¿Reñirles yo?—replicó Julián, extrañado.—¿Y por qué?

—¿Verdad, señor—agregó ella después de callar un instante, con voz cada vez más emocionada—que será usted bueno con ellos? ¿Me lo promete usted?

Oírse llamar señor otra vez, y por una dama tan bien vestida, era más de lo que Julián había podido prever; en todos los castillos en el aire que se había forjado, siempre pensó que una dama elegante no se dignaría hablarle sino cuando llevara un bonito uniforme. Madame de Renal, por su parte, se vió completamente engañada por la finura del cutis, los hermosos ojos de Julián y sus lindos cabellos, más rizados aun que de ordinario, pues para refrescarse se había mojado la cabeza en el pilón de la fuente pública. Transportada de alegría se encontraba con que el fatal preceptor tan temido tenía aire de niña, en vez de ser un hombretón duro y antipático. Para el alma dulce de Mme. De Renal el contraste entre sus temores y la realidad fué un acontecimiento. Al cabo se rehizo. Sorprendióse de encontrarse a la puerta de su casa con un hombre casi en camisa y tan cerca de sí.

—Entremos—le dijo con aire avergonzado.

Nunca había sentido Mme. De Renal una emoción tan agradable; jamás hubiera sospechado que una apariencia tan dulce y graciosa habría de disipar sus temores más inquietantes. Sus hijos, tan mimados por ella, no caerían en las manos de un cura sucio y gruñón.

Apenas entraron en el vestíbulo, se volvió hacia Julián, que la seguía tímidamente. Su aspecto, asombrado a la vista de una casa tan hermosa, era un encanto más para Mme. De Renal. No podía dar crédito a sus ojos. Sobre todo imaginaba que el preceptor debía ir vestido de negro.

—¿Pero de cierto, señor,—le dijo, deteniéndose de nuevo y temiendo mortalmente equivocarse, tanta era su alegría—que sabe usted latín?

Estas palabras hirieron el orgullo de Julián y disiparon el encanto en que vivía hacía un cuarto de hora.

—Sí, señora,—respondió, tratando de tomar un aire frío—sé latín tan bien como el señor cura y hasta mejor, según dice él algunas veces.

Madame de Renal creyó notar que Julián tenía un aspecto duro. Acercándose, le dijo a media voz:

—Los primeros días no pegará usted a mis hijos aun cuando no sepan la lección, ¿verdad?

El tono dulce y casi suplicante de tan hermosa dama hizo olvidar a Julián lo que debía a su reputación de latinista. La cara de Mme. De Renal estaba junto a la suya; notaba el perfume del traje ligero de verano de una mujer, cosa completamente insólita para un pobre campesino. Julián se ruborizó, y dijo con un suspiro y una voz lánguida:

—No tema usted nada, señora; la obedeceré en todo.

Solamente en este punto, al disiparse por completo la inquietud que sentía por sus hijos, fué cuando Mme. De Renal se dio cuenta de la extrema belleza de Julián. Sus rasgos, casi femeninos, y su aire encogido no parecieron ridículos a una mujer que a su vez era sumamente tímida. El aspecto varonil que por lo común se supone propio de la belleza de un hombre la hubiera asustado.

—¿Qué edad tiene usted, señor?—preguntó a Julián.

—Cumpliré pronto diecinueve años.

—Mi hijo mayor tiene once;—repuso madame de Renal más tranquila—será casi un compañero para usted; usted le dará buenos consejos. Una vez le pegó su padre, y a pesar de que fué muy ligeramente, el niño estuvo enfermo una semana.

—¡Qué diferencia conmigo!—pensó Julián.—Ayer mismo me pegó mi padre. ¡Qué felices son los ricos!

Madame de Renal, que pretendía ya averiguar todo lo que pasaba en el alma del preceptor, tomó aquel movimiento de tristeza por timidez, y quiso animarle.

—¿Cuál es su nombre, señor?—le dijo con una gracia de la cual Julián sintió todo el encanto sin darse cuenta.

—Me llamo Julián Sorel, señora; tiemblo al entrar por primera vez en una casa extraña; necesito su protección y que me perdone todas las faltas que pueda cometer en los primeros días. Nunca he ido al colegio; era demasiado pobre; no he hablado en mi vida más que con mi primo el cirujano mayor, miembro de la Legión de Honor, y con el cura Chelan. El puede informarla a usted de mí. Mis hermanos no han hecho nunca más que pegarme, no les crea usted si le hablan mal de mí. Perdóneme mis errores, señora; no los cometeré con mala intención.

Julián iba serenándose a medida que pronunciaba este largo discurso y contemplaba a madame de Renal. Tal es el efecto que produce la gracia perfecta, cuando es natural y la persona que la disfruta no piensa en que la tiene. Julián, que sabía apreciar la belleza femenina, hubiera jurado en aquel momento que no tenía más de veinte años. Se le ocurrió la idea atrevida de besarle la mano. Tuvo miedo de su idea; pero después de un instante se dijo:—Sería una cobardía no hacer una cosa que puede serme útil y contribuir a menguar el desprecio que esta dama probablemente siente por un pobre obrero que acaba de dejar la sierra.—Es posible que le animara el recuerdo de aquel "guapo mozo" que desde hacía seis meses todos los domingos oía repetir a algunas muchachas. Mientras él sostenía esta lucha interior, madame de Renal le daba algunas instrucciones sobre el modo en que debía comenzar su trato con los niños. La violencia que se hacía Julián le empalideció de nuevo, y con un aire reservado dijo:

—No tema usted, señora, no pegaré nunca a los niños; lo juro ante Dios.—Y al decir estas palabras, tomó en las suyas la mano de madame de Renal y la llevó a sus labios. Ella se extrañó de aquel gesto y se sintió un poco molesta. Como hacía mucho calor, llevaba el brazo desnudo bajo el chal, y el movimiento de Julián al acercar la mano a sus labios se lo descubrió por completo. Después de unos momentos, se reprochó vivamente no haberse mostrado indignada.

Monsieur de Renal que había oído el ruido de la conversación, salió de su gabinete; con el mismo aire solemne y paternal con que celebraba los matrimonios en la alcaldía, dijo a Julián:

—Es necesario que hablemos antes de que le vean a usted los niños.

Hizo entrar a Julián en una habitación y retuvo a su mujer, que quería dejarlos solos. Cerró la puerta y se sentó con gravedad.

—El señor cura me ha dicho que es usted buena persona; aquí todo el mundo le tratará con respeto, y si yo quedo contento de sus servicios, le ayudaré en el porvenir a crearse una posición. Desearía que no frecuentara usted a sus parientes y amigos; su trato no es conveniente para mis hijos. Aquí tiene usted los treinta y seis francos del primer mes; pero le exijo que me dé usted su palabra de honor de que no dará ni un céntimo de este dinero a su padre.

Monsieur de Renal estaba molesto con el viejo, que en este asunto se había mostrado más listo que él.

—Y ahora, "señor", porque siguiendo mis órdenes todo el mundo le llamará a usted señor en esta casa, y ya notará usted la ventaja de convivir con gente distinguida; ahora, señor, no es prudente que los niños le vean con chupa. ¿Le han visto los criados?—preguntó M. De Renal a su mujer.

—No—respondió ella muy pensativa.

Tanto mejor. Póngase esto—dijo al joven, que le escuchaba sorprendido, alargándole una levita suya.—Y ahora vamos a casa de M. Durand, el pañero.

Una hora después, cuando volvió con el preceptor vestido de negro de pies a cabeza, encontró a su mujer sentada en el mismo sitio. Ella se sintió más tranquila por la presencia de Julián, y al contemplarle se olvidó de haber sentido miedo. Julián, por su parte, no pensaba en ella para nada; a pesar de toda la desconfianza que sentía de su destino y de los hombres, su alma en aquel momento era la de un niño, y le parecía haber vivido muchos años desde que, tres horas antes, entró tembloroso en la iglesia. Se fijó en el aire frío de Mme. De Renal, y comprendió que estaba enojada con él por haberse atrevido a besarle la mano. Pero el sentimiento de orgullo que le producía el verse vestido con ropa tan diferente a la que acostumbraba le tenía tan fuera de sí, y a la vez deseaba tanto ocultar su alegría, que todos sus movimientos eran bruscos y alocados. Madame de Renal le contemplaba con asombro.

—Un poco de seriedad, señor,—le dijo M. De Renal—si quiere usted que le respeten mis hijos y mi servidumbre.

—Señor,—respondió Julián—me hallo un poco a disgusto con mi nuevo traje, pues yo, pobre campesino, nunca he usado más que chaqueta. Si le parece a usted, iré a encerrarme en mi cuarto.

—¿Qué te parece esta adquisición?—dijo monsieur de Renal a su mujer.

Por un impulso casi instintivo, y del que ni ella misma se dió cuenta, Mme. De Renal ocultó la verdad a su marido.

—No estoy tan encantada como tú con el campesino; tu consideración puede convertirle en un impertinente; quizá tengas que despedirle antes de un mes.

—¡Bah! Le despediremos. Todo será un centenar de francos que habré gastado; pero Verrières se acostumbrará a que los hijos de M. De Renal tengan un preceptor. No hubiera conseguido este objetivo si hubiera dejado a Julián con su vestimenta de obrero. Si le despido, me quedaré con el traje negro completo que he comprado en casa del pañero. No se llevará más que el que ahora usa, que es uno que he encontrado confeccionado en casa del sastre.

La hora que Julián pasó en su cuarto pareció un instante a Mme. De Renal. Los niños, a quienes ya habían anunciado la llegada del nuevo preceptor, abrumaban a su madre con preguntas. Por fin apareció Julián. Era otro hombre. No se podía decir que fuese grave; era la gravedad en persona. Fue presentado a los niños, y les habló en un tono que asombró al mismo M. De Renal.

—He venido—les dijo al acabar su alocución—para enseñaros latín. Ya sabéis lo que es recitar una lección. Aquí está la Santa Biblia—añadió, mostrándoles un volumen en 32, encuadernado en negro.—Es la historia de Nuestro Señor Jesucristo, lo que se llama el "Nuevo Testamento". Yo os haré repetir las lecciones con frecuencia. Preguntadme a mí ahora.

Adolfo, el mayor de los niños, tomó el libro.

—Abridlo por donde queráis y decidme la primera palabra de un versículo. Recitaré de memoria el libro sagrado, regla de nuestra conducta, hasta que me hagáis callar.

Adolfo abrió el libro, leyó una palabra, y Julián recitó toda la página con la misma facilidad que si hubiera hablado francés. Monsieur de Renal miraba a su mujer con aire triunfante. Los niños, al ver el asombro de sus padres, abrían desmesuradamente los ojos. Un criado se asomó a la puerta del salón. Julián continuaba hablando latín. El criado se quedó un momento inmóvil, y enseguida desapareció.

A poco, la doncella de la señora y la cocinera hicieron su aparición en la puerta. Adolfo había abierto ya el libro por ocho sitios distintos, y Julián seguía recitando con la misma facilidad.

—¡Dios mío! ¡Qué curita más guapo!—dijo en voz alta la cocinera, que era una muchacha muy devota.

El amor propio de M. De Renal estaba picado; en vez de examinar al preceptor buscaba en su memoria alguna palabra latina; por fin pudo decir un verso de Horacio. Julián no sabía más latín que la Biblia. Respondió frunciendo el entrecejo:

—El santo ministerio al que voy a dedicarme me ha prohibido leer un poeta tan profano.

Monsieur de Renal citó unos cuantos versos de Horacio, según él. Explicó a sus hijos quién era Horacio, pero los niños, admirados, no le prestaban atención. Miraban a Julián.

Como los criados continuaban en la puerta, Julián creyó conveniente continuar la prueba:

—Es menester que Estanislao Javier—el más pequeñito de todos—me indique también un pasaje.

El pequeño Estanislao, muy orgulloso, deletreó como pudo la primera palabra de un versículo, y Julián dijo toda la página. Para que no faltase ningún detalle al triunfo de M. De Renal, mientras Julián recitaba entraron M. Valenod, el dueño de los hermosos caballos normandos, y M. Charcot de Mangiron, subprefecto de la circunscripción. Esta escena valió a Julián el título de señor, que los mismos criados serían los primeros en darle.

Por la noche, todo Verrières acudió a casa del alcalde para ver de cerca aquella maravilla. Julián respondía a todos con un aire sombrío que le mantenía a distancia. Su fama se extendió tan rápidamente por la ciudad, que a los pocos días M. De Renal, temeroso de que le quitasen la alhaja, le propuso firmar un contrato por dos años.

—No, señor—respondió fríamente Julián.—Si usted me quisiera despedir me vería obligado a marcharme. Un contrato que me obligue a mí sin obligarle a usted a nada no es equitativo, y me niego a hacerle.

Julián se las arregló de manera que un mes después de su llegada a la casa, el mismo monsieur de Renal le respetaba. Como el cura estaba peleado con Renal y Valenod, nadie pudo traicionarle contando su entusiasmo por Napoleón, de quien ahora hablaba siempre con horror.

VII. Afinidades electivas

No saben tocar el corazón sin herirlo.

Un moderno.


Los niños le adoraban; él no los quería; su pensamiento estaba en otra parte. Nada de lo que pudieran hacer aquéllos monigotes le impacientaba. Frío, justo, impasible, pero, no obstante, querido de todos, porque su presencia en cierto modo había alejado de la casa el aburrimiento, fué un buen preceptor. Sólo sentía odio y antipatía por la alta sociedad en que era admitido, si bien en un lugar muy secundario, lo cual quizá explica el odio y la antipatía. En algunas comidas de ceremonia tuvo que hacer un gran esfuerzo para no demostrar su odio por todo lo que le rodeaba. Un día de San Luis, entre otros, en que M. Valenod llevaba la voz cantante en casa de M. De Renal, Julián estuvo a punto de traicionarse; se escapó al jardín, con el pretexto de vigilar a los niños.

—¡Cuánto elogio a la honradez!—se decía—¡Podría decirse que es la virtud por excelencia, y sin embargo, qué consideración, qué respeto rastrero por un hombre que, evidentemente, ha duplicado o triplicado su fortuna desde que administra el dinero de los pobres! ¡Aseguraría que se aprovecha hasta de los fondos destinados a los niños expósitos, cuya miseria debe ser más sagrada que las demás! ¡Ah, monstruos, monstruos! ¿Y yo qué soy, sino una especie de expósito, odiado de mi padre, de mis hermanos, de toda mi familia?

Algunos días antes de San Luis, Julián, que paseaba solo leyendo su breviario por un bosquecillo llamado el Belvedere, que domina el paseo de la Fidelidad, había tratado inútilmente de evitar un encuentro con sus dos hermanos, que venían en dirección contraria a la suya por un sendero solitario.

La envidia de aquellos obreros rudos se despertó tan vivamente a la vista del traje negro y del aspecto limpio de su hermano, que al notar el desprecio sincero que sentía por ellos, le golpearon hasta dejarle sin sentido y sangrando. Mme. De Renal, que iba de paseo con el subprefecto y con M. Valenod, llegó casualmente al bosquecillo, vió a Julián tendido en el suelo y creyó que estaba muerto. Su emoción fué tan visible, que provocó los celos de M. Valenod. Se alarmaba sin necesidad. Julián encontraba a Mme. De Renal muy bella, pero la odiaba a causa de su belleza; era el primer escollo que había estado a punto de detener su fortuna. Le hablaba lo menos posible, a fin de hacerle olvidar el transporte que el primer día había conducido a besarle la mano .

Elisa, la doncella de Mme. De Renal, se había enamorado del joven preceptor, y con frecuencia hablaba de él a su señora. El amor de Elisa había valido a Julián el odio de uno de los lacayos. Un día oyó que este decía a Elisa:

—No quiere usted hablar conmigo, desde que ese preceptor grasiento ha entrado en la casa.

Julián no merecía aquella injuria; pero, por instinto de mozo guapo, redobló el cuidado de su persona.

El odio de M. Valenod aumentó asimismo. Decía públicamente que tanta coquetería no estaba bien en un cura joven. Julián iba vestido casi de sotana.

Madame de Renal observó que hablaba con Elisa con más frecuencia que de costumbre, y supo que aquellas conversaciones eran motivadas por la penuria del guardarropa de Julián. Tenía tan poca ropa blanca, que se veía obligado a mandarla lavar fuera de la casa, y para ello se valía de Elisa. Aquella pobreza, que no sospechaba, conmovió a Mme. De Renal; pensó en hacerle algún regalo, pero no se atrevió; esta resistencia interior fué el primer sentimiento penoso que Julián le produjo. Hasta aquel momento, el nombre de Julián y el sentimiento de una alegría pura e intelectual eran sinónimos para ella. Atormentada por la idea de la pobreza de Julián, Mme. De Renal habló a su marido de hacerle un regalo de ropa blanca.

—¡Qué tontería!—respondió.—¡Hacer regalos a un hombre que nos sirve bien, y de quien no tenemos el menor motivo de queja! ¡Eso sería bueno en el caso de que faltase a sus deberes, para estimular su celo!

Madame de Renal se sintió humillada por aquella manera de ver las cosas, de la que no se hubiera dado cuenta antes de la llegada de Julián. No podía ver el aspecto extremadamente limpio del joven sacerdote sin decirse: "¿Cómo se las arreglará este pobre muchacho?"

Poco a poco fué sintiendo compasión por todo lo que le faltaba a Julián, en lugar de sentirse molesta por ello.

Madame de Renal era una de esas mujeres provincianas a quienes se puede tomar por tontas los primeros días que se las trata. No tenía ninguna experiencia de la vida, y hablaba poco. Dotada de un alma delicada y desdeñosa, ese instinto de felicidad natural en todas las personas hacía que, la mayor parte del tiempo, no prestase atención alguna a los actos de los personajes groseros de le rodeara la casualidad.

Hubiera sido un modelo de viveza y de talento si hubiese recibido la más elemental educación. Pero, en su calidad de heredera, se había educado con religiosas adoratrices fanáticas del Sagrado Corazón de Jesús, animadas de un odio violento contra los franceses enemigos de los jesuítas. Madame de Renal tuvo el suficiente sentido común para olvidar pronto, como un absurdo, todas aquellas cosas aprendidas en el convento; pero, como no las substituyó con nada, resultó de una ignorancia extremada. Las adulaciones prematuras que recibiera a cuenta de la fortuna que debía heredar, y una tendencia decidida a la más fervorosa devoción, le habían dado una manera de vivir absolutamente interior.

Aparentando la condescendencia más perfecta y una abnegación que todos los maridos de Verrières ponían como ejemplo a sus mujeres, y que constituían el orgullo de M. De Renal, la conducta habitual de su alma era siempre el resultado de una gran altanería. Cualquier princesa célebre por su orgullo, prestaría mucha más atención a lo que sus gentilhombres hicieran a su alrededor de lo que esta mujer, tan dulce y tan modesta en apariencia, prestaba a lo que decía o hacía su marido. Hasta la llegada de Julián, puede decirse que solo le preocupaban sus hijos. Sus enfermedades, sus dolores, sus alegrías ocupaban por completo la sensibilidad de aquella alma, que en su vida había adorado más que a Dios cuando estaba en el Sagrado Corazón de Besançon.

Sin que se dignara confesarlo a nadie, un ataque de fiebre de uno de los chicos la descomponía tanto como si se hubiese muerto. Una carcajada grosera, un encogimiento de hombros y alguna máxima vulgar sobre la locura de las mujeres habían acogido siempre las confidencias de estas tristezas que había hecho a su marido, llevada por la necesidad de desahogarse, en los primeros tiempos de su matrimonio. Tales burlas, sobre todo cuando se trataba de alguna enfermedad de sus hijos, eran una puñalada para el corazón de Mme. De Renal. Y esto fué lo que encontró, en lugar de las adulaciones oficiosas y dulzonas del convento donde pasó su juventud. Se educó a fuerza de sufrir. Demasiado orgullosa para contar sus penas a nadie, ni siquiera a su amiga Mme. Derville, se figuraba que todos los hombres eran como su marido, M. Valenod y el subprefecto Charcot de Maugiron. La grosería y la insensibilidad más brutal para todo lo que no era dinero, honores o cruces; el odio ciego contra toda razón que contrariase sus deseos, le parecieron cosas tan naturales al sexo masculino, como llevar botas y un sombrero de fieltro.

Después de largos años, madame de Renal no se había acostumbrado aun a aquellas gente ricas que le rodeaban.

Esto explica el éxito del campesino Julián. En la simpatía de su alma noble y orgullosa encontró ella el encanto de la novedad. Madame de Renal le perdonó enseguida su extrema ignorancia, que era un atractivo más, y la aspereza de sus maneras, que llegó a corregir. Juzgaba que valía la pena escucharle, aun cuando hablase de las cosas más vulgares, incluso cuando se trataba de un pobre perro despanzurrado al atravesar la calle por el carro de un labrador que marchaba más deprisa de lo corriente. A la vista de un espectáculo de este género, su marido reía a carcajadas, mientras que Julián contraía sus negras cejas, tan finamente dibujadas. Le pareció, poco a poco, que la generosidad, la nobleza de alma, la humanidad, eran patrimonio exclusivo del joven abate. Y sintió por él toda la simpatía y la admiración que tales cualidades despiertan en las almas bien nacidas.

En París, la posición de Julián respecto de madame de Renal se hubiera simplificado pronto; pero en París el amor es una creación de las novelas. El joven preceptor y su tímida señora hubiesen hallado en unas cuantas novelas y en los mismos cuplés del Gimnasio, la explicación de lo que pasaba en su interior. Las novelas les habrían trazado el papel que debían representar, mostrado el modelo a imitar, modelo que, tarde o temprano, de buen o mal grado, hubiese seguido Julián, impulsado por su misma vanidad.

En una ciudad pequeña de Aveyron o de los Pirineos, el incidente más nimio resultaría decisivo por el ardor del clima. Bajo nuestros cielos grises, un joven pobre, que solo es ambicioso porque la delicadeza de su corazón le hace sentir la necesidad de alguno de los refinamientos que procura el dinero, ve a diario a una mujer de treinta años, sinceramente virtuosa, ocupada de sus hijos, y que no se guía por los ejemplos de los personajes de novela. En provincias todo marcha despacio, poco a poco; hay más naturalidad.

Muchas veces, pensando en la pobreza del preceptor, Mme. De Renal llegaba a conmoverse hasta las lágrimas. Un día la sorprendió Julián llorando a lágrima viva.

—Señora, ¿le ocurre a usted alguna desgracia?

—No, amigo mío, llame usted a los niños y vamos a dar un paseo.

Y diciendo esto, tomó su brazo y se apoyó en él de un modo que extrañó a Julián. Era la primera vez que le llamaba amigo.

Al terminar el paseo, Julián observó que ella se ruborizaba mucho. Acortó el paso.

—Le habrán contado a usted—dijo sin mirarle—que soy la única heredera de una tía muy rica que vive en Besançon. Constantemente estoy recibiendo regalos suyos... Mis hijos hacen tantos progresos... que yo quisiera que aceptara usted un pequeño presente como muestra de mi agradecimiento. Sólo se trata de algunos luises para que se mande usted hacer ropa blanca. Pero...—añadió, ruborizándose más y calló.

—¿Qué quiere usted decir, señora?—dijo Julián.

Sería inútil—continuó ella bajando la cabeza—hablar de ello a mi marido.

—Soy humilde, señora, pero no soy bajo;—repuso Julián deteniéndose, con los ojos brillantes de ira e irguiéndose cuanto pudo—no lo ha pensado bien. Sería menos que un lacayo, si me pusiera en el caso de ocultar a M. De Renal la más pequeña cosa relativa a "mi dinero".

Madame de Renal estaba aterrada.

El señor alcalde me ha dado cinco veces treinta y seis francos desde que estoy aquí; no tengo inconveniente alguno en mostrar mi libro de gastos, y no tendría inconveniente alguno en que lo viera quienquiera que fuese; hasta el mismo M. Valenod, que me odia.

A esta salida, Mme. De Renal se puso pálida y temblorosa, y el paseo se terminó sin que ni uno ni otro encontraran pretexto para reanudar el diálogo. El amor hacia Mme. De Renal era cada vez más imposible para el corazón orgulloso de Julián; ella, por su parte, le respetaba, le admiraba; había recibido de él una reprimenda. Con el pretexto de reparar la humillación involuntaria que le había causado, tuvo para él las más delicadas atenciones. La novedad de esta manera de tratarle constituyó la dicha de Mme. De Renal durante una semana. La consecuencia fué apaciguar en parte la cólera de Julián, que estaba muy lejos de pensar que aquéllo pudiera ser una inclinación personal.

¡Así es esta gente rica!—se decía—Humillan, y luego creen que pueden hacer olvidar todo con unas cuantas monerías.

El corazón de Mme. De Renal estaba tan sano y era aun tan inocente, que, a pesar de su resolución, no pudo menos de contar a su marido el ofrecimiento que había hecho a Julián y el modo como éste lo rechazara.

—¿Cómo—replicó M. De Renal muy picado—has podido tolerar una negativa por parte de un "criado"?

Y al ver que Mme. De Renal se extrañaba de aquella palabra:

—Hablo, señora, como el difunto príncipe de Condé al presentar a su esposa sus chambelanes: "Todas estas gentes—le dijo—son nuestros criados." Te he leído este pasaje de las Memorias de Benural, muy útil para todo lo que sea jerarquía. Todo aquel que no sea noble, habite en nuestra casa y reciba un salario, es nuestro criado. Voy a decir dos palabras a este señorito Julián y a darle cien francos.

—¡Amigo mío!—exclamó temblando Mme. De Renal.—¡Por lo menos, no lo hagas delante de los criados!

—Sí, podrían tener envidia, y con razón—dijo su marido, alejándose y pensando en la cuantía de la suma.

Madame de Renal cayó en una silla medio desvanecida de dolor.

—¡Va a humillar a Julián por mi culpa!

Sintió aversión por su marido y se tapó la cara con las manos. Se prometió no volver a hacer confidencia alguna.

Cuando volvió a ver a Julián estaba temblando; se ahogaba de tal manera, que no pudo pronunciar una sola palabra. En su azoramiento, le cogió las manos y se las estrechó.

—Amigo mío—le dijo—¿está usted contento de mi marido?

—¡Cómo no he de estarlo!—respondió Julián con amargura—.Me ha dado cien francos.

Madame de Renal lo miró confusa.

—¡Deme usted el brazo!—dijo con un tono de decisión que Julián nunca había visto en ella.

Se atrevió a ir a casa del librero de Verrières, a pesar de su terrible reputación de liberal. Allí eligió libros para sus hijos por valor de diez luises. Pero tuvo buen cuidado de elegir los libros que sabía que deseaba Julián. Exigió que allí mismo, en la librería, cada uno de los niños pusiese su nombre en los libros que le correspondían.

Mientras Mme. De Renal se sentía satisfecha por aquella especie de reparación que había tenido la audacia de hacer a Julián, este estaba asombrado de la cantidad de libros que veía en la librería. Nunca se atrevió a entrar en un lugar tan profano; su corazón palpitaba. Lejos de tratar de adivinar lo que pasaba en el corazón de madame de Renal, solo pensaba en el medio que tendría un joven estudiante de teología de llegar a poseer algunos de aquéllos libros. Finalmente se le ocurrió la idea de que, con habilidad, podría sugerir a M. De Renal la conveniencia de que sus hijos aprendieran la historia de los nobles nacidos en la provincia. Al cabo de un mes de preparación cuidadosa, Julián consiguió su objetivo con tal éxito que, poco tiempo después, se atrevió a proponer algo verdaderamente doloroso para el noble alcalde: se trataba de contribuir a la fortuna de un liberal haciendo una suscripción en la librería. Monsieur de Renal convenía en que era muy útil que su hijo mayor conociese "de visu" alguna de las obras que habría mencionar en la conversación cuando estuviese en la Escuela Militar; pero Julián veía que M. De Renal se obstinaba en no ir más lejos. Sospechaba una razón oculta, pero no podía adivinarla.

—Pensaba, señor—le dijo un día—que no sería correcto que el nombre de un noble como Monsieur de Renal figurase en el sucio registro del librero.

La frente de M. De Renal se iluminó.

—También sería una mala nota—continuó Julián con tono humilde—para un pobre estudiante de teología si se descubriera algún día que su nombre estaba en el registro de un librero que alquila libros. Los liberales podrían acusarme de haber pedido las obras más infames, y quién sabe si no serían capaces de escribir junto a mi nombre los títulos de estos libros perversos.

Pero Julián perdía la pista; notaba que la fisonomía del alcalde recobraba la expresión del aburrimiento.

Julián calló.

—Ya te tengo—dijo para sí.

Pocos días después, en presencia de su padre, el mayor de los niños preguntó a Julián algo sobre un libro que había visto anunciado en el diario.

—Para evitar un motivo de triunfo a los jacobinos y poder al mismo tiempo satisfacer los deseos de M. Adolfo, podríamos hacer una suscripción en la librería a nombre de cualquiera de los criados de la casa.

No es mala idea—repuso M. De Renal muy satisfecho.

—Habrá que especificar—dijo Julián con ese aire grave y como resignado, tan propio de ciertas personas cuando ven por buen camino el logro de sus deseos—;habrá que especificar que el criado no podrá pedir novelas. Una vez en la casa, estos libros peligrosos podrían pervertir a las muchachas, y hasta al mismo criado.

—Se olvida usted de los libelos políticos—añadió M. De Renal con aire altivo.

Quería ocultar la admiración que le produjera el "mezzo-termine" adoptado por el preceptor de sus hijos.

La vida de Julián, pues, se componía de una serie de pequeñas negociaciones, y el éxito de ellas ocupaba su imaginación y no le daba lugar a advertir la preferencia señalada que por él sentía Mme. De Renal, y que hubiera podido leer fácilmente en el corazón de ella.

La posición moral en la que había vivido toda su vida, se renovaba en casa del alcalde de Verrières. Allí, como en el aserradero de su padre, despreciaba profundamente a todos los que le rodeaban y era odiado por ellos. A diario veía en los relatos del subprefecto, en los de M. Valenod y en los de otros amigos de la casa, con ocasión de cosas que pasaban a la vista de todos, qué lejos de la realidad estaban las ideas de aquella gente. ¿Le parecía admirable una acción? Aquella era, precisamente, la que atraía la censura de ellos. Su réplica interior era siempre la misma: "¡Qué monstruos o qué imbéciles!" Lo gracioso era que, con tanto orgullo, la mayor parte de las veces no comprendía una palabra de lo que decían.

En su vida no había hablado sinceramente más que con el viejo cirujano mayor; las pocas ideas que tenía se relacionaban con las campañas de Bonaparte en Italia, o con la cirugía. Su valor se complacía con el relato minucioso de las operaciones más dolorosas, y se decía:

—Yo no hubiera pestañeado.

La primera vez que Mme. De Renal trató de hablar con él de algo que no fuera la educación de los niños, se puso a contarle operaciones quirúrgicas; ella palideció, y le rogó que no continuase.

Julián no sabía de nada más. Y así, pasando su vida con Mme. De Renal, entre ellos se producía un silencio extraño en cuanto estaban solos. En el salón, por humilde que fuese su actitud, ella encontraba en su mirada un gran aire de superioridad intelectual sobre todo lo que le rodeaba. Si se quedaba un momento solo con ella, su azoramiento era visible. Y ella se inquietaba, pues su instinto de mujer le hacía comprender que no había en esto ninguna ternura.

Julián tenía la idea, aprendida sin duda de algún relato de la buena sociedad según la veía el viejo cirujano mayor, de que no se debía estar callado en un sitio donde hubiese una mujer, y se sentía humillado por este silencio como si fuese una estupidez suya. Tal sensación era cien veces más penosa cuando estaban solos. Su imaginación, llena de las nociones más exageradas, más españolas, sobre lo que un hombre debe decir cuando se encuentra a solas con una mujer, no le ofrecía en su turbación más que ideas absurdas. Su alma estaba en las nubes, y, sin embargo, no podía salir del silencio más humillante. Así es que su aire severo,lo era aún más a causa de los mas crueles sufrimientos en sus largos paseos con Mme. De Renal y los niños. Se despreciaba horriblemente. Si, por desgracia, se esforzaba en hablar, decía las cosas más ridículas. Para colmo de males, notaba y aun se exageraba a sí mismo su actitud absurda; en cambio, de lo que no se daba cuenta era de la expresión de sus ojos; eran tan bellos y reflejaban un alma tan ardiente, que, como los buenos actores, daban encanto a aquéllo que no lo tenía. Madame de Renal observó que cuando estaba solo con ella no decía nada a derechas, salvo cuando, distraído por algún suceso imprevisto, no pensaba en redondear un cumplido. Como los amigos de la casa no la mimaban, haciéndole ver ideas nuevas y brillantes, gozaba con delicia de los destellos de talento de Julián.

Desde la caída de Napoleón, en provincias se ha suprimido severamente toda apariencia de galantería. Se tiene miedo de ser destituido. Los bribones se apoyan en la congregación, y la hipocresía ha hecho grandes progresos, incluso en las clases liberales. El aburrimiento se duplica. No queda más diversión que la lectura y la agricultura.

Madame de Renal, rica heredera de una tía devota, casada a los dieciséis años con un buen señor, no había gustado ni visto en su vida, ni de cerca ni de lejos, nada que se pareciera al amor. Unicamente su confesor, el buen cura Chelan, le había hablado del amor a propósito de la persecución de Monsieur Valenod, y la pintura que le hizo fué tan desagradable, que esta palabra solo representaba para ella la idea del libertinaje más abyecto. Consideraba una excepción, o una cosa completamente fuera de lo natural, el amor que había visto pintado en las pocas novelas que por casualidad habían caído en sus manos. Gracias a esta ignorancia, madame de Renal, que solo se ocupaba de Julián, estaba lejos de hacerse el más pequeño reproche por ello.

VIII. Acontecimientos menudos

Then there were sighs, the deeper for suppression, And stolen glances, sweeter for the theft.
And burning blushes, though for no transgression.

Don Juan, C. I, v. 74.


La dulzura angélica que Mame. de Renal debía a su carácter y a su dicha presente, solo se alteraba al pensar en su doncella Elisa. Esta muchacha, que había heredado de un pariente, se fué a confesar con el cura Chelan y le confesó su proyecto de casarse con Julián. El cura sintió una alegría sincera al saber la suerte de su amigo; pero le sorprendió mucho oírle decir a éste, que el ofrecimiento de Elisa no le convenía.

—Cuidado, hijo mío, con lo que pasa en tu corazón—dijo el cura frunciendo el entrecejo—Te felicito por tu vocación, si es a ella solamente a lo que se debe el que desprecies una fortuna más que suficiente. Hace más de cincuenta y seis años que soy cura de Verrières, y, a pesar de ello, según parece, me van a dejar cesante. Esto me aflije mucho, y eso que tengo ochocientas libras de renta. Te advierto esto para que no te hagas demasiadas ilusiones sobre lo que te espera en el estado eclesiástico. Si piensas en hacer la corte a los hombres poderosos, tu condenación eterna es segura. Harás fortuna, pero tendrás que perjudicar a los infelices, halagar al subprefecto, al alcalde, a los hombres bien mirados y amoldarte a sus pasiones; esta conducta, que en el mundo se llama saber vivir, puede, para un seglar, no ser incompatible con la salvación, pero en nuestro estado hay que elegir; se trata de hacer fortuna en este mundo o en el otro: no hay término medio. Vete ahora, querido amigo, reflexiona y vuelve dentro de tres días a darme una respuesta definitiva. Entreveo con dolor en el fondo de tu carácter, un fuego sombrío que no me anuncia la moderación y la abnegación para soportar los sufrimientos terrenales que cuadran bien en un sacerdote. Auguro mucho de tu talento; pero, permíteme que te lo diga,—añadió el buen cura con lágrimas en los ojos—:temo por tu salvación en el estado sacerdotal.

Julián estaba avergonzado de su emoción; por primera vez en su vida se sentía amado; lloraba con delicia, y fué a ocultar sus lágrimas a los bosques que dominan Verrières.

—¿Por qué me encuentro en este estado?—se dijo a sí mismo.—Me siento capaz de dar cien vidas por este buen cura Chelan, y, sin embargo, me ha dicho en pocas palabras que soy un majadero. Es la persona a quien tengo más interés en engañar, y adivina lo que pasa en mí. Este fuego interior del que me hablaba es mi deseo de hacer fortuna. Me cree indigno de hacerme cura, y esto precisamente en el momento en que yo me figuraba que el sacrificio de cincuenta luises de renta le iba a dar la más alta idea de mi piedad y mi vocación.

En lo sucesivo no contaré más que con las condiciones de mi carácter que ya tenga probadas. ¡Quién me hubiera dicho que encontraría placer llorando y que sentiría una gran ternura por la persona que me demuestra que soy un imbécil!

Tres días después, Julián había encontrado el pretexto del que hubiera debido echar mano desde el primer momento; el pretexto era una calumnia, pero, ¡qué importa! Confesó al cura, vacilando mucho al hacerlo, que una razón que no podía explicarle, pues perjudicaría a un tercero, era lo que le había hecho desistir de la unión proyectada. Ponía en tela de juicio la conducta de Elisa. Monsieur Chelan observó en toda su actitud un fuego mundano muy distinto del que debe animar a un joven dedicado a la iglesia.

—Amigo mío—le dijo nuevamente—. Más vale que seas un buen burgués, estimable e instruído, que un mal cura.

Julián respondió a estas observaciones muy acertadamente en cuanto a lo que dijo: seleccionó las palabras que hubiera empleado el seminarista más fervoroso; pero el tono en que las pronunciaba, el mal velado fuego que asomaba a sus ojos, alarmaron a M. Chelan.

No hay que pensar mal de Julián: empleaba con corrección las palabras de una hipocresía cauta y prudente. Eso no está mal a su edad. En cuanto al tono y a los ademanes, como vivía con campesinos, carecía de buenos modelos que imitar. Apenas tuvo la ocasión de entrar en contacto con personas distinguidas, tan irreprochables fueron sus maneras como sus palabras.

Madame de Renal se asombró mucho de que la nueva fortuna de su doncella no la hiciese más feliz; la veía constantemente ir a casa del cura y volver con lágrimas en los ojos; por fin, Elisa le habló de su matrimonio.

Madame de Renal se sintió enferma; una especie de fiebre le quitaba el sueño; no estaba tranquila sino cuando tenía ante su vista a su doncella o a Julián. Solo podía pensar en ellos y en la felicidad que tendrían en su casa. La pobreza de esa casita, donde tendrían que vivir con cincuenta luises de renta, le parecía algo maravilloso. Julián se haría abogado en Bray, la subprefectura que está a dos leguas de Verrières, y en ese caso le vería alguna vez.

Madame de Renal creyó sinceramente que se iba a volver loca; se lo dijo a su marido y, por fin, cayó enferma.

Aquella misma noche, estando su doncella sirviéndola, vió que la muchacha lloraba. En aquel momento sentía un odio profundo hacia Elisa; poco antes la había tratado con brusquedad y le pidió perdón. Las lágrimas de Elisa se hicieron más copiosas, y dijo a su señora que, si se lo permitía, le contaría su desgracia.

—Habla—respondió Mme. De Renal.

—Señora: no me quiere, se niega a casarse conmigo;sin duda algún malvado le ha hablado mal de mí y lo ha creído.

—¿Pero quién es quien no te quiere?—preguntó Mme. De Renal sin poder respirar apenas.

—¡Quién ha de ser, señora, sino Julián!—replicó la doncella sollozando—. El señor cura no ha podido vencer su resistencia, a pesar de sus instancias, pues supone que no debe rechazar a una muchacha honrada porque haya servido como doncella. Después de todo, su padre es carpintero, y él mismo, ¿cómo se ganaba la vida antes de entrar en casa de la señora?

Madame de Renal no la escuchaba. La alegría le había quitado el uso de sus facultades. Se hizo repetir varias veces que Julián se había negado rotundamente y que no volvería sobre su acuerdo

—Yo haré el último esfuerzo—dijo a su doncella—;hablaré con Julián.

Al día siguiente, después del almuerzo, Mme. De Renal se proporcionó la deliciosa voluptuosidad de abogar por la causa de su rival durante una hora y ver rechazada con insistencia la mano y la fortuna de Elisa.

Poco a poco, Julián salió de sus contestaciones ambiguas y terminó por replicar con gracia a los consejos de Mme. De Renal. Esta no pudo resistir el torrente de felicidad que la inundaba después de tantos días de desesperación. Se sintió enferma de verdad. Cuando se recobró y se vió en su habitación, despidió a todo el mundo. Estaba profundamente alterada.

—¿Estaré enamorada de Julián?

Este descubrimiento, que en otros momentos la hubiera llenado de remordimiento y producido una gran agitación, solo lo consideraba ahora como un espectáculo singular y casi indiferente.Tenía el alma destrozada por todas las últimas sensaciones, no parecía tener sensibilidad .

Madame de Renal intentó trabajar, pero se durmió profundamente; al despertar no se asustó tanto como debiera. Era demasiado feliz para tomar a mal nada. Sencilla e inocente, aquella buena provinciana nunca se preocupaba de ahondar en su alma para ver el efecto que producía en su sensibilidad cualquier sensación nueva de dolor o de placer. Entregada en cuerpo y alma, antes de la llegada de Julián, a todo ese cúmulo de trabajos menudos que, fuera de París, constituyen la vida de una buena madre de familia, Mme. De Renal pensaba en las pasiones como suele pensarse en la lotería: engaño manifiesto y felicidad soñada por locos.

La campana de la comida sonó. Mme. De Renal se ruborizó hasta más no poder al oír la voz de Julián, que llegaba con los niños. Pero, un poco más simuladora desde que amaba, explicó su rubor quejándose de un gran dolor de cabeza.

—Así son todas las mujeres—dijo M. De Renal con una carcajada.—¡Máquinas que siempre tienen algo descompuesto!

Por muy acostumbrada que estuviese a los chistes de su marido, no pudo menos de sentirse molesta al oír su voz. Para distraerse miró a Julián; en aquel momento le habría encontrado hermoso, aun habiendosido el hombre más feo del mundo, .

Para imitar las costumbres de la gente de la corte, en los primeros días de la primavera M. De Renal se instaló en Vergy, pueblo célebre por la aventura trágica de Gabriela. A pocos metros de las pintorescas ruinas de la antigua iglesia gótica, M. De Renal posee un castillo, con sus cuatro torreones, y un jardín dibujado como el de las Tullerias, con grandes macizos de boj y paseos de castaños, podados dos veces al año. Un campo colindante, plantado de manzanos, servía de paseo. Al final del huerto se veían ocho o diez nogales magníficos, cuyas ramas se elevaban quizá hasta ochenta pies de altura.

—Cada uno de estos malditos nogales—solía decir M. De Renal cuando su mujer los admiraba—me cuesta la cosecha de media fanega de tierra; el trigo no prevalece bajo su sombra.

El campo pareció una cosa nueva a madame de Renal; su admiración llegó al paroxismo. Se sentía dominada por un sentimiento que le daba resolución e ideas nuevas. Al día siguiente de llegar a Vergy, M. De Renal se volvió a Verrières para asuntos de la alcaldía, y Mme. De Renal contrató obreros a sus expensas. Julián le había sugerido la idea de hacer un camino enarenado que diera la vuelta al huerto bajo los nogales, y de este modo podrían los niños pasear desde temprano sin temor a que sus pies se humedecieran con el rocío. A las veinticuatro horas de concebida, se puso en práctica la idea. Mme. De Renal pasaba todo el día con Julián dirigiendo las obras.

Cuando el alcalde de Verrières volvió, se sorprendió mucho al ver el paseo. Su llegada también causó sorpresa a Mme. De Renal, que había olvidado su existencia. Durante más de dos meses no cesó de censurar duramente el atrevimiento de haber hecho una "reparación" tan importante sin consultarle; pero como Mme. De Renal pagó de su bolsillo todos los gastos, se consoló al cabo.

Ella pasaba los días corriendo con sus hijos por la huerta, cazando mariposas. Habían hecho grandes mariposeros de gasa transparente, con los cuales cogían a los pobres "lepidópteros". Tal era el nombre extraño que Julián enseñaba a Mme. De Renal. Esta había encargado en Besançon la obra de M. Godart, y Julián le explicaba la vida singular de los pobres bichos.

Los clavaban sin compasión, con grandes alfileres, en un cartón preparado asimismo por Julián.

Por fin había un motivo de conversación entre él y Mme. De Renal; ya no se vería expuesto al espantoso suplicio que le causaban aquéllos momentos de silencio.

Hablaban sin cesar y con gran interés, aun cuando siempre trataban de cosas indiferentes. Aquella vida activa, ocupada y alegre, era del gusto de todos, menos de Elisa, que tenía mucho más trabajo. Solía decir que ni en carnaval, cuando los bailes en Verrières, se preocupaba tanto la señora de su arreglo personal. Se cambiaba de traje dos o tres veces al día.

Como no tenemos intención de adular a nadie, no negaremos que Mme. De Renal, que tenía un cutis precioso, procuraba ponerse vestidos que dejaran al descubierto el pecho y los brazos. Estaba muy bien formada, y esta manera de vestirse le sentaba de maravilla.

—Nunca "habéis estado tan usted joven"—le decían sus amigos de Verrières, que solían ir a comer a Vergy. (Es un modo de hablar del país.)

Cosa singular y difícil de creer: Mme. De Renal se cuidaba tanto sin intención premeditada. Se divertía, y, sin más, todo el tiempo que no estaba cazando mariposas lo pasaba con Elisa haciendo trajes. El único viaje que hizo a Verrières fué para comprarse algunos vestidos de verano que acababan de llegar de Mulhouse.

Volvió a Vergy con una parienta. Desde que se casó, Mme. De Renal había intimado mucho con Madame Derville, que fué compañera suya en el Sagrado Corazón.

Madame Derville se reía de lo que llamaba las locuras de su prima.—Si estuviera sola, no las tendría,—solía decir esta. Mme. De Renal se sentía avergonzada de estas ideas imprevistas, que en París se llamarían ingeniosidades, cuando estaba delante de su marido; pero la presencia de madame Derville la animaba. Primero le comunicaba sus pensamientos con timidez; cuando estaban solas largo rato, el ingenio de Mme. De Renal se despertaba, y una mañana entera pasaba como un instante, dejando a las dos amigas muy contentas. En este viaje, la formal madame Derville encontró a su prima mucho menos alegre, pero mucho más feliz.

Julián, por su parte, vivía como un niño desde su llegada al campo, sintiéndose tan feliz como sus discípulos al correr tras las mariposas. Después de tanto fingimiento y tanta política hábil, solo, lejos de las miradas de los hombres y, por instinto, sin temor a Mme. De Renal, se entregaba al placer de vivir, tan intenso en su edad, en medio de las montañas más hermosas del mundo.

En cuanto llegó Mme. Derville, Julián la consideró como amiga; se apresuró a mostrarle el panorama que se divisaba desde el final de la nueva avenida, bajo los grandes nogales; realmente, valía tanto, si no más, que el más admirable que pueda ofrecer Suiza o los lagos de Italia. Subiendo la pendiente rápida que comienza a pocos pasos de allí, pronto se llega a grandes precipicios, bordeados por bosques de robles que se adelantan casi hasta el río. En lo más alto de estas rocas, cortadas a pico, es donde Julián, feliz, libre, y más aún, rey de la casa, conducía a las dos amigas, gozando de su admiración ante aquella sublimidad.

—Esto me hace el mismo efecto que la música de Mozart —decía Mme. Derville.

La envidia de sus hermanos, la presencia de un padre despótico y de mal genio, había echado a perder a los ojos de Julián el campo de los alrededores de Verrières. En Vergy no tenía recuerdos tristes; por primera vez en su vida, se veía libre de enemigos. Mientras M. De Renal estaba en la ciudad, cosa frecuente, se atrevía a leer; pronto, en vez de leer por la noche y ocultando la luz debajo de un jarrón de flores, durmió tranquilo. Durante el día, en los intervalos que le dejaban libre las lecciones de los niños, se iba a los roquedos con el libro, regla única de su conducta y objeto de sus entusiasmos. En él hallaba alegría, éxtasis y consuelo en los ratos de desfallecimiento.

Ciertas cosas que Napoleón dice de las mujeres, amenas discusiones sobre el mérito de las novelas en boga durante su reinado, despertaron en él algunas ideas que cualquier otro muchacho de su edad habría tenido desde mucho tiempo atrás.

Llegaron los grandes calores. Tomaron la costumbre de pasar las veladas bajo un tilo inmenso que crecía a pocos pasos de la casa. En aquel sitio reinaba la más profunda oscuridad. Un día, Julián hablaba animadamente, gozando con fruición del placer de hablar con mujeres jóvenes; al gesticular, rozó con su mano la de Mme. De Renal, que se apoyaba en el respaldo de una de esas sillas de madera pintada que suelen colocarse en los jardines.

Ella retiró la mano con viveza, pero Julián creyó un "deber" conseguir que no la retirase, cuando él la volviese a tocar. La idea de cumplir con un deber y de caer en ridículo o a un sentimiento de inferioridad, le hizo ponerse triste inmediatamente.

IX. Una velada en el campo

La Dido de M. Guerin, encantador bosquejo.

Strombeck.


Cuando vió, al día siguiente, a Mme. De Renal, tenía una expresión singular: la observaba como al enemigo con quien tendría que batirse. Estas miradas, tan distintas de las de la víspera, hicieron perder la cabeza a Mme. de Renal: ella le había tratado bien, y, sin embargo, parecía enfadado. A duras penas podía separar sus ojos de los de él.

La presencia de Mme. Derville permitió a Julián hablar menos y ocuparse más de lo que tenía en la cabeza. En todo el día no hizo otra cosa sino leer su libro favorito, para templar su alma y fortificarla.

Aligeró las lecciones de los niños, y cuando la vista de Mme. De Renal reavivó su deseo de triunfo, decidió que aquella noche era preciso a toda costa conseguir retener su mano cuanto quisiera.

La puesta del sol, que acercaba el momento decisivo, hizo latir con violencia el corazón de Julián. La noche llegó.

Observó, con una alegría que le quitó un gran peso del pecho, que sería muy oscura. El cielo, cargado de nubes espesas, arrastradas por un viento muy cálido, anunciaba tempestad. Las dos amigas pasearon hasta bastante tarde. Julián encontraba raro todo lo que hacían aquella noche. Ellas estaban disfrutando de aquel tiempo, que para ciertas almas delicadas parece como que aumenta el placer de amar.

Por fin se sentaron, Mme. De Renal junto a Julián, y su amiga al otro lado. Preocupado con lo que iba a intentar, Julián no hallaba nada que decir. La conversación languidecía.

—¿Temblaré de esta manera y seré tan desdichado el día que tenga un duelo?—se dijo Julián, pues desconfiaba demasiado de sí y de los demás para no ver el estado de su alma.

En su angustiay mortal, hubiera preferido correr los más graves peligros. ¡Cuántas veces deseó que cualquier cosa imprevista obligase a madame de Renal a volver a la casa y retirarse del jardín! La violencia que se hacía era demasiado fuerte para que su voz no se alterase profundamente; al poco tiempo, también temblaba la voz de Mme. de Renal, pero Julián no se dió cuenta de ello. El combate interior que sostenía entre su deber y su timidez era tan penoso que no le permitía fijarse en nada fuera de sí mismo. Sonaron las diez menos cuarto en el reloj del castillo, y Julián no había dado paso alguno. sin que  se hubiera atrevido a dar un paso. Indignado de su cobardía, Julián pensó: —A las diez en punto haré lo que he estado todo el día pensando, o subiré a mi cuarto y me pegaré un tiro.

Después de unos instantes más de espera y ansiedad, durante los cuales la emoción le tenía fuera de sí, se oyeron las diez. Cada campanada de esta hora fatal repercutía en su pecho, causándole algo parecido a un temblor físico.

Aún se oía el eco de la última, cuando alargó la mano y cogió la de Mme. De Renal, quien la retiró vivamente. Julián, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, la cogió de nuevo. Aunque estaba muy alterado, no pudo menos de sorprenderse del frío glacial de la mano que tenía entre las suyas, y que estrechaba con fuerza convulsa; notó que ella hacía un último esfuerzo para soltarse, pero, al fin, se quedó quieta.

Sintió su alma inundada de placer, no porque amase a Mme. De Renal, sino porque el terrible suplicio había terminado. Para que Mme. Derville no se percatase de nada, se creyó obligado a hablar; su voz, entonces, era sonora y firme. La de Mme. De Renal, por el contrario, contenía tanta emoción, que su amiga la supuso enferma, y le propuso volver a la casa. Julián advirtió el peligro.—Si Mme. De Renal se va al salón, volveré a encontrarme en el mismo estado en que pasé todo el día. He tenido poco tiempo esta mano para que pueda suponer que he ganado terreno alguno.

En el momento en que Mme. Derville volvió a proponer el retirarse del jardín, Julián apretó fuertemente la mano que tenía entre las suyas.

Madame de Renal, que se disponía a levantarse, se quedó sentada, diciendo con voz lánguida:

—Me siento malucha, es cierto; pero el aire libre me sienta bien.

Estas palabras confirmaron la felicidad de Julián, que en aquel momento no podía ser mayor. Habló, se olvidó de fingir y apareció como el más amable de los hombres ante las dos amigas. Y, sin embargo, en aquella repentina elocuencia se adivinaba una gran falta de valor. Tenía miedo de que madame Derville, cansada del viento que se levantaba, y que era precursor de la tormenta, quisiera volver sola al salón. Entonces se quedaría a solas con Mme. De Renal. Había tenido, casi por casualidad, el coraje ciego para actuar; pero comprendía que sería superior a sus fuerzas el decir una sola palabra. Por débiles que fueran sus reproches, se consideraría vencido, y, por lo tanto, sería inútil lo que consiguiera .

Felizmente para él, sus discursos enfáticos y emocionantes agradaron a Mme. Derville, que no pocas veces le encontraba torpe como un niño algo divertido. Mme. De Renal, con su mano en la de Julián, no pensaba en nada: solo vivía. Las horas que pasaron bajo aquel gran tilo que la tradición supone plantado por Carlos el Temerario, fueron para ella de una dicha inefable. Escuchaba encantada el gemido del viento en el espeso follaje del tilo y el golpeteo de algunas gotas que comenzaban a caer sobre las hojas. Julián no notó una cosa, que le hubiera tranquilizado seguramente: Mme. De Renal, que se había visto obligada a retirar su mano, pues tuvo que levantarse a ayudar a su prima a recoger un jarrón que se cayó con el viento, apenas se sentó de nuevo le alargó la mano, como si fuese cosa convenida.

Era la media noche corrida; había que abandonar el jardín; se separaron. Madame de Renal, encantada con la dicha de amar, y tan ignorante que no se hacía reproche alguno. La felicidad le quitó el sueño. En cambio, Julián, rendido por la lucha que en su interior habían librado todo el día el orgullo y la timidez, se durmió con un sueño de plomo.

Al día siguiente le despertaron a las cinco, y, cosa bien triste para Madame de Renal si lo hubiese sabido, apenas si pensó en ella. Había cumplido con su "deber", y un deber heroico. Henchido de gozo ante esta idea, se encerró con llave en su cuarto para entregarse, con placer renovado, a la lectura de las hazañas de su héroe.

Cuando sonó la campana del almuerzo, ensimismado en los boletines de "La Grande Armée", ni recordaba siquiera lo sucedido la víspera. Al bajar al salón se decía interiormente con la mayor desenvoltura: —Tendré que decir a esa mujer que estoy enamorado de ella.

En vez de las miradas llenas de voluptuosidad que esperaba encontrar, lo que vió fué el semblante severo de M. De Renal, que había llegado de Verrières dos horas antes, y se mostraba visiblemente descontento al enterarse de que Julián no se había ocupado de los niños en toda la mañana. Pocas cosas había menos estéticas que aquel hombre importante de mal humor y creyéndose con derecho a demostrarlo.

Cada palabra agria de su marido era un dardo para el corazón de Mme. de Renal. En cuanto a Julián, estaba tan inmerso su espíritu en el éxtasis, tan ocupado aun de las cosas gloriosas que, durante unas horas, habían pasado ante sus ojos, que a duras penas pudo rebajarse a escuchar las frases duras que le dirigía M. De Renal. Por fin respondió con brusquedad:

—Estaba enfermo.

El tono en qué pronunció estas palabras, hubiese molestado a un hombre mucho menos susceptible que el alcalde de Verrières; su primera idea fué despedir a Julián inmediatamente. Se contuvo, sin embargo, siguiendo su máxima de no hacer nada con precipitación.

—Este tonto—pensó después—se ha hecho una reputación en mi casa; Valenod puede contratarlo, o si no, quizá se case con Elisa, y en el fondo, en cualquiera de los dos casos se burlaría de mi.

A pesar de su prudente reflexión, no por eso dejó M. De Renal de mostrar su descontento, dirigiendo a Julián una colección de palabras groseras que le irritaron al cabo. Madame de Renal estaba a punto de echarse a llorar. En cuanto acabaron el almuerzo, rogó a Julián que le diera el brazo para pasear, y se apoyó en él con cariño. A todo lo que ella le decía él solo respondía a media voz:

—"¡Así son los ricos!"

Monsieur de Renal iba muy cerca de ellos, y su presencia aumentaba la cólera de Julián. Se dio cuenta de que Mme. De Renal se apoyaba en su brazo de un modo muy insinuante; aquéllo le produjo asco, y rechazándola con violencia, soltó su brazo.

Afortunadamente, M. De Renal no vió esta nueva impertinencia, que solo fué observada por Madame Derville; su amiga lloraba sin consuelo. En aquel momento M. De Renal estaba persiguiendo a pedradas a una pobre campesina que había tomado un sendero que atravesaba un extremo del huerto.

—Monsieur Julián, por favor, modérese un poco y piense que todos tenemos momentos de mal humor—dijo rápidamente Mme. Derville.

Julián le dirigió una mirada fría, en la que se pintaba el más profundo desprecio.

Aquella mirada extrañó a Madame Derville, y mayor hubiera sido su asombro si hubiese podido comprender su verdadera expresión: habría leído en ella la vaga esperanza de una venganza atroz. Tales momentos de humillación son los que hacen los Robespierre.

—Tu Julián es bastante violento; me da miedo—dijo Madame Derville al oído de su amiga.

—Tiene razón para enfadarse—le respondió ésta.—Después de lo que adelantan los niños, ¿qué importa que pase una mañana sin hacerles caso? Hay que convenir en que los hombres son muy duros.

Por primera vez en su vida, Mme. De Renal sentía como un deseo de vengarse de su marido. El odio profundo que abrigaba Julián contra los ricos, estaba a punto de estallar. Por suerte, M. De Renal llamó al jardinero y se entretuvo con él obstruyendo con espinos la vereda ilícita que atravesaba el huerto. Julián no respondió una sola palabra a todas las atenciones que recibió durante el resto del paseo. Apenas desapareció M. De Renal, las dos amigas, pretextando fatiga, se colgaron cada una de un brazo del preceptor.

La palidez extrema de Julián formaba un raro contraste con aquellas dos mujeres sofocadas por una gran turbación. Él sentía un profundo desprecio por ellas y por sus sentimientos delicados.

—¡Pensar que no tengo quinientos francos de renta para terminar mis estudios! ¡Con qué gusto enviaría a paseo a toda esta gente!

Ensimismado en estos pensamientos, lo poco que oía de las palabras amables de las dos amigas le disgustaba como algo vacío de sentido, tonto, débil; en una palabra, "femenino".

Hablando por hablar, y por no dejar languidecer la conversación, Mme. De Renal dijo que su marido había vuelto de Verrières porque había hecho un negocio con uno de sus arrendatarios, quedándose con una partida de paja de maíz. (En este país los jergones de las camas se llenan con paja de maíz.)

—Mi marido no volverá esta tarde, porque, con el jardinero y su ayuda de cámara, va a ocuparse de renovar todos los jergones de la casa. Esta mañana ha rellenado con paja de maíz las camas del primer piso, y ahora va al segundo.

Julián cambió de color; miró a Mme. De Renal de un modo extraño, y adelantando el paso, se separó con ella de su amiga. Madame Derville les dejó alejarse.

—Sálveme la vida;—dijo Julián a Mme. De Renal—solo usted puede hacerlo. Sabe usted muy bien que el criado me odia a muerte. Debo confesarle que tengo un retrato escondido en el jergón de mi cama.

Al oírle, Mme. De Renal palideció también.

—Solamente usted puede entrar en mi cuarto ahora; registre sin llamar la atención, y en el ángulo del jergón que está más cerca de la ventana hallará una caja de cartón negro.

—¡Tiene un retrato!—dijo Mme. De Renal sin poder tenerse en pie.

Su emoción fué advertida de Julián, que decidió aprovecharla.

—Tengo que pedirle otro favor, señora; le suplico que no mire ese retrato: es mi secreto.

—¡Un secreto!—repitió Mme. De Renal con voz apagada.

Aunque educada entre gente orgullosa de su fortuna y solo sensible a los intereses de dinero, el amor había prestado generosidad a su alma. Cruelmente herida, pidió a Julián con el mayor cariño los datos necesarios para hacer bien el encargo.

—Bien,—le dijo alejándose—una caja pequeña de cartón negro, redonda y lisa.

—Sí, señora;—respondió Julián con ese aire seco que el peligro da a los hombres.

Ella subió al segundo piso del castillo, pálida como una muerta. Para colmo de males, empezó a sentirse enferma; pero la idea de ser útil a Julián le dio fuerzas.

—Es preciso que me apodere de esa caja—dijo apresurando el paso.

Oyó que su marido y el criado hablaban en el mismo cuarto de Julián. Por suerte, se metieron en el de los niños. Ella levantó el colchón y metió la mano en el jergón con tal violencia que se arañó los dedos. Pero, aun cuando era muy sensible para esos pequeños dolores, en este caso ni se dio cuenta, pues al mismo tiempo tropezó con la caja. La cogió y desapareció.

No bien se vió libre del temor de ser sorprendida por su marido, cuando el horror que le producía aquella caja estuvo a punto de hacerla desmayarse.

—¡Julián está enamorado, y yo tengo en mis manos el retrato de la mujer a quien ama!

Sentada en una silla en la antecámara de aquella habitación, Mme. De Renal era presa de todos los horrores de los celos. Su extrema ignorancia le fué de nuevo útil en aquel momento; el asombro amortiguaba el dolor. Julián apareció, cogió la caja sin dar las gracias, sin decir nada, y corrió a su cuarto, donde encendió fuego y la quemó. Estaba pálido, abrumado; se exageraba el alcance del peligro que había corrido.

—¡El retrato de Napoleón—se decía—escondido en el jergón de un hombre que muestra un odio mortal hacia el usurpador! ¡Y encontrado por M. De Renal, tan reaccionario y tan irritado! ¡Y para colmo de imprudencia, con el reverso del retrato todo lleno de frases escritas por mí, y que no dejan lugar a la menor duda sobre mi admiración! ¡Y que todas ellas llevan fecha del día en que las he escrito! ¡Hay alguna de anteayer!...

—Toda mi reputación por los suelos en un momento—pensaba Julián mirando cómo se convertía en cenizas la caja—. ¡Y yo no tengo más que mi reputación, solo vivo por ella... y qué vida, Dios mío!

Una hora después, la fatiga y la compasión que sentía por sí mismo le disponían a la ternura. Se tropezó con Mme. De Renal y le cogió la mano, besándola con más sinceridad que nunca. Ella se ruborizó de dicha, pero al mismo tiempo rechazó a Julián con el ímpetu de los celos. El orgullo de Julián, tan recientemente herido, le convirtió en un majadero en aquel momento. Solo vió en Mme. De Renal una mujer rica; soltó su mano con desdén y se alejó. Se fué al jardín a pasear pensativo; una sonrisa amarga se dibujó en sus labios.

—¡Aquí estoy, paseándome, como un hombre dueño de su tiempo! ¡No me ocupo de los niños! ¡Me expongo a los insultos de M. De Renal, que ahora estarían justificados!

Se fué corriendo al cuarto de los niños.

Las caricias del menor, a quien quería mucho, calmaron su dolor.

—Este no me desprecia todavía—pensó Julián.

Pero no tardó en reprocharse la disminución de su dolor como una muestra de debilidad. Estos niños me acarician como acariciarían al perrillo de caza que compraron ayer.

X. Gran corazón y pequeña ventura

But passion most disembles, yet betrays,
Even by its darkness; as the blackest sky Foretells the heaviest tempest

Don Juan . C. I., st. 73.


Monsieur de Renal, después de recorrer todas las habitaciones del castillo, volvió a la de los niños con los criados que acarreaban los jergones. La entrada repentina de aquel hombre fué para Julián la gota de agua que hace desbordar el vaso.

Más pálido y sombrío que de costumbre, se adelantó hacia él. Monsieur de Renal se detuvo, mirando a los criados.

—Señor—le dijo Julián—¿cree usted que con otro preceptor habrían adelantado sus hijos tanto como conmigo? Si me va usted a responder que no —continuó Julián, sin dar a M. De Renal tiempo de hablar— ¿cómo se atreve a reprocharme que no me ocupo de ellos?

Repuesto apenas de su miedo, M. De Renal dedujo del tono con que hablaba aquel muchacho que tenía en el bolsillo alguna proposición ventajosa y que estaba dispuesto a marcharse. La ira de Julián iba en aumento a medida que hablaba.

—Puedo vivir sin usted, señor—añadió.

—Me duele mucho verle a usted tan alterado—balbuceó M. De Renal.

Los criados estaban a diez pasos haciendo las camas.

—No es eso lo que yo quiero—replicó Julián fuera de sí.—Reflexione usted un poco sobre las palabras que me ha dirigido, delante de mujeres para mayor escarnio.

Monsieur de Renal comprendía perfectamente lo que Julián exigía de él, y en su alma se libraba un rudo combate. Y ocurrió que Julián, ciego de ira, exclamó:

—Cuando salga de su casa, señor, ya sé dónde tengo que ir.

Al oír tales palabras, M. De Renal vió a Julián instalado en casa de M. Valenod.

—Bueno, bueno, —dijo por fin, lanzando un suspiro y con el aire que tendría si estuviera ante un cirujano para exponerse a la operación más dolorosa—;accedo a su petición. Desde el mes que viene tendrá usted cincuenta francos.

Julián sintió deseos de echarse a reír y se quedó estupefacto; toda su ira se había disipado.

—¡Aún no despreciaba bastante a este animal!—pensó.—Es toda la satisfacción que a un alma tan baja se le ocurre dar.

Los niños, que presenciaban la escena con la boca abierta, fueron corriendo al jardín a decir a su madre que M. Julián estaba indignadísimo, pero que iba a cobrar cincuenta francos mensuales.

Julián les siguió por costumbre, sin mirar siquiera a M. De Renal, que quedó irritadísimo.

—Otros ciento sesenta y ocho francos que me cuesta M. Valenod—se decía el alcalde.—Le diré dos palabras bien dichas sobre los abastecimientos del hospicio.

Momentos después, Julián volvió a encontrarse a solas con M. De Renal.

—Tengo que consultar un caso de conciencia con M. Chelan—dijo—, y le advierto que estaré fuera unas horas.

—¡Querido Julián!—respondió M. De Renal sonriendo forzadamente.—Todo el día, si quiere usted, y mañana también. Llévese usted el caballo del jardinero.

—Este va a llevar la contestación a Valenod;—se dijo el alcalde—nada me ha prometido, pero más vale dejar que se refresque su cabeza.

Julián se marchó enseguida y se internó por los bosques que conducen de Vergy a Verrières. No quería llegar demasiado pronto a casa de monsieur Chelan. Lejos de él, en aquel momento, el deseo de representar una nueva escena de hipocresía necesitaba ver claro en su alma y prestar atención al cúmulo de sentimientos que le agitaban.

—¡He ganado una batalla!—se dijo apenas se vió en el bosque y lejos de las miradas de hombre alguno—¡Positivamente, he ganado una batalla!

Esta frase le representaba por sí sola la parte bella de su posición y devolvió la tranquilidad a su alma.

—Ya tengo cincuenta francos de sueldo al mes. ¿Qué habrá sido lo que haya asustado a M. De Renal hasta el punto de aumentarme el sueldo?

La idea de que existía algo que amedrentaba al hombre poderoso y feliz, contra quien una hora antes sentía la más violenta cólera, le serenó por completo . Casi se sintió capaz de admirar la hermosura de los bosques que atravesaba. Aquí y allá aparecían enormes bloques de rocas peladas, que la acción del tiempo había arrancado de las laderas y arrojado sobre el bosque. Las hayas seculares se elevaban casi tan altas como las rocas, cuya sombra prestaba una frescura deliciosa a tres pasos de los lugares donde el calor era casi imposible de soportar.

Julián se detuvo para tomar aliento a la sombra de aquellas rocas, y a los pocos momentos reanudó su ascensión. Al final de una senda, apenas trillada por los cabreros, se encontró de pie sobre una roca gigantesca, seguro de su soledad, lejos de los hombres. Tal posición física le hizo sonreir: a aquello mismo aspiraba él moralmente. El aire puro de la montaña dió alegría y serenidad a su alma. El alcalde de Verrières encarnaba a sus ojos a todos los ricos y los insolentes de la tierra; pero Julián sentía que el odio que le agitaba, a pesar de su violencia, no tenía nada de personal. Si hubiese dejado de ver a M. De Renal, a los ocho días lo habría olvidado a él, su castillo, sus perros, sus hijos y toda su familia.—Le he obligado, sin saber cómo, a hacer el mayor sacrificio. ¡Más de cincuenta escudos al año! Además, un momento antes, había escapado de un gran peligro. Dos victorias en un día; la segunda no tiene mérito, tendré que adivinar la causa de ella. Mañana comenzaré las indagaciones. Julián, en pie sobre la enorme roca, miraba al cielo, abrasado por un sol de agosto. Las cigarras cantaban en el campo que se extendía bajo la roca; cuando callaban, todo era silencio a su alrededor. Alcanzaba a ver a sus pies veinte leguas de terreno. Algunas veces, su vista distinguía algún alcotán que, saliendo de las rocas, describía, en silencio, círculos inmensos sobre su cabeza. Julián seguía con la vista maquinalmente al ave de presa. Sus movimientos tranquilos y poderosos le impresionaban; envidiaba aquella fuerza, aquel aislamiento.

Así fué el destino de Napoleón. ¿Sería algún día el suyo?

XI. Una velada

Yet Julia’s very coldness still was kind,
And tremulously gentle her small hand
Withdrew itself from his, but left behind
A little pressure, thrilling, and so bland
And slight, so very slight that to the mind
Twas but a doubt

Don Juan. C. I., st. 71.


Era preciso aparecer por Verrières. Al salir de la abadía, una feliz casualidad le hizo tropezarse con M. Valenod, a quien se apresuró a contar lo del aumento de sueldo.

De vuelta a Vergy, Julián bajó al jardín completamente de noche. Su alma estaba cansada por todas las violentas emociones que le habían agitado durante el día.—¿ Qué les diré?—se preguntaba con inquietud, pensando en las mujeres—. No advertía que su alma estaba precisamente al nivel de todas las pequeñas circunstancias que despiertan, por lo común, el interés de las mujeres. Muchas veces Julián resultaba enigmático para Mme. Derville y su amiga, y a su vez, él solo comprendía a medias de lo que ellas decían. Tal era el efecto de la fuerza, y, por así decirlo, de la grandeza de los movimientos de pasión que agitaban el alma de aquel joven ambicioso. Para aquel ser singular, todos los días eran tempestuosos.

Al entrar en el jardín aquella noche, Julián iba decidido a ocuparse de lo que pensaran las dos primas. Ellas le esperaban con impaciencia. Se sentó, como de costumbre, junto a Mme. De Renal. La oscuridad era cada vez más densa. Quiso tomar una mano blanca que desde hacía un rato se apoyaba en el respaldo de una de las sillas, cerca de él. Después de un momento de duda, se retiró la mano con un movimiento que sugería mal humor. Julián se disponía a darse por enterado y a seguir alegremente la conversación, cuando oyó acercarse a M. De Renal.

Aun resonaban en sus oídos las palabras groseras de la mañana.—¿No sería—se dijo—una manera de burlarse de este hombre tan mimado de la fortuna, el apoderarse de la mano de su mujer en su misma presencia? Sí; lo haré, ya que tanto desprecio me ha demostrado.

En el mismo momento, la tranquilidad, tan poco propia del espíritu de Julián, desapareció por completo; deseó con ansiedad, y sin poder pensar en otra cosa, que Madame de Renal quisiera darle la mano.

Monsieur de Renal hablaba de política muy indignado; dos o tres industriales de Verrières, que se estaban haciendo más ricos que él, querían hacerle la oposición en las elecciones. Madame Derville le escuchaba. Julián, molesto por aquéllos discursos, acercó su silla a la de Mme. De Renal.

La obscuridad ocultaba sus movimientos. Se atrevió a poner la mano muy cerca del brazo que el vestido dejaba al descubierto. Se sintió turbado, no fué dueño de sí, acercó la mejilla a aquel lindo brazo y aplicó a él sus labios.

Madame de Renal se estremeció. Su marido estaba a cuatro pasos; se apresuró a dar su mano a Julián, al tiempo que le alejaba un poco. Mientras M. De Renal continuaba despotricando contra los jacobinos y los advenedizos que se enriquecen, Julián cubría de besos apasionados la mano que le había abandonado Mme. De Renal; al menos así se lo parecían a ella. ¡Y, sin embargo, la pobre mujer había tenido la prueba aquel mismo día de que el hombre que adoraba amaba a otra! Durante el tiempo que Julián estuvo ausente, ella había sido víctima de un malestar intenso que le había hecho reflexionar.

—¿Estaré enamorada?—se decía—. Yo, mujer casada, ¿me habré enamorado? Pero yo nunca sentí por mi marido esta especie de locura que me hace no poder apartar a Julián de mi pensamiento. Y en el fondo, él no es más un niño lleno de respeto por mí. Esto será una locura pasajera. ¿Qué le importan a mi marido los sentimientos que yo pueda tener hacia este muchacho? Seguramente se aburriría con las conversaciones que yo sostengo con Julián sobre cosas imaginarias. Él no piensa más que en sus negocios. No le quito nada para dárselo a Julián.

Ni el menor asomo de hipocresía empañaba la pureza de aquel alma cándida, extraviada por una pasión que hasta entonces nunca había sentido. Se engañaba, pero sin saberlo, y, sin embargo, un instinto de virtud comenzaba a inquietarla. Tales eran las ideas que la agitaban cuando Julián apareció en el jardín. Lo oyó hablar, y casi al mismo tiempo advirtió que se sentaba a su lado. Su alma se sintió como transportada por aquel feliz encanto que desde quince días antes la asombraba más que seducirla. Todo era imprevisto para ella. Al cabo de un rato pensó. ¿Basta la presencia de Julián para borrar todos sus errores?—Se asustó, y entonces fué cuando retiró la mano.

Los besos llenos de pasión, como nunca los había recibido, le hicieron olvidar que quizá amase a otra mujer. Ya no era culpable a sus ojos. La desaparición del dolor, hijo de la sospecha, la sensación de una felicidad que nunca había soñado, le dieron transportes de amor y de alegría loca. Aquella velada fué encantadora para todo el mundo, menos para el alcalde de Verrières, que no podía olvidar a sus industriales enriquecidos. Julián ya no pensaba en su negra ambición, ni en sus proyectos tan difíciles de poner en práctica. Por primera vez en su vida se sentía arrastrado por el poder de la belleza. Sumido en un ensueño vago y dulce, tan contrario a su carácter, estrechando aquella mano que le encantaba por ser tan linda, apenas escuchaba el movimiento de las hojas del tilo, agitadas por la brisa ligera de la noche, y el ladrido lejano de los perros del molino del Doubs.

Pero aquella emoción era de placer, no de pasión. Al volver a su cuarto solo pensó en una alegría: leer su libro favorito. A los veinte años, la idea del mundo y de producir efecto en él es superior a todo.

Pronto cerró el libro. A fuerza de pensar en las victorias de Napoleón, llegó a ver algo nuevo en la suya.—He ganado una batalla,—se dijo—pero hay que aprovecharla; hay que aplastar el orgullo de este hidalgo mientras se bate en retirada. Al más puro estilo Napoleón. Le voy a pedir un permiso de tres días para ir a ver a mi amigo Fouqué. Si me la niega, le amenazaré de nuevo; pero no lo creo.

Madame de Renal no pudo cerrar los ojos. Le parecía que hasta aquel momento no había vivido. No podía apartar su pensamiento de la felicidad de sentir los besos apasionados de Julián.

De repente recordó la palabra terrible: "adulterio". Todo lo que el más vil libertinaje puede prestar de desagradable a la idea del amor, se agolpó en su imaginación. Aquellas ideas parecían querer manchar la imagen tierna y divina que se hacía de Julián y de la dicha de amarle. El porvenir se pintaba con colores sombríos. Se veía despreciable.

Aquel momento fué horroroso; su alma llegaba a regiones desconocidas. La víspera gozaba de una dicha inefable; ahora se encontraba sumida en una desdicha atroz. No tenía idea de que pudieran existir tales sufrimientos, que perturbaron su razón. Por un momento pensó en confesar a su marido que temía amar a Julián. Aquello hubiera significado hablar de él. Afortunadamente recordó una advertencia que le había dado su tía la víspera del casamiento. Se trataba del peligro de hacer confidencias al marido, que después de todo, es el amo. En el paroxismo del dolor se retorcía las manos.

Se sentía arrebatada al azar por un torbellino de imágenes contrarias y dolorosas. Tan pronto temía no ser amada, como le torturaba la idea del crimen, como si al día siguiente tuviera que verse expuesta en la picota, en la plaza pública de Verrières, con un cartel que explicase al populacho su adulterio.

Madame de Renal carecía en absoluto de experiencia de la vida; aun estando completamente serena y en posesión de todas sus facultades, no hubiera visto intervalo alguno entre ser culpable a los ojos de Dios, y sentirse abrumada en público por las muestras más violentas del desprecio general.

Cuando la espantosa idea de adulterio y de la ignominia que, en su opinión, lleva consigo tal crimen le dejaba algún descanso, y pensaba en el agrado de vivir con Julián inocentemente como antes, entonces le atormentaba la idea de que Julián pudiese amar a otra mujer. Recordaba su palidez cuando creyó perder su retrato, o que podría comprometerla si lo vieran. Por primera vez vió el temor retratado en aquella fisonomía tan noble y tan serena. Nunca se mostró tan emocionado por ella ni por sus hijos.

Aquella idea aumentó su dolor hasta sentir la mayor desdicha que un alma humana puede soportar. Sin darse cuenta, madame de Renal dió un grito que despertó a la doncella. De repente vió aparecer a su cabecera una luz, y reconoció a Elisa.

—¿Es a ti a quien ama?—exclamó en su locura.

La doncella, inquieta por el estado de agitación en que halló a su señora, por fortuna no prestó atención a aquella extraña frase. Madame de Renal advirtió su imprudencia.

—Tengo fiebre—dijo—y creo que estoy delirando; quédate aquí.

Despierta completamente por la necesidad de contenerse, se sintió menos desgraciada; la razón recobró el imperio que le había quitado ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Para librarse de las miradas de su doncella, le ordenó que leyera el periódico, y al ruido monótono de la voz de la muchacha que leía un artículo del diario, Mme. De Renal tomó la resolución virtuosa de tratar a Julián con gran frialdad cuando volviera a verle.

XII. Un viaje

Se encuentra en París gente elegante; puede haber en provincias gente de carácter.

Sieyes.


Al día siguiente, a las cinco, antes de que madame de Renal estuviese visible, Julián consiguió de su marido un permiso de tres días. Al contrario de lo que esperaba, Julián sintió deseos de verla, pensando en su mano tan linda. Bajó al jardín. Madame de Renal se hizo esperar mucho. Pero si Julián la hubiese amado, la habría visto detrás de las persianas medio cerradas del primer piso con la frente apoyada en los cristales. Le miraba. Por fin, a pesar de su resolución, madame de Renal se decidió a presentarse en el jardín. A su palidez habitual había reemplazado el color más encendido.

Se notaba que aquella mujer tan sencilla estaba agitadísima; su expresión ordinaria, serena y como por encima de los intereses vulgares de la vida, que daba tan singular encanto a su semblante celestial, aparecía ahora alterada por una especie de fingimiento y de indignación.

Julián se aproximó a ella con interés, admirando aquéllos hermosos brazos que el chal, mal colocado, dejaba al descubierto. El aire fresco de la mañana parecía aumentar el brillo de un cutis que la agitación de la noche hacía más sensible a todas las impresiones. Aquella belleza, modesta y atractiva, y, sin embargo, llena de pensamientos que no se suelen encontrar en la clase baja, parecía revelar a Julián una facultad de su alma que nunca antes había sentido. Entregado por entero a la admiración de los encantos que tenía ante su mirada, no pensó en la acogida amistosa que esperaba. Por lo tanto, se extrañó sobremanera de la frialdad glacial que ella se esforzaba en demostrarle, y a través de la cual él quiso entrever el deseo de recordarle su puesto.

La sonrisa alegre se heló en sus labios; recordó su posición social, sobre todo ante una noble y rica heredera. En su semblante se pintó una expresión de altivez y odio contra sí mismo. Sintió un profundo despecho por haber retrasado su partida más de una hora para recibir tan humillante acogida.

—Es un majadero el que se enfurece contra los demás—dijo para sí.—Una piedra cae porque pesa. ¿Seré siempre un niño? ¿Cuándo me acostumbraré a no dar a esta gente nada más que lo que valga su dinero? Si quiero lograr su estimación y la mía, tengo que demostrarles que es mi pobreza la que comercia con su riqueza; pero que mi corazón está a cien leguas de su insolencia, y demasiado alto para que puedan alcanzarlo sus muestras de favor o de desprecio.

Mientras se agolpaban estos sentimientos en el alma del joven preceptor, en su fisonomía expresiva se pintaban el orgullo doloroso y la ferocidad. Madame de Renal se sintió turbada. Abandonó su aire de afectada frialdad para demostrar el más vivo interés, tanto mayor cuanto que a él se mezclaba la sorpresa producida por el repentino cambio. Los lugares comunes de los que se habla por la mañana sobre la salud y la hermosura del día pronto se agotaron. Julián, cuya razón no se hallaba turbada por la pasión, halló oportunidad de demostrar a Mme. De Renal que no se suponía en relaciones amistosas con ella; no le dijo nada del viaje que iba a emprender; la saludó y se fué.

Madame de Renal le miraba marchar aterrada de la expresión altanera que se leía en aquella mirada, tan amable la víspera, llegó corriendo su hijo mayor, y, dándole un beso, dijo:

—Tenemos vacaciones. M. Julián se va de viaje.

Al oírlo, Mme. de Renal se sintió morir; era desgraciada por su virtud, y más aun por su flaqueza.

Aquel nuevo suceso ocupó toda su imaginación, haciéndole olvidar todas las sensatas resoluciones que había tomado en la terrible noche anterior. Ya no se trataba de resistir a aquel amante tan amable, sino de perderle para siempre.

Tuvo que asistir al almuerzo. Para colmo de males, M. De Renal y Mme. Derville solo hablaron de la marcha de Julián. El alcalde de Verrières había notado algo insólito en el tono firme con que le había pedido el permiso.

—Este campesino tiene en el bolsillo alguna proposición. Pero sea quien sea el que le busque, aun el mismo M. Valenod, seguramente reflexionará un poco ante los seiscientos francos anuales que ha de costarle. Probablemente, ayer en Verrières le habrán pedido tres días para pensarlo, y hoy el señorito se va a la montaña para no verse obligado a decirme algo. ¡A que punto hemos llegado! ¡A Tener que contar con un miserable obrero que se las da de insolente!

—Puesto que mi marido, que ignora lo muy hondamente que ha herido a Julián, piensa que nos va a abandonar, ¿qué debo pensar yo?—dijo para sí Mme. De Renal.—¡Ah, todo está decidido!

Con objeto de poder, al menos, llorar a sus anchas y no contestar a las preguntas de madame Derville, se quejó de una jaqueca horrible y se metió en la cama

—Siempre son lo mismo las mujeres, siempre con la máquina descompuesta—repitió de M. De Renal,y se alejó con su aire chocarrero.

Mientras Mme. De Renal era víctima de los sentimientos más crueles de la terrible pasión en la que el azar la había arrojado, Julián marchaba alegremente atravesando uno de los parajes más bellos que las regiones montañosas pueden ofrecer. Tenía que cruzar la gran cadena que se extiende al Norte de Vergy. El sendero que seguía, ascendiendo lentamente entre grandes bosques de hayas, forma innumerables zizás en la pendiente de la elevada montaña que dibuja al norte el valle del Doubs. Las miradas del viajero, pasando por encima de los bajos montículos que contienen la corriente del Doubs hacia el mediodía, se extendieron hasta las fértiles llanuras de Borgoña y de Beaujolais. Por insensible que fuera el alma del ambicioso joven a aquel género de belleza, no podía evitar detenerse de vez en cuando para admirar un espectáculo tan vasto e imponente.

Finalmente alcanzó la cima de la montaña que tenía que trasponer para llegar, por un camino de travesía, al valle solitario donde habitaba su amigo Fouqué, el tratante de madera.

Julián no tenía prisa por verle, ni a él ni a ningún otro ser humano. Oculto como un ave de rapiña entre las rocas desnudas que coronan la montaña, hubiera divisado de muy lejos a cualquiera que se acercara

En un corte casi vertical de uno de aquéllos roquedales, descubrió una pequeña gruta. A ella dirigió sus pasos, acomodándose en su cavidad.

—Aquí—pensó con el gozo pintado en sus ojos—ningún hombre podría hacerme daño.—Se le ocurrió la idea de entregarse al placer de escribir sus pensamientos, cosa tan peligrosa para él en otra parte. Utilizó como pupitre una piedra rectangular. Su pluma volaba; no veía nada de lo que le rodeaba. Al fin se dió cuenta de que el sol se escondía detrás de los lejanos montes de Beaujolais.

—¿Por qué no he de pasar la noche aquí?—se dijo.—Tengo pan y " soy libre."—Esta frase lo exaltó; su hipocresía le hacía no ser libre ni aun en casa de Fouqué. Con la cabeza apoyada en las manos, Julián permaneció en la gruta más feliz que nunca en su vida, agitado por sus sueños y la dicha de su libertad. Sin advertirlo casi, fué viendo poco a poco extinguirse la luz del crepúsculo. En aquella oscuridad inmensa, su alma se perdía en la contemplación de lo que imaginaba encontrar algún día en París. Primero era una mujer, más bella y más educada que todas las que había podido ver en provincias. Amaba con pasión y era correspondido. Si se separaba de ella unos instantes, era para hacer algo que le cubriese de gloria y le hiciera merecer más amor.

Aun suponiéndole la misma imaginación que a Julián, un muchacho educado entre las tristes verdades de la sociedad de París, hubiese sido despertado en este punto de su novela por la fría ironía; habría olvidado el afán de llegar a las grandes acciones para pensar en la máxima qué dice: "Si dejas a tu querida, corres el riesgo de ser engañado dos o tres veces al día." El pobre campesino no veía entre él y los actos más heroicos sino la falta de ocasión.

La noche se vino a reemplazar el día, y aún le quedaban dos leguas de camino para llegar a la cabaña de Fouqué. Antes de salir de la gruta, Julián encendió fuego y quemó cuidadosamente todo lo que había escrito.

Su amigo quedóse muy sorprendido al oírle llamar a la una de la madrugada. Encontró a Fouqué ocupado en sus cuentas. Era un hombre joven, alto, de bastante mala facha, con rasgos duros, una nariz enorme y una gran bondad oculta tras aquel aspecto poco atrayente.

—¿Has reñido con tu M. De Renal, y por eso llegas tan de improviso?

Julián le contó, como debía, los sucesos de la víspera.

—Quédate conmigo;—le dijo Fouqué—ya veo que conoces a M. De Renal, a M. Valenod, al subprefecto Maugiron, al cura Chelan; has comprendido perfectamente las sutilezas de carácter de esa gente; estás en condiciones de salir a subasta. Sabes aritmética mejor que yo; puedes llevarme las cuentas. Yo gano bastante con mi comercio. La imposibilidad de hacerlo todo solo, y el temor de tomar como socio a alguien que resulte ser un bribón, me privan todos los días de emprender buenos negocios. No hace ni un mes que he hecho ganar seis mil francos a Michaud de Saint-Amand, a quien no veía hace seis años, y a quien encontré por casualidad en la venta de Pontarlier. ¿Por qué no podías haber sido tú el que ganara esos seis mil francos, o al menos tres mil? Porque si ese día llegas a estar tú conmigo, yo hubiera pujado la corta de madera y me la hubieran adjudicado. Asóciate conmigo.

Este ofrecimiento puso de mal humor a Julián, porque no se avenía con su locura. Durante la cena, que los dos amigos se prepararon como los héroes de Homero, pues Fouqué vivía solo, este enseñó las cuentas a Julián para demostrarle las ventajas del comercio de madera. Fouqué tenía el concepto más elevado del talento y el carácter de Julián.

Cuando éste se encontró solo en el cuartito de tablas de abeto, se dijo sí mismo: Ciertamente aquí podría ganar algunos miles de francos, y luego volver a emprender con ventaja la carrera de las armas o la de la Iglesia, según la que en el momento esté de moda en Francia. El pequeño peculio que ahorrase vencería las dificultades menudas. Solo en estas montañas, podría disipar un poco mi absoluta ignorancia de tantas cosas que ocupan a todos esos hombres de salón. Pero Fouqué no quiere casarse; me repite que es desgraciado en esta soledad. Luego es evidente que si quiere un asociado que no tiene dinero que aportar a su comercio, es con la esperanza de procurarse un compañero que no le abandone.

—¿Sería yo capaz de engañar a mi amigo?—exclamó Julián con mal humor.

Y aquel ser, cuya norma de conducta estaba fundamentada en la hipocresía y la carencia de todo sentimiento amable, no pudo en esta ocasión soportar la idea de la menor falta de delicadeza respecto a un hombre que le quería.

Súbitamente, Julián se sintió feliz. Tenía una razón para no aceptar.—Perdería inútilmente siete u ocho años, llegaría a los veintiocho; ¡pero a esa edad Bonaparte ya había hecho las más grandes hazañas! Después de haber ganado oscuramente algún dinero con el corretaje de madera, y haciéndome acreedor al favor de alguno de esos bribones de segunda fila, ¿quién me asegura que conservaré el fuego sagrado necesario para crearse un nombre?

Al día siguiente por la mañana, Julián respondió con mucha sangre fría al buen Fouqué, quien consideraba un hecho lo de la sociedad, que su vocación por el santo ministerio no le permitía aceptar. Fouqué no podía salir de su asombro.

—Pero, piénsalo;—repetía—mira que te asocio conmigo o, si lo prefieres, te doy cuatro mil francos al año. ¿Prefieres volver a casa de ese M. De Renal, que te desprecia como al barro de sus zapatos? ¿Quién te impide entrar en el seminario una vez que tengas doscientos luises en el bolsillo? Te diré más: yo me encargo de procurarte el mejor curato del país. Porque—añadió Fouqué bajando la voz—yo sirvo la leña a monsieur..., monsieur..., monsieur... Les proveo de roble de primera categoría, que me pagan como si fuera madera inferior; pero nunca he colocado mejor el dinero.

La vocación de Julián fué inflexible. Fouqué concluyó por creerle algo loco. El tercer día, muy de mañana, Julián se despidió de su amigo para pasar el día en los roquedos de la montaña. Buscó su gruta, pero ya no encontró en ella la paz; los ofrecimientos de su amigo se la habían arrebatado. Lo mismo que Hércules, se encontraba, no entre el vicio y la virtud, sino entre la mediocridad de un bienestar asegurado y los sueños heroicos de su juventud.

—No tengo firmeza—se decía, y era esta la duda que le causaba más dolor.—No soy de la madera de la que salen los grandes hombres, ya que temo que ocho años, empleados en ganarme el pan, puedan arrebatarme la energía sublime que empuja a las cosas extraordinarias.

XIII. Las medias caladas

Una novela es un espejo con el que caminamos por una senda.

Saint-Real.


Cuando Julián divisó las pintorescas ruinas de la antigua iglesia de Vergy, se dió cuenta que desde la antevíspera no había pensado ni una sola vez en Mme. De Renal

—El otro día, al marcharme, esa mujer me recordó la distancia infinita que nos separa; me trató como al hijo de un obrero. Sin duda quiere demostrarme su arrepentimiento por haberme dado la mano la noche anterior... ¡Y qué mano tan bonita! ¡Qué encanto, qué nobleza hay en la mirada de esa mujer!

La posibilidad de hacer fortuna con Fouqué facilitaba los razonamientos de Julián; no se veían desvirtuados tan a menudo por la irritación y la viva conciencia de su pobreza y su origen humilde a los ojos de todos. Colocado en un nivel más alto, se sentía capaz de juzgar y dominar, por así decirlo, la extrema pobreza y el bienestar que él llamaba riqueza. Estaba lejos de juzgar su posición como un filósofo, pero veía lo bastante claro para sentirse "diferente" después de aquel viaje al monte.

Le chocó mucho la turbación extrema con que madame de Renal escuchó el relato de los incidentes de su viaje, que ella misma le había pedido.

Fouqué había tenido algunos proyectos de matrimonio, amores desgraciados; las conversaciones de los dos amigos se habían poblado de largas confidencias. Después de creerse feliz, Fouqué se había dado cuenta de que no le querían. Aquellas historias habían asombrado un poco a Julián; le enseñaron muchas cosas nuevas. Su vida solitaria, hecha de imaginación y desconfianza, le había alejado de todo lo que pudiera abrirle los ojos.

Durante su ausencia, la vida fué para Mme. De Renal una serie no interrumpida de diferentes suplicios, todos ellos intolerables; estaba realmente enferma.

—Supongo—le dijo Mme. Derville cuando llegó Julián—que, enferma como estás, no pensarás salir esta noche al jardín; el aire húmedo te sentaría mal.

Madame Derville veía con extrañeza que su amiga, a quien siempre estaba riñendo su marido por su extremada sencillez en el vestir, se había comprado medias caladas y unos preciosos zapatitos llegados de París. Durante tres días, la única distracción de Mme. De Renal fué cortar y hacer que Elisa confeccionara rápidamente un vestido de verano, de una tela muy linda, de última moda. En cuanto estuvo concluido, poco después de la llegada de Julián, Mme. De Renal se lo puso. Su amiga ya no tenía la menor duda.

—¡La pobre está enamorada!—se dijo madame Derville.

Entonces comprendió los síntomas singulares de su enfermedad.

La vió hablar con Julián. La palidez más intensa sucedía al rubor más vivo. La ansiedad se pintaba en sus ojos, que no se apartaban de los del joven preceptor. Madame de Renal esperaba que de un momento a otro se explicaría, anunciando que se marchaba de la casa. Julián no dijo una palabra de este asunto, en el que ni siquiera pensaba.

Después de un rudo combate interior, madame de Renal se atrevió a decirle con voz temblorosa en la que se reflejaba toda su pasión:

—¿Dejará usted a sus discípulos para irse a otra parte?

Julián se quedó extrañado ante la voz insegura y la mirada de Mme. De Renal.

—Esta mujer me ama;—pensó—pero tras este momento pasajero de flaqueza, y cuando no tema mi partida, recobrará su orgullo.

La visión de la posición de ambos fué en Julián rápida como un relámpago; respondió vacilante:

—Me dolería mucho dejar a unos niños tan amables y "tan bien nacidos", pero quizá me vea obligado a ello. También uno tiene deberes consigo mismo.

Al pronunciar la frase "tan bien nacidos" (era una de las frases aristocráticas que había aprendido hacía poco), Julián procuró darle una expresión molesta.

—Ante los ojos de esta mujer,—pensó—,yo no soy bien nacido.

Madame de Renal, al escucharle, admiraba su carácter, su belleza; tenía el corazón destrozado ante la posibilidad de partida que él sugería. Todos sus amigos de Verrières, que habían ido a comer en Vergy durante la ausencia de Julián, la habían felicitado por el hombre admirable que su marido había sacado de la nada. Y no es que se dieran cuenta de los adelantos de los niños. El hecho de saber de memoria la Biblia, y para colmo en latín, había producido una admiración en los habitantes de Verrières que quizá duraría un siglo.

Como Julián no hablaba con nadie, ignoraba esto. Si Mme. de Renal hubiera sido dueña de sí, le habría felicitado por la reputación adquirida, y, una vez tranquilizado en su orgullo, Julián hubiese sido para ella dulce y amable, tanto más cuanto que el vestido nuevo le parecía muy bien. Madame de Renal, satisfecha también con su lindo vestido y con lo que opinaba Julián de él, quiso dar una vuelta por el jardín; al poco tiempo, se convenció de que no podía dar un paso. Se había cogido del brazo del viajero, y su contacto, lejos de darle fuerzas, se las había quitado por completo.

Era de noche; apenas estuvieron sentados cuando Julián, usando su antiguo privilegio, acercó sus labios al brazo de su linda vecina y le cogió la mano. Pensaba en el atrevimiento de Fouqué con sus amantes, y no en Mme. de Renal; la expresión "bien nacidos" pesaba aun en su corazón.

Ella le apretó la mano, cosa que no le produjo ningún placer. Lejos de sentirse orgulloso, o, por lo menos, de agradecer el sentimiento que madame de Renal le demostraba aquella noche mediante señales demasiado evidentes, permaneció insensible a la belleza, la frescura, la elegancia. La pureza de alma, la ausencia de toda emoción rencorosa, prolongan, sin duda, la juventud. La fisonomía es lo que envejece antes en la mayoría de las mujeres bonitas.

Julián estuvo desagradable toda la velada; hasta entonces, su rabia se había dirigido contra la sociedad y el destino; pero desde que Fouqué le había ofrecido un medio innoble de llegar a la holgura, se sentía irritado contra sí mismo. Entregado a sus propios pensamientos, aun cuando dirigía la palabra alguna vez a las damas, Julián terminó, sin darse cuenta, por soltar la mano de Mme. de Renal. Aquel hecho trastornó el alma de la pobre mujer; en él vió la revelación de su suerte.

Segura del cariño de Julián, quizá hubiese encontrado fuerzas contra él en su propia virtud. Temblando ante el temor de perderle para siempre, su pasión la extravió hasta el punto de volver a coger la mano que Julián, distraídamente, apoyaba en el respaldo de una silla. Este movimiento despertó al ambicioso joven; le habría gustado que fueran testigos de él todos aquéllos nobles, tan altaneros, que en la mesa le miraban con una sonrisa protectora, al verle en un extremo con los niños.

—Esta mujer no puede despreciarme —se dijo.—

En ese caso, tengo que ser sensible a su belleza; estoy obligado a ser su amante.

Tal idea no se le había ocurrido antes de las inocentes confidencias de su amigo.

La decisión súbita que acababa de tomar le supuso una distracción agradable. Pensaba:

—Es preciso que una de estas dos mujeres sea mía.

Se percató de que hubiera preferido cortejar a Mme. Derville; y no es que fuera más agradable, sino que ella lo había visto siempre en su papel de preceptor honrado por su ciencia, y no en el de obrero carpintero, con su chaqueta de ratina bajo del brazo, tal como se había presentado ante madame de Renal.

Y precisamente así, como un obrero tímido, rojo hasta las orejas, parado ante la puerta de la casa y sin atreverse a llamar, es como le recordaba con más gusto Mme. De Renal.

Examinando su situación, Julián vió que no había que pensar en la conquista de madame Derville, que probablemente se daba cuenta de la predilección de Mme De Renal.

—Obligado a volver a ésta—se decía Julián— ¿qué conozco de su carácter? Solo sé que, antes de mi viaje, le cogí la mano y la retiró; hoy retiro la mía, y ella la coge y la estrecha. Bonita ocasión para devolverle el desprecio que me mostró. ¡Sabe Dios cuántos amantes habrá tenido! Quizá se decide en mi favor por lo fácil que le será verme.

¡Tal es, ay, la desgracia de una excesiva civilización! A los veinte años, el alma de un joven, si posee una mínima educación, no siente ese impulso natural sin el cual el amor no es más que el más fastidioso de los deberes.

—Me interesa tanto más conquistar a esta mujer—pensaba la vanidad mezquina de Julián,—cuanto que, si alguna vez hago fortuna y alguien me reprocha el humilde empleo de preceptor, podría dar a entender que el amor me había impulsado a ello.

Julián separó de nuevo su mano de la de madame de Renal; después la volvió a coger, estrechándola. Al entrar al salón hacia media noche, ella le dijo a media voz:

—¿Se marchará usted, nos dejará?

Julián respondió con un suspiro:

—Necesariamente tendré que marcharme, pues la amo a usted con pasión, y eso es un pecado... ¡Y qué pecado para un sacerdote!

Madame de Renal se apoyó en su brazo con tanto abandono, que en sus mejillas sintió el aliento de Julián.

La noche que pasaron aquéllos dos seres fué muy distinta. Madame de Renal se hallaba exaltada por los transportes de la más exquisita voluptuosidad moral. Una joven coqueta, que comienza pronto a enamorarse, se habitúa a la turbación del amor, y cuando llega a la edad de la pasión verdadera, no encuentra ningún nuevo encanto. Como Mme. De Renal nunca había leído novelas, todos los matices de su dicha, eran desconocidos para ella. Ninguna triste verdad empañaba su encanto, ni siquiera el espectro del porvenir. Se veía a sí misma tan feliz pasados diez años como lo era en aquel momento. La idea de la virtud y de la fidelidad jurada a M. De Renal, que días atrás la había agitado, apenas apareció en su mente fué rechazada como huésped importuno.

—No concederé ningún favor a Julián—pensó Mme. De Renal.—Viviremos siempre como hasta ahora. Será un amigo.

XIV. Las tijeras inglesas

Una joven de diez y seis años tenía mejillas de rosa y se untaba colorete.

Polidori.


El ofrecimiento de Fouqué hizo a Julián completamente desgraciado; no podía decidirse a nada.

—¡Indudablemente, si no tengo valor, habría sido un mal soldado de Napoleón! Pero al menos—pensó—la intriga con la dueña de la casa me distraerá un rato.

Por suerte para él, aun en este incidente secundario, el fondo de su alma no marchaba de acuerdo con su lenguaje. Tenía miedo de madame de Renal a causa de su lindo vestido. Este vestido era, a sus ojos, como la vanguardia de París.

Su orgullo no quiso dejar nada al azar y a la inspiración del momento. Guiado por las confidencias de Fouqué y por lo poco que había leído sobre el amor en su Biblia, se trazó un minucioso plan de campaña. Y como, sin confesárselo, sentía gran azoramiento, escribió el plan.

Al día siguiente, por la mañana, Mme. De Renal se quedó un momento a solas con él en el salón.

—¿No tiene usted más nombre que Julián?—le dijo.

Nuestro héroe no supo qué responder a aquella pregunta tan halagadora. Esta circunstancia no estaba prevista en su plan. Si no hubiera cometido la tontería de trazarse un plan, el ingenio vivo de Julián le habría sido muy útil, y la sorpresa resultaría un acicate para sus respuestas.

Fué torpe y exageróse a sí mismo su torpeza. Madame de Renal se la perdonó enseguida. Solo vió en ella el efecto de un candor admirable. Y precisamente lo que siempre echaba de menos en aquel hombre, a quien atribuía todas las cualidades del genio, era el candor.

—Tu preceptor me inspira una gran desconfianza—le decía algunas veces Mm.e Derville.—Me parece que piensa demasiado y obra con mucha política. Es un cazurro.

Julián se sintió profundamente humillado por la desgracia de no haber sabido qué responder a Mme. De Renal.

—Un hombre como yo tiene el deber de reparar su torpeza.—Y aprovechando el momento en que pasaban de una habitación a otra, se creyó obligado a dar un beso a Mme. De Renal.

Nada más inoportuno, menos agradable y más imprudente para los dos. Por poco los ven. Madame de Renal creyó que estaba loco. Se asustó y, sobre todo, se sorprendió. Aquella tontería le recordó a M. Valenod.

—¿Qué ocurriría si estuviese sola con él?—se dijo. Al eclipsarse el amor, reaparecía toda su virtud.

Procuró que uno de los niños estuviese siempre con ella.

El día fué muy fastidioso para Julián, que lo pasó entero tratando torpemente de poner en práctica su plan de seducción. No miró una sola vez a Mme. De Renal sin que su mirada tuviese una intención; pero no fué tan tonto para no darse cuenta que no consiguió hacerse amable y, mucho menos, seductor.

Madame de Renal no salía de su asombro al verle tan torpe y al mismo tiempo tan atrevido.—¡Es la timidez del amor en un hombre de talento!—se dijo, con una alegría difícil de expresar.—¿Será posible que no haya sido nunca amado por mi rival?

Después del almuerzo, Mme. De Renal volvió al salón para recibir a M. Charcot de Maugiron, el subprefecto de Bray. Trabajaba en un bastidor de tapicería muy alto. Madame Derville estaba a su lado. En tal postura, y a plena luz, fué cuando nuestro héroe juzgó conveniente adelantar su bota y pisar el lindo pie de Mme. De Renal, cuyas medias caladas y bonitos zapatos de París atraían evidentemente las miradas del galante subprefecto.

Madame de Renal sintió un miedo terrible; dejó caer las tijeras, el ovillo de lana, las agujas; y el movimiento de Julián pudo pasar por un torpe intento de evitar la caída de las tijeras. Felizmente, éstas que eran de acero, se rompieron, y Mme. De Renal se extendió en lamentaciones porque Julián no hubiese estado más cerca de ella.

—Había usted advertido antes que yo que se caían, hubiera usted podido evitarlo; por el contrario, su celo sólo ha servido para darme un gran pisotón.

La explicación engañó al subprefecto, pero no a Mme. Derville.

—¡Este muchacho es bastante tonto!—pensó. En una capital de provincias, las buenas maneras no perdonan esta clase de faltas. Madame de Renal encontró oportunidad de decir a Julián:

—Hágame usted el favor de ser prudente; se lo ordeno.

Julián estaba de un humor de perros al ver su torpeza. Largo rato estuvo deliberando sobre si debía molestarse por esa frase: "se lo ordeno". Y fué lo bastante tonto para pensar: —Podría decirme "se lo ordeno" si se tratase de algo relativo a la educación de los chicos; pero en el momento en que corresponde a mi amor, supone la igualdad. No se puede amar sin "igualdad"...—Y dedicó todo su ingenio a hilvanar lugares comunes sobre la igualdad. Se repetía con rabia un verso de Corneille, que días antes les enseñara Mme. Derville:


"...L'amour

Fait les égalités et ne les cherche pas.


Julián se obstinaba en hacer el papel de Don Juan, y como no había tenido en su vida una amante, fué un majadero rematado durante todo el día. Sólo tuvo una idea feliz: aburrido de sí mismo y de Mme. De Renal, veía con espanto acercarse el momento en que tendría que estar sentado junto a ella en la oscuridad del jardín. Dijo a M. De Renal que quería ir a Verrières a ver al cura; se marchó después de la comida, y volvió por la noche.

En Verrières, Julián encontró a M. Chelan de mudanza; por fin había sido destituido, y ocupaba su puesto el vicario Maslon. Julián ayudó al buen cura, y tuvo la idea de escribir a Fouqué diciéndole que la vocación irresistible que sentía por el sagrado ministerio le había impedido en principio aceptar sus ofrecimientos; pero que acababa de ver un ejemplo tan claro de injusticia, que quizá fuese más beneficioso para su salvación no entrar en el sacerdocio.

Julián se felicitó de su agudeza al sacar partido de la destitución del cura de Verrières para dejar la puerta abierta y poder volver al comercio, si en su espíritu la triste prudencia vencía al heroísmo.

XV. El canto del gallo

Amour en latin faict amor.
Or donc provient d’amour la mort,
Et, par avant, soulcy qui mord,
Deuil, plcurs, pieges, forzaiz, remords...

Blason d'Amour.


Si Julián hubiera tenido un mínimo de la destreza que tan gratuitamente se atribuía, habría podido vanagloriarse al día siguiente del efecto producido por su viaje a Verrières. Su ausencia hizo olvidar sus torpezas. Aquel día también estuvo bastante inoportuno; por la noche se le ocurrió una idea ridícula, y se la comunicó a Mme. De Renal con gran osadía.

Apenas estuvieron instalados en el jardín, sin esperar a que fuese completamente oscuro, Julián acercó su boca al oído de Mme. De Renal y, a riesgo de comprometerla seriamente, le dijo:

—Señora, esta noche, a las dos, iré a su cuarto; tengo que hablarle.

Julián temía que su petición fuese concedida; su papel de seductor le pesaba tanto que, de haber podido seguir su inclinación, se hubiese retirado a su cuarto varios días y no habría visto más a aquellas damas. Comprendía que, con su conducta de la víspera, había echado a perder todas las hermosas apariencias del día anterior, y no sabía realmente a qué santo encomendarse.

Madame de Renal respondió con una indignación real, para nada exagerada, al anuncio impertinente que Julián se atrevió a hacerle. El creyó ver el desprecio reflejado en su breve respuesta. Estaba seguro de que en dicha respuesta, pronunciada en voz muy baja, apareció la expresión: "¡Qué asco!" Con el pretexto de decir algo a los niños, Julián se fué a su cuarto, y, a la vuelta, se sentó al lado de Mme. Derville y lejos de madame de Renal. De este modo impidió cualquier posibilidad de coger su mano. La conversación fué seria, y Julián salió airoso de ella, salvo algunos momentos de silencio empleados en estrujarse el cerebro.—¿Qué maniobra podría yo inventar—se decía—para conducir a Madame de Renal a darme las muestras inequívocas de ternura que hace dos días me hacían suponerla dispuesta a ser mía?

Julián se sentía desconcertado ante el estado casi desesperado al que él mismo había llevado el asunto. Y, sin embargo, el triunfo le hubiera aburrido en extremo.

Al separarse a media noche, su pesimismo le hizo creerse despreciado de Mme. Derville y poco menos de Mme. de Renal.

De muy mal humor y humillado a más no poder, Julián no durmió nada. Muy lejos de él la idea de renunciar a toda estratagema, a cualquier proyecto, y vivir el momento con Mme. De Renal, contentándose como un chiquillo con la felicidad que le proporcionase cada día.

Se torturaba el cerebro inventando maniobras ingeniosas, que un instante después encontraba absurdas; en una palabra, se sentía verdaderamente desgraciado cuando dieron las dos en el reloj del castillo.

Este sonido le despertó, como el canto del gallo despertó a San Pedro. Vió que era llegado el suceso más penoso de su vida. Al notar lo mal recibida que fué su proposición, no había vuelto a pensar en ella.

—Le dije que iría a su cuarto a las dos—pensó, levantándose.—Puedo ser inexperto y grosero, como corresponde al hijo de un campesino. Mme. Derville me lo ha dado a entender muchas veces; pero, al menos, no seré débil.

Julián tenía motivos para alabarse de su valor; en su vida se había hecho mayor violencia. Al abrir la puerta de su cuarto temblaba de tal modo, que sus rodillas se doblaban y tuvo que apoyarse en la pared.

Iba descalzo. Se acercó a la puerta de M. De Renal y oyó sus ronquidos. Tuvo un gran desencanto. No cabía pretexto alguno para dejar de ir al cuarto de ella. Pero ¡Dios mío!, ¿qué haría cuando estuviese allí? No tenía ningún proyecto, y aun cuando lo hubiese tenido, se sentía tan turbado que no habría estado en disposición de seguirlo.

Por fin, más angustiado que si lo condujesen al patíbulo, atravesó el pasillo que lo separaba del cuarto de madame de Renal. Abrió la puerta con mano temblorosa y haciendo un ruido espantoso.

Había luz; una lamparilla ardía sobre la chimenea. No esperaba este nuevo contratiempo. Al verle entrar Mme. De Renal se tiró de la cama.

—¡Desgraciado! —exclamó.

Hubo un momento de desconcierto. Julián olvidó sus vanos proyectos y volvió a su papel natural; no agradar a una mujer tan encantadora le pareció la mayor de las desgracias. A sus reproches respondió echándose a sus pies y abrazando sus rodillas. Y como ella le hablaba muy duramente, se echó a llorar con toda su alma.

Unas horas después, cuando Julián salió del cuarto de Mme. De Renal, podía decirse, al estilo de las novelas, que no tenía nada que desear. En efecto, debía al amor que había inspirado y a la impresión inesperada que produjeron en él los seductores encantos, una victoria que no le hubiese proporcionado nunca su habilidad inhábil.

Pero aun en los momentos más dulces, víctima de un orgullo tonto, pretendió representar el papel de hombre conquistador: hizo cuanto pudo por malograr todo lo agradable. En lugar de atender solamente a los transportes de gozo que despertaba y a los remordimientos que eran su consecuencia, la idea del "deber" no se apartaba de su pensamiento. Temía un remordimiento espantoso y un ridículo eterno si se separaba un punto del modelo que se había propuesto seguir. En una palabra: lo que hacía de Julián un hombre superior fué precisamente lo que le impidió disfrutar del placer que se encontraba a su paso. Era como una muchacha de dieciséis años, con mejillas de rosa, que, para ir al baile, comete la locura de ponerse colorete.

Aterrada por la aparición de Julián, Mme. De Renal fué presa de la más cruel alarma. Las lágrimas y la desesperación de Julián la turbaban profundamente.

Cuando ya no tenía nada que negarle, le rechazaba con violencia, indignada realmente, y enseguida volvía a caer en sus brazos. Su conducta no obedecía a plan alguno. Se creía condenada sin remisión, y trataba de alejar la imagen del infierno colmando de caricias a Julián. En una palabra: nada habría faltado a la felicidad de nuestro héroe, ni siquiera una sensibilidad ardiente en la mujer que acababa de entregársele, si hubiera sabido saborearla. La marcha de Julián no calmó en nada la alegría que la colmaba a su pesar, ni acalló los remordimientos que destrozaban su alma.

—¡Dios mío! Ser feliz, ser amado, ¿no es más que esto?

Tal fué el primer pensamiento de Julián al volver a su cuarto. Se hallaba en ese estado de estupor y de agitación interior en que se sume el alma al lograr lo tanto tiempo deseado.

iene el hábito de desear, no encuentra ya qué desear, y, sin embargo, aun no tiene recuerdos. Al igual que el soldado que vuelve de la parada, Julián repasó atentamente todos los detalles de su conducta.—"¿No habré faltado a nada de lo que me debo a mí mismo? ¿Habré representado bien mi papel?"

¿Y qué papel? El de un hombre acostumbrado a ser galante con las mujeres.

XVI. Al día siguiente

He turnid his lip to hers, and with his hand
Call’d back the tanglés of her wandering hait

Don Juan. C. I., st. 170.


Afortunadamente para el triunfo de Julián, madame de Renal se sentía demasiado agitada, demasiado conmovida, para darse cuenta de la necedad del hombre que en un momento se había adueñado de su vida.

Cuando al amanecer le rogaba que se fuese de su cuarto, diciendo: "¡Dios mío!—decía—Si mi marido ha oído ruido estoy perdida", Julián, que se sentía capaz de hacer frases, le dijo:

—¿Sentiría usted morir?

—¡Mucho en este momento! Pero no sentiría haberle conocido.

Julián creyó caso de dignidad el marcharse en pleno día y con imprudencia.

El especial cuidado con que estudiaba sus menores acciones con la idea descabellada de parecer un hombre de experiencia, tuvo una ventaja: cuando vió a Mme. De Renal en el almuerzo, su conducta fué un modelo de prudencia.

Ella, en cambio, no podía mirarle sin enrojecer hasta las orejas, y no podía pasar un minuto sin mirarle; al advertir su azoramiento, los esfuerzos por ocultarlo lo hacían mayor. Julián sólo la miró una vez. Al principio, Mme. De Renal admiró su prudencia; pero luego, al ver que no se repetía la mirada, se sintió inquieta.

—¿Será que no me ama?—pensó—¡Soy muy vieja para él! ¡Tengo diez años más!

Al pasar del comedor al jardín, estrechó la mano de Julián. En la sorpresa que le causó una prueba de amor tan notoria, él la miró con pasión. Le había parecido muy guapa durante el almuerzo, y, aunque tenía los ojos bajos, había estado considerando sus encantos. Aquella mirada consoló a madame De Renal; no le quitó por completo la inquietud; pero, en cambio, ésta no le dejó lugar para los remordimientos.

En el almuerzo, el marido no se dio cuenta de nada; pero no le ocurrió lo mismo a Madame Derville, quien supuso a Mme. De Renal a punto de caer. Durante todo el día, su amistad audaz e incisiva no le ahorró las medias palabras dirigidas a pintarle, con los colores más vivos, el peligro que corría.

Madame de Renal ardía en deseos de encontrarse a solas con Julián; quería preguntarle si aun la quería. A pesar de la dulzura inalterable de su carácter, muchas veces estuvo a punto de decir a su amiga que pecaba de importuna .

Por la noche, en el jardín, Mme. Derville arregló las cosas de modo que se colocó entre Julián y Mme. De Renal. Ésta, que sólo pensaba en la delicia de estrechar la mano de Julián, y aun llevársela a los labios, no pudo ni siquiera dirigirle la palabra.

Tal contratiempo aumentó su agitación. Se sentía devorada por el remordimiento. Riñó tanto a Julián por su atrevimiento al ir a su cuarto la noche anterior, que temía que no volviera. Se retiró temprano del jardín y fué a instalarse en su habitación. Pero, no pudiendo contener su impaciencia, fué a pegar la oreja a la puerta de Julián. A pesar de la incertidumbre y de la pasión que la devoraban, no se atrevió a entrar. Aquella acción le hubiera parecido la última de las bajezas, pues sirve de tema a un dicho corriente en provincias.

Aún no se habían acostado todos los criados. La prudencia la obligó a volver a su cuarto. Dos horas de espera, fueron dos siglos de tormento.

Pero Julián era demasiado fiel a lo que él consideraba su deber para no ejecutar, punto por punto, el plan preconcebido.

Al dar la una, salió silencioso de su cuarto, se aseguró que el amo de la casa dormía profundamente, y apareció en el de Mme. De Renal. Esta vez se sintió más feliz al lado de su amiga, pues pensó menos en el papel que representaba. Tuvo ojos para ver y oídos para escuchar. Lo que le dijo Madame de Renal de su edad contribuyó a darle seguridad.

—¡Tengo diez años más que usted! ¿Cómo puede usted amarme?—le repetía sin pensarlo y únicamente porque esta idea la oprimía.

Julián no concebía aquella preocupación; pero vió que era un hecho, y perdió el miedo a parecer ridículo.

También desapareció de su menete la idea absurda de ser considerado como un amante subalterno a causa de su origen también desapareció de su mente. A medida que las muestras de cariño de Julián tranquilizaban a su tímida amante, ella se sentía un poco más feliz y capaz de juzgar a su amante. Por suerte, este día no adoptó ese aire fingido que hizo de la cita de la víspera una victoria más que un placer. Si ella se hubiese dado cuenta del empeño de él en representar un papel, su felicidad habría desaparecido para siempre. Lo hubiera considerado un triste efecto de la desproporción en los años.

Aun Mme. De Renal no hubiera pensado nunca en las teorías del amor, la diferencia de edad y la de fortuna es uno de los lugares comunes, temas de todos los chistes, al tratarse de cuestiones de amor, en provincias especialmente.

A los pocos días, Julián, dominado por el ardor de su edad, estaba locamente enamorado.

—Hay que convenir—se decía—que posee una bondad angelical, y que no puede ser más bonita.

Se había olvidado casi por completo de representar su papel. En un momento de abandono llegó hasta a confesarle sus inquietudes. Esta confidencia aumentó la pasión que inspiraba.

—¡No he tenido, pues, ninguna rival afortunada!—se decía Mme. De Renal con delicia.

Se atrevió a interrogarle acerca del retrato que tanto le interesaba; Julián le juró que era de un hombre.

Cuando Mme. De Renal tenía la sangre fría necesaria para reflexionar, no salía de su asombro pensando que existiera en el mundo tal felicidad y que no lo hubiera sospechado.

—¡Ah!—se decía—¡Si yo hubiera conocido a Julián hace diez años, cuando aun podía pasar por bonita!

Julián estaba muy lejos de estos pensamientos. En su amor había mucha ambición; era la alegría de poseer, él, un pobre hombre tan desgraciado y despreciado, a una mujer tan noble y tan bella. Sus actos de adoración, sus entusiasmos a la vista de los encantos de ella, acabaron por tranquilizarla un poco respecto a la diferencia de edad. Si ella hubiera tenido algo de la experiencia que toda mujer de treinta años posee en cualquier país civilizado, habría temido por la duración de un amor que solo vivía de la sorpresa y la satisfacción del amor propio.

En los momentos en que olvidaba sus ambiciones, Julián admiraba encantado hasta los sombreros, hasta los trajes de Mme. De Renal. No se cansaba de aspirar su perfume. Abría el armario de espejo y pasaba horas enteras admirando la belleza de todo lo que había en él. Su amiga le miraba apoyada en su hombro; él contemplaba todas esas alhajas, esos trapos que, en la víspera del matrimonio, componen el ajuar de una novia.

—¡Me hubiera podido casar con un hombre como este!—pensaba algunas veces Mme. De Renal—¡Qué alma de fuego! ¡Qué deliciosa la vida con él!

Julián nunca había estado tan cerca de los terribles instrumentos de la artillería femenina.—Es imposible—se decía—que en París se encuentre nada más bello.—Entonces no tenía nada que decir de su felicidad. A veces, la admiración sincera y el entusiasmo de su amante le hacían olvidar la teoría estúpida que le hizo tan mesurado y casi ridículo en los primeros días de su relación. Había momentos en que, a pesar de sus hábitos de hipocresía, sentía una dulzura especial al confesar a aquella gran dama que lo admiraba su ignorancia de una multitud de usos y costumbres. El rango de su amante parecía elevarlo sobre sí mismo. Madame de Renal, por su parte, sentía la más dulce voluptuosidad moral en enseñar todos aquéllos detalles a aquel hombre lleno de talento, de quien todos pensaban que llegaría muy lejos. El mismo subprefecto y Monsieur Valenod, no podían menos de admirarle, y por ello le parecían menos tontos. Madame Derville no participaba de los mismos sentimientos. Desesperada por lo que creía adivinar, y viendo que sus sensatos consejos eran odiosos para una mujer que, literalmente, había perdido la cabeza, se marchó de Vergy sin dar una explicación, que nadie le pidió, por otra parte. Madame de Renal vertió algunas lagrimitas, pero luego se sintió doblemente feliz. Con aquella partida, estaba casi todo el día a solas con su amante.

Julián encontraba tanto más placer en la dulce compañía de su amiga, cuanto que cada vez que se encontraba solo por algún tiempo, no podía menos de sentirse agitado por la fatal proposición de Fouqué. En los primeros días de aquella vida nueva, él, que nunca había amado, que nunca fué amado por nadie, tuvo momentos en que sintió un verdadero placer en ser sincero, y estuvo a punto de confesar a Mme. De Renal la ambición que hasta entonces había sido como la esencia de su ser. Hubiera querido poder consultarle sobre la extraña tentación que le producía la oferta de Fouqué, pero un suceso insignificante alejó toda ocasión de franqueza.

XVII. El primer adjunto

O, how this spring of love resembleth
The uncertain glory of an April day;
Which now shows all the beauty of the sun.
And by a cloud takes all away!

Los dos caballeros de Verona.


Una tarde, a la puesta del sol, sentado junto a su amiga al extremo de la huerta, lejos de los importunos, soñaba profundamente.—¿Durarán siempre estos instantes tan dulces?—pensaba—En su alma no cabía más preocupación que la de crearse un porvenir, y deploraba la gran desgracia que trunca la infancia y destroza los primeros años de la juventud pobre.

—¡Ah!—exclamó—¡Napoleón fué el hombre enviado por Dios para los jóvenes franceses! ¿Quién lo reemplazará? ¿Qué harán sin él los desgraciados, más ricos que yo muchos, que tienen lo justo para procurarse una buena educación, pero que no poseen dinero suficiente para comprar un nombre a los veinte años y dedicarse a una carrera? Hagamos lo que hagamos,—añadió suspirando profundamente—este recuerdo fatal nos impedirá ser felices.

De repente vió que Mme. De Renal fruncía el entrecejo y tomaba un aire frío y desdeñoso; aquella manera de pensar le parecía propia de un criado. Educada en la idea de que era muy rica, le parecía cosa convenida que Julián también lo era. Le amaba mil veces más que a su vida y no pensaba para nada en el dinero.

Julián estaba muy lejos de adivinar aquellas ideas. Aquel fruncimiento de cejas le volvió a la realidad. Tuvo bastante presencia de ánimo para corregir su frase y dar a entender a la noble dama, que estaba sentada a su lado, sobre el césped, que oyó las palabras que acababa de decir en su viaje a casa de su amigo el tratante en maderas. Era el razonamiento de los impíos.

—Bueno, pues no vuelva usted a reunirse con esas personas—dijo Mme. De Renal, todavía con aquel aire glacial que, de pronto, había sustituido a la expresión de una profunda ternura.

Aquel fruncimiento de cejas, o más bien el remordimiento por su imprudencia, fué el primer golpe que recibió la ilusión que embargaba a Julián. Y se dijo: —Es buena y dulce, le gusto extraordinariamente; pero ha sido educada en el campo enemigo. Ellos deben temer, sobre todo, a esa clase de hombres de valor, que, tras una buena educación, no tienen bastante dinero para emprender una carrera. ¿Qué sería de estos nobles si pudiéramos combatir con las mismas armas? Yo, por ejemplo, si fuera alcalde de Verrières, bien intencionado y honesto como lo es en el fondo M. De Renal, ¡cómo me gustaría desenmascarar al vicario y a M. Valenod con todas sus bribonadas! ¡Entonces triunfaría la justicia en Verrières! Su talento no sería obstáculo para mí. Siempre marchan a tientas.

Aquel día, la felicidad de Julián estuvo a punto de ser duradera. Lo que le faltó a nuestro héroe fué la osadía de ser sincero. Debió tener el valor de presentar batalla, pero allí mismo. Madame de Renal se asombró de la frase de Julián, porque la gente de su sociedad repetía que la vuelta de Robespierre sería posible a causa de todos aquéllos jóvenes de las clases inferiores, demasiado bien educados. El aspecto de frialdad en Mme. De Renal duró bastante tiempo, y a Julián le pareció muy marcado.

Es que el temor de haberle dicho indirectamente una cosa desagradable sucedió en ella a la repugnancia por la mala idea. Ese temor se reflejó vivamente en sus rasgos, tan sencillos y puros cuando se sentía feliz y a salvo de los importunos.

Julián no se atrevió más a soñar despierto. Más tranquilo y menos enamorado, consideró imprudente ir a ver a Mme. De Renal a su cuarto. Más valía que ella fuese al suyo; pues si un criado la sorprendía recorriendo la casa, había mil pretextos que pudieran explicar la cosa naturalmente.

Pero aquel arreglo también tenía sus inconvenientes. Fouqué había enviado a Julián algunos libros que él, estudiante de teología, no hubiese podido pedir a un librero. No se atrevía a abrirlos más que por la noche. Muchas veces habría preferido no ser interrumpido por una visita cuya espera, la víspera misma de la escena de la huerta, le hubiese distraído por completo de la lectura.

A Mme. De Renal el comprender los libros de un modo completamente nuevo. Se había atrevido a preguntarle una porción de cosas, cuya ignorancia es un obstáculo para la inteligencia de un joven educado fuera de la sociedad, por mucho genio que quiera suponérsele.

Esta educación en el amor, recibida de una mujer a su vez ignorante en extremo, fué una ventaja. Julián llegó directamente a ver la sociedad tal como es hoy. Su imaginación no se vió ofuscada por el relato de lo que fué en otras épocas, hace dos mil años, o hace sesenta solamente, en tiempos de Voltaire y de Luis XV. Con gran alegría por su parte, un velo cayó de sus ojos y por fin comprendió las cosas que pasaban en Verrières.

En primer término, aparecieron las complicadas intrigas urdidas desde dos años atrás alrededor del prefecto de Besançon. Se apoyaban en cartas llegadas de París y escritas por las más ilustres personalidades. Se trataba de que M. de Moirod, el hombre más devoto del país, fuese el primer adjunto del alcalde de Verrières, y no el segundo.

Le hacía la competencia un fabricante muy rico, al cual había que reducir a toda costa al puesto de segundo adjunto.

Julián comprendió por fin las medias palabras que había oído cuando la alta sociedad del país venía a comer a casa de M. De Renal. Esta sociedad privilegiada estaba dedicada en cuerpo y alma a esa elección de primer adjunto, mientras que el resto de la población, sobre todo los liberales, no sospechaban siquiera tal posibilidad. Lo importante de la cosa era que, como todo el mundo sabe, uno de los lados de la calle principal de Verrières tiene que retroceder más de nueve pies, pues esta calle se ha convertido en camino real.

Si M. de Moirod, que tenía tres casas a las que alcanzaba el ensanche, conseguía el puesto de primer adjunto, y, por lo tanto, la alcaldía en caso de que M. De Renal fuera elegido diputado, cerraría los ojos, y se podrían hacer, en las casas que quedaban adelantadas sobre la vía pública, pequeñas reparaciones imperceptibles mediante las cuales podrían durar cien años. A pesar de la ferviente piedad y la honradez reconocida de M. de Moirod, estaban seguros de que se "dejaría convencer", pues tenía muchos hijos. Entre las casas que debían retroceder, nueve pertenecían a lo mejor de Verrières.

Para Julián, esta intriga era mucho más importante que la historia de la batalla de Fontenoy, cuyo nombre había visto por primera vez en uno de los libros que Fouqué le envió. Había muchas cosas que chocaban a Julián desde que, hacía cinco años, comenzó a ir por las noches a casa del cura. Pero como las primeras condiciones de un estudiante de teología deben ser la discreción y la humildad, siempre consideró imposible dirigir pregunta alguna.

Un día, Mme. De Renal daba una orden al criado de M. De Renal, el enemigo de Julián.

—Pero, señora,—respondió éste con un aire singular_; hoy es último viernes de mes.

—Puede usted ir—dijo Mme. De Renal.

—Bien—dijo Julián—¿Va a ese almacén de heno, iglesia en otros tiempos, y que recientemente se ha vuelto a abrir al culto? ¿Pero qué hacen allí? Este es uno de esos misterios que no he podido aclarar nunca.

—Es una institución muy saludable, pero muy especial;—respondió Mme. De Renal—no se admiten mujeres: lo único que sé es que todo el mundo se tutea. Por ejemplo, mi criado se encontrará allí a M. Valenod, y a ese hombre, tan orgulloso y tan tonto, no le molestará que Saint-Jean le tutee y le responderá de la misma forma. Si tiene usted mucho interés en saber lo que allí ocurre, pediré detalles a M. de Maugiron y a M. Valenod. Pagamos veinte francos por criado para que no nos corten la cabeza, si llega el caso.

El tiempo volaba. El recuerdo de los encantos de su amante distraía a Julián de su negra ambición. La necesidad de no hablarle de cosas tristes y razonables, puesto que pertenecían a partidos contrarios, aumentaba, sin que él se diera cuenta, la felicidad que le debía y el imperio que ella ejercía sobre él.

Cuando la presencia de los niños, demasiado inteligentes, les reducía a no hablar más que el lenguaje de la fría razón, Julián, con una docilidad perfecta y mirándola con ojos chispeantes de amor, escuchaba sus explicaciones sobre las cosas corrientes del mundo. Algunas veces, contando alguna pillería hábil con ocasión de un camino o de una contrata, el espíritu de madame de Renal se perdía en el entusiasmo,  Julián tenía que reñirle y ella se permitía con él los mismos gestos íntimos que con sus hijos. Y es que había días en que se imaginaba quererle como a un hijo. ¿No estaba siempre contestando a sus preguntas inocentes, sobre mil cosas sencillas, que un niño bien nacido no ignora a los quince años? Pero al momento siguiente le admiraba como su maestro. Su genio llegaba a asustarla; cada día creía percibir más claramente el gran hombre futuro en aquel curita joven. Le veía Papa, le veía primer ministro, como Richelieu.

—¿Viviré bastante para gozar de tu triunfo?—decía a Julián—La monarquía, la religión, necesitan de un gran hombre: ahí está tu puesto.

XVIII. Un rey en Verrières

¿No valéis más que para ser arrojados ahí como un cadáver de pueblo, sin alma, y en cuyas venas no corre sangre?

Discurso del Obispo en la capilla de San Clemente.


El 3 de septiembre, a las diez de la noche, un gendarme despertó a todo Verrières subiendo por la calle principal al galope. Llevaba la noticia de que Su Majestad el rey de * * * llegaría el domingo siguiente, y era martes. El prefecto autorizaba, es decir, ordenaba la formación de una guardia de honor; había que desplegar todo el lujo posible. Se envió un correo a Vergy. M. De Renal llegó por la noche y encontró toda la ciudad conmocionada. Todos pedían algo; los menos ocupados alquilaban balcones para presenciar la llegada del rey.

¿Quién mandaría la guardia de honor? M. De Renal vió enseguida lo conveniente que sería, en interés de las casas enclavadas en el ensanche, que el jefe fuese M. de Moirod. Aquello podría ser un mérito para el cargo de primer adjunto.

No había nada que decir de la piedad de M. de Moirod, pues estaba por encima de cualquier comparación; pero en su vida había montado a caballo. Era un hombre de treinta y seis años, tímido en extremo, que tenía tanto miedo a una caída como al ridículo.

El alcalde le mandó llamar a las cinco de la mañana.

—Vea usted, señor, que reclamo sus consejos, como si ya ocupara usted el puesto al que toda la gente honrada le considera acreedor. En esta desdichada ciudad las fábricas prosperan, el partido liberal se hace millonario, aspira al poder y sabrá sacar partido de todo. Consultemos el interés del rey, el de la monarquía y ante todo el de nuestra santa religión. ¿A quién cree usted que se puede confiar el mando de la guardia de honor?

A pesar del miedo horrible que le producía el caballo, M. de Moirod acabó por aceptar este honor como un martirio.

—Sabré estar a la altura—dijo al alcalde.

Quedaba el tiempo justo para arreglar los uniformes que seis años antes había servido para recibir a un príncipe de sangre real.

A las siete, madame de Renal llegó de Vergy con Julián y los niños. Encontró su salón lleno de damas liberales que predicaban la unión de los partidos y que iban a suplicarle que su marido se comprometiese a conceder a los suyos un puesto en la guardia de honor. Una de ellas aseguraba que si su marido no era elegido, de dolor se declararía en quiebra. Madame de Renal despidió a aquella gente lo antes que pudo. Parecía estar muy ocupada.

Julián se sintió sorprendido, y aun más, molesto, de que hiciese un misterio de lo que la preocupaba.

—Lo preveía;—pensó con amargura—su amor se eclipsa ante la idea de recibir a un rey en su casa. Todo este alboroto la deslumbra. Volverá a amarme cuando las ideas de su casta no le trastornen la cabeza.

Y cosa rara, él la amaba más.

Los tapiceros empezaron a invadir la casa. Él acechó en vano la ocasión de decirle una palabra siquiera. Por fin, se la encontró al salir de la habitación del propio Julián, cargando con uno de sus trajes. Estaban solos. Quiso hablarle. Ella huyó, negándose a escucharle.—Soy un necio al amar a semejante mujer; la ambición la vuelve tan loca como a su marido.

Lo estaba mucho más: uno de sus mayores deseos, que nunca se había atrevido a confesar a Julián por miedo a molestarle, era que dejara, aunque fuera solo por un día, su triste traje negro. Con una habilidad verdaderamente admirable en mujer tan sencilla, consiguió primero de M. de Moirod, y después del subprefecto Maugiron, que nombrasen guardia de honor a Julián, con preferencia sobre dos o tres hijos de fabricantes ricos, al menos dos de ellos de piedad ejemplar. Monsieur Valenod, que pensaba prestar su calesa a las muchachas más bonitas de la ciudad y lucir sus normandos, consintió en ceder uno de sus caballos a Julián, el ser a quien aborrecía más en el mundo. Pero todos los guardias de honor tenían, o se habían procurado, uno de aquéllos trajes azul celeste con charreteras de plata que se hicieron siete años antes. Madame de Renal quería un uniforme nuevo, y solo quedaban cuatro días para enviar a Besançon y que vinieran de allí el traje, las armas, el sombrero, etc., todo lo que constituye un guardia de honor. Lo gracioso es que consideraba imprudente mandar hacer el traje de Julián en Verrières. Quería sorprenderle a él y a toda la ciudad.

Una vez terminado el trabajo de los guardias de honor y de la conciencia cívica, el alcalde tuvo que ocuparse de organizar una gran ceremonia religiosa, pues el rey de * * * no quería pasar por Verrières sin visitar la famosa reliquia de San Clemente que se conserva en Bray-le-Haut, a una legua escasa de la ciudad. Deseaban que hubiera clero numeroso, y este fué asunto difícil de arreglar. M. Maslon, el nuevo cura, quería evitar a todo trance la presencia de M. Chelan. En vano le dijo M. De Renal que no sería prudente. El marqués de la Mole, cuyos antepasados fueron gobernadores de la provincia durante mucho tiempo, había sido designado para acompañar al rey de * * *. Hacía treinta años que conocía al abate Chelan. Al llegar a Verrières preguntaría por él, y si le suponía en desgracia, era hombre capaz de ir a buscarle a la casita en que vivía retirado, acompañado de todo el séquito del que pudiera disponer. ¡Qué bofetón!

—Estoy deshonrado aquí y en Besançon—respondió el abate Maslon—si figura entre el clero. ¡Un jansenista, cielo santo!

—Diga usted lo que diga, querido abate,—replicó M. De Renal—no expondré a la administración de Verrières a recibir un ultraje de M. de la Mole. No le conoce usted; en la corte piensa bien; pero aquí en provincias, es un bromista de mal género, burlón, que se complace en poner a la gente en un aprieto. Es capaz, solo por divertirse, de ponernos en ridículo ante los liberales.

Hasta la noche del sábado al domingo, después de tres días de discusiones, no se doblegó el orgullo del abate Maslon ante el miedo del alcalde, que se convirtió en valor. Hubo que escribir una carta melosa al abate Chelan, para rogarle que asistiera a la ceremonia de la reliquia de Bray-le-Haut, siempre que su edad y sus achaques se lo permitieran. M. Chelan pidió y obtuvo una carta de invitación para Julián, que debía acompañarle en calidad de subdiácono.

El domingo, desde muy temprano, millares de campesinos que llegaban de las montañas colindantes inundaron las calles de Verrières. Lucía un sol espléndido. Hacia las tres, toda aquella multitud se agitó al divisar una gran hoguera en una de las rocas situadas a dos leguas de Verrières. Aquella señal anunciaba que el rey había entrado en la demarcación del departamento. Al mismo tiempo, el repique de todas las campanas y las descargas repetidas de un viejo cañón español, propiedad de la villa, fueron muestra de su alegría por aquel gran acontecimiento. La mitad de la población se subió a los tejados. Todas las mujeres estaban en los balcones. La guardia de honor se puso en movimiento. Todo el mundo admiraba los brillantes uniformes. Todos reconocían a un pariente, a un amigo. Se burlaban del miedo de M. de Moirod, cuya mano prudente estaba preparada para aferrarse al arzón de la silla. Pero una observación hizo olvidar todo lo demás: el primer jinete de la novena fila era un arrogante mozo, muy delgado, a quien al principio nadie reconoció. Pronto, un grito de indignación en unos, un silencio de asombro en otros, anunciaron el sentimiento general. Todos reconocieron en aquel joven, que montaba uno de los normandos de M. Valenod, al joven Sorel, el hijo del carpintero. La exclamación contra el alcalde fué unánime, sobre todo entre los liberales. ¡De modo que porque aquel obrero, disfrazado de curita, era preceptor de sus hijos, había tenido la audacia de nombrarle guardia de honor, en perjuicio de los señores tal y cual, que eran fabricantes ricos!

—Estos señores—decía una banquera—deberían hacer alguna vejación a ese pequeño insolente, nacido en el fango.

—Es muy cazurro y lleva un sable;—respondía el vecino—sería tan miserable como para señalarles la cara.

Los comentarios de la vecindad noble eran más peligrosos. Las señoras se preguntaban si aquella inconveniencia tan notoria sería cosa solo del alcalde. En general, todos estaban conformes en su desprecio por el origen humilde.

Mientras era objeto de tantos comentarios, Julián se sentía el más feliz de los hombres. Atrevido por naturaleza, se sostenía a caballo mejor que la mayoría de los jóvenes de aquella ciudad de montaña. Leía en los ojos de las mujeres que se hablaba de él.

Sus charreteras brillaban más que las otras, puesto que eran nuevas. Su caballo se encabritaba a cada momento: no cabía en sí de gozo.

Su dicha no tuvo límites cuando, al pasar cerca de la antigua muralla, el estampido del cañón asustó al caballo, que se salió de la fila. Por casualidad no se cayó, y desde aquel momento se sintió un héroe. Era oficial ordenanza de Napoleón y cargaba al frente de una batería.

Había otra persona aun más feliz que él. Primero le vió pasar desde uno de los balcones del ayuntamiento; enseguida montó en su coche y, dando un gran rodeo, llegó a tiempo de estremecerse cuando el caballo se separó de la fila. Por último, haciendo que su calesa saliera al galope por otra puerta de la ciudad, llegó a colocarse en el camino por donde debía pasar el rey, y pudo seguir a la guardia de honor a veinte pasos de distancia, envuelta en una noble polvareda. Diez mil campesinos gritaron "¡Viva el rey!" cuando el alcalde tuvo el honor de dirigir la palabra a Su Majestad. Una hora más tarde, cuando, después de escuchar todos los discursos, el rey se disponía a entrar en la ciudad, el cañón comenzó a disparar sin descanso. Pero ocurrió un accidente, no a los artilleros, que tenían hechas sus pruebas en Leipzig y en Montmirail, sino al futuro primer adjunto, M. de Moirod. Su caballo lo depositó suavemente en el único cenagal que había en la carretera, y la cosa fué muy comentada, pues hubo que sacarle de allí para que pudiera pasar el coche del rey.

Su Majestad se apeó en la hermosa iglesia nueva, adornada aquel día con todas las colgaduras carmesíes. El rey comería, y enseguida volvería a subir al coche para dirigirse a venerar la célebre reliquia de San Clemente. Apenas entró el rey en la iglesia, Julián galopó a casa de M. De Renal. Allí se quitó, suspirando, su bello traje azul celeste, su sable, sus charreteras, para endosarse de nuevo el raído traje negro. Volvió a montar a caballo, y en pocos minutos estuvo en Bray-le-Haut, situado en lo alto de una hermosa colina.

—El entusiasmo multiplica a estos campesinos—pensó Julián.—En Verrières no se puede dar un paso, y alrededor de esta antigua abadía hay más de diez mil.—Medio arruinada por el vandalismo revolucionario, había sido espléndidamente reconstruida tras la Restauración y ya se comenzaba a hablar de milagros. Julián se reunió con el abate Chelan, que le riñó en serio y le dio una sotana nueva y una sobrepelliz. Se vistió rápidamente y siguió a M. Chelan, que se dirigía a reunirse con el joven obispo de Agde. Era este un sobrino de M. De la Mole, nombrado recientemente y a quien habían encargado de mostrar la reliquia al rey. Pero no pudieron encontrar al obispo.

El clero se impacientaba. Esperaba a su jefe en el claustro sombrío y gótico de la antigua abadía. Se habían reunido veinticuatro curas para representar el antiguo capítulo de Bray-le-Haut, que antes de 1789 se componía de veinticuatro canónigos. Después de pasar más de tres cuartos de hora lamentándose de la juventud del obispo, los curas juzgaron conveniente que el decano fuese a buscar a Monseñor para advertirle que el rey estaba al llegar, y que debían dirigirse al coro. Monsieur Chelan era decano por su edad; a pesar del enfado que había mostrado a Julián, le hizo seña de que le siguiera. Julián llevaba muy bien la sobrepelliz. Valiéndose de no sé qué medio, propio del tocado eclesiástico, había logrado alisar sus hermosos cabellos rizados; pero por un olvido, que redobló la cólera de M. Chelan, bajo los largos pliegues de la sotana se podían ver las espuelas del guardia de honor.

En el apartamento del obispo, unos lacayos muy engalanados apenas se dignaron responder al viejo cura que Monseñor no estaba visible. Se burlaron de él cuando trató de explicarles que, en su calidad de decano del noble capítulo de Bray-le-Haut, tenía el privilegio de ser admitido siempre en la cámara del obispo oficiante.

El espíritu altanero de Julián se sintió molesto por la insolencia de los lacayos. Se puso a recorrer las cámaras de la antigua abadía empujando cuantas puertas encontraba al paso. Una de ellas, muy pequeña, cedió a sus esfuerzos, y se encontró en una celda entre los mayordomos de Monseñor, que iban vestidos de negro y con la cadena al cuello. Al ver su aire decidido, aquéllos señores le creyeron enviado por el obispo, y le dejaron pasar. Adelantó algunos pasos más y se encontró en una inmensa sala gótica, muy sombría, revestida de madera de roble oscuro; a excepción de una, todas las ventanas ojivales habían sido tapiadas con ladrillos. Lo burdo de esta obra de albañilería no lograba disimularse y hacía un triste contraste con la antigua magnificencia de las maderas. Los dos amplios muros de esta sala, célebre entre los anticuarios de Borgoña y mandada construir en 1470 por Carlos el Temerario en expiación de algún pecado, estaban adornados con grandes sitiales de madera ricamente tallados. Se podían apreciar, representados en maderas de distintos colores, todos los misterios del Apocalipsis.

Aquella magnificencia melancólica, desvirtuada por la vista de los ladrillos desnudos y del yeso, fresco aun, impresionó a Julián. Se detuvo en silencio. Al otro extremo de la sala, cerca de la única ventana que daba paso a la luz, vió un espejo de caoba. Un joven con traje morado y sobrepelliz de encaje, pero destocada la cabeza, estaba de pie a tres pasos del espejo. Aquel mueble parecía extraño en tal sitio, y seguramente lo habrían llevado de la ciudad. Julián creyó notar que aquel joven estaba contrariado; con la mano derecha impartía bendiciones con gravedad, dirigiéndose al espejo.

—¿Qué significará esto?—pensó—¿Será una ceremonia preparatoria lo que hace este sacerdote? Quizá sea el secretario del obispo... tal vez tan insolente como los lacayos..., pero no importa: probemos.

Se adelantó y atravesó lentamente la sala, con la vista fija en la única ventana y mirando a aquel hombre que continuaba repartiendo numerosas bendiciones, con lentitud, pero sin darse un momento de reposo.

A medida que avanzaba, distinguía mejor su aire irritado. La riqueza de la sobrepelliz de encaje detuvo involuntariamente a Julián a algunos pasos del magnífico espejo.

—Debo hablar—pensó; pero la hermosura de la sala le había emocionado y se sentía molesto de antemano por las frases duras que esperaba.

El joven lo vió en la luna, se volvió y, abandonando de pronto su aspecto enfadado, le dijo en tono suave:

—¿Qué, está arreglada por fin?

Julián quedó estupefacto. Al volverse hacia él, Julián vió la cruz pectoral en su pecho: era el obispo de Agde.

—¡Tan joven!—pensó Julián—¡A lo sumo seis o siete años más que yo!

Se avergonzó de sus espuelas.

—Monseñor,—respondió tímidamente—soy enviado del decano del capítulo, M. Chelan.

—¡Ah! Me lo han recomendado mucho—dijo el obispo con un tono cortés que aumentó el encanto de Julián.—Pero perdóneme usted, señor; le había tomado por la persona que tiene que traerme la mitra. La han empaquetado mal en París; el tisú de plata se ha estropeado atrozmente en la parte de arriba. Hará un efecto desastroso—añadió el joven obispo con tristeza—¡Y todavía estoy esperando!

—Monseñor, si Vuestra Eminencia me lo permite, iré a buscar la mitra.

Los hermosos ojos de Julián produjeron su efecto.

—Vaya, señor;—respondió el obispo con una cortesía encantadora—la necesito inmediatamente. Estoy apuradísimo por hacer esperar a los señores del capítulo.

Cuando Julián llegó al medio de la sala, se volvió y advirtió que el obispo continuaba repartiendo bendiciones.

—¿Qué será esto?—se preguntó Julián—Indudablemente, una preparación necesaria para la ceremonia que va a celebrarse.

Al llegar a la cámara donde estaban los mayordomos, vió la mitra en sus manos. Cediendo a su pesar a la mirada imperiosa de Julián, aquéllos señores le entregaron la mitra de Monseñor.

Se sintió orgulloso de llevarla: al atravesar la sala marchaba lentamente, sosteniéndola con respeto. Encontró al obispo sentado ante el espejo; pero, de vez en cuando, su mano derecha, aunque fatigada, seguía dando la bendición. Julián le ayudó a ponerse la mitra. El obispo sacudió la cabeza.

—Se sostendrá—dijo a Julián con aire satisfecho—¿Quiere usted alejarse un poco?

Entonces, el obispo se dirigió rápido al centro de la sala, y acercándose luego al espejo despaciosamente, volvió a adoptar un aire grave y tornó a repartir bendiciones.

Julián estaba inmóvil de asombro: quería comprender, pero no se atrevía. El obispo se detuvo, y mirándole con un aspecto en el que desapareció de pronto la gravedad:

—¿Qué dice usted de mi mitra, señor? ¿Está bien?

—Muy bien, Monseñor.

—¿No estará demasiado hacia atrás? Así quizá parezca un poco sencillo; pero tampoco conviene llevarla sobre los ojos, como si fuera un chacó de oficial.

—Me parece que está muy bien.

—El rey de * * * está habituado a un clero venerable, y, seguramente, muy grave. No quisiera que, por mi juventud sobre todo, me encontrase un aspecto demasiado frívolo.

Y el obispo volvió a emprender su paseo dando bendiciones.

—Está claro—dijo Julián, atreviéndose por fin a comprender.—Ensaya la manera de dar la bendición.

Pasados algunos momentos, dijo el obispo:

—Estoy listo. Puede usted ir a avisar al decano y a los señores del capítulo.

Al poco tiempo, M. Chelan, seguido de los dos curas más viejos, hizo su aparición por una gran puerta, magníficamente tallada, que Julián no había visto. Pero esta vez se quedó en su puesto, el último de todos, y solo pudo ver al obispo por encima de los hombros de los eclesiásticos, que se agolpaban en aquella puerta.

El obispo atravesó la sala lentamente. Cuando llegó al umbral, los curas se formaron en procesión. Después de un momento de desorden, la procesión se puso en marcha, entonando un salmo. El obispo iba el último, entre M. Chelan y otro cura muy viejo. Julián se deslizó cerca de Monseñor en calidad de agregado al abate Chelan. Recorrieron las largas galerías de la abadía de Bray-le-Haut, que, a pesar del sol espléndido, estaban sombrías y húmedas. Por fin llegaron al pórtico del claustro. Julián estaba suspenso de admiración ante tan hermosa ceremonia. La ambición, reavivada por la juventud del obispo, la sensibilidad y la cortesía exquisitas del prelado, se disputaban su corazón. Aquella cortesía era muy distinta que la de M. De Renal, aun en sus días buenos.

—Cuanto más se acerca uno a los primeros puestos de la sociedad,—pensaba Julián—mejores modales se encuentra.

Se entraba a la iglesia por una puerta lateral; de repente, un ruido formidable hizo retemblar las antiguas bóvedas; Julián creyó que se hundían. Era el cañón que, arrastrado por ocho caballos al galope, acababa de llegar y, colocado en batería por los artilleros de Leipzig, disparaba cinco cañonazos por minuto, ni más ni menos que si tuviera delante a los prusianos.

Pero aquel ruido admirable no produjo ningún efecto en Julián; ya no pensaba en Napoleón ni en la gloria militar.

—¡Tan joven, y ya es obispo de Agde!—pensaba—Pero, ¿dónde está Agde? ¿Y cuánto le producirá eso? Quizá doscientos o trescientos mil francos.

Los lacayos de Monseñor aparecieron trayendo un magnífico palio. M. Chelan cogió una de las varas, pero en realidad, quien la llevaba era Julián. El obispo se colocó debajo. Realmente había conseguido adoptar un aspecto viejo; la admiración de nuestro héroe no tuvo límites.

—¡Qué no se conseguirá con habilidad!—pensó.

El rey entró. Julián tuvo la suerte de verle muy de cerca. El obispo se dirigió a él con unción, y sin olvidar cierto tinte de turbación muy adecuado para Su Majestad. No repetiremos la descripción de las ceremonias de Bray-le-Haut; durante una quincena llenaron las columnas de todos los periódicos locales. Julián supo, por el discurso del obispo, que el rey descendía de Carlos el Temerario.

Más tarde entró en las funciones de Julián hacer las cuentas de lo que había costado aquella ceremonia. Monsieur de la Mole, que había proporcionado un obispado a su sobrino, quiso tener con él la galantería de pagar todos los gastos. Solo la ceremonia de Bray-le-Haut le costó tres mil ochocientos francos.

Después del discurso del obispo y la contestación del rey, Su Majestad se colocó bajo el palio y se arrodilló muy devotamente en un almohadón cerca del altar. El coro estaba rodeado de asientos, colocados dos escalones por encima del suelo. En el último de estos escalones estaba sentado Julián, a los pies de M. Chelan, como estaría un caudatario junto a su cardenal en la Capilla Sixtina en Roma. Hubo un "Te Deum", nubes de incienso, infinitas descargas de mosquetería y artillería; los campesinos estaban ebrios de felicidad y de devoción. Una jornada así deshace la obra de cien números de los periódicos jacobinos.

Julián estaba a seis pasos del rey, que realmente oraba con fervor. Se fijó por primera vez en un hombre pequeño, de mirada espiritual, que vestía un traje casi sin bordados. Pero sobre aquel traje sencillo llevaba un cordón azul celeste. Estaba más cerca del rey que muchos de aquéllos señores con vestiduras tan bordadas en oro que, según la expresión de Julián, no se veía el paño. Poco después supo que era M. de la Mole. Notó que tenía un aspecto altanero y casi insolente.

—Este marqués no será tan fino como nuestro lindo obispo—pensó.—El estado eclesiástico da dulzura y sabiduría. Pero el rey ha venido para venerar la reliquia, y yo no la veo por ninguna parte. ¿Dónde estará San Clemente?

Un clérigo, que estaba junto a él, le dijo que la venerable reliquia estaba en la parte alta del edificio, en una "capilla ardiente".

—¿Qué será una capilla ardiente?—se preguntó Julián.

Pero no quiso pedir explicaciones sobre ello. Su atención se hizo más intensa.

En caso de visita de un príncipe soberano, la etiqueta dispone que los canónigos no acompañen al obispo. Pero al ponerse en marcha hacia la capilla ardiente, Monseñor de Agde llamó al abate Chelan; Julián se atrevió a seguirle.

Después de subir una larga escalera, llegaron a una puerta pequeñísima, cuyo dintel gótico tenía dorados magníficos. Aquella obra parecía hecha la víspera.

Ante la puerta estaban de rodillas veinticuatro muchachas de las familias más distinguidas de Verrières. Antes de abrir la puerta, el obispo se arrodilló entre aquellas muchachas, todas bonitas. Mientras rezaba en voz alta, ellas no se cansaban de admirar sus encajes, su simpatía, su semblante tan joven y tan dulce.

Tal espectáculo hizo a nuestro héroe perder la poca razón que le quedaba. En aquel momento se habría batido de buena fe por la Inquisición. De pronto se abrió la puerta. La capilla apareció inundada de luz. En el altar se veían más de mil cirios, divididos en ocho hileras separadas por ramos de flores. Por la puerta del santuario salía el suave olor del más puro incienso. La capilla, recién dorada, era muy pequeña, pero muy alta. Julián notó que algunos de los cirios del altar tenían quince pies de altura. Las jóvenes no pudieron contener un grito de admiración. En el pequeño vestíbulo de la capilla solo se había admitido a las veinticuatro jóvenes, los dos curas y Julián.

Poco después llegó el rey, seguido solamente de M. de la Mole y de su chambelán mayor. Los guardias se quedaron fuera, de rodillas, presentando armas.

Su Majestad se precipitó, más que otra cosa, sobre el reclinatorio. Entonces fué cuando Julián, pegado contra la dorada puerta, vió por debajo del brazo desnudo de una de las muchachas, la encantadora estatua de San Clemente. Estaba oculta bajo el altar, en uniforme de soldado romano. Tenía una gran herida en el cuello, de donde parecía brotar sangre. El artista se había superado: sus ojos agonizantes, llenos de gracia, estaban medio cerrados. Un bigote incipiente adornaba aquella boca encantadora que, entreabierta, parecía como si orase. Al verla, la muchacha que estaba junto a Julián, empezó a llorar, y una de sus lágrimas cayó en la mano de este.

Después de unos momentos de oración en el más profundo silencio, turbado solamente por el ruido lejano de las campanas de todos los pueblos en diez leguas a la redonda, el obispo de Agde pidió al rey permiso para hablar. Terminó su discurso emocionante con palabras sencillas; por lo mismo de efecto asegurado.

—No olvidéis nunca, jóvenes cristianas, que habéis visto a uno de los reyes más grandes de la tierra de rodillas ante los servidores de este Dios Todopoderoso y terrible. Estos servidores débiles, perseguidos, asesinados en la tierra, como lo podéis ver por la herida aun sangrante de San Clemente, triunfan en el cielo. ¿Verdad, jóvenes cristianas, que recordaréis siempre este día? Odiaréis al impío. Seréis fieles eternamente a este Dios tan grande, tan terrible, pero tan bueno.

A estas palabras, el obispo se levantó con autoridad.

—¿Me lo prometéis?—dijo alargando el brazo con aire inspirado.

—Lo prometemos—dijeron las jóvenes, rompiendo a llorar.

—Recibo vuestra promesa en nombre del Dios terrible—añadió el obispo con voz estentórea. Y la ceremonia se dio por terminada.

El mismo rey lloraba. Hasta mucho después no tuvo Julián bastante sangre fría para preguntar dónde estaban los huesos del santo que enviaron de Roma a Felipe el Bueno, duque de Borgoña. Le dijeron que estaban ocultos en la preciosa figura de cera.

Su majestad se dignó permitir a las jóvenes que le habían acompañado en la capilla que lucieran una cinta roja sobre la que se encontraban, bordadas, las palabras: "Odio al impío. Adoración perpetua."

M. de la Mole mandó repartir diez mil botellas de vino entre los labriegos. Aquella noche los liberales de Verrières hallaron una razón para iluminar cien veces mejor que los realistas. Antes de partir, el rey fué a visitar a M. de Moirod.

XIX. Pensar hace sufrir

Lo grotesco de los sucesos cotidianos os encubre la verdadera desdicha de las pasiones.

Barnave.


Al volver a colocar los muebles habituales en el cuarto que ocupó M. De la Mole, Julián encontró una hoja de papel muy grueso, doblada en cuatro dobleces. Leyó al pie de la primera carilla:


A S. E. el marqués de la Mole, par de Francia, caballero de las Ordenes del rey, etc., etc.


Era una petición escrita con letra de cocinera.


"Señor marqués:

"Toda mi vida he tenido principios religiosos. Estaba en Lyon expuesto a las bombas durante el sitio, de execrable memoria, del 93. Comulgo; voy todos los domingos a misa a la parroquia. Nunca he faltado al precepto pascual, ni aun en el 93 de execrable memoria. Mi cocinera—yo tenía criados antes de la revolución—mi cocinera me pone vigilia los viernes. En Verrières gozo de la consideración general, me atrevo a decir que merecida. Tengo un puesto en la procesión bajo el palio, junto al señor cura y al alcalde. En las grandes solemnidades llevo un cirio que pago de mi bolsillo. De todo esto hay certificados en París en el Ministerio de Hacienda. Pido al señor marqués la oficina de lotería de Verrières, que pronto quedará vacante de un modo u otro, pues su titular está muy enfermo, y además vota mal en las elecciones, etc."

De Cholin."


Al margen de esta solicitud había una apostilla que llevaba la firma De Moirod, y que comenzaba así:


"Ya tuve el honor de hablar del individuo que dirige esta petición, etc."


—Este imbécil de Cholin me indica el camino que se debe seguir, se dijo Julián.

A los ocho días de pasar el rey de * * * por Verrières, de las innumerables mentiras, las interpretaciones estúpidas, las discusiones ridículas, etc., de que habían sido objeto sucesivamente el rey, el obispo de Agde, el marqués de la Mole, las diez mil botellas de vino, el pobre Moirod, que, con la esperanza de conseguir una cruz, no salió de casa hasta un mes después de su caída, lo único que sobrenadaba era la extrema indecencia de haber "colado" en la guardia de honor a Julián Sorel, el hijo de un carpintero. Había que oír con este motivo a todos los ricos fabricantes de telas estampadas, que de la mañana a la noche enronquecían en los cafés predicando la igualdad. Aquella mujer altiva, madame de Renal, era la autora de aquella abominación. ¿El motivo? Claramente lo decían los bellos ojos y el cutis fresco del curita Sorel,

Poco después de volver a Vergy, Estanislao-Xavier, el más pequeño de los niños, cogió unas calenturas. De pronto, Mme de Renal se sintió invadida por atroces remordimientos. Por primera vez se reprochaba su amor conscientemente; pareció comprender, como por milagro, la falta enorme que había cometido. Aunque era profundamente religiosa, hasta aquel momento no se dio cuenta de la enormidad de su culpa ante los ojos de Dios.

En el convento del Sagrado Corazón había amado a Dios con pasión; de igual manera lo temió en esta circunstancia. El combate que destrozaba su alma era tanto más terrible cuanto que no había nada razonable en su miedo. Julián se dio cuenta que el más pequeño razonamiento, lejos  de calmarla, la irritaba; veía en él el lenguaje del infierno. Sin embargo, como Julián quería mucho al pequeño Estanislao, se limitaba a hablarle de su enfermedad, que parecía haberse agravado. Entonces, el remordimiento constante quitó a Madame de Renal hasta la facultad de dormir. No salía de un silencio huraño; si hubiera abierto la boca, habría sido para confesar su crimen a Dios y a los hombres.

—Te suplico —le decía Julián cuando se encontraban solos— que no hables con nadie; que yo sea el único confidente de tus penas. Si aun me amas no hables; tus palabras no pueden quitar la fiebre a nuestro Estanislao.—Pero sus consuelos no producían efecto alguno; él no sabía que a Madame de Renal se le había metido en la cabeza que para calmar la cólera del Dios justiciero, le sería preciso odiar a Julián o ver morir a su hijo. Y era tan desgraciada porque comprendía que nunca podría odiar a su amante.

—Abandóname;—dijo un día a Julián—en nombre de Dios, márchate de esta casa. Tu presencia es lo que mata a mi hijo.

—Dios me castiga;—añadió en voz baja—es justo, adoro su justicia. ¡Mi crimen es horrible y vivía sin remordimientos! Era la primera muestra del abandono de Dios; debo ser doblemente castigada.

Julián se conmovió hondamente. No podía ver en ella hipocresía ni exageración.

—Cree que mata a su hijo amándome, y, sin embargo, la desgraciada me ama más que a su hijo. El remordimiento la destroza, no me cabe duda; esto es grandeza de sentimientos. ¿Pero cómo habré podido inspirar tal amor, yo, tan pobre, tan ignorante, tan mal educado, a veces tan grosero en mis modales?

Una noche el niño se agravó extraordinariamente. A las dos de la mañana fué a verlo M. De Renal. El niño, devorado por la fiebre, estaba rojo y no reconoció a su padre. De repente, madame de Renal se echó a los pies de su marido. Julián vió que iba a decirle todo y a perderse para siempre.

Afortunadamente, aquel movimiento extraño molestó a M. De Renal.

—Adiós, adiós—dijo marchándose.

—No; escúchame—exclamó su mujer de rodillas ante él y tratando de detenerle.—Quiero que sepas la verdad. Yo soy la que mata a mi hijo. Le he dado la vida y se la quito. El cielo me castiga; a los ojos de Dios soy culpable de asesinato. Tengo que perderme y humillarme; quizá este sacrificio calme la cólera de Dios.

Si M. De Renal hubiese sido un hombre de imaginación, se habría dado cuenta de todo.

—¡Romanticismos!—exclamó apartando a su mujer, que se agarraba a sus rodillas—¡Ideas románticas! Julián, llame usted al médico en cuanto amanezca.—Y se volvió a acostar. Madame de Renal cayó de rodillas, medio desvanecida, rechazando con un movimiento convulsivo a Julián, que quería prestarle auxilio.

Julián se quedó asombrado.

—¿Es esto el adulterio?—pensó—¿Será posible que estos curas tan trapaceros... tengan razón? Ellos que cometen tantos pecados, ¿tendrán el privilegio de conocer la verdadera teoría del pecado? ¡Qué cosa más rara!

Habían transcurrido veinte minutos desde que M. De Renal se hubo retirado, y aun Julián veía a la mujer que amaba, con la cabeza recostada en la camita del niño, inmóvil y casi sin conocimiento.—Esta es una mujer de un genio superior, llevada al colmo de la desgracia por haberme conocido—se dijo.

—Las horas pasan rápidamente. ¿Qué puedo hacer por ella? Hay que tomar una decisión. Ya no se trata de mí. ¿Qué me importan los hombres y sus vulgares mentiras? ¿Qué puedo hacer por ella?... ¿Dejarla? Pero la dejo entregada al dolor más espantoso. El autómata del marido la daña más que beneficiarla. Le dirá alguna palabra dura, a fuerza de ser grosero; puede volverse loca, tirarse por el balcón.

Si la dejo, si ceso de vigilarla, le confesará todo. Y, quién sabe; quizá él arme un escándalo, a pesar de la herencia que piensa recibir de ella. ¡Dios mío! También puede decirle todo a ese c... del abate Maslon, que toma por pretexto la enfermedad de un niño de seis años, para no moverse de esta casa, y no sin intención.

En su dolor, y su temor de Dios, ella olvida todo lo que sabe del hombre; solo ve al sacerdote.

—Vete—le dijo de pronto Madame de Renal abriendo los ojos.

—Daría mil veces la vida por saber lo que pudiera serte útil;—respondió Julián—nunca te he amado tanto, ángel mío; mejor dicho, ahora comienzo a adorarte como mereces. ¿Qué sería de mí lejos de ti, sabiendo que eres desgraciada por mi culpa? Pero no quiero hablar ahora de mis sufrimientos. Me marcharé, sí, amor mío. Pero si te dejo, si ceso de velar por ti, de encontrarme entre tú y tu marido, le confesarás todo y te perderás. Piensa que te echará de su casa de modo ignominioso; en todo Verrières, en todo Besançon se hablará de este escándalo. Todo el mundo te echará a ti la culpa y nunca podrás rehabilitarte de tal vergüenza...

—Es lo que deseo—exclamó ella poniéndose en pie.—Sufriré; tanto mejor.

—¡Pero, con este escándalo abominable, también le harás desgraciado a él!

—Pero me humillaré yo, me arrastraré por el fango, y con ello, quizá salve a mi hijo. Esta humillación, a los ojos de todos, ¿no puede ser una penitencia pública? Y según creo alcanzar en mi pobre criterio, ¿no es ese el mayor sacrificio que podría hacer a Dios?... Tal vez se dignará tener en cuenta mi humillación y me deje a mi hijo. Indícame otro sacrificio más penoso y lo haré sin vacilar.

—Déjame a mí castigarme. Yo también soy culpable. ¿Quieres que me retire a la Trapa? La austeridad de aquella vida puede calmar la cólera de tu Dios... ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué no podré tener yo la enfermedad de Estanislao?

—¡Tú le quieres!—dijo Madame de Renal levantándose y echándose en sus brazos.

Pero en el mismo momento le rechazó con horror.

—¡Te creo, te creo!—exclamó después de volver a arrodillarse—¡mi único amigo! ¿Por qué no serás tú el padre de Estanislao? Entonces no sería un pecado abominable quererte más que a mi hijo.

—¿Me permites que me quede, y que de ahora en adelante te quiera como un hermano? Esta es la única expiación razonable que puede apaciguar la cólera del Altísimo.

—¿Y yo?—exclamó ella levantándose y tomando entre sus manos la cabeza de Julián, que mantuvo a distancia, mirándola fijamente—¿Y yo, te querré como a un hermano? ¿Seré capaz de amarte como a un hermano?

Julián lloraba a lágrima viva.

—Te obedeceré;—dijo cayendo a sus pies—te obedeceré en todo lo que me ordenes; es lo que me queda por hacer. Mi espíritu está sumido en la ceguera; no acierto a tomar ningún partido. Si te dejo, le confiesas todo a tu marido y te pierdes con él. Después de tal ridículo, nunca sería diputado. Si me quedo, me crees causa de la muerte de tu hijo y mueres de pena. ¿Quieres probar el efecto de mi marcha?

Si quieres, me castigaré de nuestro pecado marchándome por ocho días. Iré a pasarlos en el retiro que a ti te parezca. En la abadía de Bray-le-Haut, por ejemplo; pero júrame que durante mi ausencia no dirás nada a tu marido. Piensa que si hablas no podré volver más.

Ella prometió; él se marchó. Pero fué llamado a los dos días.

—Me es imposible mantener mi juramento sin ti. Le confesaré todo a mi marido, si tú no estás a mi lado para ordenarme con la vista que me calle. Cada hora de esta abominable existencia me parece un día.

Por fin, el cielo se apiadó de aquella desgraciada madre. Poco a poco, EsEstanislao  salió del peligro. Pero se había roto el hielo, su razón se había dado cuenta de todo el alcance de su pecado; no pudo recobrar el equilibrio. Los remordimientos quedaron en pie y fueron lo que debían ser en un alma tan sincera. Su vida era el cielo y el infierno; el infierno, cuando no veía a Julián; el cielo, cuando estaba a sus pies.—No me hago ilusiones;—le decía, aun en los momentos en que se entregaba por entero a su amor—estoy condenada, irremisiblemente condenada. Tú eres joven, has cedido a mi seducción; el cielo puede perdonarte... Pero yo estoy condenada. Y lo conozco en un detalle infalible. Tengo miedo, ¿y quién no lo tendría ante la perspectiva del infierno? Pero en el fondo no me arrepiento. Si me pusiera en el caso, volvería a cometer la misma falta. Que el cielo no me castigue en este mundo, y en mis hijos, y tendré mucho más de lo que merezco. Pero tú, al menos, mi Julián,—exclamaba en otros momentos—¿eres feliz? ¿Crees que te quiero lo bastante?

La desconfianza y el orgullo doloroso de Julián, que necesitaban un amor sacrificado, se entregaron por completo a la vista de un sacrificio tan grande, tan indudable, de cada instante. Adoraba a Mme de Renal.—A pesar de ser noble, y yo hijo de un obrero, me ama... No soy para ella un criado que desempeña las funciones de amante.—Alejado este temor, Julián se entregó a todas las locuras del amor, a todas sus mortales incertidumbres.

—¡Por lo menos—decía ella al sentir dudas sobre su amor—, que te haga feliz en los pocos días que hemos de pasar juntos! Aprovechémonos; mañana quizá no sea tuya. Si el cielo me castiga en mis hijos, sería inútil que quisiese vivir solo para amarte, que me empeñase en no ver que mi crimen los mataba. No podría sobrevivir a un golpe semejante. Aún ncuando quisiera, no podría, me volvería loca.

¡Si yo pudiera hacer recaer sobre mí tu pecado, como tú me ofrecías tan generosamente tomar para ti la fiebre ardiente de Estanislao!

Esta gran crisis moral cambió la naturaleza de los sentimientos que unían a Julián con su amante. Su amor no fué solamente admiración por la belleza, orgullo de poseerla.

Su dicha era ahora de una naturaleza superior; la llama que les devoraba se hizo más intensa. Tenían momentos de verdadera locura. Su felicidad hubiera parecido mucho mayor a los ojos del mundo. Pero no volvieron a gozar de la serenidad deliciosa, la felicidad sin nubes, la dicha fácil de la primera época de sus amores, cuando el único temor de madame de Renal era que Julián no la quisiese bastante. Su dicha tenía a veces la fisonomía del crimen.

En los ratos más felices y más tranquilos en apariencia, madame de Renal exclamaba de pronto apretando la mano de Julián con movimiento convulso:

—¡Dios mío! ¡Veo el infierno! ¡Qué suplicios más horribles! ¡Y qué merecidos los tengo!

Y se apretaba contra él, como la hiedra se pega al muro.

Julián trataba en vano de calmar a aquel alma agitada. Ella le cogía la mano y se la cubría de besos. Luego tornaba a caer en una especie de sueño sombrío.

—El infierno—decía—sería un premio para mí; aun pasaría algunos días con él en la tierra; pero el infierno de este mundo, la muerte de mis hijos... Y, sin embargo, puede que a ese precio me fuese perdonada mi culpa... ¡Dios santo! No me concedas el perdón a ese precio. Estos pobres niños no te han ofendido; yo, yo soy la única culpable; amo a un hombre que no es mi marido.

Julián veía otras veces que Madame de Renal tenía ratos más tranquilos en apariencia. Trataba de dominarse, no quería envenenar la vida de aquel que amaba.

En aquellas alternancias de amor, de remordimiento y de placer, los días pasaban como un relámpago. Julián perdió el hábito de reflexionar.

Mlle. Elisa se fué a Verrières para seguir un pleito que tenía. Encontró a M. Valenod muy molesto contra Julián. Ella odiaba al preceptor, y hablaba de él a menudo.

—Me perdería usted, señor, si dijese la verdad—dijo un día a M. Valenod—. Los señores siempre están de acuerdo entre sí cuando se trata de cosas importantes... No suelen perdonar a los pobres criados ciertas confesiones.

Después de estas frases al uso, que la curiosidad impaciente de M. Valenod abrevió cuanto pudo, supo este las cosas más mortificantes para su amor propio.

Aquella mujer, la más distinguida de todo el país, a la cual había hecho la corte asiduamente durante seis años, y, por desgracia, a la vista de todo el mundo; aquella mujer tan orgullosa, cuyos desdenes le habían hecho enrojecer más de una vez, había tomado como amante a un obrerillo disfrazado de preceptor. Y para que no faltase nada al despecho del director del depósito, madame de Renal adoraba a aquel amante.

—Además,—añadía la doncella con un suspiro—M. Julián no se ha molestado lo más mínimo para hacer tal conquista, ni ha abandonado un momento su frialdad natural.

Elisa había adquirido la confirmación de sus sospechas en el campo, pero suponía que la intriga databa de mucho más atrás.

—Indudablemente—añadió con despecho—por esto fué por lo que se negó a casarse conmigo. ¡Y yo, imbécil de mí, que fui a consultar a Madame de Renal y le rogué que hablase al preceptor!

Aquella misma noche M. De Renal recibió, junto con el periódico, una carta anónima en la que se le informaba al detalle de lo que ocurría en su casa. Julián advirtió cómo palidecía al leer aquella carta escrita en papel azulado, dirigiéndole miradas aviesas. El alcalde no se recobró de su turbación durante el resto de la velada; en vano, Julián le quiso distraer pidiéndole datos sobre la genealogía de las mejores familias de Borgoña.

XX. Los anónimos

Do not give dalliance
Too much the rein; the shortest oaths are straw
To the fire i’the Wood

La Tempestad.


Al salir del salón, a media noche, Julián tuvo tiempo de decir a su amiga:

—No nos veamos esta noche; tu marido sospecha. Juraría que la carta que estaba leyendo tan inquieto, era un anónimo.

Afortunadamente, Julián se encerró con llave en su habitación. Madame de Renal tuvo la idea absurda de que aquella advertencia solo era un pretexto para no verla. Perdió por completo la cabeza, y a la hora de costumbre fué a llamar a su puerta. Julián, que oyó ruido en el pasillo, apagó la luz inmediatamente. Notó que alguien hacía esfuerzos por abrir su puerta. ¿Sería madame de Renal? ¿Sería el marido celoso?

Al día siguiente, muy temprano, la cocinera, que protegía a Julián, le llevó un libro en cuya cubierta leyó estas palabras, escritas en italiano: "Guardate alla pagina 130".

Julián se estremeció ante aquella imprudencia; buscó la página 130 y encontró en ella, prendida con un alfiler, la carta siguiente, escrita a toda prisa, mojada de lágrimas, y sin la menor ortografía. De ordinario, madame de Renal la empleaba muy bien; así que este detalle le emocionó, y olvidó un poco la imprudencia.

"No has querido recibirme esta noche. Hay momentos en que me parece que no he llegado a leer jamás en el fondo de tu alma. Tus miradas me asustan. Tengo miedo de ti. ¡Dios mío! ¿Será que nunca me has amado? En este caso, que mi marido descubra nuestros amores y que me encierre en una cárcel eterna, en el campo, lejos de mis hijos. Puede que esta sea la voluntad de Dios.

Me moriré pronto. Pero tú serás un monstruo. ¿Es que no me quieres? ¿Estás cansado de mis locuras, de mis remordimientos, impío? ¿Quieres perderme? Te proporcionaré un medio bien fácil. Enseña esta carta por todo Verrières, o mejor, enséñasela solo a M. Valenod. Dile que te amo; pero no, no pronuncies tal blasfemia; dile que te adoro, que yo no había empezado a vivir hasta el día que te conocí; que ni en los momentos de más locura de mi juventud llegué a soñar con la felicidad que te debo; qué te he sacrificado mi vida; que te sacrifico mi alma. Tú sabes que te sacrifico mucho más.

"¿Pero qué sabe ese hombre de sacrificios? Dile, díselo para irritarle, que desafío a todos los malvados, y que en el mundo no hay para mí más que una desgracia: la de ver variar de sentimientos al hombre que me sujeta a la vida. ¡Qué dicha para mí perderla, ofrecerla en sacrificio y no temer más por mis hijos!

"No dudes, querido mío; si hay algún anónimo no puede ser más que de ese ser odioso que, durante seis años, me ha perseguido con su vozarrón, con el relato de sus proezas de jinete, su fatuidad, y con la enumeración sempiterna de sus conquistas.

"¿Existe un anónimo? De esto quisiera discutir contigo, bribón; pero no, has hecho bien. Estrechándote entre mis brazos, quizá por última vez, no hubiera podido discurrir serenamente, como lo hago sola. En adelante, nuestra dicha no será tan fácil. ¿Será una contrariedad para ti? Seguramente los días en que M. Fouqué no te haya enviado un libro divertido. El sacrificio está hecho; exista o no el anónimo, mañana diré a mi marido que yo también he recibido uno, y que es necesario ponerte un puente de plata, buscar un pretexto decoroso y mandarte con tu familia de inmediato.

"¡Ay, amigo mío! Estaremos separados quince días, un mes. Quiero hacerte justicia y pensar que sufrirás tanto como yo. Pero es el único medio de contrarrestar el efecto de ese anónimo, que no es el primero que mi marido recibe a cuenta mía. ¡Cómo me he reía de ellos!

"Mi plan consiste en hacer creer a mi marido que el anónimo es de M. Valenod, cosa que por mi parte no dudo. Si te marchas, desde luego te vas a establecer en Verrières. Yo me arreglaré de modo que a mi marido se le ocurra que pasemos allí quince días para demostrar a los imbéciles que estamos en la mejor armonía. Una vez en Verrières, entabla amistad con todo el mundo, incluso con los liberales. Yo sé que todas las señoras te obsequiarán.

"Y no vayas a enfurruñarte con M. Valenod, ni a cortarle las orejas, como decías una vez; por el contrario, sé con él muy amable. Lo esencial es que en Verrières crean que vas a entrar en casa de Valenod o de otro personaje cualquiera para educar a los niños.

"Esto es lo que mi marido no podrá soportar. Y aun cuando llegara a conformarse, por lo menos vivirás en Verrières y te veré alguna vez. Mis hijos, que tanto te quieren, irán a verte. ¡Dios santo! Creo que quiero más a mis hijos porque te quieren. ¡Qué remordimientos! ¿En qué acabará todo esto?... Me confundo... En fin, tú ya comprendes cuál debe ser tu conducta: sé dulce, cortés, nada despreciativo con esos personajes groseros; te lo pido de rodillas; van a ser los árbitros de nuestra suerte. No dudes que mi marido se conformará en este asunto con lo que le ordene la "opinión pública".

"Tú mismo vas a proporcionarme la carta anónima: ármate de paciencia y de unas tijeras. Corta de un libro las palabras que yo te diga, pégalas luego con cola de boca en la hoja de papel azulado que te envío: es de M. Valenod. Como es seguro que harán un registro en tu cuarto, quema el libro mutilado. Si no encuentras las palabras completas, ten la paciencia de formarlas letra por letra. Para ahorrarte trabajo, he hecho muy corta la carta anónima. Si ya no me amas, como yo a ti, ¡qué larga debe parecerte la mía!"


CARTA ANONIMA


"Señora:

"Son conocidos todos sus manejos ; pero las personas que tienen interés en evitarlos están advertidas. Por un resto de simpatía hacia usted, le aconsejo que se desprenda por completo del campesino. Si es usted lo bastante sensata para hacer esto, su marido creerá que el aviso que ha recibido es mentira, y nadie le sacará de su error. Piense usted que soy dueño de su secreto; tiemble, desgraciada; tiene que "andar derecha" ante mí."

"Cuando termines de pegar las palabras que componen esta carta (¿reconoces en ella el estilo del director?), sal de casa, que yo marcharé a tu encuentro.

"Iré al pueblo y volveré con el semblante descompuesto; por dentro lo estaré realmente. ¡Dios santo! A lo que me atrevo, y todo porque tú has "creído adivinar" una carta anónima. Luego, con aspecto desolado, entregaré esta carta a mi marido, diciéndole que me la entregó un desconocido. Tú vete a pasear con los niños al camino del bosque, y no vuelvas hasta la hora de comer.

"Desde lo alto de las rocas puedes divisar la torre del palomar. Si nuestros asuntos van bien, pondré en ella un pañuelo blanco; en el caso contrario, no verás nada.

"¿No te hará tu corazón, ingrato, hallar algún medio de decirme que me quieres antes de salir a ese paseo? Ocurra lo que ocurra, ten la seguridad de una cosa: no podré sobrevivir ni un día a nuestra separación definitiva. ¡Ah, mala madre! Acabo de escribir dos palabras vanas, querido Julián. No las siento; en este momento no puedo pensar más que en ti, y las he escrito solo para que tú no me condenes. Ahora que me veo a punto de perderte, ¿a qué viene disimular? Sí; aunque mi alma te parezca atroz, no quiero mentir ante el hombre que adoro. Demasiado he engañado en mi vida. Te perdono si ya no me quieres. No tengo tiempo de releer mi carta. Poca cosa es para mí pagar con la vida los días felices que he pasado en tus brazos. Ya sabes tú que me han de costar mucho más."

XXI. Diálogo con un amo

Alas, our frailty is the cause, not we
For such as we are made of, such we he.

Duodécima noche.


Con alegría infantil, Julián estuvo reuniendo palabras durante una hora. Al salir de su cuarto encontró a sus discípulos con su madre; ella cogió la carta con una sencillez y un valor que le asustaron.

—¿Está bien seca la cola de boca?—le dijo.

—¿Es esta la mujer a quien enloquecía el remordimiento?—pensó él—¿Cuáles son sus proyectos en este momento?

Era demasiado orgulloso para preguntárselo, pero quizá nunca le había gustado más.

—Si la cosa sale mal—añadió ella con la misma sangre fría—me lo quitarán todo. Entierra esto en algún rincón del monte; quizá sea mi único recurso algún día.

Y le entregó un estuche de cristal, envuelto en piel roja, lleno de oro y unos cuantos diamantes.

—Ahora, vete—le dijo.

Besó a los niños; al pequeño, dos veces. Julián seguía inmóvil. Ella se separó de él con paso rápido y sin mirarle.

Desde el momento en que abrió el anónimo, la existencia de M. De Renal fué un suplicio. No se había sentido tan agitado desde que estuvo a punto de tener un duelo en 1816, y, para hacerle justicia, diremos que la perspectiva de recibir un balazo no le había hecho tan desgraciado. Examinaba la carta por todas partes.

—Parece letra de mujer—se decía.—Pero, en ese caso, ¿qué mujer la habrá escrito?—Pasaba revista a todas las mujeres que conocía en Verrières, sin poder determinar sus sospechas.

—¿Habrá dictado esta carta un hombre? ¿Quién será ese hombre?

Y la misma incertidumbre. Era envidiado, y sin duda odiado, por la mayor parte de los que le conocían.

—Tengo que consultar a mi mujer—se dijo por costumbre, levantándose de la butaca en que estaba hundido.

Pero apenas se levantó, se dijo, dándose una palmada en la frente:

—¡Dios santo! Precisamente de ella es de quien debo desconfiar más; en este momento, es mi enemigo.

Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia.

Como justa compensación de la sequedad de corazón que constituye todo el sentido práctico provinciano, los dos hombres que M. De Renal más temía en este momento eran sus dos íntimos amigos.

—Además de éstos, quizá tenga diez más.

Y los repasaba en su mente, calculando el grado de consuelo que cada uno de ellos podría proporcionarle.

—¡A todos, a todos les hará reír mi desdichada aventura!—se dijo con rabia.

Por fortuna, se creía, y no sin razón, muy envidiado. Además de su soberbia casa de la ciudad, honrada para siempre con el reciente alojamiento del rey de ***, había arreglado muy bien su castillo de Vergy. La fachada estaba pintada de blanco, y las ventanas adornadas con lindas persianas verdes. La idea de tal magnificencia le consoló un instante. Lo cierto era que el castillo se divisaba desde tres o cuatro leguas de distancia, en detrimento de todas las casas de campo o los castillos de los contornos, que conservaban el humilde color gris, la pátina del tiempo.

Monsieur de Renal podía contar con las lágrimas y la compasión de uno de sus amigos, el mayordomo de la parroquia; pero era un imbécil que lloraba por todo. Y, sin embargo, aquel hombre era su único recurso.

—¿Qué desgracia hay que pueda compararse con la mía?—exclamó con ira—¡Qué aislamiento!

—¿Es posible,—se decía aquel hombre digno de lástima—es posible que, en mi desgracia, no tenga un amigo a quien pedir consejo cuando mi razón se extravía? ¡Ah, Falcoz! ¡Ah, Ducros!—exclamó con amargura. Eran los nombres de dos amigos de la niñez, que él había alejado a fuerza de altivez en 1814. No eran nobles, y quiso dejar de tratarlos en el tono de igualdad establecido desde la infancia.

Uno de ellos, Falcoz, hombre de talento y de valor, comerciante de papel en Verrières, había comprado una imprenta en la capital del departamento y publicaba un periódico. La congregación resolvió arruinarlo: su periódico fué condenado y le retiraron la licencia de impresor. En tan tristes circunstancias, probó a escribir a M. De Renal una carta por primera vez después de diez años. El alcalde de Verrières creyó su deber contestarle en lenguaje de antiguo romance:

"Si el ministro del rey me hiciese el honor de consultarme, le diría: arruinad sin piedad a todos los impresores de provincias, y que la imprenta sea un monopolio como el tabaco.

Ahora M. De Renal recordaba con horror esta carta dirigida a un amigo íntimo,  que todo Verrières admiró en su momento.

—¿Quién me iba a decir que con mi posición, mi fortuna, mis cruces, habría de arrepentirme un día?

Sumido en accesos de cólera, unas veces contra sí mismo y otras contra todo lo que le rodeaba, pasó una noche horrible; pero, afortunadamente, no se le ocurrió espiar a su mujer.

—Estoy habituado a Luisa;—se decía—ella conoce todos mis negocios; aunque pudiera casarme mañana, no encontraría con quien sustituirla.—Entonces se aferraba a la idea de que su mujer era inocente; esta manera de ver no le ponía en la necesidad de mostrarse ofendido, y lo arreglaba todo mejor. ¡Cuántas mujeres no han sido calumniadas!

—¿Pero, cómo?—exclamó de repente paseándose con paso convulso—¿Toleraré como si fuera un don nadie, un pelagatos, que ella se burle de mí con su amante? ¿Consentiré en ser la comidilla de todo Verrières por mi mansedumbre? ¡Cuánto no se ha hablado de Charmier! (Un marido engañado a ojos vistas) Cuando se le nombra, todo el mundo sonríe. Es un buen abogado, pero ¿acaso alguien habla de su talento? Dicen: "¡Ah, Charmier! Charmier el de Bemard", que es el nombre de quien causa su afrenta.

—Gracias a Dios—decía M. De Renal en otros momentos—que no tengo hijas, y el castigo que yo imponga a mi mujer no perjudicará nada al porvenir de mis hijos. Puedo sorprender a ese campesino con mi mujer y matarlos a los dos; en ese caso, lo trágico de la aventura borrará el ridículo.—Acarició esta idea; la estudió con todo detalle.

—El Código penal está de mi parte, y en todo caso nuestra congregación y mis amigos del jurado me salvarían.

Examinó su cuchillo de caza, que estaba muy afilado; pero la idea de la sangre le dio miedo.

—Puedo moler a palos a ese preceptor insolente y echarlo de mi casa; pero, ¡qué escándalo en Verrières y en todo el departamento! Después de la condena del periódico de Falcoz, cuando su redactor jefe salió de la cárcel, yo contribuí a que perdiera una plaza de seiscientos francos. Dicen que ese escritorzuelo se atreve a presentarse otra vez en Besançon; puede difamarme con habilidad, de modo que me sea imposible demandarle ante los tribunales... El insolente insinuará de mil maneras que dice la verdad. Un hombre bien nacido como yo, que sabe estar en su sitio, tiene seguro el odio de todos los plebeyos. Mi nombre andaría en esos horribles periódicos de París. ¡Dios mío! ¡Qué despeñadero! Ver el antiguo nombre de Renal encenagado y cubierto de ridículo... Si alguna vez viajo, tendré que cambiar de nombre. Dejar este nombre que constituye mi fama y mi gloria. ¡Qué miseria tan grande!

—Si no mato a mi mujer, y la arrojo de mi casa ignominiosamente, su tía de Besançon la amparará y le dará toda su fortuna. Mi mujer se irá a vivir a París con Julián; se sabrá en Verrières, y yo seguiré siendo escarnecido.

A la pálida luz de lámpara, el desgraciado se dio cuenta de que amanecía. Se fué al jardín buscando un poco de aire fresco. En aquel instante casi estaba decidido a no dar el menor escándalo, sobre todo para evitar que sus buenos amigos de Verrières tuvieran una gran satisfacción a su costa.

El paseo por el jardín le calmó un tanto.

—No,—exclamó—no me privaré de mi mujer; me es demasiado útil.—Pensó, con horror, lo que sería su casa sin su mujer; no tenía más pariente que la marquesa de R..., vieja imbécil y perversa.

Se le ocurrió una idea sumamente sensata, pero su ejecución necesitaba una firmeza de carácter muy superior a la que el pobre hombre tenía.

—Si me quedo con mi mujer,—se dijo—yo me conozco; un día que me impaciente con ella por cualquier cosa le echaré en cara su falta. Ella es orgullosa, reñiremos... y todo ocurrirá antes de que haya heredado a su tía. ¡Cómo se burlarían entonces de mí!... Mi mujer quiere a sus hijos; todo sería para ellos a fin de cuentas. Pero yo sería la comidilla de todo Verrières. Todos dirían: "¡Ni siquiera ha sabido vengase de su mujer!" ¿No sería mejor quedarse con la sospecha y no tratar de aclarar nada? Pero entonces me ato las manos, y no podré reprocharle nada en lo sucesivo.

Un instante después, M. De Renal, acuciado por la vanidad herida, recordaba con trabajo todas las vulgaridades citadas en el billar del "Casino" o el "Círculo" "Noble" de Verrières, cuando algún chismoso interrumpe la partida para divertirse a costa de algún marido engañado. ¡Qué crueles le parecían en aquel momento esta clase de bromas!

—¡Dios mío! ¿Por qué no se habrá muerto mi mujer? Entonces estaría por encima del ridículo. ¿Por qué no seré viudo? Me iría a París a pasar seis meses en la mejor sociedad.

Pasado este momento de alegría que le produjo la idea de la viudez, su imaginación volvió a los medios para asegurarse de la verdad. ¿Extendería por la noche, cuando todos estuvieran dormidos, una ligera capa de salvado delante de la puerta de Julián, y por la mañana vería si estaban impresas las huellas de sus pasos?

—Esto es una necedad—exclamó de pronto con ira.—Esa buena pieza de Elisa lo advertiría, y se sabría en toda la casa que estoy celoso.

En otro cuento de los del "Casino", un marido adquirió la certeza de su desgracia pegando con cera un cabello que cerraba como un sello la puerta de su mujer y la del galán.

Después de tantas horas de incertidumbre, este medio de aclarar su suerte le parecía sin duda el mejor; e iba pensando en la manera de ponerlo en práctica, cuando a la vuelta de un camino se encontró con aquella mujer que hubiera querido ver muerta.

Volvía del pueblo. Había ido a oír misa a la iglesia de Vergy. Una tradición, poco verosímil para un frío filósofo, pero que para ella era artículo de fe, pretende que la pequeña iglesia que hoy se utiliza era la capilla del castillo del señor de Vergy. Esta idea obsesionó a Madame de Renal todo el tiempo que pasó rezando en la iglesia. Se imaginaba que su marido mataba a Julián, simulando un accidente de caza, y que luego, por la noche, la obligaba a comerse su corazón.

—Mi suerte—se dijo—depende de lo que va a pensar escuchándome. Pasado este cuarto de hora fatal, quizá no vuelva a tener ocasión de hablarle. No es él un hombre sensato, gobernado por la razón. Por lo tanto, podré prever lo que hará o dirá, con la ayuda de mi débil entendimiento. Él decidirá nuestra suerte común; puede hacerlo. Pero esta suerte depende de mi habilidad, del arte con que dirija las ideas de este caprichoso, a quien ciega la cólera y no ve ni la mitad de las cosas. ¡Dios mío! Necesito talento, sangre fría. ¿De dónde los sacaré?

Recobró la calma como por encanto al entrar en el jardín y ver de lejos a su marido. Sus cabellos y su traje en desorden demostraban que no había dormido.

Ella le alargó una carta abierta, pero doblada. Él, sin abrirla, miraba a su mujer con ojos de loco.

—Esto es una abominación—le dijo ella—que un hombre de mala traza, que pretende conocerte y deberte gratitud, me ha entregado cuando yo pasaba por detrás del jardín del notario. Y exijo una cosa de ti: que inmediatamente, sin dilación, mandes a su casa a ese M. Julián.

Mme de Renal se apresuró a pronunciar esta frase, quizá un poco antes de tiempo, para librarse de la horrible perspectiva de tener que decirla.

Se sintió inundada de alegría al ver el efecto que causaba en su marido. En su mirada fija comprendió que Julián había adivinado la verdad. En vez de afligirse por esta verdadera desgracia, pensó:

—¡Qué talento, qué tacto! ¡Y esto en un hombre sin experiencia alguna! ¿Dónde no llegará? ¡Ay! Entonces sus éxitos le harán olvidarme.

Este acto de interna admiración por el hombre que adoraba la tranquilizó por completo.

Se aplaudió su resolución.—No he sido indigna de Julián—se dijo con una dulce e íntima voluptuosidad.

Sin decir una palabra, por miedo a comprometerse, M. De Renal examinaba el segundo anónimo, compuesto, como recordará el lector, con palabras impresas pegadas sobre un papel azulado.—Se burlan de mí por todos los medios—pensaba M. De Renal, rendido de cansancio

—Otros nuevos insultos, y todos a causa de mi mujer.

Estuvo a punto de injuriarla del modo más grosero; la perspectiva de la herencia de Besançon lo contuvo a duras penas. Devorado por la necesidad de pagar su rabia con algo, hizo pedazos el papel de este segundo anónimo y se puso a pasear a grandes zancadas; necesitaba alejarse de su mujer. Momentos después volvió a su lado más tranquilo.

—Hay que tomar una resolución—le dijo ella—, y despedir a Julián. Después de todo no es más que el hijo de un obrero. Lo indemnizas con unos cuantos escudos y, como es inteligente, pronto encontrará dónde colocarse, por ejemplo en casa de M. Valenod o del subprefecto Maugiron, que tienen hijos. De ese modo no se le causa un gran perjuicio.

—Hablas como lo que eres: como una estúpida—exclamó M. De Renal con voz terrible—¿Quién puede esperar sensatez en una mujer? Nunca prestáis atención a nada razonable, ¿cómo vais a saber nada? Vuestra negligencia, vuestra pereza, solo os proporcionan actividad para cazar mariposas; sois unos seres débiles, y nosotros unos desgraciados por teneros en la familia...

Madame de Renal le dejó hablar, y el marido habló largo rato: "daba rienda suelta a su furia", como dicen en el país.

—Hablo—respondió ella por fin—como una mujer ultrajada en su honor; es decir, en lo que tiene de más precioso.

Madame de Renal hizo alarde de una sangre fría inalterable durante toda aquella penosa conversación, de la cual dependía la posibilidad de seguir viviendo bajo el mismo techo que Julián. Buscaba las ideas más a propósito para guiar la cólera ciega de su marido. Fue insensible a todas las reflexiones injuriosas que le dirigió; no las escuchaba; solo pensaba en Julián.—¿Estará contento de mí?

—Este labriego a quien hemos colmado de atenciones y hasta de regalos, quizá sea inocente;—dijo ella, por fin—pero no por ello deja de ser causa de la primera afrenta que recibo... Cuando he leído ese papel abominable me he jurado a mí misma que él o yo saldríamos de esta casa.

—¿Quieres dar un escándalo para deshonrarme y deshonrarte? Ya eres motivo de conversación para mucha gente en Verrières.

—Es cierto; todos en general envidian el estado de prosperidad en que te ha colocado tu talento, y lo mismo a tu familia y al pueblo... Bueno; pues entonces voy a decir a Julián que te pida permiso para pasar un mes con ese comerciante de madera, digno amigo del obrerillo.

—Guárdate bien de hacer nada—repuso M. De Renal con bastante calma.—Lo primero que te exijo es que no le hables. Te irritarías y me pondrías a mal con él, y ya sabes lo quisquilloso que es ese caballerete.

—Es un hombre que carece de tacto—replicó Madame de Renal.—Puede que sea un sabio, eso tú lo sabrás; pero en el fondo no es más que un labriego. Yo te confieso que tengo muy mala opinión de él desde que se negó a casarse con Elisa, de fortuna asegurada, con el pretexto de que a veces visitaba en secreto a Monsieur Valenod.

—¡Ah!—dijo M. De Renal, arqueando las cejas desmesuradamente—¿Julián te ha dicho eso?

—No; decirlo precisamente, no. Siempre me ha hablado de la vocación que siente por el sagrado ministerio; pero, créeme, la principal vocación de esa gentecilla es tener pan. Y me ha dado a entender claramente que no ignoraba esas visitas secretas.

—¡Y yo que las ignoraba!—exclamó M. De Renal, recobrando toda su indignación y recalcando las palabras—En mi casa ocurren cosas que yo ignoro... ¿De modo que entre Elisa y M. Valenod hay algo?

—¡Bah! Eso es historia antigua, amigo mío;—dijo riendo Madame de Renal—y puede que no haya ocurrido nada malo. Era en la época en que tu buen amigo M. Valenod no hubiera visto con malos ojos que se creyese en Verrières que entre él y yo había un amor completamente platónico.

—Ya se me ocurrió esa idea una vez—exclamó M. De Renal, golpeándose furiosamente la cabeza y marchando de descubrimiento en descubrimiento—¿Y por qué no me dijiste nada?

—¿Para qué indisponer a dos amigos por un ataque de vanidad de nuestro querido director? ¿A qué mujer de posición no ha dirigido cartas espirituales y un poquito galantes?

—¿Y a ti te ha escrito?

—Escribe mucho.

—Enséñame esas cartas ahora mismo, te lo ordeno;—y M. De Renal se creció seis pies por lo menos.

—Me guardaré muy bien de hacerlo;—repuso ella con una dulzura que rayaba en el abandono—te las enseñaré un día que estés más sereno.

—Ahora mismo, ¡demonios!—exclamó M. De Renal ebrio de ira y, sin embargo, sintiéndose más feliz de lo que lo había sido durante doce horas.

—¿Me juras—dijo Madame de Renal con gravedad—no tener nunca una riña con el director del depósito a cuenta de tales cartas?

—Con riña o sin ella, puedo quitarle el hospicio. Pero—continuó con furor—quiero esas cartas ahora mismo ¿Dónde están?

—En un cajón de mi escritorio; pero no te daré la llave.

—Saltaré la cerradura—exclamó corriendo hacia el cuarto de su mujer.

Saltó efectivamente la cerradura de un precioso escritorio de caoba traído de París, que frotaba muchas veces con el faldón de su levita cuando creía ver en él alguna mancha.

Madame de Renal subió corriendo los ciento veinte escalones del palomar y ató un pañuelo blanco a un hierro de la ventana. Era la más feliz de las mujeres. Con lágrimas en los ojos, miraba a los bosques lejanos.—Seguramente—pensaba—bajo alguna de esas hayas corpulentas, Julián estará esperando esta señal.—Estuvo escuchando un gran rato, y acabó por maldecir el ruido monótono de las cigarras y el canto de los pájaros. Sin ese ruido importuno, un grito de alegría que partiera de aquellas enormes rocas hubiera podido llegar hasta ella. Sus ojos devoraban con ansiedad aquella inmensa ladera, de verdor sombrío y liso como un prado, que forman las copas de los árboles.—¿Cómo no se le ocurre—se dijo con ternura—inventar alguna señal para indicarme que su dicha es igual a la mía?—No bajó del palomar hasta que temió que su marido fuese a buscarla.

Lo encontró furioso. Releía las frases anodinas de M. Valenod, poco acostumbradas a ser leídas con tal emoción.

Aprovechando un momento en que las exclamaciones de su marido le dejaban la posibilidad de hacerse oír, dijo:

—Vuelvo siempre a mi idea; conviene que Julián haga un viaje. Por mucho talento que tenga para el latín, solo es un campesino que muchas veces resulta grosero y falto de tacto. A cada instante, para pasar por cortés, me dirige cumplidos exagerados y de mal gusto, que seguramente aprende en las novelas...

—Si no las lee nunca;—repuso M. De Renal—me he asegurado de eso. ¿Crees que soy un amo de casa ciego, que no sabe lo que pasa en ella?

—Bueno; pues si no lee en ninguna parte esos cumplidos ridículos, será que los inventa, y eso es peor para él. Seguramente habrá hablado de mí en Verrières en ese tono..., y sin ir tan lejos,—dijo Mme de Renal, como quien descubre algo—habrá hablado delante de Elisa, y es como si hubiese hablado delante de M. Valenod.

—¡Ah!—exclamó M. De Renal, haciendo temblar la mesa y la habitación por el puñetazo más formidable que puede darse—La carta anónima impresa y las cartas del tal Valenod están escritas en el mismo papel.

—¡Por fin!—pensó Madame de Renal, mostrándose aterrada por el descubrimiento. Y sin valor para articular una palabra más, se fué a sentar en el diván al fondo del salón.

La batalla ya estaba ganada. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para impedir que M. De Renal fuese a hablar al supuesto autor del anónimo.

—¿No comprendes que pedir explicaciones a M. Valenod, no teniendo pruebas suficientes, sería una torpeza notable? ¿Quién tiene la culpa de que te envidien tanto? Tu talento, tu admirable gestión administrativa, tus fincas de buen gusto, mi dote, y, sobre todo, la herencia considerable que esperamos de mi buena tía, cuya cuantía exageran, han hecho de ti el personaje más importante de Verrières.

—Te olvidas de la cuna—dijo M. De Renal, con una sonrisa.

—Eres uno de los caballeros más distinguidos de la provincia—repuso con entusiasmo Madame de Renal.—Si el rey fuese libre y pudiese hacer justicia a la cuna, indudablemente que figurarías en la cámara de los pares. ¿Y con esta posición quieres dar motivo para que la envidia se cebe en ti?

—Hablar de su anónimo a M. Valenod es proclamar en todo Verrières, ¿qué digo?, en Besançon, en toda la provincia, que ese burgués sin importancia, admitido quizá imprudentemente en la intimidad de "un Renal", ha hallado medio de ofenderla. Si esas cartas que acabas de sorprender probaran que yo había correspondido al amor de M. Valenod, deberías matarme; lo merecería cien veces; pero nunca demostrarle tu enojo. Piensa que todos tus vecinos acechan un pretexto para vengarse de tu superioridad; recuerda que en 1816 interviniste en varios arrestos. Este hombre refugiado en su tejado...

—Estoy pensando que no me consideras ni me quieres,—exclamó M. De Renal con toda la amargura que le producía aquel recuerdo—¡y yo no he hecho lo mismo contigo!

—Y yo pienso—repuso sonriente Madame de Renal—que seré más rica que tú, que soy tu compañera desde hace doce años y que con estos títulos tengo derecho a tener voz en el capítulo y, sobre todo, en el asunto de hoy. Si prefieres al tal Julián,—añadió con despecho mal disimulado—estoy dispuesta a irme con mi tía a pasar el invierno.

Esta frase fué dicha "con fortuna", con una firmeza que trataba de ser cortés; eso decidió a M. De Renal. Pero, según la costumbre provinciana, aun continuó hablando mucho tiempo, volviendo sobre todos sus argumentos. Su mujer le dejó hablar; aun había cólera en su tono. Por fin, dos horas de charla inútil agotaron las fuerzas de un hombre que había pasado la noche dominado por el furor. Fijó la línea de conducta que iba a seguir con M. Valenod, con Julián y hasta con Elisa.

Una o dos veces, durante aquella escena decisiva, madame de Renal estuvo tentada de sentir alguna simpatía por la desgracia real de aquel hombre que durante doce años había sido su amigo. Pero las verdaderas pasiones son egoístas. Además, estaba esperando que le confesase la carta anónima que había recibido la víspera; pero no dijo una palabra de ella. Para la seguridad de madame de Renal, le faltaba saber qué ideas habían podido sugerir a aquel hombre de quien dependía su suerte. Pues en provincias, los maridos son los amos de la opinión. Un marido que se queja, se cubre de ridículo, cosa cada día menos peligrosa en Francia; pero su mujer, si él no le da dinero, pasa al estado de obrera por unas monedas al día; e incluso la buena gente tendría escrúpulo en emplearla.

Una odalisca del serrallo puede a la fuerza amar a su señor; él es todopoderoso; ella no puede tener la esperanza de zafarse de su autoridad por una serie de finezas. La venganza del amo es terrible, sangrienta, aunque militar, generosa: una puñalada acaba con todo. En el siglo XIX un hombre mata a su mujer a fuerza de desprecios públicos: cerrándole todos los salones.

El sentimiento del peligro se avivó en Madame de Renal al volver a su cuarto; se sorprendió del desorden que en él reinaba. Las cerraduras de todos sus lindos cofrecillos estaban saltadas; algunas tablas del suelo aparecían levantadas.—¡No hubiera tenido compasión de mí!—pensó—¡Estropear así un entarimado de madera fina, que le gusta tanto! ¡Cuando uno de sus hijos entra con los pies mojados se pone rojo de cólera! ¡Y lo ha estropeado por completo!—La vista de aquella violencia hizo callar rápidamente los últimos reproches que se dirigía por su rápida victoria.

Poco antes de sonar la campana del almuerzo Julián volvió con los niños. A los postres, cuando se retiraron los criados, madame de Renal le dijo muy secamente:

—Como me había dicho usted que deseaba pasar unos días en Verrières, M. De Renal le ha dado permiso. Se puede marchar cuando quiera. Pero para que los niños no pierdan tiempo, se le enviarán todos los días sus temas, que usted tendrá que corregir.

—Pero tenga en cuenta—agregó M. De Renal agriamente—que no le concedo más que una semana.

Julián creyó notar en su fisonomía la inquietud de un hombre profundamente atormentado.

—¿Todavía no ha tomado una resolución?—dijo a su amiga, en un momento que pudieron hablar a solas.

Madame de Renal le contó rápidamente lo que había hecho desde por la mañana.

—Esta noche te daré detalles—añadió riendo.

—¡Perversidad de mujer!—pensó Julián—¡Qué placer, qué instinto las empuja a engañamos!

—Te encuentro cegada a la vez que iluminada por tu amor—le dijo él con alguna frialdad.—Tu conducta de hoy es admirable; pero ¿no crees imprudente que tratemos de vernos esta noche? La casa está llena de enemigos; piensa en el odio apasionado que Elisa siente por mí.

—Ese odio se parece mucho a la indiferencia apasionada que tú sientes por mí.

—Aún ncuando fuera indiferente, debería salvarte de un peligro al que te he conducido. Si, por casualidad, M. De Renal habla con Elisa, con una sola palabra puede descubrirlo todo. Y quizá pudiera esconderse cerca de mi cuarto bien armado...

—¡Ni siquiera tienes valor!—dijo Madame de Renal, con toda la altivez de una mujer noble.

—Nunca me rebajaré a hablar de mi valor;—dijo fríamente Julián—sería una bajeza. Que el mundo juzgue los hechos. Pero—añadió, tomándola de la mano—no puedes comprender lo que te quiero y cuánto me alegra poder despedirme de ti antes de esta cruel ausencia.

XXII. Modos de obrar en 1830

La palabra fué dada al hombre para ocultar su pensamiento.

R. P. Malagrida.


Apenas llegado a Verrières, Julián se reprochó lo injusto que había sido con Mme. De Renal. Si por debilidad no hubiera resultado bien su entrevista con M. De Renal, la hubiese despreciado como a una chiquilla. Sale airosa de ella, como excelente diplomático, y simpatizo con el vencido, que es mi enemigo. En mi modo de proceder hay una gran pequeñez burguesa; mi vanidad se siente molesta porque M. De Renal es... ¡un hombre! ilustre y vasta corporación a la que tengo el honor de pertenecer. No soy más que un majadero.

M. Chelan había rehusado los alojamientos que los liberales más considerados del país le ofrecieron a porfía a raíz de su destitución de la parroquia. Las dos habitaciones alquiladas por él estaban llenas de libros. Julián quiso demostrar en Verrières lo que valía un cura, y se fué a casa de su padre y cogió unas cuantas tablas de abeto, que llevó a cuestas por la calle principal. Pidió prestadas las herramientas necesarias, y pronto tuvo armada una especie de biblioteca, en la que colocó los libros de M. Chelan.

—Te creía corrompido por la vanidad del mundo—le decía el viejo, llorando de alegría.—Esto me hace perdonarte la chiquillada del uniforme de guardia de honor que tantos enemigos te acarreó.

M. De Renal había ordenado a Julián que se alojara en su casa. Nadie sospechaba lo que había pasado. Al tercer día de su llegada, Julián vió subir a su cuarto nada menos que al subprefecto, M. de Maugiron. Después de dos horas de charla insípida y de unas cuantas jeremiadas sobre la maldad de los hombres, la poca honradez de los encargados de la administración pública, los peligros de la pobre Francia, etc., etc., Julián vió apuntar el verdadero objeto de la visita. Estaban ya en el rellano de la escalera, y el pobre preceptor, medio en desgracia, acompañaba con el respeto conveniente al futuro prefecto de algún afortunado departamento, cuando se le ocurrió a este ocuparse de la fortuna de Julián y alabar su moderación en asuntos de interés, etc., etc. Finalmente M. de Maugiron, estrechándole entre sus brazos con un aire paternal, le propuso que dejase a M. De Renal para entrar en casa de un funcionario que tenía hijos que "educar" y que, como el rey Philippe, daría gracias al cielo, no tanto por habérselos concedido, como por haberlos hecho nacer en la misma población que una persona como Julián. Su preceptor tendría ochocientos francos de sueldo, pagaderos, no por meses, cosa que no es noble, —dijo M. de Maugiron— sino por trimestres adelantados.

Entonces le llegó el tumo a Julián, que hacía media hora que esperaba tomar la palabra con aburrimiento. Su respuesta fué irreprochable, y sobre todo, larga como un mandamiento judicial. Daba a entender todo, pero no decía nada claramente. En ella había respeto hacia M. De Renal, veneración por el público de Verrières, agradecimiento al ilustre subprefecto. El tal subprefecto, asombrado de encontrarse con alguien más jesuita que él, trató inútilmente de obtener alguna respuesta más concreta. Julián, encantado, aprovechó la ocasión para ejercitarse, y volvió a comenzar en otros términos. Ningún ministro elocuente que deseara apurar una sesión en la que la Cámara parece querer rebelarse, dijo nunca menos con más palabras. Apenas salió M. de Maugiron, Julián se puso a reírse como loco. Para aprovechar su verbosidad jesuítica, escribió una carta de nueve páginas a M. De Renal, dándole cuenta de todo lo que le habían dicho y pidiéndole consejo humildemente.—Este pícaro no me ha dicho el nombre de la persona que me hace la oferta. Quizá sea M. Valenod, que ve la consecuencia de su anónimo en mi destierro a Verrières.

Después de enviar la carta, Julián, contento como el cazador que, a las seis de la mañana de un hermoso día de otoño, desemboca en una explanada con abundante caza, salió para pedir consejo a M. Chelan. Pero antes de llegar a casa del buen cura, el cielo, que no le quería privar de ningún goce, le puso en el camino a M. Valenod, a quien no ocultó que tenía el corazón destrozado. Un pobre muchacho como él se debía por entero a la vocación que el cielo había puesto en su corazón; pero en este bajo mundo la vocación no lo era todo. Para trabajar dignamente en la viña del Señor, y no ser indigno de tantos y tantos colaboradores sabios, necesitaba instrucción, necesitaba pasar dos años en el seminario de Besançon, cosa muy dispendiosa; le era, pues, indispensable hacer economías, y esto le sería más fácil de conseguir ganando ochocientos francos pagados por trimestres, que con seiscientos, que se iban entre las manos mes a mes. Pero, por otra parte, el cielo, al colocarle al lado de los jóvenes Renal e inspirarle un cariño especial hacia ellos, parecía indicarle que no era conveniente abandonar su educación para emprender otra...

Julián llegó a tal grado de perfección en este género de elocuencia, que ha reemplazado a la rapidez de acción del Imperio, que al final él mismo se aburrió de sus palabras.

Al volver a casa, encontró a un criado de M. Valenod, vestido de librea de gala, que le buscaba por toda la ciudad con una invitación para comer aquel mismo día.

Julián no había estado nunca en casa de aquel hombre. No hacía muchos días, no pensaba más que en hallar el medio de darle una paliza sin exponerse a ir a la cárcel. Aún ncuando la hora fijada para la comida era la una, Julián creyó más respetuoso presentarse a las doce y media en el despacho del director del depósito. Le encontró dándose importancia entre un montón de carpetas. Sus grandes patillas negras, su cabellera abundante, su gorro frigio colocado de través en la coronilla, su inmensa pipa, sus zapatillas bordadas, las gruesas cadenas de oro que cruzaban su pecho por todos lados, y todo aquel aparato de financiero provinciano que se cree un hombre terrible, no lograron imponer a Julián; solo pensaba en los palos que le debía.

Solicitó el honor de ser presentado a Madame Valenod, pero esta se hallaba vistiéndose en aquel momento y no podía recibir. En cambio, tuvo la suerte de asistir al tocado del director del depósito. Luego pasaron a las habitaciones de Mme Valenod, que le presentó a sus hijos con lágrimas en los ojos. Esta señora, una de las más importantes de Verrières, tenía una gruesa cara de hombre que había embadurnado de colorete con ocasión de tan gran ceremonia. Durante la entrevista hizo gala de una patética emoción maternal.

Julián pensaba en Mme. De Renal. Su desconfianza no le hacía susceptible sino de aquella clase de recuerdos que son avivados por el contraste; pero en aquel momento se sentía emocionado hasta la ternura. Este sentimiento aumentó a la vista de la casa del director del depósito que le hicieron visitar. Todo era magnífico y nuevo; le informaban del precio de cada mueble. Pero él encontraba algo innoble que olía a la legua a dinero robado. Todo el mundo, incluso los criados, tenía el aspecto de quererse asegurar contra el desprecio.

El recaudador de contribuciones, el de los impuestos indirectos, el jefe de los gendarmes y dos o tres funcionarios más llegaron acompañados de sus mujeres. Les siguieron algunos liberales ricos. Anunciaron la comida. Julián, ya mal dispuesto, empezó a pensar que del otro lado de la pared del comedor estarían los pobres recogidos, en cuya ración de carne se habría "sisado", tal vez, para comprar todo aquel lujo de mal gusto con el que querían deslumbrarle.

—Es posible que tengan hambre en este momento—se dijo, y sintió un nudo en la garganta que le impidió pasar bocado y hasta le quitó el uso de la palabra. Lo peor fué cuando, un cuarto de hora después, se oyeron, lejanos, algunos acordes de una canción popular, algo chabacana, todo hay que decirlo, que cantaba uno de los recogidos. M. Valenod dirigió una mirada a uno de sus criados de librea, que desapareció. Inmediatamente dejó de oírse la canción. En aquel momento un criado ofrecía a Julián vino del Rhin en un vaso verde, y Madame Valenod se esforzaba en hacerle notar que aquel vino costaba nueve francos la botella a precio de coste. Julián, con su vaso en la mano, dijo a M. Valenod:

—Ya no se oye esa canción vulgar.

—¡Naturalmente!—respondió el director, triunfante—He mandado imponer silencio a los mendigos.

Aquella frase fué demasiado fuerte para Julián; había adquirido los modales, pero no el espíritu de su estado. A pesar de toda su hipocresía, puesta en práctica con tanta frecuencia, sintió que por sus mejillas corría una gruesa lágrima.

Trató de ocultarla con el vaso verde; pero le fué absolutamente imposible hacer honor al vino del Rhin".

"¡Impedirle cantar!"—se decía—¡Dios mío! ¡Y tú lo permites!

Por fortuna, nadie se dio cuenta de su enternecimiento de mal tono. El recaudador de contribuciones había comenzado a entonar una canción realista. Y durante el alboroto del estribillo, cantado a coro, la conciencia de Julián se decía: —¡Esa será la cochina fortuna que alcances, y solo podrás disfrutarla con esta condición y en semejante compañía! Quizá tengas un puesto de veinte mil francos; pero mientras te atracas de manjares, tendrás que obligar a callarse a un pobre prisionero; darás comidas con el dinero que hayas robado de su miserable pitanza, y mientras tú comes, él será más desgraciado aun... ¡Oh, Napoleón! ¡Qué dulce era en tus tiempos llegar a la fortuna pasando por los peligros de una batalla! ¡Pero no aumentando cobardemente el dolor del desgraciado...!

Confieso que la debilidad de la que Julián dio pruebas durante este monólogo me hace tener muy pobre opinión de él. Sería digno de ser compañero de esos conspiradores de guante blanco, que pretenden cambiar la manera de ser de un gran país y no quieren tener que reprocharse el menor arañazo.

Julián fué llamado violentamente a su papel. No le habían invitado en tan buena compañía para que estuviese soñando y sin decir una palabra.

Un fabricante de telas estampadas retirado, miembro de la Academia de Besançon y de la de Uzés, le dirigió la palabra de un extremo a otro de la mesa, para preguntarle si era cierto lo que se contaba de sus progresos maravillosos en el estudio del Nuevo Testamento.

De repente, un profundo silencio reinó en la sala. Un Nuevo Testamento en latín apareció como por ensalmo en las manos del sabio miembro de dos Academias. A la respuesta confirmatoria de Julián, se leyó al azar una frase en latín. Él comenzó a recitar; su memoria no le hizo traición, y aquel prodigio fué admirado con el entusiasmo propio del final de una comida. Julián miraba las caras encendidas de las damas; algunas no estaban mal. Se fijó principalmente en la señora del recaudador que había cantaba.

—Me da vergüenza, en realidad, estar tanto tiempo hablando latín delante de estas señoras—dijo, mirándola.—Si M. Rubigneau—este era el miembro de las dos Academias—tiene la bondad de leer cualquier frase latina, en vez de contestarle siguiendo el texto, trataré de hacerlo improvisando.—Esta segunda prueba fué el colmo de su triunfo.

Estaban presentes varios liberales ricos, felices padres de hijos susceptibles de conseguir pensiones, y, en consecuencia, súbitamente convertidos desde la última misión. A pesar de este rasgo de fina política, M. De Renal nunca quiso recibirlos en su casa. Estas personas, que solo conocía de oídas a Julián y por haberle visto a caballo el día de la entrada del rey de ***, eran sus más entusiastas admiradores—¿Cuándo se cansarán estos majaderos de escuchar el estilo bíblico, del que no entienden una palabra?—pensaba. Pero, al contrario, dicho estilo les divertía por lo raro y les hacía reír. Julián se cansó.

A las seis en punto se levantó con gravedad y habló de un capítulo de la nueva teología de Ligorio, que tenía que aprender de memoria para recitárselo al día siguiente a M. Chelan.—Pues mi oficio—añadió con agrado—es dar lecciones y tomarlas yo.

Se rieron mucho, le admiraron; tal es el espíritu de Verrières. Julián estaba de pie y todo el mundo se levantó, a pesar de las conveniencias; tal es el imperio del talento. Madame Valenod le retuvo un cuarto de hora más; quería a toda costa que oyese a los niños dar su lección de Catecismo. Los niños se equivocaron de la manera más cómica y nadie se enteró más que él; pero tuvo buen cuidado de callarse.—¡Qué ignorancia de los principios más elementales de la religión!—pensaba. Saludó al fin, creyendo poder escapar; pero tuvo que padecer una fábula de La Fontaine.

—Ese autor es muy inmoral—dijo Julián a madame Valenod.—Tiene una fábula sobre Jean Chonart que pone en ridículo las cosas más respetables. Está condenado por los mejores comentaristas.—Julián recibió antes de marcharse cuatro o cinco invitaciones para comer. "Este hombre honra el departamento", decían todos los convidados al mismo tiempo y muy alegres. Llegaron hasta a hablar de una pensión votada sobre los fondos comunales para ponerle en situación de terminar sus estudios en París.

Mientras esta idea imprudente resonaba en el comedor, Julián ganó con ligereza la puerta cochera.—¡Ah, canalla! ¡Canalla!—exclamó dos o tres veces en voz baja, disfrutando el placer de respirar el aire fresco.

En aquel momento se sentía aristócrata, él que durante tanto tiempo se había sentido molesto por la sonrisa desdeñosa y la superioridad altiva que descubría en todas las cortesías que le dirigían en casa de M. De Renal. Pero no pudo menos de notar la extrema diferencia.—Olvidemos por un momento—se decía al alejarse—que se trata de dinero robado a los pobres del asilo, a quienes les quitan hasta la libertad de cantar. ¿Pero cuándo M. De Renal ha pensado en decir a sus convidados el precio de cada botella de vino que les sirve? Y este tal Valenod, no hace más que repetir la enumeración de todas sus propiedades, y no puede hablar de su casa, de sus fincas, etc., si su mujer está presente, sin decir "tu" casa, "tu" finca.

Y aquella dama, tan sensible en apariencia al placer de la propiedad, había reprendido de modo abominable a un criado porque rompió una copa y "desparejó una de sus docenas". Y el criado le había contestado con una insolencia.

—¡Qué colección!—se decía Julián—Aunque me dieran la mitad de todo lo que roban, no viviría con ellos. Un día saltaría, no podría contenerme y les diría todo el desprecio que me inspiran.

Sin embargo, para seguir las instrucciones de madame de Renal, tuvo que asistir a varias comidas del mismo género. Julián se puso de moda; le perdonaron su uniforme de guardia de honor, o quizá esa imprudencia fué la verdadera causa de su éxito. En todo Verrières, nadie se ocupó en aquéllos días más que de saber quién vencería en la lucha por conseguir al joven sabio: si M. De Renal o el director del depósito. Estos señores formaban, con M. Maslon, el triunvirato que, desde hacía muchos años, tiranizaba a la población.

Envidiaban al alcalde; los liberales tenían motivos de queja contra él, pero después de todo, era noble y estaba hecho para la superioridad, mientras que el padre de Valenod no le había dejado a su hijo ni seiscientas libras de renta. Había pasado de inspirar compasión por el traje verde manzana con el que todos lo conocieron en su juventud, a despertar la envidia por sus caballos normandos, sus cadenas de oro, sus trajes traídos de París, toda su prosperidad actual.

En medio del torrente de aquel mundo nuevo para Julián, creyó descubrir un hombre honrado. Era geómetra, se llamaba Gros y pasaba por jacobino. Como Julián se había dedicado a no decir nunca más que cosas que a él mismo le sonaban a hueco, se vió obligado a mantenerse a cierta distancia de M. Gros. Recibía de Vergy grandes paquetes de temas. Le aconsejaron que viese a su padre con alguna frecuencia, y se conformó con aquella triste necesidad. En una palabra, estaba rehaciendo su reputación, cuando una mañana se encontró sorprendido al despertarse sintiendo unas manos que le tapaban los ojos.

Era Madame de Renal que había hecho un viaje a la ciudad, y que, subiendo de cuatro en cuatro las escaleras y dejando a sus hijos entretenidos con su conejo favorito que se llevaron en el viaje, llegaba al cuarto de Julián un momento antes que ellos. Fue un instante delicioso, pero corto. Madame de Renal había desaparecido cuando los niños llegaron con el conejo que querían enseñar a su amigo. Julián acogió a todos muy bien, incluso al conejo. Le parecía que recobraba su familia; comprendió que quería a aquéllos niños, que era un placer para él charlar con ellos. Estaba admirado de la dulzura de su voz, de la sencillez y la nobleza de sus modales; necesitaba limpiar su imaginación de todas las maneras vulgares, de todos los pensamientos desagradables, cuyo ambiente respiraba en Verrières. Siempre el mismo temor a no conseguir su objetivo, siempre el lujo y la miseria en lucha despiadada. Las personas con las que comía le hacían confidencias, a propósito del asado, que eran humillantes para ellos y nauseabundas para quien las escuchaba.

—Vosotros, los nobles, tenéis razón para ser orgullosos—decía a Madame de Renal. Y le contaba todas las comidas que había padecido.

—¡Estás de moda!—Y se reía de buena gana, pensando en el colorete que Madame Valenod se creía en la obligación de ponerse cuando esperaba a Julián.—Creo que tiene sus intenciones particulares—añadía.

El almuerzo fué delicioso. La presencia de los niños, aunque molesta en apariencia, en el fondo contribuyó a la felicidad de todos. Los pobres niños no sabían cómo atestiguar su alegría por volver a ver a Julián. Los criados no habían dejado de contarles que le ofrecían doscientos francos más por "educar" a los pequeños Valenod.

En medio del almuerzo, Estanislao Xavier, pálido aun después de su grave enfermedad, preguntó a su madre cuánto valían su cubierto y el cubilete de plata en el que bebía.

—¿Por qué preguntas eso?

—Quiero venderlos para darle su importe a Julián, y que no "salga" "burlado" si se queda con nosotros.

Julián lo besó con las lágrimas en los ojos. Su madre lloraba francamente, mientras Julián, que había sentado sobre sus rodillas a Estanislao, le explicaba que no debía emplear la expresión "salir burlado" en aquel sentido, pues era una manera poco fina de hablar. Viendo el placer que causaba a Madame de Renal, trató de explicar á los niños, con ejemplos divertidos y pintorescos, lo que era salir burlado.

—Ya comprendo;—dijo Estanislao—es el cuervo que hace la tontería de dejar caer el queso, para que lo coja la zorra que era una aduladora.

Madame de Renal, loca de alegría, cubría de besos a sus hijos, cosa que no podía hacer sin apoyarse sobre Julián.

De repente se abrió la puerta; era M. De Renal. Su fisonomía severa y disgustada hacía un extraño contraste con la dulce alegría que interrumpió su aparición. Madame de Renal se puso pálida; no se encontraba en estado de negar nada. Julián tomó la palabra, y, en voz muy alta, se puso a contar al señor alcalde el rasgo del cubilete de plata que Estanislao quería vender.

Estaba seguro de que la historia sería mal acogida. De inmediato M. De Renal frunció el entrecejo, cosa que hacía por costumbre al oír la palabra plata.—La mención de ese metal—solía decir—siempre viene seguida de un atentado contra mi bolsillo.

Pero aquí había más que el interés del dinero; había el aumento de sus sospechas. El aspecto de felicidad que animaba a su familia en su ausencia no era lo más propio para arreglar las cosas en el espíritu de un hombre dominado por una vanidad tan celosa. Al oír a su mujer alabar el modo lleno de gracia y de talento con que Julián daba ideas nuevas a sus discípulos, dijo:

—Sí, sí, ya lo sé; me hace antipático a mis hijos. Para él es bien fácil ser cien veces más amable que yo, que en el fondo soy el amo. Todo tiende en este siglo a hacer odiosa la autoridad "legítima". ¡Pobre Francia!

Madame de Renal no se paró a examinar los matices de la acogida que le hacía su marido. Acababa de entrever la posibilidad de pasar doce horas con Julián. Tenía que hacer una infinidad de compras y decidió que comerían en la taberna; se mantuvo firme en su decisión a pesar de todas las observaciones de su marido. Los niños estaban encantados a la sola mención de la palabra "taberna", que la mojigatería moderna pronuncia con tanto gusto.

M. De Renal dejó a su mujer en la primera tienda de novedades en la que entró, para irse a hacer visitas. Volvió más taciturno que por la mañana; estaba convencido de que todo el pueblo se ocupaba de él y de Julián. Ciertamente que nadie le dio a entender la parte ofensiva de las habladurías del público. Todo lo que le habían dicho trataba acerca de saber si Julián se quedaría en casa del alcalde con seiscientos francos o aceptaría los ochocientos ofrecidos por el director del depósito.

Este, que se encontró con M. De Renal en una visita, se hizo el indiferente. Tal conducta no dejaba de ser hábil; en provincias hay poca irreflexión, las sensaciones son tan raras que suelen cultivarse muy cuidadosamente.

M. Valenod era lo que se llama a cien leguas de París un "fanfarrón", clase de personas de natural desvergonzado y grosero. Su existencia triunfante, desde 1815, reforzó sus bellas cualidades. Reinaba, por así decirlo, en Verrières, a las órdenes de M. De Renal; pero mucho más activo, no avergonzándose de nada, mezclándose en todo, yendo y viniendo sin cesar, escribiendo, hablando, olvidando las humillaciones, sin ninguna pretensión personal, había acabado por equilibrar su crédito con el de su jefe ante el poder eclesiástico. M. Valenod vino a decir a los tenderos del país: "Dadme los dos más tontos"; a la gente de leyes: "Indicadme los dos más ignorantes"; a los médicos: "Designad los dos más charlatanes". Cuando tuvo reunidos a los más desvergonzados de todos los oficios, les dijo: "Reinemos juntos".

Los modales de aquella gente herían en lo vivo a M. De Renal. La grosería de M. Valenod no se ofendía por nada, ni siquiera por los mentís que el abate Maslon no se recataba de dirigirle en público.

Pero, en medio de aquella prosperidad, M. Valenod sentía la necesidad de defenderse, con pequeños detalles insolentes, contra las grandes verdades que comprendía que todo el mundo tenía derecho a decirle. Su actividad se redobló después de los temores que le habían producido la visita de M. Appert. Hizo tres viajes a Besançon, escribía cartas en todos los correos, enviaba otras con desconocidos que solían pasar por su casa a la caída de la tarde. Quizá fué un error la destitución del viejo cura Chelan, pues aquel paso vengativo le atrajo las antipatías de algunas devotas de buena familia que le miraban como a un hombre malo. Además, aquel favor le había puesto bajo la dependencia más absoluta del vicario mayor de Frilair, que le acosaba con encargos extraños. En este punto estaba su política, cuando cedió al placer de escribir un anónimo. Para colmo de apuros, a su mujer, por vanidad, se le metió en la cabeza llevarse a Julián a su casa; se había encaprichado por vanidad.

Así las cosas, M. Valenod preveía una escena decisiva con su antiguo aliado M. De Renal. Poco le importaban las palabras gruesas que le dirigiría, pero él podía escribir a Besançon y quizá a París. El sobrino de cualquier ministro podía caer en Verrières y hacerse cargo del depósito de mendicidad. Monsieur Valenod pensó acercarse a los liberales; por esta razón invitó a varios a la comida en que Julián recitó. Lo habrían apoyado poderosamente contra el alcalde. Pero podían llegar unas elecciones, y era evidente que el depósito y un voto en contra serían cosas incompatibles. El relato de toda esta política, adivinada por Madame de Renal, fué su tema de conversación con Julián, mientras, cogida de su brazo, iba de tienda en tienda, hasta que poco a poco llegaron distraídamente al Paseo de la Fidelidad, donde pasaron algunas horas casi tan tranquilos como en Vergy.

Mientras tanto, M. Valenod trataba de rehuír una escena decisiva con su antiguo jefe, adoptando con él un aire atrevido. Aquel día le dio resultado este sistema, pero aumentó el mal humor del alcalde.

Nunca la vanidad, en lucha con todo lo que el amor al dinero tiene de más agrio y mezquino, pone a un hombre en un estado tan abominable como estaba M. De Renal cuando entró en la "taberna". Y, por el contrario, nunca estuvieron sus hijos más gozosos y alegres. El contraste aumentó su molestia.

—¡Estoy de más en mi familia, según veo!—dijo al entrar, con un tono que quería hacer imponente.

Por toda respuesta, su mujer le cogió aparte y le expresó la necesidad de alejar a Julián. Las horas de dicha transcurridas le habían hecho recobrar la serenidad y la firmeza necesarias para seguir el plan de conducta que se había trazado quince días antes. Lo que acababa de perturbar completamente al pobre alcalde de Verrières, era que sabía que públicamente se hacían chistes sobre su afición a "la especie". M. Valenod era generoso como un ladrón, y él se había conducido de una manera más prudente que brillante en las cinco o seis últimas colectas para la Cofradía de San José, la Congregación de la Virgen, la del Santísimo Sacramento, etc., etc.

Entre los terratenientes de Verrières y sus contornos, diestramente clasificados por los hermanos que se encargaban de la colecta según el importe de sus donativos, se había visto más de una vez figurar en la última línea el nombre de M. De Renal. En vano decía que "no ganaba nada". El clero no admite bromas en este asunto.

XXIII. Desazones de un funcionario

Il piacere di alzar la testa tutto
l’anna, é ben pagato da certí
quarti d’ora che bisogna passar

Casti.


Pero dejemos a este hombre pequeño con sus pequeños temores. ¿Para qué se ha llevado a su casa a un hombre de valor, cuando lo que necesitaba era un alma de lacayo? ¿No sabe elegir su gente? La marcha ordinaria del siglo XIX es que cuando un ser poderoso y noble encuentra un hombre de valor, lo mata, lo destierra, lo encarcela o lo humilla de tal forma, que el otro comete la tontería de morirse de pena. Por casualidad, en este caso, no es el hombre de valor el que sufre. La gran desgracia de los pueblos de Francia y de los gobiernos por elección, como el de Nueva York, es el no poder olvidar que en el mundo hay hombres como M. De Renal. En una ciudad de veinte mil habitantes, estos hombres forman la opinión pública, y la opinión pública es terrible en un país que tiene privilegios. Un hombre dotado de un alma noble, generosa, que hubiera sido amigo vuestro, pero que vive a cien leguas, os juzga por la opinión pública de vuestra ciudad, que está formada por los imbéciles que la casualidad ha hecho nacer ricos, nobles y moderados. Desgraciado el que se distingue.

Terminado el almuerzo se volvieron a Vergy; pero al día siguiente Julián vió reaparecer a toda la familia en Verrières.

No había transcurrido una hora cuando, con gran asombro suyo, descubrió que Mme. De Renal le ocultaba algo. Interrumpía la conversación con su marido al pasar él, y parecía como si deseara que se alejase. Julián no esperó a que le hiciera dos veces aquella advertencia. Se mostró frío y reservado. Mme. De Renal se dio cuenta, pero no buscó explicación alguna.—¿Va a darme un sucesor?—se dijo Julián—¡Anteayer aun estaba tan íntima conmigo! Pero dicen que así se portan estas grandes damas. Son como los reyes: nunca más obsequiosos que con el ministro que, al volver a su casa, ha de encontrar su dimisión.

Julián notó que en las conversaciones, que cesaban bruscamente al acercarse él, se trataba de una gran casa perteneciente al Concejo de Verrières, vieja, pero amplia y cómoda y situada frente a la iglesia, en el sitio de más tráfico de la ciudad.—¿Qué puede haber en común entre esa casa y un nuevo amante?—se decía Julián. En su preocupación, se repetía los lindos versos de Francisco I, que le parecían nuevos porque aun no hacía un mes que se los había enseñado Madame de Renal. ¡Y entonces, cómo los desmentía con sus juramentos y sus caricias!


Souvent femme varie,
Bien fol est qui s’y fie.


Monsieur de Renal partió en la posta para Besançon. Este viaje se decidió en dos horas; el alcalde parecía muy atormentado. A la vuelta dijo a su mujer, tirando sobre la mesa un grueso envoltorio de papel gris:

—Ahí tienes ese asunto estúpido.

Una hora después, Julián vió al alguacil que llevaba el grueso paquete; le siguió con interés. —Voy a saber el secreto en la primera esquina.

Esperaba impaciente detrás del alguacil que, con su brocha, embadurnaba el dorso del anuncio. Apenas estuvo colocado, la curiosidad de Julián pudo ver que lo que se anunciaba con todo detalle era el alquiler, en pública subasta, de aquella casa, grande y vieja, cuyo nombre iba y venía con tanta frecuencia en las conversaciones de M. De Renal y su mujer. Se anunciaba la adjudicación para el día siguiente a las dos, en la sala del Ayuntamiento al apagarse la tercera bujía. Julián se desilusionó; juzgaba que el término era muy corto: ¿cómo podrían ser avisados todos los concurrentes? Además, aquel anuncio, fechado quince días antes y que releyó en tres sitios diferentes, no le revelaba nada.

Fue a visitar la casa que se alquilaba. El portero, que no le vió acercarse, decía misteriosamente a un vecino:

—¡Bah! ¡bah! Trabajo perdido. M. Maslon le ha prometido que la tendría por trescientos francos, y como el alcalde se resistía, el vicario mayor de Frilair le mandó al obispado.

La llegada de Julián pareció molestar mucho a los dos amigos, que no pronunciaron una palabra más.

Julián no faltó a la subasta. Había mucha gente en una sala mal iluminada; se observaban unos a otros de modo extraño. Todas las miradas estaban fijas en una mesa, donde Julián vió, en una bandeja de estaño, tres cabos de vela encendidos. El ujier gritaba: "¡Trescientos francos, señores!"

—¡Trescientos francos! Esto es muy fuerte—dijo uno en voz baja a su vecino. Julián estaba entre los dos.

—Vale más de ochocientos; voy a pujar.

—Es escupir al cielo. ¿Qué vas a ganar en ponerte a mal con M. Maslon, M. Valenod, el obispo, su terrible vicario mayor de Frilair y toda la banda?

—¡Trescientos veinte francos!—gritó el otro.

—¡Mala bestia!—replicó su vecino.—Y mira justamente un espía del alcalde—añadió señalando a Julián.

Julián se volvió rápidamente para castigar aquel comentario, pero los dos individuos del Franco Condado no le prestaron atención. La sangre fría de aquéllos hombres le devolvió la suya. En aquel momento se apagaba el último cabo de vela, y la voz arrastrada del ujier adjudicó la casa, por nueve años, a M. de Saint-Giraud, jefe de negociado en la prefectura de * * *, por trescientos treinta francos.

En cuanto el alcalde salió de la sala comenzaron los comentarios.

—La imprudencia de Grogeot cuesta treinta francos al Ayuntamiento—decía uno.

—Pero M. De Saint-Giraud—respondía otro—se vengará de Grogeot; se va a arrepentir.

—¡Qué infamia!—decía un hombre gordo que estaba a la izquierda de Julián.—Una casa por la que yo hubiera dado ochocientos francos para mi fábrica, y habría hecho un buen negocio.

—¡Bah!—le respondía un joven fabricante liberal—¿No es M. de Saint-Giraud de la congregación? ¿No tienen pensiones sus cuatro hijos? ¡Pobrecito! Necesita que el Ayuntamiento de Verrières le dé un beneficio de quinientos francos; eso es todo.

—¡Y pensar que el alcalde no ha podido impedirlo!—observaba un tercero.—Pues hay que convenir en que es reaccionario, pero no roba.

—¿No roba?—repuso otro.—No, ese es ave que vuela. Todo entra en un fondo común, y a fin de año se lo reparten. Pero cuidado, que ahí está el joven Sorel; vayámonos.

Julián volvió a casa de pésimo humor; allí encontró a Mme. De Renal muy triste.

—¿Vienes de la subasta?—le dijo.

—Sí; y he tenido el honor de pasar por espía del señor alcalde.

—Si me hubiese creído, habría hecho un viaje.

En ese momento apareció M. De Renal; estaba muy sombrío. Durante la comida no se habló una palabra. Monsieur de Renal ordenó a Julián que fuese a Vergy con los niños; el viaje fué triste. Mme. De Renal consolaba a su marido.

—Ya deberías estar habituado a estas cosas, amigo mío.

Por la noche estaban todos reunidos en silencio, junto al hogar; solo se oía el chasquido de la leña que ardía. Era uno de esos momentos tristes que suele haber en las familias más unidas. Uno de los niños exclamó alegremente:

—¡Llaman! ¡Llaman!

—¡Pardiez! Si es M. de Saint-Giraud, que viene a provocarme con el pretexto de darme las gracias,—exclamó el alcalde—le diré lo que hace al caso; es demasiado. Es a Valenod a quien le debe el negocio, y yo soy quien resulta comprometido. ¿Qué diría si esos malditos periódicos jacobinos se apoderasen del asunto y me pusieran en la picota?

Un hombre guapo, con grandes patillas negras, entró en aquel momento conducido por un criado.

—Señor alcalde, yo soy el "signor" Jerónimo. Esta carta para usted me la entregó el caballero de Beauvoisis, agregado en la embajada de Nápoles, en el momento de mi partida, hace no más de nueve días—añadió el signor Gerónimo con aire alegre, mirando a Madame de Renal.—El "signor" de Beauvoisis, primo vuestro y amigo mío, señora, dice que usted sabe italiano.

El buen humor del napolitano cambió en alegría la tristeza de aquella velada. Madame de Renal se empeñó en darle de cenar. Puso toda la casa en movimiento; deseaba a toda costa distraer a Julián del calificativo de espía que, dos veces en el mismo día, había resonado en sus oídos. El signor Gerónimo era un cantante célebre, hombre de buena sociedad, y, sin embargo, muy alegre, cosas que en Francia no son compatibles. Después de cenar cantó un duettino con Madame de Renal. Contó cuentos entretenidísimos. A la una de la madrugada, los chicos protestaron cuando Julián les propuso irse a la cama.

—Déjanos oír esta historia—dijo el mayor.

—Es la mía, "Signorino"—repuso el "signor" Jerónimo.—Hace ocho años, yo era, como vosotros, un alumno del conservatorio de Nápoles. Quiero decir que tenía vuestra edad, pero no tenía el honor de ser hijo del ilustre alcalde de la linda ciudad de Verrières.

Aquella frase hizo suspirar a M. De Renal, que miró a su mujer.

—El "signor" Zingarelli—continuó el joven cantante, exagerando su acento, que hacía ahogarse de risa a los niños—el "signor" Zingarelli era un maestro excesivamente severo. Nadie le quiere en el conservatorio; pero él pretende que todos actúen como si le quisiesen. Yo salía tan a menudo como podía. Iba al teatrillo de San Carlino, donde oía una música de dioses; pero ¡cielos! ¿qué hacer para reunir los cuarenta céntimos que cuesta la entrada? Enorme suma—dijo mirando a los niños, que rieron de mejor gana aún.—El signor Giovannone, director de San Carlino, me oyó cantar. Yo tenía dieciséis años.

—Este chico es un tenor—dijo—¿Quieres que te contrate?—vino a preguntarme.

—¿Cuánto me va usted a dar ?

—Cuarenta ducados al mes.

—Señores, ¡son ciento sesenta francos! Vi el cielo abierto.

—¿Pero cómo lograré—dije a Giovannone—que me deje salir el severo Zingarelli?

—Lascia fare a me.

—¡Déjame hacer!—exclamó el mayor de los niños.

—Exactamente, señorito. El signor Giovannone me dijo:

—Caro, primero vamos a hacer un contrato.—Firmo; me da tres ducados. Nunca había visto tanto dinero junto. Enseguida me indica lo que debo hacer.

Al día siguiente pido una audiencia al terrible signor Zingarelli. Su viejo ayuda de cámara me hace pasar.

—¿Qué quieres de mí, mala persona?—dijo Zingarelli.

—Maestro,—dije yo—me arrepiento de mis faltas; no volveré a salir del conservatorio saltando la verja. Voy a redoblar mi aplicación.

—Si no temiese echar a perder la más hermosa voz de bajo que he oído, te encerraría a pan y agua quince días, sinvergüenza.

—Maestro,—repuse—voy a ser el modelo de toda la escuela, "credete a me". Pero quiero pedirle un favor: si alguien viene a buscarme para cantar fuera, no lo consienta usted de ninguna manera. Por favor, diga usted que no puede.

—¿Y quién diablos quieres tú que venga a buscar una alhaja semejante? ¿Crees que consentiría nunca en que salieses del conservatorio? ¿Es que pretendes burlarte de mí? Despeja, despeja—dijo tratando de darme un puntapié en el c...—, y ten cuidado con el pan seco y el encierro.

Una hora más tarde el signor Giovannone se presentó en el despacho del director.

—Vengo a pedirle que haga mi fortuna—le dice.—Déjeme a Jerónimo; que cante en mi teatro, y este invierno caso a mi hija.

—¿Qué quieres hacer con ese mal sujeto?—le dijo Zingarelli—. No quiero, no irá, y además, aun cuando yo consintiera, él no querrá salir del conservatorio; acaba de jurármelo.

—Si solo se trata de su voluntad,—dijo gravemente Giovannone, sacando del bolsillo mi contrato—"¡carta canta!" Aquí está su firma.

Entonces Zingarelli, furioso, se cuelga de la campanilla.—¡Que echen del conservatorio a Jerónimo inmediatamente—gritó, ardiendo de cólera. Me echaron, pues; yo salí riendo a carcajadas. Aquella misma noche canté la canción del "Moltiplico". Polichinela quiere casarse, cuenta con los dedos los objetos que necesitará en su casa, y se equivoca a cada momento.

—¿Quiere usted cantarnos esa canción?—dijo Madame de Renal.

Jerónimo cantó, y todo el mundo lloraba a fuerza de reír. El "signor" Jerónimo se fué a acostar a las dos de la madrugada, dejando a toda la familia encantada de sus buenos modales, de su complacencia y de su alegría.

Al día siguiente M. y Madame de Renal le dieron las cartas que necesitaba para presentarse en la corte de Francia.

—Mentira por todas partes—se dijo Julián.—Este "signor" Jerónimo va a Londres con sesenta mil francos de sueldo. Sin la habilidad del director de San Carlino, su voz divina no habría sido conocida por lo menos hasta diez años más tarde... A fe que preferiría ser un Jerónimo a un Renal. No ocupará un puesto tan honroso en la sociedad, pero no tiene el pesar de hacer subastas como la de hoy, y su vida es alegre.

Una cosa asombraba a Julián: las semanas solitarias pasadas en Verrières, en la casa de M. De Renal, habían sido para él una época dichosa. Solo halló disgusto y tristes pensamientos en las comidas a que lo invitaron. En aquella casa solitaria, ¿no podía leer, escribir, pensar, sin que nadie le molestara? No se veía sacado a cada momento de sus sueños brillantes por la cruel necesidad de estudiar los impulsos de un alma baja, y esto a fin de engañarla con acciones o frases hipócritas.

—¿Estará la felicidad tan cerca de mí?... Para una vida así se necesita poco; puedo casarme con Elisa o asociarme con Fouqué... Pero el viajero que acaba de escalar una alta montaña, se sienta en la cumbre y experimenta un placer inmenso en descansar. ¿Sería feliz si le obligasen a estar siempre descansando?

El espíritu de madame de Renal había llegado a ideas fatales. A pesar de su resolución, confesó a Julián toda la historia de la subasta.—¡Llegará a hacerme olvidar todos mis juramentos!—pensaba.

Hubiera sacrificado su vida sin vacilar por salvar la de su marido, si la hubiese visto en peligro. Era una de esas almas nobles y románticas, para las cuales entrever la posibilidad de una acción generosa y no realizarla es origen de remordimientos casi parejos a los que produce el crimen cometido. Sin embargo, había días funestos en que no lograba apartar de sí la idea de la felicidad inmensa que experimentaría si, quedándose viuda de repente, pudiera casarse con Julián.

Este amaba a sus hijos mucho más que su padre, y era adorado por ellos, a pesar de su justicia severa. Se daba cuenta de que, casándose con Julián, tendría que abandonar Vergy, cuyas umbrías le eran tan queridas. Se veía viviendo en París, continuando sus hijos aquella educación que todos admiraban. Sus hijos, ella, Julián, todos eran completamente felices.

¡Efecto extraño del matrimonio tal como lo ha hecho el siglo XIX! El aburrimiento de la vida matrimonial acaba con el amor ciertamente, si es que este ha precedido al matrimonio. Y sin embargo, como diría un filósofo, produce en la gente lo bastante rica para no trabajar el aburrimiento profundo de todos los goces tranquilos. Y solo las almas secas, entre las mujeres, no se sienten predispuestas por esto al amor.

La reflexión del filósofo me hace disculpar a Madame de Renal; pero en Verrières nadie la disculpaba, y toda la ciudad, sin que ella lo sospechase, no se ocupaba de otra cosa que del escándalo de sus amores. A causa de este gran asunto, aquel otoño fué mucho menos aburrido que de costumbre.

El otoño y una parte del invierno pasaron muy deprisa. Hubo que dejar los bosques de Vergy. La buena sociedad de Verrières empezó a indignarse al ver que sus anatemas hacían poco efecto en M. De Renal. En menos de ocho días, personas serias de las que prescinden de su seriedad habitual por el placer de desempeñar esta clase de misiones, le hicieron concebir las más crueles sospechas, sirviéndose por supuesto de los más mesurados términos.

M. Valenod, que iba sobre seguro, colocó a Elisa con una familia noble y bien considerada, donde había cinco mujeres. Temiendo, según decía ella, no encontrar colocación durante el invierno, solo pidió a aquella familia las dos terceras partes de lo que ganaba en casa del alcalde. Por su propia cuenta, la muchacha tuvo la excelente idea de ir a confesar con el viejo cura Chelan, y también con el nuevo, para contarles a los dos, al detalle, los amores de Julián.

Al día siguiente de su llegada, a las seis de la mañana, el abate Chelan mandó llamar a Julián.

—No te pregunto nada—le dijo.—Te ruego y, si es necesario, te mando que no me cuentes nada; pero te exijo que, de aquí a tres días, te marches al seminario de Besançon o a casa de tu amigo Fouqué, que sigue dispuesto a hacer tu fortuna. Lo he previsto todo, lo he arreglado todo; pero no tienes más remedio que marcharte y no volver a Verrières en un año.

Julián no contestó: estaba pensando si debía sentirse ofendido en su honor por los cuidados que M. Chelan, que, después de todo, no era su padre, se tomaba por él.

—Mañana, a esta misma hora, tendré el honor de volver a verte—dijo por fin el cura.

M. Chelan, que contaba con vencer por su autoridad a hombre tan joven, habló mucho. Encerrado en la actitud y la fisonomía más humildes, Julián no abrió la boca.

Por fin se marchó y corrió a prevenir a Madame de Renal, a la que encontró desesperada. Su marido le había hablado con cierta franqueza. La debilidad natural de su carácter, apoyada en la perspectiva de la herencia de Besançon, lo había decidido a suponerla perfectamente inocente. Acababa de comunicarle el estado extraño en que encontraba la opinión pública de Verrières. El público estaba equivocado, engañado por los envidiosos; pero, ¿qué hacer?

Madame de Renal se hizo por un momento la ilusión de que Julián podría aceptar el ofrecimiento de M. Valenod y quedarse en Verrières. Pero ya no era la mujer sencilla y tímida del año anterior: su fatal pasión, sus remordimientos, la habían avispado. Pronto sintió el dolor de comprender, escuchando a su marido, que era indispensable una separación, aunque fuese momentánea.

—Lejos de mí, Julián volverá a caer en sus proyectos ambiciosos, tan naturales en el que nada tiene. ¿Y yo, Dios mío? ¡Soy tan rica! ¡Y es eso tan inútil para mi felicidad! Julián me olvidará. Amable como es, será amado, amará. ¡Ah, desgraciada!... ¿De qué puedo quejarme? El cielo es justo: no he tenido el mérito de hacer cesar el crimen, y él me quita el juicio. En mi mano estaba haber ganado a Elisa a fuerza de dinero; nada me hubiera sido más fácil. No me he tomado el trabajo de reflexionar un momento; las locas ideas del amor absorbían todo mi tiempo. Yo me muero.

Julián se sorprendió de una cosa: al comunicar a Madame de Renal la noticia de su partida, no se le ocurrió ninguna objeción egoísta. Ella hacía evidentemente esfuerzos para no llorar.

—Necesitamos firmeza, amigo mío.

Se cortó un mechón de cabellos.

—No sé lo que haré;—le dijo—pero si muero, prométeme que no olvidarás nunca a mis hijos. De lejos o de cerca, trata de hacerlos hombres honrados. Si hubiese una nueva revolución, todos los nobles serían asesinados; su padre emigrará, quizá, a causa de aquel campesino muerto en un tejado. Vela por la familia... Dame la mano. ¡Adiós, amigo mío! Estos son los últimos momentos que pasamos juntos. Hecho el gran sacrificio, espero que en público tendré valor para pensar en mi reputación.

Julián esperaba verla desesperada. La sencillez de esta despedida le conmovió.

—No, no me despido así de ti. Marcharé; lo quieren así; tú también lo quieres. Pero tres días después de mi marcha, volveré a verte por la noche.

Madame de Renal sintió que su existencia cambiaba. Julián la amaba mucho, puesto que por su propia cuenta había tenido la idea de volver a verla. Su terrible dolor se trocó en uno de los más vivos accesos de alegría que nunca había sentido. Todo le pareció fácil. La certeza de volver a ver a su amigo quitaba a aquéllos últimos momentos todo lo que tenían de desgarrador. Desde aquel instante, la conducta y la fisonomía de madame de Renal fueron nobles, firmes y perfectamente correctas.

M. De Renal volvió a casa temprano: estaba fuera de sí. Por fin habló a su mujer del anónimo que recibió dos meses antes.

—Quiero llevarlo al Casino, demostrar a todos que es de ese infame de Valenod, a quien saqué de la nada para hacer de él uno de los burgueses más ricos de Verrières. Le avergonzaré públicamente, y después me batiré con él. Esto es demasiado.

—¡Podría quedarme viuda, Dios mío!-—pensó Madame de Renal. Pero casi al mismo tiempo se dijo:

—Si no impido este duelo, como seguramente está en mi mano, seré la asesina de mi marido.

Nunca explotó su vanidad con más destreza. En menos de dos horas le hizo ver, y siempre por razonamientos que él hallaba, que era preciso demostrar más cordialidad que nunca a M. Valenod y hasta tomar de nuevo a Elisa. Mme de Renal tuvo que armarse de valor para decidirse a volver a ver a aquella muchacha, causa de todas sus desdichas. Pero esto era idea de Julián.

Finalmente, después de haberle colocado tres o cuatro veces en el camino, M. De Renal, por sí solo, vino a concebir la idea, bien penosa financieramente, de que lo que sería más desagradable para él era que Julián, en medio de la efervescencia de las habladurías de todo Verrières, se quedase como preceptor de los hijos de Valenod. El interés de Julián era evidentemente aceptar las proposiciones del director del depósito. Sin embargo, lo que interesaba a la gloria de M. De Renal es que Julián dejase Verrières para entrar en el seminario de Besançon o de Dijon. Pero, ¿cómo proponérselo? Y además, ¿cómo viviría allí?

M. De Renal, al ver la inminencia del gasto, estaba más desesperado que su mujer. Ella, después de aquella conversación, estaba en el mismo caso de un hombre valiente que, cansado de la vida, ha tomado una dosis de estramonio: obra automáticamente, por así decirlo, y no se interesa por nada. Un estado igual llevó a Luis XIV a decir, ya moribundo: "Cuando yo era rey". ¡Frase admirable!

Al día siguiente, muy de mañana, M. De Renal recibió un anónimo. Este era del estilo más insultante. En cada línea se leían las palabras más groseras aplicables a su situación. Debía ser obra de algún envidioso subalterno. Aquella carta le tornó a su pensamiento de batirse con M. Valenod.

Pronto su valor le empujó hasta la idea de actuar inmediatamente. Salió solo y fué a casa del armero a comprar pistolas, que hizo cargar.

—En realidad,—se decía—aun cuando volviera al mundo la administración severa de Napoleón, no tendría que reprocharme ni un céntimo mal adquirido. Todo lo que he hecho ha sido cerrar los ojos; pero tengo en mi cajón documentos que me autorizan a ello.

Madame de Renal se quedó aterrada ante la cólera fría de su marido; le recordaba la fatal idea de la viudez, que tanto trabajo le costaba desechar. Se encerró con él. Durante varias horas habló inútilmente: el último anónimo le prestaba decisión. Por fin, consiguió transformar el valor de dar una bofetada a M. Valenod en el de ofrecer seiscientos francos a Julián por un año de su pensión en un seminario. M. De Renal, maldiciendo mil veces el día en que tuvo la fatal idea de llevar a casa un preceptor, olvidó el anónimo.

Se consoló un poco con un proyecto que no dijo a su mujer: con habilidad, y valiéndose de las ideas románticas del joven, esperaba comprometerle a que rechazara los ofrecimientos de M. Valenod por una suma menor.

Mucho más trabajo costó a Madame de Renal convencer a Julián de que, al hacer a la conveniencia de su marido el sacrificio de una plaza de ochocientos francos que públicamente le ofrecía el director del depósito, podía, sin avergonzarse, aceptar una compensación.

—Pero—decía Julián—si no he tenido ni por un momento la idea de aceptar tales ofrecimientos. Estoy demasiado acostumbrado a la vida elegante; la grosería de esa gente me mataría.

La cruel necesidad, con su mano de hierro, doblegó la voluntad de Julián. Su orgullo le sugirió la ilusión de aceptar, solo como un préstamo, la suma ofrecida por el alcalde de Verrières, firmándole un recibo en el que se comprometía a reembolsarla en cinco años con interés.

Madame de Renal aun guardaba algunos miles de francos, ocultos en la gruta de la montaña.

Se los ofreció, temblorosa, comprendiendo que los rechazaría indignado.

—¿Quieres hacer abominable el recuerdo de nuestros amores?—le dijo Julián.

Al fin Julián se fué de Verrières. M. De Renal se alegró mucho; en el momento fatal de aceptar el dinero suyo, el sacrificio fué demasiado fuerte para Julián. Se negó en redondo. M. De Renal le echó los brazos al cuello con lágrimas en los ojos. Como quiera que Julián le había pedido un certificado de buena conducta, no encontraba en su entusiasmo términos bastante expresivos para alabarla como se merecía. Nuestro héroe tenía cinco luises ahorrados y contaba con pedir otro tanto a Fouqué.

Estaba emocionadísimo. Pero a una legua de Verrières, donde tanto amor dejaba, no pensaba más que en la dicha de ver una capital, una gran ciudad guerrera como Besançon.

Durante esta corta ausencia de tres días, madame de Renal fué engañada por una de las más crueles decepciones del amor. Su vida era aceptable; entre ella y la extrema desgracia estaba aquella entrevista que debía celebrar con Julián. Contaba las horas, los minutos que faltaban. Por fin, durante la noche del tercer día oyó de lejos la señal convenida. Después de arrostrar mil peligros, Julián apareció ante ella.

Entonces, solo tuvo un pensamiento: —Es la última vez que le veo.—Lejos de corresponder al apasionamiento de su amigo, fué como un cadáver apenas animado. Si se esforzaba en decirle que le amaba, casi le demostraba lo contrario con su aire torpe. Nada podía distraerla de la cruel idea de la separación eterna. El desconfiado Julián creyó por un instante que ya estaba olvidado. Sus reproches solo fueron acogidos por gruesas lágrimas, que corrían en silencio, y apretones de manos casi convulsos.

—¡Pero, Dios santo! ¿Cómo quieres que te crea?—respondía Julián a las frías protestas de su amiga.—

Demostrarías más cariño a Madame Derville, que a un conocido cualquiera.

Madame de Renal, petrificada, no sabía qué responder.

—Es imposible ser más desgraciada... Voy a morir... Siento que mi corazón se hiela.

Tales fueron las respuestas más largas que pudo obtener.

Cuando la proximidad del día hizo necesaria la separación, las lágrimas de madame de Renal cesaron de repente. Lo vió atar a la ventana una cuerda de nudos sin decir una palabra, sin devolverle sus besos. En vano le decía Julián:

—Ya estamos en la situación que tanto deseabas. En adelante vivirás sin remordimientos. No verás a tus hijos en la tumba a la menor indisposición.

—Siento mucho que no puedas dar un beso a Estanislao—le dijo ella con frialdad.

Julián terminó por sentirse profundamente emocionado con los abrazos sin calor de aquel cadáver viviente. No pudo pensar en otra cosa en muchas leguas. Su alma estaba traspasada, y antes de trasponer la montaña, mientras pudo divisar el campanario de la iglesia de Verrières, se volvió muchas veces.

XXIV. Una capital

¡Cuánto ruido, cuánta gente atareada! ¡Cuántas ideas para el porvenir en la cabeza de un joven de veinte años! ¡Qué distracción para el amor!

Barnave.


Sobre una montaña lejana divisó, por fin, murallas negras: era la ciudadela de Besançon.—¡Qué diferencia para mí—dijo suspirando—si llegase a esta noble ciudad guerrera para ser subteniente de uno de los regimientos encargados de su defensa!

Besançon no es solamente una de las ciudades más hermosas de Francia; abunda en gente de valor y de talento. Pero Julián no era más que un campesino, y carecía en absoluto de medios para acercarse a los hombres distinguidos.

En casa de Fouqué se vistió con un traje de paisano, y así ataviado, atravesó el puente levadizo. Lleno de la historia del sitio de 1674, quiso ver las murallas y la ciudadela antes de encerrarse en el seminario. Dos o tres veces estuvo a punto de ser detenido por los centinelas; se metía en sitios que el ingenio militar prohíbe al público con objeto de poder vender doce o quince francos de heno al año.

La altura de las murallas, la profundidad de los fosos, el aspecto terrible de los cañones, le habían ocupado durante varías horas, cuando se encontró delante del gran café del boulevard. Se quedó inmóvil de admiración: por más que leía la palabra café, escrita en gruesos caracteres encima de las inmensas puertas, no podía dar crédito a sus ojos. Hizo un esfuerzo para dominar su timidez; se atrevió a entrar, y se encontró en un salón de treinta o cuarenta pasos de largo y cuyo techo se elevaba más de veinte pies. Aquel día, todo tenía encanto para él.

Había dos partidas de billar en marcha. Los mozos cantaban los puntos; los jugadores corrían en torno a los billares, abarrotados de espectadores. Las nubes de humo de tabaco que lanzaban las bocas de todos los envolvían en una neblina azulada. La gran estatura de aquéllos hombres, sus hombros redondeados, su andar pesado, sus enormes patillas, los largos levitones que los cubrían, todo llamaba la atención de Julián. Estos nobles hijos de la antigua Bisontium hablaban a gritos, dándoselas de guerreros terribles. Julián admiraba inmóvil; consideraba la inmensidad, la magnificencia de una gran capital como Besançon. No se sentía con valor para pedir una taza de café a uno de aquéllos señores de mirada altiva que cantaban los puntos del billar.

Pero la señorita del mostrador se había fijado en la linda cara de aquel joven burgués de campo, que, parado a tres pasos de la estufa, con un paquete bajo el brazo, miraba atentamente el busto de yeso del rey. Aquella señorita, natural del Franco Condado, de buena presencia y vestida como es debido para dar crédito a un café, había dicho ya dos veces, con voz que solo podía ser oída por Julián: —¡Señor, señor!—Julián se encontró con dos grandes ojos azules, muy tiernos, y vió que le estaban hablando a él.

Se aproximó rápidamente al mostrador y a la muchacha, como hubiera marchado al encuentro del enemigo. En su movimiento brusco se le cayó el paquete.

¿Qué compasión no inspirará nuestro provinciano a los jóvenes estudiantes de París, que a los quince años ya saben entrar en un café con un porte tan distinguido? Pero esos muchachos con tanto estilo a los quince años, a los dieciocho caen en lo vulgar. La timidez apasionada que se encuentra en provincias suele a veces vencerse, y ella misma enseña a querer. Al acercarse a aquella muchacha tan guapa que se dignaba dirigirle la palabra, pensó Julián, que se tornaba animoso a fuerza de timidez vencida: —Es preciso que le diga la verdad.

—Señora, vengo por primera vez en mi vida a Besançon. Quisiera que me dieran, por lo que valga, un panecillo y una taza de café.

La señorita sonrió un poco y luego se ruborizó. Temía la atención irónica y las burlas de los jugadores de billar a cuenta de aquel guapo mancebo. Quizá se asustara y no volviera más.

—Colóquese aquí, a mi lado—dijo señalando una mesa de mármol, casi oculta por el enorme mostrador de caoba que avanzaba hacia el centro del salón.

La señorita se inclinó fuera del mostrador, lo que le dio ocasión para mostrar su talle admirable. Julián se fijó en ella; todas sus ideas variaron de curso. La bella señorita acababa de colocar delante de él una taza, azúcar y un panecillo. Vacilaba en llamar a un mozo para que trajera el café, comprendiendo que la llegada del tal mozo terminaría su coloquio a solas con Julián.

Julián, pensativo, comparaba esta belleza rubia y alegre con ciertos recuerdos que le agitaban. La idea de la pasión que había inspirado le quitó casi toda su timidez. La bella señorita solo disponía de un instante; leyó en las miradas de Julián.

—El humo de las pipas le hace a usted toser; venga mañana a desayunar a las ocho de la mañana. A esa hora estoy casi sola.

—¿Cómo se llama usted?—dijo Julián con la sonrisa acariciadora de la timidez dichosa.

—Amanda Binet.

—¿Me permite que le envíe, dentro de una hora, un paquete como este?

La bella Amanda reflexionó un poco.

—Estoy vigilada; lo que me pide puede comprometerme; sin embargo, voy a escribir mis señas en una tarjeta que puede usted colocar en el paquete. Envíemelo sin vacilar.

—Yo me llamo Julián Sorel,—dijo el joven—y no tengo parientes ni amigos en Besançon.

—¡Ah!, comprendo—dijo ella alegremente.—¿Viene usted a la escuela de Derecho?

—¡Desgraciadamente, no!—respondió Julián—

Me envían al seminario.

El más completo desencanto hizo palidecer a Amanda; llamó a un mozo. Ahora sí tenía valor. El mozo sirvió café a Julián, sin mirarle.

Amanda cobraba en el mostrador; Julián estaba orgulloso de haberse atrevido a hablar. En uno de los billares empezó una disputa. Los gritos y los mentís de los jugadores, que resonaban en aquel salón inmenso, hacían un ruido que sorprendía a Julián. Amanda estaba pensativa y bajaba los ojos.

—Si quiere usted, señorita,—le dijo de pronto, con aplomo—diré que soy su primo.

Aquel aire de autoridad fué del agrado de Amanda.—No es un hombre de poco más o menos—pensó. Y le dijo, muy deprisa, sin mirarle, pues su vista estaba atenta a ver si se acercaba alguien al mostrador:

—Yo soy de Genlis, cerca de Dijon; diga usted que es también de Genlis, y primo de mi madre.

—No dejaré de hacerlo.

—Todos los jueves, a las cinco, en verano, pasan los seminaristas por aquí, delante del café.

—Si piensa usted en mí cuando yo pase, tenga un ramo de violetas en la mano.

Amanda le miró con aire de asombro; aquella mirada cambió el valor de Julián en temeridad; sin embargo, se ruborizó mucho al decirle:

—Siento que la amo con el amor más violento.

—Hable usted más bajo—le dijo ella, con aire asustado.

Julián trataba de recordar las frases de un tomo suelto de La Nueva Eloísa que había encontrado en Vergy. Su memoria le fué fiel. Hacía diez minutos que recitaba La Nueva Eloísa a la señorita Amanda, encantada ella y él contento de su valentía, cuando de repente la bella cajera adoptó un aire glacial. Uno de sus admiradores apareció en la puerta del café.

Se acercó al mostrador, silbando y contoneándose; miró a Julián. En el mismo momento la imaginación de este, siempre en los extremos, solo se ocupó de ideas de duelo. Palideció intensamente, separó su taza, adoptó una actitud firme y miró atentamente a su rival. Mientras este inclinaba la cabeza, sirviéndose con familiaridad un vaso de aguardiente en el mostrador, Amanda ordenó a Julián con una mirada que bajara los ojos. Él obedeció, y durante dos minutos estuvo inmóvil en su sitio, pálido, decidido y sin pensar más que en lo que iba a suceder; en aquel momento se sentía verdaderamente bien. El rival se sorprendió ante los ojos de Julián; una vez que bebió de un trago su vaso de aguardiente, dijo una palabra a Amanda, metió las dos manos en los bolsillos laterales de su levitón y se acercó a una mesa de billar, silbando y mirando a Julián. Este se levantó lleno de cólera; pero no sabía cómo arreglarse para ser insolente. Dejó su paquetito y, con el aire más petulante que pudo, se dirigió al billar.

En vano le aconsejaba la prudencia: pero con un duelo a la llegada a Besançon, está perdida la carrera eclesiástica.

—¡Qué importa! No se dirá que no castigo a un insolente.

Amanda advirtió su valor, que hacía un bello contraste con la sencillez de sus maneras; en un momento le prefirió al corpulento joven del levitón. Se levantó y, simulando observar a alguien que pasaba por la calle, fué rápidamente a colocarse entre él y el billar.

—Cuidado con mirar con malos ojos a ese caballero; es mi cuñado.

—¿Qué me importa? Él me ha mirado.

—¿Quiere usted hacer mi desgracia? Es indudable que le ha mirado; es posible que le hable a usted. Le he dicho que era usted un pariente de mi madre, y que acaba de llegar de Genlis. Él es del Franco Condado, y no ha pasado nunca de Dôle, en el camino de Borgoña. Diga usted lo que quiera y no tema nada.

Julián vacilaba aun; ella añadió con viveza (su imaginación de señorita de mostrador le procuraba mentiras en abundancia):

—Sin duda le ha mirado, pero en el momento en que me preguntaba quién era usted. Es grosero con todo el mundo; no ha tenido intención de insultarle.

La vista de Julián siguió al presunto cuñado; lo vió comprar un número en la partida que se jugaba en la más distante de las mesas. Julián oyó su gruesa voz, que gritaba en tono amenazador: "Apuesto". Julián pasó rápidamente por detrás de la señorita Amanda, y dio un paso hacia el billar. Amanda le cogió por un brazo:

—Págueme usted antes—le dijo.

—Es justo;—pensó Julián—tiene miedo de que me vaya sin pagar.—Amanda estaba tan agitada como él y muy colorada; le dio el cambio lo más lentamente que pudo, repitiéndole en voz baja:

—Salga usted ahora mismo del café, o si no, no le querré, y comprendo que le amo de verdad.

Julián salió efectivamente, pero despacio.—¿No es mi deber—se repetía—ir a mi vez a mirar y abofetear a ese personaje grosero?—La incertidumbre le retuvo una hora en el boulevard, delante del café, acechando si salía su hombre. No apareció y Julián se alejó.

No llevaba más que unas horas en Besançon y ya tenía un motivo de remordimiento. El viejo cirujano mayor, a pesar de su gota, le dio tiempo atrás alguna lección de esgrima; esa era toda la ciencia que Julián podía poner al servicio de su cólera. Pero este obstáculo no habría sido nada si hubiera sabido enfadarse de otro modo que dando una bofetada; y si llegaban al caso de darse de puñetazos, su rival, hombre enorme, después de pegarle, le habría dejado plantado.

—Para, un pobre diablo como yo—se dijo Julián— sin protectores y sin dinero, no debe haber gran diferencia entre un seminario y una cárcel. Necesito dejar mi traje de paisano en alguna posada, donde me volveré a endosar mi traje negro. Si algún día consigo salir del seminario algunas horas, podré perfectamente ver a la señorita Amanda vistiéndome de paisano.—El razonamiento era lógico, pero Julián no se atrevía a entrar en ninguna de las posadas que hallaba al paso.

Finalmente, al pasar por delante del hotel de Embajadores, sus ojos inquietos encontraron los de una mujer gorda, bastante joven aun, coloradota y de aspecto alegre y satisfecho. Se acercó a ella y le contó su historia.

—Ciertamente, lindo curita,—le dijo la dueña del hotel—yo le guardaré su traje de paisano y hasta haré que lo sacudan a menudo. En este tiempo no es conveniente dejar los trajes de paño guardados sin tocarlos.—Cogió una llave, y ella misma le condujo a una habitación, recomendándole que hiciese una nota especificando lo que dejaba.

—¡Dios poderoso! ¡Qué buena traza tiene usted así, señor cura Sorel—le dijo la mujer gorda cuando bajó a la cocina.—Voy a disponer que le sirvan una buena comida, y—añadió en voz baja—solo le cobraré veinte céntimos, en lugar de los cincuenta que todo el mundo paga, porque es preciso administrar bien su capitalito.

—Tengo diez luises—replicó Julián con cierto orgullo.

—¡Por Dios!—respondió la hostelera alarmada.—No hable tan alto; hay mucho pillo en Besançon. Le robarán todo eso en menos de nada. Sobre todo no entre nunca en los cafés: están plagados de mala gente.

—¿De veras?—dijo Julián, a quien daba que pensar aquella frase.

—Venga usted a mi casa solamente; yo le daré café. Recuerde que siempre encontrará una amiga y una buena comida de veinte céntimos; esto es hablar, me parece a mí. Vaya a la mesa; le voy a servir yo misma.

—No podría comer;—le dijo Julián—estoy demasiado nervioso. Voy a entrar en el seminario en cuanto salga de su casa.

La buena mujer no le dejó salir hasta que le llenó los bolsillos de provisiones. Por fin Julián se encaminó al lugar terrible; la hostelera, desde la puerta, le indicaba el camino.

XXV. El seminario

Trescientas treinta y seis comidas a 83 céntimos; trescientas treinta y seis cenas a 33 céntimos; chocolate para quienes tengan derecho a él. ¿Cuánta se saca de ganancia?

Valenod de Besançon.


Desde lejos vió la cruz de hierro dorado sobre la puerta. Se aproximó lentamente; parecía que sus piernas se le escapaban.—¡Este es el infierno en la tierra, del que no podré salir!

Por fin se decidió a llamar. El sonido de la campana resonó como en un lugar solitario. Al cabo de diez minutos vino a abrirle un hombre pálido vestido de negro. Julián le miró e inmediatamente bajó los ojos. Aquel portero tenía una fisonomía singular. La pupila saltona y verde de sus ojos se redondeaba como la de un gato; los contornos inmóviles de sus párpados anunciaban la imposibilidad de toda simpatía; sus labios delgados se abrían en semicírculo, dejando al descubierto unos dientes que sobresalían. Sin embargo, en aquella fisonomía no se reflejaba el crimen, sino más bien esa insensibilidad absoluta que inspira aun más terror a la juventud. El único sentimiento que la mirada rápida de Julián pudo adivinar en aquel semblante devoto, fué un profundo desprecio por todo aquéllo de que quisieran hablarle y que no se tratara del interés del cielo.

Julián levantó los ojos con esfuerzo, y con una voz que los latidos de su corazón hacían temblorosa, explicó que deseaba hablar a M. Pirard, director del seminario. Sin decir una palabra, el hombre de negro le hizo seña de que le siguiese. Subieron dos pisos por una ancha escalera con pasamanos de madera, cuyos escalones desgastados se inclinaban del lado opuesto a la pared y parecían próximos a caerse. Una puerta pequeña, coronada por una cruz de cementerio de madera blanca pintada de negro, se abrió con dificultad y el portero le hizo entrar en una habitación sombría y baja, cuyas paredes encaladas estaban adornadas con dos grandes cuadros ennegrecidos por el tiempo. Allí se quedó solo Julián; estaba aterrado, su corazón latía con violencia; habría sido feliz si se hubiera atrevido a llorar. Un silencio de muerte reinaba en toda la casa.

Al cabo de un cuarto de hora, que le pareció un día entero, el portero de semblante siniestro reapareció en el umbral de una puerta, al otro extremo de la habitación, y, sin dignarse hablar, le hizo seña de avanzar. Entró en una pieza aun más grande que la primera y con muy poca luz. Las paredes estaban también blanqueadas, pero no había muebles. Solamente en un rincón cerca de la puerta vió Julián, al pasar, una cama de madera blanca, dos sillas de paja y un silloncito de tablas de abeto, sin almohadón. Al extremo opuesto de la habitación, junto a una ventana pequeña de vidrios amarillentos, adornada con sucios jarrones de flores, descubrió un hombre sentado delante de una mesa y cubierto con una sotana deteriorada; parecía estar enfadado, y cogía, uno a uno, una porción de cuadraditos de papel que ordenaba en la mesa después de escribir algunas palabras. No advertía la presencia de Julián. Este estaba inmóvil en medio de la habitación, en el mismo sitio en que le dejó el portero, que se había marchado cerrando la puerta.

Así pasaron diez minutos; el hombre mal vestido seguía escribiendo. La emoción y el terror de Julián eran tales que le parecía estar a punto de caerse. Un filósofo hubiera dicho, quizá equivocándose: es la violenta impresión de lo feo sobre un alma hecha para amar lo que es bello

El hombre que escribía levantó la cabeza. Julián no se dio cuenta hasta un momento más tarde, y aun después de haberlo visto, continuó inmóvil como herido de muerte por la terrible mirada de que era objeto. Los ojos azorados de Julián apenas distinguían una cara larga y toda cubierta de manchas rojas, excepto la frente, de una palidez mortal. Entre aquellas mejillas rojas y aquella frente blanca, brillaban dos ojillos negros, hechos para atemorizar al más valiente. Los vastos contornos de aquella frente, estaban enmarcados por cabellos espesos, lisos y negros como el azabache.

—¿Quiere usted acercarse, sí o no?—dijo por fin aquel hombre con impaciencia.

Julián se acercó con paso vacilante; próximo a caer y pálido como nunca lo estuvo en su vida, se detuvo a tres pasos de la mesa de madera blanca cubierta de cuadrados de papel.

—Más cerca—dijo el hombre.

Julián avanzó más, alargando la mano como buscando algo en que apoyarse.

—¿Su nombre?

—Julián Sorel.

—Ha tardado usted bastante—le dijo, clavando nuevamente en él su mirada terrible.

Julián no pudo resistir aquella mirada; extendiendo la mano como para sostenerse, cayó al suelo cuan largo era.

El hombre llamó. Julián solo había perdido la vista y la fuerza para moverse; oyó pasos que se acercaban.

Lo levantaron, lo colocaron en el silloncito de madera blanca. Oyó al hombre terrible que decía al portero:

—Le ha dado un ataque epiléptico, al parecer; no nos faltaba más que eso.

Cuando Julián pudo abrir los ojos, el hombre de la cara roja seguía escribiendo; el portero había desaparecido.—Hay que tener valor—se dijo nuestro héroe—y sobre todo ocultar lo que siento.—Sentía un violento dolor de corazón.—Si me ocurre un accidente, sabe Dios lo que pensarán de mí.—Por fin, el hombre dejó de escribir y, mirando a Julián de soslayo, dijo:

—¿Está usted en estado de responderme?

—Sí, señor—dijo Julián, con voz débil.

—Está bien.

El hombre de negro se había levantado a medias y buscaba con impaciencia una carta en el cajón de su mesa de abeto, que se abrió rechinando. La encontró, se sentó lentamente y, mirando de nuevo a Julián con un aire capaz de arrancarle la poca vida que le quedaba:

—Viene usted recomendado por M. Chelan, el mejor cura de la diócesis, hombre virtuoso si los hay, y amigo mío hace treinta años.

—¡Ah! ¿Tengo el honor de estar hablando con M. Pirard?—dijo Julián, con voz apagada.

—Así parece—replicó el director del seminario, mirándole de mal humor.

Sus ojillos brillaron con más intensidad y, al tiempo, la comisura de sus labios se frunció con un movimiento involuntario. Era la fisonomía del tigre saboreando de antemano el placer de devorar su presa.

—La carta de Chelan es breve—dijo como si hablara consigo mismo.—"Inteligenti pauca"; en los tiempos que corren, nunca se escribe demasiado poco.—Leyó en voz alta:

"Le presento a Julián Sorel, de esta parroquia, a quien bauticé pronto hará veinte años; hijo de un carpintero rico, pero que no le da nada. Julián será un buen obrero en la viña del Señor. No le faltan inteligencia ni memoria; es reflexivo. ¿Será duradera su vocación? ¿Es sincera?"

—"¡Sincera!"—repitió el abate Pirard con asombro y mirando a Julián; pero en aquel momento la mirada del cura no estaba tan desprovista de humanidad.—"¡Sincera!"—repitió bajando la voz y continuando su lectura.

"Le pido una beca para Julián Sorel; la merecerá después de someterse a los exámenes necesarios. Le he enseñado un poco de teología, de la antigua y buena teología de los Bossuet, los Arnauld, los Fleury. Si este sujeto no le conviene, envíemelo de nuevo; el director del depósito de mendicidad, a quien usted conoce, le ofrece ochocientos francos para que sea preceptor de sus hijos. Mi espíritu está tranquilo, gracias a Dios. Me voy acostumbrando al golpe terrible. "Vale et me" "ama".

El abate Pirard, bajando más y más la voz conforme leía la firma, pronunció con un suspiro la palabra "Chelan".

—Está tranquilo—dijo.—En efecto, su virtud merecía esta recompensa. ¡Dios quiera concedérmela a mí si llega el caso!—Miró al cielo e hizo la señal de la cruz. A la vista de aquel signo sagrado, Julián sintió disminuir el horror profundo que le helaba desde que entró en aquella casa.

—Hay aquí trescientos veintiún aspirantes al estado más santo—dijo por fin el abate Pirard con un tono de voz severo, pero no desagradable.—De ellos, solamente siete u ocho me han sido recomendados por personas tales como el cura Chelan; así es que será usted el noveno entre los trescientos veintiuno. Pero mi protección no supone favor ni debilidad, sino un aumento de cuidado y de severidad contra los vicios. Vaya a cerrar con llave esa puerta.

Julián hizo un esfuerzo para andar y consiguió no caerse. Observó que una ventanita, vecina de la puerta de entrada, daba al campo. Miró los árboles; aquella vista le produjo el mismo bienestar que si se hubiera tropezado con antiguos amigos.

—"Loquerisne linguam latinam?" (Habla usted latín)—le preguntó el abate Pirard cuando volvió.

—"Ita, pater optime". (Sí, excelente padre)— respondió Julián, recobrándose poco a poco. Y ciertamente, nunca hombre alguno le había parecido menos excelente que M. Pirard hacía media hora.

La conversación continuó en latín. La expresión de los ojos del cura se dulcificaba; Julián recobraba su sangre fría.

—¡Qué débil soy—pensaba—al dejarme cohibir por estas apariencias de virtud! Este hombre será un bribón, ni más ni menos que M. Maslon.—Julián se felicitaba de haber escondido casi todo su dinero en las botas.

El abate Pirard examinó a Julián de teología, y se sorprendió de lo vasto de sus conocimientos. Su asombro fué en aumento al preguntarle en particular sobre la Sagrada Escritura. Pero cuando llegó a interrogarle sobre la doctrina de los Santos Padres, se dio cuenta de que Julián casi ignoraba los nombres de San Jerónimo, San Agustín, San Buenaventura, San Basilio, etc.

—Aquí tenemos la prueba—pensó el abate Pirard—de la tendencia fatal al protestantismo que siempre he reprochado a Chelan. Un conocimiento profundo, demasiado profundo, de la Sagrada Escritura.

(Julián acababa de hablarle, sin que él le preguntara sobre este punto, del "verdadero" tiempo en que fueron escritos el Génesis, el Pentateuco, etc.)

—¿A qué conduce este razonamiento infinito sobre la Sagrada Escritura,—pensó el abate Pirard—si no es al "examen personal", es decir, al más odioso protestantismo? Y junto a esta ciencia imprudente, nada sobre los Santos Padres que pueda compensar tal tendencia.

Pero el asombro del director del seminario no tuvo límites cuando, al preguntar a Julián sobre la autoridad del Papa, y esperando que se atuviera a las máximas de la antigua Iglesia galicana, el joven le recitó todo el libro de M. de Maistre.

—Qué hombre más singular este Chelan—pensó el abate Pirard—¿Le habrá enseñado este libro para que se burle de él?

En vano interrogó a Julián para tratar de inquirir si creía seriamente en la doctrina de M. de Maistre. El joven solo respondía de memoria. Desde ese momento Julián estuvo realmente bien; se sentía dueño de sí. Después de un largo examen, creyó notar que la severidad de M. Pirard con él era fingida. En efecto, sin los principios de severidad austera que hacía quince años se había impuesto para con sus discípulos de teología, el director del seminario hubiera besado a Julián en nombre de la lógica: tanta claridad, tanta precisión, tanta exactitud había en sus respuestas.

—Es un espíritu sano y atrevido;—se decía—pero "corpus debile." (El cuerpo es débil)

—¿Se suele caer así con frecuencia?—dijo a Julián en francés, señalando al suelo.

—Es la primera vez que me ocurre en mi vida; la cara del portero me dejó helado—añadió Julián, ruborizándose como un niño.

El abate Pirard casi sonrió.

—Ese es el efecto de las vanas pompas del mundo; Al parecer, está usted acostumbrado a caras risueñas, verdaderos teatros de la mentira. La verdad es austera, señor. Pero, ¿no es austera también nuestra misión aquí abajo? Habrá que velar para que su conciencia esté en guardia contra esta debilidad: "Exceso de sensibilidad a las vanas gracias del exterior.


—Si no viniera recomendado,—dijo el abate Pirard, volviendo a emplear el latín con marcada complacencia—si no viniera recomendado por un hombre como el cura Chelan, le hablaría el vano lenguaje de este mundo, al cual parece que está usted muy habituado. La beca completa que solicita, le diría, es la cosa más difícil de conseguir. Pero el abate Chelan merecería muy poco, a cambio de cincuenta y seis años de apostolado, si no pudiera disponer de una beca en el seminario.

Después de estas frases, el abate Pirard recomendó a Julián que no entrara en ninguna sociedad o congregación secreta sin su consentimiento.

—Le doy a usted mi palabra de honor—dijo Julián con la alegría de corazón de un hombre honrado.

El director del seminario sonrió por primera vez.

—Esa frase no tiene lugar aquí.—le dijo—Recuerda demasiado el vano honor del mundo, que conduce a la gente a tantos pecados y hasta al mismo crimen. Me debe usted santa obediencia en virtud del párrafo diecisiete de la Bula "Unam ecclesiam", de San Pío V. Yo soy su superior eclesiástico. En esta casa, muy querido hijo mío, oír es obedecer. ¿Cuánto dinero tiene?

—Ya estamos en el punto—se dijo Julián; por eso era su "muy querido hijo".

—Treinta y cinco francos, padre mío.

—Apunte minuciosamente el empleo de esta cantidad; me tendrá que dar cuenta de ella.

Aquella penosa sesión duró tres horas. Julián llamó al portero.

—Vaya a instalar a Julián Sorel en la celda número 103—dijo el abate Pirard a aquel hombre.

Como gran distinción, concedía a Julián alojamiento separado.

—Lleve usted allí su maleta—añadió.

Julián bajó los ojos y reconoció su maleta, delante de él precisamente; la estaba mirando hacía tres horas y no la había reconocido.

Al llegar al número 103, una pequeña celda de ocho pies cuadrados en el último piso de la casa, Julián vió que daba sobre las murallas y, por encima de ellas, se divisaba la hermosa llanura que el Doubs separa de la ciudad.

—¡Qué hermosa vista!—exclamó Julián. Al decirlo, no sentía lo que expresaban aquellas palabras. Las sensaciones tan violentas que había experimentado en el poco tiempo que llevaba en Besançon agotaron sus fuerzas. Se sentó junto a la ventana en la única silla de madera que había en la celda, y al poco rato se quedó profundamente dormido. No oyó la campana de la cena, ni la de la oración; le habían olvidado.

Cuando a la mañana siguiente le despertaron los primeros rayos del sol, estaba tumbado en el suelo.

XXVI. El mundo, o lo que le falta al rico

Estoy solo en la tierra; nadie se digna pensar en mí. Todos los que veo enriquecerse tienen un descaro y una dureza de corazón que yo en mí no siento. Me odian por mi bondad fácil. ¡Ay! Pronto moriré, o de hambre, o de la desdicha de ver que los hombres son tan duros.

Young.


Se apresuró a cepillar su traje y bajó; llegaba tarde. Un maestro le riñó severamente. En lugar de justificarse, Julián cruzó los brazos sobre el pecho:

—Peccavi, pater optime (he pecado, padre mío; confieso mi pecado)—dijo con aire contrito.

Aquel comienzo tuvo gran éxito. Los más listos de los seminaristas comprendieron que tenían que habérselas con un individuo que no estaba en el a b c del oficio. Llegó la hora del recreo; Julián se vió objeto de la curiosidad general. Pero en él solo encontraron reserva y silencio. Siguiendo las máximas que se había trazado, consideraba a sus trescientos veintiún compañeros como otros tantos enemigos; el más peligroso de todos, a sus ojos, era el abate Pirard.

Pocos días después, Julián tuvo que elegir confesor; le presentaron una lista.

—¡Ay, Dios mío! ¿Por quién me toman?—se dijo—Creerán que no comprendo lo "que quiere decir hablar".

Y eligió al abate Pirard.

Sin él sospecharlo, aquel paso era decisivo. Un seminarista muy joven, natural de Verrières, que desde el primer día se había declarado amigo suyo, le dijo que quizá hubiera obrado más prudentemente eligiendo a M. Castanède, subdirector del seminario.

—El abate Castanède es enemigo de M. Pirard, al que se supone jansenista—añadió el seminarista acercándose a su oído.

Todos los primeros pasos de nuestro héroe, que presumía de prudente, fueron como la elección de confesor: ligerezas. Extraviado por toda la presunción de los hombres imaginativos, tomaba sus intenciones por hechos, y se creía un hipócrita consumado. Su locura le llevaba hasta a reprocharse sus triunfos en este arte de la debilidad.

—¡Por desgracia, es mi única arma! En otra época—se decía—me hubiera "ganado el pan" mediante acciones palpables ante el enemigo.

Julián, satisfecho de su conducta, miraba a su alrededor. En todo encontraba la apariencia de la más pura virtud.

Ocho o diez seminaristas vivían en olor de santidad, y tenían apariciones, como Santa Teresa y San Francisco cuando recibió los estigmas en el monte Vernia, en los Apeninos. Pero aquéllo era un gran secreto: sus amigos lo ocultaban. Aquellos pobres muchachos de las apariciones estaban casi siempre en la enfermería. Un centenar de ellos, en cambio, unían a una fe firme una incansable aplicación. Trabajan hasta el punto de enfermar, pero sin aprender gran cosa. Dos o tres se distinguían por su verdadero talento, entre ellos uno llamado Chazel; pero Julián se sentía alejado de ellos, y ellos de él.

El resto de los trescientos veintiún seminaristas se componía de seres groseros que no estaban seguros de comprender las palabras latinas que repetían a todas horas del día. Casi todos eran hijos de campesinos, que preferían ganarse el pan mascullando latines, que cavando la tierra. Después de hacer esta observación en los primeros días, Julián se auguró grandes éxitos.—En todo servicio hace falta gente inteligente, pues, a fin de cuentas, siempre hay que hacer un trabajo—se decía.—En tiempos de Napoleón, yo hubiera sido sargento; entre estos futuros curas, seré vicario mayor.

—Todos estos pobres diablos,—añadía—artesanos desde su infancia, solo han comido, hasta venir aquí, leche cuajada y pan negro. En sus chozas no comerían carne mas que dos o tres veces al año. Al igual que los soldados romanos, para quienes la guerra era una época de descanso, estos campesinos toscos están encantados con las delicias del seminario.

Julián no leía en sus ojos tristes más que la necesidad física satisfecha después de la comida, y el placer físico esperado antes de ella. Tales eran las personas entre las cuales había que distinguirse. Pero lo que Julián no sabía, lo que tenían buen cuidado de no decirle, es que ser el primero en los diferentes cursos de dogma, historia eclesiástica, etc., que se siguen en el seminario, solo era a sus ojos un pecado "ostentoso". Desde Voltaire, desde el gobierno de las dos Cámaras, que en el fondo solo es "desconfianza y examen personal", y da al espíritu de los pueblos la mala costumbre de "desconfiar", la Iglesia de Francia parece haber comprendido que los libros son sus verdaderos enemigos. A sus ojos, la sumisión del corazón lo es todo. Brillar en los estudios, aunque sean sagrados, es sospechoso, y con razón. ¿Quién impedirá al hombre superior que pase al otro lado como Sieyès o Gregorio? La Iglesia, temerosa, se aferra al Papa como único medio de salvación. El Papa es el único que puede tratar de detener el examen personal y, por medio de la piadosa pompa de las ceremonias de su corte, impresionar al espíritu aburrido y enfermo de la gente del mundo.

Julián, que penetraba a medias todas estas verdades que, sin embargo, todas las palabras pronunciadas en un seminario tienden a desmentir, caía en profundas melancolías. Trabajaba mucho y conseguía aprender rápidamente cosas muy útiles a un sacerdote, muy falsas a sus ojos y que no ofrecían interés alguno. Juzgaba que no tenía otra cosa que hacer.

—¿Estoy olvidado de todo el mundo?—pensaba. No sabía que M. Pirard había recibido y echado al fuego varias cartas timbradas en Dijon, en las que, a través del estilo más comedido, se advertía la más viva pasión. Aquel amor parecía combatido por graves remordimientos.—Tanto mejor;—pensaba el abate Pirard—al menos, no es una mujer impía la que ha amado este hombre.

Un día, el abate Pirard abrió una carta al parecer medio borrada por las lágrimas: era un adiós eterno.

"Por fin—decía a Julián—, el cielo me ha concedido la gracia de odiar, no al autor de mi falta, que será siempre para mí lo más querido, sino la misma falta. El sacrificio está hecho, amigo mío. Y no sin lágrimas, como puedes ver. La salvación de los seres a quienes me debo, y a los que tanto has querido, lo exige. Un Dios justo, pero terrible, no podría ya vengarse en ellos de los crímenes de su madre. Adiós, Julián; sé justo con los hombres."

El final de esta carta era casi ilegible. Le indicaba unas señas en Dijon, pero esperaba que Julián no contestaría, o que al menos se serviría de palabras que una mujer arrepentida pudiera oír sin ruborizarse.

La melancolía de Julián, junto con la mediocre alimentación que procuraba al seminario el contratista de las comidas a 83 céntimos, comenzaba a influir en su salud, cuando un día se presentó Fouqué de improviso en su cuarto.

—Por fin he logrado entrar. He venido cinco veces seguidas a Besançon para verte. Siempre cara de palo. He apostado una persona a la puerta del seminario. ¿Por qué diablos no sales nunca?

—Es una prueba que me he impuesto a mí mismo.

—Te encuentro muy cambiado. Pero por fin te vuelvo a ver. Dos relucientes monedas de cinco francos acaban de demostrarme que he sido un majadero al no haberlas ofrecido desde el primer viaje.

La conversación entre los dos amigos fué interminable. Julián cambió de color cuando Fouqué le dijo:

—¿Sabes que la madre de tus discípulos está entregada por completo a la devoción?

Y hablaba con ese aire indiferente que causa una impresión tan singular en el alma apasionada, a la que hiere, sin pretenderlo, en sus más caros intereses.

—Sí, amigo mío, a la devoción más exaltada. Dicen que hace peregrinaciones. Pero, para vergüenza eterna del abate Maslon, que ha espiado tanto tiempo al pobre M. Chelan, madame de Renal no quiere nada con él. Va a confesarse a Dijon o a Besançon.

—¿Viene a Besançon?—dijo Julián, poniéndose colorado hasta las orejas.

—Con bastante frecuencia—respondió Fouqué con aire interrogativo.

—¿Llevas ahí algún "Constitucional"?

—¿Qué dices?—replicó Fouqué.

—Te pregunto si llevas algún "Constitucional"—repuso Julián en tono más tranquilo.—Aquí se venden a treinta céntimos el número.

—¡Hasta en el seminario aparecen los liberales!—exclamó Fouqué—¡Pobre Francia!—añadió, adoptando la voz hipócrita y el tono dulzón del abate Maslon.

Aquella visita hubiera causado una profunda impresión en nuestro héroe si, al día siguiente, una palabra que le dirigió aquel seminarista joven de Verrières, que tan niño le parecía, no le hubiese llevado a un importante descubrimiento. Desde que estaba en el Seminario, la conducta de Julián no había sido más que una serie de pasos en falso. Se burló de sí mismo con amargura.

A decir verdad, los actos importantes de su vida estaban dirigidos con sabiduría; pero se cuidaba poco de los detalles, y los hábiles del seminario solo se fijaban en los detalles. Así es que pasaba entre sus compañeros por un "librepensador". Había sido traicionado por una porción de pequeñeces.

Según ellos, tenía un vicio enorme: "pensaba, juzgaba por sí mismo", en vez de seguir ciegamente la "autoridad" y el ejemplo. El abate Pirard no le había sido de ninguna ayuda; no le dirigió la palabra ni una sola vez fuera del tribunal de la penitencia, y aun allí, escuchaba más que hablaba. Otra cosa hubiera sido si hubiese escogido al abate Castanède.

Desde el mismo momento en que Julián se percató de su locura ya no se aburrió. Quiso conocer toda la extensión del mal, y, a este efecto, salió del silencio altivo y obstinado con que rechazaba a sus compañeros. Entonces fué cuando se vengaron de él. Sus avances fueron acogidos con un desprecio rayano en la burla. Reconoció que, desde que entró en el seminario, no había transcurrido una hora, sobre todo en los recreos, que no tuviese para él consecuencias en pro o en contra, que no hubiera aumentado el número de sus enemigos o le hubiera ganado la benevolencia de algún seminarista sinceramente virtuoso o un poco menos grosero que los demás. El mal que tenía que reparar era inmenso; la empresa, muy difícil. Desde entonces, la atención de Julián estuvo siempre en guardia; se trataba de diseñar para sí un carácter completamente nuevo.

Los movimientos de sus ojos, por ejemplo, le dieron mucho trabajo. No sin razón los llevan bajos en tales lugares.

—¡Qué presunción la mía en Verrières!—se decía Julián—creía vivir; solo me preparaba para la vida. Ahora por fin estoy en el mundo, tal y como lo encontraré hasta el fin de mi papel, rodeado de verdaderos enemigos. ¡Qué difícil es—agregaba—esta hipocresía de cada momento! Es capaz de dejar pequeños los trabajos de Hércules. El Hércules de los tiempos modernos es Sixto V, que estuvo durante quince años consecutivos engañando, por su modestia, a cuarenta cardenales que le habían conocido vivo y altanero en su juventud.

—¡La ciencia no supone nada aquí!—se decía con despecho;—los progresos en el dogma, en la historia sagrada, etc., no cuentan más que en apariencia. Todo lo que se dice sobre esto es un lazo para hacer caer a tontos como yo. Desgraciadamente, mi único mérito consistía en mis progresos rápidos, en la manera de quedarme con todas esas monsergas. ¿Las estimarán ellos, en el fondo, en su verdadero valor? ¿Las juzgan como yo? ¡Y cometía la estupidez de sentirme orgulloso de ello! Los primeros puestos, que he conseguido siempre, solo han servido para crearme enemigos encarnizados. Chazel, que sabe más que yo, comete siempre en sus composiciones alguna torpeza, que le hace quedar en el quinto puesto. Si alguna vez obtiene el primero, es por distracción. ¡Qué útil me hubiera sido una palabra, una sola palabra, de M. Pirard!

Desde el punto y hora en que Julián se desengañó, los largos ejercicios de devoción ascética, como el rosario cinco veces por semana, los cánticos al Sagrado Corazón, etc., que le parecían tan mortalmente aburridos, se convirtieron en los momentos de acción más interesantes. Reflexionando severamente sobre sí mismo y, sobre todo, tratando de no exagerar los medios, Julián no aspiró de repente, como los seminaristas que servían de modelo a los demás, a realizar a cada paso acciones "significativas"; es decir, que probaran un grado de perfección cristiana. En el seminario hay un modo de comer un huevo pasado por agua, que indica los adelantos hechos en la vida devota.

El lector, que quizá sonríe, dígnese recordar todas las tonterías que hizo tomando un huevo el abate Delille cuando fué invitado a almorzar por una gran dama de la corte de Luis XVI.

Julián trató primeramente de llegar al "non culpa", o sea, el estado del seminarista cuya actitud, modo de mover los brazos, los ojos, etc., no indican, en verdad, nada de mundano, pero tampoco muestran todavía al ser absorto por la idea de la otra vida y la "nada" de esta.

Constantemente encontraba Julián, escritos con carbón en las paredes de las galerías, letreros como este: "¿Qué son sesenta años de prueba comparados con una eternidad de delicias o una eternidad de aceite hirviendo en el infierno?" No los despreció; comprendió que debía tenerlos siempre presentes.

—¿Qué haré toda mi vida?—se decía—Venderé a los fieles un puesto en el cielo. ¿Cómo se les podrá hacer visible este puesto? Por la diferencia entre mi aspecto exterior y el de un laico.

Después de varios meses de estudio incesante, aun tenía Julián el aire de "pensar". Su modo de mover los ojos y la boca no anunciaban la fe implícita y presta a creer todo y a apoyar todo, incluso por el martirio. Una intensa cólera se apoderaba de Julián al comprender que, en esto, le llevaba ventaja cualquier campesino de lo más grosero. Ellos tenían razones más que suficientes para no aparecer con un aire pensador.

¡Cuánto trabajo se tomaba para llegar a esa fisonomía de fe ciega y ferviente, dispuesta a creerlo todo y a sufrirlo todo, que tan frecuentemente se encuentra en los conventos de Italia, de la que tan perfectos modelos tenemos nosotros, los laicos, en los cuadros religiosos de Guercino!

Los días de fiesta mayor se daba a los seminaristas salchichas con "choucroute". Los vecinos de mesa de Julián observaron que era insensible a aquel placer; este fué uno de sus primeros crímenes. Sus compañeros creyeron ver en ello un rasgo odioso de la más estúpida hipocresía; no hubo cosa que le procurara más enemigos.

—¡Miren el burgués, miren el desdeñoso—decían—que presume de despreciar la mejor "pitanza": salchichas con choucroute! ¡Vaya con el orgulloso, el mamarracho, el maldito!

—¡Ay! La ignorancia de estos jóvenes campesinos, compañeros míos, es una ventaja inmensa para ellos—exclamaba Julián en momentos de desaliento.—Cuando llegan al seminario, el profesor no tiene que borrar la cantidad enorme de ideas mundanas que yo traigo, y que leen en mi cara, haga lo que haga.

Julián estudiaba con atención, rayana en envidia, a los más groseros de los campesinos que llegaban al seminario. En el momento en que los despojaban de su chaqueta de ratina para hacerles endosar el hábito negro, su educación se constreñía a un respeto inmenso, sin límites, por el dinero "sec et liquide", como dicen en el Franco Condado.

Es la manera sacramental y heroica de expresar la idea sublime del dinero "contante y sonante".

Para estos seminaristas, como para los héroes de las novelas de Voltaire, la felicidad consiste en comer bien. Julián descubría en casi todos ellos un respeto innato por cualquier hombre que lleve un traje de "paño fino". Este sentimiento hace apreciar en todo su valor, y aun por encima de su valor, la "justicia distributiva", tal y como nos la ofrecen nuestros tribunales.—¿Qué se puede ganar—solían decir entre ellos—con llevarle la contraria a un "gordo"?

Esta es la palabra con que la gente de los valles del Jura designan una persona rica. ¡Cuál no será su respeto por el ser más rico de todos: el Gobierno!

No sonreír respetuosamente a la sola mención del señor Prefecto, pasa por una imprudencia entre los campesinos del Franco Condado, y la imprudencia en un pobre es rápidamente castigada con la falta de pan.

Después de haberse sentido, en los primeros tiempos, como sofocado por el sentimiento del desprecio, Julián acabó por sentir compasión: los padres de la mayoría de sus compañeros habían retornado a sus chozas, muchas noches de invierno, y no hallaron en ellas ni pan, ni castañas, ni patatas.

—¿Qué hay de extraño—se decía Julián—si para ellos el hombre feliz es, en primer término, el que ha comido bien, y después el que posee un buen traje? Mis compañeros tienen una vocación firme; es decir, ven en el estado eclesiástico la continuación indefinida de esta dicha: comer bien y tener un buen abrigo en invierno.

Cierto día, Julián oyó a un joven seminarista, bastante despejado, que decía a su compañero:

—¿Por qué no he de llegar yo a Papa como Sixto V, que era porquero?

—No nombran Papas más que a italianos;—respondió el amigo—pero seguramente que entraremos en suertes para plazas de vicarios generales, canónigos y quizá obispos. Monsieur P..., obispo de Châlons, es hijo de un tonelero, el mismo oficio que tiene mi padre.

Un día, durante una lección de dogma, el abate Pirard mandó llamar a Julián. El pobre muchacho tuvo una satisfacción inmensa al salir de la atmósfera física y moral en la que estaba sumido.

Julián halló en el director la misma acogida que le había aterrado tanto el día de su entrada en el seminario.

—Explíqueme lo que está escrito en esta carta de baraja—le dijo, mirándole como si lo quisiera anonadar.

Julián leyó:

—"Amanda Binet, en el café de la Jirafa, antes de las ocho. Decir que es de Genlis y primo de mi madre."

Julián vió el peligro inmenso que corría; los soplones del abate Castanède le habían robado aquella dirección.

—El día que entré aquí—respondió, mirando a la frente de M. Pirard, pues no podía soportar su mirada terrible—estaba temblando; M. Chelan me había dicho que este era un sitio lleno de delaciones y maldades de todo género; se fomentan el espionaje y las denuncias entre compañeros. El cielo lo quiere así para mostrar la vida, tal como es, a los jóvenes sacerdotes, e inspirarles asco hacia el mundo y sus pompas.

—¡Venirme a mí con frases!—dijo el abate Pirard, furioso—¡Valiente bribón!

—En Verrières,—repuso fríamente Julián—mis hermanos me pegaban cuando tenían algún motivo de envidia...

—¡Al grano, al grano!—exclamó M. Pirard, casi fuera de sí.

Sin sentirse intimidado lo más mínimo, Julián reanudó su narración.

—El día de mi llegada a Besançon, hacia mediodía, tenía hambre; entré en un café. Mi corazón estaba henchido de repugnancia hacia un lugar tan profano; pero pensé que allí me costaría el almuerzo menos que en la posada. Una señora, que parecía la dueña del establecimiento, se compadeció de mi aire novato. "Besançon está lleno de mala gente;—me dijo—tengo miedo de que le ocurra algo, señor. Si se viese en un apuro, acuda a mi casa antes de las ocho. Si los porteros del seminario se niegan a traerme el recado, diga que es primo mío y natural de Genlis..."

—Habrá que comprobar todo ese cuento—exclamó el abate Pirard, que, al no poder estarse quieto, paseaba por la habitación.—Vuelva a su celda.

El abate siguió a Julián y le encerró con llave. Este se puso a revolver su maleta, en el fondo de la cual estaba la carta, escondida cuidadosamente. No faltaba nada en la maleta, pero había varias cosas fuera de su sitio. Sin embargo, él no se separaba de la llave.

—Afortunadamente—se dijo Julián—en el tiempo de mi ceguera nunca he aceptado el permiso para salir que M. Castanède me ofrecía tan frecuentemente, con una bondad que ahora comprendo. Quizá hubiese tenido la debilidad de cambiar de traje y de ir a ver a la bella Amanda, y me habría perdido. Cuando han desesperado de sacar partido del informe por este medio, para no desperdiciarlo, han hecho una denuncia.

Dos horas más tarde el director le mandó llamar.

—No ha mentido usted;—le dijo con mirada menos severa—pero guardar tales señas es una imprudencia cuya gravedad no puede usted concebir. ¡Desgraciada criatura! Es posible que esto le perjudique hasta dentro de diez años.

XXVII. Primera experiencia de la vida

¡La época presente, gran Dios! Es el arca del Señor. Desgraciado quien la toca.

Diderot.


El lector nos perdonará que citemos muy pocos hechos claros y precisos de esta época de la vida de Julián. No es que carezcamos de datos, al contrario; pero quizá lo que él vió en el seminario es demasiado negro para el colorido suave que hemos tratado de conservar en estas páginas. Los contemporáneos, a quienes hacen sufrir ciertas cosas, no pueden recordarlas sin sentir un horror que hace desaparecer todo placer, incluso el de leer un cuento.

Julián tenía poco éxito en sus intentos de hipocresía del gesto. Tuvo momentos de repugnancia y hasta de desaliento profundo. No lograba triunfar ni aun en una carrera ruin. El menor socorro exterior hubiera bastado para animarle, la dificultad que tenía que vencer no era tan grande; pero estaba solo, como una barca abandonada en medio del océano.—Y aun cuando llegara a vencer—se decía—¡tener que pasar toda mi vida en tan mala compañía! ¡Glotones, que no piensan más que en la tortilla de tocino que han de devorar en la comida, o abates Castanède, para los que no hay crimen lo bastante negro! ¡Ellos llegarán arriba; pero a qué precio, Dios santo!

—La voluntad del hombre es poderosa, lo leo por todas partes; pero, ¿basta para vencer tal repugnancia? La tarea de los grandes hombres ha sido fácil; por terrible que fuera el peligro lo veían hermoso; ¿y quién, sino yo, podrá comprender la fealdad de lo que me rodea?

Este momento fué la piedra de toque de su vida. ¡Le era tan fácil alistarse en uno de los brillantes regimientos de guarnición en Besançon! Se podía hacer profesor de latín. ¡Necesitaba tan poco para vivir! Pero entonces, adiós a la carrera, adiós al porvenir para su imaginación: eso era morir. He aquí al detalle una de sus tristes jornadas:

—¡Mi presunción se ha aplaudido tantas veces el ser diferente de los demás campesinos! Pues bien, ya he vivido lo bastante para ver que "diferencia engendra odio"—se decía una mañana.

Acababa de revelarle esta gran verdad uno de sus desaciertos más desagradables. Durante ocho días se había esforzado en ser grato a un alumno que vivía en olor de santidad. Se paseaba con él por el patio, escuchando con resignación tonterías capaces de acabar con la paciencia de Job. Súbitamente se desencadenó una tormenta; retumbó el trueno, y el santo alumno exclamó, rechazándole de forma grosera:

—Oiga, cada uno que se valga por sí mismo en este mundo; no quiero ser abrasado por el rayo. Dios puede fulminarle como a un impío, como a un Voltaire.

Con los dientes apretados de rabia, y dirigiendo sus miradas hacia el cielo, surcado por el rayo, exclamó Julián:

—¡Merecería hundirme si me duermo mientras dure la tormenta! Tratemos de conquistar a algún otro pedante.

Sonó la campana, anunciando la clase de historia sagrada del abate Castanède.

El abate Castanède explicaba aquel día a aquéllos jóvenes campesinos, tan asustados por el trabajo penoso y la pobreza de sus padres, que aquel ser tan terrible a sus ojos, el Gobierno, solo tenía poder real y legítimo en virtud de la delegación del vicario de Dios en la tierra.

—Haceos dignos de las bondades del Papa por la santidad de vuestra vida, por vuestra obediencia; sed "como una vara entre sus manos,"—añadía—y conseguiréis un puesto soberbio en el que mandaréis como jefes, lejos de toda inspección; una plaza inamovible, de cuyos emolumentos paga el Gobierno la tercera parte, y lo restante, los fieles que formaréis con vuestras predicaciones.

Al salir del aula, M. Castanède se detuvo en el patio y comenzó a decir a sus discípulos, que formaban círculo a su alrededor:

—De un cura es de quien mejor se puede decir: "Tanto vale el hombre como vale el puesto." Yo mismo he conocido parroquias de montaña cuyos beneficios eran más importantes que los de muchos curatos de ciudad. Había mucho dinero, y aparte, los capones cebados, los huevos, la manteca y otras mil menudencias. Además, el cura era el primero sin discusión, y no había buena comida a la que no fuera invitado, festejado, etc.

Apenas subió a su habitación M. Castanède, los alumnos se dividieron en grupos. Julián no formaba parte de ninguno; le dejaban como a una oveja sarnosa. En todos los grupos veía a uno de los muchachos tirar una moneda al aire, y, si acertaba en el juego de cara o cruz, sus compañeros deducían que pronto tendría uno de esos curatos de pingües beneficios.

Luego llegó el turno de las anécdotas. Tal curita, que apenas llevaba un año de ordenado, por regalar un conejo robado a la criada de un cura viejo, había conseguido ser nombrado vicario, y pocos meses después, al morir el cura, le sustituyó en la cura de almas. Tal otro había llegado a hacerse nombrar sucesor del curato de un pueblo muy rico, asistiendo a todas las comidas del viejo cura paralítico, y trinchándole los pollos con habilidad.

Los seminaristas, como todos los jóvenes de todas las carreras, exageran el efecto de estos medios mezquinos, que tienen para ellos algo de extraordinario y sugestivo.

—Es preciso—se decía Julián—que me acostumbre a estas conversaciones.—Cuando no hablaban de salchichas y de buenos curatos, se ocupaban de la parte mundana de las doctrinas eclesiásticas; de las diferencias de los obispos y de los prefectos, de los alcaldes y de los curas. Julián veía despuntar la idea de un segundo Dios, pero un Dios más de temer y más poderoso que el otro; este segundo Dios era el Papa. Se decían unos a otros, pero bajando la voz, cuando estaban seguros de no ser escuchados por M. Pirard, que si el Papa no se tomaba el trabajo de nombrar a todos los prefectos y todos los alcaldes de Francia, era porque había delegado este trabajo en el rey de Francia, nombrándole hijo mayor de la Iglesia.

En esta época fué cuando Julián creyó que podría sacar partido a su favor del libro sobre el Papa de M. de Maistre. A decir verdad, causó el asombro de sus compañeros, pero también en perjuicio suyo. Les desagradó exponiendo mejor que ellos sus propias opiniones. M. Chelan había sido imprudente para Julián, igual que lo era para sí mismo. Después de infundirle el hábito de razonar justamente y no contentarse con palabras inútiles, se había olvidado de advertirle que, para un ser poco considerado, este hábito es un crimen, pues todo razonamiento justo ofende.

El bien decir de Julián fue, por tanto, un nuevo mal para su persona. A fuerza de pensar en él, sus compañeros llegaron a expresar, en una sola frase, todo el horror que les inspiraba: le apodaron Martín Lutero.—Sobre todo,—decían—a causa de esa lógica infernal de la que tanto se enorgullece.

Muchos de los jóvenes seminaristas tenían colores más frescos y podían pasar por más guapos que Julián, pero este tenía las manos blancas y no podía ocultar cierta costumbre de pulcritud delicada. Tal ventaja no lo era en la triste casa donde la suerte lo había arrojado. Los campesinos sucios, entre quienes vivía, declararon que tenía costumbres muy relajadas. Tememos fatigar al lector con el relato minucioso de los infortunios de nuestro héroe. Por ejemplo, los más vigorosos de sus compañeros quisieron tomar la costumbre de pegarle; Julián se vió obligado a armarse de su compás de hierro y a anunciar, pero por señas, que haría uso de él. Las señas no pueden figurar, en un relato de espía, con tanta claridad como las palabras.

XXVIII. Una procesión

Todos los corazones estaban conmovidos. La presencia de Dios parecía haber bajado a las calles estrechas y góticas, adornadas con colgaduras y enarenadas por los fieles.

Young.


Ya podía Julián hacerse el pequeño y el tonto; no lograba agradar; era demasiado diferente.—Sin embargo—se decía—, todos estos profesores son gente muy fina y elegidos entre mil. ¿Cómo no les agrada mi humildad?

Solo uno le parecía abusar de su complacencia en creerlo todo y dar a entender que se dejaba engañar por todo. Era el abate Chas-Bernard, maestro de ceremonias de la catedral, donde esperaba hacía quince años una canonjía; mientras tanto, enseñaba oratoria sagrada en el seminario. En la época de su ceguera, esta era una de las clases en que Julián iba casi siempre el primero. El abate Chas se basó en esto para demostrarle cariño, y a la salida de clase solía tomarle del brazo para dar una vuelta por el jardín.

—¿Dónde querrá ir a parar?—se decía Julián. Veía con asombro que durante horas enteras el abate Chas le hablaba de los ornamentos que poseía la catedral. Tenía diecisiete casullas galoneadas, aparte de las vestiduras de duelo. Esperaban mucho de la anciana presidenta Rubempré; esta señora, de noventa años, conservaba, desde hacía setenta por lo menos, su traje de boda, de soberbias sedas de Lyon bordadas en oro.

—Figúrese, amigo mío,—decía el abate Chas, parándose en seco y abriendo mucho los ojos—que esas telas se sostienen de pie, ¡tanto es el oro de su tejido! Es creencia general en Besançon que, por el testamento de la presidenta, el "tesoro" de la catedral se verá aumentado en diez casullas, sin contar cuatro o cinco capas para las grandes solemnidades. Y yo voy aun más lejos—agregaba el abate Chas bajando la voz.—Tengo mis razones para pensar que la presidenta nos dejará ocho magníficos candelabros de plata sobredorada, que se supone fueron comprados en Italia por el duque de Borgoña Carlos el Temerario, del que fué ministro favorito uno de sus antepasados.

—Pero, ¿qué se propondrá este hombre con todas estas fruslerías?—pensaba Julián.—Hace un siglo que está con esta preparación, y no deja entrever nada. Se conoce que desconfía de mí. Es más sagaz que los otros, que dejan adivinar su objetivo oculto a los quince días de hablarles. Lo comprendo, ¡la ambición de este está sufriendo desde hace quince años!

Una tarde, durante la lección de armas, el abate Pirard llamó a Julián a su despacho y le dijo:

—Mañana es la fiesta del "Corpus Domini" (el Corpus)

El abate Chas-Bernard le necesita a usted para que le ayude a adornar la catedral. Vaya, pues, y cumpla sus órdenes.

El abate Pirard le volvió a llamar, y con aire de conmiseración, agregó:

Cuenta de usted es si se le ocurre aprovechar la ocasión para perderse por la ciudad.

—"Incedo per ignes"—respondió Julián—.(Tengo enemigos ocultos.)

Al día siguiente, muy de mañana, Julián tomó el camino de la catedral con los ojos bajos. El aspecto de las calles y la actividad que comenzaba a notarse en la ciudad le hicieron mucho bien. Por todas partes adornaban las fachadas de las casas para la procesión. Todo el tiempo que llevaba en el seminario le pareció un instante. Su pensamiento estaba en Vergy y en aquella linda Amanda Binet, a quien podría volver a ver, pues su café no estaba nada lejos. Divisó al abate Chas-Bernard a la puerta de su querida catedral. Era un hombre grueso, de cara alegre y aire abierto. Aquel día estaba triunfante.

—Le esperaba, hijo mío querido—exclamó en cuanto vió a Julián de lejos;—sea bienvenido. El trabajo de hoy será largo y rudo; vamos a tomar fuerzas con un primer desayuno; el segundo lo haremos a las diez, durante la misa mayor.

—Deseo, señor, no estar solo ni un momento—le dijo Julián con gravedad.—Hágame usted el favor de fijarse—añadió señalando el reloj de la catedral—que llego a las cinco menos un minuto.

—¡Ah! ¡Esos traviesos del seminario le dan miedo! Es usted demasiado bueno al pensar en ellos—dijo el abate Chas—¿Es menos bello un camino porque haya espinas en los setos que lo bordean? Los viajeros siguen adelante, y dejan que las espinas punzantes se sequen solas. Pero, en fin, ¡al trabajo, amigo mío, al trabajo!

El abate Chas tenía razón al decir que la tarea sería ruda. Se había celebrado la víspera una gran ceremonia fúnebre en la catedral; no se había podido preparar nada, y había que revestir, en una sola mañana, todas las columnas góticas que forman las tres naves, con una especie de colgadura de damasco rojo que llega a treinta pies de altura. El señor obispo había hecho venir en el correo cuatro tapiceros de París, pero estos señores no podían dar abasto a todo, y, lejos de animar a sus torpes compañeros besanzoneses, redoblaban su torpeza burlándose de ellos.

Julián vió que era preciso subirse a la escalera; su agilidad le fué muy útil. Tuvo que encargarse de dirigir a los tapiceros de la ciudad. El abate Chas, encantado, le miraba saltar de una escalera a otra. Cuando estuvieron revestidas todas las columnas, hubo que colocar cinco enormes penachos de plumas encima del gran baldaquino que cubría el altar mayor. Ocho grandes columnas de mármol de Italia sostenían un espléndido remate de madera dorada. Pero para llegar al centro del baldaquino, encima del tabernáculo, había que pasar por una vieja cornisa de madera, quizá carcomida, y a cuarenta pies del suelo.

El aspecto de este camino difícil había apagado la alegría, bulliciosa hasta ese momento, de los tapiceros parisinos; miraban desde abajo, discutían mucho y no subían. Julián cogió los penachos de plumas y subió la escalera corriendo. Los colocó perfectamente en el adorno en forma de corona del centro del baldaquino. Al bajar de la escalera, el abate Chas-Bernard lo estrechó entre sus brazos.

—"Optime"—exclamó el buen sacerdote.—Se lo contaré a Monseñor.

El almuerzo de las diez fué muy alegre. Nunca el abate Chas había visto tan bonita su iglesia.

—Querido discípulo;—decía a Julián—mi madre alquilaba sillas en esta venerable basílica, así es que me he criado en este gran edificio. El Terror de Robespierre nos arruinó, pero, a los ocho años que tenía entonces, ya ayudaba a misas privadas, y me daban de comer el día de la misa. Nadie sabía doblar una casulla mejor que yo: nunca se cortaban los galones. Desde que Napoleón restableció el culto, tengo la suerte de dirigir todo en esta venerable catedral metropolitana. Cinco veces en el año la puedo contemplar luciendo estos magníficos adornos. Pero nunca ha estado tan resplandeciente, nunca han estado las colgaduras de damasco tan bien sujetas como hoy, tan pegadas a las columnas.

—Por fin va a declararme su secreto—pensó Julián.—Empieza a hablarme de sí mismo; se expansiona.—Pero nada imprudente dijo aquel hombre, evidentemente emocionado.

—Y, sin embargo—se decía Julián—ha trabajado mucho, es feliz y no se ha escatimado el buen vino. ¡Qué hombre! ¡Qué ejemplo para mí! Para él la perra gorda. (Esta era una expresión que había aprendido del viejo cirujano)

Al tocar al "Sanctus" de la misa mayor, Julián quiso ponerse una sobrepelliz para seguir al obispo en la magnífica procesión.

—¿Y los ladrones, amigo mío, y los ladrones?—exclamó el abate Chas—¿No piensa en ellos? La procesión va a salir, la iglesia quedará desierta, vigilaremos usted y yo. Podemos darnos por contentos si no nos faltan más que algunas varas del magnífico galón que rodea la base de las columnas. Es también un donativo de madame de Rubempré; procede del famoso conde, su bisabuelo. Es de oro puro, mi querido amigo—añadió el abate, hablándole al oído con un aire evidentemente entusiasmado—; no tiene nada falso. Encárguese usted de vigilar el ala norte; no salga de ella. Me reservo el ala del mediodía y la nave central. Tenga cuidado con los confesionarios; en ellos se colocan los espías de los ladrones, para acechar el momento en que estemos vueltos de espalda.

Al terminar de hablar dieron las once y tres cuartos, y enseguida se oyó la campana mayor. La echaban a vuelo; su sonido, tan pleno y tan solemne, emocionó a Julián. Su imaginación no estaba en la tierra.

El olor del incienso y de los pétalos de rosa desparramados ante el Santísimo Sacramento por los niños vestidos de San Juan, acabó de entusiasmarle.

Los sonidos graves de aquella campana no habrían debido despertar en Julián más que la idea del trabajo de veinte hombres pagados a cincuenta céntimos, y ayudados, quizá, por quince o veinte fieles. Debía pensar en el deterioro de las cuerdas, en el de la armadura, en el peligro de la misma campana, que se cae cada dos siglos, y reflexionar sobre los medios de disminuir el jornal de los que la tocaban, o pagarles con alguna indulgencia u otra gracia sacada de los tesoros de la iglesia y que no aligerara su bolsa.

En vez de estas sabias reflexiones, el alma de Julián, excitada por aquéllos sonidos tan varoniles y plenos, erraba por los espacios imaginarios. Nunca llegará a ser un buen sacerdote ni un buen administrador. Las almas que se emocionan así son capaces, todo lo más, de producir un artista. Aquí se pone de manifiesto con toda claridad la presunción de Julián. Cincuenta, quizá, de los seminaristas compañeros suyos, llamados a la realidad de la vida por el odio público y el jacobinismo que les hace temer una emboscada detrás de cada seto, al oír la campana mayor de la catedral solo hubieran pensado en el jornal de los que la tocaban. Hubieran examinado, con el ingenio de Barême, si el grado de emoción del público valía el dinero que se pagaba a los campaneros. Si Julián hubiese querido ocuparse de los intereses materiales de la catedral, su imaginación, lanzándose más allá de la meta, habría pensado en economizar cuarenta francos en su obra y hubiera dejado pasar la oportunidad de evitar un gasto de veinticinco céntimos.

Mientras que, con el día más hermoso del mundo, la procesión recorría lentamente todo Besançon, deteniéndose ante los altares levantados a porfía por todas las autoridades, la iglesia quedó en un profundo silencio. Una semioscuridad, una agradable frescura reinaba en ella; aun estaba embalsamada por el olor del incienso y de las flores.

El silencio, la profunda soledad, la frescura de las grandes naves, hacían más dulce el ensueño de Julián. No temía ser importunado por el abate Chas, ocupado en la parte opuesta del edificio. Su alma casi había abandonado su envoltura mortal, que se paseaba lentamente por el ala norte, confiada a su vigilancia. Estaba tanto más tranquilo, cuanto que se había asegurado que en los confesionarios solo quedaran algunas mujeres devotas; sus ojos miraban sin ver.

Sin embargo, su distracción se vió medio disipada por el aspecto de dos mujeres muy bien puestas que estaban de rodillas; una, en un confesionario, y la otra, cerca de la primera, en una silla. Miró sin ver; no obstante, bien por un sentimiento vago del deber, bien por admiración hacia aspecto noble y sencillo de aquellas señoras, advirtió que en el confesionario no había ningún sacerdote.

—Es extraño—pensó—que estas señoras tan elegantes no estén arrodilladas ante un altar, si son devotas, o en la primera fila de un balcón, si son gente de mundo. ¡Qué bien cae ese vestido! ¡Con qué gracia!—Acortó el paso para tratar de verlas.

La que estaba de rodillas en el confesionario, volvió un poco la cabeza al oír el ruido de los pasos de Julián en aquel gran silencio. De repente dio un grito y se desmayó.

Al perder el conocimiento, aquella señora, que estaba de rodillas, cayó hacia atrás; su amiga, que estaba cerca, se lanzó en su auxilio. Al mismo tiempo Julián vió los hombros de la señora que caía hacia atrás. Un collar de gruesas perlas finas trenzadas, muy conocido por él, atrajo su mirada. ¿Qué le ocurrió al reconocer la cabellera de madame de Renal, pues era ella? La dama que trataba de sostenerle la cabeza para que no cayese por completo era Madame Derville. Julián, fuera de sí, se lanzó hacia el grupo. Madame de Renal, en su caída, hubiera arrastrado a su amiga si Julián no las hubiese sostenido. Vió la cabeza de madame de Renal, pálida, absolutamente privada de sentido, que caía sobre sus hombros. Ayudó a Madame Derville a colocar aquella cabeza encantadora sobre una silla de paja; estaba de rodillas.

Madame Derville se volvió y le reconoció.

—Huya usted, huya—le dijo con el tono más indignado—¡Sobre todo, que no le vuelva a ver! Su presencia tiene que causarle horror. ¡Era tan feliz antes de conocerle!

Huya; aléjese, si le queda un resto de pudor.

Estas frases fueron pronunciadas con tal acento de autoridad, y Julián se sentía tan débil en aquel momento, que se alejó.—Siempre me ha odiado—se decía pensando en Madame Derville.

En el mismo momento, el canto gangoso de los primeros curas de la procesión, que ya volvía, resonó en la iglesia. El abate Chas-Bernard llamó varias veces a Julián, que al principio no le oyó; por fin, fué a cogerle por el brazo detrás de una columna, donde Julián se había refugiado medio muerto. Quería presentarle al obispo.

—Se encuentra mal, hijo mío—le dijo el abate al verle tan pálido y casi sin fuerzas para andar;—ha trabajado demasiado.—El abate le dio el brazo—Venga usted; siéntese en el banquillo del que da el agua bendita, detrás de mí; yo le ocultaré.—Estaban en aquel momento junto a la puerta principal.—Tranquilícese usted; tenemos aun más de veinte minutos antes de que aparezca Monseñor. Trate usted de rehacerse; cuando pase, yo le levantaré, pues soy fuerte y vigoroso a pesar de mi edad.

Pero cuando el obispo pasó, Julián temblaba de tal modo que el abate Chas renunció a la idea de presentarle.

—No se aflija usted demasiado; ya encontraré otra ocasión.

Por la tarde mandó a la capilla del seminario diez libras de cirios, economizados, según él, por los cuidados de Julián y la rapidez con que los hizo apagar. Nada menos cierto. El pobre muchacho sí que estaba apagado; después de ver a Madame de Renal no había tenido una sola idea.

XXIX. El primer ascenso

Ha conocido su siglo, ha conocido su provincia, y es rico.

El precursor.


No había vuelto en sí Julián del delirio en que le había sumido el suceso de la catedral, cuando una mañana le llamó el severo abate Pirard.

—El abate Chas-Bernard me escribe interesándose por usted. En términos generales, estoy satisfecho de su conducta. Es usted imprudente en extremo, y hasta atolondrado, sin que lo parezca; sin embargo, hasta ahora, su corazón es bueno e incluso generoso; su talento, superior. En resumen, veo en usted una chispa que no hay que abandonar.

—Después de quince años de trabajo estoy a punto de salir de esta casa. Mi crimen consiste en haber dejado a los seminaristas a su libre albedrío y no haber protegido ni trabajado en contra de la sociedad secreta de que usted me habló en el tribunal de la penitencia. Antes de marcharme, quiero hacer algo en su favor. Ya lo habría hecho hace dos meses, pues lo merece usted, a no ser por la denuncia basada en las señas de Amanda Binet que encontraron en su poder. Le nombro pasante para el Antiguo y Nuevo Testamento.

Julián, loco de agradecimiento, tuvo la idea de caer de rodillas dando gracias a Dios; pero cedió a un sentimiento más sincero. Se aproximó al abate Pirard y, tomándole una mano, la llevó a sus labios.

—¿Qué es esto?—exclamó el director con aire enojado.

Pero los ojos de Julián decían aun más que su acción.

El abate Pirard le miró con el asombro del hombre que hace muchos años ha perdido la costumbre de encontrar emociones delicadas. Esta atención traicionó al director; su voz se alteró.

—Bueno, hijo mío; te tengo cariño, es verdad. El cielo sabe bien que es a pesar mío. Debería ser justo y no sentir amor ni odio por nadie. Tu carrera será penosa. Veo en ti algo que ofende a lo vulgar. La envidia y la calumnia te perseguirán. En dondequiera que la Providencia te coloque, tus compañeros no te verán nunca sin odiarte, y si fingen tenerte cariño será para traicionarte con más facilidad. Contra esto solo existe un remedio: no recurras más que a Dios, que te ha dado, para castigarte de tu presunción, esta necesidad de ser odiado; que tu conducta sea pura; es el único recurso que veo para ti. Si te aferras a la verdad con todas tus fuerzas, tarde o temprano tus enemigos serán confundidos.

Hacía tanto tiempo que Julián no oía una voz amiga, que hay que perdonarle una debilidad: rompió a llorar con toda su alma. El abate Pirard le abrió los brazos; aquel instante fué muy dulce para los dos.

Julián estaba loco de alegría; aquel era el primer ascenso que lograba. Las ventajas eran inmensas. Para concebirlas es preciso haber estado condenado a pasar meses enteros sin un momento de soledad, y en contacto inmediato con compañeros inoportunos, como mínimo, y la mayor parte, intolerables. Solamente sus gritos serían suficientes para alterar un organismo delicado. La alegría bulliciosa de aquéllos campesinos bien alimentados y bien vestidos, no podía disfrutar de sí misma, no se creía completa más que cuando gritaban con toda la fuerza de sus pulmones.

Ahora Julián comía solo, o casi solo, una hora más tarde que los demás seminaristas. Tenía una llave del jardín y podía pasear por él a las horas en que estaba desierto.

Con gran asombro, Julián se dio cuenta de que le odiaban menos; él esperaba, por el contrario, un gran aumento del odio. Ese deseo interno de que no le dirigieran la palabra, que era tan evidente y que tantos enemigos le había costado, ya no fué una muestra de altanería ridícula. A los ojos de los seres groseros que le rodeaban, aquéllo era un sentimiento justo de su dignidad. El odio disminuyó sensiblemente, sobre todo entre los más jóvenes de sus compañeros, que pasaron a ser discípulos, y a los que trataba con mucha cortesía. Poco a poco llegó hasta a tener partidarios; era de mal tono llamarle Martín Lutero.

Pero, ¿para qué hablar de sus amigos ni de sus enemigos? Todo eso es feo, y tanto más feo cuanto más verdadero es el dibujo. Esos son, sin embargo, los únicos profesores de moral que tiene el pueblo, y sin ellos, ¿qué sería de él? ¿Podrá algún día el periódico sustituir al cura?

Después que Julián se hizo cargo de la nueva dignidad, el director del seminario hizo propósito de no hablarle jamás sin testigos. En esta conducta había tanta prudencia respecto al maestro como respecto al discípulo; pero había, sobre todo, "prueba". El principio invariable del severo jansenista Pirard era: ¿Tiene un hombre algún mérito a vuestros ojos? Ponedle obstáculos a todo lo que desee, a todo lo que emprenda. Si el mérito es verdadero, vencerá los obstáculos o los esquivará.

Era el tiempo de la caza. Fouqué tuvo la ocurrencia de enviar al seminario un ciervo y un jabalí, de parte de los padres de Julián. Los animales muertos fueron depositados en un corredor, entre la cocina y el refectorio. Allí los vieron todos los seminaristas al ir a comer. Aquello fué objeto de gran curiosidad. El jabalí, a pesar de estar muerto, daba miedo a los más jóvenes, que tocaban sus colmillos. No se habló de otra cosa durante ocho días.

Aquel regalo, que clasificaba a la familia de Julián en la parte respetable de la sociedad, fué un golpe mortal para la envidia. Julián adquirió una superioridad consagrada por la fortuna. Chazel y los seminaristas más distinguidos se le acercaron y casi estuvieron a punto de mostrarse quejosos porque no les había puesto en antecedentes de la posición de su familia, habiéndoles expuesto a faltarle el respeto al dinero.

Hubo un reclutamiento, del cual fué excluido Julián en calidad de seminarista. Esta circunstancia le afectó profundamente.—¡Ahora sí que ha pasado para siempre el momento en que, veinte años atrás, habría comenzado para mí una vida heroica!

Se paseaba solo por el jardín del seminario, y oyó hablar entre sí a los albañiles que trabajaban en la tapia que rodeaba el edificio.

—No hay más remedio que marcharse; hay un nuevo reclutamiento.

—En tiempos del "otro", bienvenida sería; un albañil se hacía oficial y llegaba a general; ya se ha visto.

—¡Pero ahora, hay que ver! Solo van los más pobres. El que tiene "de qué", se queda.

—El que ha nacido miserable, miserable continúa, y no hay más.

—¿Y es verdad lo que dicen, que el otro ha muerto?—preguntó un tercer albañil.

—Los gordos son los que lo dicen, ¿sabes?, porque el otro les daba miedo.

—¡Qué diferencia! ¡Cómo marchaban las cosas en su tiempo! ¡Y pensar que le hicieron traición sus mariscales! ¡Hay que ser traidor de verdad!

Esta conversación consoló un tanto a Julián. Al alejarse repetía con un suspiro:

—¡El único rey cuya memoria conserva el pueblo!

Llegó la época de los exámenes. Julián respondió de un modo brillante; vió que hasta el mismo Chazel hacía esfuerzos para demostrar todos sus conocimientos.

El primer día, a los examinadores, nombrados por el famoso vicario mayor de Frilair, les contrarió mucho verse obligados a poner siempre en sus listas el primero o, a lo sumo, el segundo al tal Julián Sorel, que les presentaban como protegido del abate Pirard. Hubo apuestas en el seminario a que en el examen general, Julián obtendría el número uno, lo cual implicaba el honor de comer en casa del señor obispo. Pero al final de una sesión, en que se trató de los Padres de la Iglesia, un examinador listo, después de interrogar a Julián sobre San Jerónimo y su pasión por Cicerón, vino a hablar de Horacio, de Virgilio y de otros autores profanos. A espaldas de sus compañeros, Julián se había aprendido de memoria muchos trozos de estos autores. Arrastrado por sus triunfos, olvidó el lugar en el que estaba y, tras reiteradas instancias del examinador, recitó y parafraseó con pasión varias odas de Horacio. Después de dejarle enredarse durante veinte minutos, de pronto el examinador cambió el gesto, y le reprochó con acritud el tiempo que había perdido en aquéllos estudios profanos y las ideas inútiles o criminales que se había metido en la cabeza.

—Soy un majadero, señor, y tiene usted razón—dijo Julián con aire modesto, reconociendo la hábil estratagema de la que era víctima.

Aquella astucia del examinador se consideró sucia, incluso en el seminario, lo cual no impidió que el señor abate de Frilair, aquel hombre hábil que había organizado tan sabiamente la red de la congregación besanzonesa, y cuyos telegramas a París hacían temblar a jueces, prefectos y hasta a los oficiales generales de la guarnición, pusiera, con su mano todopoderosa, el número 198 al lado del nombre de Julián. Tenía la satisfacción de mortificar así a su enemigo, el jansenista Pirard.

Desde hacía diez años, todo su afán era quitarle la dirección del seminario. Este abate, siguiendo por sí mismo el plan de conducta que había indicado a Julián, era sincero, piadoso, poco amigo de intrigas y cumplidor de su deber. Pero el cielo, en su cólera, le dio un temperamento bilioso muy a propósito para sentir profundamente las injurias y el odio. Ningún ultraje que se le hiciera se perdía para aquel alma ardiente. Hubiera presentado cien veces la dimisión de su cargo, pero se creía útil en el puesto en que le había colocado la Providencia.—Estorbo los progresos del jesuitismo y de la idolatría—se decía a sí mismo.

En la época de los exámenes hacía quizá dos meses que no dirigía la palabra a Julián, y, sin embargo, pasó ocho días enfermo al recibir la carta oficial que le anunciaba el resultado del concurso, y ver con el número 198 al alumno que consideraba la gloria de la casa. El único consuelo para su carácter severo fué concentrar en Julián toda su vigilancia. Con gran entusiasmo por su parte, no encontró en él ni cólera, ni proyectos de venganza, ni desaliento.

Algunas semanas más tarde, Julián se estremeció al recibir una carta; traía sello de París.—Por fin—pensó—Madame de Renal se acuerda le sus promesas.—Un señor que firmaba Pablo Sorel y que se decía pariente suyo le enviaba una letra de quinientos francos. Le decía que, si continuaba estudiando con aprovechamiento los autores latinos, recibiría igual cantidad todos los años.

—¡Es ella! ¡Es su bondad!—se dijo Julián enternecido.—Quiere consolarme; pero ¿por qué no me dice una sola palabra de cariño?

Se engañaba respecto a aquella carta. Madame de Renal, dirigida por su amiga Madame Derville, estaba entregada en cuerpo y alma a sus profundos remordimientos. A su pesar, pensaba muchas veces en el único ser cuyo encuentro había trastornado su existencia; pero se habría guardado muy mucho de escribirle.

Si habláramos el lenguaje del seminario, reconoceríamos como un milagro el envío de aquéllos quinientos francos, y diríamos que el cielo se servía del mismo M. de Frilair para hacer este regalo a Julián.

Doce años antes, el abate de Frilair había llegado a Besançon con un equipaje de lo más exiguo, el cual, según la crónica, contenía toda su hacienda. Ahora era uno de los propietarios más ricos del departamento. En el curso de sus prosperidades compró la mitad de un terreno; la otra mitad correspondió, por herencia, a M. de la Mole. De aquí se originó un gran pleito entre estos dos personajes.

A pesar de su brillante existencia en París y de los puestos que desempeñaba en la corte, el marqués de la Mole comprendió que era peligroso luchar en Besançon contra un vicario mayor que pasaba por hacer y deshacer prefectos. En vez de solicitar una gratificación de cincuenta mil francos, disfrazada con un nombre cualquiera, e incluirla en el presupuesto, abandonando al abate de Frilair este mezquino pleito de cincuenta mil francos, el marqués se picó. Creía tener razón, y razón sobrada.

Pero, si se nos permite decirlo, ¿cuál será el juez que no tenga un hijo, o por lo menos un primo, a quien empujar en el mundo?

Para dar luz a los más ciegos, ocho días después de la primera sentencia que consiguió, el señor abate de Frilair tomó el coche del obispo y fué en persona a llevar la cruz de la Legión de Honor a su abogado. M. de la Mole, un poco aturdido por la actitud de la parte contraria, y viendo que sus abogados flaqueaban, pidió consejo al abate Chelan, el cual le puso en relación con M. Pirard.

Estas relaciones databan de larga fecha en la época de nuestra historia. El abate Pirard tomó parte en este asunto con toda la pasión de su carácter. Viendo constantemente a los abogados del marqués, estudió el asunto, y hallándolo justo, se convirtió abiertamente en agente del marqués, en contra del todopoderoso vicario mayor. Este se mostró indignado de la insolencia, y más aun por venir de parte de un jansenista.

—Vean ustedes cómo es la nobleza de la corte que se cree tan prepotente—decía a sus íntimos el abate de Frilair.—M. de la Mole no ha enviado ni una miserable cruz a su agente en Besançon, y va a permitir, sencillamente, que le destituyan. Y, sin embargo, según cartas que recibo, este noble par no deja pasar ni una semana sin ir a lucir su cordón azul en el salón del guardasellos, sea este quien sea.

A pesar de toda la actividad del abate Pirard, y aun cuando M. de la Mole estaba siempre en las mejores relaciones con el ministro de Justicia y, sobre todo, con la gente del ministerio, todo lo que había podido hacer, después de seis años de preocupaciones, era no perder por completo el pleito.

Manteniendo una correspondencia constante con el abate Pirard sobre el asunto que los dos seguían con pasión, el marqués terminó por apreciar la manera de pensar y sentir del abate. Poco a poco, a pesar de la gran diferencia de posición social, su correspondencia adquirió un tono de amistad. El abate Pirard decía al marqués que querían obligarle a dimitir a fuerza de vejaciones. En la indignación que le produjo la estratagema, infame según él, urdida contra Julián, contó su historia al marqués.

Este gran señor, aunque muy rico, no era avaro. En su vida consiguió que el abate Pirard aceptase nada, ni siquiera para reembolsarle los gastos de correo que el pleito le había originado. Tuvo la ocurrencia de enviar quinientos francos a su discípulo predilecto.

M. de la Mole se tomó el trabajo de escribir él mismo la carta de envío. Esto le hizo pensar en el abate.

Un día, este recibió una nota invitándole a pasarse sin demora por cierta posada de los arrabales de Besançon para un asunto urgente. Allí encontró al administrador de M. de la Mole. Aquel hombre le dijo:

—El señor marqués me ha encargado que traiga su coche. Espera que, cuando lea esta carta, estará usted de acuerdo en salir para París, a lo sumo, dentro de cuatro o cinco días. El tiempo que usted tenga la bondad de indicarme, lo emplearé yo en recorrer las tierras del señor marqués en el Franco Condado. Y el día que a usted indique estaré de vuelta para que salgamos hacia París.

La carta era breve:


"Deslíguese usted de todos los enredos de provincias y venga a París a respirar aire puro. Le envío mi coche, que tiene orden de esperar cuatro días su decisión. Yo le espero en París hasta el martes. Solo aguardo su aquiescencia para aceptar, en su nombre, uno de los mejores curatos de las cercanías de París. El más rico de sus futuros feligreses no le ha visto a usted nunca, pero le estima más de lo que puede usted imaginarse.

"El marqués de la Mole."


Indudablemente, el severo abate Pirard tenía cariño a aquel seminario poblado de enemigos, al que consagró todos sus pensamientos durante quince años. La carta de M. de la Mole fué para él como la presencia del cirujano encargado de hacer una operación cruel y necesaria. Su destitución era cosa segura. Citó al administrador para dentro de tres días.

Durante cuarenta y ocho horas, tuvo la fiebre de la incertidumbre. Por fin, escribió a M. de la Mole, y redactó para el señor obispo una carta, obra maestra del estilo eclesiástico, aunque un poco larga. Habría sido muy difícil encontrar frases más irreprochables y que respirasen un respeto más sincero. Y, sin embargo, aquella carta, destinada a hacer pasar un mal rato a M. de Frilair ante la vista de su superior, detallaba todos los motivos graves de queja y descendía hasta a las vejaciones más menudas y sucias que, después de sufridas con resignación durante seis años, obligaban al abate Pirard a dejar la diócesis.

Le robaban la leña de la leñera, envenenaban a su perro, etc.

Terminada la carta, mandó despertar a Julián, que a las ocho de la noche ya estaba durmiendo, como los demás seminaristas

—¿Sabe usted dónde está el obispado?—le dijo en latín clásico.—Lleve esta carta a Monseñor. No debo ocultarle que le envío a la boca del lobo. Sea usted todo ojos y todo oídos. Nada de mentiras en sus respuestas, pero tenga en cuenta que el que le va a interrogar quizá experimentaría una gran satisfacción en poder perjudicarle. Me alegro mucho, hijo mío, proporcionarle esta experiencia antes de abandonarle, porque no debo ocultárselo: esta carta es mi dimisión.

Julián quedó inmóvil; quería al abate Pirard. Y era en vano que la prudencia le dijera:

—Cuando este buen hombre no esté aquí, el partido del Sagrado Corazón me degradará y quizá me eche.

No podía pensar en sí mismo. Lo que le preocupaba era una frase que quería decir de un modo cortés, pero no podía encontrar el modo hacerlo.

—Bueno, amigo mío, ¿no se marcha usted?

—Es que dicen, señor—apuntó tímidamente Julián—que durante su larga administración no ha ahorrado usted nada. Yo tengo seiscientos francos.

Las lágrimas no le dejaron continuar.

—"Esto también se tendrá en cuenta"—dijo con frialdad el ex director del seminario.—Vaya al obispado, que se hace tarde.

La casualidad quiso que aquella noche estuviera de guardia en el salón del obispado el abate de Frilair. Monseñor estaba comiendo en la prefectura. Fue, pues, a M. de Frilair a quien Julián entregó la carta, aunque él no sabía quién era.

Julián vió con asombro que aquel abate abría osadamente la carta dirigida al obispo. El hermoso semblante del vicario mayor expresó enseguida una gran sorpresa, mezclada de un vivo placer, y redobló su gravedad. Mientras leía, Julián, interesado por su buena presencia, tuvo tiempo de examinarle. Aquella cara habría expresado más gravedad sin la delicadeza extrema que aparecía en alguno de sus rasgos, que habrían llegado a denotar su falsedad si el poseedor de aquel hermoso rostro hubiera dejado un instante de ocuparse de él. La nariz, muy pronunciada, formaba una sola línea perfectamente recta, dando a su perfil, muy distinguido por lo demás, un desafortunado e irremediable parecido con la fisonomía del zorro. Por lo demás, aquel abate, que tan interesado parecía en la dimisión de M. Pirard, estaba ataviado con una elegancia que agradó mucho a Julián, y que nunca había visto en ningún otro sacerdote.

Julián no supo hasta más tarde cuál era el talento especial del abate de Frilair. Sabía divertir a su obispo, viejo amable, hecho para la vida de París, y que consideraba Besançon como un destierro. Aquel obispo tenía muy mala vista, y le gustaba muchísimo el pescado. El abate Frilair le quitaba las espinas al pescado que servían a Monseñor.

Julián miraba en silencio al abate, que leía y releía la dimisión, cuando de repente se abrió la puerta con estrépito. Un lacayo, ricamente vestido, entró con rapidez. Julián tuvo el tiempo justo de retirarse hacia la puerta; vió aparecer a un viejecito que llevaba una cruz pectoral. Se prosternó; el obispo le dirigió una bondadosa sonrisa, y pasó. El hermoso abate le siguió, y Julián se quedó solo en el salón, pudiendo admirar a sus anchas la magnificencia del mismo.

El obispo de Besançon, hombre de espíritu probado, pero no extinguido por las muchas miserias de la emigración, tenía más de setenta y cinco años, y no se preocupaba lo más mínimo de lo que pudiera ocurrir diez años más tarde.

—¿Quién es ese seminarista de mirada delicada que me parece haber visto al pasar?—dijo el obispo—¿No deben estar acostados a esta hora, según el reglamento?

—Este está muy despierto, se lo aseguro, Monseñor, y trae una gran noticia: la dimisión del único jansenista que quedaba en su diócesis. Este terrible abate Pirard comprende, por fin, lo que quieren decir las indirectas.

—Muy bien;—dijo el obispo, risueño—pero le desafío a que lo sustituya por un hombre de su talla.

Y para que se convenza usted del mérito de este hombre, voy a invitarlo a comer mañana.

El vicario mayor quiso deslizar algunas palabras sobre la elección del sucesor. El prelado, poco dispuesto a ocuparse de ningún asunto, le dijo:

—Antes de que entre el otro, tratemos de averiguar cómo se va este. Haga pasar a ese seminarista; la verdad suele estar en la boca de los niños.

Llamaron a Julián.

—Voy a encontrarme entre dos inquisidores—pensó. Nunca se había sentido tan animoso.

En el momento de entrar, dos criados, mejor ataviados que el mismo M. Valenod, desvestían a Monseñor. El prelado, antes de ocuparse de monsieur Pirard, creyó oportuno interrogar a Julián sobre sus estudios. Le hizo hablar un poco de dogma, y quedó asombrado. Luego vino a ocuparse de humanidades, de Virgilio, de Horacio, de Cicerón.

—Estos nombres—pensó Julián—me han valido el número 198. No tengo nada que perder; tratemos de brillar.—Triunfó; el prelado, excelente humanista, quedó encantado.

En la comida de la prefectura, precisamente, una muchacha había recitado el poema de la Magdalena. Estaba en vena de hablar de literatura, y pronto olvidó al abate Pirard y los demás asuntos, para discutir con el seminarista sobre si Horacio era rico o pobre. El prelado citó varias odas, pero en algún momento le fallaba la memoria, e inmediatamente Julián recitaba la oda entera con aire modesto. Lo que más chocó al obispo, fué que Julián no se salía del tono de la conversación; recitaba veinte o treinta versos latinos como hubiera hablado de lo que ocurría en el seminario. Hablaron largamente de Virgilio, de Cicerón. Finalmente el prelado no pudo menos de felicitar al joven seminarista.

—Es imposible haber hecho mejores estudios.

—Monseñor,—dijo Julián—su seminario puede presentar ciento noventa y siete individuos mucho menos indignos de vuestra aprobación.

—¿Cómo es eso?—preguntó el prelado asombrado de aquella cifra.

—Puedo confirmar con una prueba oficial lo que tengo el honor de decir a Monseñor. En el examen anual del seminario, contestando precisamente a las materias que me han valido la aprobación de Monseñor, me dieron el número 198.

—¡Ah! ¡Este es el protegido del abate Pirard!—exclamó el obispo, riendo y mirando a M. de Frilair.—Debíamos habérnoslo figurado; pero es de buena ley. ¿Verdad que le han hecho a usted levantarse de la cama para venir aquí, amigo mío?—añadió dirigiéndose a Julián.

—Sí, Monseñor. No he salido solo del seminario más que una vez en mi vida, para ir ayudar al abate Chas-Bernard en el adorno de la catedral el día del Corpus.

—"Optime"—dijo el obispo—¿Es usted, pues, el que dio muestra de tanto valor al colocar los penachos de pluma en el baldaquino? Todos los años me preocupa hondamente la idea de que puedan costar la vida de un hombre. Amigo mío, usted irá lejos; pero no quiero cortar su carrera, que será brillante, haciéndole morir de hambre.

Y, cumpliendo las órdenes del obispo, trajeron bizcochos y vino de Málaga, a los cuales Julián hizo los honores, y más aun el abate de Frilair, que sabía que a su obispo le gustaba ver comer con apetito y alegría.

El prelado, cada vez más contento del final de la velada, habló un poco de historia eclesiástica. Vió que Julián no estaba enterado. El prelado pasó al estado moral del imperio romano bajo la dominación de los emperadores del siglo de Constantino. El fin del paganismo fué acompañado del mismo estado de inquietud y de duda que en el siglo XIX aflige a los espíritus tristes y aburridos. Monseñor observó que Julián ignoraba casi hasta el nombre de Tácito.

Al asombro del prelado, Julián respondió candorosamente que este autor no figuraba en la biblioteca del seminario.

—¡Cuánto me alegro!—dijo el obispo—Me saca usted de un apuro; hace diez minutos que estoy pensando en el medio de recompensarle por la agradable velada que me ha procurado y, ciertamente, de un modo tan imprevisto. No esperaba encontrar un doctor en un alumno de mi seminario. Aún ncuando el presente no sea muy canónico, le voy a regalar un Tácito.

El prelado se hizo traer ocho volúmenes magníficamente encuadernados, y quiso escribir de su puño y letra, bajo el título del primero, un cumplido en latín para Julián Sorel. El obispo presumía de latinista. Terminó diciéndole, con un tono serio que contrastaba violentamente con el de toda la conversación:

—Joven, "si es usted juicioso", un día tendrá el mejor curato de mi diócesis, y no a cien leguas de mi palacio episcopal; pero hay que "tener juicio".

Cargado con sus volúmenes, salió Julián del obispado, lleno de asombro, al dar las doce.

Monseñor no le había dicho una palabra del abate Pirard. Julián estaba sorprendido, sobre todo, por la extrema cortesía del obispo. No había conocido semejante urbanidad en las formas, unida a un aire de dignidad tan natural. Julián notó aun más el contraste al volver a ver al sombrío abate Pirard que le esperaba impaciente.

—"Quid tibi dixerunt?" (¿Qué te han dicho?)—le gritó con voz fuerte en cuanto le vió de lejos.

Julián se enredaba un poco al traducir al latín el discurso del obispo.

—Hable usted francés y repítame las mismas palabras de Monseñor, sin añadir ni quitar nada—dijo el ex director del seminario con su tono duro y sus maneras tan poco elegantes.

—¡Qué regalo más raro de parte de un obispo a un joven seminarista!—decía al hojear el magnífico Tácito, cuyos cantos dorados parecían horrorizarle.

Daban las dos cuando, tras haberle dado cuenta hasta de los detalles más minuciosos, permitió a su discípulo favorito que volviese a su celda.

—Déjeme el primer tomo de su Tácito, donde está la dedicatoria del señor obispo—le dijo.—Estos renglones latinos serán su pararrayos en esta casa cuando yo me vaya.

—"Erit tibi, fili mihi, successor meus tanquam leo quærens quem devoret." (Pues para ti, hijo mío, mi sucesor será como un león furioso, y que intenta devorar.)

A la mañana siguiente, Julián encontró algo extraño en el modo en que le hablaban sus compañeros. Ello le hizo mostrarse más reservado.—Este es—pensaba—el efecto de la dimisión de monsieur Pirard. Todos saben ya la noticia, y yo paso por su discípulo predilecto.—Pero no lograba verlo claramente. Por el contrario, encontraba ausencia de odio en la mirada de todos los que se cruzaba al pasar por los dormitorios.—¿Qué querrá decir esto? Indudablemente es una trampa; estaré en guardia.—Por fin, el joven seminarista de Verrières le dijo riendo: "Corneliï Taciti opera omnia". (Obras completas de Tácito.)

A esta frase, que se oyó claramente, todos a una felicitaron a Julián, no solo por el magnífico regalo que había recibido de Monseñor, sino por la conversación de dos horas con que había sido honrado. Sabían hasta los más pequeños detalles. Desde aquel momento, no hubo más envidia; le hicieron la corte rastreramente. El abate Castanède, que hasta la víspera era de lo más insolente con él, lo cogió del brazo y lo invitó a almorzar.

Por una fatalidad del carácter de Julián, la insolencia de aquéllos seres groseros le había hecho mucho daño; su bajeza le causó repugnancia, y no placer.

Hacia el mediodía, el abate Pirard abandonó a sus discípulos, no sin antes dirigirles una severa alocución.

—¿Queréis los honores del mundo,—les dijo—las ventajas sociales, el placer de mandar, el de burlar las leyes y ser insolente con todos en la mayor impunidad? ¿O, por el contrario, queréis vuestra salvación eterna? Aún nlos más torpes de vosotros solo necesitan abrir los ojos para distinguir los dos caminos.

Apenas salió, los devotos del "Sagrado Corazón de Jesús" se fueron a la capilla a entonar un "Te Deum". Nadie en el seminario tomó en serio la alocución del ex director.—Está muy molesto por su destitución—decían todos. Ni un solo seminarista tuvo la inocencia de creer en la dimisión voluntaria de un cargo que proporcionaba tantas relaciones con los grandes proveedores.

El abate Pirard fué a alojarse en la mejor posada de Besançon y, pretextando asuntos que no tenía, quiso pasar allí dos días.

El obispo le invitó a comer y, para chancearse de su vicario de Frilair, trató de hacerle lucir su ingenio. Estaban en los postres cuando llegó de París la extraña noticia de que el abate Pirard había sido nombrado para desempeñar el magnífico curato de N***, a cuatro leguas de la capital. El buen prelado le felicitó sinceramente. Vió en todo este asunto una "treta bien urdida" que le puso de buen humor y le hizo formar la mejor opinión de los méritos del abate. Le dio un magnífico certificado en latín, e impuso silencio al abate de Frilair, que se permitía hacer observaciones.

Por la noche, Monseñor llevó su admiración a casa de la marquesa de Rubempré. Aquello fué una gran noticia para la alta sociedad de Besançon; se perdían en conjeturas sobre la causa de tan extraordinario favor. Ya veían al abate Pirard obispo. Los más sagaces creyeron ministro a M. de la Mole, y aquel día se permitieron sonreír de los aires imperativos que adoptaba M. de Frilair en sociedad.

A la mañana siguiente, la gente seguía por las calles al abate Pirard, y los comerciantes salían a la puerta de las tiendas cuando fué a ver a los jueces del marqués. Por primera vez lo recibieron con cortesía. El severo jansenista, indignado con lo que veía, trabajó largo rato con los abogados que había escogido para el marqués de la Mole y salió para París. Tuvo la debilidad de decir a dos o tres amigos de colegio lo acompañaron hasta la calesa, en la que pudieron admirar los escudos de armas, que después de haber administrado el seminario durante quince años, se marchaba de Besançon con quinientos veinte francos de ahorros. Aquellos amigos lo abrazaron llorando, y se dijeron entre sí: —El buen abate podía haberse ahorrado esta mentira; es demasiado ridícula.

La gente vulgar, ciega por el amor al dinero, no estaba hecha para comprender que era en su sinceridad donde el abate Pirard había encontrado la fuerza necesaria para luchar solo, durante seis años, contra Margarita María Alacoque, el Sagrado Corazón de Jesús, los jesuitas y su obispo.

XXX. Un ambicioso

Ya no queda más que una nobleza: el título de "duque". Marqués es ridículo; al oír "duque", se vuelve la cara.

Edimburgh Review.


El marqués de la Mole recibió al abate Pirard sin ninguna de esas menudas ceremonias de gran señor, tan corteses, pero tan impertinentes para quien las comprende. Hubiera sido tiempo perdido, y el marqués estaba demasiado atareado con asuntos importantes para desperdiciar el suyo.

Hacía seis meses que intrigaba para lograr que el rey y la nación a la vez aceptasen cierto ministerio que, por agradecimiento, le haría duque.

Hacía muchos años que el marqués reclamaba inútilmente de su abogado de Besançon un estudio claro y preciso de sus pleitos del Franco Condado. ¿Cómo habría podido explicárselos el célebre abogado, si él mismo no los entendía?

La cuartilla de papel que le entregó el abate lo explicaba todo.

—Mi querido abate;—le dijo el marqués, después de haber despachado en cinco minutos las fórmulas de cortesía y las preguntas sobre cosas personales—en medio de mi pretendida prosperidad, me falta tiempo para ocuparme seriamente de dos cositas que son, sin embargo, bastante importantes: mi familia y mis negocios. Me ocupo en conjunto de mi patrimonio, y puedo aumentarlo; cuido de mis placeres, y esto es lo que debe ocupar el primer puesto, por lo menos a mi parecer—añadió, al fijarse en el asombro que se pintaba en los ojos del abate Pirard. Aunque era hombre de sentido común, el abate se maravillaba de oír a un viejo hablar con tanta franqueza de sus placeres.

—El trabajo existe, sin duda alguna, en París;—continuó el gran señor—pero, encaramado en el

último piso, en cuanto me acerco a un hombre, se baja al segundo, y su mujer fija día para recibir; por lo tanto, se acabó el trabajo, y ya no se esfuerza más que por ser o parecer un hombre de mundo. Este es el único negocio de todos  en cuanto tienen pan.

—Para mis pleitos, hablando con exactitud, e incluso para cada uno de ellos en particular, tengo abogados que se matan a trabajar; anteayer murió tísico uno de ellos. Pero para mis asuntos en general, ¿podrá usted creer que desde hace tres años he renunciado a encontrar un hombre que, mientras está escribiendo algo para mí, se digne pensar un poco seriamente en lo que hace? Pero bueno; todo esto no es más que un prólogo.

—Le estimo a usted, y me atrevería a añadir, aunque le veo por primera vez, que le quiero. ¿Querría usted ser mi secretario, con ocho mil francos de sueldo, o con el doble, si le parece poco? Yo saldría ganando, se lo aseguro; y ya tendré buen cuidado de conservar para usted su buen curato para el día en que no nos conviniera seguir juntos.

El abate rechazó el ofrecimiento, pero al final de la conversación, el verdadero apuro en que veía al marqués, le sugirió una idea.

—He dejado en el fondo de mi seminario a un pobre muchacho que, si no me equivoco, va a ser perseguido tenazmente. Si no fuera más que un simple religioso, ya estaría "in pace".

—Hasta ahora, ese muchacho solo sabe latín y Sagrada Escritura; pero no es imposible que un día despliegue un gran talento en la predicación o en la dirección de las almas. Ignoro lo que hará, pero tiene el fuego sagrado; puede llegar lejos. Yo contaba con colocarle al lado del obispo, si alguna vez nos llegara uno que se asemejara a usted en la manera de ver los hombres y los negocios.

—¿De dónde procede ese joven?—dijo el marqués.

—Dicen que es hijo de un carpintero de nuestras montañas, pero yo más bien le creería hijo natural de algún hombre rico. Le he visto recibir una carta anónima o seudónima con una letra de quinientos francos.

—¡Ah! Es Julián Sorel—dijo el marqués.

—¿Cómo sabe usted su nombre?—replicó el abate extrañado y ruborizándose al hacer esa pregunta.

—Eso no se lo diré—respondió el marqués.

—Pues bien;—repuso el abate—podría usted probar a hacerle su secretario. Tiene energía, entendimiento; en una palabra: merece la pena intentarlo.

—¿Y por qué no?—dijo el marqués.—Pero, ¿no será hombre capaz de dejarse untar por el prefecto de policía u otra persona cualquiera para hacer de espía en mi casa? Es la única objeción que se me ocurre.

Tranquilizado por los informes favorables del abate Pirard, el marqués dijo, sacando un billete de mil francos:

—Envíe este viático a Julián Sorel y hágale venir.

—Bien se ve que vive usted en París—dijo el abate Pirard.—No conoce usted la tiranía que pesa sobre nosotros, pobres provincianos, y en particular sobre los sacerdotes no amigos de los jesuitas. No querrán dejar partir a Julián Sorel; sabrán ocultarse tras los pretextos más hábiles; me contestarán que está enfermo, se habrán perdido las cartas, etc.

—Me procuraré una carta del ministro al obispo—dijo el marqués.

—Me olvidaba de una precaución:—apuntó el abate—ese muchacho, aunque de origen muy humilde, tiene el corazón noble; no conseguirá nada de él ofendiendo su orgullo; lo convertiría en un estúpido.

—Eso me gusta;—dijo el marqués—lo haré compañero de mi hijo. ¿Será bastante?

Algún tiempo después, Julián recibió una carta de letra desconocida, con sello de Châlons, que contenía un giro contra un comerciante de Besançon y el aviso de salir sin demora para París. La carta llevaba una firma supuesta, pero al abrirla, Julián se estremeció: una hoja de árbol cayó a sus pies; era la señal convenida con el abate Pirard.

Menos de una hora después, Julián fué llamado al obispado, donde le recibieron con una bondad casi paternal. Siempre citando a Horacio, Monseñor le felicitó muy hábilmente por los altos destinos que le esperaban en París, diciéndole que aguardaba de su agradecimiento que le escribiera dándole cuenta de ellos. Julián nada pudo decir, primeramente porque no sabía nada. Monseñor le mostró mucha consideración. Uno de los sacerdotes subalternos del obispado escribió al alcalde, quien se apresuró a llevar en persona un pasaporte firmado, con el nombre del viajero en blanco.

Aquella noche, antes de las doce, Julián estaba en casa de Fouqué, cuyo espíritu práctico se sintió más asombrado que encantado del porvenir que esperaba, al parecer, a su amigo.

—Todo esto acabará para ti—dijo aquel votante liberal—en una plaza del gobierno que te obligará a dar algún paso que será vilipendiado en los periódicos. Sabré de ti para vergüenza tuya. Acuérdate de que, incluso financieramente hablando, vale más ganar cien luises en un buen negocio de madera del que uno es dueño, que recibir cuatro mil francos de un gobierno, aunque fuese el del rey Salomón.

Julián no vió en todo aquéllo más que el espíritu mezquino de un burgués de campo. Él iba, por fin, a aparecer en el teatro de las grandes cosas. La felicidad de ir a París, que se figuraba lleno de gente de talento muy intrigante, muy hipócrita, pero tan bien educada como el obispo de Besançon y el de Agde, lo eclipsaba todo a sus ojos. Se representó a su amigo como privado de su libre albedrío por la carta del abate Pirard.

Al día siguiente, hacia las doce, llegó a Verrières, sintiéndose el más feliz de los hombres; contaba con ver de nuevo a Madame de Renal. Se dirigió primero a casa de su primer protector, el buen abate Chelan. Encontró una acogida severa.

—Si crees que me estás obligado en algo, —le dijo M. Chelan, sin contestar a su saludo— vas a almorzar conmigo, mientras tanto irán a alquilar otro caballo para ti y te marcharás de Verrières "sin ver a nadie".

—Escuchar es obedecer—respondió Julián con aire de seminario. Y ya no se habló más que de teología y de latinidad.

Montó a caballo, recorrió una legua y, viendo un bosque y asegurándose de que nadie le veía, se internó en él. Al ponerse el sol despidió al caballo. Más tarde entró en casa de un labriego, que consintió en venderle una escala y en acompañarle, llevándosela, hasta el bosquecillo que domina el paseo de la Fidelité de Verrières.

—Soy un pobre desertor...

—O un contrabandista; —se dijo el labrador al despedirse de él— pero ¡qué me importa! Me ha pagado bien la escala y yo también he hecho de las mías alguna vez.

La noche era oscurísima. Hacia la una de la madrugada, Julián, con su escala a cuestas, entró en Verrières. Bajó lo más deprisa que pudo al lecho del torrente, que atraviesa los magníficos jardines de M. De Renal a una profundidad de diez pies y contenido entre dos muros. Julián subió fácilmente con la escala.—¿Cómo me recibirán los perros?—pensaba.—Ahí esta el quid de la cuestión.—Los perros ladraron y abalanzaron sobre él a la carrera; pero él silbó suavemente, y se acercaron a acariciarle.

Subiendo luego de terraza en terraza, aunque todas las verjas estaban cerradas, le fué fácil llegar al pie del dormitorio de madame de Renal que, por la parte del jardín, está a una altura de ocho o diez pies sobre el suelo.

En las contraventanas había una abertura pequeña, en forma de corazón, que Julián conocía bien. Con gran disgusto suyo, aquella abertura no estaba iluminada por la luz interior de una lamparilla.

—¡Válgame Dios!—se dijo—¡Esta noche no está ocupado este cuarto por Madame de Renal! ¿Dónde se habrá acostado? La familia se encuentra en Verrières, puesto que están los perros; pero me puedo encontrar en esta habitación sin lamparilla con el mismo M. De Renal o con un extraño, y entonces, ¡qué escándalo!

Lo más prudente era retirarse, pero tal idea horrorizó a Julián.—Si es un extraño, me escaparé a todo correr, abandonando la escala; pero si es ella, ¿qué recibimiento me espera? Está sumida en el arrepentimiento y entregada a la más fervorosa devoción, de esto no me cabe duda; pero aun conserva alguna memoria de mí, puesto que acaba de escribirme.—Este razonamiento le decidió.

Con el corazón tembloroso, pero, sin embargo, resuelto a verla o morir, empezó a tirar piedrecitas contra el postigo; nadie contestó. Apoyó la escala al lado de la ventana y dio unos golpecitos en la contraventana; primero, muy suaves; después, más fuertes.

—Aunque está muy oscuro, pueden descerrajarme un tiro—pensó Julián. Esa idea redujo su loca empresa a una cuestión de valor.

—O bien este cuarto no está habitado esta noche,—pensó—o, sea quien sea la persona que duerme en él, está ya despierta. Por lo tanto, ya no hay que preocuparse de ella; sólo hay que procurar que no oigan nada las personas que duermen en las otras habitaciones.

Bajó, colocó la escala contra uno de los postigos, volvió a subir y, pasando la mano por la abertura en forma de corazón, tuvo la suerte de encontrar enseguida el alambre que estaba sujeto al gancho que cerraba el postigo. Tiró del alambre y, con alegría infinita, vió que el postigo ya no estaba sujeto y cedía a su esfuerzo.

—Hay que abrir poco a poco y hacer que mi voz sea reconocida.—Abrió el postigo lo suficiente para meter la cabeza,  repitiendo varias veces en voz baja: "Soy un amigo".

Se aseguró, escuchando con atención, de que nada turbaba el silencio profundo del cuarto. Pero, decididamente, no había en la chimenea lamparilla alguna, ni siquiera medio apagada; aquella era muy mala señal.

—¡He errado el tiro!—Reflexionó un poco. Luego se atrevió a golpear con los nudillos en el cristal; nadie respondió. Golpeó más fuerte.

—Aunque rompa el cristal, hay que terminar con esto.

Al golpear con más fuerza, creyó entrever, en aquella profunda oscuridad, como una sombra blanca que atravesaba la habitación. No cabía duda; una sombra parecía avanzar con extrema lentitud. De pronto vió una mejilla que se apoyaba en el cristal por el que estaba mirando.

Se estremeció y se separó un poco. Pero la noche era tan negra, que ni aun a aquella distancia pudo distinguir si era Madame de Renal. Temía el primer grito de alarma; oía a los perros removerse y gruñir alrededor de su escala.

—Soy yo,—repetía bastante alto—un amigo.—No obtuvo respuesta; el fantasma blanco había desaparecido.

—¡Ábreme, por Dios, tengo que hablarte! Soy muy desgraciado.

Y golpeaba, exponiéndose a romper el cristal.

Un ruidito seco se dejó oír. La falleba de la ventana cedía; empujó el marco y saltó con agilidad en la habitación.

El fantasma blanco se alejaba; él lo cogió por el brazo; era una mujer. Todas sus ideas de valor se disiparon.—Si es ella, ¿qué me va a decir?

¿Qué fué lo que sintió cuando reconoció efectivamente, por un pequeño grito, que era Madame de Renal?

La estrechó entre sus brazos; ella temblaba, y apenas tenía fuerza para rechazarle.

—¿Qué hace usted, desgraciado?

Apenas si su voz convulsa podía articular estas palabras. Julián vió en ellas la más sincera indignación.

—Vengo a verte, después de catorce meses de cruel separación.

—Váyase, déjeme de inmediato. ¡Ah! ¿Por qué me habrá prohibido M. Chelan que le escribiera? Hubiera podido prevenir este horror.

Le rechazó con una fuerza extraordinaria.

—Me arrepiento de mi crimen; el cielo se ha dignado iluminarme—repetía con voz entrecortada.—¡Váyase, huya de aquí!

—Después de catorce meses de desesperación, no me marcharé sin haberte hablado. Quiero saber todo lo que has hecho. ¡Ah! Te he querido lo suficiente para merecer esta confidencia... Quiero saberlo todo.

A pesar suyo, aquel tono de autoridad ejercía un gran dominio en el corazón de madame de Renal.

Julián, que la tenía sujeta con pasión y resistía a sus esfuerzos por desasirse, cesó de estrecharla entre sus brazos. Este movimiento serenó un tanto a Madame de Renal.

—Voy a retirar la escala—dijo—para que no nos comprometa si algún criado, a quien haya despertado el ruido, sale a hacer una ronda.

—¡No, no, al contrario, váyase usted!—dijo ella con verdadera cólera.—¿Qué me importan los hombres? Dios es quien ve esta horrible escena y quien me castigará. Está usted abusando cobardemente de los sentimientos que tuve en otro tiempo, pero que ya no tengo. ¿Me oye usted bien, Julián?

Él retiraba la escala con gran lentitud para no hacer ruido.

—¿Está tu marido en la ciudad?—le dijo, no por desafiarla, sino llevado de la antigua costumbre.

—No me hable así, por favor, o llamo a mi marido. Ya soy bastante culpable por no haberle arrojado de aquí, ocurriese lo que ocurriese. Siento compasión de usted—le dijo, tratando de herir su irritable orgullo, que tan bien conocía.

Aquella negativa al tuteo, aquella manera brusca de romper un lazo tan dulce, y con el que él aún contaba, llevaron al delirio el transporte de amor de Julián.

—¿Pero es posible que ya no me ames?—le dijo con uno de esos arranques del corazón, tan difíciles de escuchar con sangre fría.

Ella no respondió; él lloraba amargamente. En realidad, no tenía fuerza para hablar.

—¿Estoy, pues, completamente olvidado del único ser que me ha amado nunca? ¿Para qué vivir ya?

Todo su valor le había abandonado desde el momento en que ya no tuvo que temer el peligro de encontrarse con un hombre; todo había desaparecido de su corazón, menos el amor.

Lloró mucho tiempo en silencio. Cogió su mano; ella trató de retirarla, pero, después de algunos movimientos convulsos, se la dejó. La oscuridad era profunda; estaban sentados uno junto a otro en la cama de madame de Renal.

—¡Qué diferencia con lo que era hace catorce meses!—pensó Julián, y sus lágrimas aumentaron.—Así pues, la ausencia destruye todos los sentimientos del hombre.

—Por favor, dime todo lo que te ha ocurrido—dijo por fin Julián, molesto por su silencio, y con voz entrecortada por las lágrimas.

—Indudablemente,—respondió Madame de Renal con voz dura, en cuyo acento había algo seco y mortificante para Julián—mis extravíos eran conocidos en la ciudad antes de su marcha. ¡Había usted obrado con tanta imprudencia! Algún tiempo después, estando yo desesperada, vino a verme el respetable M. Chelan. En vano trató, durante mucho tiempo, de conseguir una confesión. Un día, se le ocurrió la idea de llevarme a la iglesia de Dijon donde hice la primera comunión. Allí se atrevió a hablar primero...

Las lágrimas interrumpieron a Madame de Renal.

—¡Qué momentos de vergüenza! Lo confesé todo. Este hombre fué tan bueno que no me abrumo con el peso de su indignación: se afligió conmigo. En esa época, yo le escribía a usted todos los días cartas que no me atrevía a enviarle; las escondía cuidadosamente, y cuando me sentía demasiado desgraciada, me encerraba en mi cuarto y releía mis cartas.

—Al fin, M. Chelan consiguió que se las entregase... Yo le había enviado algunas, las que estaban escritas con más prudencia, y usted no me contestaba.

—Jamás, te lo juro, he recibido una carta tuya en el seminario.

—¡Dios mío! ¿Quién las habrá interceptado?

—Imagina mi dolor. Hasta el día que te vi en la catedral, ignoraba si vivías o no.

—Dios me concedió la gracia de comprender cuánto estaba pecando contra Él, contra mis hijos, contra mi marido—repuso Madame de Renal.—Nunca me amó, como yo creía entonces que usted me amaba...

Julián se precipitó en sus brazos, sin ningún plan y fuera de sí. Pero Madame de Renal le rechazó y continuó con bastante firmeza:

—Mi respetable amigo M. Chelan me hizo comprender que, al casarme con M. De Renal, le había sacrificado todos mis afectos, incluso los que no conocía y que no había sentido nunca antes de unas relaciones fatales... Después del gran sacrificio de aquellas cartas, que me eran tan queridas, mi vida se ha deslizado, si no felizmente, por lo menos bastante tranquila. No venga usted a turbarla; sea un amigo para mí..., el mejor de los amigos.

Julián cubrió sus manos de besos; ella sintió que todavía lloraba.

—No llore usted; me hace tanto daño... Dígame a su vez lo que ha hecho.

Julián no podía hablar.

—Quiero saber qué género de vida hacía usted en el seminario—repitió ella.—Después, se marchará usted.

Sin pensar en lo que contaba, Julián habló de las intrigas y de las envidias innumerables que encontró primero; luego, de su vida más tranquila desde que fué nombrado pasante.

—Entonces fue—añadió él—cuando, después de un largo silencio, destinado sin duda a hacerme comprender lo que hoy desgraciadamente veo: que ya no me amabas y que te era indiferente...—Madame de Renal le apretó la mano.—Entonces fué cuando me enviaste una letra de quinientos francos.

—Nunca he hecho eso—dijo Madame de Renal.

—Era una carta con sello de París y firmada por un tal Pablo Sorel, sin duda para alejar sospechas.

Se suscitó una pequeña discusión sobre el origen posible de aquella carta. La posición moral cambió. Sin darse cuenta, madame de Renal y Julián habían abandonado el tono solemne; volvían al de una tierna amistad. No se veían, tan profunda era la oscuridad; pero el tono de la voz lo decía todo. Julián pasó el brazo alrededor de la cintura de su amiga; aquel movimiento era muy peligroso. Ella trató de desasirse del brazo de Julián, quien, con suma habilidad, distrajo su atención en aquel momento con una circunstancia interesante de su relato. El brazo, como olvidado, quedó en la posición que ocupaba.

Después de muchas conjeturas sobre el origen de la letra de quinientos francos, Julián reanudó su relato. Se encontraba algo más dueño de sí hablando de su vida pasada, que, comparado con lo que le sucedía en aquel momento, tan poco le interesaba. Toda su atención estaba concentrada en el modo en que terminaría su visita.

—Váyase usted—le decía ella de vez en cuando, y con tono imperativo.

—¡Qué vergüenza para mí si soy despedido! Será un remordimiento que emponzoñará mi vida para siempre;—se decía—nunca me escribirá. Dios sabe cuándo volveré yo a este pueblo.

Desde aquel momento, todo lo que había de celestial en la actitud de Julián desapareció rápidamente de su corazón. Sentado junto a una mujer a quien adoraba, casi estrechándola en sus brazos, en aquella habitación donde tan feliz había sido, en la más profunda oscuridad, distinguía perfectamente  que desde hacía un rato ella lloraba. Notando en los movimientos de su pecho que sollozaba, tuvo la mala ocurrencia de convertirse en un frío político, casi tan calculador y tan frío como cuando en el patio del seminario se veía objeto de alguna burla molesta de parte de un compañero más fuerte que él. Julián alargaba su relato y hablaba de la vida desgraciada que había llevado desde su salida de Verrières.

—Así pues—se decía Madame de Renal—después de un año de ausencia, privado de todo lo que pudiese avivar el recuerdo y mientras que yo le olvidaba, él sólo pensaba en los días felices que había pasado en Vergy.—Sus sollozos aumentaban. Julián vió el éxito de su relato. Comprendió que habría que echar mano del último recurso: citó bruscamente la carta que acababa de recibir de París.

—Me he despedido del señor obispo.

—¿Cómo? ¿No vuelve usted a Besançon? ¿Nos deja para siempre?

—Sí—respondió Julián con resolución—sí, abandono un país en el que soy olvidado hasta de lo que más he amado en mi vida, y lo abandono para no volver más. Me voy a París...

—¡Te vas a París!—exclamó casi en voz alta Madame de Renal.

Su voz, casi ahogada por las lágrimas, demostraba lo profundo de su turbación. Julián necesitaba aquel aliento: iba a intentar un paso que quizá decidiera todo en contra suya, y antes de esa exclamación, como no veía, ignoraba por completo el efecto que estaba produciendo. No vaciló más; el temor del remordimiento le hacía recobrar el dominio sobre sí mismo. Añadió fríamente, levantándose:

—Sí, señora; la dejo para siempre, que sea muy feliz; adiós.

Dio algunos pasos hacia la ventana; la abría ya. Madame de Renal se lanzó hacia él, precipitándose en sus brazos.

Y de ese modo, después de tres horas de diálogo, Julián consiguió lo que había deseado con tanta pasión durante las dos primeras. Si hubieran llegado un poco antes, la vuelta a los sentimientos tiernos, el olvido de los remordimientos de madame de Renal, habrían sido una dicha celestial; obtenidos así, con artificio, sólo fueron un placer. Julián quiso sin discusión, en contra  de la opinión de su amiga, encender la lamparilla.

—¿Es que quieres—le decía—que no me lleve recuerdo alguno de haberte visto? ¿Perderé la ocasión de contemplar el amor que, sin duda, se refleja en esos ojos encantadores? ¿Será invisible para mí la blancura de esa linda mano? Piensa que me voy quizá por mucho tiempo.

Madame de Renal no podía negarle nada ante aquella idea, que la hacía deshacerse en lágrimas. El alba comenzaba ya a dibujar claramente los contornos de los pinos en la montaña situada al oriente de Verrières. En vez de irse, Julián, ebrio de voluptuosidad, propuso a Madame de Renal pasar todo el día escondido en su cuarto y no marcharse hasta la noche siguiente.

—¿Y por qué no?—respondió ella.—Esta fatal recaída me hace perder toda estima de mí misma, y será mi eterna desgracia—Y le estrechaba contra su corazón.—Mi marido ya no es el mismo: sospecha, cree que lo he manipulado en todo este asunto y se muestra muy resentido conmigo. Si oye el menor ruido, estoy perdida; me echará como a una desgraciada: lo que soy.

—Esa es una frase de M. Chelan—dijo Julián.—No me habrías hablado así antes de mi cruel partida para el seminario. ¡Entonces sí que me querías!

Julián fué recompensado por la sangre fría que puso en esta frase: vió cómo su amiga olvidaba rápidamente el peligro que la presencia de su marido la hacía correr, para no pensar más que en el peligro mucho más grande de que Julián dudase de su amor. El día avanzaba con rapidez e iluminaba por completo la habitación; Julián volvió a sentir toda la voluptuosidad del orgullo satisfecho, al volver a ver en sus brazos, y casi a sus pies, a aquella mujer encantadora, la única que había amado y que pocas horas antes estaba entregada por entero al temor de un Dios terrible y al cumplimiento de sus deberes. Las resoluciones, fortalecidas por un año de constancia, no habían podido resistir ante su valor.

Pronto se empezó a oír ruido en la casa; una cosa que antes no se le había ocurrido vino a inquietar a Madame de Renal.

—Esa infame de Elisa va a entrar en la habitación. ¿Qué hacemos con esa enorme escala?—dijo a su amigo—¿Dónde la podríamos esconder? Voy a llevarla al granero—exclamó de repente, con cierta jovialidad.

—Pero hay que pasar por el cuarto del criado—dijo Julián con espanto.

—Dejaré la escala en el corredor, llamaré al criado y le daré un encargo.

—Piensa en preparar alguna contestación para el caso en que el criado, al pasar por el corredor, viera la escala.

—Sí, ángel mío—repuso Madame de Renal, dándole un beso.—Tú ocúpate de esconderte pronto debajo de la cama si Elisa entra mientras dura mi ausencia.

Julián se extrañó de aquella repentina alegría.

—La proximidad de un peligro real,—pensaba—lejos de turbarla, le devuelve su alegría, porque olvida sus remordimientos. ¡Mujer verdaderamente superior! ¡Es glorioso reinar en un corazón como el suyo!—Julián estaba radiante.

Madame de Renal cogió la escala; evidentemente, pesaba demasiado para ella. Julián fué en su ayuda. Admiraba aquel talle elegante y que tan lejos estaba de denotar fuerza, cuando de pronto, sin ayuda alguna, ella cogió la escala y la levantó como lo hubiese hecho con una silla. La trasladó con rapidez al corredor del tercer piso, donde la extendió junto al muro. Llamó al criado y, para dejarle tiempo de vestirse, subió al palomar. Cinco minutos después, cuando volvió al corredor, no encontró la escala. ¿Qué había sido de ella? Si Julián hubiese estado fuera de la casa, aquel peligro no la hubiera impresionado. Pero, en aquel momento, si su marido veía la escala podía ocurrir un incidente abominable. Madame de Renal fué de un lado para otro. Por fin descubrió la escala debajo del tejado, donde el criado la había llevado para esconderla. Era una circunstancia extraña, que en otro momento la hubiese alarmado.

—¿Qué me importa—pensó—lo que pueda ocurrir dentro de veinticuatro horas, cuando Julián se haya marchado? ¿Acaso no será todo para mí entonces horror y remordimiento?

Tenía como una idea vaga de abandonar la vida; pero ¿qué importaba? Después de una separación que creyó eterna, él había vuelto, le veía de nuevo, ¡y lo que había hecho para llegar hasta ella mostraba tanto amor!

Al contar a Julián el suceso de la escala, decía:

—¿Qué le diré a mi marido si el criado le cuenta que ha encontrado la escala?—Se quedó pensativa un momento.—Necesitarán veinticuatro horas para dar con el labrador que te la ha vendido.

Y echándose en los brazos de Julián y estrechándolo en un movimiento convulso: —¡Ah! ¡Morir! ¡Morir así!—exclamó, cubriéndole de besos.—Pero no puedo dejarte morir de hambre—añadió riendo.

—Ven; primeramente voy a esconderte en la habitación de madame Derville, que siempre está cerrada con llave.—Ella fué a vigilar al extremo del pasillo, y Julián pasó corriendo.

—No abras de ninguna manera si llaman;—le dijo, cerrando con llave—en cualquier caso, sólo podría ser una broma de los chicos mientras juegan.

—Hazles venir al jardín, al pie de la ventana—dijo Julián—para que yo tenga el placer de verlos; hazles hablar.

—Sí, sí—gritó Madame de Renal alejándose.

Al poco tiempo volvió con naranjas, galletas, una botella de vino de Málaga; le había sido imposible robar pan.

—¿Qué hace tu marido?—dijo Julián.

—Está escribiendo proyectos de contrato con los labradores.

Ya habían dado las ocho, y en la casa se oía mucho ruido. Si no hubieran visto a Madame de Renal, la habrían buscado por todas partes; se vió obligada a dejarle. Pronto volvió, contra toda prudencia, llevándole una taza de café; tenía miedo que se muriera de hambre. Después del almuerzo, consiguió atraer a los niños bajo la ventana de la habitación de madame Derville. Él los encontró muy crecidos, pero les notó un aire vulgar; quizá era que habían cambiado sus ideas. Madame de Renal les habló de Julián. El mayor respondió con cariño y añoranza por el antiguo preceptor; pero observó que los pequeños casi le habían olvidado.

M. De Renal no salió aquella mañana; subía y bajaba sin cesar dentro de la casa, ocupado en hacer tratos con los labradores a quienes vendía su cosecha de patatas.

Hasta la comida, madame de Renal no pudo dedicar un momento a su prisionero. Una vez servida la comida, tuvo la idea de escamotear para él un plato de sopa caliente. Al acercarse sin hacer ruido a la puerta de la habitación que él ocupaba, llevando el plato con precaución, se tropezó de manos a boca con el criado que había escondido la escala por la mañana. En aquel momento se deslizaba silencioso por el pasillo, como escuchando. Probablemente, Julián habría andado con imprudencia. El criado se alejó un poco confuso. Madame de Renal entró resueltamente en la habitación donde estaba Julián. Aquel encuentro le hizo temblar.

—¡Tienes miedo!—le dijo ella—Yo arrostraría todos los peligros del mundo sin pestañear. Sólo temo una cosa: el momento en que me quede sola cuando te vayas.—Y se alejó corriendo.

—¡Ah!—se dijo Julián, entusiasmado—¡El único peligro que teme esta alma sublime es el remordimiento!

Por fin llegó la noche. M. De Renal se fué al Casino. Su mujer se había quejado de una jaqueca espantosa; se retiró a su cuarto, se apresuró a despedir a Elisa y se levantó enseguida para sacar del encierro a Julián.

Se encontró con que realmente estaba muerto de hambre. Madame de Renal fué a la despensa a buscar pan. Julián oyó un grito agudo. Madame de Renal volvió y le contó que, al entrar en la despensa sin luz, y al acercarse a un aparador en el que guardaban el pan y extender la mano hacia él, tocó un brazo de mujer. Era Elisa, y ella fué la que lanzó el grito que había oído Julián.

—¿Qué hacía allí?

—Estaría robando alguna golosina, o quizá nos espiaba—dijo Madame de Renal con una indiferencia absoluta.—Pero, por suerte, he encontrado paté y una hogaza de pan.

—¿Qué llevas ahí entonces?—dijo Julián señalando los bolsillos de su delantal.

Madame de Renal había olvidado que, desde la comida, los llevaba llenos de pan.

Julián la estrechó en sus brazos con la más ardiente pasión; nunca le había parecido tan hermosa.—Seguramente que ni en París podré encontrar un carácter tan grande.—Se decía confusamente. Tenía toda la torpeza de una mujer poco habituada a esa clase de cuidados, y al mismo tiempo el verdadero valor de un ser que sólo teme a los peligros de otra naturaleza, mucho más terribles en el fondo.

Mientras Julián cenaba con apetito, y su amiga bromeaba con él sobre la sencillez de aquella comida, pues sentía horror de hablar en serio, la puerta del cuarto fué sacudida con violencia. Era M. De Renal.

—¿Por qué te has encerrado?—le gritaba. Julián sólo tuvo el tiempo justo para deslizarse debajo del sofá.

—¿Qué es esto?—dijo M. De Renal al entrar—¡Estás vestida, cenando y has cerrado la puerta con llave!

Cualquier otro día, esta observación, hecha con toda la sequedad conyugal, hubiera alterado a Madame de Renal, pero ahora notaba que su marido no tenía más que inclinarse un poco para descubrir a Julián; pues M. De Renal se había dejado caer en la silla que Julián ocupaba un momento antes, frente al sofá.

La jaqueca sirvió de excusa para todo. Mientras su marido le contaba minuciosamente los incidentes de la partida de billar que había ganado en el Casino (—¡una jugada de diecinueve francos, nada menos!—añadía) ella vió sobre una silla, a dos pasos de ellos, el sombrero de Julián. Sintió crecer su sangre fría; comenzó a desnudarse y, en cierto momento, pasando con rapidez por detrás de su marido, echó su vestido encima de la silla del sombrero.

Por fin se marchó M. De Renal. Ella suplicó a Julián que le volviese a contar su vida en el seminario.—Ayer no te escuchaba; mientras estabas hablando, yo sólo pensaba en el medio de conseguir que te fueras.

Era la imprudencia en persona. Hablaban muy alto. Sobre las dos de la madrugada fueron interrumpidos por un golpe violento en la puerta. Era otra vez M. De Renal.

—Abre inmediatamente; hay ladrones en la casa—decía.—Saint-Jean ha encontrado una escala esta mañana.

—Este es el fin de todo—exclamó Madame de Renal, echándose en los brazos de Julián.—Nos va a matar a los dos; no cree en los ladrones. Voy a morir en tus brazos, más feliz en la muerte de lo que lo he sido en la vida.—

Y no contestaba a su marido, que se enfurecía. Besaba con pasión a Julián.

—Salva a la madre de Estanislao—le dijo él, con una mirada  imperiosa.—Voy a saltar al patio por la ventana del gabinete, y me escaparé por el jardín; los perros me han reconocido. Haz un lío con mi ropa y lánzalo al jardín en cuanto puedas. Mientras tanto, deja que echen la puerta abajo. Y, sobre todo, nada de confesión, te lo prohíbo; vale más que tenga sospechas, que no certezas.

—¡Vas a matarte al saltar!—fue su única respuesta y su única inquietud.

Le acompañó a la ventana del gabinete; después se tomó el tiempo necesario para esconder la ropa. Por fin abrió la puerta a su marido, que ardía de cólera. Registró el cuarto, el gabinete, sin decir una palabra, y desapareció. La ropa de Julián fué lanzada por la ventana; él la recogió y corrió rápidamente hacia el fondo del jardín, al lado del Doubs. Mientras corría, oyó silbar una bala, y poco después el estampido de un disparo.

—No es M. De Renal;—pensó—dispara demasiado mal para eso. Los perros corrían a su lado, en silencio. Un segundo tiro partió una pata a uno de ellos, al parecer, pues comenzó a aullar lastimeramente. Julián saltó el muro de una terraza, dio unos cuantos pasos a cubierto y siguió huyendo en otra dirección. Oyó voces que le gritaban, y vió con claridad al criado, enemigo suyo, que disparaba un tiro. Un granjero también comenzó a disparar al otro lado del jardín, pero ya Julián había ganado la orilla del Doubs, donde se vestía.

Una hora más tarde estaba a una legua de Verrières, camino de Ginebra.—Si sospechan,—pensó—me buscarán camino de París.

Tomo II

No es bonita, no usa afeites.

Sainte-Beuve.

I. Los placeres del campo

O rus quando ego te adspiciam!.

Virgilio.


—El señor viene, sin duda, a esperar el correo de París—le dijo el dueño de una posada donde se detuvo para almorzar.

—El de hoy o el de mañana, me es igual—dijo Julián.

El correo llegó mientras se hacía el indiferente. Había dos sitios vacantes.

—¡Hola! ¿Eres tú, mi pobre Falcoz?—dijo el viajero que venía de tierras de Ginebra al que subió al coche al mismo tiempo que Julián.

—Te creía instalado en las cercanías de Lyon,—dijo Falcoz—en un delicioso valle cerca del Ródano.

—Y espléndidamente instalado. Voy huyendo.

—¡Cómo es eso! ¿Huyendo tú, Saint-Giraud? Con esa cara de bueno, ¿has cometido algún crimen?—dijo Falcoz riendo.

—Como si lo hubiera hecho. Huyo de la vida abominable que se lleva en provincias. Me encanta la frescura de los bosques y la tranquilidad campestre, como tú sabes; muchas veces me has tachado de romántico. No quería oír hablar de política nunca, y la política es la que me echa de mi casa.

—Pero ¿a qué partido perteneces?

—A ninguno, y eso es lo que me pierde. Toda mi política se reduce a lo siguiente: me gusta la música, la pintura; un buen libro es un acontecimiento para mí. Voy a cumplir cuarenta y cuatro años. ¿Qué me queda por vivir? ¿Quince, veinte, treinta años a lo sumo? Pues bien, estoy seguro que dentro de treinta años, los ministros serán un poco más aptos, pero tan honrados como los de hoy. La historia de Inglaterra me sirve de espejo para nuestro porvenir. Siempre se encontrará un rey que quiera aumentar sus prerrogativas; siempre la ambición de ser diputado, la gloria y los centenares de miles de francos ganados por Mirabeau quitarán el sueño a la gente rica de provincias: llamarán a esto ser liberal y amar al pueblo. Siempre será acicate de los ricos el deseo de llegar a ser par o gentilhombre de cámara. En el navío del Estado, todo el mundo querrá dirigir la maniobra, porque se paga bien. ¿No quedará nunca un sitio, aunque sea pequeño, para el simple pasajero?

—Al grano, al grano, que debe ser una historia muy divertida con tu carácter tranquilo. ¿Son las últimas elecciones las que te echan de tu provincia?

—Mi mal viene de más lejos. Yo tenía, hace cuatro años, cuarenta años y quinientos mil francos; hoy tengo cuatro años más y, probablemente, cincuenta mil francos menos, que perderé con la venta de mi castillo de Montfleury, a orillas del Ródano, situación soberbia.

En París estaba cansado de esta comedia perpetua, a la que obliga lo que llaman la civilización del siglo diecinueve. Tenía sed de honradez y sencillez. Compro una propiedad en las montañas, cerca del Ródano; nada más hermoso bajo el cielo.

El vicario del pueblo y los hidalgos del contorno me hacen la corte durante seis meses; les doy de comer; les digo que he dejado París para no volver a hablar ni a oír hablar de política en mi vida.—Como ustedes ven,—les dije—no estoy suscrito a ningún periódico. Cuantas menos cartas me trae el cartero más contento estoy.

Aquello no era lo que el vicario había pensado; al poco tiempo soy objeto de mil demandas indiscretas, de enredos, etc. Yo quería dar doscientos o trescientos francos anuales a los pobres; ellos me los piden para asociaciones piadosas: la de San José, la de la Virgen, etc. Me niego en redondo; entonces, me insultan cuanto pueden. Hago la tontería de molestarme. Ya no puedo salir por la mañana a disfrutar de la belleza de nuestras montañas, sin tropezarme con alguna molestia que me saque de mis ensueños para recordarme con desagrado a los hombres y sus mezquindades. En las procesiones de rogativas, por ejemplo, cuyos cantos me agradan (son probablemente una melodía griega), no bendicen mis campos porque, según dice el vicario, pertenecen a un impío. Se muere una vaca de una vieja campesina devota, dice ésta que la culpa la tiene un estanque vecino que es propiedad del impío filósofo llegado de París, y a los ocho días me encuentro a todos los peces panza arriba, envenenados con cal. Los enredos me rodean en todas sus formas. El juez de paz, hombre honrado, pero que teme ser destituido, me quita siempre la razón. La paz del campo es un infierno para mí. En cuanto me han visto abandonado por el vicario, jefe de la congregación del pueblo, y sin el apoyo del capitán retirado, jefe de los liberales, todos se me han echado encima, hasta el albañil, a quien estaba dando de comer hacía un año; hasta el carretero, que quería abusar de mí impunemente al arreglar mis carretas.

Con objeto de tener algún apoyo, y poder ganar, por lo tanto, alguno de mis pleitos, me hago liberal; pero, como tú has dicho, llegan estas endiabladas elecciones, me piden mi voto...

—¿Para un desconocido?

—Al contrario, para un individuo a quien conozco de sobra. Me niego a darlo, ¡imprudencia temeraria! Desde ese momento, heme aquí con los liberales también en contra; mi posición se hace intolerable. Estoy seguro de que si al vicario se le hubiera ocurrido decir que yo había asesinado a mi criada, hubiese habido veinte testigos de los dos partidos que hubieran jurado haberme visto cometer el crimen.

—Quieres vivir en el campo sin servir a las pasiones de tus convecinos, hasta sin escuchar su charla insulsa. ¡Qué impertinencia!...

—Por fin está reparada. Montfleury se vende; perderé cincuenta mil francos si es preciso, pero estoy contentísimo; abandono este infierno de hipocresía y enredos. Voy a buscar la soledad y la paz del campo al único lugar en el que existen en Francia: en un cuarto piso con vistas a Les Campos-Elíseos. Y aún tengo que pensar si no me convendría comenzar mi carrera política, en el barrio del Roule, dando el pan bendito en la parroquia.

—Nada de eso te hubiera ocurrido en tiempos de Bonaparte—dijo Falcoz, con los ojos brillantes de cólera y de pesar.

—¡En buena hora! Pero, ¿por qué no se ha sabido mantener en su sitio tu Bonaparte? Todo lo que yo soporto hoy, lo hizo él.

Aquí la atención de Julián se redobló. Había comprendido desde las primeras palabras que el bonapartista Falcoz era el antiguo amigo de la infancia de M. De Renal, repudiado por él en 1816; y el filósofo Saint-Giraud debía de ser hermano de aquel jefe de negociado de la prefectura de..., que sabía hacerse adjudicar en buenas condiciones las casas de los ayuntamientos.

—Y todo esto lo ha hecho tu Bonaparte;—continuó Saint-Giraud—un hombre honrado, inofensivo si los hay, con cuarenta años y quinientos mil francos, no puede establecerse en provincias y encontrar la paz; sus curas y sus nobles lo expulsan.

—No hables mal de él;—exclamó Falcoz— nunca ha llegado Francia a tal altura en la estima de los pueblos como durante los trece años en que él reinó. Entonces había grandeza en todo lo que se hacía.

—Tu emperador, que el diablo se lleve,—repuso el hombre de cuarenta y cuatro años— solo fué grande en los campos de batalla y cuando restableció la hacienda en 1802. ¿Qué significa toda su conducta desde entonces? Con sus chambelanes, su pompa y sus recepciones en Les Tuileries, hizo una nueva edición de todas las necedades monárquicas. Si la hubiera corregido, quizá habría podido pasar un siglo o dos. Los nobles y los curas han querido volver a lo antiguo, pero no tienen la mano de hierro que hace falta para difundirlo entre el público.

—¡Usas el lenguaje de un antiguo impresor!

—¿Quién me echa de mis tierras?—continuó, iracundo, el impresor.—Los curas que Napoleón volvió a llamar con su concordato, en vez de tratarlos como el Estado trata a los médicos, los abogados, los astrónomos, sin ver en ellos más que ciudadanos, sin preocuparse de la industria con que tratan de ganarse la vida. ¿Habría hoy nobles insolentes si tu Bonaparte no hubiera nombrado barones y condes? No; la moda había pasado. Después de los curas, es la pequeña nobleza campesina la que más me ha irritado y me ha empujado a hacerme liberal.

La conversación no terminaba nunca; este tema ocupará a Francia medio siglo aún. Como Saint-Giraud repetía continuamente que era imposible vivir en provincias, Julián propuso tímidamente el ejemplo de M. De Renal.

—¡Caramba, jovencito, está usted bueno!—exclamó Falcoz—Ese se ha hecho martillo para no ser yunque, y un martillo de los más terribles. Pero estoy viendo que le desbanca el Valenod. ¿Conoce usted a este bribón? Ese es el verdadero. ¿Qué dirá su M. De Renal cuando se vea destituido cualquier mañana de éstas, y al Valenod ocupando su puesto?

—Se quedará solo con sus crímenes—dijo Saint-Giraud.—Entonces, joven, ¿usted conoce Verrières? Pues bien, Bonaparte, que Dios confunda, a él y a sus baratillos monárquicos, ha hecho posible el reinado de los Renal y de los Chelan, que han traído después el reinado de los Valenod y los Maslon.

Aquella conversación sobre oscura política, asombraba a Julián y le distraía de sus ensueños voluptuosos.

Le hizo poca impresión el primer aspecto de París, visto de lejos. Los castillos en el aire sobre la suerte que le esperaba tenían que luchar con el recuerdo, vivo aún, de las veinticuatro horas que acababa de pasar en Verrières. Se juraba que no abandonaría jamás a los hijos de su amiga, y que lo dejaría todo para protegerlos, si las impertinencias de los curas imponían la república y las persecuciones contra los nobles.

¿Qué habría ocurrido la noche de su llegada a Verrières si, en el momento en que apoyaba su escala contra la ventana del dormitorio de madame de Renal, hubiera encontrado la habitación ocupada por un extraño, o por M. De Renal?

¡Pero también qué delicia las dos primeras horas, cuando su amiga quería sinceramente despedirlo, y él abogaba por su causa sentado cerca de ella en la oscuridad! Un alma como la de Julián es perseguida por tales recuerdos a lo largo de toda una vida. El resto de la entrevista se confundía ya con los primeros tiempos de sus amores, catorce meses antes.

Julián fué sacado de su profunda ensoñación porque el coche se paró. Acababan de entrar en el patio de posta, calle J. J. Rousseau.

—Quiero ir a la Malmaison—dijo a un cabriolé que se acercó.

—¡A esta hora, señor! ¿Y para qué?

—¿A usted qué le importa? Andando.

Toda pasión sincera solo piensa en sí misma. Esta es la razón por la que, a mi parecer, las pasiones son tan ridículas en París, donde el vecino pretende siempre que los demás piensen mucho en él. Me guardaré bien de referir el entusiasmo de Julián en la Malmaison. Lloró. ¡Cómo! ¿A pesar de las horribles tapias blancas recién construidas y que cortan el parque en pedazos? Sí, señor; para Julián, como para la posteridad, no había nada entre Arcole, Santa Elena y la Malmaison.

Por la noche, Julián vaciló mucho antes de entrar en un espectáculo; tenía ideas extravagantes sobre aquel lugar de perdición.

Una profunda desconfianza le impidió admirar el París viviente; solo le impresionaban los monumentos dejados por su héroe.

—¡Ya estoy aquí, en el centro de la intriga y la hipocresía! Aquí reinan los protectores del abate de Frilair.

En la noche del tercer día, la curiosidad venció a su resolución de verlo todo antes de presentarse al abate Pirard. El abate le explicó, en tono frío, la clase de vida que le esperaba en casa de M. de la Mole

—Si al cabo de unos cuantos meses no resulta usted útil, volverá al seminario, pero por la puerta grande. Va usted a alojarse en casa del marqués, uno de los más grandes señores de Francia. Vestirá usted de negro, pero como quien está de luto, no como eclesiástico. Exijo que tres veces por semana siga sus estudios de teología en un seminario donde yo le presentaré. Todos los días, a las doce, se instalará usted en la biblioteca del marqués, que piensa emplearle en escribir cartas para sus pleitos y otros negocios. El marqués anota en dos palabras, al margen de cada carta que recibe, la clase de respuesta que hay que dar. Yo he dicho que suponía que al cabo de tres meses estaría usted en condiciones de escribir esas cartas, de modo que, de doce que presentará a la firma del marqués, él pudiese firmar ocho o nueve. Por la noche, a las ocho, ordenará usted su despacho, y a las diez estará libre.

Pudiera ocurrir—continuó el abate Pirard—que alguna señora anciana o algún hombre con tono melifluo le haga a usted entrever ventajas enormes, o burdamente le ofrezca dinero por ver las cartas que recibe el marqués...

—¡Señor!—exclamó Julián enrojeciendo.

—Es extraño—dijo el abate con amarga sonrisa—que siendo, como es usted, pobre, y después de un año de seminario, aún sienta esas indignaciones virtuosas. ¡Tiene usted que haber estado muy ciego!

¿Será la fuerza de la sangre?—se dijo el abate a media voz y como hablando consigo mismo.—Lo más raro de todo—añadió mirando a Julián—es que el marqués le conoce... Yo no sé cómo. Le da para empezar cien luises de sueldo. Es un hombre que actúa solo por capricho; ese es su defecto; se peleará con usted por niñerías. Si está contento, quizá llegue a aumentarle el sueldo hasta ocho mil francos.

Pero ya comprenderá usted—dijo el abate en tono agrio—que no ha de darle todo este dinero por su linda cara. Se trata de ser útil. Yo en su lugar hablaría muy poco, y sobre todo, no hablaría nunca de lo que ignoro.

¡Ah!—siguió el abate—He recogido alguna información para usted; olvidaba la familia de M. de la Mole. Tiene dos hijos, una chica y un muchacho de diecinueve años, elegante por excelencia, una especie de atolondrado que nunca sabe a las doce lo que va a hacer a las dos. Tiene talento, es valiente; ha luchado en la guerra de España. El marqués espera, no sé por qué, que se hará usted amigo del joven conde Norbert. Le he dicho que usted es un gran latinista, y quizá piense que podrá enseñar a su hijo algunas frases hechas de Cicerón y de Virgilio.

En su lugar, yo no me dejaría nunca embromar por ese guapo muchacho, y antes de ceder a sus avances perfectamente corteses, pero algo desvirtuados por la ironía, me los haría repetir varias veces.

No le ocultaré que el joven conde de la Mole seguramente le despreciará en principio, porque usted no es más que un pequeño burgués. Un abuelo suyo era de la Corte, y tuvo el honor de que le cortaran la cabeza en la plaza de la Grève, el 26 de abril de 1574, por una intriga política. Usted es hijo de un carpintero de Verrières, y por añadidura, está a sueldo de su padre. Sopese bien estas diferencias y estudie en Moreri la historia de esta familia; todos los aduladores que comen con ellos hacen de vez en cuando lo que llaman alusiones delicadas.

Mucho cuidado con la forma en que responde usted a las bromas del conde Norbert de la Mole, jefe de un escuadrón de húsares y futuro par de Francia, y luego no me venga con quejas.

—Me parece—dijo Julián, ruborizándose mucho—que ni siquiera debería contestar a un hombre que me desprecia.

—Usted no puede tener idea exacta de este desprecio; solo se mostrará en cumplidos exagerados. Si fuese usted un tonto, podría dejarse engañar por ellos; si quisiese hacer fortuna, debería dejarse engañar.

—El día en que no me convenga todo esto, ¿pasaré por un ingrato si me vuelvo a mi celdita número 103?

—Sin duda alguna,—respondió el abate— todos los aduladores de la casa le calumniarán, pero entonces apareceré yo. "Adsum qui feci". Diré que tal resolución es cosa mía.

Julián estaba afligido por el tono amargo y casi malvado que observaba en el abate Pirard; aquel tono estropeaba por completo su última contestación.

El hecho es que el abate tenía un escrúpulo de conciencia por querer a Julián, y sentía una especie de terror religioso al mezclarse tan directamente en la suerte de otro.

—También verá usted—añadió con la misma desgana y como cumpliendo un penoso deber—a la marquesa de la Mole. Es una mujer alta, rubia, devota, altiva, perfectamente educada y aún más insignificante. Es hija del viejo duque de Chaulnes, tan conocido por sus prejuicios nobiliarios. Esta gran dama es una especie de compendio, en altorrelieve, de lo que constituye en el fondo el carácter de las mujeres de su categoría. No oculta que el haber tenido algún antepasado en las cruzadas es el único título que estima. El dinero va mucho después. ¿Le sorprende esto? Ya no estamos en provincias, amigo mío.

Verá usted en su salón a muchos grandes señores que hablan de nuestros príncipes con un tono de ligereza singular. Madame de la Mole baja la voz en señal de respeto siempre que nombra a un príncipe, y, sobre todo, a una princesa. No le aconsejaría que dijera delante de ella que Felipe II o Enrique VIII fueron unos monstruos. Han sido REYES, y esto les concede el derecho imprescriptible al respeto de todos, y especialmente, al respeto de los seres sin cuna, como usted y como yo. Sin embargo,—añadió M. Pirard—nosotros somos sacerdotes, pues por tal le tomará a usted; y en cuanto tales, nos considera como lacayos necesarios para su salvación.

—Señor,—dijo Julián—me parece que no estaré mucho tiempo en París.

—De acuerdo; pero tenga en cuenta que no hay fortuna posible para un hombre de nuestro traje más que arrimándose a los grandes señores. Con ese no sé qué de indefinible, al menos para mí, que hay en su carácter, si no hace fortuna, será perseguido; no hay términos medios para usted.

No se engañe. Los hombres ven que no le agradan en absoluto al dirigirle la palabra; en un país social como este, está usted avocado a la desgracia si no consigue el respeto.

¿Qué hubiese sido de usted en Besançon sin este capricho del marqués de la Mole? Algún día comprenderá toda la singularidad de lo que hace por usted, y, si no es un monstruo, le tendrá agradecimiento eterno a él y a su familia. ¡Cuántos pobres curas, más instruídos que usted, han vivido años y años en París, con los quince céntimos de su misa y los diez céntimos de sus explicaciones en la Sorbona!... Recuerde lo que le contaba el invierno pasado de los primeros años de ese mal sujeto, el cardenal Dubois. ¿Llegaría usted en su orgullo a suponer, por ventura, que tiene más talento que él?

Yo, por ejemplo, hombre tranquilo y mediocre, contaba con morir en mi seminario; he cometido la tontería de tomarle cariño. Pues bien, iba a ser destituido cuando he presentado mi dimisión. ¿Sabe usted a cuánto ascendía mi fortuna? Tenía quinientos veinte francos de capital, ni más ni menos; ni un solo amigo, apenas dos o tres conocidos. M. de la Mole, a quien no había visto nunca, me ha sacado del atolladero; solo ha necesitado decir una palabra, y me han dado un curato en el que todos los feligreses son gente acomodada, por encima de los vicios groseros, con unos emolumentos que me avergüenzan, tan poco proporcionados son a mi trabajo. Le he hablado durante tanto tiempo para poner un poco de sensatez en esa cabeza.

Una palabra aún: tengo la desgracia de ser irascible; es posible que usted y yo dejemos de hablarnos.

Si la altivez de la marquesa o las bromas pesadas de su hijo le hacen definitivamente insoportable esta casa, le aconsejo que termine sus estudios en algún seminario a treinta leguas de París, preferiblemente al norte que al sur. En el Norte hay más civilización y menos injusticias, y—añadió bajando la voz—tengo que confesarlo, la vecindad de los periódicos de París atemoriza a los pequeños tiranos.

Si continuamos encontrando placer en vernos, y la casa del marqués no le conviene, le ofrezco el puesto de vicario mío, y partiremos por mitad lo que rinda el curato. Le debo esto, y más aún,—añadió, interrumpiendo las expresiones de gratitud de Julián—por el ofrecimiento singular que me hizo en Besançon. Si en vez de quinientos veinte francos no hubiese tenido nada, me habría usted salvado.

El abate había perdido su tono de voz agrio. Con gran vergüenza por su parte, Julián sentía las lágrimas en los ojos; ardía en deseos de echarse al cuello de su amigo; no pudo por menos de decirle con el aire más varonil que logró fingir:

—Mi padre me odió desde la cuna; ésta ha sido una de mis mayores desgracias; pero ya no me quejaré más de la suerte, que me ha hecho encontrar un padre en usted, señor.

—Bueno, bueno—dijo el abate avergonzado; después, encontrando muy a propósito una frase de director seminario:

—No hay que decir nunca la suerte, hijo mío; diga siempre la Providencia.

El coche se detuvo; el cochero levantó el aldabón de bronce de una puerta inmensa: era el PALACIO DE LA MOLE; y, para que los transeúntes no pudiesen dudar, estas palabras se leían en una plancha de mármol negro encima de la puerta.

Aquella afectación desagradó a Julián.

—¡Tienen tanto miedo a los jacobinos! Ven un Robespierre y su carreta detrás de cada seto; son para morirse de risa, y rotulan así sus casas para que el populacho las reconozca en caso de revuelta, y las saquee.—Comunicó su idea al abate Pirard.

—¡Pobre muchacho! Pronto será usted mi vicario. ¡Qué idea más espantosa se le ha ocurrido!

—No encuentro nada más sencillo—dijo Julián.

La gravedad del portero, y, sobre todo, la limpieza del patio, causaron su admiración. Brillaba un hermoso sol.

—¡Qué magnífica arquitectura!—dijo a su amigo.

Se trataba de uno de esos palacios de fachada tan vulgar del Faubourg Saint-Germain, construidos hacia la época de la muerte de Voltaire. Jamás la moda y la belleza han estado tan lejos la una de la otra.

II. Entrada en el mundo

¡Ridículo y conmovedor recuerdo: el primer salón en que a los dieciocho años ha entrado uno solo, sin apoyo! La mirada de una mujer bastaba para intimidarme. Cuanto más quería agradar, más torpe era. Me hacía de todo las más falsas ideas. Ora me entregaba sin motivo, ora veía un enemigo en alguien que me había mirado con gravedad. Pero en medio de aquellas desdichas de mi timidez, ¡qué bello era un bello día!

Kant.


Julián se paraba embobado en medio del patio.

—Vamos, adopte usted un aire razonable—dijo el abate Pirard.—¡Se le ocurren ideas horribles, y luego no es usted más que un niño! ¿Dónde está el "nihil mirari" de Horacio? (Nada de entusiasmo.) Piense que este enjambre de lacayos, al verle ahí plantado, tratará de burlarse de usted; verán en usted un igual, colocado por encima de ellos injustamente. Aparentando bondad, buenos consejos, deseo de guiarle, tratarán de hacerle caer en alguna tontería grosera.

—Los desafío a ello—dijo Julián, mordiéndose los labios y recobrando toda su desconfianza.

Los salones que atravesaron estos señores en el primer piso, antes de llegar al gabinete del marqués, hubiesen parecido a mis lectores tan tristes como magníficos. Si os los dieran tal y como están, os negaríais a habitarlos; parecían la patria del bostezo y del razonamiento triste. Ellos aumentaron el encanto de Julián.

—¿Cómo puede ser desgraciado—pensaba—quien habite una mansión tan espléndida?

Por fin, estos señores llegaron a la más fea de todas las habitaciones de aquel soberbio piso; apenas si había luz; allí estaba un hombrecillo delgado, de mirada viva y con una peluca rubia. El abate se volvió a Julián y le presentó. Era el marqués. A Julián le costó trabajo reconocerle, tan cortés lo encontró. Ya no era el gran señor, de traza tan altanera, de la abadía de Bray-le-Haut. A Julián le pareció que su peluca tenía demasiado pelo. Pensando en esto, no se sintió intimidado lo más mínimo. En primer término, observó que el descendiente del amigo de Henri III tenía un aspecto bastante mezquino. Estaba muy delgado y se movía mucho. Pero pronto advirtió que el marqués tenía una cortesía aún más agradable para el interlocutor que la del mismo obispo de Besançon. La audiencia no duró ni tres minutos. Al salir, dijo el abate a Julián:

—Ha mirado usted al marqués como si lo estuviese retratando. No soy un águila en lo que esta gente llama cortesía; pronto sabrá usted mucho más que yo; pero, en fin, la osadía de su mirada me ha parecido de lo menos cortés.

Habían vuelto a subir al coche; el cochero se detuvo cerca del bulevar. El abate introdujo a Julián en una serie de grandes salones. Julián observó que no estaban amueblados. Estaba mirando un magnífico reloj dorado, que representaba un asunto muy indecente a su juicio, cuando se acercó a él sonriendo un señor muy elegante. Julián esbozó un saludo.

El señor aquel sonrió y le puso la mano en el hombro. Julián se estremeció y dio un paso atrás. Estaba rojo de cólera. El abate Pirard, a pesar de su gravedad, se rió hasta llorar. El señor en cuestión era un sastre.

—Le dejo a usted en libertad durante dos días;—le dijo el abate al salir—entonces podrá ser presentado a Madame de la Mole. Si fuera otro, le vigilaría a usted como a una muchacha en estos primeres momentos de su estancia en esta nueva Babilonia. Si se ha de perder, piérdase cuanto antes, y me veré libre de la debilidad de pensar en usted. Pasado mañana, por la mañana, el sastre le enviará dos trajes; dará usted cinco francos al muchacho que se los pruebe. Procure que estos parisienses no oigan el sonido de su voz. Si dice una palabra, encontrarán el medio de burlarse de usted. Es su especialidad. Pasado mañana, a medio día, vaya a mi casa... Ahora, piérdase... ¡Ah, se me olvidaba! Encargue botas, camisas, un sombrero en los sitios indicados aquí.

Julián miraba la letra en que estaban escritas aquellas señas.

—Es letra del marqués;—dijo el abate—es un hombre activo que todo lo prevé, y que prefiere hacer a mandar. Le toma a usted a su servicio para que le ahorre esta clase de molestias. ¿Tendrá usted bastante talento para ejecutar bien todas las cosas que este hombre vivo le indique con medias palabras? Esto es lo que nos dirá el porvenir; usted verá lo que hace.

Julián entró sin decir una palabra en casa de los comerciantes que indicaban las señas, y observó que era recibido con respeto; el zapatero, al escribir su nombre en su libro, puso: M. Julián de Sorel.

En el cementerio de Père Lachaise, un señor muy obsequioso, y aún más liberal en sus frases, se ofreció para indicar a Julián la tumba del mariscal Ney, que una sabia política priva del honor de un epitafio. Pero al separarse de aquel liberal que, con lágrimas en los ojos, casi le abrazaba, Julián no tenía reloj. Enriquecido con esta experiencia, dos días más tarde, a las doce, se presentó al abate Pirard, que le miró detenidamente.

—Es fácil que se haga usted un fatuo—le dijo el abate con severidad. Julián tenía el aspecto de un hombre muy joven; vestido de luto riguroso, a decir verdad estaba muy bien; pero el buen abate era aún lo bastante provinciano, por su parte, para notar que Julián conservaba ese movimiento de hombros que en provincias es elegancia e importancia al mismo tiempo. Al ver a Julián, el marqués juzgó sus gracias de un modo tan distinto del abate, que le dijo:

—¿Pondría usted algún reparo a que M. Sorel tomara lecciones de baile?

El abate quedó como petrificado.

—No—respondió al fin.—Julián no es sacerdote.

El marqués, subiendo de dos en dos los escalones de una escalerilla escondida, fué en persona a instalar a nuestro héroe en una linda buhardilla que daba sobre el inmenso jardín del palacio. Le preguntó cuántas camisas se había encargado en casa del camisero.

—Dos—respondió Julián, intimidado al ver a un señor tan poderoso descender a esos detalles.

—Muy bien;—repuso el marqués con aire serio y con cierto tono imperativo y breve, que dio qué pensar a Julián—muy bien, encárguese otras veintidós. Aquí tiene usted el primer trimestre de su sueldo.

Al bajar de la buhardilla, el marqués llamó a un hombre de edad.—Arsène,—le dijo—encárguese de servir a M. Sorel.

Pocos minutos después, Julián se encontró solo en una biblioteca magnífica; aquel momento fué delicioso. Para no ser sorprendido en tal emoción, fué a ocultarse en un rinconcito oscuro, desde donde contemplaba en éxtasis el lomo de los libros.

—¡Podré leer todo esto!—se decía—¿Cómo podría no encontrarme a gusto aquí? M. De Renal se hubiera creído deshonrado para siempre con la centésima parte de lo que el marqués de la Mole ha hecho por mí. Pero veamos las copias que hay que hacer.

Terminado este trabajo, Julián se atrevió a acercarse a los libros; estuvo a punto de volverse loco de alegría al encontrar una edición de Voltaire. Corrió a abrir la puerta de la biblioteca para no ser sorprendido. Enseguida se dio el gusto de abrir uno por uno los ochenta volúmenes. Estaban magníficamente encuadernados; era la obra maestra del mejor artista de Londres. No hacía falta tanto para que llegase a su colmo la admiración de Julián.

Una hora después entró el marqués; miró las copias, y notó con asombro que Julián escribía "cela" con dos eles: "cella".

—¿Será un cuento todo lo que el abate me ha dicho de su ciencia?

El marqués, muy desencantado, le dijo con dulzura:

—¿No está usted seguro de su ortografía?

—Es cierto—dijo Julián, sin pensar ni remotamente en el daño que se hacía. Tan enternecido estaba por las bondades del marqués, que le recordaban, por contraste, el tono áspero de M. De Renal.

—Toda la experiencia de este buen abate del Franco Condado es tiempo perdido; pero ¡tenía tanta necesidad de un hombre fiel!—pensó el marqués.

—"Cela" se escribe con una sola ele—le dijo el marqués.—Cuando termine usted las copias, busque en el diccionario las palabras de cuya ortografía no esté muy seguro.

A las seis le mandó llamar; miró con contrariedad evidente las botas de Julián.

—Tengo que reprocharme un olvido: no le he dicho que tiene que vestirse todos los días a las cinco y media.

Julián le miraba sin comprender.

—Quiero decir ponerse medias. Arsène se encargará de recordárselo; hoy yo le excusaré.

Diciendo estas palabras, M. de la Mole hacía entrar a Julián en un salón resplandeciente de dorados. En ocasiones semejantes, M. De Renal no dejaba nunca de apretar el paso para entrar el primero. La vanidad de su antiguo amo hizo que Julián marchase demasiado cerca del marqués y le pisase, haciéndole mucho daño a causa de la gota que padecía.

—¡Es paleto a más no poder!—se dijo éste.

Fue presentado a una señora alta y de aspecto imponente. Era la marquesa. A Julián le pareció impertinente, algo así como Madame de Maugiron, la esposa del subprefecto del distrito de Verrières, cuando asistía a la comida del día de San Carlos. Un poco azorado por la magnificencia del salón, Julián no oyó lo que decía M. de la Mole. La marquesa apenas si se dignó mirarle. Estaban presentes varios hombres, entre los cuales Julián reconoció, con gran alegría, al joven obispo de Agde, el que se había dignado hablarle algunos meses antes en la ceremonia de Bray-le-Haut. Este joven prelado se asustó, sin duda, de las miradas tiernas que fijaba sobre él la timidez de Julián, y ni por asomo reconoció a aquel provinciano.

Julián creyó advertir que los hombres reunidos en aquel salón tenían cierto aire triste y afectado; en París se habla bajo y no se exageran las cosas sin importancia.

Un joven guapo, con bigote, muy pálido y muy espigado, entró hacia las seis y media; tenía una cabeza muy pequeña.

—Siempre te haces esperar—dijo la marquesa, a la que besó la mano.

Julián comprendió que aquel era el conde de la Mole. Le juzgó encantador a primera vista.

—¿Es posible—se decía—que sea este el hombre cuyas bromas ofensivas han de echarme de esta casa?

Siguiendo el examen del conde Norbert, Julián observó que llevaba botas altas y espuelas.

—Y yo he de ponerme calzón corto, sin duda como signo de inferioridad.

Se sentaron a la mesa. Julián oyó a la marquesa que decía alguna palabra severa, levantando un poco la voz. Casi al mismo tiempo vió a una joven extremadamente rubia y muy bien parecida, que fué a sentarse frente a él. No le gustó; sin embargo, después de observarla atentamente, pensó que nunca había visto unos ojos tan hermosos, aunque reflejaban un alma fría. Luego Julián halló que miraban con la expresión del aburrimiento que examina, pero que recuerda la obligación de ser imponente.—Los ojos de madame de Renal también eran muy hermosos;—se decía—todo el mundo los alababa; pero no tenían nada en común con estos.

Julián no tenía bastante mundo para distinguir que era el fuego de un arrebato lo que hacía brillar de vez en cuando los ojos de Mlle. Matilde, como la oyó nombrar. Cuando los ojos de madame de Renal se animaban, era por el fuego de la pasión o por efecto de una indignación generosa al escuchar el relato de alguna maldad. Hacia el fin de la comida, Julián dio con una palabra que expresaba la clase de belleza de los ojos de mademoiselle de la Mole:

—Echan chispas—se dijo.

Por lo demás, se parecía cruelmente a su madre, que le desagradaba cada vez más, y dejó de mirarla. En cambio, el conde Norbert le parecía admirable en todos los aspectos. Julián estaba tan seducido, que no se le ocurrió sentir envidia ni odiarlo porque era más noble y más rico que él.

A Julián le pareció que el marqués se aburría.

Cuando servían el segundo plato, el marqués se dirigió a su hijo:

—Norbert, te ruego que te intereses por M. Julián Sorel, a quien acabo de dar un puesto en mi estado mayor, y del cual pretendo hacer un hombre, si "cella" es posible.

—Es mi secretario,—dijo el marqués a su vecino—y escribe "cela" con dos eles.

Todo el mundo miró a Julián, que hizo una reverencia, un poco demasiado acentuada, a Norbert; pero, en general, todo el mundo encontró bien su actitud.

El marqués debía haber hablado de la clase de educación que Julián había recibido, pues uno de los convidados le interpeló sobre Horacio.

—Fue precisamente hablando de Horacio como tuve éxito con el obispo de Besançon—se dijo Julián.—Por lo visto, no conocen más autor que ese.

A partir de aquel momento, se sintió dueño de sí. Este movimiento le fué tanto más fácil, cuanto que acababa de decidir que Mlle. de la Mole no sería nunca una mujer a sus ojos. Desde el seminario consideraba mal a los hombres, y difícilmente se dejaba intimidar por ellos. De hallarse el comedor amueblado con menos magnificencia, se hubiera sentido en posesión de toda su sangre fría. Lo que más le acobardaba eran los dos enormes espejos, de ocho pies de alto cada uno, en los que veía a veces a su interlocutor hablando de Horacio. Sus frases no eran demasiado largas para un provinciano. Tenía unos hermosos ojos, cuya timidez, asustada o triunfante cuando la respuesta era feliz, duplicaba el brillo. Todo el mundo le encontró agradable. Aquella especie de examen daba un poco de interés a una comida seria. El marqués animó con una seña al interlocutor de Julián para que lo acorralara.

—¿Será posible que sepa algo?—pensaba.

Julián respondió inventando cosas, y perdió la suficiente timidez para demostrar, no ingenio, cosa imposible para quien no sabe el idioma especial que se habla en París, sino algunas ideas nuevas, aunque presentadas sin gracia y sin oportunidad. Todos se percataron de que dominaba el latín.

El que discutía con Julián era un académico de Historia, que por casualidad sabía latín. Encontró en Julián un buen humanista, perdió el temor de ponerle colorado y trató realmente de acorralarle. En el calor de la discusión, Julián llegó a olvidar el mobiliario magnífico del comedor, y terminó por exponer ideas sobre los poetas latinos que su interlocutor no había visto en ninguna parte. Como hombre honrado que era, felicitó sinceramente al joven secretario. Por suerte, se entabló una discusión sobre si Horacio fué pobre o rico: un hombre amable, voluptuoso e insustancial, que hacía versos por diversión, como Chapelle, el amigo de Molière y de La Fontaine, o un pobre diablo de poeta laureado, que seguía a la corte y hacía odas en el cumpleaños del rey, como Southey, el acusador de lord Byron.

Se habló del estado de la sociedad en las épocas de Augusto y de Jorge IV: en las dos épocas, la aristocracia era todopoderosa; pero en Roma, Mecenas le arrebataba el poder, siendo no más que un simple caballero; y en Inglaterra, había reducido a Jorge IV casi al estado de un dux de Venecia. Esta discusión parece que sacó al marqués del estado de sopor en que le sumía el aburrimiento al principio de la comida.

Julián no entendía nada de los nombres modernos, como Southey, lord Byron, Jorge IV, que oía pronunciar por primera vez. Pero a nadie se le escapó que, en cuanto se trataba de hechos ocurridos en Roma, y cuyo conocimiento podía deducirse de las obras de Horacio, de Tácito, de Marcial, etc., demostraba una superioridad incontestable. Julián se apropió tranquilamente unas cuantas ideas que había aprendido del obispo de Besançon en la famosa discusión que sostuvo con este prelado, y ciertamente no fueron las menos apreciadas.

Cuando se cansaron de hablar de los poetas, la marquesa, que creía su obligación admirar todo aquéllo que divertía a su marido, se dignó mirar a Julián.

—Los modales torpes de este joven abate ocultan quizá a un hombre instruído—dijo a la marquesa el académico, que estaba cerca de ella.

Julián oyó algo de lo que decía. Las frases hechas eran muy a propósito para el talento de la dueña de la casa; aceptó aquélla que se refería a Julián, y se sintió muy satisfecha de haber invitado a comer al académico.—Divierte a M. de la Mole—pensaba.

III. Los primeros pasos

Ese valle inmenso, lleno de luces esplendorosas y de miles de hombres, me deslumbra la vista. Ninguno me conoce. Todos son superiores a mí. Pierdo la cabeza.

Poema dell’ar. —Reina.


Al día siguiente, muy temprano, estaba Julián en la biblioteca, escribiendo cartas, cuando se abrió una pequeña puerta de escape, oculta por un estante, y entró por ella Mlle. Matilde. Mientras Julián admiraba aquel mecanismo, Mlle. Matilde parecía muy contrariada de encontrarle allí. A Julián le pareció que con los papillotes en el pelo tenía un aire duro, altivo y casi masculino. Mademoiselle de la Mole poseía el secreto de robar volúmenes en la biblioteca de su padre sin que se notase. La presencia de Julián hacía inútil su correría de aquella mañana, lo cual la contrarió tanto más cuanto que iba a buscar el segundo tomo de La princesa de Babilonia, de Voltaire, digno complemento de una educación eminentemente monárquica y religiosa, obra maestra del Sagrado Corazón. Esta pobre muchacha, a los diecinueve años, necesitaba ya de lo picante del ingenio para interesarse en una novela.

El conde Norbert apareció en la biblioteca alrededor de las tres; iba a estudiar un periódico para poder hablar de política por la noche, y le agradó mucho encontrar a Julián, a quien había olvidado por completo. Estuvo correctísimo con él y le invitó a montar a caballo.

—Mi padre nos da permiso hasta la hora de comer.

Julián comprendió aquel nos y lo encontró encantador.

—¡Dios mío, señor conde!—dijo Julián.—Si se tratase de derribar un árbol de ochenta pies de alto, escuadrarlo y cortarlo en tablas, me atrevo a decir que lo haría bien; pero montar a caballo, no lo he hecho más de seis veces en mi vida.

—Bueno, pues hoy será la séptima—dijo Norbert.

En el fondo de su alma, Julián recordaba la entrada del rey de *** en Verrières, y creía que montaba divinamente. Pero al volver del Bois de Boulogne, en medio de la calle de Bac, se cayó al tratar de evitar bruscamente un coche, llenándose de barro. Su suerte fué que tenía dos trajes. En la comida, el marqués, por dirigirle la palabra, le preguntó qué tal había sido el paseo. Norbert se apresuro a contestar en términos generales.

—El señor conde es la bondad personificada para conmigo,—repuso Julián—y yo se lo agradezco en lo que vale. Se ha dignado darme un caballo de lo más lindo y tranquilo, pero no podía atarme a él, y, a falta de esta precaución, me he caído en esa calle tan larga, cerca del puente.

Mademoiselle Matilde intentó en vano contener una carcajada, y luego, en su indiscreción, pidió detalles de la caída. Julián salió del paso con mucha sencillez; tuvo gracia sin darse cuenta de ello.

—Auguro buenos resultados de este curita—dijo el marqués al académico.—¡Un simple provinciano, en trance parejo! Es una cosa que no se ha visto ni se verá ¡Y, por añadidura, cuenta su desgracia delante de las damas!

Julián tranquilizó de tal manera a sus oyentes sobre su infortunio, que al final de la comida, cuando la conversación general tomó otro rumbo, Mlle. Matilde preguntaba a su hermano detalles del desgraciado accidente. Como las preguntas continuaban y la mirada de Julián se cruzó varias veces con la de la joven, se atrevió a contestar directamente, aun cuando no había sido interrogado, y los tres acabaron por reír como lo hubiesen podido hacer tres jóvenes habitantes de un pueblo en el fondo de un bosque.

Al día siguiente, Julián asistió a dos clases de teología y volvió enseguida a escribir una veintena de cartas. Encontró instalado cerca de él, en la biblioteca, a un joven vestido muy cuidadosamente, pero cuyo aspecto era mezquino, "y" su fisonomía, la representación de la envidia.

El marqués entró.

—¿Qué hace aquí, M. Tanbeau?—dijo al recién venido con tono severo.

—Creía...—repuso el joven sonriendo rastreramente.

—No, señor, usted "no creía". Es un intento, pero desafortunado.

El joven Tambeau se levantó furioso y desapareció. Era un sobrino del académico, amigo de madame de la Mole, y se dedicaba a la literatura. El académico había conseguido que el marqués le tomara como secretario. Tanbeau, que trabajaba en un cuarto apartado, al saber el favor de que gozaba Julián, quiso compartirlo, y por la mañana fué a instalar su despacho en la biblioteca.

A las cuatro, después de dudarlo un poco, Julián se atrevió a presentarse en la habitación del conde Norbert. Este se disponía a montar a caballo, y se azoró un tanto, pues era extremadamente cortés.

—Creo—dijo a Julián—que debe usted ir al picadero, y dentro de algunas semanas, estaré encantado de montar con usted.

—Quería tener el honor de dar las gracias al señor conde por sus bondades para conmigo, y puede creerme, señor,—añadió Julián en tono serio—que sé perfectamente cuánto le debo. Si el caballo no está herido a consecuencia de mi torpeza de ayer, y si está libre, desearía montarlo hoy.

—Desde luego, mi querido Sorel, pero por su cuenta y riesgo. Suponga usted que le he hecho todas las objeciones que aconseja la prudencia, porque el hecho es que son las cuatro y no tenemos tiempo que perder.

Una vez a caballo, dijo Julián al joven conde:

—¿Qué hay que hacer para no caerse?

—Varias cosas;—respondió Norbert riendo a carcajadas—por ejemplo, echar el cuerpo hacia atrás.

Julián emprendió un trote largo. Estaban en la plaza de Luis XVI.

—¡Ah, joven temerario!—dijo Norbert—Hay demasiados coches, y la mayor parte conducidos por imprudentes. Si se cae usted, los tilburys le pasarán por encima, pues no se arriesgarán a estropear la boca de su caballo parándole en seco.

Veinte veces vió Norbert a Julián a punto de caer, pero el paseo terminó al fin sin ningún accidente. Al volver, el joven conde dijo a su hermana:

—Te presento a un audaz jinete.

En la comida, hablando de un extremo a otro de la mesa, hizo justicia al atrevimiento de Julián; era lo único que podía alabarse en su modo de montar a caballo. El joven conde había oído por la mañana a los mozos que limpiaban los caballos en el patio tomar como pretexto la caída de Julián para burlarse de él despiadadamente.

A pesar de tantas bondades, pronto Julián se sintió aislado en medio de aquella familia. Todos los usos le parecían extraños, y faltaba a ellos. Sus tonterías hacían las delicias de los criados.

El abate Pirard se había marchado a su curato.

—Si Julián es un débil junco, que se hunda; si es un hombre de corazón, que salga adelante por su propio esfuerzo—pensaba

IV. El palacio de la Mole

¿Qué hace aquí? ¿Hállase a gusto? ¿Pensará agradar?

Ronsard.


Si todo parecía extraño a Julián en el noble salón del palacio de la Mole, aquel joven pálido y vestido de negro parecía, a su vez, muy singular a las personas que se dignaban fijarse en él. Madame de la Mole propuso a su marido que lo enviara a algún asunto cuando estuvieran invitados a comer ciertos personajes.

—Quiero llevar la experiencia hasta el fin—respondió el marqués.—El abate Pirard pretende que estamos en un error al herir el amor propio de la gente que admitimos a nuestro lado. "Nadie se apoya más que en lo que resiste," etc. Este no es incorrecto más que por su cara desconocida; por lo demás, es sordomudo.

—Para que yo pueda orientarme,—se dijo Julián—voy a escribir los nombres y alguna frase sobre el carácter de las personas que veo en el salón.

Colocó en primer término a cinco o seis amigos de la casa, que le hacían la corte de cualquier manera, suponiéndole protegido por un capricho del marqués. Eran pobres peleles, más o menos cobardes; pero, todo hay que decirlo en honor de esta clase de hombres, tal y como se la encuentra hoy día en los salones de la aristocracia: no eran igualmente cobardes para todos. Alguno de ellos se hubiese dejado maltratar por el marqués y se hubiera revuelto contra una palabra dura que le hubiese dirigido Madame de la Mole.

Había demasiado orgullo y demasiado aburrimiento en el fondo del carácter de los dueños de la casa; estaban demasiado habituados a ultrajar por distraerse, para que pudiesen esperar tener amigos verdaderos. Pero, a excepción de los días de lluvia y en los momentos de aburrimiento feroz, que eran raros, siempre se portaban con la más exquisita cortesía.

Si los cinco o seis aduladores que atestiguaban a Julián una amistad tan paternal hubiesen desertado del palacio de la Mole, la marquesa se habría visto expuesta a grandes ratos de soledad, y para las mujeres de este rango, la soledad es horrible: es el emblema de la "desgracia".

El marqués era irreprochable para con su mujer; procuraba que su salón estuviese suficientemente frecuentado, no por pares, pues encontraba a sus nuevos colegas poco nobles para que fuesen a su casa como amigos, y no lo bastante divertidos para admitirlos como subalternos.

Julián no penetró en estos secretos hasta mucho más tarde. La política dirigente, que es objeto de conversación en las casas burguesas, no se aborda en las de la clase del marqués sino en momentos de apuro.

Tal es aún, incluso en este siglo aburrido, el dominio de la necesidad de divertirse, que hasta los mismos días de convite, apenas el marqués salía del salón, todo el mundo desaparecía. Con tal que no se hiciera mofa de Dios, ni de los curas, ni del rey, ni de la gente del gobierno, ni de los artistas protegidos por la corte, ni de nada de lo establecido; con tal de no hablar bien de Béranger, ni de los periódicos de la oposición, ni de Voltaire, ni de Rousseau, ni de nada de lo que suponga un poco de franqueza; sobre todo, con tal de no hablar de política, se podía con libertad discutir de todo.

No hay cien mil escudos de renta ni cordón azul que puedan luchar contra tales privilegios de salón. La menor idea viva se juzgaba como una grosería. A pesar del buen tono, de la cortesía más exquisita, del empeño en ser agradable, en todos los semblantes se leía el aburrimiento. Los jóvenes, que iban a cumplir con un deber social, como temían hablar de cosas que hicieran suponer un pensamiento o traicionaran alguna lectura prohibida, se callaban después de alguna frase elegante sobre Rossini y el tiempo que hacía.

Julián observó que los que mantenían viva la conversación, generalmente, eran dos vizcondes y cinco barones que M. de la Mole había conocido en la emigración. Aquellos señores tenían seis u ocho mil libras de renta; cuatro abogaban por el diario "Quotidienne" y tres por la "Gaceta de Francia". Uno de ellos traía diariamente alguna anécdota que contar de Palacio, en la que no se escatimaba la palabra "admirable". Julián notó que tenía cinco cruces, y los demás, por lo general, solo tenían tres.

En cambio, en la antesala se veían diez lacayos de librea, y durante la velada se servían helados o té cada cuarto de hora, y a eso de las doce, una especie de cena, con vino de Champagne.

Esta era la causa que hacía que Julián se quedara algunas noches hasta el final; por lo demás, no comprendía que nadie pudiera escuchar en serio la conversación ordinaria de aquel salón magníficamente dorado. A veces miraba a los interlocutores para asegurarse de que ellos mismos no se burlaban de lo que decían.

—Mi M. de Maistre, que me sé de memoria, ha dicho cosas cien veces mejor dichas,—pensaba— y aun así, es bastante aburrido.

Julián no era el único en advertir aquella asfixia moral. Unos se consolaban atracándose de helados; otros, dándose el gusto de decir al salir de la velada:—Vengo del palacio de la Mole, donde he sabido que Rusia, etc.

Julián supo, por uno de los aduladores, que aún no hacía seis meses, madame de la Mole había recompensado una asiduidad de más de veinte años haciendo prefecto al pobre barón Le Bourguignon, que desde la Restauración era subprefecto.

Aquel gran acontecimiento aumentó el celo de todos aquéllos señores; si antes se molestaban por pocas cosas, ya no se molestaron por nada. Rara vez se notaba una falta directa de consideración; pero Julián ya había sorprendido en la mesa algunos diálogos breves entre el marqués y su mujer, crueles para los que estaban sentados a su lado. Aquellos nobles personajes no disimulaban su sincero desprecio por todo lo que no procediera de "gente que subiera en las carrozas del rey". Julián observó que la palabra "cruzada" era la única que lograba dar a sus semblantes una expresión profundamente seria, mezclada de respeto. El respeto ordinario tenía siempre cierto matiz de complacencia.

En medio de toda aquella magnificencia y de aquel aburrimiento, Julián solo se interesaba por M. de la Mole; un día le oyó, con gran placer, decir que él no había intervenido para nada en el ascenso del pobre Le Bourguignon. Era una atención con la marquesa; Julián sabía la verdad por el abate Pirard.

Una mañana que el abate trabajaba con Julián en la biblioteca del marqués, en el eterno pleito de Frilair, dijo Julián de repente:

—Señor, el comer todos los días con la marquesa, ¿es uno de mis deberes, o es una consideración que tienen conmigo?

—¡Es un gran honor!—repuso el abate, escandalizado.—M. N., el académico, que desde hace quince años está haciendo una corte asidua, no ha logrado conseguirlo para su sobrino, M. Tanbeau.

—Para mí, señor, es la parte más penosa de mi destino. Me aburría menos en el seminario. Algunas veces veo bostezar incluso a la misma mademoiselle de la Mole, que debe estar acostumbrada, sin embargo, a la amabilidad de los amigos de la casa. Tengo miedo de dormirme. Por favor, consiga que me den permiso para ir a comer por cuarenta céntimos en alguna posada humilde.

El abate, verdadero advenedizo, era muy sensible a la honra de comer con un gran señor. Mientras se esforzaba en hacer comprender a Julián este sentimiento, un ligero ruido les hizo volver la cabeza. Julián vió a Mlle. de la Mole que escuchaba. Se puso colorado. La muchacha, que había venido en busca de un libro, lo había oído todo y sintió cierta consideración por Julián.—Este no ha nacido de rodillas—pensó—como ese viejo abate. ¡Dios mío, qué feo es!

En la comida, Julián no se atrevía a mirar a Mlle. de la Mole, pero ella tuvo la bondad de dirigirle la palabra. Aquel día esperaban mucha gente; ella le instó a que se quedara. Las muchachas de París no son nada partidarias de la gente de cierta edad, sobre todo cuando se viste descuidadamente. Julián no necesitó mucha sagacidad para percatarse de que los colegas de M. Le Bourguignon, que se quedaron en el salón, disfrutaban el honor de ser el objeto ordinario de las bromas de Mlle. de la Mole. Aquel día, hubiese o no afectación por su parte, fué cruel con los fastidiosos.

Mademoiselle de la Mole era el centro de un pequeño grupo que se reunía casi todas las noches detrás de la inmensa poltrona de la marquesa. De él formaban parte el marqués de Croisenois, el conde de Caylus, el vizconde de Luz y otros dos o tres oficiales jóvenes amigos de Norbert o de su hermana. Todos estos señores se sentaban en un gran sofá azul. Al extremo del sofá, precisamente al lado opuesto del que ocupaba la brillante Matilde, se hallaba Julián en silencio, sentado en una silla de enea bastante baja. Aquel modesto lugar era envidiado por todos los aduladores; Norbert mantenía en él decorosamente al joven secretario de su padre, dirigiéndole la palabra de vez en cuando o nombrándole un par de veces en la velada. Aquel día, Mlle. de la Mole le preguntó cuál podría ser la altura de la montaña en que está situada la ciudadela de Besançon. Nunca hubiera podido decir Julián si aquella montaña era o no más alta que Montmartre. A menudo se reía de todo lo que se hablaba en el grupo aquel, pero se sentía incapaz de inventar nada semejante. Le parecía como una lengua extranjera que pudiera entender, pero que no fuera capaz de hablar.

Los amigos de Matilde estaban aquella noche en actitud hostil contra todo el que llegaba al gran salón. Los amigos de la casa gozaron la preferencia por ser los mejor conocidos. Se puede imaginar lo atento que estaría Julián; todo le interesaba, lo mismo el fondo de las cosas que el modo de burlarse de ellas.

—Ahí está M. Descoulis;—dijo Matilde—no lleva peluca. ¿Será que pretende llegar a la prefectura por su talento y para ello exhibe esa cabeza calva que, según él, está llena de grandes pensamientos?

—Es un hombre que conoce a todo el mundo —dijo el marqués de Croisenois.—También frecuenta la casa de mi tío el cardenal. Es capaz de cultivar una mentira con cada uno de sus amigos durante años enteros, y cuenta que tiene doscientos o trescientos amigos. Su talento consiste en saber cultivar la amistad. Ahí donde le ven ustedes, a las siete de la mañana en invierno ya está lleno de barro llamando a la puerta de alguno de sus amigos. Riñe con la gente de vez en cuando, y escribe siete u ocho cartas con motivo del enfado. Luego se reconcilia, y otras siete u ocho cartas llenas de protestas de amistad. Pero donde brilla a gran altura es en la expansión franca y sincera de hombre honrado que no oculta nada en su corazón. Esta maniobra surge cuando hay que pedir un favor. Uno de los vicarios de mi tío es admirable contando la vida de M. Descoulis desde la Restauración. Le haré venir un día.

—¡Bah! No creeré una palabra de todo lo que diga; esos son celos del oficio entre gente de poco más o menos—dijo el conde de Caylus.

—El nombre de M. Descoulis tendrá un puesto en la historia—repuso el marqués.—Ha hecho la Restauración con el abate de Prad, y con Talleyrand y Pozzo di Borgo.

—Es un hombre que ha manejado millones,— dijo Norbert—y no concibo cómo viene aquí a soportar los epigramas de mi padre, con frecuencia abominables. "¿Cuántas veces ha hecho usted traición a sus amigos, mi querido Descoulis?", le decía el otro día de un extremo a otro de la mesa.

—¿Pero es cierto que ha hecho traición?—dijo Mlle. de la Mole.—¿Y quién no habrá traicionado a alguien?

—¡Cómo!—dijo el conde de Caylus a Norbert.—¿Está en su casa M. Sainclair, ese famoso liberal? ¿Qué demonios viene a hacer aquí? Es preciso que yo le aborde, que le hable y que le haga hablar; dicen que tiene mucho ingenio.

—Pero, ¿cómo va a recibirle tu madre?—dijo el marqués de Croisenois.—Tiene unas ideas tan extravagantes, tan generosas, tan independientes...

—Miren ustedes,—dijo Mlle. de la Mole— miren al hombre independiente cómo saluda a M. Descoulis, inclinándose hasta el suelo, y cómo le coge la mano. Creía que iba a besársela.

—Descoulis debe de estar en mejores relaciones de lo que nosotros nos figuramos con el poder—repuso Croisenois.

—Sainclair viene aquí para ser de la Academia;—dijo Norbert—mira cómo saluda al barón L * * *, Croisenois.

—Sería menos rastrero ponerse de rodillas—dijo M. de Luz.

—Querido Sorel,—dijo Norbert—usted que tiene talento, pero que acaba de llegar de la montaña, procure no saludar nunca como ese gran poeta ni al mismo Dios Padre.

—Aquí tenemos al hombre de ingenio por excelencia, el barón Bâton—dijo Mlle. de la Mole, remedando la voz del lacayo que le anunciaba.

—Yo creo que hasta los criados se burlan de él. ¡Qué nombre: barón Bâton!—dijo M. de Caylus.

—"¿Qué tiene que ver el nombre?", nos decía el otro día—repuso Matilde.—Figúrense ustedes al duque de Bouillon anunciado por primera vez; yo creo que al público lo que le hace falta es acostumbrarse.

Julián se apartó del sofá. Poco sensible aún a las encantadoras sutilezas de una burla ligera, para reírse de una broma necesitaba que tuviese un fundamento. No veía en la charla de aquéllos jóvenes nada más que el tono despectivo en general, y aquéllo le llamaba la atención. Su pudor provinciano o inglés llegaba hasta vislumbrar la envidia, en lo cual se equivocaba ciertamente.

—El conde Norbert—se decía—que necesita hacer tres borradores para escribir una carta de veinte líneas a su coronel, se consideraría muy dichoso si hubiese escrito en su vida una página como las de Sainclair.

Pasando inadvertido a causa de su poca importancia, Julián se acercó sucesivamente a varios grupos; seguía de lejos al barón Bâton y quería oírle. Aquel hombre de tanto ingenio tenía un aire inquieto, y Julián no le vió rehacerse un poco sino después de haber colocado dos o tres frases punzantes. A Julián le parecía que aquel género de talento necesitaba espacio.

El barón no podía decir palabras; necesitaba, por lo menos, cuatro frases de seis líneas cada una para resultar brillante.

—"Este hombre diserta, no habla"—decía alguien a la espalda de Julián. Este se volvió y enrojeció de placer al oír nombrar al conde Chalvet, el hombre más fino del siglo. Julián había tropezado con su nombre en el "Memorial de Santa Elena" y en los trozos de historia dictados por Napoleón. El conde Chalvet era parco en palabras; sus rasgos eran destellos justos, vivos, profundos. Si hablaba de un negocio, en el momento se veía que la discusión avanzaba un paso. Siempre aducía hechos; daba gusto oírle. Por lo demás, en política era un cínico desvergonzado.

—Yo soy independiente—decía a un señor que ostentaba tres placas, de las que, aparentemente, se burlaba.—¿Por qué quieren que tenga hoy la misma opinión que hace seis semanas? En ese caso, mi opinión sería mi tirano.

Cuatro jóvenes graves, que le rodeaban, torcieron el gesto; a esos señores no les gustan las bromas. El conde vió que había ido demasiado lejos. Por suerte descubrió al honrado M. Balland, tartufo de la honradez. El conde se puso a hablar con él; los jóvenes se acercaron a ellos, pues comprendieron que el pobre Balland iba a ser sacrificado. A fuerza de moral y de moralidad, aunque horriblemente feo, y tras unos primeros pasos en la sociedad difíciles de contar, M. Balland se casó con una mujer muy rica, que murió, y luego con otra, riquísima también, a quien nunca se veía en sociedad. Balland disfruta, con toda humildad, de sesenta mil libras de renta, y tiene aduladores. El conde Chalvet le habló de todo esto, ensañándose. Pronto se vieron rodeados por una treintena de personas. Todos sonreían, incluso los jóvenes graves, esperanza del siglo.

—¿Por qué viene a casa de M. de la Mole, si evidentemente es el blanco de las burlas?—pensó Julián. Se acercó al abate Pirard para preguntárselo.

M. Balland se escurrió.

—Bueno,—dijo Norbert—ya se ha marchado uno de los espías de mi padre; solo queda el cojo Napier.

—¿Será esa la solución del enigma?—pensó Julián.—Pero en ese caso, ¿por qué recibe el marqués a M. Balland?

El severo abate Pirard torcía el gesto en un rincón del salón oyendo cómo los lacayos anunciaban.

—Esto es, pues, una caverna;—decía como Bazile—no veo llegar más que gente degenerada.

Y es que el severo abate no conocía nada de lo que rodea a la alta sociedad. Pero, por sus amigos los jansenistas, tenía una noción bastante exacta de aquéllos hombres, que llegan a los salones por su extremada destreza al servicio de todos los partidos, o por su fortuna escandalosa. Aquella noche, durante unos minutos, respondió con toda su alma a las preguntas insistentes de Julián; luego se calló, de repente, desolado de tener siempre que hablar mal de todo el mundo y considerándolo un pecado. Bilioso, jansenista, y creyendo en el deber de la caridad cristiana, su vida en sociedad era una lucha.

—¡Qué cara tiene ese abate Pirard!—decía Mlle. Matilde cuando Julián se acercó de nuevo al sofá.

Julián se sintió molesto, y, sin embargo, ella tenía razón. M. Pirard era indudablemente el hombre más honrado del salón, pero su cara, colorada y llena de pústulas, que contraía por los remordimientos de su conciencia, le hacía repugnante en aquel momento.—Fíese usted de las fisonomías;—pensó Julián—cuando el abate Pirard, en su delicadeza, se reprocha algún pecadillo, es cuando tiene un aspecto más odioso; en cambio, en la cara de Napier, espía reconocido por todos, se lee una expresión plácidamente pura y tranquila.—El abate Pirard había hecho, sin embargo, muchas concesiones a su partido: había tomado un criado y se vestía muy bien.

Julián notó algo raro en el salón. Todas las miradas se dirigieron a la puerta y repentinamente casi se hizo el silencio. El criado anunciaba al famoso barón de Tolly, que atraía todas las miradas a consecuencia de las elecciones. Julián se adelantó y le vió muy bien. El barón presidía un colegio y tuvo la feliz idea de escamotear algunas de las papeletas en las que figuraban los votos en favor de uno de los candidatos. Pero, para que hubiese compensación, las reemplazó por otros papelitos en que figuraba un nombre que le era grato. Esta maniobra decisiva fué descubierta por unos cuantos electores, que se apresuraron a felicitar al barón de Tolly. El buen hombre aún estaba pálido a consecuencia de esta hazaña. Algunas personas malintencionadas habían pronunciado la palabra "galeras". M. de la Mole le recibió con frialdad. El pobre barón se apresuró a desaparecer.

—Si nos abandona tan pronto es porque va a casa de M. Comte—dijo el conde Chalvet, provocando la hilaridad general.

En medio de algunos grandes señores mudos, y de los intrigantes, degenerados en su mayoría, pero todos ellos gente de talento, que aquella noche abordaban sucesivamente el salón de M. de la Mole (se hablaba de él para un ministerio) hacía su debut el joven Tanbeau. Si bien no tenía aún finura de concepto, se desquitaba, como veremos, por la energía de palabra.

—¿Por qué no condenar a ese hombre a diez años de presidio?—decía en el momento en que Julián se acercaba a su grupo.—A los reptiles se les debe recluir en un calabozo profundo y dejarlos que se mueran a la sombra, para que su veneno no se haga más fuerte y más peligroso. ¿De qué sirve imponerle mil escudos de multa? Es pobre, de acuerdo, tanto mejor; pero su partido pagará por él. Merecería quinientos francos de multa y diez años de calabozo.

—¡Dios santo! ¿Quién será el monstruo de quien están hablando?—pensó Julián, que admiraba el tono vehemente y los ademanes bruscos de su colega.

La carita delgada y consumida del sobrino favorito del académico era odiosa en aquel momento. Julián se enteró pronto que hablaban del poeta más grande de la época.

—¡Ah, monstruo!—exclamó Julián a media voz, al tiempo que se humedecían sus ojos con lágrimas generosas.—¡Ah, miserable! Yo te devolveré este comentario. ¡Estos son, sin embargo,—pensaba—los peones de ese partido del que uno de los jefes es el marqués! Y este hombre ilustre, a quien calumnia, ¿cuántas cruces y prebendas no habría acumulado si se hubiera vendido, no digo ya al ministerio ramplón de M. de Nerval, sino a cualquiera de esos ministros medio honrados que hemos visto sucederse?

El abate Pirard hizo seña a Julián desde lejos. M. de la Mole le acababa de decir algo. Pero cuando Julián, que en aquel momento escuchaba con los ojos bajos los lamentos de un obispo, se vió libre al fin y pudo acercarse a su amigo, lo encontró acaparado por el abominable Tanbeau. Ese pequeño monstruo odiaba a Pirard por considerarle la causa del favor de Julián y, sin embargo, le hacía la corte.

"—¿Cuándo nos librará la muerte de toda esta vieja podredumbre?"— En tales términos, de energía bíblica, hablaba aquel aprendiz de literato en ese momento del respetable lord Holland. Su único mérito consistía en conocer muy bien la biografía de todos los hombres vivos, y acababa de pasar una rápida revista a todos los que podían aspirar a ejercer alguna influencia en el reinado del nuevo rey de Inglaterra.

El abate Pirard pasó a un salón inmediato. Julián le siguió:

—El marqués no es amigo de los escritorcillos, se lo advierto; es su única antipatía. Si sabe usted latín, griego si puede ser, la historia de los egipcios, de los persas, etc., le honrará y le protegerá como a un sabio. Pero no se le ocurra escribir una página en francés, sobre todo tratando de materias graves y que estén por encima de su posición en el mundo, porque le llamaría escritorzuelo y le tomaría ojeriza. ¿Cómo, viviendo en el palacio de un gran señor, no sabe usted la frase del duque de Castries sobre d’Alembert y Rousseau? ¡Quieren entender de todo y no tienen mil escudos de renta!

—Aquí, como en el seminario, todo se sabe— pensó Julián. Tenía escritas ocho o diez páginas, bastante enfáticas, que eran una especie de elogio histórico del viejo cirujano mayor, que, según él, le había hecho hombre.—Y ese cuaderno siempre lo he tenido guardado bajo llave—se dijo Julián.

Subió a su cuarto, quemó el manuscrito y volvió al salón. Los bribones de nota se habían marchado; solo quedaban los señores condecorados.

En torno a la mesa, que los criados acababan de traer ya servida, había siete u ocho damas muy nobles, muy devotas, muy afectadas, de treinta a treinta y cinco años. La brillante señora de Fervaques entró, excusándose por lo tarde que llegaba. Eran más de las doce. Fue a colocarse junto a la marquesa. Julián se emocionó profundamente: tenía los mismos ojos y la misma mirada de madame de Renal.

Mademoiselle de la Mole, en un grupo aún nutrido de amigos, se ocupaba en burlarse del desgraciado conde de Thaler, hijo único del famoso judío, célebre por las riquezas que había adquirido prestando dinero a los reyes para hacer la guerra a los pueblos. El judío acababa de morirse, dejando a su hijo cien mil escudos de renta al mes, y un nombre, por desgracia, demasiado conocido. Su posición singular exigía una gran sencillez de carácter o mucha fuerza de voluntad. Por desgracia, el conde no era más que un infeliz, adornado con todo género de pretensiones que le habían inspirado sus aduladores.

M. de Caylus pretendía que le habían metido en la cabeza pedir en matrimonio a Mlle. de la Mole (a la que cortejaba el marqués de Croisenois, que sería duque con cien mil libras de renta).

—No lo acuséis de tener voluntad—decía Norbert compasivamente.

El defecto principal, quizá, del pobre conde de Thaler era la falta de voluntad. Por esta cualidad de su carácter hubiese merecido ser rey. Aconsejándose siempre de todo el mundo, no tenía el valor de seguir hasta el fin ningún parecer.

—Su fisonomía—decía Mlle. de la Mole—habría bastado por sí sola para producirle una alegría eterna.

Era una mezcla singular de inquietud y descorazonamiento; pero de vez en cuando se advertían en él algunos ramalazos de importancia y de ese aire cortante que debe tener el hombre más rico de Francia, sobre todo cuando posee una buena figura y no cuenta aún treinta y seis años.

—Es tímidamente insolente—decía el marqués de Croisenois.

El conde de Caylus, Norbert y otros tres o cuatro jóvenes con bigote le tomaron el pelo cuanto quisieron, sin que él se diera cuenta de ello; finalmente, le despidieron al dar la una.

—¿Son los famosos caballos árabes los que le están esperando a usted a la puerta, con el tiempo que hace?—dijo Norbert.

—No, es un tiro nuevo, mucho menos caro— respondió Thaler.—El caballo de la izquierda me cuesta cinco mil francos, y el de la derecha no vale más que cien luises; pero espero que me crean ustedes cuando les digo que solo lo hago enganchar de noche, y eso porque tiene un trote exactamente igual al del otro.

La observación de Norbert hizo pensar al conde que era apropiado para un hombre como él tener la pasión de los caballos, y que convenía no dejar a los suyos que se mojasen. Se marchó, y aquéllos señores salieron un momento después, burlándose de él.

Julián se quedó pensando al oírles reír en la escalera.—He podido ver el extremo opuesto de mi situación. No tengo veinte luises de renta, y he estado codeándome con un hombre que tiene veinte luises de renta por hora, y aún se burlan de él... Ver semejante cosa cura la envidia.

V. La sensibilidad y una gran dama devota

Una idea algo viva parece allí grosería, tan acostumbrados están a las palabras sin relieve. ¡Desgraciado el que inventa al hablar!

Faublas.


Después de algunos meses de prueba, esta era la situación de Julián el día en que el administrador de la casa le entregó el tercer trimestre de su sueldo. M. de la Mole le había encargado de la administración de sus tierras en Bretaña y en Normandía. Julián realizaba frecuentes viajes a ambas regiones. Estaba encargado de toda la correspondencia relativa al famoso pleito con el abate de Frilair, del que le había puesto en antecedentes el abate Pirard.

Sobre las breves notas que el marqués garabateaba al margen de las cartas que recibía, Julián redactaba las respuestas, que casi siempre firmaba el marqués.

En la escuela de Teología, los profesores se quejaban de su falta de asiduidad, pero no por eso dejaban de considerarle uno de los alumnos más distinguidos. Estos diferentes trabajos, emprendidos con todo el ardor de la ambición reprimida, pronto quitaron a Julián los vivos colores que había traído del campo. Su palidez era un mérito a los ojos de sus compañeros, los jóvenes seminaristas. Julián los encontraba menos perversos, menos rastreros ante un escudo que los de Besançon; ellos le creían enfermo del pecho. El marqués le había dado un caballo.

Temeroso de tropezarse con alguno de los seminaristas en sus paseos a caballo, les había dicho que este ejercicio le había sido recomendado por los médicos. El abate Pirard le había llevado a varias reuniones de jansenistas. Julián se quedó extrañado; la idea de la religión estaba en su espíritu indestructiblemente ligada con la hipocresía y el afán de ganar dinero. Admiró a aquéllos hombres piadosos que no pensaban en el presupuesto. Varios jansenistas se habían hecho amigos suyos y le daban consejos. Un mundo nuevo se abría ante él. En las reuniones de los jansenistas conoció a un conde de Altamira, hombre de cerca de seis pies de estatura, liberal condenado a muerte en su país, y devoto. Este extraño contraste, la devoción y el amor a la libertad, le chocó mucho.

Julián estaba un poco frío con el joven conde. Norbert había notado que contestaba con demasiada viveza a las bromas de algunos de sus amigos. Habiendo cometido también dos o tres inconveniencias, Julián se propuso no dirigir nunca la palabra a la señorita Matilde. Todo el mundo seguía siendo con él de una finura exquisita en el palacio de la Mole; pero él se sentía rebajado. Su buen sentido provinciano se explicaba este efecto por el refrán popular: "Tout beau, tout nouveau". (Todo lo nuevo place.)

Quizá era más clarividente que los primeros días, o bien había pasado ya el primer entusiasmo producido por la urbanidad parisina.

En cuanto dejaba de trabajar era presa de un mortal aburrimiento: este es el efecto deprimente de la cortesía admirable, pero tan comedida, tan perfectamente graduada según las posiciones, que distingue a la alta sociedad. Un corazón algo sensible enseguida ve el artificio.

Es indudable que en provincias hay un tono vulgar o poco cortés. Pero al contestar siempre se pone algo de pasión. Julián nunca sintió herido su amor propio en el palacio de la Mole; pero muchas veces, al término de la jornada, sentía ganas de llorar. En provincias, un mozo de café se interesa por ti si, al entrar en su establecimiento, te ocurre un accidente; pero si ese accidente tiene algo desagradable para el amor propio, al compadecerte, repetirá diez veces la palabra que te tortura. En París tienen la atención de ocultarse para reír, pero siempre eres un extraño.

Pasaremos en silencio una porción de pequeñas aventuras que hubiesen puesto en ridículo a Julián si no hubiera estado, en cierto modo, por encima del ridículo. Una loca sensibilidad le hacía cometer mil torpezas. Todos sus placeres eran de cuidado: practicaba el tiro con pistola diariamente, siendo uno de los mejores discípulos del maestro de armas más famoso. En cuanto disponía de algún rato, en vez de dedicarse a leer, como antes, se iba al picadero y pedía los caballos más resabiados. En los paseos con el picador casi siempre era derribado al suelo.

El marqués le encontraba útil a causa de su trabajo asiduo, de su silencio, de su inteligencia, y poco a poco le fué confiando todos los asuntos difíciles de desenmarañar. En los ratos que su gran ambición le dejaba alguna tregua, el marqués se dedicaba, con sagacidad, a los negocios; como estaba en condiciones de saber noticias, jugaba a la bolsa con fortuna. Compraba casas, bosques; pero se enfadaba fácilmente. Daba centenares de luises y pleiteaba por unos cientos de francos. Los hombres ricos que tienen altas miras, buscan en los negocios más la diversión que el resultado. El marqués necesitaba un jefe de estado mayor que estableciera un orden claro y fácil de entender en todos sus asuntos de dinero.

Madame de la Mole, aunque de carácter tan mesurado, se burlaba algunas veces de Julián. Lo imprevisto, producto de la sensibilidad, causa el horror de las grandes damas por ser la antípoda de las conveniencias. Dos o tres veces el marqués le defendió diciendo:

—Si es ridículo en el salón, en cambio triunfa en el despacho.

Julián, por su parte, creyó haber captado el secreto de la marquesa. Esta se dignaba interesarse por todo en el momento en que anunciaban al barón de La Joumate. Era un ser frío de fisonomía impasible. Era bajo, delgado, feo, muy bien vestido; pasaba la vida en Palacio y, en general, no decía nada de nada. Así era su modo de pensar. Madame de la Mole se hubiera considerado felicísima, por primera vez en su vida, si le hubiera podido hacer marido de su hija.

VI. El modo de opinar

Su alta misión es juzgar con calma los incidentes de la vida cotidiana de los pueblos. Su sabiduría debe prevenir las grandes iras por pequeñas causas o por sucesos que la voz de la fama transfigura poniéndolos a distancia.

Gratius.


Para ser un recién llegado, que por altivez jamás pregunta, Julián no incurrió en demasiadas torpezas. Un día, obligado por un gran chaparrón a guarecerse en un café de la calle de Saint-Honoré, un hombre corpulento, con levitón de castor, extrañado de su mirada sombría, le miró a su vez, exactamente igual que un día le había mirado en Besançon el amante de Amanda.

Julián se había reprochado demasiadas veces haber dejado pasar aquel primer insulto, para soportar esta mirada. Pidió explicaciones. El hombre del levitón le dirigió entonces las injurias más soeces; toda la gente del café les rodeó; los transeúntes se detenían en la puerta. Por una precaución de provinciano, Julián llevaba siempre consigo pistolas; en aquel momento su mano las empuñaba dentro del bolsillo con movimiento convulso. Sin embargo, fué sensato y se limitó a repetir a su hombre a cada momento: Caballero, su nombre: le desprecio.

La insistencia con que repetía aquellas cinco palabras, acabó por llamar la atención de la gente.

¡Caramba! Ese que despotrica no tiene más remedio que darle su nombre. El hombre del levitón, al oír repetidamente aquel deseo, arrojó a la cara de Julián cinco o seis tarjetas. Por fortuna, ninguna le alcanzó; Julián se había propuesto no hacer uso de las pistolas más que en el caso de que el otro le tocara. El hombre se marchó, no sin volverse de vez en cuando para amenazarle con el puño y dirigirle injurias.

Julián se sintió bañado en sudor.—¿De modo que el hombre más despreciable tiene fuerza para alterarme hasta este punto?—se decía con rabia—¿Cómo acabar con esta sensibilidad tan humillante?

¿Dónde podía buscar un testigo? No tenía ningún amigo. Había tenido varios conocidos, pero todos, regularmente, al cabo de seis semanas de relación, se alejaban de él.—Soy insociable,—pensaba—y ahora me veo cruelmente castigado.—Por fin se le ocurrió la idea de buscar a un antiguo teniente del 96°, llamado Liéven, un pobre diablo con quien hacía prácticas de tiro muchas veces. Julián se sinceró con él.

—Bueno, seré su testigo,—dijo Liéven—pero con una condición: si no hiere usted a su contrario, se batirá usted conmigo de inmediato.

—Convenido—dijo Julián encantado; y se fueron a buscar a M. C. de Beauvoisis a las señas indicadas en su tarjeta, al extremo del Faubourg Saint-Germain.

Eran las siete de la mañana. Al anunciarse en su casa, pensó Julián si podría ser aquel señor el pariente de madame de Renal, empleado en la embajada de Roma o de Nápoles, y que dio una carta de recomendación al cantante Jerónimo.

Julián entregó a un fornido criado una de las tarjetas que le arrojaron la víspera, y una suya.

Les hicieron esperar, a él y a su testigo, más de tres cuartos de hora; por fin les pasaron a una habitación elegantísima. Allí se encontraron con un joven alto, ataviado como una muñeca; sus facciones tenían la perfección y la insignificancia de la belleza griega. Su cabeza, notablemente estrecha, remataba en una pirámide de cabellos de un rubio admirable. Estaban rizados cuidadosamente, sin que hubiera un cabello fuera de su sitio.—Se conoce que para estarse rizando así nos ha hecho esperar el maldito—pensó el teniente del 96°. La bata multicolor, el pantalón de mañana, todo, hasta las zapatillas bordadas, era correcto y maravillosamente cuidado. Su fisonomía, noble y vacua, reflejaba ideas provechosas y exquisitas: el ideal del hombre amable, el horror a lo imprevisto y a la burla, mucha gravedad.

Julián, a quien su teniente del 96° había explicado que hacerse esperar tanto tiempo, después de haberle tirado groseramente las tarjetas a la cara, era una ofensa más, entró bruscamente en la habitación de M. de Beauvoisis. Tenía intención de ser insolente, pero hubiese querido al mismo tiempo ser elegante.

Le chocó tanto la dulzura de M. de Beauvoisis, su aspecto, a la vez sereno, importante, y satisfecho de sí mismo, la elegancia admirable de todo lo que le rodeaba, que en un abrir y cerrar de ojos perdió su decisión de ser insolente. No era el hombre de la víspera. Su asombro fué tal al encontrarse con una persona tan distinguida en lugar del personaje grosero que encontró en el café, que no pudo articular una sola palabra. Le presentó una de las tarjetas que le habían tirado.

—Ese es mi nombre;—dijo el hombre de mundo, al cual el traje negro de Julián, tan de mañana, inspiraba poca consideración—pero no comprendo, la verdad...

La manera de pronunciar estas últimas palabras hizo a Julián recuperar parte de su mal humor.

—Vengo a batirme con usted.—Y explicó el asunto de un tirón.

M. Charles de Beauvoisis, después de pensarlo con madurez, estaba muy satisfecho del corte del traje negro de Julián.—Es de Staub; se ve claramente;—se decía oyéndole hablar—el chaleco es de buen gusto, las botas están bien; pero, por otra parte, ese traje negro, tan temprano... Será para escapar mejor a las balas—pensó el caballero de Beauvoisis.

Después que se hubo dado aquella explicación, volvió a su exquisita cortesía y trató casi de igual a igual a Julián. El coloquio fué bastante largo, el asunto era delicado; pero, finalmente, Julián no pudo negarse a la evidencia. Aquel joven tan bien educado que tenía ante su vista no se parecía en lo más mínimo al personaje grosero que le había insultado la víspera.

Julián sentía una repugnancia invencible a marcharse y hacía durar la explicación. Observaba la suficiencia del caballero de Beauvoisis; así se había llamado él mismo, extrañado de que Julián le llamara sencillamente señor.

Admiraba su gravedad, mezclada de cierta fatuidad modesta, pero que no le abandonaba un solo instante. Estaba asombrado del modo singular en que movía la lengua al pronunciar las palabras... Pero en fin, en todo aquéllo no había el menor motivo para buscarle disputa.

El joven diplomático se ofrecía a batirse con mucha gracia, pero el ex teniente del 96°, que llevaba una hora sentado, con las piernas separadas, las manos en los muslos y los codos hacia fuera, declaró que su amigo, M. Sorel, no era capaz de buscar pelea, a la alemana, a un hombre porque a este le hubieran robado sus tarjetas de visita.

Julián salía de muy mal humor. El coche del caballero de Beauvoisis estaba esperando a la puerta, al pie de la escalinata; casualmente, Julián levantó la vista, y en el cochero reconoció a su hombre de la víspera.

Verlo, tirar de su gran casaca, echarlo abajo del pescante y darle una tanda de fustazos, fué obra de un instante. Dos lacayos quisieron defender a su compañero; Julián recibió algún puñetazo; pero en el mismo momento montó una de sus pistolas y disparó sobre ellos, haciéndoles emprender la huida. Todo esto ocurrió en un minuto.

El caballero de Beauvoisis bajaba la escalera con una gravedad de lo más cómico, repitiendo con su pronunciación de gran señor: ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? Tenía, evidentemente, una gran curiosidad, pero su importancia diplomática no le permitía mostrar más interés. Cuando se enteró de lo que se trataba, la altivez aún luchó en su semblante con la sangre fría, ligeramente burlona, que no debe desaparecer nunca de la cara de un diplomático.

El teniente del 96° comprendió que M. de Beauvoisis tenía ganas de batirse, y quiso, diplomáticamente también, conservar para su amigo las ventajas de la iniciativa.

—Lo que es ahora sí que hay motivo para un duelo—exclamó.

—Más que sobrado—repuso el diplomático.

—Ese bribón queda despedido—dijo a los lacayos.—Que monte otro en el pescante.

Abrieron la portezuela del coche; el caballero se empeñó en hacer los honores a Julián y a su testigo. Fueron a buscar a un amigo de M. de Beauvoisis, que indicó un lugar tranquilo. En el camino, la conversación estuvo muy bien. En todo aquéllo, lo único raro era el diplomático en bata.

—Estos señores, aunque muy nobles,—pensó Julián—no son aburridos como los que van a comer a casa de M. de la Mole; y ya veo por qué se permiten ser indecentes—añadió un instante después. Hablaban de las bailarinas más celebradas por el público en un baile dado la víspera. Aquellos señores hacían alusiones a anécdotas picantes que Julián y su amigo el teniente ignoraban en absoluto. Julián no cometió la tontería de pretender conocerlas; confesó llanamente su ignorancia. Esta franqueza agradó al amigo del caballero; le contó muy bien las anécdotas, con todo lujo de detalles.

Una cosa chocó sobremanera a Julián. Estaban levantando un altar en medio de una calle para la procesión del Corpus, y el coche tuvo que detenerse un instante. Aquellos señores se permitieron varias bromas: el cura, según ellos, era hijo de un arzobispo. Jamás en casa del marqués De la Mole, que aspiraba a ser duque, se hubiera atrevido nadie a decir una frase semejante.

El duelo terminó pronto: Julián recibió un balazo en el brazo; se lo vendaron con pañuelos empapados en aguardiente, y el caballero Beauvoisis suplicó a Julián, con mucha cortesía, que le permitiese llevarle a su casa en el mismo coche que le había traído. Cuando Julián indicó el palacio de la Mole hubo un intercambio de miradas entre el joven diplomático y su amigo. El coche de alquiler de Julián estaba allí, pero él encontraba la conversación de aquéllos señores mucho más divertida que la del buen teniente del 96.°.

—¡Dios mío! ¿Y esto es un duelo?—pensaba Julián.—¡Qué contento estoy de haber encontrado a ese cochero! ¡Qué desgracia la mía si hubiese tenido que soportar también este nuevo insulto en un café!

La conversación divertida casi no se interrumpió. Entonces comprendió Julián que la afectación diplomática sirve para algo.

—Ahora me convenzo—se decía—de que el aburrimiento no es cosa inherente a una conversación entre gente de alta cuna. Estos se guasean de la procesión del Corpus, se atreven a contar, y con detalles pintorescos, anécdotas escabrosas. Solo les falta el razonar justamente sobre la política, y aun esta falta está compensada por la gracia del tono y la exactitud de sus expresiones.—Julián se sentía intensamente atraído por ellos. ¡Qué feliz sería si pudiera verlos con frecuencia!

Apenas se separaron, el caballero de Beauvoisis se apresuró a pedir informes: éstos no fueron brillantes.

Tenía una gran curiosidad por conocer a su hombre. ¿Podría dignamente hacerle una visita? Las pocas noticias que obtuvo no eran nada alentadoras.

—¡Esto es espantoso!—dijo a su testigo.—Es imposible que yo confiese que me he batido con un simple secretario de M. de la Mole, y encima porque mi cochero me ha robado mis tarjetas de visita. Ciertamente que en todo esto hay mucha posibilidad de ridículo.

Aquella misma noche, el caballero de Beauvoisis y su amigo publicaron por doquier que el tal Sorel, joven irreprochable, por otra parte, era hijo natural de un amigo íntimo del marqués de la Mole. El cuento corrió sin dificultad. Una vez divulgado y admitido, el joven diplomático y su amigo no tuvieron inconveniente alguno en visitar varias veces a Julián en el transcurso de los quince días que pasó en su cuarto. Julián les confesó que solo había ido a la Ópera una vez en su vida.

—¡Eso es espantoso!—le dijeron—¡Pero si no se va a otro sitio! Es preciso que su primera salida sea para el Conde Ory.

En la Ópera, el caballero de Beauvoisis le presentó al famoso cantante Jerónimo, que alcanzaba entonces un éxito inmenso.

Julián casi hacía la corte al caballero; aquella mezcla de respeto hacia sí mismo, de importancia misteriosa y de fatuidad de muchacho le encantaba. Por ejemplo, el caballero tartamudeaba un poco, porque tenía el honor de ver con frecuencia a un gran señor que tenía ese defecto. Nunca había visto Julián, reunidos en una misma persona, lo ridículo que divierte y la perfección de modales que un pobre provinciano debe tratar de imitar.

En la Ópera se le veía con el caballero de Beauvoisis; esta amistad hizo que se hablara de él.

—¡Bien!—le dijo un día el marqués.—¿Así que es usted hijo natural de un caballero rico del Franco Condado, íntimo amigo mío?

El marqués cortó la palabra a Julián, que quería protestar contra la conjetura de haber contribuido lo más mínimo a propalar aquel rumor.

—M. de Beauvoisis no ha querido batirse con el hijo de un carpintero.

—Ya lo sé, ya lo sé;—dijo M. de la Mole—y ahora me toca a mi afirmar ese rumor, que me conviene. Pero tengo que pedirle a usted un favor que no le costará más que perder una media hora. Todos los días de Ópera, a las once y media, vaya usted a presenciar, en el vestíbulo, la salida de la gente de alta sociedad. Conserva usted algunos modales provincianos que es preciso perder; además, no está mal conocer, aunque solo sea de vista, a los grandes personajes con los que puedo cualquier día darle a usted alguna misión. Vaya a la taquilla para que le conozcan; ya le darán las entradas.

VII. Un ataque de gota

Tuve un ascenso, no por mérito propio, sino porque mi amo padecía de gota.

Bertolotti.


El lector quizá se sorprenda de este tono libre y casi amistoso; nos hemos olvidado de decirle que el marqués llevaba seis semanas encerrado en sus habitaciones a consecuencia de un ataque de gota.

Mademoiselle de la Mole y su madre estaban en Hyères con la madre de la marquesa. El conde Norbert veía a su padre solamente unos minutos; estaban en muy buenas relaciones, pero no tenían nada que decirse. M. de la Mole, reducido a Julián, se asombró mucho de ver que tenía ideas. Se hacía leer los periódicos. No tardó mucho el joven secretario en poder elegir los pasajes interesantes. Había un periódico nuevo que el marqués aborrecía; había jurado no leerlo nunca, y todos los días hablaba de él. Julián se reía. El marqués, irritado contra aquéllos tiempos, se hizo leer Tito Livio; la traducción, improvisada sobre el texto latino, le divertía.

Un día, el marqués dijo con aquel tono excesivamente cortés, que muchas veces impacientaba a Julián:

—Me va usted a permitir, querido Sorel, que le regale un frac azul; cuando quiera ponérselo y venga aquí, le consideraré como el hermano menor del conde de Chaulnes, es decir, el hijo de mi amigo el viejo duque.

Julián no llegaba a comprender de lo que se trataba; aquella misma noche ensayó una visita con frac azul. El marqués le trató como a un igual. Julián tenía un corazón digno de sentir la verdadera cortesía, pero no tenía idea de los matices. Antes de aquel capricho del marqués, hubiera jurado que era imposible ser recibido con más consideración.—¡Qué admirable talento!—se dijo Julián. Cuando se levantó para marcharse, el marqués le dio mil excusas por no poder acompañarlo, a causa de su gota.

Aquella extravagancia preocupó a Julián.—¿Se querrá burlar de mí?—pensó. Fue a pedir consejo al abate Pirard, quien, peor educado que el marqués, le respondió silbando y hablando de otra cosa. Al día siguiente, por la mañana, Julián se presentó al marqués vestido de negro, con su cartera y sus cartas para firmar. Fue recibido de la manera antigua. Por la noche, con el frac azul, ya encontró el tono diferente y exactamente lo mismo que la víspera.

—Puesto que no se aburre demasiado en las visitas que tiene la bondad de hacer a un pobre viejo enfermo,—le dijo el marqués—tendrá usted que hablarle de todos los incidentes de su vida, pero con franqueza y sin cuidarse más que de contarlos claramente y de una manera divertida. Porque es preciso divertirse;—continuó el marqués— no hay nada más real en la vida. Un hombre no puede salvarme la vida todos los días en la guerra, o hacerme un regalo de un millón; pero si yo tuviese a Rivarol aquí, junto a mi diván, todos los días me quitaría una hora de sufrimiento y de fastidio. Le conocí mucho en Hamburgo durante la emigración.

El marqués contó a Julián las anécdotas de Rivarol con los hamburgueses, de los que había que reunir cuatro para que comprendieran una frase ingeniosa.

Reducido M. de la Mole a la compañía de aquel curita, quiso estimularle. Le picó en su orgullo. Puesto que le pedían la verdad, Julián decidió decirlo todo, callando solo dos cosas: su admiración fanática por un hombre que molestaba al marqués, y la perfecta incredulidad, que no iba muy bien a un futuro cura. Su historia con el caballero de Beauvoisis llegó muy a propósito. El marqués se rió hasta llorar de la escena del café de la calle Saint-Honoré, con el cochero abrumándole de injurias soeces. Aquella fué una época de perfecta franqueza en las relaciones entre el protector y el protegido.

M. de la Mole se interesó en aquel carácter singular. Al principio acariciaba las ridiculeces de Julián para divertirse con ellas; pero al poco tiempo encontró más interesante corregir suavemente la falsa manera de ver de aquel joven.—Los demás provincianos que vienen a París lo admiran todo;—pensaba el marqués—este lo odia todo. Los otros tienen demasiada afectación; este no tiene bastante, y los majaderos lo toman por un majadero.

El ataque de gota se prolongó por los grandes fríos del invierno, y duró varios meses.

—Cualquiera le toma afecto a un perrillo faldero—se decía el marqués.—¿Por qué me avergüenzo de encariñarme con este curita? Es muy original. ¿Y qué inconveniente hay en que le trate como a un hijo? Si me dura este capricho, todo será que me cueste un diamante de quinientos luises en mi testamento.

Una vez que el marqués hubo comprendido el carácter firme de su protegido, cada día le encargaba un nuevo asunto.

Julián notó con espanto que a veces aquel gran señor le daba decisiones contradictorias sobre la misma cosa.

Esto podía comprometerlo gravemente. Julián no trabajó más con él sin presentarle un registro, en el cual escribía las decisiones, y el marqués las firmaba. Julián había tomado un dependiente, que era el encargado de escribir, en un registro particular, las notas relativas a cada asunto. En él figuraba también la copia de todas las cartas.

Aquella idea le pareció al marqués, en un principio, el colmo de la ridiculez y del aburrimiento; pero antes de dos meses ya había notado las ventajas. Julián le propuso tomar un dependiente, que hubiese servido a un banquero, para que llevara por partida doble la cuenta de todas las facturas y demás gastos de las tierras que Julián administraba.

Estas medidas pusieron tan en claro todos los negocios a los propios ojos del marqués, que este se pudo dar el gusto de emprender dos o tres especulaciones nuevas sin el concurso de su testaferro, que le robaba.

—Tome tres mil francos para usted—dijo un día a su joven administrador.

—Señor, pueden calumniar mi conducta.

—¿Qué necesita usted, pues?—repuso el marqués de mal talante.

—Que tenga usted la bondad de escribir de su puño y letra su resolución en el registro, concediéndome tres mil francos. Y no crea, toda esta contabilidad es idea del abate Pirard.

El marqués, con la misma cara de aburrimiento que el marqués de Moncade escuchando las cuentas de M. Poisson, su administrador, escribió el acuerdo.

Por la noche, cuando Julián se presentaba de frac azul, nunca trataban de negocios. Las bondades del marqués eran tan halagüeñas para el amor propio, siempre en guardia, de nuestro héroe, que no tardó mucho en sentir, a su pesar, algún cariño por aquel amable anciano. Y no es que Julián fuese sensible, al modo como se entiende en París; pero no era un monstruo, y nadie, después de la muerte del viejo cirujano mayor, le había hablado con tanto cariño. Observó con extrañeza que el marqués tenía ciertas consideraciones para su amor propio que nunca había encontrado en el viejo médico. Comprendió, por fin, que este se sentía más orgulloso de su cruz que el marqués de su cordón azul. El padre del marqués era un gran señor.

Un día, al final de una audiencia matutina, en traje negro y para tratar de negocios, Julián distrajo al marqués, que le retuvo dos horas y quiso a toda costa regalarle algunos billetes de banco que su testaferro le acaba de traer de la Bolsa.

—Espero, señor marqués, no salirme del profundo respeto que le debo al suplicarle que me permita decirle dos palabras.

—Hable, amigo mío.

—El señor marqués me perdonará que rechace ese donativo. No se lo concede al hombre del traje negro, y solo serviría para desvirtuar las maneras que tiene la bondad de tolerar al hombre del frac azul.

Saludó respetuosamente y se marchó sin mirar.

Aquel rasgo divirtió al marqués, y se lo contó por la noche al abate Pirard.

—Tengo que confesarle una cosa, querido abate. Conozco el nacimiento de Julián y le autorizo a usted a que no me guarde el secreto sobre esta confidencia.

—Su proceder de esta mañana es noble,—pensó el marqués—y yo lo ennoblezco.

Algún tiempo después, el marqués pudo por fin salir.

—Tiene usted que ir a pasar dos meses en Londres—dijo a Julián.—Los correos ordinarios y extraordinarios le llevarán las cartas que yo reciba con mis notas marginales. Usted las contesta y me las devuelve, acompañando cada carta de su respuesta. He calculado que el retraso solo puede ser de cinco días.

Yendo en la posta, camino de Calais, Julián pensaba con extrañeza en la causa de aquel viaje, y encontraba fútiles los pretendidos asuntos que había que resolver.

Nada diremos del sentimiento de odio y casi de horror con que pisó el suelo inglés. Ya conocemos su loca pasión por Bonaparte. En cada oficial veía un Sir Hudson Lowe, en cada gran señor un Lord Bathurst, ordenando las infamias de Santa Elena y recibiendo la recompensa de ellas con diez años de ministerio.

En Londres conoció por fin la alta fatuidad. Trabó amistad con algunos jóvenes rusos que le iniciaron.

—Es usted un predestinado, querido Sorel—le decían—tiene usted por naturaleza esa expresión fría y a mil leguas de la sensación presente que tanto nos empeñamos en aparentar.

—No ha entendido usted su tiempo:—le decía el príncipe Korasoff—Haz siempre lo contrario de lo que se espera de ti. Este es el honor, la única religión de la época; no sea usted loco ni afectado, pues entonces esperarán de usted locuras y afectaciones, y no se cumplirá el precepto.

Julián se cubrió de gloria un día en el salón del duque de Fitz-Folke, que lo había invitado a comer junto con el príncipe Korasoff. Estuvieron esperándole una hora. La manera como Julián se condujo entre las veinte personas que esperaban, se cita aún en Londres entre los jóvenes secretarios de embajada. Su actitud fué imponderable.

Quiso ver, a pesar de sus amigos los "dandys", al célebre Philippe Vane, el único filósofo que ha habido en Inglaterra después de Locke. Lo encontró finalizando su séptimo año de cárcel.—La aristocracia no bromea en este país;—pensó Julián—Vane está, además, deshonrado, vilipendiado, etc.

Julián le encontró animado; la rabia de la aristocracia le distraía.—Este es el único hombre alegre que he visto en Inglaterra—se dijo Julián al salir de la cárcel.

La idea más útil a los tiranos es la de Dios—le había dicho Vane...

Suprimimos el resto del sistema, por cínico.

A su vuelta, M. de la Mole le preguntó:—¿Qué idea divertida me trae usted de Inglaterra?

El se calló.

—¿Qué idea trae usted, divertida o no?—repitió el marqués bruscamente.

—Primero,—dijo Julián—el inglés más sensato está loco una hora del día, y es visitado por el demonio del suicidio, que es el dios del país.

Segundo. El talento y el genio pierden un veinticinco por ciento de su valor al desembarcar en Inglaterra.

Tercero. No hay nada en el mundo tan bello, tan admirable, tan conmovedor como los paisajes ingleses.

—Ahora me toca a mí—dijo el marqués.

Primero. ¿Por qué fué usted a decir en el baile de la embajada de Rusia, que hay en Francia trescientos mil jóvenes de veinticinco años que desean ardientemente la guerra? ¿Cree usted que esto puede ser una cosa halagadora para los reyes?

—Uno no sabe qué hacer cuando habla con nuestros grandes diplomáticos—dijo Julián.—Tienen la manía de entablar discusiones serias. Si uno se limita a los lugares comunes de los periódicos, pasa por tonto. Si se permite enunciar una idea que tenga algo de verdad y de novedad, se asombran, no saben qué contestar, y al día siguiente, a las siete, le mandan decir a uno, con el primer secretario de la embajada, que ha estado inconveniente.

—No está mal—dijo el marqués riendo.—Por lo demás, apuesto cualquier cosa, hombre profundo, a que no ha adivinado usted lo que ha ido a hacer en Inglaterra.

—Perdóneme,—repuso Julián—he ido para comer una vez por semana con el embajador del rey, que es el más educado de los hombres.

—Ha ido usted a buscar esta cruz—le dijo el marqués.—No quiero hacerle abandonar su traje negro y me he acostumbrado al tono más divertido con que trato al hombre del frac azul. Hasta nueva orden, fíjese bien en lo que voy a decirle:

Cuando yo vea esta cruz, será usted el hijo menor de mi amigo el duque de Chaulnes, que sin percatarse de ello lleva seis meses empleado en la diplomacia. Note usted bien—añadió el marqués con tono serio y cortando por lo sano las demostraciones de gratitud—que no quiero sacarle de su estado. Esto es siempre una falta y una desgracia para el protector y el protegido. Cuando usted se canse de mis pleitos, o a mí no me convenga tenerle, pediré para usted un buen curato como el de nuestro amigo el abate Pirard, y nada más—añadió el marqués secamente.

Aquella cruz fué una gran cosa para el orgullo de Julián. Hablaba mucho más, no se creía ofendido con tanta frecuencia, ni se consideraba blanco de todas aquellas frases, susceptibles de una explicación poco cortés, que tan fácilmente se le escapan a cualquiera en el curso de una conversación.

La cruz también le valió una visita singular: la del barón de Valenod, que venía a París a dar las gracias por su baronía al ministro y a entenderse con él. Iba a ser nombrado alcalde de Verrières en sustitución de M. De Renal.

Julián se rió mucho por dentro cuando M. de Valenod le dio a entender que acababan de descubrir que M. De Renal era un jacobino. El hecho es que en una elección que se preparaba, el nuevo barón era el candidato del ministerio, y en el gran colegio del departamento, en realidad muy extremista, los liberales prestaban su apoyo a M. De Renal.

En vano trató Julián de saber algo de madame de Renal: el barón, recordando sin duda su antigua rivalidad, fué impenetrable. Terminó pidiendo a Julián el voto de su padre para las próximas elecciones. Julián le prometió escribir.

—Debería usted, caballero, presentarme al marqués de la Mole.

—En efecto, debería,—pensó Julián—pero ¡es tan bribón!

—En realidad,—respondió—soy muy poca cosa en el palacio de la Mole para atreverme a presentar a nadie.

Julián se lo decía todo al marqués; aquella noche le contó la pretensión del Valenod, y sus hazañas desde 1814.

—No solamente—replicó M. de la Mole, con un aire muy serio—me presentará usted mañana al nuevo barón, sino que le invito a comer pasado mañana. Será uno de nuestros nuevos prefectos.

—En ese caso,—repuso Julián fríamente—pido para mi padre el puesto de director del depósito de mendicidad.

—Enhorabuena;—dijo el marqués, recobrando su aire alegre—concedido; me esperaba alguna moralidad. Se va usted formando.

Julián supo por M. de Valenod que el administrador de loterías de Verrières acababa de morir; Julián encontró divertido dar aquel destino a M. de Cholin, aquel viejo imbécil cuya petición recogió él anteriormente en el cuarto de M. de la Mole. El marqués rió de buena gana de aquella petición que Julián formuló mientras le presentaba para firmar la carta en que pedía aquella plaza al ministro de Hacienda.

Apenas nombrado Cholin, supo Julián que la Diputación del departamento había solicitado aquel puesto para M. Gros, el célebre geómetra; este hombre generoso solo tenía cuatrocientos francos de renta, y anualmente prestaba seiscientos al administrador que acababa de morir para ayudarle a educar a su familia.

Julián se asombró de lo que había hecho.—Esto no es nada;—se dijo—tendré que hacer otras injusticias si quiero progresar, y las ocultaré con las más bellas palabras sentimentales. ¡Pobre M. Gros! Él es quien merecía la cruz, y yo soy quien la tiene, y tengo que obrar con arreglo al sentir del Gobierno que me la da.

VIII. ¿Cuál es la condecoración que da más tono?

No me refresca tu agua, dice el genio sediento. Sin embargo, es el pozo más fresco del Diar-Bekir.

Pellico.


Un día volvía Julián de la encantadora finca de Villequier, a orillas del Sena, que M. de la Mole miraba con mucho interés, pues era la única de todas las suyas que había pertenecido al célebre Boniface de la Mole. En el palacio se encontró a la marquesa y a su hija, que regresaban de Hyères.

Julián era ya un "dandy" y conocía el arte de vivir en París. Fue de una frialdad extrema con Mlle. de la Mole. Parecía como si no guardara el menor recuerdo del tiempo en que ella le pedía, tan alegremente, detalles de su modo de caerse del caballo.

Mademoiselle de la Mole le encontró más alto y más pálido. Su talle, su aire no tenían ya nada de provinciano; pero no ocurría lo mismo con su conversación, en la que aún se notaba demasiada seriedad, demasiado positivismo. A pesar de estas condiciones razonables, gracias a su orgullo, no tenía nada de subalterna; solamente se advertía que consideraba como importantes demasiadas cosas. Pero se veía que era hombre capaz de sostener sus palabras.

—Carece de ligereza, pero no de talento—dijo Mlle. de la Mole a su padre, bromeando con él acerca de la cruz concedida a Julián.—Mi hermano te la ha pedido durante dieciocho meses, ¡y es un la Mole!

—Sí; pero Julián tiene lo imprevisto, cosa que no le ha ocurrido nunca al la Mole de que me hablas.

Anunciaron al duque de Retz.

Matilde se sintió invadida de un deseo irresistible de bostezar; reconocía los antiguos dorados y los antiguos habituales del salón paterno. Se representaba una imagen perfectamente aburrida de la vida que iba a llevar en París. Y, con todo, en Hyères echaba de menos París.

—¡Y, sin embargo, tengo diecinueve años!—pensaba—La edad de la dicha, según dicen todos esos tontos de cantos dorados.

Estaba mirando ocho o diez volúmenes de poesías nuevas que habían ido amontonando en la consola del salón durante su viaje a Provenza. Ella tenía la desgracia de poseer más talento que M. de Croisenois, de Luz, de Caylus y los demás amigos, y se figuraba todo lo que le dirían del hermoso cielo de Provenza, la poesía, el sur, etc.

Aquellos ojos tan hermosos, que respiraban un aburrimiento profundo, y lo que es peor, la seguridad de no hallar el placer, se fijaron en Julián. Por lo menos, él no era exactamente igual a ninguno.

—M. Sorel—le dijo con esa voz viva, breve, tan ajena a la feminidad, que suelen emplear las jóvenes de clase alta—M. Sorel, ¿va usted esta noche al baile de M. de Retz?

—Señorita, no he tenido el honor de ser presentado al duque. (Se hubiera dicho que este nombre y este título arañaban la boca del provinciano orgulloso.)

—He encargado a mi hermano que le lleve a su casa, y si va usted, podría darme algunos detalles sobre la finca de Villequier, pues parece que hemos de ir allá en primavera. Me gustaría saber si el castillo está habitable y si los alrededores son tan bellos como dicen: hay tantas reputaciones mal adquiridas...

Julián no contestaba.

—Vaya usted al baile con mi hermano—añadió ella, muy secamente.

Julián saludó con respeto.—Hasta en el baile tengo que dar cuenta de algo a todos los miembros de la familia. ¿No me pagan como hombre de negocios?—Su mal humor añadió:—¡Dios sabe si lo que diga a la hija no va a contrariar los proyectos del padre, del hermano, de la madre! Es una verdadera corte de príncipe soberano. Habría que ser de una perfecta nulidad y, sin embargo, no dar a nadie derecho a quejarse.

—¡Cómo me molesta esta muchacha!—pensó, mirando alejarse a Mlle. de la Mole, a quien su madre había llamado para presentarla a unas amigas suyas.—Desluce todas las modas; lleva el vestido como colgado de los hombros... Está aún más pálida que antes de su viaje... ¡Qué cabellos tan incoloros a fuerza de ser rubios! Parece que la luz los atraviesa... ¡Cuánta altanería en la manera de saludar y en su mirada! ¡Qué gestos de reina!

Mademoiselle de la Mole acababa de llamar a su hermano en el momento en que salía del salón.

El conde Norbert se acercó a Julián:

—Querido Sorel,—le dijo—¿dónde quiere usted que le recoja esta noche para ir al baile de M. de Retz? Él me ha encargado expresamente que le lleve.

—Ya sé a quien debo tantas bondades—respondió Julián, saludando con una profunda reverencia.

Como su mal humor no encontraba nada que reprochar al tono de perfecta cortesía y hasta de interés con que le hablaba Norbert, se dio a reflexionar sobre la contestación que él había dado a aquellas palabras atentas. Le parecía que tenía un matiz marcado de vileza.

Por la noche, al llegar al baile, se asombró de la magnificencia del palacio de Retz. El patio de entrada estaba cubierto de un inmenso toldo de dril carmesí con estrellas doradas, de lo más elegante. Debajo de ese toldo, el patio estaba transformado en un bosque de naranjos y adelfas en flor. Como habían enterrado cuidadosamente los tiestos, las adelfas y los naranjos parecían emerger del suelo. El camino que atravesaban los carruajes estaba enarenado.

Aquel conjunto causó un efecto extraordinario en nuestro provinciano. No tenía idea de semejante magnificencia; en un instante, su imaginación conmovida le alejó cien leguas del mal humor. En el coche, camino del baile, Norbert se sentía completamente feliz, y él, por el contrario, lo veía todo negro; apenas entraron en el patio, se trocaron los papeles.

Norbert solo era sensible a algunos detalles que se habían descuidado en medio de toda aquella magnificencia. Evaluaba el coste de todo, y a medida que llegaba a un total crecido, Julián advertía que se mostraba como envidioso y de mal humor.

Por su parte, él llegó seducido, admirado y casi tímido por la emoción, al primero de los salones en que se bailaba. A la puerta del segundo la gente se agolpaba y la aglomeración era tan grande que le fué imposible avanzar. El decorado de este segundo salón representaba la Alhambra de Granada.

—Hay que reconocer que es la reina del baile—decía un joven con bigote, que rozaba con su hombro el pecho de Julián.

—Mademoiselle Fourmont, que durante todo el invierno ha sido la más bonita—le contestaba su vecino—se percata de que va pasando a segundo término; fíjate en su aire único.

—Verdaderamente despliega todo su arte para agradar. Mira, mira qué sonrisa tan graciosa cuando se queda sola en la contradanza. Te juro que no tiene precio.

—Mademoiselle de la Mole tiene aspecto de ser dueña del placer que le produce su triunfo, del que se da perfecta cuenta. Se diría que teme agradar a quien le habla.

—Muy bien; ese es el arte de seducir.

Julián hacía vanos esfuerzos por ver a aquella mujer tan seductora: siete u ocho individuos, más altos que él, le impedían verla.

—Hay mucho de coquetería en ese recato tan noble—repuso el joven de los bigotes.

—Y esos grandes ojos azules, que se bajan tan lentamente en el momento en que se diría que están a punto de traicionarse—repuso el vecino.—A fe mía, no hay nada más hábil.

—Mira qué aire tan vulgar tiene la bella Fourmont a su lado—dijo un tercero.

—Ese aire de modestia quiere decir: ¡Cuánta amabilidad no desplegaría por usted si fuese el hombre digno de mí!

—¿Y quién puede ser digno de la sublime Matilde?—dijo el primero.—Algún príncipe soberano, hermoso, espiritual, de buena figura, un héroe en la guerra y con veinte años a lo sumo.

—El hijo natural del emperador de Rusia... al cual concederían una soberanía en favor de este matrimonio..., o sencillamente el conde de Thaler, con su aire de campesino con vestiduras...

La puerta quedó libre; Julián pudo pasar.

—Puesto que pasa por tan notable ante todas estas muñecas, vale la pena que yo la estudie,—pensó.—Así comprenderé en qué consiste la perfección para esta gente.

Cuando la buscaba con la vista, Matilde le miró.—Mi deber me llama—se dijo Julián; pero en su expresión ya no había mal humor. La curiosidad le hacía adelantarse con un placer que aumentó considerablemente ante la vista del vestido muy escotado de Matilde, a decir verdad, de un modo muy poco halagüeño para su amor propio.—Su belleza tiene la juventud—pensó. Cinco o seis jóvenes, entre los cuales reconoció Julián a los que había oído en la puerta, se interponían entre ella y él.

—Usted, que ha estado aquí todo el invierno, ¿verdad que este baile es el más bonito de la temporada?—dijo ella.

El no contestó.

—Esta contradanza de Coulon me parece admirable, y esas señoras lo bailan a la perfección.

Los jóvenes se volvieron para ver quién era el feliz mortal de quien se pretendía con tanto empeño una respuesta. La respuesta no fué muy alentadora.

—Yo no puedo ser buen juez, señorita; me paso la vida escribiendo; este es el primer baile de esta magnificencia que he visto.

Los jóvenes de bigotes se escandalizaron.

—Es usted un sabio, señor Sorel;—repuso ella, con marcado interés—ve usted todos estos bailes, todas estas fiestas como un filósofo, como J. J. Rousseau. Estas locuras le asombran sin seducirle.

Una palabra acababa de apagar la imaginación de Julián, dejando su corazón desilusionado. Su boca adquirió una expresión de desdén, algo exagerado quizá.

—J. J. Rousseau—respondió—me parece un majadero cuando se pone a juzgar a la alta sociedad; no lo comprendía, y tenía un corazón de lacayo advenedizo.

—Escribió El Contrato social—dijo Matilde, en tono de veneración.

—A la vez que predica la república y el derrumbamiento de las dignidades monárquicas, este advenedizo se siente ebrio de placer si un duque cambia la dirección de su paseo, después de comer, para acompañar a uno de sus amigos.

—¡Ah! ¡Sí! El duque de Luxemburgo en Montmorency, acompaña a un tal M. Coindet, de Paris —repuso Mlle. de la Mole, con el placer y el abandono del primer goce de pedantería. Estaba tan endiosada con su saber como el académico que descubrió la existencia del rey Feretrius. La mirada de Julián continuó penetrante y severa. Matilde había tenido un momento de entusiasmo; la frialdad de su contrincante la desconcertó profundamente, y le causó tanta más extrañeza, cuanto que era ella la que acostumbraba a producir ese efecto en los demás.

En aquel momento, el marqués de Croisenois avanzaba con apresuramiento hacia mademoiselle de la Mole. Estuvo un instante a tres pasos de ella, sin poder acercarse a causa de la aglomeración. La miraba riendo de la dificultad. Cerca de él estaba la joven marquesa de Rouvray, prima de Matilde. Daba el brazo a su marido, que lo era hacía quince días solamente. El marqués de Rouvray, muy joven también, tenía todo el amor inocente propio de un hombre que, habiendo hecho un matrimonio de conveniencia, arreglado exclusivamente por los notarios, se encuentra con una persona muy guapa. M. de Rouvray sería duque a la muerte de un tío suyo muy viejo.

Mientras el marqués de Croisenois, no pudiendo atravesar la multitud, miraba sonriente a Matilde, ella posaba sus ojos, de un azul celeste, en él y sus vecinos.—No puede haber nada más soso que ese grupo—se decía a sí misma.—Ahí está Croisenois, que pretende casarse conmigo; es dulce, bien educado, tiene modales exquisitos, como Rouvray. Si no fueran tan aburridos estos señores, serían muy amables. El también me acompañará al baile con ese aire limitado y satisfecho. Al año de matrimonio, mi coche, mis caballos, mis trajes, mi castillo a veinte leguas de París, serán lo más elegante que se pueda imaginar, capaces de hacer morir de envidia a una advenediza, a una condesa de Roiville, por ejemplo. Pero, ¿y después?...

Matilde se aburría esperando. El marqués de Croisenois logró acercarse y le hablaba, pero ella soñaba sin escucharle. El ruido de sus palabras se confundía para ella con el bordoneo del baile. Seguía maquinalmente con la vista a Julián, que se había alejado con aire respetuoso, pero altivo y descontento. Divisó en un rincón, lejos de la multitud que circulaba, al conde de Altamira, condenado a muerte en su país, a quien ya conoce el lector. En tiempos de Luis XIV, una de sus parientas estuvo casada con un príncipe de Conti; ese recuerdo le protegía algo contra la policía de la congregación.

—Estoy viendo que la sentencia de muerte es lo que distingue a un hombre:—pensó Matilde—es la única cosa que no se compra.

—¡Acabo de hacer una buena frase! ¡Qué lástima que no se me haya ocurrido de forma que pudiera honrarme!—Matilde tenía demasiado gusto para colocar en la conversación una frase hecha previamente, pero tenía también demasiada vanidad para no estar encantada de sí misma. El tinte de tedio que había en su fisonomía se trocó en un aire de contento. El marqués de Croisenois, que seguía hablándole, creyó entrever el triunfo, y redobló su facundia.

—¿Qué podría objetar a mi frase el más exigente?—se dijo Matilde.—Yo respondería al crítico: un título de barón, de vizconde, se compra; una cruz se da; mi hermano acaba de conseguirla, y ¿qué ha hecho?; un grado se obtiene con diez años de cuartel, o un pariente ministro de defensa, y se puede ser jefe de escuadrón, como Norbert. Una gran fortuna... Esa es una de las cosas más difíciles y por consiguiente de las más meritorias. ¡Y qué cosa más graciosa! Es precisamente lo contrario de lo que dicen los libros... Bueno, por la fortuna se casan con la hija de Rothschild.

En realidad mi frase es profunda. La sentencia de muerte es la única cosa que nadie se ha cuidado de solicitar.

—¿Conoce usted al conde de Altamira?—preguntó a Croisenois.

Parecía ella volver de tan lejos, y tenía la pregunta tan poca relación con lo que el pobre marqués le estaba diciendo hacía cinco minutos, que, a pesar de su amabilidad, se sintió desconcertado. Y, sin embargo, era un hombre de talento y muy reputado por tal.

—¡Qué singular es Matilde!—pensó.—Esto es un inconveniente, pero ¡dará una posición social tan buena a su marido! No sé cómo se las arregla este marqués de la Mole: está relacionado con lo mejor de todos los partidos; es un hombre que no puede perder su posición. Y, además, esta singularidad de Matilde puede pasar por genialidad. Con una ilustre cuna y mucho dinero, el genio no es ridículo, sino que supone una gran distinción. Y luego, ella tiene, cuando quiere, esa mezcla de talento, carácter y oportunidad que produce la amabilidad exquisita...—Como es difícil hacer dos cosas a un tiempo, el marqués contestó a Matilde en un tono vacuo y como recitando una lección:

—¿Quién no conoce a ese pobre Altamira?—Y le contó la historia de su conspiración fallida, ridícula, absurda.

—Muy absurda;—respondió Matilde, como hablando consigo misma—pero ha hecho algo. Quiero ver al hombre. Tráigamelo—le dijo al marqués, que no salía de su asombro.

El conde de Altamira era uno de los admiradores más fervientes del aire altanero y casi impertinente de Mlle. de la Mole, que, según él, era una de las más lindas muchachas de París.

—¡Qué hermosa estaría en un trono!—dijo a Croisenois, dejándose conducir por él sin dificultad.

No faltan en el mundo personas que quieren establecer como principio que no hay nada de peor tono que una conspiración: huele a jacobino. ¿Y qué puede haber más feo que un jacobino sin éxito?

La mirada de Matilde se burlaba del liberalismo de Altamira con M. de Croisenois, pero lo escuchaba con gusto.

—Un conspirador en un baile es un lindo contraste—pensaba. A Matilde le parecía que este, con sus negros mostachos, tenía el aspecto de un león en reposo; pero pronto advirtió que su espíritu solo presentaba una actitud: la utilidad, la admiración por la utilidad.

El joven conde pensaba que no merecía su atención más que aquéllo que pudiera dar a su país el gobierno de las dos Cámaras. Se separó con gusto de Matilde, la persona más seductora del baile, porque vió entrar a un general peruano.

Desesperando de Europa, el pobre Altamira se vió reducido a pensar que cuando los Estados de la América meridional sean fuertes y poderosos, podrán devolver a Europa la libertad que Mirabeau les envió.

Un torbellino de jóvenes con bigote se aproximó a Matilde. Esta, notando que Altamira no se había dejado seducir, estaba un poco picada con su marcha, viendo de lejos cómo brillaban sus ojos negros al hablar con el general peruano. Mademoiselle de la Mole miraba a los jóvenes franceses con aquella seriedad profunda que ninguna de sus rivales podía imitar.—¿Cuál de ellos—pensaba—sería capaz de hacerse condenar a muerte, aun suponiendo que todas las circunstancias le fuesen favorables?

Su mirada singular halagaba a los poco inteligentes, pero inquietaba a los otros. Temían que se tradujese en alguna frase mortificante y de difícil réplica.

—Un nacimiento ilustre da cien cualidades cuya ausencia me ofendería; lo veo por el ejemplo de Julián;—pensaba Matilde—pero anula aquellas condiciones del alma capaces de hacerse condenar a muerte.

En aquel momento alguien decía cerca de ella:—Este conde de Altamira es el hijo segundo del príncipe de San Nazaro-Pimentel, un Pimentel que intentó salvar a Conradin, decapitado en 1268. Es una de las familias más nobles de Nápoles.

—¡Bonita prueba de mi máxima! La alta cuna quita la fuerza de carácter necesaria para hacerse condenar a muerte. Decididamente, esta noche no hago más que disparatar. Puesto que no soy más que una mujer como las otras, es menester bailar.—Cedió a los deseos del marqués de Croisenois, que hacía una hora que estaba pidiéndole un galop. Para distraerse de su desgracia en filosofía, Matilde quiso ser seductora en extremo; el marqués de Croisenois quedó encantado.

Pero ni el baile, ni el deseo de agradar a uno de los hombres más completos de la corte, pudieron distraer a Matilde. Y era imposible tener más éxito. Era la reina del baile; lo veía, pero con indiferencia.—Qué vida tan borrosa pasaría con Croisenois,—se decía, cuando una hora después, este la conducía a su sitio...—¿Dónde estará el placer para mí,—añadía tristemente—si, después de seis meses de ausencia, no le hallo en un baile que sería la envidia de todas las mujeres de París? Y, además, me veo en él rodeada de todos los homenajes de una sociedad que no puede imaginarse más escogida. Aquí no hay más burgueses que algunos pares y un Julián o dos a lo sumo. Y, sin embargo,—agregaba con una tristeza creciente,—la suerte me ha concedido una porción de favores: ilustración, fortuna, juventud..., por desgracia todo, menos felicidad.

—Mis ventajas más dudosas son aquellas de las que me han hablado toda la noche. En mi talento sí creo, pues evidentemente les causo miedo a todos. Si se aventuran a abordar un tema serio, al cabo de cinco minutos de conversación vienen a parar, jadeantes y como haciendo un gran descubrimiento, a una cosa que les estoy repitiendo hace una hora. Soy guapa, tengo esta cualidad, por la que Madame de Staël hubiera sacrificado todo, y, sin embargo, es innegable que muero de aburrimiento. ¿Y hay alguna razón para que me aburra menos si llego a cambiar mi nombre por el del marqués de Croisenois?

—Pero, ¡Dios mío!—añadió, casi con ganas de llorar—¿no es un hombre perfecto? Es la obra maestra de la educación de este siglo; no se le puede mirar sin que se encuentre alguna cosa amable y hasta espiritual que decir de él: es valiente... Pero ese Sorel es singular—se decía, y su mirada perdía su expresión aburrida y adquiría un aire de enfado.—Le he advertido que tenía que hablar y no se digna presentarse ante mí.

IX. El baile

El lujo de los atavíos, el brillo de las luces, los perfumes, tantos brazos bonitos, tantos hermosos hombros, ramos de flores, arias de Rossini que arrebatan, pinturas de Ciceri. ¡Estoy fuera de mí!

Viajes de Uzeri.


—Estás de mal humor,—le dijo la marquesa de la Mole—y te advierto que es de mal tono en un baile.

—Tengo dolor de cabeza—respondió Matilde, con aire desdeñoso.— Hace mucho calor aquí.

En ese momento, como para dar la razón a Mlle. de la Mole, el viejo barón de Tolly se puso enfermo y cayó al suelo; le tuvieron que sacar de allí. Se habló de una apoplejía; fué un incidente desagradable.

Matilde no se ocupó de él. Tenía el plan preconcebido de no hacer caso a los viejos ni a las personas que solían decir cosas tristes.

Se entregó al baile para no escuchar las conversaciones sobre la apoplejía, que, además, no lo fue, pues al día siguiente el barón volvió a aparecer.

—Pero ese Sorel no acaba de venir—se dijo de nuevo, después de bailar. Le buscaba con los ojos cuando le vió en otro salón. Cosa extraña, parecía haber perdido aquel aspecto de frialdad impasible, tan peculiar en él. No tenía ya el aire inglés.

—Está hablando con el conde de Altamira, mi condenado a muerte—se dijo Matilde.—Sus ojos despiden un fuego sombrío; tiene el aspecto de un príncipe disfrazado; su mirada es doblemente orgullosa.

Julián se acercaba al sitio en que estaba ella, siempre hablando con Altamira; ella le miraba fijamente, estudiando sus rasgos, tratando de descubrir en ellos las altas cualidades que pueden servir a un hombre para conseguir el honor de hacerse condenar a muerte.

Al pasar cerca de ella:

—Sí;—decía al conde de Altamira—¡Danton era un hombre!

—¡Cielos! ¿Sería él un Danton?—se dijo Matilde.—Pero este tiene una cara tan noble, y Danton era tan horriblemente feo, y carnicero, según creo.

Julián estaba aún muy cerca de ella; no dudó en llamarle, pues tenía la conciencia y el orgullo de hacer alguna pregunta extraordinaria para una muchacha.

—Danton era carnicero, ¿verdad?—le dijo.

—Sí, para algunas personas;—respondió Julián con una expresión de desprecio mal disimulada, y con los ojos brillantes aún por su conversación con Altamira—pero por desgracia para la gente de alta cuna, era abogado en Méry-sur-Seine; es decir, señorita,—añadió con malicia—que comenzó como muchos pares de los que vemos aquí. Es verdad que Danton tenía un inconveniente enorme a los ojos de la belleza: era muy feo.

Estas últimas palabras las dijo rápidamente, con un aire extraordinario y, sin duda, muy poco fino.

Julián esperó un instante, con el torso ligeramente inclinado y un aire de humildad orgullosa. Parecía que estaba diciendo: Me pagan para contestar a sus preguntas y vivo de mi sueldo. No se dignaba levantar sus ojos hacia Matilde. Ella, con los suyos, tan bonitos, abiertos desmesuradamente y fijos en él, parecía su esclava. Por fin, como continuara el silencio, él la miró igual que un lacayo mira a su señor para recibir órdenes. Aunque sus ojos se encontraron con los de Matilde, que continuaban fijos en él con una mirada extraña, no por eso dejó de alejarse con marcado apresuramiento.

—¡Él, que realmente es tan guapo,—se dijo al fin Matilde saliendo de su ensimismamiento—hace tal elogio de la fealdad! Siempre tan original. No es como Caylus o Croisenois. Este Sorel tiene algo del aire que toma mi padre cuando hace tan bien de Napoleón en el baile.

Había olvidado por completo a Danton.

—Decididamente, esta noche me aburro.—Y pensando esto, cogió del brazo a su hermano y, a pesar suyo, le obligó a dar un paseo por el baile. De pronto se le ocurrió la idea de seguir la conversación del condenado a muerte con Julián.

La aglomeración era enorme. Sin embargo, Matilde logró reunirse con ellos en el momento en que Altamira, a dos pasos de ella, se acercaba a una bandeja para tomar un helado. Hablaba a Julián con el cuerpo medio vuelto. Mientras conversaba, Altamira se fijó en un brazo de uniforme bordado, que tomaba otro helado, próximo a él. El bordado pareció excitar su atención, y se volvió del todo para ver al personaje a quien pertenecía el brazo. En el mismo momento, aquéllos ojos, tan nobles y tan sencillos, tomaron una ligera expresión de desdén.

—¿Ve usted a ese hombre?—dijo bastante bajo a Julián.—Es el príncipe de Araceli, embajador de ***. Esta mañana ha pedido mi extradición al ministro de Asuntos Exteriores de Francia, M. de Nerval. Por cierto, allí está, mírele usted, jugando al whist. M. de Nerval está bastante dispuesto a entregarme, pues en 1816 les dimos a ustedes dos o tres conspiradores. Si me devuelven a mí, a las veinticuatro horas me colgarán. Y seguramente será alguno de estos señoritos de los bigotes el que me eche mano.

—¡Infames!—exclamó Julián, casi en voz alta.

Matilde no perdía una sílaba de su conversación. El aburrimiento había desaparecido.

—No tan infames—repuso el conde de Altamira. —He hablado de mí para poner un ejemplo vivo. Mire usted al príncipe de Araceli: cada cinco minutos contempla su toisón de oro; no cabe en sí de gozo al ver ese juguete en su pecho. El pobre hombre no es más que un anacronismo, en el fondo. Hace cien años, el toisón era un honor insigne, pero entonces no lo habría podido alcanzar. Hoy, entre la gente de buena cuna, hay que ser un Araceli para presumir de tenerlo. Habría hecho ahorcar a toda una ciudad por conseguirlo.

—¿Lo ha obtenido a ese precio?—preguntó Julián con ansiedad.

—No, precisamente;—respondió con frialdad Altamira—pero sí haciendo arrojar al río a una treintena de ricos propietarios de su país que pasaban por liberales.

—¡Qué monstruo!—dijo Julián.

Mademoiselle de la Mole, con la cabeza inclinada y presa del más vivo interés, estaba tan cerca de él, que casi le rozaba el hombro con sus lindos cabellos.

—¡Es usted aun muy joven!—respondía Altamira.—Le decía a usted que tengo una hermana casada en Provenza; es aun bonita, joven, dulce, una excelente madre de familia, fiel a sus deberes, piadosa y no beata.

—¿Adónde querrá ir a parar?—pensaba Matilde de la Mole.

—Es feliz,—continuó el conde de Altamira—y lo era en 1815. Entonces yo estaba oculto en su casa, en una finca cerca de Antibes. Pues bien; cuando supo la ejecución del mariscal Ney, se puso a bailar.

—¿Es posible?—dijo Julián, aterrado.

—Es la conciencia de partido—repuso Altamira—En el siglo XIX ya no hay verdaderas pasiones; por eso la gente se aburre tanto en Francia.

Se hacen las mayores crueldades, pero sin crueldad.

—Tanto peor—respondió Julián.—Cuando se cometen crímenes, por lo menos hay que cometerlos con placer; solo pueden tener eso de bueno, y por esa razón quizá se pudiera llegar a justificarlos en cierto modo.

Mademoiselle de la Mole, olvidándose por completo de lo que se debía a sí misma, se había colocado casi entre Altamira y Julián. Su hermano, que le daba el brazo, acostumbrado a obedecerla, paseaba su vista por la sala y, para no quedar mal, fingía estar detenido por la multitud.

—Tiene usted razón—decía Altamira.—Todo se hace sin entusiasmo y sin acordarse de él; hasta los mismos crímenes. En este baile se pueden citar, quizá, diez individuos que podrían ser condenados como asesinos. Ellos lo han olvidado, y el mundo también.

Hay algunos que se emocionan profundamente, hasta derramar lágrimas, si su perro se rompe una pata. En el Père-Lachaise, cuando se cubre de flores su tumba, como dicen ustedes con tanto ingenio en París, se nos enseña que reunían todas las cualidades de los caballeros de pro y se habla de las hazañas de su bisabuelo, que figuraba en tiempos de Enrique IV. Si, a pesar de los buenos oficios del príncipe de Araceli, no me ahorcan y puedo algún día disfrutar de mi fortuna en París, tendré mucho gusto en invitarle a comer con ocho o diez asesinos, llenos de honores y sin remordimientos. En esa comida, usted y yo seríamos los únicos de sangre limpia; pero yo sería despreciado y casi odiado, como un monstruo jacobino y sanguinario, y usted despreciado sencillamente como hombre del pueblo, intruso en la buena sociedad.

—Nada más cierto—dijo Mlle. de la Mole.

Altamira la miró extrañado; Julián no se dignó mirarla.

—Observe usted que la revolución que yo dirigía no tuvo éxito—continuó Altamira—porque no quise cortar tres cabezas y distribuir entre nuestros partidarios siete u ocho millones que estaban en una caja cuya llave guardaba yo. Mi rey, que hoy arde en deseos de verme colgado, y que antes de la revuelta me tuteaba, me habría dado el gran cordón de su Orden si hubiera cortado esas tres cabezas y distribuido el dinero de dicha caja, pues entonces habría tenido, al menos, un éxito parcial y mi país habría logrado los mismos títulos que... Y es que el mundo es una partida de ajedrez.

—Entonces—repuso Julián, echando chispas por los ojos—no sabía usted el juego; ahora...

—¿Cortaría las cabezas, quiere usted decir, y no sería un girondino, como me daba usted a entender el otro día?... Ya le contestaré cuando haya usted matado a un hombre en duelo, cosa mucho menos fea, sin embargo, que hacerle morir a manos del verdugo.

—A fe mía, —dijo Julián— el fin justifica los medios. Si en lugar de ser un átomo tuviera alguna fuerza, no vacilaría en hacer ahorcar a tres hombres para salvar la vida de cuatro.

Sus ojos expresaban el fuego de la conciencia y el desprecio de los juicios vanos de los hombres; se cruzaron con los de Mlle. de la Mole, que estaba a su lado, y aquel desprecio, lejos de tornarse en un matiz gracioso y fino, pareció duplicarse.

Ella se sintió profundamente ofendida, pero no estaba en sus manos olvidar a Julián, y se alejó despechada, arrastrando a su hermano.

—Voy a tomar ponche y a bailar mucho—se dijo.—Quiero elegir lo mejor y causar efecto a toda costa. Bueno, aquí está ese famoso impertinente, el conde de Fervaques.

Aceptó su invitación y bailaron.

—Se trata de ver—pensó ella—cuál de los dos es más impertinente; pero para burlarme de él es preciso que le haga hablar.

Pronto todos los demás bailarines bailaban solo "pro formula". Nadie quería perder ninguna de las agudas réplicas de Matilde. M. de Fervaques se azoraba, y, no encontrando más que palabras elegantes en vez de ideas, hacía gestos; Matilde, que estaba de mal humor, fué cruel con él, logrando hacerse un enemigo. Bailó hasta el amanecer y se retiró cansadísima. Pero, al volver a casa en el coche, las pocas fuerzas que le restaban solo le servían para hacerla desgraciada.

Julián la había despreciado y ella no podía despreciarle.

Julián estaba en el colmo de la dicha, arrebatado, sin darse cuenta, por la música, las flores, las mujeres bonitas, la elegancia general y, más que nada, por su imaginación, que soñaba con distinciones para él y la libertad para todos.

—¡Qué hermoso baile!—dijo al conde.—No falta nada en él.

—Falta el pensamiento—respondió Altamira.

Y su fisonomía traicionaba ese desprecio, tanto más profundo, cuanto que la educación impone el deber de ocultarlo.

—Usted está aquí, señor conde. ¿Verdad que el pensamiento sigue conspirando?

—Me encuentro aquí a causa de mi nombre. Pero en vuestros salones se odia el pensamiento. A no ser que no se eleve más que a la altura de una copla de vodevil; entonces se premia. Pero al hombre que piensa, si tiene energía y novedad en sus réplicas, le llaman ustedes cínico. ¿No es este nombre el que dieron los jueces a Courier? Le encarcelaron ustedes lo mismo que a Béranger. A todo el que se distingue un poco por su talento entre ustedes, la congregación lo entrega a la policía judicial, y la buena sociedad aplaude.

Y es que vuestra sociedad envejecida coloca las conveniencias por delante todo... Nunca llegarán ustedes a elevarse por encima del valor militar: tendrán ustedes muchos Murat, pero ningún Washington. Yo no veo en Francia más que vanidad. Un hombre que improvisa hablando, emite con facilidad un juicio imprudente, y el dueño de la casa se cree deshonrado.

En este momento, el coche del conde, que conducía a Julián, se detuvo delante del palacio de la Mole. Julián estaba enamorado de su conspirador. Altamira le había dirigido esta lisonja, hija seguramente de la más profunda convicción:—Usted no tiene la liviandad francesa y comprende el principio de utilidad.—Daba la casualidad que la antevíspera Julián había visto Marino Faliero, tragedia de M. Casimir Delavigne.

—¿No tiene Israel Bertuccio mucho más carácter que todos los nobles venecianos?—se decía nuestro plebeyo, alborotado.—Y, sin embargo, son gente cuya nobleza se remonta al año setecientos, un siglo antes de Carlomagno, mientras que la de los que figuraban en el baile de esta noche, en casa de M. de Retz, a duras penas llegan a remontarse al siglo XIII. No obstante, entre todos aquéllos nobles de Venecia, tan grandes por su cuna, sólo sobresale Israel Bertuccio.

Una conspiración anula todos los títulos concedidos por los caprichos sociales. En ella, un hombre toma de inmediato el puesto que le asigna su modo de hacer frente a la muerte. Hasta el talento pierde su imperio...

¿Qué sería Danton hoy, en este siglo de los Valenod y los Renal? Seguramente, ni sustituto del procurador del rey...

¿Qué digo? Se habría vendido a la congregación, sería ministro; pues, después de todo, el gran Danton robó. Mirabeau también se vendió. Napoleón había robado millones en Italia, y sin ellos, la pobreza le hubiese impedido hacer nada, como a Pichegru. La Fayette es el único que no ha robado nunca ¿Hay que robar? ¿Hay que venderse?—pensó Julián.

Esta pregunta le dejó perplejo. Empleó el resto de la noche leyendo la historia de la revolución.

Al día siguiente, mientras escribía cartas en la biblioteca, seguía pensando en su conversación con el conde de Altamira.

—En realidad,—se decía, después de estar mucho tiempo ensimismado—si estos españoles liberales hubieran comprometido al pueblo por sus crímenes, no les habrían barrido tan fácilmente. Fueron niños orgullosos y charlatanes... ¡Igual que yo!—exclamó de repente Julián, como el que se despierta sobresaltado.

¿Qué he hecho de meritorio que me dé derecho a juzgar a pobres diablos, que al fin, por una vez en la vida, se han atrevido, han comenzado a actuar? Yo soy como el individuo que al levantarse de la mesa dice: "Mañana no comeré"; lo cual no me impedirá estar fuerte y alegre como hoy. ¡Quién sabe lo que se experimenta cuando se está a mitad de camino de una acción grande!...

Estos altos pensamientos fueron turbados por la llegada imprevista de Mlle. de la Mole a la biblioteca. Estaba él tan animado  por su admiración hacia las grandes cualidades de Danton, de Mirabeau, de Carnot, que supieron no dejarse vencer, que su mirada se posó en Mlle. de la Mole, pero sin prestarle atención, sin saludarla, casi sin verla. Cuando por fin sus grandes ojos, tan abiertos, advirtieron su presencia, se apagó el fuego de su mirada. Mademoiselle de la Mole lo notó con amargura.

En vano Matilde le pidió un tomo de la Historia de Francia de Vely, que estaba en la tabla más elevada de un estante, lo cual obligaba a Julián a traer la más alta de las dos escaleras. Julián se había subido en la escalera, había buscado el libro, se lo había entregado, pero continuaba sin poder ocuparse de ella. Al llevarse de nuevo escalera, distraído, dio un codazo a uno de los cristales de un armario; el estrépito de los pedazos al caer al suelo le despertó, por fin. Se apresuró a presentar sus excusas a Mlle. de la Mole, queriendo ser bien educado; fué lo único que pudo conseguir. Matilde comprendió claramente que le había perturbado y que se hallaba mucho más a gusto dedicado a los pensamientos que le absorbían a su llegada que hablando con ella. Después de mirarle mucho, se marchó lentamente. Julián la veía marcharse, gozando del contraste entre la sencillez su traje de aquel momento con la elegancia lujosa del de la víspera. La diferencia entre los dos semblantes era casi tan notable. Aquella muchacha, tan altiva en el baile del duque de Retz, tenía en ese momento una mirada casi suplicante.

—Realmente,—se dijo Julián—este traje negro hace resaltar más la belleza de su cuerpo. Tiene porte de reina; pero ¿por qué va de luto? Si pregunto a alguien el motivo de este luto, dirán que cometo una tontería más.

Julián había salido por completo de las profundidades de su entusiasmo.

—Tengo que releer todas las cartas que he escrito esta mañana. ¡Dios sabe las faltas y las equivocaciones que tendrán!

Estaba leyendo con forzada atención la primera carta, cuando oyó muy cerca de él el roce de un vestido de seda; se volvió rápidamente. Mademoiselle de la Mole estaba a dos pasos de su mesa, riéndose. Aquella segunda interrupción enfureció a Julián.

Matilde, por su parte, acababa de convencerse de que no significaba nada para aquel hombre; su risa no tenía más objeto que ocultar su turbación, y lo consiguió.

—Evidentemente, señor Sorel, debe usted estar pensando en algo muy interesante. ¿Alguna anécdota curiosa de la conspiración que nos ha enviado a París al conde de Altamira? Dígame de lo que se trata; ardo en deseos de saberlo; le juro que seré discreta.

Al pronunciar esta frase, ella misma se sintió extrañada. ¿Cómo? ¿Estaba suplicando a un inferior? Su azoramiento aumentó; luego añadió en tono ligero:

—¿Qué es lo que ha podido hacer de usted, de ordinario tan frío, un ser inspirado, una especie profeta de Miguel Ángel?

Esta pregunta, viva e indiscreta, que hirió profundamente a Julián, le devolvió toda su locura.

—¿Danton hizo bien en robar?—dijo bruscamente y con un tono cada vez más arisco.—¿Debían los revolucionarios del Piamonte y de España comprometer al pueblo mediante crímenes? ¿Dar a personas que incluso no tuvieran mérito alguno todos los puestos del ejército, todas las cruces? ¿No hubieran temido la vuelta del rey las personas que ostentaran estas cruces? ¿Debieron exponer al pillaje el tesoro de Turín? En una palabra, señorita,—añadió, acercándose a ella con un aire terrible—el hombre que quiere hacer desaparecer de la tierra el crimen y la ignorancia, ¿debe pasar como una tromba, haciendo daño sin mirar?

Matilde sintió miedo; no pudo sostener la mirada de él y retrocedió dos pasos. Le miró un momento; luego, avergonzada de su miedo, con paso ligero salió de la biblioteca.

X. La reina Margarita

¡Amor! ¡En qué locuras consigues deleitarnos!

(Cartas de una Religiosa Portuguesa.)


Julián repasó sus cartas. Cuando se oyó la campana de la comida pensó:

—¡Qué ridículo debo haber resultado a los ojos de esta muñeca parisiense! ¡Qué locura haberle dicho francamente lo que estaba pensando! Aunque quizá no haya sido una locura tan grande. En esta ocasión, la verdad era digna de mí.

¿Y por qué venir a interrogarme sobre cosas íntimas? Eso es una indiscreción por su parte. He faltado a las conveniencias. Mis ideas sobre Danton no forman parte del servicio por el cual me paga su padre.

Al llegar al comedor, se distrajo Julián de su mal humor viendo el luto riguroso de Mlle. de la Mole, cosa que le chocó, tanto más cuanto que ninguna otra persona de la familia iba vestida de negro.

Después de comer se le había pasado por completo el acceso de entusiasmo que le había obsesionado todo el día. Por fortuna, el académico que sabía latín era uno de los comensales.

—Este es el hombre que menos se burlará de mí—se dijo Julián—si, como me figuro, mi pregunta sobre el luto de Mlle. de la Mole es una tontería.

Matilde le miraba con una expresión singular.

—Esta es la coquetería de las mujeres de aquí, tal y como Madame de Renal me la había pintado—se dijo Julián.—No he estado nada amable con ella esta mañana; no he cedido al capricho que tenía de hablar. He aumentado de valor a sus ojos. Sin duda, el diablo no pierde nada en eso. Luego sabrá vengarse su altivez desdeñosa.

¡Qué diferencia con lo que he perdido! ¡Qué lucidez, qué naturalidad encantadora! Sabía sus pensamientos antes que ella; los veía nacer; no tenía más antagonista en su corazón que el miedo de perder a sus hijos, cosa razonable y natural hasta para mí mismo, que era la victima. He sido un tonto. Las ilusiones que me hacia de París me impidieron apreciar a aquella mujer sublime.

¡Qué diferencia, Dios mío! ¿Qué es lo que encuentro aquí? Vanidad seca y orgullosa, todos los matices del amor propio y nada más.

Se levantaron de la mesa.

—No dejemos que acaparen a mi académico—se dijo Julián.

Se acercó a él cuando salían al jardín, adoptó un aire dulce y sumiso, y compartió su furor contra el éxito de Hernani.

—Si estuviéramos aún en el tiempo de las cartas selladas...—dijo.

—Entonces no se hubiera atrevido—exclamó el académico con un gesto a lo Talma.

A propósito de una flor, Julián citó algunas frases de las Geórgicas de Virgilio, y declaró que no conocía nada igual a los versos del abate Delille. En una palabra, aduló al académico de varias maneras, después de lo cual le dijo con el aire más indiferente:

—Supongo que Mlle. de la Mole ha heredado a algún tío, y por eso lleva luto.

—¡Cómo! ¿es usted de la casa—dijo el académico, parándose en seco—y no conoce usted su locura? Ciertamente que es extraño que su madre le permita tales cosas; pero aquí, entre nosotros, no es por la firmeza de carácter por lo que se distingue esta casa. Mademoiselle Matilde tiene más firmeza que nadie, y es la que los maneja. ¡Hoy es 30 de abril!

Y el académico se calló, mirando a Julián con aire sutil. Julián sonrió lo más espiritualmente que pudo.

—¿Qué relación habrá entre manejar a todos, llevar un vestido negro y el 30 de abril?—se decía.—Debo ser aún más torpe de lo que pensaba.

—Le confesaré a usted...—dijo al académico, y su mirada seguía siendo interrogadora.

—Vamos a dar una vuelta por el jardín—dijo el académico, entreviendo gozoso la oportunidad de colocar una narración larga y elegante.—Pero, ¿es posible que no sepa usted lo que ocurrió el 30 de abril de 1574?

—¿Dónde?—repuso Julián extrañado.

—En la plaza de la Grève.

Era tal su asombro, que estas palabras no le descubrieron nada. La curiosidad, la esperanza de un interés trágico, tan en relación con su carácter, daban a sus ojos ese brillo que con tanto gusto ve un narrador en su oyente.

Encantado el académico de encontrar un oído virgen, contó con todos sus pormenores a Julián cómo el 30 de abril de 1574, el más guapo mancebo de su tiempo, Boniface de la Mole, y su amigo, el hidalgo piamontés Annibal de Coconasso, fueron decapitados en la plaza de la Grève. la Mole era el amante adorado de la reina Margarita de Navarra.—Observe usted—añadió el académico—que Mlle. de la Mole se llama Matilde Marguerite. la Mole era asimismo favorito del duque de Alençon y amigo íntimo del rey de Navarra, futuro Henri IV, marido de su amante. El martes de Carnaval de aquel año de 1574, se hallaba la corte en Saint-Germain con el pobre rey Charles IX, que se trasladó allí moribundo. la Mole quiso liberar a los príncipes, sus amigos, a quienes la reina Catherine de Médicis retenía prisioneros en la corte. Hizo avanzar doscientos caballos bajo las murallas de Saint-Germain; el duque de Alençon tuvo miedo, y la Mole fué entregado al verdugo. Pero lo que conmueve a Mademoiselle de la Mole, según me confesó ella misma hace siete u ocho años, cuando tenía doce, ¡pues tiene una cabeza, una cabeza!...—Y el académico levantaba los ojos al cielo.

—Lo que la impresionó más de esta catástrofe política es que la reina Margarita, que estaba oculta en una casa de la plaza de la Grève, tuvo el valor de pedir al verdugo la cabeza de su amante, y a la noche siguiente, a las doce, cogió aquella cabeza, y en su coche fué a enterarla con sus propias manos en una capilla situada al pie de la colina de Montmartre.

—¿Es posible? —exclamó Julián emocionado.

—La señorita Matilde desprecia a su hermano porque, como usted ve, no se preocupa lo más mínimo de toda esta historia antigua y no se viste de luto el día 30 de abril. Desde esa ejecución, y para recordar la amistad íntima que unió a la Mole y a Coconasso, el cual, como buen italiano, se llamaba Annibal, todos los hombres de esta familia llevan ese nombre. Y el tal Coconasso,—agregó el académico bajando la voz—según el mismo Charles IX, fué uno de los más crueles asesinos del 24 de agosto de 1572... ¿Pero cómo es posible, querido Sorel, que usted, comensal de esta casa, ignore estas cosas?

—Por esto, sin duda, es por lo que, durante la comida, Mlle. de la Mole ha llamado Annibal a su hermano dos veces. Yo creía haber oído mal.

—Era un reproche. Es extraño que la marquesa soporte tales chifladuras... El que se case con esa muchacha, verá cosas muy interesantes.

Estas palabras fueron seguidas de otras cuatro o cinco frases satíricas. La alegría y la intimidad que brillaban en los ojos del académico chocaron a Julián.

—Somos dos criados que hablan mal de sus amos—pensó.—Pero nada debe extrañarme en este hombre de academia.

Un día, Julián le había sorprendido a los pies de la marquesa de la Mole; le pedía un estanco para un sobrino suyo de provincias.

Aquella noche, una doncellita de Mlle. de la Mole, que hacía la corte a Julián, como antaño se la hizo Elisa, le sugirió la idea de que su ama no se vestía de luto para atraer las miradas. Era una extravagancia, hija de su carácter. Sentía un verdadero afecto por aquel la Mole, amante favorito de la reina más espiritual de su siglo, y que murió por querer dar la libertad a sus amigos. ¡Y que amigos!: el primero, príncipe de sangre real, y Henri IV.

Habituado a la perfecta naturalidad que presidía toda la conducta de madame de Renal, Julián sólo veía afectación en todas las mujeres de Paris y, por poco inclinado que estuviese a la tristeza, no encontraba nada que decirles. Mademoiselle de la Mole fué una excepción.

Comenzaba ya a no tomar por sequedad de corazón ese género de belleza que consiste en la nobleza del aspecto. Sostuvo conversaciones prolongadas con Mlle. de la Mole, quien algunas veces, después de la comida, se paseaba con él por el jardín, delante de las ventanas del salón. Ella le dijo un día que estaba leyendo la historia de Aubigné y Brantôme.

—Lectura singular—pensó Julián.—¡Y la marquesa le permite leer las novelas de Walter Scott!

Un día le contó, con los ojos brillantes por el placer que produce la admiración sincera, el rasgo de una mujer del reinado de Henri III, que acababa de leer en las Memorias de L’Etoile: al descubrir la infidelidad de su marido, le mató con un puñal.

El amor propio de Julián se sentía halagado. Una persona rodeada de tantos respetos, y que, según el académico, manejaba a toda la casa, se dignaba hablarle en un tono que podía tomarse por amistoso.

—Me había equivocado;—pensó pronto Julián—no es familiaridad, sólo soy un confidente de tragedia, es la necesidad de hablar. Paso por sabio en esta familia. Me voy a leer a Brantôme, D'Aubigné, L'Etoile, para poder contestar a alguna de las anécdotas de que me habla Mlle. de la Mole. Quiero salir de este papel de confidente pasivo.

Poco a poco sus conversaciones con aquella muchacha, de aspecto tan imponente y tan sencillo al mismo tiempo, se hicieron más interesantes. El se olvidaba de su triste papel de plebeyo rebelde. La encontraba instruida y casi razonable. Sus opiniones en el jardín eran muy distintas de las que ostentaba en el salón. Algunas veces tenía con él un entusiasmo y una franqueza que contrastaban marcadamente con su manera de ser habitual, tan altiva y tan fría.

—Las guerras de La Liga son los tiempos heroicos de Francia—le decía ella, con los ojos brillantes de entusiasmo y de inteligencia.—Entonces, cada uno se batía para conseguir aquéllo que deseaba, para que triunfase su partido, y no por ganar sencillamente una cruz, como en tiempos de su emperador. Convenga usted en que entonces había menos egoísmo y pequeñez. Me gusta ese siglo.

—Y Boniface de la Mole fué el héroe principal—repuso él.

—Por lo menos, fué amado de un modo que debe ser muy dulce. ¿Qué mujer de hoy no sentiría horror al tocar la cabeza de su amante decapitado?

Madame de la Mole llamó a su hija. La hipocresía, para ser útil, debe ocultarse; y Julián, como vemos, había hecho a Mlle. de la Mole una medio confesión de su culto por Napoleón.

—Esta es inmensa la ventaja que ellos tienen sobre nosotros—se dijo Julián cuando se quedó solo en el jardín.—La historia de sus antepasados los eleva sobre los sentimientos vulgares, y no tienen siempre que estar pensando en su subsistencia. ¡Qué miseria!—agregó con amargura.—No soy digno de razonar sobre esos grandes intereses. Mi vida no es más que una serie de hipocresías, porque no tengo mil francos de renta para comprar mi pan.

—¿En qué está usted cavilando?—le dijo Matilde, que volvía corriendo.

Julián estaba cansado de despreciarse. Por orgullo, expresó francamente su pensamiento. Enrojecía al hablar de su pobreza a una persona tan rica. Trató de expresar con un tono orgulloso que no pedía nada. Nunca le había parecido tan bello a Matilde: encontró en él una expresión de sensibilidad y de franqueza que le faltaban muy a menudo.

Poco menos de un mes después de esto, Julián se paseaba pensativo por el jardín del palacio de la Mole, pero su semblante no tenía la dureza y la arrogancia filosófica que solía imprimir en él el sentimiento permanente de su inferioridad. Acababa de acompañar hasta la puerta del salón a Mlle. de la Mole, que pretendía haberse hecho daño en un pie corriendo con su hermano.

—Se ha apoyado en mi brazo de un modo muy especial—se decía Julián.—¿Soy un fatuo, o será que le gusto? ¡Me escucha con un aspecto tan dulce, incluso cuando le hablo de los sufrimientos de mi orgullo! Ella, tan orgullosa con todo el mundo. ¡Cómo se asombrarían en el salón si le viesen esa cara! Ciertamente no tiene con nadie esa expresión dulce y bondadosa.

Julián trataba de no exagerar esta singular amistad. La comparaba a una paz armada. Todos los días, al volverse a ver, antes de adoptar el tono casi íntimo de la víspera, se preguntaba poco más o menos:

—¿Seremos hoy amigos o enemigos?

Julián comprendía que dejarse ofender una sola vez por aquella muchacha tan altiva sería perderlo todo.—Si he de reñir con ella, más vale que sea a las primeras de cambio, defendiendo los justos derechos de mi orgullo, que no teniendo que rechazar las muestras de desprecio que seguirían al menor abandono de lo que debo a mi dignidad personal.

Algunas veces, en días de mal humor, Matilde trató de emplear con él el tono de gran dama; adoptaba una gran finura en tales tentativas, pero Julián las rechazaba rudamente.

Un día la interrumpió con brusquedad, diciéndole:

—¿Tiene Mlle. de la Mole alguna orden que comunicar al secretario de su padre? Él tiene la obligación de escuchar y ejecutar sus órdenes con respeto; pero, aparte de eso, no tiene que dirigirle ni sola palabra. No le pagan para comunicarle pensamientos.

Aquella manera de ser, y las singulares dudas que asaltaban a Julián, hicieron desaparecer el aburrimiento que, por lo general, encontraba en aquel salón tan magnífico, pero donde se tenía miedo de todo y donde no estaba bien visto bromear de nada.

—¡Sería gracioso que me amase! Pero, me ame o no,—continuaba Julián—tengo por confidente íntimo a una muchacha de talento, delante de la cual veo temblar a toda la casa, y más que nadie al marqués de Croisenois. Ese muchacho tan bien educado, tan dulce, tan valiente, y que reúne todas las condiciones de nacimiento y de fortuna, de las que una sola daría tanta tranquilidad a mi corazón, está enamorado de ella y será su esposo. ¡Cuántas cartas me ha hecho escribir el marqués a los notarios para arreglar el contrato! Y yo que me veo tan inferior con la pluma en la mano, a las dos horas, aquí en el jardín, triunfo sobre ese joven tan amable, pues, en resumen, las preferencias son visibles, directas. Quizá ella odia en él al futuro marido. Tiene suficiente altanería para ello.

Y las bondades que tiene conmigo, las obtengo a titulo de confidente subalterno.

Pero no, o yo estoy loco o me hace la corte; cuanto más fino y respetuoso me muestro con ella, más me busca. Y esto podría ser un plan preconcebido, pura afectación; pero veo que sus ojos se animan cuando aparezco de improviso. ¿Saben fingir hasta ese punto las mujeres de París? ¿Qué me importa? Las apariencias me favorecen; aprovechemos las apariencias. ¡Dios mío, qué guapa es! ¡Cómo me gustan sus grandes ojos azules, vistos de cerca, y mirándome como me miran con frecuencia! ¡Qué diferencia de esta primavera a la del año pasado, cuando vivía tan desgraciado y sosteniéndome a fuerza de carácter, en medio de aquéllos trescientos hipócritas, malvados y necios! Yo era casi tan malo como ellos.

En los días de desconfianza, Julián pensaba:

—Esta muchacha se burla de mí. Está de acuerdo con su hermano para engañarme. ¡Pero parece que desprecia tan profundamente la falta de energía de ese hermano! Es valiente y nada más;—me dice hablando de él—no tiene ni una idea que se atreva a salirse de la moda. Siempre soy yo quien tiene que salir a su defensa. ¡Una muchacha de diecinueve años! ¿Se puede a esa edad ser fiel en todo momento a la hipocresía preconcebida?

Por otra parte, cuando Mlle. de la Mole fija en mí sus grandes ojos azules, con una expresión singular, el conde Norbert se aleja. Eso es sospechoso.

¿No debería indignarle que su hermana distinga a un criado de su casa? Porque yo he oído al duque de Chaulnes hablar de mí en ese sentido.—Ante este recuerdo, la cólera sustituía a todo otro sentimiento.— ¿Será afición al viejo lenguaje en ese duque maniático?

—¡Bueno, es guapa!—continuaba Julián con ojos de tigre—Será mía, después me marcharé, y desgraciado del que me estorbe en mi huida.

Esta idea llegó a ser la única ocupación de Julián, ya no podía pensar en otra cosa. Se le pasaban los días como horas.

A cada instante, cuando quería ocuparse de algún asunto importante, su pensamiento lo abandonaba todo, y un cuarto de hora después, con el corazón palpitante, salía de su distracción con la cabeza loca y soñando con esta idea: —¿Me ama?

XI. El imperio de una muchacha

Admiro su belleza, pero temo su ingenio.

Merimee.


Si Julián hubiese empleado en examinar lo que pasaba en el salón el tiempo que empleaba en exagerar la belleza de Matilde, o en apasionarse contra la altivez natural en su familia, que ella olvidaba por él, hubiera comprendido en qué consistía el dominio que ejercía sobre todo el mundo. Cuando alguien molestaba a Mlle. de la Mole, ella sabía castigarle con una burla tan mesurada, bien elegida, tan irreprochable en apariencia, dirigida con tanta oportunidad, que la herida se hacía más profunda a medida que se reflexionaba sobre ella. Poco a poco resultaba atroz para el amor propio ofendido. Como ella no concedía ninguna importancia a muchas cosas que eran asuntos serios para el resto de la familia, siempre parecía indiferente a sus ojos. Los salones de la aristocracia se citan con agrado cuando se sale de ellos, pero eso es todo; la cortesía, por sí misma, sólo significa algo los primeros días. Julián lo experimentaba; después del primer encanto, el primer asombro: —La cortesía,—se decía—no es más que la ausencia de la cólera que dan los malos modales.—Matilde se aburría a menudo; quizá se habría aburrido en todas partes. En esos momentos, aguzar un epigrama era para ella una distracción y un verdadero placer.

Quizá para tener víctimas un poco más divertidas que sus padres, el académico y los otros cinco o seis inferiores que la cortejaban, había hecho concebir esperanzas al marqués de Croisenois, al conde de Caylus y a otros dos o tres jóvenes de lo más distinguido. Sólo eran para ella nuevos objetos de sátira.

Hemos de confesar con pena, pues queremos a Matilde, que había recibido cartas de varios de ellos, a las cuales había contestado algunas veces. Nos apresuraremos a añadir que este personaje era una excepción a las costumbres de su tiempo, pues, por lo general, no es la falta de prudencia lo que se puede reprochar a las alumnas del noble convento del Sagrado Corazón.

Un día, el marqués de Croisenois devolvió a Matilde una carta bastante comprometedora que había recibido de ella la víspera. Creía, mediante este acto de prudencia, avanzar en sus pretensiones. Pero precisamente lo que agradaba a Matilde en sus cartas era la imprudencia. Su mayor placer era jugar con su suerte. No le dirigió la palabra en semanas.

Le divertían las cartas de aquéllos muchachos, aunque, según ella, todas se parecían. Siempre pintaban la pasión más profunda, la más melancólica.

—Todos son el mismo hombre irreprochable, dispuesto a partir para Palestina—decía a una prima suya.—¿Has visto algo más soso? Y estas serán las cartas que he de recibir toda mi vida. Solo cambiarán de veinte en veinte años, según el género de ocupación que esté de moda. Debían de ser menos incoloras en tiempo del imperio. Entonces, todos los jóvenes de alta sociedad habían presenciado o hecho acciones que realmente eran grandes. Mi tío, el duque de N***, estuvo en Wagram.

—¿Qué espíritu se necesita para dar una estocada? Y cuando lo han hecho, lo comentan tan a menudo... —dijo Mlle. de Sainte-Hérédité, la prima de Matilde.

—Pues bien, esos relatos me agradan. Estar en una verdadera batalla de Napoleón, donde morían diez mil soldados, es una prueba de valor. Exponerse al peligro eleva el alma y la salva de ese aburrimiento en que parecen sumidos mis pobres adoradores, y que, además, es contagioso ¿Cuál de ellos ha tenido la idea de hacer algo extraordinario? Piensan conseguir mi mano. ¡Bonito negocio! Soy rica, y mi padre ayudará a su yermo. ¡Si al menos encontrara uno que fuese un poco divertido!

La manera de ver las cosas, viva, clara y pintoresca de Matilde, se reflejaba en su lenguaje, estropeándolo. Muchas veces, una frase suya parecía incorrecta a sus amigos, tan bien educados. Quizá hubieran llegado a confesarse, si ella hubiese estado menos a la moda, que su modo de hablar tenía algo subido de tono para la delicadeza femenina.

Ella, por su parte, era muy injusta con los caballeros que pululan por el Bois de Boulogne. Veía el porvenir, no con terror, esto habría sido un sentimiento vivo, sino con un disgusto muy raro a su edad.

¿Y qué podía desear? Fortuna, nacimiento ilustre, talento, belleza, según decían y ella creía, todo lo había acumulado sobre ella la suerte.

Estos eran los pensamientos de la heredera más envidiada del Faubourg Saint-Germain cuando comenzó a sentir agrado en pasearse con Julián. Le extrañó su orgullo y admiró la habilidad de aquel plebeyo.

—Llegará a obispo, como el abate Maury—se dijo.

Pronto, la resistencia sincera y no fingida con la que nuestro héroe acogía muchas de sus ideas la preocupó y la hizo pensar; contaba a su amiga los menores detalles de sus conversaciones, y le parecía que nunca llegaba a expresarlas con fidelidad.

Una idea la iluminó de repente:

—Tengo la dicha de amar—se dijo un día con un transporte increíble de alegría.—¡Amo, amo; está claro como la luz! A mi edad, una muchacha joven, bella, espiritual, ¿dónde puede hallar sensaciones si no es en el amor? Por mucho que haga, no sentiré nunca amor por Croisenois, Caylus y "tutti quanti". Son irreprochables, quizá demasiado irreprochables: me aburren.

Repasó en su imaginación todos los relatos de pasión que había leído en Manon Lescaut, la "Nueva Eloísa", las "Cartas de una religiosa portuguesa, etc. Por supuesto que se trataba de una gran pasión; el amor ligero era indigno de una muchacha de su edad y de su alcurnia. No daba nombre de amor más que a ese sentimiento heroico que se encontraba en Francia en tiempos de Henri III y de Bassompierre. Ese amor no cedía mezquinamente ante los obstáculos, sino que, lejos de eso, empujaba a hacer grandes cosas.

—¡Qué desgracia para mí que no haya una verdadera corte como la de Catalina de Médicis o de Luis XIII! Me siento capaz de todo lo más atrevido y grande del mundo. ¿Qué no haría yo con un rey, hombre valiente como Luis XIII, suspirando a mis pies? Le conduciría a Vendée, como suele decir el barón de Tolly, y, desde allí, reconquistaría su reino; entonces no habría más privilegios... y Julián me secundaría. ¿Qué es lo que le falta? Un nombre y fortuna. Conquistaría el nombre y haría fortuna.

A Croisenois no le falta nada, y toda su vida no será más que un duque medio conservador, medio liberal; un ser indeciso, siempre distante de los extremos, y, por consiguiente, siempre en segundo término.

¿Cuál es la acción grande que no sea un extremo al emprenderla? Únicamente después de realizada es cuando parece posible a los seres vulgares. Sí, el amor, con todos sus milagros, va a reinar en mi corazón; lo siento en el fuego que me anima. El cielo me debía este favor. No en balde ha acumulado en una sola persona todas las cualidades. Mi dicha será digna de mí. Los días de mi vida no serán en lo sucesivo monótonamente iguales unos a otros. Ya supone grandeza y audacia atreverse a amar a un hombre colocado tan lejos de mí por su posición social. Veamos: ¿continuará mereciéndome? Al primer asomo de flaqueza que observe en él, le abandono. Una muchacha de mi alcurnia, y con el carácter caballeresco que me suponen (era frase de su padre), no debe conducirse como una tonta.

¿Y no haría ese papel si amase al marqués de Croisenois? Sería una nueva edición de la felicidad de mis primas, lo cual desprecio con toda mi alma. Sé de antemano todo lo que me diría el pobre marqués y todo lo que tendría que contestarle. ¿Qué es un amor que hace bostezar? Para la firma del contrato de mi boda habría una fiesta semejante a la que se celebró cuando la más pequeña de mis primas, en la que se enternecerían los abuelos; a no ser que se pusieran de mal humor por alguna cláusula introducida la víspera por el notario de la parte contraria.

XII. ¿Será un Danton?

Necesitar la ansiedad era el rasgo característico de la hermosa Margarita de Valois, mi tía, que pronto se casó con el rey de Navarra, a quien hoy vemos reinar en Francia con el nombre de Enrique IV. La necesidad de jugar constituía el secreto del carácter de esa amable princesa. Así se explican los disgustos y reconciliaciones con sus hermanos desde la edad de diez y seis años. Y ¿qué arriesga en el juego una joven? Lo más preciado: la reputación, la consideración de toda su vida.

(Memorias del duque de Angulema. hijo natural de Charles IX.)


—Entre Julián y yo, nada de firma de contrato, nada de notario; todo es heroico, todo será hijo del azar. Aparte la nobleza que le falta, es algo semejante al amor de Marguerite de Valois por el joven la Mole, el hombre más distinguido de su tiempo. ¿Es culpa mía que los muchachos de la Corte sean tan partidarios de las conveniencias y palidezcan a la sola idea de la menor aventura un poco singular? Un viajecito a Grecia o a África es para ellos el colmo de la audacia, y para eso tienen que ir en grupo. En cuanto se ven solos tienen miedo, no de la lanza del beduino, sino del ridículo, y ese miedo les vuelve locos.

Mi Julián, por el contrario, gusta de obrar solo. Nunca hay en este ser privilegiado la menor idea de buscar apoyo y auxilio en los demás; los desprecia, y por eso yo no le desprecio a él.

Si Julián fuese noble, aun siendo pobre, mi amor no sería más que una tontería vulgar, sencillamente una unión desigual; ya no le querría; no habría en ello nada de lo que caracteriza las grandes pasiones: lo inmenso de la dificultad que vencer y la negra incertidumbre del suceso.

Mademoiselle de la Mole estaba tan preocupada con estos razonamientos, que al día siguiente, sin advertirlo, se puso a alabar a Julián delante de su hermano y de Croisenois. Su elocuencia fué tan lejos que les chocó.

—Ten cuidado con ese joven que tiene tanta energía—exclamó su hermano.—Si vuelve la revolución, nos hará guillotinar a todos.

Ella no respondió, y se apresuró a embromar a su hermano y a Croisenois sobre el miedo que les robaba la energía. En el fondo no es más que temor de encontrarse con lo imprevisto, de quedarse solo ante ello...

—Siempre, siempre, señores, el miedo al ridículo, monstruo que, por desgracia, murió en 1816.

Ya no hay ridículo posible—decía M. de la Mole—en un país donde existen dos partidos.

Su hija había comprendido esta idea.

—De modo, señores,—decía a los enemigos de Julián—que toda la vida estarán ustedes muertos de miedo, y al final les dirán: No era un era un lobo; era sólo su sombra.

Matilde se separó de ellos pronto. La frase de su hermano le causaba horror. La inquietó mucho, pero al día siguiente le parecía la mejor lisonja.

—En este siglo, en el que toda energía está muerta, la suya les da miedo. Le repetiré la frase de mi hermano; quiero ver qué contestación se le ocurre. Pero elegiré uno de los momentos en que sus ojos brillan. Entonces no puede mentirme.

—¡Sería un Danton!—añadió, después de un rato de ensimismamiento.—Bueno, entonces habría vuelto a empezar la revolución. ¿Y qué papel harían Croisenois y mi hermano? Ya está escrito de antemano: la resignación sublime. Serían borregos heroicos, que se dejarían sacrificar sin decir una palabra. Su único miedo, incluso a la hora de la muerte, sería parecer de mal gusto. Mi Julián saltaría la tapa de los sesos al jacobino que viniera a prenderle, a poca esperanza de salvarse que tuviera. Él no tiene miedo de ser de mal gusto.

Esta última frase la dejó pensativa; le despertaba recuerdos penosos y le quitó todo su atrevimiento. La tal frase le recordaba las bromas de Caylus, de Croisenois, de Luz y de su hermano. Estos señores reprochaban unánimemente a Julián su aire de cura, humilde e hipócrita.

—Pero—repuso de repente, con la mirada brillante de alegría—la amargura y la frecuencia de sus burlas demuestran, a despecho de ellos, que es el hombre más distinguido que hemos visto este invierno. ¿Qué importan sus defectos, sus ridiculeces? Tiene grandeza, y por eso les molesta, y eso que ellos suelen ser muy buenos y muy indulgentes. Él está seguro de que es pobre y de que ha estudiado para ser cura; ellos son jefes de escuadrón y no han necesitado estudiar; es más cómodo.

A pesar de todos los inconvenientes de su eterno traje negro y de su fisonomía de cura, que el pobre muchacho no tiene más remedio que aparentar, so pena de morir de hambre, su mérito les da miedo; nada más claro. Y cuando estos señores dicen alguna frase que creen fina e imprevista, ¿no miran enseguida a Julián? Lo he notado muchas veces. Y, sin embargo, saben de sobra que, si no le preguntan, no les habla jamás. Únicamente a mí me dirige la palabra, me supone un alma elevada. A sus observaciones sólo responde lo justo para ser cortés, y enseguida vuelve a su respeto. Conmigo discute horas enteras; no está seguro de sus ideas más que cuando yo no encuentro ninguna objeción. En fin, todo este invierno no hemos tenido violencias; sólo se trata de llamar la atención con palabras. Mi padre, hombre superior y que llevará muy lejos la fortuna de nuestra casa, respeta a Julián. Todos los demás le odian; nadie le desprecia más que las íntimas amigas de mi madre.

El conde de Caylus tenía o fingía tener una gran pasión por los caballos; se pasaba la vida en la cuadra, y muchas veces almorzaba en ella. Esta afición, unida a la costumbre de no reírse de los demás le daba mucho prestigio entre sus amigos; era el águila de aquel reducido círculo.

Cuando al día siguiente se reunió con ellos detrás de la poltrona de madame de la Mole, no estando presente Julián, M. de Caylus, apoyado por Croisenois y por Norbert, atacó vivamente el buen concepto que Matilde tenía de Julián, sin venir a cuento, y desde el instante en que vió a Mlle. de la Mole. Ella comprendió aquel homenaje desde lejos, y quedó encantada.

—Ya están todos confabulados—se dijo—contra un hombre de genio que no tiene diez luises de renta y que no puede contestar más que cuando le preguntan. Le tienen miedo con su traje negro. ¿Qué sería si llevara charreteras?

Nunca estuvo ella más elocuente. Desde los primeros ataques abrumó con sarcasmos burlones a Caylus y sus aliados. Cuando se apagó el fuego de las bromas de aquéllos brillantes oficiales, dijo a Caylus:

—Si mañana cualquier hidalgo de las montañas del Franco Condado reconoce que Julián es su hijo natural y le da, con su nombre, algunos miles de francos, y a las seis semanas tiene bigotes como ustedes, señores; y a los seis meses es oficial de húsares, como ustedes. Y entonces  sería ridícula la grandeza de su carácter. Les veo a ustedes reducidos, señor duque futuro, a aquella antigua preocupación: la superioridad de la  nobleza de la corte sobre la nobleza de provincias ¿Pero qué les quedaría si llevo las cosas al extremo, si se me ocurre la diablura de dar por padre a Julián un duque español, prisionero de guerra en Besançon, en tiempos de Napoleón, y que por escrúpulo de conciencia le reconoció en su lecho de muerte?

Todas aquellas suposiciones de nacimiento ilegitimo parecieron de mal gusto a Caylus y Croisenois. Esto fué lo único que vieron en los razonamientos de Matilde.

Por muy dominado que estuviese Norbert, las palabras de su hermana eran tan claras que, adoptando un aire grave que iba muy mal, hay que confesarlo, con su fisonomía sonriente y bondadosa, se atrevió a decir algunas palabras:

—¿Estás enfermo, amigo mío?—le respondió Matilde haciéndose la seria.—Tienes que encontrarte muy mal para responder a las bromas con discursos morales.

¡Tú, moralizando! ¿Es que piensas solicitar una plaza de prefecto?

Matilde se olvidó pronto de la molestia del conde Caylus, del mal humor de Norbert y la desesperación silenciosa de Croisenois. Tenía que tomar una decisión sobre una idea fatal que acababa de apoderarse de su alma.

—Julián es bastante sincero conmigo—se dijo.—A su edad, en una posición inferior, desgraciado  como lo es por una gran ambición, se necesita  una amiga. Quizá yo soy esa amiga; pero no veo nada de amor en él. Con la audacia de su carácter, me hubiese hablado de su amor.

Esta incertidumbre, esta discusión consigo misma que desde aquel momento ocupó todos los instantes de Matilde, y para la cual encontraba sucesivos argumentos cada vez que Julián le hablaba, hizo desaparecer por completo los ratos de aburrimiento que padecía.

Hija de un hombre de talento, que podía ser elegido ministro y devolver sus bosques al clero, mademoiselle de la Mole había sido objeto de las mayores adulaciones en el Sagrado Corazón. Esta desgracia no se compensa nunca. Habían llegado a persuadirla que con sus condiciones de nacimiento, fortuna, etc., debía ser más dichosa que cualquier otra. Esta es la causa del aburrimiento de los príncipes y de todas sus locuras.

Matilde no había podido escapar a la funesta influencia de tal idea. Por mucho talento que se tenga, a los diez años no se está en guardia contra las adulaciones de todo un convento, y, en apariencia, tan bien fundadas.

Desde el punto y hora en que hubo decidido que amaba a Julián, no se aburrió más. Todos los días se felicitaba del partido que había tomado de procurarse una gran pasión.

—Este entretenimiento tiene muchos peligros,—pensaba.—¡Tanto mejor, mil veces mejor!

Sin una gran pasión languidecía de aburrimiento en el momento más hermoso de mi vida, de los dieciséis a los veinte años. Ya he perdido los más bellos; obligada por todo placer a escuchar los disparates de los amigos de mi madre, que en Coblenza, en 1792, no eran precisamente, según dicen, tan severos como sus palabras de hoy los pintan.

Mientras estas grandes incertidumbres agitaban a Matilde, Julián no comprendía sus largas miradas, que se posaban en él. Notaba un aumento de frialdad en los modales del conde Norbert y un nuevo acceso de altanería en los de Caylus, Luz y Croisenois. Pero ya estaba habituado. Tal desgracia solía ocurrirle siempre a continuación de una velada en la que había brillado más de lo que conviene a un hombre de su posición. Sin la acogida especial que le hacía Matilde, y la curiosidad que todo aquéllo le inspiraba, habría rehuido acompañar al jardín a aquéllos jóvenes de bigotes cuando después de la comida salían escoltando a Mlle. de la Mole.

—Sí, es imposible que me lo niegue;—se decía Julián—Mlle. de la Mole me mira de un modo especial. Pero incluso cuando sus bellos ojos azules, fijos en mí, se abren con más abandono, siempre leo en ellos un fondo de examen, de sangre fría y de maldad. ¿Es posible que esto sea amor? ¡Qué diferencia de las miradas de madame de Renal!

Un día, después de comer, Julián, que había acompañado a M. de la Mole a su despacho, volvió rápidamente al jardín. Al acercarse sin precaución al grupo formado por Matilde y sus amigos, sorprendió algunas palabras dichas en voz muy alta. Estaba ella atormentando a su hermano. Julián oyó su nombre pronunciado dos veces con claridad. Apareció; se hizo el silencio de pronto, y fueron vanos cuantos esfuerzos hicieron por romperlo. Mademoiselle de la Mole y su hermano, estaban demasiado animados para poder encontrar otro motivo de conversación. Messieurs de Caylus, de Luz y de Croisenois, y otro amigo suyo, parecieron a Julián de una indiferencia glacial. Se alejó.

XIII. Un complot

Dichos inconexos, encuentros fortuitos, se transfórmanse en pruebas evidentes para un hombre de imaginación que tenga algún fuego en el corazón.

Schiller.


Al día siguiente volvió a sorprender a Norbert y su hermana hablando de él. A su llegada quedaron, como la víspera, en un silencio de muerte. Sus sospechas no tuvieron límites.

—¿Se habrían dedicado aquéllos jovencitos a burlarse de mí? Hay que confesar que esto es mucho más probable, mucho más natural que una pretendida pasión de Mlle. de la Mole por un pobre diablo de secretario. En primer lugar, ¿tiene pasiones esta gente? Su fuerte es engañar. Están celosos de mi pobre superioridad de palabra. Los celos son también uno de sus puntos flacos. Todo se explica en este sistema. Mademoiselle de la Mole quiere convencerme de que me distingue, simplemente para ofrecerme en espectáculo a su pretendiente.

Esta cruel sospecha cambió la posición moral de Julián. Tal idea se encontró en su corazón con un comienzo de amor que le costó poco trabajo destruir. Aquel amor estaba fundado solamente en la extraña belleza de Matilde, o, mejor dicho, en sus modales de reina y su admirable atavío. En esto Julián era todavía un advenedizo. Una mujer bonita del gran mundo es, según dicen, lo que más admira un campesino de talento cuando llega a un puesto alto en la sociedad. No era, pues, el carácter de Matilde lo que hacía soñar a Julián los días anteriores. Tenía bastante sentido común para comprender que no conocía en absoluto su carácter. Todo lo que observaba en él podía ser simple apariencia.

Por ejemplo, por nada del mundo habría faltado Matilde a misa un domingo; casi todos los días acompañaba a su madre.

Si en el salón de la Mole algún imprudente se olvidaba del sitio en que estaba y se permitía la más ligera alusión a una broma contra los intereses, reales o supuestos, del trono o del altar, Matilde adquiría enseguida una seriedad de hielo. Su mirada, que era tan viva, recobraba la altivez impasible de un antiguo retrato de familia.

Pero Julián estaba seguro de que siempre tenía en su cuarto uno o dos volúmenes de los más filosóficos de Voltaire. Él mismo solía llevarse a escondidas algún tomo que otro de la edición tan hermosamente encuadernada. Separando unos tomos de otros, ocultaba la ausencia del que se llevaba; pero pronto advirtió que otra persona leía a Voltaire. Recurrió a un ardid de seminario: colocó unos trocitos de crin en los volúmenes que supuso podían interesar a Matilde, y vió que desaparecían durante semanas enteras.

M. de la Mole, molesto con su librero, que le enviaba todas las Memorias Falsas, encargó a Julián de comprar todas las novedades un poco atrevidas. Pero para que el veneno no se extendiese por la casa, el secretario tenía orden de dejar estos libros en un pequeño estante colocado en el mismo cuarto del marqués. Pronto tuvo la certeza de que, por poco hostiles que tales libros fuesen a los intereses del trono y del altar, no tardaban en desaparecer. Ciertamente no era Norbert quien leía.

Exagerándose esta experiencia, Julián suponía en Matilde la duplicidad de Maquiavelo, y aquella pretendida maldad era un encanto a sus ojos, quizá el único encanto moral que ella tenía. El aburrimiento de la hipocresía y de los discursos de virtud le hacían caer en ese extremo.

Excitaba su imaginación mucho más de lo que le empujaba su amor. Después de perderse en sueños sobre la elegancia de cuerpo de Mlle. de la Mole, el excelente gusto de su traje, la blancura de sus manos, la belleza de sus brazos, la "disinvoltura" de todos sus movimientos, era cuando se sentía enamorado. Entonces, para completar el encanto, la suponía una Catalina de Médicis. No había nada demasiado profundo o perverso para el carácter que le suponía. Era el ideal de los Maslon, los Frilair, los Castanède, admirados por él en su juventud. Era, en una palabra, el ideal de París para él.

¿Y habrá nada más gracioso que suponer profundidad o perversidad al carácter parisiense?

—Es muy posible que este trío se burle de mí—pensaba Julián. Había que conocer muy poco su carácter para no notar la expresión oscura y fría que tomaron sus ojos al responder a los de Matilde. Una ironía amarga rechazó las promesas de amistad que Mlle. de la Mole, extrañada, se atrevió a insinuar dos o tres veces.

Atizado por aquel capricho repentino, el corazón de la muchacha, por naturaleza frío, tedioso, sensible al talento, se convirtió en todo lo apasionado que podía ser. Pero también había mucho orgullo en el carácter de Matilde, y el brotar de un sentimiento que hacía depender de otro toda su dicha fué acompañado de una sombría tristeza.

Julián había aprendido lo bastante desde su llegada a París para distinguir que aquéllo no era la tristeza seca del aburrimiento. En vez de estar ansiosa, como otras veces, de reuniones, teatros, diversiones de todo género, más bien las rehuía.

La música cantada por franceses aburría de muerte a Matilde y, sin embargo, Julián, que juzgaba un deber asistir a la salida de la Opera, observó que hacía que la llevaran lo más frecuentemente posible. Creyó advertir que había llegado a perder algo de la medida perfecta que presidía todas sus acciones. Algunas veces contestaba a sus amigos con bromas insultantes a fuerza de energía. Le pareció que tomaba antipatía al marqués de Croisenois.

—Es preciso que este muchacho ame furiosamente al dinero para que no deje plantada a esta mujer, por rica que sea—pensaba Julián. E indignado ante los insultos dirigidos a la dignidad masculina, era doblemente frío con ella, llegando a veces hasta a contestarle con descortesía.

Por muy resuelto que estuviese a no dejarse engañar por las muestras de interés de Matilde, eran éstas tan evidentes algunos días, y Julián, que empezaba a abrir los ojos, la encontraba tan guapa, que muchas veces se veía apurado.

—La habilidad y la generosidad de estos jóvenes de alta sociedad acabarían por triunfar de mi poca experiencia—se dijo.—Hay que marcharse y poner un término a esto.

El marqués le acababa de confiar la administración de unas cuantas tierras y casas que poseía en el Bas Languedoc. Se imponía un viaje. M. de la Mole consintió a disgusto. Exceptuando las cuestiones de alta ambición, Julián se había convertido en su alter ego para todo lo demás.

—A fin de cuentas, no me han atrapado—se decía Julián mientras preparaba su partida.—Sean reales las burlas que Mlle. de la Mole hace a esos señores, o bien sean por inspirarme confianza, el caso es que me he divertido. Si no existe una conspiración contra el hijo del carpintero, Mlle. de la Mole es incomprensible; pero al menos, lo es tanto para el marqués de Croisenois como para mí. Ayer, por ejemplo, ella estaba realmente de mal humor, y tuve el placer de ver humillarse a un joven tan noble y tan rico como yo soy plebeyo y miserable. Este es el más hermoso de mis triunfos; él me alegrará en mi silla de postas cuando cruce las llanuras del Languedoc.

Había guardado secreto acerca de su viaje, pero Matilde sabía mejor que él que se marchaba de París al día siguiente, y por mucho tiempo. Recurrió a un fuerte dolor de cabeza, que el aire enrarecido del salón aumentaba. Se paseó por el jardín, persiguiendo de tal modo con sus burlas mordaces a Norbert, el marqués de Croisenois, Caylus, de Luz y otros muchachos que habían comido en el palacio de la Mole, que les obligó a marcharse. Mientras, miraba a Julián de un modo extraño.

—Esta mirada es quizá una comedia;—pensó Julián—pero esta respiración agitada, esta turbación... ¡Bah!—se dijo—¿quién soy yo para juzgar estas cosas? Se trata de lo más sublime, de lo más fino entre las mujeres de París. Esta respiración agitada, que ha estado a punto de conmoverme, la habrá aprendido con Léontine Fay, a quien tanto quiere.

Estaban solos; la conversación languidecía evidentemente.

—No; Julián no siente nada por mí—se decía Matilde, creyéndose verdaderamente desgraciada.

En el momento de despedirse, ella le apretó el brazo con fuerza.

—Esta noche recibirá usted una carta mía—le dijo con una voz tan alterada que su acento no parecía de ella.

Aquella circunstancia conmovió a Julián.

—Mi padre—continuó—estima justamente los servicios que usted le presta. Es preciso que no se vaya usted mañana; busque un pretexto.

Y se alejó corriendo.

Su cuerpo era encantador. Era imposible tener un pie más bonito, corría con una gracia que entusiasmó a Julián; pero, ¿adivinarás cuál fué su segundo pensamiento en cuanto hubo desaparecido del todo? Se sintió ofendido del tono imperativo en que dijo las palabras: Es preciso. Luis XV también, en el momento de morir, se sintió vivamente molesto por las mismas palabras, torpemente empleadas por su médico, y, sin embargo, Luis XV no era un advenedizo.

Una hora después un lacayo entregó una carta a Julián: era sencillamente una declaración de amor.

—No hay demasiada afectación en el estilo—se dijo Julián, tratando de ocultar, con sus observaciones literarias, la alegría que contraía sus mejillas y le obligaba a reírse a su pesar.—¡Por fin, yo!—exclamó de repente, pues la pasión era demasiado fuerte para poder contenerla.—¡Yo, pobre campesino, tengo una declaración de amor de una gran dama!

Y luego añadió, conteniendo su alegría todo lo posible:

—Yo no he estado mal. He sabido conservar la dignidad de mi carácter. Nunca he dicho que amaba.

Después se puso a estudiar los caracteres de la bonita letra inglesa de Mlle. de la Mole. Necesitaba una ocupación material para distraerse de una alegría que llegaba al delirio.

 "Su marcha me obliga a hablar... Sería superior a mis fuerzas el no verle más..."

Una idea vino a llamar la atención de Julián, como un descubrimiento, interrumpiendo el examen que hacía de la carta de Matilde y aumentando su alegría.

—Se la quito al marqués de Croisenois;—exclamo—yo, que sólo digo cosas serias. ¡Y él, que es tan guapo! Tiene bigote, un uniforme vistoso, y siempre encuentra una frase espiritual y fina que colocar en el momento oportuno.

Julián tuvo unos instantes deliciosos; erraba a la ventura por el jardín, loco de felicidad.

Más tarde subió a su despacho y se hizo anunciar al marqués de la Mole que, por fortuna, no había salido. Le demostró con facilidad, enseñándole algunos papeles sellados recibidos de Normandía, que el interés de los pleitos normandos le obligaba a diferir su marcha a Languedoc.

—Me alegro que no se marche usted;—le dijo el marqués cuando hubieron terminado de hablar de negocios—me gusta verle.

Julián salió; aquellas palabras le producían inquietud.

—Y yo voy a seducir a su hija; a hacer imposible, tal vez, su matrimonio con el marqués de Croisenois, que constituyó su ilusión; pues si no es duque, por lo menos, su hija será grande...

Julián tuvo la idea de marcharse al Languedoc, a pesar de la carta de Matilde, a pesar de las explicaciones que había dado al marqués; pero aquel destello de virtud desapareció enseguida.

—¡Qué bueno soy! ¡Yo, un plebeyo, teniendo compasión de una familia de esta alcurnia! ¡Yo, a quien el duque de Chaulnes llama criado! ¿Cómo aumenta el marqués su inmensa fortuna? Vendiendo papel cuando sabe en Palacio que al día siguiente ha de haber amenaza de golpe de Estado. Y yo, arrojado a la última fila por una providencia madrastra; yo, a quien ha dado un corazón noble y ni siquiera mil francos de renta, es decir, ni pan, hablando estrictamente: ni pan. ¿Voy a rechazar un placer que se me ofrece? ¡Un manantial límpido, que viene a apagar mi sed en el desierto abrasado de la medianía que atravieso con tanto trabajo! No seré tan burro; allá se las arregle cada uno en este desierto de egoísmo que se llama la vida.

Y recordó algunas miradas, llenas de desdén, que le había dirigido Madame de la Mole y, sobre todo, algunas damas amigas suyas.

El placer de triunfar sobre el marqués de Croisenois acabó por completo con el ataque de virtud.

—¡Cómo me gustaría que se enfadase! ¡Con qué seguridad le daría ahora un tajo!

Y hacía el ademán de lanzar una estocada a fondo.

—Antes, yo era un pedante que abusaba con bajeza de un poco de valor. Después de esta carta, soy su igual.

—Sí;—se decía con una voluptuosidad infinita y hablando lentamente—los méritos del marqués y los míos se han puesto en una balanza, y el pobre carpintero del Jura se ha llevado el premio.

Bueno,—exclamó—ya he encontrado la rúbrica que he de poner a mi respuesta. No vaya usted a figurarse, señorita de la Mole, que me olvido de mi posición. Yo le haré a usted comprender y sentir que es por el hijo de un carpintero por quien hace traición a un descendiente del famoso Guy de Croisenois, que siguió a San Luis a la Cruzada.

Julián no podía contener su alegría. Se vió obligado a bajar al jardín. Su cuarto, en donde se había encerrado con llave, le parecía demasiado estrecho para respirar.

—Yo, pobre campesino del Jura;—se repetía sin cesar—yo, condenado eternamente a este triste traje negro. ¡Ay! Veinte años antes hubiese llevado uniforme como ellos. En aquella época, un hombre como yo llegaba a general a los treinta y seis años o lo mataban. Aquella carta que estrujaba entre sus manos le daba la actitud y la traza de un héroe. Ahora, es cierto, con este traje negro, a los cuarenta años, se tienen cien mil francos de sueldo y el cordón azul, como el señor obispo de Beauvais.

—Bueno,—se dijo, riendo como Mefistófeles—yo tengo más talento que ellos; sé elegir el uniforme de mi tiempo.

Y sintió acrecentarse su ambición y su apego al traje talar.

—¡Cuántos cardenales, que nacieron más humildes que yo, han gobernado! Mi compatriota Granvelle, sin ir más lejos.

Poco a poco, la agitación de Julián se fué calmando; la vencía la prudencia. Se dijo, como su maestro Tartufo, cuyo papel se sabía de memoria:


"Je puis croire ces mots un artifice honnête.
Je ne me fierais point á des propos si doux,
Qu'un peu de ses faveurs, aprés quoi je soupire,
Ne vienne m'assurer tout ce qu'ils m'ont pu dire."

(Tartufe, acte IV, scene V.)


—Tartufo también se perdió por una mujer, y valía tanto como cualquier otro... Mi respuesta puede ser vista... Contra eso hay un remedio;—añadió, pronunciando lentamente y con el acento de la ferocidad contenida—la comenzaré por las frases más vivas de la carta de la admirable Matilde. Sí, pero entonces, cuatro lacayos de M. de Croisenois pueden precipitarse sobre mí y arrebatarme el original.

No, porque voy bien armado y saben que tengo la costumbre de disparar contra los criados.

Pero figurémonos que uno de ellos es valiente; se precipita sobre mí. Le han ofrecido cien napoleones. Lo mato o lo hiero buenamente; es lo que piden. Me meten en la cárcel muy legalmente; me juzgan, y con toda justicia y equidad por parte de los jueces, me envían a hacer compañía en Poissy a Fontan y Magallon. Allí tengo que dormir en cama redonda con cuatrocientos miserables... ¿Y voy a sentir compasión de esta gente?—exclamo levantándose con ímpetu—¿La sienten ellos hacia la gente del Tercer Estado, cuando los apresan?—Esta frase fué el ultimo suspiro de su agradecimiento a M. de la Mole, que, a pesar suyo, le atormentaba hasta aquel instante.

Poco a poco, caballeros, comprendo ese rasgo de maquiavelismo. El abate Maslon o M. Castanède del seminario no lo habrían hecho mejor. Ustedes me arrebatarán la carta provocadora, y yo seré la segunda edición del coronel Caron en Colmar.

Un momento, señores. Voy a hacer un paquetito bien lacrado con la carta fatal y se la enviaré en depósito al abate Pirard. Este es un honrado jansenista, y, como tal, al abrigo de las seducciones del presupuesto. Sí, pero abre las cartas... Entonces, esta se la enviaré a Fouqué.

Hay que reconocer que la mirada de Julián era atroz, su fisonomía repugnante; respiraba simplemente el crimen. Era el hombre desgraciado en pugna con la sociedad entera.

—¡A las armas!—exclamó Julián. Y bajó de un salto la escalinata que daba acceso al palacio. Entró en la tiendecilla de un escribiente que había en la esquina de la calle; lo asustó.

—Copie esto—le dijo, dándole la carta de Mlle. de la Mole.

Mientras el escribiente trabajaba, él escribió también a Fouqué, rogándole que conservara aquel precioso depósito. Pero, díjose, interrumpiendo su tarea—el cuarto oscuro de correos abrirá mi carta y les devolverá a ustedes la que buscan... No,  señores.—Fue a comprar una Biblia enorme a una librería protestante, ocultó cuidadosamente la carta de Matilde en la cubierta, hizo un paquete con todo y lo remitió por la diligencia, dirigiéndolo a uno de los obreros de Fouqué, cuyo nombre era perfectamente desconocido en París.

Hecho esto, entró gozoso en el palacio de la Mole.

—A nuestro asunto ahora—exclamó, encerrándose con llave en su cuarto y despojándose de su traje.

"¡Cómo, señorita!—escribía después a Matilde.—Es Mlle. de la Mole quien, valiéndose de Arsène, criado de su padre, hace llegar una carta, en extremo seductora, a manos de un pobre carpintero del Jura, sin duda para burlarse de su inocencia..." Y transcribía las frases más claras de la carta que acababa de recibir.

La suya hubiese honrado a la prudencia diplomática del caballero de Beauvoisis.

No eran más que las diez. Julián, ebrio de felicidad y encantado con la idea de su fuerza, cosa tan nueva para un pobre diablo, entró en la Opera italiana. Oyó cantar a su amigo Jerónimo. Nunca la música le había emocionado hasta tal extremo. Era un Dios.

XIV. Pensamientos de una muchacha

¡Qué perplejidades! ¡Cuántas noches sin dormir! ¡Dios mío! ¿Voy a tornarme despreciable? Me despreciará él mismo. Pero parte, se aleja.

Alfred de Musset.


No había tenido que luchar poco Matilde antes escribir. Cualquiera que fuese el comienzo de su interés por Julián, el caso es que dominó al orgullo que, desde que ella se conocía, reinaba soberano en su corazón. Aquella alma altiva y fría se sentía arrebatada, por primera vez, por un sentimiento apasionado. Pero, si bien había logrado dominar al orgullo, aun era fiel a sus costumbres. Dos meses de lucha y de sensaciones nuevas renovaron, por decirlo así, todo su ser moral.

Matilde creía ver la dicha. Esta visión, todopoderosa en las almas bien templadas, unidas a un talento superior, tuvo que luchar largamente contra la dignidad y todos los sentimientos de los deberes vulgares. Un día se presentó en el cuarto de su madre, a las siete de la mañana, rogándole que le permitiera refugiarse en Villequier. La marquesa ni siquiera se dignó contestarle, y le aconsejó que volviera a la cama. Aquel fué el último esfuerzo de la sensatez vulgar y de la deferencia a las ideas recibidas.

El temor de obrar mal y de ofender las ideas que consideraban sagradas los Caylus, los Luz y los Croisenois, tenía poca influencia en su alma. Individuos semejantes no le parecían hechos para comprenderla; solo les hubiera consultado si se tratase de comprar un coche o una propiedad. Su verdadero terror consistía en que Julián pudiese estar descontento de ella.

¿Quizá él tampoco tiene más que las apariencias de un hombre superior?

Aborrecía la falta de carácter; ésta era la única objeción contra los jóvenes que la rodeaban. Cuanto más se burlaban con gracejo de todo lo que se aparta de la moda, o la sigue mal, creyendo seguirla bien, más perdían a sus ojos.

—Eran valientes, y nada más. Y aun eso, ¿de qué modo?—se decía ella.—En duelo. Pero el duelo no es más que una ceremonia. Todo lo que va a pasar se sabe de antemano, hasta las palabras que se deben pronunciar al caer. Tendido en la hierba, y con la mano sobre el corazón, es preciso un perdón generoso para el adversario, y una frase para una bella, muchas veces imaginaria, o que va al baile el mismo día de la muerte por temor a excitar sospechas.

Arrostran el peligro al frente de un escuadrón resplandeciente de acero; pero, ¿y el peligro solitario, aislado, imprevisto, verdaderamente feo?

¡Ay!—se decía Matilde.—En la corte de Henri III era donde se podían encontrar hombres tan grandes por el carácter como por la alcurnia. Si Julián hubiese servido a Jarnac o a Moncontour, yo no tendría ninguna duda. En aquéllos tiempos del vigor y la fuerza, los franceses no eran muñecos. El día de la batalla era casi el de menos vacilaciones.

Su vida no estaba aprisionada, como una momia egipcia, bajo una envoltura siempre igual, común a todos. Sí;—añadía—entonces acreditaba más valor retirarse solo a las once de la noche, saliendo del palacio de Soissons, habitando por Catalina de Médicis, que hoy marchar a Argelia. La vida de un hombre consistía en una serie de azares. Ahora la civilización ha desterrado al azar; lo imprevisto no existe. Si aparece en las ideas, todas las sátiras son poco para él; si aparece en los sucesos, no hay cobardía a la que no llegue nuestro miedo. Cualquier locura que este nos haga cometer, siempre tiene excusa. ¡Siglo degenerado y enojoso! ¿Qué hubiera dicho Boniface de la Mole si, levantando de la tumba su cabeza cortada, hubiese visto en 1793 a diecisiete descendientes suyos dejarse prender como borregos para ser guillotinados dos días después? La muerte era segura, pero hubiera sido de mal tono defenderse y matar un jacobino o dos por lo menos. ¡Ah! En los tiempos heroicos de Francia, en el siglo de Boniface de la Mole, Julián habría sido jefe de escuadrón, y mi hermano, el curita de costumbres morigeradas, con la sensatez en los ojos y la razón en la boca.

Algunos meses antes, Matilde desesperaba de encontrar un ser algo diferente del patrón común.

Había experimentado algún placer permitiéndose escribir a algunos muchachos de alta sociedad. Este atrevimiento tan inconveniente, tan imprudente en una muchacha, podía deshonrarla a los ojos de M. de Croisenois, del duque de Chaulnes, su abuelo, y de todo el palacio de Chaulnes, que al ver romperse el matrimonio proyectado hubiese querido averiguar la causa. En esa época, los días en que había escrito una de estas cartas, Matilde no podía dormir. Pero aquellas cartas sólo eran respuestas.

Ahora se atrevía a decir que amaba. Ella escribía la primera (¡palabra terrible!) a un hombre colocado en las últimas filas de la sociedad.

Esta circunstancia le aseguraba, caso de descubrirse, un eterno deshonor. ¿Cuál de las mujeres que venían a visitar a su madre se habría atrevido a ponerse de su parte? ¿Qué frase podrían ellas encontrar para amortiguar el golpe del horrible desprecio de los salones?

Hablar ya era espantoso, pero ¡escribir!...

"Hay cosas que no se escriben"—dijo Napoleón al saber la capitulación de Bailen.—Y precisamente fué Julián quien le había dicho esa frase, como si quisiera darle una lección por anticipado.

Pero todo aquéllo no era nada; la angustia de Matilde tenía otras causas. Olvidando el efecto horrible que haría en la sociedad, la mancha imborrable y llena de desprecio, puesto que ultrajaba a su casta, Matilde iba a escribir a un ser de muy distinta naturaleza que los Croisenois, los Luz y los Caylus.

Lo profundo y lo desconocido del carácter de Julián hubiesen asustado a cualquiera que tratara de entablar con él una relación ordinaria. ¡Y ella iba a hacerle su amante, quizá su dueño!

—¿Cuáles no serán sus pretensiones, si algún día me domina por completo? Bueno, diré como Medea: "En medio de tantos peligros, me queda mi YO."

Julián no tiene ninguna veneración por la nobleza de sangre—pensaba.—Más aún, quizá no tenga ningún amor por ella.

En estos últimos momentos de lucha terrible se presentaron las ideas de orgullo femenino.—Todo tiene que ser único en la suerte de una muchacha como yo—exclamó Matilde impaciente. En aquel instante, el orgullo inspirado en ella desde la cuna luchaba contra la virtud. Entonces fué cuando la partida de Julián vino a precipitarlo todo.

(Tales caracteres son raros, afortunadamente.)

Por la noche, muy tarde, Julián tuvo la malicia de hacer bajar un baúl muy pesado al cuarto del portero, valiéndose, para este menester, del lacayo que cortejaba a la doncella de Matilde.—Quizá esta maniobra no dé resultado alguno;—se dijo—pero si tiene éxito, ella creerá que me he marchado.—Y se durmió muy satisfecho de aquella burla. Matilde no cerró los ojos.

Al día siguiente, muy temprano, Julián salió sin ser visto y volvió antes de las ocho.

Apenas se instaló en la biblioteca, Mlle. de la Mole apareció en la puerta. Él le entregó su contestación. Creyó que era su deber hablarle; nada le era más cómodo, por lo menos, pero Mlle. de la Mole no quiso escucharle y desapareció. Julián quedó encantado, no sabía qué decirle.

—Si todo esto no es un juego convenido con el conde Norbert, es evidente que mis miradas, llenas de frialdad son las que han encendido el amor estrambótico que a esta muchacha de tan alta alcurnia se le ha ocurrido sentir por mí. Sería más tonto de lo conveniente si me dejara arrastrar a encapricharme con esta muñeca rubia.—Este razonamiento le dejó más frío y más calculador que nunca.

—En la batalla que se prepara,—añadió—el orgullo de cuna será como una colina que alzada entre ella y yo, a modo de posición militar. Allí arriba será preciso maniobrar. He hecho muy mal en quedarme en París; esta demora de mi viaje me envilece y me expone, si todo esto no es más que un juego. ¿Qué peligro había en marcharse? Me burlaba de ellos, si ellos se burlan de mí, y si su interés es real, centuplicaba ese interés.

La carta de Mlle. de la Mole había sido una satisfacción tan grande para la vanidad de Julián, que, aun riéndose de lo que le sucedía, había olvidado pensar seriamente en la conveniencia de su marcha.

Una de las fatalidades de su carácter era el ser extremadamente sensible a sus faltas. Muy contrariado, casi no se ocupaba de la victoria increíble que había precedido a este pequeño descalabro, cuando a eso de las nueve Mlle. de la Mole apareció en el umbral de la puerta de la biblioteca, le tiró una carta y se marchó corriendo.

—Parece que esto va a ser una novela por cartas—dijo él, recogiendo aquélla.—El enemigo hace un movimiento falso; yo voy a hacer alarde de frialdad y virtud.

Se le pedía una respuesta decisiva, con una altivez que aumentó su alegría interior. El se dio el gusto de burlarse en dos páginas de las personas que quisieran burlarse de él, y, como una chanza más, anunció al final de su carta que se marcharía al día siguiente por la mañana.

Terminada esta carta, pensó:—El jardín me servirá para entregarla.—Y salió. Miró a la ventana de la habitación de Mlle. de la Mole.

Estaba situada en el primer piso, al lado de la de su madre, pero había un entresuelo.

Aquel primer piso estaba tan alto que, paseándose por la gran avenida de tilos con su carta en la mano, Julián no podía ser visto desde la ventana de Mlle. de la Mole. La bóveda que formaban los bien podados tilos interceptaba la vista.—Pero—se dijo Julián malhumorado—esto es una imprudencia más, pues si se han dedicado a burlarse de mí y me ven con una carta en la mano, mis enemigos tendrán un motivo de satisfacción.

La habitación de Norbert estaba precisamente encima de la de su hermana, y si Julián salía de la bóveda que formaban las ramas de los tilos, el conde y sus amigos podrían seguir todos sus movimientos.

Mademoiselle de la Mole apareció detrás de los cristales; él le enseñó la carta a medias; ella bajó la cabeza. Enseguida, Julián subió corriendo a su cuarto, y en la escalera principal encontró casualmente a la bella Matilde, que cogió su carta con una perfecta seguridad y con los ojos sonrientes.

—¡Cuánta pasión había en los ojos de la pobre Madame de Renal—se dijo Julián—cuando, después ya de seis meses de relaciones íntimas, osaba recibir una carta mía! En su vida, creo yo, me ha mirado con ojos sonrientes.

No se expresó tan claramente a sí mismo el resto de su réplica; ¿sentía vergüenza de la futilidad de los motivos?—Pero también—siguió pensando—¡qué diferencia en la elegancia de ese vestido de mañana, en la elegancia de su porte! Al ver a Mlle. de la Mole a treinta pasos de distancia, un hombre de buen gusto adivinaría el puesto que ocupa en la sociedad. Esto es lo que puede llamarse mérito explícito.

Siempre burlándose, Julián no se confesaba todo su pensamiento; Madame de Renal no tenía ningún marqués de Croisenois que sacrificarle. No tenía más rival que aquel innoble subprefecto M. Charcot, que se hacía llamar de Maugiron, porque ya no hay Maugirons.

A las cinco, Julián recibió una tercera carta, que le fué lanzada desde la puerta de la biblioteca. Mademoiselle de la Mole echó a correr también esta vez.—¡Qué manía de escribir—se dijo él, riendo—cuando se puede hablar tan cómodamente! El enemigo quiere tener cartas mías, está claro; ¡y varias!—Y no se apresuraba a abrir aquélla.—Otras cuantas frases elegantes—pensaba; pero al leer, palideció. No había más que ocho líneas:

"Necesitó hablar con usted; es preciso que le hable; esta noche al dar la una esté usted en el jardín. Coja la escalera grande del jardinero, que está cerca del pozo, apóyela en mi ventana, y suba a mi cuarto. Hay luna llena; no importa."

XV. ¿Es un complot?

¡Ay, qué cruel es el intervalo entre la concepción de un gran proyecto y su ejecución! ¡Cuántos terrores vanos! ¡Cuánta irresolución! Se trata de la vida. Más aún: ¡del honor!

Schiller.


—Esto se pone serio—pensó Julián.—Y demasiado claro—añadió, después de un rato.—Esta hermosa señorita puede hablarme en la biblioteca con entera libertad, gracias a Dios, pues el marqués, con el miedo de que le presente alguna cuenta, no aparece nunca por allí. Además, M. de la Mole y el conde Norbert, las únicas personas que entran aquí, están fuera casi todo el día; se puede fácilmente observar su entrada en la casa; y la sublime Matilde, para cuya mano no sería bastante noble un príncipe reinante, quiere que yo cometa una imprudencia abominable. Está claro; quieren perderme o burlarse de mí, por lo menos. Primero han querido perderme con mis cartas; pero como son prudentes, necesitan un acto claro como el día. Estos tres señoritos me creen demasiado tonto o demasiado fatuo. ¡Vamos, que subir por una escalera de mano a un piso a veinticinco pies del suelo en una noche de luna llena! Me podrían ver hasta desde las casas vecinas. ¡Qué lindo estaría encaramado en la escalera!

Julián subió a su cuarto y se puso a hacer su equipaje; estaba decidido a marcharse y no contestar siquiera. Pero aquella resolución sensata no le daba ninguna tranquilidad de espíritu. Una vez cerrado su baúl, se dijo:

—¿Y si, por casualidad, Matilde obrase de buena fe? Entonces haría ante ella el papel de un perfecto cobarde. Yo no tengo alcurnia; me faltan grandes cualidades, dinero contante y sonante; no hay en mí suposiciones halagadoras, probadas por acciones elocuentes...

Estuvo reflexionando un cuarto de hora.

—No se puede negar: quedaría ante sus ojos como un cobarde—se dijo al fin.—Perdería, no solamente a la persona más deslumbradora de la alta sociedad, como decían todos en el baile del duque de Retz, sino también el divino placer de ver sacrificar por mí al marqués de Croisenois, hijo de duque y que llegará también a duque. Un muchacho encantador que tiene todas las cualidades que a mí me faltan: talento, apostura, nacimiento, fortuna... Este remordimiento me perseguiría toda mi vida; no por ella; ¡hay tantas amantes!


¡... Mais il n'est qu'un un honneur!


dijo el anciano D. Diego, y aquí resulta claro y evidente que cejo ante el primer peligro que se me presenta, pues el duelo con M. de Beauvoisis no fué más que una broma. Esto es otra cosa. Puede cualquier criado matarme como si tirara al blanco; pero no es ese el mayor peligro: puedo quedar deshonrado.

—Esto se pone serio, muchacho—añadió con alegría y acento gascón.—Va en ello la negra honrilla. Nunca un pobre diablo como yo, colocado tan abajo por la suerte, encontrará ocasión más bonita; tendré conquistas, pero inferiores...

Reflexionó durante mucho tiempo, paseándose a pasos precipitados y deteniéndose de vez en cuando. En su cuarto había un magnífico busto en mármol del cardenal Richelieu, que, a su pesar, atraía sus miradas. Aquel busto parecía mirarle de un modo severo, como reprochándole la falta de audacia, que debe ser tan natural en el carácter francés:—En tu tiempo, gran hombre, ¿habría yo dudado?

Poniéndome en lo peor,—se dijo al fin Julián— y suponiendo que todo esto sea una trampa, es bien oscuro y comprometedor para una muchacha. Ya saben que no soy hombre que se calle. Por lo tanto, tendrían que matarme; y eso estaba bien en 1574, en tiempos de Boniface de la Mole, pero en estos de hoy no se atreverían nunca. Estas gentes no son las mismas. Modemoiselle de la Mole tiene tantas envidiosas, que, mañana, cien salones resonarían con su vergüenza; y ¡con qué fruición!

Los criados comentan entre sí las preferencias marcadas de que soy objeto; lo sé, los he oído...

Por otra parte, ¡sus cartas!... Pueden creer que las llevo sobre mí. Si me sorprendieran en su cuarto, me las arrebatarían; tendría que habérmelas con dos, tres, cuatro hombres, ¿qué sé yo? Pero, ¿de dónde sacarían esos hombres? ¿Dónde encontrar servidores discretos en París? La justicia les da miedo... ¡Demonios! ¿Quizá los mismos Caylus, Croisenois, de Luz? Ese momento, y la cara ridícula que yo adoptaría en medio de ellos, será lo que les habrá seducido. Cuidadito con la suerte de Abelardo, señor secretario.

¡Qué demonios! Señores, no se irán sin alguna señal mía; daré en la cara, como los soldados de César en Farsalia... Y las cartas puedo ponerlas en lugar seguro.

Julián copió las dos últimas, escondió las copias en un tomo de Voltaire, en la biblioteca, y llevó los originales al correo.

Cuando estuvo de vuelta, se dijo con sorpresa y terror:—¿En qué locura me voy a meter?—Había pasado un cuarto de hora sin pensar despacio en la acción de la noche siguiente.

—Pero si no acepto me despreciaré a mí mismo. Toda mi vida esta acción será un motivo de duda, y para mí, tal duda es el más agudo de los tormentos. ¿No lo experimenté cuando el amante de Amanda? Creo que me perdonaría más fácilmente un crimen: una vez confesado, dejaría de pensar en él.

¡Cómo! ¿Habré sido rival de un hombre que ostenta uno de los nombres más ilustres de Francia, y yo mismo, alegremente, me habré declarado inferior suyo? En el fondo sería un cobarde si no acudiese. Esta palabra lo decide todo—exclamó Julián, levantándose.—Además, es muy bonita.

Si esto no es una traición, ¡qué locura comete por mí!... Y si es una burla, ¡qué demonio, señores!, en mi mano está convertirla en algo serio, y no dejaré de hacerlo.

Pero, ¿y si me sujetan los brazos en el momento de entrar al cuarto? Pueden haber colocado algún aparato ingenioso.

Esto es como un duelo;—se dijo riendo—hay parada para todo, dice mi maestro de armas, pero el Dios clemente, que quiere que se acabe, hace que uno de los dos se olvide de parar. Además, con esto puedo contestarles.—Y sacó las pistolas del bolsillo, renovando el cebo, a pesar de que estaba en buenas condiciones.

Todavía quedaban muchas horas de espera, y, para hacer algo, Julián escribió a Fouqué: "No abras la carta que te incluyo más que en el caso de un accidente, si oyes decir que me ha ocurrido algo raro. En ese caso, borra los nombres propios del manuscrito que te envío y manda hacer ocho copias, que enviarás a los periódicos de Marsella, Burdeos, Lyon, Bruselas, etc. Diez días después, manda imprimir este manuscrito; envía el primer ejemplar al señor marqués de la Mole, y quince días después, una noche, arroja por las calles de Verrières los demás ejemplares."

Arreglada en forma de cuento esta especie de memoria justificativa, que Fouqué no debía abrir sino en caso de accidente, Julián procuró hacerla lo menos comprometedora que pudo para mademoiselle de la Mole; pero, con todo, pintaba muy exactamente su posición.

Acababa Julián de cerrar su paquete cuando sonó la campana de la comida, haciendo latir su corazón. Preocupado con el relato que había tramado su imaginación, estaba entregado por entero a los presentimientos trágicos. Se veía cogido por criados, agarrotado, conducido a una cueva con una mordaza en la boca. Allí un criado le vigilaba, y si el honor de la noble familia exigía que la aventura terminase trágicamente, era fácil poner fin a todo con uno de esos venenos que no dejan rastro; entonces se corría el rumor de que había muerto de cualquier enfermedad y se le transportaba muerto a su habitación.

Emocionado con su propia historia, como un autor dramático, Julián tenía verdadero miedo cuando entró en el comedor. Miraba a todos aquéllos criados de librea. Estudiaba su fisonomía. Se decía:—¿Cuáles serán los que han elegido para la expedición de esta noche? En esta familia están tan presentes los recuerdos de Henri III, que, si se creen ultrajados, tendrían más decisión que otros personajes de su jerarquía.—Miró a Mlle. de la Mole para ver si leía en sus ojos los proyectos de su familia; estaba pálida y tenía un semblante medieval por completo. Nunca le había hallado tal aire de grandeza; estaba realmente guapa e imponente. Casi se sintió enamorado de ella. —"Pallida morte futura"— se dijo. (Su palidez revela sus grandes propósitos.)

En vano, después de comer, paseó durante mucho tiempo por el jardín; Mlle. de la Mole no apareció. El hablar con ella le hubiese quitado un gran peso del corazón en aquel momento.

¿Por qué no confesarlo? Tenía miedo. Como estaba resuelto a actuar, se abandonaba sin vergüenza a este sentimiento. Se decía:—Con tal de que en el momento preciso tenga el valor necesario, ¿qué importa lo que pueda sentir ahora?—Y se fué a reconocer el peso de la escalera y el sitio en que estaba.

—Este es un instrumento—se dijo riendo—que estoy destinado a utilizar aquí, como en Verrières. ¡Qué diferencia! Entonces—añadió con un suspiro—no me veía obligado a desconfiar de la persona por quien me exponía. ¡Y qué diferencia también en el peligro!

Si me hubiesen matado en los jardines de M. De Renal no habría habido deshonra para mí. Con facilidad hubieran hecho inexplicable mi muerte. Aquí, ¡qué abominables relatos se harían en los salones de Chaulnes, de Caylus, de Retz, etc., en una palabra, por todas partes! Pasaría como un monstruo a la posteridad.

Durante dos o tres años—agregó, riéndose y burlándose de sí mismo. No obstante, aquella idea le anonadaba.—Pero, ¿podrían justificarme? Suponiendo que Fouqué hiciera imprimir mi libelo póstumo, eso sería una infamia más. ¡Cómo! Soy recibido en una casa, colmado de bondades, y en pago a ellas y a la hospitalidad que me han prestado, imprimo un libelo contando lo que pasa, atacando el honor de las mujeres. ¡No! Antes mil veces me dejaré engañar!

Aquella velada fué horrible.

XVI. La una de la madrugada

El jardín era muy grande, dibujado no hacía muchos años, con un gusto perfecto. Pero los árboles tenían más de un siglo. Había allí algo de silvestre.

Massinger.


Iba a escribir una contraorden a Fouqué cuando se oyeron las once. Hizo sonar la cerradura de la puerta de su cuarto, como si se encerrase en él. Se fué de puntillas a observar lo que ocurría en la casa, sobre todo en el cuarto piso, que era el que ocupaban los criados. No había nada extraordinario. Una de las doncellas de madame de la Mole daba una fiesta; los criados bebían ponche alegremente.—Los que así ríen,—pensó Julián—no formarán parte de la expedición nocturna. Estarían más serios.

Finalmente fué a colocarse en un rincón oscuro del jardín.—Si su plan es ocultarse de los criados de la casa, harán saltar las tapias del jardín a las personas encargadas de sorprenderme.

Si M. de Croisenois obra con sangre fría en este asunto, comprenderá que es menos comprometedor para la muchacha con quien quiere casarse que me sorprendan antes del momento en que entre en su cuarto.

Hizo un reconocimiento militar y muy minucioso.—Se trata de mi honor;—pensó—si caigo en alguna torpeza, no será excusa para mí el decir: no había pensado en ello.

El tiempo era de una serenidad desesperante. A eso de las once salió la luna; a las doce iluminaba de lleno la fachada del palacio que daba al jardín.

—Está loca—se decía Julián. Al dar la una, aún había luz en las ventanas del conde Norbert. En su vida había tenido Julián tanto miedo. No veía más que los peligros de la empresa, y no sentía ningún entusiasmo.

Fue a buscar la enorme escalera, esperó cinco minutos, para dar tiempo a una contraorden, y a la una y cinco colocó la escalera contra la ventana de Matilde. Subió despacio, con la pistola en la mano, asombrado de que no le atacasen. Al acercarse a la ventana, esta se abrió sin ruido.

—Ya está usted aquí;—le dijo Matilde, muy emocionada—estoy siguiendo sus movimientos hace una hora.

Julián estaba muy azorado, no sabía cómo conducirse; no sentía nada de amor. En su azoramiento, creyó que debía ser atrevido, y trató de abrazar a Matilde.

—¡Atrás!—le dijo ella, rechazándole.

Muy contento de aquel resultado, se apresuró a echar una ojeada a su alrededor: la luna era tan clara, que las sombras que proyectaba en el cuarto de Mlle. de la Mole eran completamente negras.—Bien puede haber aquí algún hombre escondido—pensó.

—¿Qué tiene usted en el bolsillo?—le dijo Matilde, encantada de encontrar un motivo de conversación.

Ella sufría de un modo extraño; todos los sentimientos de timidez y recato, tan naturales en una muchacha bien nacida, habían recobrado su dominio y eran un suplicio para ella.

—Tengo toda clase de armas y de pistolas—respondió Julián, no menos contento de poder decir algo.

—Hay que retirar la escalera—dijo Matilde.

—Es enorme y puede romper los cristales del salón de abajo o del entresuelo.

—No es preciso romper los cristales—respondió Matilde, tratando inútilmente de adoptar el tono de conversación corriente.—Lo mejor es, a mi juicio, que deje usted caer la escalera, atando una cuerda al primer peldaño. Yo tengo cuerda de todas clases aquí.

—¿Y esta es una mujer enamorada?—pensó Julián.—¡Se atreve a decir que me ama! Tanta sangre fría, tantas precauciones, me demuestran bien a las claras que no triunfo de M. de Croisenois, como yo creía estúpidamente, sino que no hago más que sucederle. Pero ¡poco importa! ¿La amo, acaso? Siempre triunfaré del marqués en el sentido de que le molestará mucho el tener un sucesor, y aun más, que su sucesor sea yo. ¡Con qué altanería me miraba ayer en el café Tortoni, fingiendo no reconocerme! ¡Y con qué aire perverso me saludó luego, cuando no tuvo más remedio!

Julián había atado la cuerda al último peldaño de la escalera y la dejaba caer despacio, inclinándose mucho fuera del balcón para arreglárselas de modo que no tropezase con los cristales.

—¡Bonito momento para matarme—pensó—si hay alguien escondido en el cuarto de Matilde!

Pero el silencio más profundo continuaba reinando por todas partes.

La escalera dio en tierra; Julián logró colocarla sobre el macizo de flores exóticas que se extendía a lo largo de la pared.

—¿Qué dirá mi madre—dijo Matilde—cuando vea destrozadas todas sus hermosas plantas? Hay que tirar la cuerda—añadió con la mayor sangre fría.—Si la vieran colgada del balcón, sería una circunstancia difícil de explicar.

—"¿Y yo, cómo irme"?—dijo Julián con tono bromista, afectando el modo de hablar criollo. (Una de las doncellas de la casa era de Santo Domingo.)

—"Usted irse por la puerta"—dijo Matilde, encantada de esta idea.—¡Qué digno de mi amor es este hombre!—pensó.

Julián acababa de dejar caer la cuerda al jardín. Matilde le apretó el brazo. Él creyó que era un enemigo quien le sujetaba y se volvió rápidamente, sacando un puñal. Era que ella había creído oír abrirse una ventana. Se quedaron inmóviles y sin respirar. La luna les daba de lleno. El ruido no se volvió a oír, y ya no tuvieron inquietud alguna.

Entonces volvió el malestar, que era grande por ambas partes. Julián se aseguró que la puerta estaba cerrada con cerrojo; pensó en mirar debajo de la cama, pero no se atrevió. Bien hubiera podido haber dos criados escondidos. Finalmente, temió a los reproches futuros de su prudencia, y miró.

Matilde era presa de todas las angustias de la más extremada timidez. Le horrorizaba su situación.

—¿Qué ha hecho usted de mis cartas?—dijo por fin.

—¡Buena ocasión para desconcertar a esos señores si están a la escucha, y evitar la batalla!—pensó Julián.—La primera, escondida en una gran Biblia protestante, salió ayer en la diligencia, y pronto estará lejos de aquí.

Hablaba con mucha claridad al entrar en estos detalles, de modo que le pudieran oír las personas acaso escondidas en los grandes armarios de caoba que no se había atrevido a registrar.

—Las otras dos están en el correo, y siguen el mismo camino que la primera.

—¡Dios mío! ¿Y para qué tantas precauciones?—dijo Matilde, extrañada.

—¿Por qué he de mentir?—pensó Julián. Y le confesó todos sus recelos.

—¡Ahora comprendo la frialdad de tus cartas!—exclamó Matilde con un tono en que se traslucía más la locura que la ternura.

Julián no advirtió este matiz. Aquel tuteo le hizo perder la cabeza, o, por lo menos, sus sospechas se desvanecieron; se atrevió a estrechar en sus brazos a aquella muchacha tan hermosa y que tanto respeto le inspiraba. Fue rechazado a medias.

Recurrió a su memoria, como en otro tiempo, en Besançon, con Amanda Binet, y recitó algunas de las más bellas frases de la Nueva Eloísa.

—Tienes corazón de hombre;—le respondió, sin escuchar demasiado sus frases—he querido poner a prueba tu valor, lo confieso. Tus primeras sospechas y tu resolución te declaran más intrépido aún de lo que yo creía.

Matilde hacía esfuerzos por tutearle; estaba evidentemente más atenta a esta manera inusitada de hablar que al fondo de las cosas que decía. Aquel tuteo, despojado de toda ternura, no producía ningún placer a Julián; se extrañaba de la falta de felicidad, y, para sentirla, recurrió a su razón. Se veía estimado por aquella muchacha tan altiva y que nunca prodigaba alabanzas. Con este razonamiento, consiguió experimentar una satisfacción del amor propio.

Pero no era, ni con mucho, aquella voluptuosidad del alma que había encontrado muchas veces junto a Madame de Renal. Sus sentimientos de este primer instante no tenían nada de tiernos. Aquella era la más viva alegría de ambición, y Julián era sobre todo ambicioso. Habló de nuevo de la gente de quien sospechaba y de las precauciones que había imaginado. Mientras hablaba, estaba pensando en el modo de aprovecharse de su victoria.

Matilde, muy azorada aún, y con el aire aterrado por el paso que había dado, se alegró mucho de encontrar un motivo de conversación. Hablaron del modo de volver a verse. Julián gozó con delicia del talento y el valor de que dio prueba nuevamente durante esta discusión. Tenían que habérselas con gente muy lista; el pequeño Tambeau sería seguramente un espía, pero Matilde y él tampoco eran lerdos.

¿Qué cosa más fácil que reunirse en la biblioteca para ponerse de acuerdo?

—Yo puedo andar por todas partes en la casa sin despertar sospechas—añadió Julián.—Casi hasta entrar en el cuarto de madame de la Mole.—Era imprescindible pasar por este para llegar al de su hija. Si Matilde prefería que llegase siempre por el balcón, se expondría a aquel pequeño peligro con el corazón ebrio de alegría.

Al escucharle, Matilde se sintió molesta por aquel aire de triunfo.—¿Es mi dueño, pues?—se dijo. Ya se sentía presa del remordimiento. Su razón se horrorizaba de la insigne locura que acababa de cometer. Si estuviese en su mano, habría hecho desaparecer a Julián y a ella misma. En los momentos en que su fuerza de voluntad hacía callar a los remordimientos, la timidez y el pudor heridos la hacían muy desgraciada. No había previsto ni con mucho el estado angustioso en que se hallaba.

—Sin embargo, es preciso que le hable—se dijo al fin.—Eso no está mal; todo el mundo habla a su amante.—Y entonces, por cumplir un deber, y con una ternura que estaba más bien en las palabras empleadas que en el tono de su voz, le contó las resoluciones que había tomado respecto a él en los últimos días.

Tenía decidido que, si se atrevía a llegar a su cuarto valiéndose de la escalera del jardinero, como le había indicado, se le entregaría por completo. Pero jamás se han dicho cosas tan tiernas con un tono más frío y más cortés. Hasta aquel momento era una cita helada, capaz de hacer odiar el amor. ¡Qué lección de moral para una joven imprudente! ¿Vale la pena perder su porvenir por un momento como aquel?

Después de larga incertidumbre, que a un observador superficial podría parecerle efecto de un odio decidido, tanto hubieron de luchar los sentimientos que una mujer se debe a sí misma, aun con una voluntad tan firme, Matilde acabó por ser para él una amante amable.

Ciertamente todos sus arrebatos eran un poco voluntarios. El amor apasionado era más bien una copia que una realidad.

Mademoiselle de la Mole creía cumplir un deber consigo misma y con su amante.—El pobre muchacho—se decía ella,—ha demostrado un valor extraordinario. Debe ser feliz, o a mí me falta carácter.—Pero hubiera cambiado por una eternidad de desdicha la cruel necesidad en que se hallaba.

A pesar de la gran violencia que se hacía, fué perfectamente dueña de sus palabras. No hubo ni una reconvención, ni una palabra de arrepentimiento que vinieran a echar a perder aquella noche, que a Julián le pareció más bien rara que feliz. ¡Qué diferencia, Santo Dios, con su última estancia de veinticuatro horas en Verrières!—Los buenos modales de París han hallado el secreto de fastidiarlo todo, hasta el amor—se decía a sí mismo en su extrema injusticia.

Estaba entregado a estas reflexiones dentro de uno de los grandes armarios de caoba, donde le habían metido en cuanto se oyeron los primeros ruidos en la estancia contigua, que era la de madame de la Mole. Matilde acompañó a su madre a misa; las criadas se marcharon luego de la habitación, y Julián escapó fácilmente antes de que volviesen a reanudar sus faenas.

Montó a caballo y buscó los lugares más solitarios de uno de los bosques cercanos a París. Se sentía más asombrado que dichoso. La alegría, que de tiempo en tiempo ocupaba su alma, era como la de un subteniente al que, después de una brillante acción, el general en jefe nombrase coronel: se sentía elevado a una gran altura. Todo lo que la víspera estaba por encima de él, ahora estaba a su nivel o por debajo. A medida que se alejaba, la dicha de Julián fué en aumento.

Si no había nada de ternura en su alma era porque, por extraño que parezca, Matilde, en toda su conducta con él, había cumplido un deber. En todos los acontecimientos de aquella noche no había nada imprevisto para ella; sólo la tristeza y la vergüenza que sintió en lugar de la completa felicidad de que hablan las novelas.

—¿Me habré engañado, y no estaré enamorada de él?—se dijo.

XVII. Una espada Antigua

I now mean to be serious,—it is time. Since laughter now-a-days is deem too serious. A Jest at vice by virtue’s called a crime.

Don Juan . C. XII.


Matilde no asistió a la comida. Por la noche estuvo un momento en el salón, pero no miró a Julián. Esta conducta le pareció rara—Aunque no conozco bien sus costumbres;— pensó—ya me dará la explicación de todo esto.—Sin embargo, movido por una extrema curiosidad, estudiaba la expresión del semblante de Matilde; no pudo menos de observar que era seca y dura. Evidentemente no era la misma mujer que, la noche anterior, sentía o fingía sentir arrebatos de dicha, demasiado excesivos para ser naturales.

Al día siguiente, al otro, la misma frialdad por su parte; no le miraba, como si no existiera. Julián, devorado por la más viva inquietud, estaba a mil leguas de las sensaciones de triunfo que le animaron el primer día.—¿Será, quizá, una vuelta a la virtud?— Pero esta palabra era demasiado burguesa para la altiva Matilde.

—En las situaciones ordinarias de la vida no cree en la religión—pensaba Julián.—Solo la considera en cuanto que es útil a los intereses de su casta. Pero, ¿no puede reprocharse intensamente la falta cometida, aunque solo sea por simple delicadeza?—Julián creía ser su primer amante.

Otras veces se decía:—Hay que confesar que en su manera de ser no hay nada de sencillo, ingenuo, tierno; nunca la he visto más altiva. ¿Será que me desprecia? Sería muy digno de ella el lamentar lo que ha hecho por mí, solamente a causa de ni humilde cuna.

Mientras Julián, lleno de los prejuicios adquiridos en los libros y en los recuerdos de Verrières, perseguía la quimera de una amante tierna que no piensa en sí misma desde el momento en que hace feliz a su amante, la vanidad de Matilde estaba furiosa contra él.

Como hacía más de dos meses que no se aburría, ya no le asustaba el aburrimiento; y por eso, sin pensarlo ni por asomo, Julián había perdido su principal cualidad.

—¡Me he dado a mí misma un dueño!—se decía Mlle. de la Mole, presa de la más negra preocupación.—Tiene un gran sentido del honor, es cierto; pero si pongo a prueba su vanidad, puede vengarse de mí publicando la naturaleza de nuestras relaciones.

Matilde no había tenido ningún amante, y en esta circunstancia de la vida, que da ilusiones de ternura aun a las almas más secas, era presa de las reflexiones más amargas.

—Tiene un gran dominio sobre mí, puesto que me domina por el terror, y puede darme un castigo horrible si le saco de sus casillas.

Esta sola idea bastaba para que Mlle. de la Mole pensase en ultrajarle. El valor era la primera cualidad de su carácter. No había nada que le produjera más agitación y que la curara del fondo de aburrimiento latente, como la idea de que se jugaba su existencia a cara o cruz.

Al tercer día, como Mlle. de la Mole se obstinaba en no mirarle, después de comer Julián la siguió al billar, evidentemente contrariándola.

—Vamos a ver, caballero—le dijo ella con mal contenida indignación:—¿es que cree usted haber adquirido tan grandes derechos sobre mí que pretende hablarme en contra de mi voluntad, expresada bien a las claras?... Sepa usted que nadie en el mundo ha osado tanto.

Nada más gracioso que el diálogo de aquéllos dos amantes; sin notarlo se sentían animados uno contra otro del odio más profundo. Como ni uno ni otro tenían un carácter sufrido y, además, poseían hábitos de buena sociedad, no tardaron mucho en declararse mutuamente que todo había terminado entre ellos para siempre.

—Juro que guardaré el secreto eternamente,— dijo Julián—y hasta añadiré que no volvería a dirigirle a usted la palabra, si no temiera dañar su reputación con un cambio tan marcado.

Saludó con respeto y se marchó.

Cumplía lo que él creía un deber, sin mucho esfuerzo; estaba muy lejos de figurarse enamorado de veras de Mlle. de la Mole. Indudablemente, la amaba tres días antes, cuando ella le había escondido en el armario de caoba; pero todo cambió rápidamente en su alma desde el momento en que se creyó enemistado con ella para siempre.

Su memoria cruel se complacía en recordar los menores detalles de aquella noche que tan indiferente le había dejado en la realidad.

La misma noche que siguió a la riña definitiva, Julián estuvo a punto de volverse loco al verse obligado a confesarse que amaba a Mlle. de la Mole. A este descubrimiento siguió una serie de luchas crueles; todos sus sentimientos estaban revueltos.

Dos días después, en lugar de mostrarse orgulloso con M. de Croisenois, casi le habría abrazado, deshecho en lágrimas.

La costumbre de la desgracia le dio un destello de sentido común; se decidió a partir para el Languedoc, hizo su equipaje y fué a la posta.

Se sintió desfallecer cuando, llegado a la oficina de diligencias, le dijeron que, por una casualidad, había un puesto para el día siguiente en la diligencia de Toulouse. Lo tomó y volvió al palacio de la Mole a anunciar al marqués su partida.

M. de la Mole había salido. Más muerto que vivo, Julián fué a esperarle a la biblioteca. ¿Qué sintió al encontrar allí a Mlle. de la Mole?

Al verle aparecer, ella adoptó un aire de maldad, inconfundible para él.

Arrastrado por su desgracia, extraviado por la sorpresa, Julián tuvo la debilidad de decirle, con el tono más tierno que le salió del alma:

—¿Entonces, ya no me ama usted?

—Me horroriza la idea de haberme entregado a un cualquiera—dijo Matilde, llorando de rabia contra sí misma.

—¡A un cualquiera!—exclamó Julián. Y se lanzó sobre una espada antigua de la Edad Media, que se conservaba como una curiosidad en la biblioteca.

Su dolor, que creía extremo en el momento de dirigirse a Mlle. de la Mole, se centuplicaba a causa de las lágrimas de vergüenza que ella estaba derramando ante su vista. Se hubiera considerado el más feliz de los hombres al poder matarla.

En el momento en que, con algún esfuerzo, consiguió sacar la espada de su antigua vaina, Matilde, feliz con una sensación tan nueva, avanzó orgullosa hacia él; sus lágrimas se habían secado.

La imagen del marqués de la Mole, su bienhechor, se presentó claramente a Julián.—¡Voy a matar a su hija!—se dijo.—¡Qué horror!—Hizo un movimiento para tirar la espada.—Seguramente— pensó—va a echarse a reír con esta actitud de melodrama.—A esta idea debió el recobrar toda su sangre fría. Miró la hoja de la antigua espada con curiosidad, como si tratase de descubrir alguna mancha de moho; luego la envainó de nuevo, y con la mayor tranquilidad la volvió a colgar del clavo de bronce que la sostenía.

Todo este movimiento, muy lento al final, duró como un minuto. Mademoiselle de la Mole le miró asombrada.—¡He estado a punto de morir a manos de mi amante!—se decía.

Tal idea la transportaba a los bellos tiempos del siglo de Charles IX y de Henri III.

Permanecía inmóvil ante Julián, que acababa colocar la espada en su sitio, y le miraba con ojos en los que no quedaba ni asomo de odio. Hay que reconocer que en aquel momento estaba realmente seductora; jamás mujer alguna estuvo tan lejos de parecer una muñeca parisiense. (Esta era la gran objeción de Julián contra las mujeres de aquel país.)

—Voy a caer de nuevo en una debilidad con él—pensó Matilde.—Y después de una recaída, en el momento preciso en que le he hablado tan duramente, sí que se creería mi dueño y señor...—Y se alejó corriendo.

—¡Dios mío, qué hermosa es!—dijo Julián al verla correr.—Esa es la mujer que, aún no hace ocho días, se arrojaba en mis brazos, furiosa de amor... ¡Y esos instantes no volverán jamás!... ¡Y tengo yo la culpa! En el momento de un acto tan extraordinario, tan interesante para mí, yo estuve casi insensible... Hay que confesar que he nacido con un carácter muy cobarde y muy desdichado.

Entró el marqués; Julián se apresuró a anunciarle su marcha.

—¿Adonde?

—Al Languedoc.

—Perdone, pero no será así; está usted reservado a más altos destinos, y si se va a alguna parte, será al Norte... Es más, en términos militares: le arresto en el palacio. Haga el favor de no estar nunca ausente más de dos o tres horas; puedo necesitarle de un momento a otro.

Julián saludó y se retiró sin decir una palabra, dejando muy extrañado al marqués. No se encontraba capaz de hablar, y se encerró en su cuarto. Allí pudo exagerarse con plena libertad todo lo terrible de su suerte.

—¿De modo—pensaba—que ni alejarme puedo? ¡Dios sabe los días que el marqués me retendrá en París! ¿Qué va a ser de mí? ¡Y no tengo un amigo a quien consultar! El abate Pirard no me dejaría concluir la primera frase; el conde de Altamira me propondría afiliarme a alguna conspiración. Y, sin embargo, estoy loco, lo siento; ¡ estoy loco! ¿Quién podrá guiarme? ¿Qué va a ser de mí?

XVIII. Momentos crueles

¡Y me lo confiesa! ¡Y enumera las más leves circunstancias! ¡Sus bellos ojos fijos en los míos, expresan el amor que siente por otro!

Schiller.


Mademoiselle de la Mole, arrebatada, sólo pensaba en la dicha de haberse visto a punto de ser muerta. Llegaba hasta a decirse:

—Es digno de ser mi dueño, puesto que ha estado a punto de matarme. ¿Cuántos jóvenes de buena sociedad habría que fundir en uno para llegar a un movimiento tan hermoso de pasión? Hay que confesar que estaba muy guapo en el momento en que se subió a la silla para volver a colocar la espada, precisamente en la posición pintoresca en que el tapicero la colocó. Después de todo, no ha sido una locura tan grande amarle.

En aquel instante, si se hubiera presentado un medio digno de reanudar la cosa, lo hubiese aceptado con gusto.

Julián, encerrado con llave en su cuarto, era presa de la más violenta desesperación. En sus locuras pensaba arrojarse a sus pies. Si en vez de estar oculto en un lugar apartado, hubiese andado errante por la casa y el jardín, de modo que hubiera podido aprovechar las ocasiones, seguramente su horrible desgracia se habría trocado en un momento en la mayor felicidad.

Pero la habilidad que echamos de menos en él, habría excluido el movimiento sublime de coger la espada que, en ese instante, era lo que le hacía tan admirable ante los ojos de Mlle. de la Mole. Este capricho, favorable a Julián, duró todo el día. Matilde se representaba una imagen encantadora de los cortos instantes en que le había amado y los echaba de menos.

—En realidad,—se decía—mi pasión por ese pobre muchacho no ha durado a sus ojos más que desde la una de la noche, en que le vi llegar por la escalera, con todas sus pistolas en el bolsillo, hasta las ocho de la mañana. Un cuarto de hora después, oyendo misa en Sainte-Valère, es cuando comencé a pensar que se iba a creer mi dueño y que podría tratar de hacerme obedecer por medio del terror.

Después de comer, Mlle. De la Mole, lejos de huir de Julián, le habló y le invitó en cierto modo a que la siguiese al jardín; él obedeció.

Esta prueba le faltaba. Matilde cedía, casi sin advertirlo, al amor que volvía a sentir por él. Encontraba un gran placer en pasearse a su lado. Miraba con curiosidad aquellas manos que por la mañana habían cogido la espada con intención de matarla.

Después de aquel acto, después de todo lo que había pasado, no podía volver a reanudarse la antigua conversación.

Poco a poco, Matilde comenzó a hacerle confidencias íntimas del estado de su corazón. Encontraba una rara voluptuosidad en aquella conversación, y llegó a contarle los ataques de entusiasmo pasajero que había sentido por M. de Croisenois, por M. de Caylus...

—¡Cómo! ¡También por M. de Caylus!—exclamó Julián; y en esta frase estallaban todos los celos amargos de un amante abandonado. Matilde lo juzgó así y no se sintió ofendida por ello.

Continuó torturando a Julián, detallándole sus sentimientos de otra época del modo más pintoresco y con el acento de la más íntima veracidad.

Él advertía que ella pintaba lo que tenía ante sus ojos; sentía el dolor de observar que, hablando, Matilde hacía descubrimientos en su propio corazón.

El tormento de los celos no puede ir más lejos.

Sospechar que un rival es amado ya es bastante cruel, pero oír confesar con todos sus detalles el amor que inspira a la mujer que se adora es, sin duda, el colmo del dolor.

¡Qué castigados estaban, en aquel momento, los pujos de orgullo que habían llevado a Julián a creerse más que los Caylus, que los Croisenois! ¡Con qué amargura íntima y sentida se exageraba las más pequeñas cualidades de ellos! ¡Con qué ardiente buena fe se despreciaba a sí mismo!

Matilde le parecía adorable; no hay palabra que pueda expresar el exceso de su admiración. Paseándose a su lado, observaba a hurtadillas sus manos, sus brazos, su porte de reina. Estaba a punto de caer a sus pies, abrumado de amor y de dolor, clamando piedad.

—¡Y esta criatura tan hermosa, tan superior a todo, que me ha amado una vez, va a amar dentro de poco a M. de Caylus!

Julián no podía dudar de la sinceridad de mademoiselle de la Mole; el acento de la verdad era demasiado evidente en todo lo que decía. Para que no faltase absolutamente nada a su desdicha, hubo momentos en que Matilde, a fuerza de ocuparse de los sentimientos que en un tiempo experimentó por M. de Caylus, llegó a hablar de él como si le amase actualmente. Y en su acento, sin duda alguna, se reflejaba el amor; Julián lo veía claramente.

Si hubiera sentido su pecho inundado de plomo derretido, es seguro que habría sufrido menos. En aquel paroxismo de dolor, ¿cómo podía adivinar el pobre muchacho que, precisamente por estar hablando con él, era por lo que mademoiselle de la Mole se complacía en recordar las veleidades de amor que hacía tiempo había sentido por M. de Caylus o M. de Luz?

Nada podría expresar las angustias de Julián. Escuchaba las confidencias detalladas del amor sentido por otros en aquella misma avenida de tilos donde pocos días antes esperaba que diera la una para subir a su cuarto. Ningún ser humano podría soportar una desgracia más intensa.

Este género de intimidad cruel duró ocho días largos. Matilde unas veces parecía buscar las ocasiones de hablarle, otras no las rehuía; el motivo de conversación sobre el que los dos recaían, con una especie de voluptuosidad cruel, era el relato de los sentimientos que ella había experimentado por otros; ella le contaba las cartas que había escrito, recordando hasta las palabras y repitiéndole frases enteras. Los últimos días se diría que contemplaba a Julián con una especie de alegría maligna. Sus dolores eran un vivo placer para ella.

Se ve que Julián no tenía experiencia ninguna de la vida; ni siquiera había leído novelas.

Si hubiese sido un poco menos torpe, y hubiese dicho con algo de aplomo a aquella joven, tan adorada por él y que tan extrañas confidencias le hacía:—Reconozca que, aunque yo no pueda igualarme a esos señores, sin embargo es a mí a quien usted ama...—Es posible que ella se hubiese sentido feliz al verse adivinada. Al menos, el éxito habría dependido exclusivamente de la gracia con que Julián expresara su idea y del momento que eligiera para ello. En todo caso saldría, y con ventaja para él, de una situación que corría el riesgo de hacerse monótona a los ojos de Matilde.

—¡Usted no me ama ya, y yo la adoro!—le dijo Julián un día, loco de amor y de sufrimiento. Aquella tontería casi era la mayor que podía cometer.

La frase disipó, en un abrir y cerrar de ojos, todo el placer que Mlle. de la Mole encontraba en hablarle del estado de su alma. Cuando salió él con aquella tontería, ella comenzaba a extrañarse de que, después de lo pasado, no se ofendiese con sus relatos, llegando hasta a imaginarse que quizá no la amaba ya.—El orgullo ha ahogado su amor—se decía ella.—No es hombre que se vea impunemente preferido a individuos como Caylus, de Luz, Croisenois, que confiesa que son tan superiores a él. ¡No, no le volveré a ver a mis pies!

Los días anteriores, en la ingenuidad de su desdicha, Julián solía hacer el elogio de las brillantes cualidades de aquéllos señores, llegando hasta a exagerarlas. Aquel matiz no escapó a Mlle. de la Mole; le sorprendía, pero no llegaba a adivinar la causa. El alma frenética de Julián, al alabar a un rival que suponía amado, simpatizaba con su felicidad.

Su frase, tan franca, pero tan estúpida, vino a cambiar todo en un momento; Matilde, segura de ser amada, le despreció totalmente.

En el momento de decir aquella frase desdichada estaban paseándose juntos; al oírla, Matilde se marchó inmediatamente, y su última mirada expresó el más profundo desprecio. Una vez dentro del salón, no volvió a mirarle en toda la noche. Al día siguiente, este desprecio se había apoderado por entero de su corazón; ya no quedaba en él nada del estímulo que durante ocho días le había hecho sentir tanto placer en tratar a Julián como el amigo más íntimo: le molestaba verle. La sensación de Matilde llegó hasta el asco; no hay palabras para expresar el exceso de desprecio que sentía al encontrarle al paso.

Julián no había comprendido nada de lo que pasaba en el corazón de Matilde hacía ocho días, pero se dio cuenta del desprecio. Tuvo el tacto de no presentarse ante ella sino muy rara vez, y nunca la miró.

Pero no se privó en cierto modo de su presencia sin un dolor mortal. Creyó sentir que su desgracia aumentaba aún.

—La resistencia del corazón humano no puede ir más allá—se decía. Pasaba la vida en una ventanita del tejado del palacio, cuya persiana estaba cerrada herméticamente, y desde allí, por lo menos, podía ver a Mlle. de la Mole cuando salía al jardín.

¿Qué experimentaba cuando, después de comer, la veía pasearse con M. de Caylus, M. de Luz o cualquiera de los otros por quienes ella le confesó haber sentido alguna inclinación en un tiempo?

Julián no tenía idea de un sufrimiento tan intenso. Estaba a punto de gritar. Aquel alma, tan bien templada, se hallaba por fin totalmente revuelta.

Le era odioso pensar en otra cosa que no fuese Mlle. de la Mole; no podía escribir ni la carta más sencilla.

—Está usted loco—le dijo el marqués.

Julián, temblando de ser descubierto, habló de enfermedad y consiguió que le creyeran. Por fortuna para él, en la comida, el marqués le gastó una broma con su próximo viaje. Matilde comprendió que podía ser muy largo. Hacía varios días que Julián huía de ella y los jóvenes tan lucidos, que gozaban de todo lo que faltaba a aquel individuo tan pálido y sombrío, amado un día por ella, no tenían fuerza suficiente para sacarla de su ensimismamiento.

—Una muchacha corriente—se decía ella—hubiera buscado su preferido entre esos muchachos que atraen todas las miradas en un salón; pero una de las características del genio es no amoldar sus ideas a la horma trazada por la vulgaridad.

Compañera de un hombre como Julián, a quien sólo falta la fortuna que yo tengo, llamaré la atención continuamente, no pasaré inadvertida en la vida. Lejos de estar siempre temiendo una revolución, como mis primas, que por miedo al pueblo no se atreven a reñir a un postillón que conduce mal, tendría la seguridad de representar un papel, y un papel importante; pues el hombre que he elegido tiene carácter y una ambición sin límites. ¿Qué le falta? ¿Amigos, dinero? Yo se los doy.

Pero su pensamiento trataba a Julián como a un ser inferior, de quien podía hacerse amar cuando quisiera.

XIX. La ópera bufa

O how this spring of love resembleth the uncertain glory of an April day; Which now shows all the beauty of the sun. And by and by a cloud takes all away!

Shakespeare.


Ocupada con el porvenir y el papel singular que esperaba, Matilde llegó hasta a echar de menos las discusiones serias y metafísicas, que solía tener con Julián. Fatigada de tan altos pensamientos, también echaba de menos alguna vez los momentos de dicha que había encontrado a su lado. Estos últimos recuerdos no dejaban de provocar algunos remordimientos que en ocasiones la abrumaban.

—Aunque se tenga una debilidad,—se decía—es digno de una muchacha como yo el no olvidar sus deberes más que por un hombre de mérito; y no se dirá que han sido sus lindos bigotes, ni su gracia montando a caballo, lo que me ha seducido, sino sus profundas discusiones sobre el porvenir que aguarda a Francia, sus ideas acerca de la semejanza que los sucesos que van a descargar sobre nosotros pueden tener con la revolución de 1688 en Inglaterra. He sido seducida;—respondía a sus remordimientos—soy una débil mujer; pero, por lo menos, no me he dejado engañar como una muñeca por las cualidades externas. Si hay una revolución, ¿por qué Julián Sorel no va a representar en ella el papel de Roland y yo el de su mujer? Prefiero este papel al de madame de Staël. La inmoralidad de la conducta será un obstáculo en nuestros tiempos. Ciertamente, no me podrán reprochar otra segunda debilidad; me moriría de vergüenza.

Las preocupaciones de Matilde no eran siempre tan serias, hay que confesarlo, como los pensamientos que acabamos de transcribir.

Miraba a Julián y encontraba una gracia seductora en el menor de sus actos.

—Es indudable, se decía, que he conseguido destruir en él hasta la más pequeña idea de sus derechos.

El tono triste y apasionado en que el pobre muchacho me dijo aquella frase de amor, hace ocho días, lo prueba plenamente, y hay que reconocer que fué una extravagancia por mi parte molestarme por unas palabras en las que resplandecían el respeto y la pasión. ¿No soy su mujer? Aquella frase era muy natural, y debo confesar que muy amable. Julián sentía amor por mí después de conversaciones interminables, en las cuales, con refinada crueldad, sólo le hablaba de las veleidades amorosas que, inspirada por el aburrimiento de la vida que llevo, había sentido por esos jóvenes de alta sociedad, de quienes tan celoso está. ¡Si supiera lo poco peligrosos que son para mí, y lo insulsos y exactamente iguales unos a otros que me parecen a su lado!

Mientras se hacía estas reflexiones, Matilde trazaba maquinalmente rayas con un lápiz en una hoja de su álbum. Uno de los perfiles que trazó la dejó asombrada y encantada: se parecía a Julián de un modo sorprendente.—Es la voz del cielo, y este es uno de los milagros del amor—se dijo transportada.—Sin advertirlo, estoy haciendo su retrato.

Se fué corriendo a su cuarto, se encerró en él; con empeño trató de hacer seriamente el retrato de Julián, pero no pudo conseguirlo: el perfil que había trazado maquinalmente era el que más se parecía. Matilde quedó entusiasmada, pues vió en ello una prueba evidente de pasión.

No dejó su álbum hasta que, ya bastante tarde, la marquesa la mandó llamar para ir a la ópera italiana. Entonces sólo tuvo una idea: buscar con la vista a Julián para que su madre le comprometiera a acompañarlas.

El no apareció, y aquellas señoras no tuvieron en su palco más que seres vulgares. Durante todo el primer acto de la ópera, Matilde soñó con el hombre que amaba, con los arrebatos de la más viva pasión; pero en el segundo acto, una frase de amor, cantada, hay que confesarlo, con una melodía digna de Cimarosa, penetró en su corazón. La heroína de la ópera decía: "Tengo que castigarme por el exceso de amor que siento por él; le amo demasiado."

En el momento en que oyó aquella canción sublime, todo lo que había en el mundo desapareció para Matilde. Le hablaban y no respondía; su madre le reñía y apenas si podía decidirse a mirarla. Su éxtasis llegó a un estado de exaltación y de pasión comparables a las más violentas sensaciones que Julián había experimentado por ella en los últimos días. La romanza, llena de una gracia divina, en que figuraba la frase que ella encontró tan en armonía con su situación, la ocupaba por entero cuando no pensaba directamente en Julián. Gracias a su amor por la música, ella fué aquella noche como Madame de Renal era siempre que pensaba en Julián. El amor de la mente tiene más encanto, sin duda, que el verdadero amor, pero sólo tiene momentos de entusiasmo. Se conoce demasiado, se juzga sin cesar, y lejos de extraviar la razón, se funda en razonamientos.

De vuelta a casa, a pesar de las observaciones de madame de la Mole, Matilde pretextó tener fiebre y pasó una parte de la noche repitiendo aquella romanza en el piano y cantando la letra de la célebre canción que tanto le gustara.


Devo punirmi, devo punirmi,
se troppo amai, etc.


El resultado de aquella noche de locura fué que creyó haber triunfado de su amor.

(Esta página perjudicará de distintos modos al desgraciado autor. Las almas frías le acusarán de indecencia. El no hace la injuria, a las jóvenes que brillan en los salones de París, de suponer que una sola de ellas sea susceptible de los impulsos de locura que degradan el carácter de Matilde. Este personaje es completamente imaginario, y hasta puede decirse que imaginado fuera de las costumbres sociales que han de asegurar entre todos los siglos un puesto tan distinguido a la civilización del siglo XIX.

No es precisamente la prudencia lo que falta a las muchachas que han constituído el ornamento de los bailes de este invierno.

Tampoco creo que se las pueda acusar de despreciar demasiado una fortuna brillante, caballos, hermosas propiedades y todo lo que asegura una posición agradable en el mundo. Lejos de ver sólo aburrimiento en todas estas condiciones, suelen, por lo general, ser objeto de los más fervientes deseos, y si hay pasión en los corazones, son ellas quienes la inspiran.

Tampoco es el amor el que se encarga de la fortuna de los jóvenes dotados de algún talento, como Julián, sino que suelen agarrase con todas sus fuerzas a una camarilla, y si ésta hace fortuna, todas las cosas buenas de la sociedad llueven sobre ellos. Desgraciado del hombre de estudio que no pertenece a una camarilla, pues le reprocharán hasta los éxitos más insignificantes e inciertos, y la alta virtud triunfará robándole. ¡Cuidado, señor! Una novela es un espejo que se pasea por un camino real. Tan pronto refleja el cielo azul como el fango de los cenagales del camino. El hombre que lleva en su morral el espejo será acusado por vosotros de inmoral. ¡El espejo refleja el fango y acusáis al espejo! Acusad, más bien, a la carretera en que está el cenagal, o mejor aún, al inspector de caminos que permite que el agua se encharque y lo forme.

Y ahora, ya convenido que el carácter de Matilde es imposible en nuestro tiempo, no menos prudente que virtuoso, tengo menos miedo de irritar a nadie continuando el relato de las locuras de esta amable muchacha.)

Durante todo el día siguiente, estuvo espiando las ocasiones de asegurarse de su triunfo sobre su loca pasión. Su objetivo principal era desagradar en todo a Julián, pero sin dejar escapar ninguno de sus movimientos.

Julián era demasiado desgraciado y, sobre todo, estaba demasiado agitado para adivinar una maniobra tan complicada de pasión, y aun menos podía ver todo lo que había en ella de favorable para él. Pagó las consecuencias de su ceguera, pues nunca fué su desgracia tan excesiva. Tenía tan poco dominio sobre sí mismo que, si algún filósofo pesimista le hubiera dicho: "procura aprovechar rápidamente las disposiciones que te van a ser favorables; en este género de amor de la mente que se suele ver en París, la misma manera de ser no puede durar más de dos días", no lo habría comprendido. Pero por muy exaltado que estuviese, Julián tenía honor. Su deber primordial era la discreción, y así lo comprendió. Pedir consejo, contar su suplicio al primero que llegase, hubiera sido una dicha comparable a la del desdichado que, atravesando un desierto abrasador, recibe una gota de agua helada del cielo. Advirtió el peligro; temió responder con un torrente de lágrimas al indiscreto que le preguntase, y se encerró en su cuarto.

Vio a Matilde, que se paseaba mucho tiempo por el jardín. Cuando se hubo marchado, bajó él y se acercó a un rosal del que ella había cogido una flor.

La noche era oscura; pudo entregarse a todo su dolor sin temor de ser visto. Para él era indudable que Mlle. de la Mole amaba a alguno de aquéllos jóvenes oficiales con los que hacía poco hablaba tan alegremente. Le había amado a él, pero había conocido su poco mérito.

—Efectivamente, tengo muy poco;—se decía Julián, plenamente convencido—en conjunto soy un ser muy vulgar, muy cobarde, muy fastidioso para los demás y muy insoportable para mí mismo.

Se sentía mortalmente asqueado de todas sus buenas cualidades, de todas las cosas que hasta entonces había amado con entusiasmo; y en aquel estado trastornado de su imaginación, emprendía la tarea de juzgar la vida con su imaginación. Este error es propio de un hombre superior.

Varias veces se presentó ante él la idea del suicidio; esta imagen estaba llena de encantos; era como un descanso delicioso, era el vaso de agua helada que se ofrece al desdichado que, en el desierto, se muere de calor y de sed.

—Mi muerte aumentaría el desprecio que siente por mí—exclamaba.—¿Qué recuerdo dejaría?

Sumido en este último abismo de la desgracia, un ser humano no tiene más recurso que el valor. Julián no tuvo bastante talento para decirse: "hay que atreverse"; pero al mirar a la ventana del cuarto de Matilde, a través de las persianas, vió que apagaba la luz. Se representaba aquella habitación encantadora, que desgraciadamente sólo había visto una vez en la vida. Su imaginación no alcanzaba a más.

Dio la una. Oír el sonido de la campana y decirse: "Voy a subir con la escalera", fué cuestión de un instante.

Aquello fué un destello de genio; los razonamientos acudieron en tropel.—¿Puedo ser más desgraciado?—se dijo. Corrió donde estaba la escalera; el jardinero la había sujetado con una cadena. Con la ayuda del gatillo de una de sus pistolas, que rompió, Julián, animado en aquel momento por una fuerza sobrehumana, torció uno de los eslabones de la cadena que sujetaba la escalera, se apoderó de ella en pocos minutos y la colocó, apoyándola en la ventana de Matilde.

—Se va a enfadar, me va a abrumar con su desprecio, ¿qué me importa? Le doy un beso, un último beso, subo a mi cuarto y me mato... ¡Mis labios habrán tocado sus mejillas antes de morir!

Sube la escalera volando, llama en la persiana; después de unos minutos, Matilde le oye, quiere abrir la ventana, la escalera estorba. Julián se agarra al gancho de hierro destinado a sujetar la persiana cuando está abierta, y, a riesgo de precipitarse mil veces, da una violenta sacudida a la escalera y la retira un poco. Matilde puede abrir la persiana.

Más muerto que vivo, irrumpe él en el cuarto:

—¡Eres tú!—dice ella, arrojándose en sus brazos.


¿Quién podrá describir el exceso de dicha de Julián? El de Matilde no fué menor.

Le hablaba contra su propia voluntad y se descubría ante él.

—Castígame por mi atroz orgullo;—le decía, estrechándole en sus brazos, como si fuera a ahogarlo—eres mi dueño, yo soy tu esclava; tengo que pedirte perdón de rodillas por haber querido rebelarme.

Y se separaba de sus brazos para caer a sus pies.—Sí, eres mi dueño;—le decía otra vez, ebria de dicha y de amor—reina para siempre en mí; castiga severamente a tu esclava cuando quiera rebelarse.

En otro momento se arranca de sus brazos, enciende la vela, y Julián tiene que hacer un gran esfuerzo para impedir que se corte la mitad de sus cabellos.

—Quiero acordarme—le dijo ella—de que soy tu servidora. Si alguna vez un execrable orgullo viene a perturbarme, enséñame estos cabellos y dime: "Ya no se trata del amor, ya no se trata de la emoción que tu alma pueda sentir en este momento; juraste obedecerme: obedece por tu honor."

Pero será más prudente suprimir la descripción de tales muestras de extravío y felicidad.

La virtud de Julián fué igual a su dicha.

—Es preciso que me vaya por la ventana—dijo a Matilde cuando el alba comenzó a dibujar por el oriente las lejanas chimeneas que se erguían más allá de los jardines.—El sacrificio que me impongo es digno de ti: me privo de algunas horas de la dicha mayor que un alma humana puede disfrutar; es un sacrificio que hago a tu reputación. Si conoces mi corazón, comprenderás la violencia que me hago. ¿Serás siempre para mí como eres en este momento? Pero el honor se impone, y eso basta. Has de saber que, después de nuestra primera entrevista, no todas las sospechas han sido dirigidas contra los ladrones. M. de la Mole ha hecho montar una guardia en el jardín. M. de Croisenois está rodeado de espías, se sabe lo que hace todas las noches...

A esta idea Matilde rió a carcajadas. Su madre y una doncella de servicio se despertaron; de repente comenzaron a hablarle del otro lado de la puerta. Julián la miró, ella palideció mientras reñía a la doncella, y no se dignó dirigir la palabra a su madre.

—Pero si se les ocurre abrir la ventana, verán la escalera—dijo Julián.

La estrechó una vez más en sus brazos, se lanzó a la escalera y, deslizándose más que bajando, en un momento estuvo en el suelo.

Tres segundos más tarde la escalera estaba bajo la avenida de tilos, y el honor de Matilde a salvo. Julián, al recobrarse, se encontró ensangrentado y casi desnudo; se había herido al dejarse caer sin precaución.

El exceso de felicidad le había devuelto toda la energía de su carácter; si veinte hombres se hubieran presentado en aquel momento, atacarles él solo no hubiera sido sino un placer más. Por suerte no fué puesta a prueba su virtud militar; dejó la escalera en su sitio, colocó nuevamente la cadena que la sujetaba, y no olvidó disimular la huella que la escalera había dejado en el macizo de flores exóticas, bajo la ventana de Matilde.

Mientras, en la oscuridad, Julián pasaba su mano por la tierra blanda para asegurarse de que la huella había desaparecido por completo, sintió que algo caía sobre sus manos: era una de las trenzas de Matilde, que ésta se había cortado y que le lanzaba.

Ella estaba en la ventana.

—Eso que te envía tu sierva,—le dijo en voz bastante alta—es un signo de obediencia eterna. Renuncio al ejercicio de mi razón, sé tú mi dueño.

Julián, vencido, estuvo a punto de volver a buscar la escalera y subir a su cuarto; pero la razón se impuso.

Entrar en la casa desde el jardín no era cosa fácil. Consiguió forzar la puerta de un sótano. Una vez en la casa, se vió obligado a forzar, lo más silenciosamente que pudo, la puerta de su cuarto. En su azoramiento, se había dejado en la habitación que acababa de abandonar tan rápidamente, hasta la llave que estaba en el bolsillo de su traje.

—¡Con tal—pensó—que a ella se le ocurra esconder todos esos despojos mortales!

Por fin, la fatiga pudo más que la felicidad y, al salir el sol, cayó en un profundo sueño.

La campana del almuerzo le despertó con dificultad. Se presentó en el comedor. Poco después apareció

Matilde. El orgullo de Julián tuvo un momento muy dichoso al ver el amor que se pintaba en los ojos de aquella persona tan hermosa, y rodeada de tantos homenajes; pero no pasó mucho tiempo sin que su prudencia se sintiera alarmada.

Con el pretexto del poco tiempo que había tenido para peinarse, Matilde había arreglado sus cabellos de modo que Julián pudiera advertir al primer golpe de vista toda la extensión del sacrificio que había hecho por él al cortarlos la noche precedente. Si algo hubiera podido afear una cara tan bonita, seguramente Matilde lo habría conseguido; todo un lado de sus hermosos cabellos rubio ceniza había sido cortado a media pulgada de la cabeza.

En el almuerzo, toda la conducta de Matilde respondió a esta primera imprudencia. Se hubiera dicho que se imponía el deber de decir a todo el mundo su loca pasión por Julián. Afortunadamente, aquel día M. de la Mole y la marquesa estaban muy ocupados con una nueva promoción de cordones azules que se preparaba, y en la que no figuraba M. de Chaulnes. Hacia el fin de la comida ocurrió que Matilde, que estaba hablando con Julián, le llamó mi dueño. Él se ruborizó hasta el blanco de los ojos.

Sea casualidad o a propósito, el caso es que Madame de la Mole no dejó sola a Matilde ni un minuto aquel día. Por la noche, al trasladarse del comedor al salón, encontró un momento para decir a Julián:

—¿Vas a creer que es un pretexto mío? Mamá ha decidido que una de sus doncellas duerma en mis habitaciones.

Aquel día pasó como un relámpago. Julián estaba en el colmo de la dicha. Al día siguiente, a las siete de la mañana, ya estaba instalado en la biblioteca, esperando que Mlle. de la Mole se dignase aparecer. Le había escrito una carta interminable.

No la vió hasta muchas horas después, en el almuerzo. Iba peinada con sumo cuidado; un arte maravilloso se había encargado de ocultar la falta de los cabellos cortados. Miró dos o tres veces a Julián, pero con ojos tranquilos y corteses; no era caso de llamarle mi dueño.

El asombro de Julián le quitaba la respiración... Matilde se reprochaba casi todo lo que había hecho por él.

Reflexionando con madurez, ella había decidido que él era un ser, si no absolutamente vulgar, por lo menos que no se salía de la línea lo bastante para merecer todas las extrañas locuras que ella se había atrevido a cometer por él. En resumen: no pensaba en el amor; aquel día estaba cansada de amar.

En cuanto a Julián, los movimientos de su corazón fueron los de un niño de dieciséis años. La duda horrible, el asombro, la desesperación, le ocuparon alternativamente durante aquel almuerzo que le pareció interminable.

En cuanto pudo levantarse de la mesa sin desentonar, se lanzó, más que corrió, a la cuadra, ensilló con sus propias manos un caballo y salió al galope. Temía deshonrarse con alguna debilidad.

—Tengo que matar mi corazón a fuerza de cansancio físico—se decía galopando por los bosques de Meudon.—¿Qué he hecho, qué he dicho, para caer en tal desgracia?

Hoy no debo hacer nada, ni decir nada,—pensó al volver al palacio—sino estar muerto en lo físico como lo estoy en lo moral. Julián ya no vive; es su cadáver que aún se agita.

XX. El jarrón japonés

Su corazon no abarca en un principio toda la extensión de su desgracia; está más turbado que conmovido. Pero vuelve la razón, y siente entonces lo hondo de su desdicha. Cuantos placeres hay en la vida son ya nulos para él. Sólo percibe los aguijones de la desesperación que desgarra su pecho. Pero ¿para qué hablar de dolores físicos? ¿Qué dolor del cuerpo es comparable a éste?

Jean-Paul.


Tocaban a comer. Julián tuvo el tiempo justo de vestirse. Encontró en el salón a Matilde, que insistía a M. de Croisenois y a su hermano para que se comprometieran a no ir a pasar la velada a Suresnes, a casa de la mariscala de Fervaques.

Difícilmente se podría ser más seductora y más amable con ellos. Después de comer se presentaron de Luz, de Caylus y varios amigos suyos. Se hubiese dicho que Mlle. de la Mole había recobrado, con el culto del cariño fraternal, el de las más escrupulosas conveniencias. Aunque aquella noche hacía un tiempo espléndido, ella insistió en no salir al jardín; quiso que no se alejasen de la poltrona en que estaba sentada Madame de la Mole. El sofá azul fué el centro del grupo, como en invierno.

Matilde tenía antipatía al jardín, o, por lo menos, le parecía perfectamente enojoso; estaba unido al recuerdo de Julián.

La desgracia disminuye la perspicacia. Nuestro héroe cometió la torpeza de detenerse cerca de aquella sillita de paja que había sido testigo de los brillantes triunfos de otro tiempo. Hoy, nadie le dirigió la palabra; su presencia parecía pasar inadvertida, o algo peor aún. Los amigos de mademoiselle de la Mole que estaban colocados cerca de él, al extremo del sofá, afectaban en cierto modo volverle la espalda; por lo menos, a él se lo pareció.

—Es una deshonra de corte—pensó. Quiso estudiar un instante a las personas que pretendían abrumarle con su desdén.

El tío de M. de Luz desempeñaba un alto cargo cerca del rey; de aquí que este lindo oficial colocase, al principio de su conversación con cada interlocutor que se presentaba, esta particularidad interesante: su tío se había puesto en camino hacia Saint-Cloud a las siete, y pensaba dormir allí. Este detalle era traído siempre con la apariencia de la mayor sencillez, pero siempre llegaba.

Observando a M. de Croisenois con la mirada severa de la desgracia, Julián advirtió la extrema influencia que este joven suponía a las causas ocultas; a tal punto, que se entristecía y malhumoraba si veía atribuir a una causa sencilla y natural un suceso importante.

—Eso es un punto de locura—se dijo Julián.—Este carácter tiene una gran relación con el del emperador Alexandre, tal y como me lo ha descrito el príncipe Korasoff.

Durante el primer año de su estancia en Paris, el pobre Julián, recién salido del seminario, alucinado por las gracias, tan nuevas para él, de todos aquéllos amables muchachos, sólo había podido admirarlos. Su verdadero carácter se dibujaba muy ligeramente a sus ojos.

—Estoy haciendo aquí un papel indigno—se dijo de repente.

Y trató de dejar su sillita de paja de un modo que no fuera demasiado torpe. Quiso inventar, pidió algo nuevo a su imaginación, ocupada en otra parte. Era preciso recurrir a la memoria, y la suya, hay que confesarlo, era poco rica en recursos de ese género. El pobre muchacho tenía aún muy poca costumbre, así es que fué de una torpeza absoluta y notada por todos cuando se levantó para marcharse del salón. La desgracia era demasiado evidente en su traza.

Estaba representando, hacía tres cuartos de hora, el papel de un importuno subalterno, al cual nadie se toma el trabajo de ocultar lo que piensan de él.

Las observaciones críticas que acababa de hacer sobre sus rivales le impidieron, sin embargo, tomar su desgracia muy por lo trágico; para sostener su orgullo, tenía el recuerdo de lo ocurrido la antevíspera. Pensaba, al salir solo al jardín:

—Por muchas que sean sus ventajas sobre mí, Matilde no ha sido para ninguno de ellos lo que dos veces se ha dignado ser para mí.

Su sensatez no fué más lejos. No comprendía en modo alguno el carácter de la persona singular que el destino acababa de hacer dueña absoluta de toda su felicidad.

Al día siguiente sólo se ocupó en matarse de cansancio, a él y a su caballo. Por la noche, no intentó acercarse al sofá azul, al que Matilde siguió fiel. Observó que el conde Norbert ni siquiera se dignó mirarle al cruzárselo por la casa.

—Debe de hacerse una gran violencia,—pensó—él, que es tan educado por naturaleza.

Para Julián, el sueño habría sido una felicidad. A despecho de la fatiga física, los recuerdos demasiado seductores comenzaban a invadir su imaginación. No tuvo el talento de comprender que, con sus grandes galopadas por los bosques de los alrededores de París, que sólo obraban en sí mismo, pero no en el corazón o en el espíritu de Matilde, dejaba al azar el disponer de su suerte.

Juzgaba que una cosa llevaría a su dolor un alivio infinito: el hablar con Matilde. Y, sin embargo, ¿qué se atrevería a decirle?

En esto estaba pensando, ensimismado profundamente, una mañana, a las siete, cuando de pronto la vió entrar en la biblioteca.

—Sé, caballero, que desea usted hablarme.

—¡Dios santo! ¿Quién se lo ha dicho a usted?

—Lo sé. ¡Qué le importa! Si no tiene usted honor, puede perderme, o, por lo menos, intentarlo; pero este peligro, que no creo real, no me impedirá ser sincera. Ya no le amo a usted; mi loca imaginación me ha engañado...

Ante aquel golpe terrible, Julián, loco de amor y de dolor, trató de justificarse. Nada más absurdo. ¿Hay alguien que se justifique de no gustar? Pero la razón no tenía ningún dominio sobre sus actos. Un instinto ciego le empujaba a retrasar la decisión de su suerte. Le parecía que, mientras hablase, no se acabaría todo. Matilde no escuchaba sus palabras; su sonido la irritaba; no concebía que tuviese la audacia de interrumpirla.

Los remordimientos de la virtud y los del orgullo la hacían aquella mañana igualmente desgraciada. Estaba, en cierto modo, anonadada por la espantosa idea de haber concedido derechos sobre ella a un curita, hijo de un campesino.

—Es casi lo mismo—se decía en los momentos en que exageraba su desgracia—que si tuviera que reprocharme una debilidad con uno de los lacayos.

En los caracteres atrevidos y orgullosos, no hay más que un paso de la cólera contra sí mismos  al enfurecimiento contra los demás. Los arrebatos de furor son, en tal caso, un vivo placer.

En un instante, Mlle. de la Mole llegó al punto de abrumar a Julián con las más excesivas muestras de desprecio. Tenía ella mucho talento, y ese talento triunfaba en el arte de torturar el amor propio de los demás e infligirle crueles heridas.

Por primera vez en su vida, Julián se hallaba sometido a la acción de un talento superior, animado del odio más violento contra él. Lejos de pensar, ni remotamente, en defenderse en aquel momento, llegó a despreciarse a sí mismo. Al sentirse abrumado por las más crueles muestras de desprecio, calculadas con tanto ingenio para destruir cualquier buena opinión que él pudiera tener de sí mismo, le parecía que Matilde tenía razón, y que aún no decía bastante.

Ella, por su parte, experimentaba un delicioso placer de orgullo en castigar así a los dos por la adoración que había sentido algunos días antes.

No necesitaba inventar y pensar por primera vez las frases crueles que le dirigía con tanta complacencia; no hacía sino repetir lo que, desde ocho días antes, le estaba diciendo en su corazón el abogado del partido contrario al amor.

Cada palabra centuplicaba el horrible sufrimiento de Julián. Quiso huir; Mlle. de la Mole le retuvo autoritariamente.

—Tenga usted en cuenta—le dijo él—que está hablando muy alto, y que la oirán en la habitación contigua.

—¡Qué importa!—repuso con altivez Mlle. de la Mole.—¿Quién ha de atreverse a decir que me oye? Quiero curar para siempre a su amor propio de las ilusiones que ha podido forjarse a cuenta mía.

Cuando Julián pudo salir de la biblioteca, estaba tan asombrado que sentía menos su desgracia.

—Es cosa hecha, no me ama ya—se repetía en voz alta, como para mostrarse a sí mismo su situación.—Parece que me ha amado ocho o diez días, y yo la amaré toda la vida.

¿Es posible? ¡Si no era nada, absolutamente nada para mi corazón hace pocos días!

Los goces del orgullo inundaban el corazón de Matilde. ¡Había, pues, conseguido romper para siempre! Triunfar tan completamente de una inclinación tan poderosa la haría feliz del todo.

—Así comprenderá ese caballerito, de una vez para siempre, que nunca tendrá dominio alguno sobre mí.

Era tan feliz, que realmente no sentía nada de amor en aquel momento.

Después de una escena tan tremenda, tan humillante para otro ser menos apasionado que Julián, el amor sería ya imposible. Sin apartarse un ápice de lo que se debía a sí misma, Mlle. de la Mole le había dicho esas cosas desagradables, tan bien calculadas, que pueden parecer verdad aun recordándolas fríamente.

La conclusión que Julián sacó en el primer momento de una escena tan extraña, fué que Matilde tenía un orgullo desmedido. Él creía firmemente que todo había terminado para siempre entre los dos, y, sin embargo, al día siguiente, en el almuerzo, estuvo torpe y tímido con ella. Aquel era un defecto que nadie pudo reprocharle hasta entonces. En las pequeñas, lo mismo que en las grandes cosas, sabía con exactitud lo que debía y quería hacer, y lo ejecutaba.

Aquel día, después del almuerzo, como Madame de la Mole le pidió un folleto sedicioso y, sin embargo, bastante raro, que su capellán le había traído por la mañana en secreto, Julián, al tomarlo de encima de una consola, dejó caer un jarrón antiguo de porcelana azul, feo si los hay.

Madame de la Mole se levantó, dando un grito de angustia, y fué a contemplar de cerca las ruinas de su jarrón querido.

—Era del Japón antiguo;—dijo—procedía de mi tía abuela, abadesa de Chelles; era un presente de los holandeses al duque regente de Orleáns, que lo regaló a su hija...

Matilde había seguido el movimiento de su madre, encantada de ver roto aquel jarrón azul, que le parecía horriblemente feo. Julián permanecía silencioso y no muy turbado; vió a Mlle. de la Mole muy cerca de él.

—Este jarrón—le dijo él—está destruido para siempre; lo mismo ocurre con un sentimiento que un día fué el dueño de mi corazón. Ruego a usted que acepte mis excusas por todas las locuras que me ha hecho cometer...

Y se marchó.

—Cualquiera diría—exclamó Madame de la Mole, viéndole marchar,—que este M. Sorel está orgulloso y contento de lo que acaba de hacer.

Aquella frase fué derecha al corazón de Matilde.

—Es cierto;—se dijo—mi madre lo ha adivinado. Ese es el sentimiento que le anima.

Solo entonces cesó la alegría que le había producido la escena que le había hecho la víspera.

—Todo se ha terminado;—se dijo ella, con aparente calma—me queda un gran ejemplo; este error es tremendo y humillante; me valdrá la sensatez para el resto de mi vida.

—¡Si hubiese dicho la verdad!—pensaba Julián.—¿Por qué me atormenta aún el amor que tenía por esta muchacha?

Ese amor, lejos de extinguirse como él esperaba, hizo rápidos progresos.

—Está loca, es verdad;—se decía—¿pero es por eso menos adorable? ¿Es posible ser más bonita? ¿No estaba reunido a porfía, en mademoiselle de la Mole, todo lo que la civilización más elegante puede presentar como vivos placeres?

Los recuerdos de la felicidad pasada se apoderaban de Julián y destruían rápidamente toda la obra de la razón.

La razón lucha en vano contra los recuerdos de este género; sus análisis severos no hacen más que aumentar su encanto.

Veinticuatro horas después de la rotura del jarrón japonés antiguo, Julián era, decididamente, uno de los hombres más desgraciados.

XXI. La nota secreta

Todo cuanto refiero, lo he visto, y si he podido engañarme al verlo, de seguro que no os engaño al decíroslo.

(Carta al autor.)


El marqués lo mandó llamar. M. de la Mole parecía rejuvenecido; su mirada era brillante.

—Hablemos un poco de su memoria;—dijo a Julián—dicen que es prodigiosa. ¿Podría usted aprenderse cuatro páginas e ir a Londres a repetirlas? Pero sin variar una palabra, se entiende...

El marqués garabateaba, malhumorado, en el número de La Quotidienne del día, y trataba inútilmente de disimular un aire muy serio y que Julián no le había visto nunca, ni siquiera cuando se ocupaba del pleito de Frilair.

Julián tenía ya bastante costumbre para comprender que debía fingirse engañado por el tono frívolo que se le demostraba.

—Este número de La Quotidienne no será muy divertido quizá; pero si el señor marqués lo permite, mañana por la mañana tendré el honor de recitarlo entero

—¡Como! ¿Hasta los anuncios?

—Exactamente, y sin que falte una palabra.

—¿Me da usted su palabra? —repuso el marqués con repentina seriedad

—Sí, señor; solamente el temor de faltar podría entorpecer mi memoria.

—Es que ayer me olvidé de hacerle esta pregunta: no le exijo a usted juramento de que no repetirá lo que oiga; le conozco demasiado para hacerle esta ofensa. He respondido de usted; voy a llevarle a un salón en el que se reunirán doce personas; usted tomará nota de lo que cada una de ellas diga. No este usted inquieto, no será una conversación confusa; cada uno hablará por turno; no quiero decir que con orden—añadió el marqués, recobrando el tono frívolo natural en él.—Mientras estemos hablando, usted escribirá una veintena de páginas; luego volverá usted aquí y reduciremos a cuatro las veinte páginas. Estas cuatro páginas son las que ha de recitar usted mañana, en vez del número de La Quotidienne. Inmediatamente después, saldrá usted de viaje; habrá que subir a la posta como un joven que viaja por diversión. Cuidará usted principalmente de no ser notado por nadie. Luego llegará usted  junto a un gran personaje. Allí, necesitará más habilidad. Se trata de engañar a todos los que le rodean, pues entre sus secretarios, entre sus criados, hay gente vendida a nuestros enemigos y que acechan el paso de nuestros agentes para interceptarlo. Llevará usted una carta de recomendación insignificante.

En el momento en que su excelencia le mire, sacará usted mi reloj, que le presto para el viaje. Tómelo y llévelo consigo, y ya tenemos eso hecho. Deme usted el suyo.

El mismo duque se dignará escribir al dictado las cuatro páginas aprendidas de memoria por usted.

Hecho esto, pero no antes, fíjese bien, podrá usted, si Su Excelencia le interroga, contar la sesión a la que va usted a asistir.

Una cosa que impedirá que se aburra usted durante el viaje, es que entre París y la residencia del ministro hay gente que no desearía nada mejor que disparar un tiro contra el abate Sorel. En ese caso, su misión se terminaría, y ello nos causaría un gran retraso, pues, querido, ¿cómo conoceríamos su muerte? Su celo no podría llegar hasta comunicárnosla.

Vaya inmediatamente a comprar un equipo completo—añadió el marqués con gravedad.—Vístase a la moda de hace dos años. Esta noche debe usted presentarse con un aspecto poco cuidado. En el viaje, por el contrario, irá usted como de costumbre. ¿Esto le sorprende; su desconfianza adivina? Sí, amigo mío, uno de los venerables personajes cuya opinión va usted a oír es muy capaz de enviar noticias, merced a las cuales bien podrían darle a usted, por lo menos, una dosis de opio por la noche en alguna posada en que hubiese usted pedido de comer.

—Mejor sería—dijo Julián—hacer treinta leguas más, y no seguir el camino directo. Se trata de Roma, supongo...

El marqués adoptó un aire de altanería y descontento que Julián no había visto en él desde: Bray-le-Haut.

—Eso lo sabrá usted cuando yo juzgue oportuno decírselo. No me gustan las preguntas.

—Esa no era una pregunta—repuso Julián con efusión.—Le juro, señor marqués, que estaba pensando en voz alta y buscaba en mi mente el camino más seguro.

—Sí, y parece que su mente iba muy lejos. No olvide usted nunca que un embajador, y más de su edad, no debe tener aspecto de forzar la confianza.

Julián se sintió muy mortificado; no tenía razón. Su amor propio buscaba una excusa y no la encontraba.

—Comprenda, pues,—añadió M. de la Mole—que siempre que uno comete una tontería apela a su corazón.

Una hora más tarde, Julián estaba en la antecámara del marqués con aire de subalterno, un traje antiguo, una corbata de blancura dudosa y algo de pedante en toda su apariencia.

Al verle, el marqués se echó a reír, y entonces fué cuando resultó completa la justificación de Julián.

—Si este hombre me traiciona, ¿de quién fiarse?—se decía M. de la Mole.—Y, sin embargo, cuando se actúa no hay más remedio que confiarse a alguien. Mi hijo y sus elegantes amigos de la misma calaña tienen corazón y fidelidad por cien mil; si fuese preciso batirse, perecerían en los escaños del trono; lo saben todo... excepto lo que necesitamos en este momento. Al diablo si veo entre ellos uno sólo que pudiese aprender de memoria cuatro páginas y hacer cien leguas sin ser detectado. Norbert sabría hacerse matar como sus antepasados; pero ese es también el mérito de un recluta...

El marqués quedó profundamente ensimismado, y con un suspiro murmuró:—Y hacerse matar, quizá este Sorel lo sabría hacer tan bien como él...

—Montemos en el coche—dijo el marqués, como para alejar una idea importuna.

—Señor,—apuntó Julián—mientras me arreglaban este traje me he aprendido de memoria la primera página de La Quotidienne de hoy.

El marqués cogió el periódico. Julián recitó sin equivocarse en una sola palabra.

—Bueno;—pensó el marqués, muy diplomático esa noche—mientras tanto, este joven no se fijará en las calles por las que pasamos.

Llegaron a un salón de triste apariencia, revestido de madera en parte, y en parte tapizado de terciopelo verde. En medio del salón, un lacayo mal encarado acababa de instalar una mesa de comedor, que más tarde se transformó en mesa de trabajo, cubriéndola con un inmenso tapete de terciopelo verde, lleno de manchas de tinta, despojo de algún ministerio.

El dueño de la casa era un hombre gigantesco, cuyo nombre no se pronunció. Julián encontró en él la fisonomía y la elocuencia de un hombre que digiere.

A una seña del marqués, Julián se quedó en el último extremo de la mesa. Para no estar como un tonto, se puso a cortar plumas. Con el rabillo del ojo, contó hasta siete interlocutores; pero Julián sólo los veía de espaldas. Le pareció que dos de ellos dirigían la palabra a M. de la Mole en un tono de igualdad; los otros parecían más o menos respetuosos.

Un nuevo personaje entró sin ser anunciado.—Esto es raro;—pensó Julián—en este salón no se anuncia. ¿Tomarán esta precaución en mi honor?—Todo el mundo se levantó para recibir al recién llegado. Llevaba la misma condecoración, distinguida en extremo, que otras tres de las personas que estaban ya en el salón. Hablaban muy bajo. Para juzgar al recién llegado tuvo que contentarse Julián con lo que pudieran decirle su aspecto y su figura. Era bajo y ancho, muy arrebatado de color, la mirada brillante y sin más expresión que una maldad de jabalí.

La atención de Julián fué bruscamente distraída por la llegada, casi inmediata, de otro individuo, diferente por completo. Era un hombre alto, muy delgado, y que llevaba tres o cuatro chalecos. Su mirada era acariciadora; su gesto, cortés.

—Es enteramente la cara del viejo obispo de Besançon—pensó Julián. Aquel hombre, evidentemente, pertenecía a la iglesia; representaba de cincuenta a cincuenta y cinco años, y no podía tener un aire más paternal.

El joven obispo de Agde apareció también, y pareció sorprenderse mucho cuando, al pasar revista a los presentes, sus ojos se fijaron en Julián. No le había dirigido la palabra desde la ceremonia de Bray-le-Haut. Su mirada sorprendida azoró e irritó a Julián.—¿Es posible—se decía éste—que siempre sea para mí una desgracia el conocer a un hombre? Todos estos grandes señores, a quienes no he visto en mi vida, no me intimidan lo más mínimo, y la mirada de este joven obispo me hiela. Hay que reconocer que soy un ser muy raro y muy desgraciado.

Un hombrecillo todo vestido de negro entró con estrépito y empezó a hablar desde la puerta; tenía la tez amarilla y un aspecto de loco. A la llegada de este hablador infatigable se formaron varios grupos, evidentemente, para evitar el fastidio de escucharle.

Al alejarse de la chimenea, se acercaban al extremo de la mesa ocupada por Julián. Su situación era cada vez más embarazosa, pues, por muchos esfuerzos que hiciese, le era imposible no oír, y por poca que fuese su experiencia, comprendía toda la importancia de aquellas cosas de las cuales se hablaba sin el menor recato. ¡Y cómo debía interesarles a aquéllos personajes que tenía ante su vista que permaneciesen secretas!

Ya había cortado Julián una veintena de plumas con toda la calma posible; se le iba a agotar el recurso. Buscaba inútilmente una orden en los ojos de M. de la Mole; el marqués le había olvidado.

—Lo que hago es ridículo;—se decía Julián cortando sus plumas—pero estas personas de fisonomía tan mediocre, y encargados por los demás, o por ellos mismos, de tan grandes intereses, deben ser muy suspicaces. Mi desdichada mirada tiene algo de interrogativo y de poco respetuoso que les molestaría sin duda alguna; si bajo los ojos por completo, parecerá que estoy recogiendo sus palabras.

Su apuro era extremo; oía cosas muy singulares.

XXII. La discusión

¡La república! Para uno que sacrificase hoy todo al bien público, son millares y millones los que sólo se preocupan de los goces y la vanidad. En París, es el coche, y no la virtud la que da consideración.

Napoleón. —Memorial.


El lacayo entró precipitadamente diciendo:

—El señor duque de ***.

—Cállese usted; es un majadero—dijo el duque al entrar.

Pronunció tan bien estas palabras y con tanta majestad, que, a pesar suyo, Julián pensó que saber enfadarse con un lacayo era toda la ciencia de aquel personaje. Julián levantó los ojos y los bajó enseguida. Había adivinado tan bien el alcance del recién llegado, que temió que su mirada fuese una indiscreción.

Aquel duque era un hombre de cincuenta años, ataviado como un "dandy" y de rigidez afectada en su marcha. Tenía la cabeza estrecha, con una gran nariz y un rostro afilado y saledizo. Hubiera sido difícil tener un aire más noble y más insignificante. Su llegada determinó la apertura de la sesión.

Julián fué de repente interrumpido en sus observaciones fisonómicas por la voz de M. de la Mole.

—Les presento al abate Sorel;—decía el marqués—tiene una memoria prodigiosa; no hace más que una hora que le he hablado de la misión con que podría ser honrado, y, para dar una prueba de su memoria, se ha aprendido la primera plana de La Quotidienne.

—¡Ah! Las noticias extranjeras de ese pobre N...—dijo el dueño de la casa.

Tomó el periódico con presteza y, mirando a Julián con aire cómico, a fuerza de querer ser importante, le dijo:

—Hable usted, caballero.

El silencio era profundo; todos los ojos estaban fijos en Julián. Este recitó tan bien, que al cabo de cinco líneas le dijo el duque:

—Basta.

El hombrecillo de mirada de jabalí se sentó. Era el presidente, pues apenas estuvo en su sitio, indicó a Julián una mesa de juego, haciéndole señas de que la llevara a su lado. Julián se instaló allí con todo lo necesario para escribir. Contó doce personas sentadas alrededor del tapete verde.

—Señor Sorel,—dijo el duque—retírese a la pieza contigua. Ya se le llamará.

El dueño de la casa se mostró muy inquieto:

—No están cerradas las contraventanas—dijo a media voz a su vecino.—Es inútil mirar por la ventana—gritó neciamente a Julián.

—Estoy metido en una conspiración, por lo menos —pensó éste.—Por suerte, no es de las que conducen a la plaza de la Grève. Y aunque hubiera algún peligro, debo esto y mucho más al marqués. Feliz sería yo si estuviese en mi mano reparar toda la pena que mis locuras pueden causarle algún día.

Aun pensando en sus locuras y su desgracia, miraba los lugares de modo que no pudiese olvidarlos nunca. Entonces recordó que no había oído al marqués decir al lacayo el nombre de la calle, y que el marqués había tomado un coche de alquiler, cosa que no hacía nunca.

Julián pudo entregarse a sus reflexiones durante mucho tiempo. Estaba en un salón tapizado de terciopelo rojo con anchos galones de oro. Sobre la consola se veía un gran crucifijo de marfil, y encima de la chimenea, el libro del Papa, de M. de Maistre, magníficamente encuadernado y con cantos dorados. Julián lo abrió, a fin de aparentar que no escuchaba. Se hablaba más alto por momentos en el salón vecino. Por fin se abrió la puerta y lo llamaron.

—Tengan en cuenta, señores,—decía el presidente—que en este momento hablamos ante el duque de ***. Este señor—dijo, señalando a Julián—es un joven levita, devoto de nuestra santa causa, que repetirá fácilmente, gracias a su portentosa memoria, hasta nuestros menores discursos. El señor tiene la palabra—dijo, señalando al personaje de aire paternal que llevaba tres o cuatro chalecos.

A Julián le pareció que habría sido más natural llamarle el señor de los chalecos. Cogió un papel y escribió mucho.

(Aquí el autor hubiera querido poner una página de puntos suspensivos.—Eso sería quitarle gracia,—dijo el editor—y para un escrito tan frívolo, la falta de gracia es la muerte."

—La política—prosigue el autor—es una piedra que se cuelga al cuello de la literatura, y, en menos de seis meses, la sumerge. La política, en medio de los intereses de la imaginación, es un tiro en medio de un concierto. Es un ruido desgarrador, sin ser enérgico, y no armoniza con ningún instrumento. La política va a ofender mortalmente a una mitad de los lectores y aburrir a la otra, que la ha encontrado más interesante y enérgica en el periódico de la mañana...

—Si sus personajes no hablan de política,—replica el editor—no son franceses de 1830, y el libro no será un espejo, como usted pretende...)

El proceso verbal de Julián tenía veintiséis páginas; aquí daremos un extracto muy pálido, pues, como siempre, ha sido preciso suprimir la parte ridícula, que, por su exceso, parecería odiosa o inverosímil. (Ver la Gaceta de los Tribunales.)

El hombre de los chalecos y del aire paternal (quizá era un obispo) sonreía a menudo, y entonces, sus ojos, rodeados de párpados fofos, adquirían un brillo singular y una expresión menos indecisa que de costumbre. Aquel personaje, a quien hacían hablar el primero delante del duque (—Pero, ¿qué duque?—se decía Julián) aparentemente para exponer las opiniones y ejercer de abogado general, le pareció a Julián que caía en la incertidumbre y la ausencia de conclusiones decisivas que se reprocha generalmente a estos magistrados. En el curso de la discusión, el mismo duque llegó a reprochárselo.

Después de algunas frases de moral y de filosofía indulgente, el hombre de los chalecos dijo:

—La noble Inglaterra, guiada por un gran hombre, el inmortal Pitt, ha gastado cuarenta millones de francos en contrarrestar la revolución. Si esta asamblea me permite abordar con alguna franqueza una idea triste, diré que Inglaterra no comprendió suficientemente que, con un hombre como Bonaparte, sobre todo cuando no se le podían poner enfrente más que una colección de buenas intenciones, no había nada más decisivo que los medios personales...

—¡Ah! ¡Otra vez el elogio del asesinato!—dijo el dueño de la casa con aire inquieto.

—Dispénsenos usted de sus homilías sentimentales—exclamó furioso el presidente; y su mirada de jabalí brilló como un relámpago feroz.—Continúe—dijo al hombre de los chalecos. Las mejillas y la frente del presidente se pusieron de color púrpura.

—La noble Inglaterra—continuó el orador—está hoy aplastada, pues todo inglés, antes de comprar su pan, se ve obligado a pagar los intereses de los cuarenta millones de francos que se gastaron contra los jacobinos. Además, no tiene ya a Pitt...

—Tiene al duque de Wellington—dijo un personaje militar, adoptando un aire muy importante.

—Por favor, silencio, señores—exclamó el presidente.—Si continuamos disputando, será inútil haber hecho entrar a M. Sorel.

—Ya sabemos que el señor tiene muchas ideas—dijo el duque con aire molesto, mirando al que había interrumpido, antiguo general de Napoleón.

Julián notó que aquéllo aludía a algo personal y muy ofensivo, pues todo el mundo sonrió; el general tránsfuga se puso furioso.

—Ya no hay Pitt, señores—continuó el orador con el aire descorazonado del hombre que desespera de hacer entrar en razón a los que le escuchan.—Y aunque surgiera un nuevo Pitt en Inglaterra, no se engaña a una nación dos veces por los mismos procedimientos...

—Por esto es por lo que un general vencedor, un Bonaparte, es ya imposible en Francia—exclamó el militar que interrumpía.

Por esta vez, ni el presidente ni el duque se atrevieron a enfadarse, aun cuando Julián creyó leer en sus ojos que tuvieron ganas. Bajaron los ojos, y el duque se contentó con suspirar de modo que todo el mundo le oyera.

Pero el orador ya estaba malhumorado.

—Tienen prisa de verme acabar—dijo con fuego. Y dejando a un lado por completo aquella cortesía sonriente y aquel lenguaje mesurado que Julián creía la expresión de su carácter, añadió:

—Hay prisa de verme acabar; no se tienen en consideración los esfuerzos que hago para no ofender las orejas de nadie, tengan el tamaño que tengan. Pues bien, señores, seré breve. Y os diré en palabras muy vulgares: Inglaterra no tiene un cuarto al servicio de la buena causa. Aunque volviera Pitt, con todo su genio, no lograría engañar a los pequeños propietarios ingleses, pues saben que la campaña de Waterloo, ella sola, les costó un millón de francos. Puesto que se quieren frases concretas,—añadió el orador, animándose más y más—os diré: Ayudaos vosotros mismos, pues Inglaterra no tiene una guinea a nuestro servicio, y cuando Inglaterra no paga, Austria, Rusia, Prusia, que tienen valor, pero no dinero, no pueden hacer contra Francia más que una campaña o dos.

Se puede esperar que los jóvenes soldados reunidos por el jacobinismo sean batidos en la primera campaña, en la segunda quizá; pero en la tercera, aunque pase por un revolucionario ante vuestros ojos, en la tercera tendréis los soldados de 1794, que ya no eran los campesinos alistados de 1792.

Aquí la interrupción partió de tres o cuatro puntos a la vez.

—Caballero,—dijo el presidente a Julián—váyase al salón contiguo a poner en limpio el comienzo del proceso verbal que ha escrito.

Julián salió con gran sentimiento suyo. El orador acababa de abordar probabilidades que constituían el objeto de sus meditaciones habituales.

—Tienen miedo de que me burle de ellos—pensó. Cuando le llamaron de nuevo, M. de la Mole estaba diciendo, con una seriedad que para Julián, que le conocía, resultaba muy cómica:

—...Sí, señores; de este desgraciado pueblo es del que con más razón puede decirse:


Sera-t-il Dieu, table ou cuvette?


"Il será Dieu", dice el fabulista. A vosotros, señores, es a quienes parece pertenecer esta frase tan noble y tan profunda. Obrad por vuestra cuenta, y la noble Francia resurgirá, poco más o menos, tal como la hicieron nuestros abuelos y nosotros la hemos visto antes de la muerte de Luis XVI.

Inglaterra, o al menos sus nobles lords, execra tanto como nosotros el innoble jacobinismo; sin el oro inglés, Austria, Rusia, Prusia, no pueden presentar más que dos o tres batallas. ¿Bastará esto para traer una feliz ocupación como la que M. de Richelieu malgastó tan tontamente en 1817? No lo creo.

Aquí hubo interrupción, pero ahogada por los "chist" de todo el mundo. Partió, por supuesto, del antiguo general del imperio, que deseaba el cordón azul y quería figurar entre los redactores de la nota secreta.

—Yo no lo creo—continuó M. de la Mole después del tumulto.

Insistió en el "yo" con una insolencia que entusiasmó a Julián.—Esto es hacerlo bien—se decía, mientras volaba su pluma casi tan deprisa como las palabras del marqués. Con una frase bien dicha, el marqués redujo a la nada las veinte campañas de aquel tránsfuga.

—Y no es sólo al extranjero—continuó el marqués con el tono más mesurado—al que podemos deber una nueva ocupación militar. Toda esta juventud, que hace artículos incendiarios en Le Globe, os dará cuatro mil capitanes jóvenes, entre los cuales podrían encontrarse un Kléber, un Hoche, un Jourdan, un Pichegru, pero menos bienintencionados.

—No hemos sabido rodearle de gloria;—dijo el presidente—era preciso mantenerle inmortal.

—Tiene que haber en Francia dos partidos;—continuó M. de la Mole—pero dos partidos no solamente de nombre; dos partidos bien claros, bien definidos. Sepamos a quién hay que aplastar. De un lado los periodistas, los electores, la opinión, en una palabra, la juventud y todo lo que la juventud admira. Mientras ella se aturde con el ruido de sus vanas palabras, nosotros tenemos la ventaja de consumir el presupuesto.

Aquí otra nueva interrupción.

—Usted, caballero,—dijo M. de la Mole al que interrumpía, con una altivez y una tranquilidad admirables—usted no consume, si la palabra le choca; usted devora cuarenta mil francos del presupuesto del Estado y ochenta mil que recibe usted de la lista civil.

Pues bien, caballero, puesto que usted me obliga a ello, no titubeo en ponerle como ejemplo. Igual que sus nobles antepasados, que siguieron a San Luis a la Cruzada, usted debería, por estos ciento veinte mil francos, presentarnos por lo menos un regimiento, una compañía, ¿qué digo?, media compañía, aunque sólo constara de cincuenta hombres dispuestos a combatir y afectos a la buena causa con la vida y con la muerte. Y sólo tiene usted lacayos, que, en caso de una revuelta, le darían miedo a usted mismo.

El trono, el altar, la nobleza, pueden perecer mañana, señores, mientras en cada departamento no se haya creado una fuerza de quinientos hombres abnegados; quiero decir abnegados, no solamente con todo el valor francés, sino con toda la constancia española.

La mitad de esta fuerza deberá componerse de nuestros hijos, nuestros sobrinos, de verdaderos caballeros. Cada uno de ellos tendrá a su lado, no un pequeño burgués charlatán, dispuesto a ostentar la escarapela tricolor si volviera a presentarse un 1815, sino un buen campesino, sencillo y franco, como Cathelineau; nuestro caballero lo adoctrinará, y el campesino, si es posible, será su hermano de leche. Que cada uno de nosotros sacrifique la quinta parte de su renta para formar este pequeño ejército fiel, de quinientos hombres por departamento. Entonces podréis contar con una ocupación extranjera. Ningún soldado extranjero penetrará, ni siquiera hasta Dijon, si no está seguro de encontrar quinientos soldados amigos en cada departamento.

Los reyes extranjeros no os escucharán más que cuando les anunciéis que tenemos veinte mil caballeros dispuestos a tomar las armas para abrirles las puertas de Francia. Este servicio es penoso, me diréis. Caballeros, nuestra cabeza tiene ese precio. Entre la libertad de prensa y nuestra existencia como hidalgos, hay guerra a muerte. Convertíos en fabricantes, en labradores o tomad un fusil. Sed tímidos si queréis, pero no seáis estúpidos; abrid los ojos.

Formez vos bataillons, os diré, parodiando el himno de los jacobinos. Entonces, siempre habrá algún noble Gustave-Adolfo, que, conmovido ante el peligro inminente del principio monárquico, se lanzará a trescientas leguas de su país y hará por vosotros lo que Gustave hizo por los príncipes protestantes. ¿Queréis continuar hablando sin actuar? Dentro de cincuenta años no habrá en Europa más que presidentes de repúblicas, y ni un rey siquiera. Y con estas tres letras R E Y, se van los sacerdotes y los caballeros. No veo más que candidatos haciendo la corte a mayorías sucias.

Ya podéis decir que Francia no tiene en este instante un general acreditado, conocido y querido por todos; que el ejército no está organizado más que en interés del trono y del altar; que se le han quitado todos sus veteranos, mientras en cada uno de los regimientos austriacos y prusianos figuran cincuenta suboficiales que han estado en campaña.

Doscientos mil jóvenes pertenecientes a la burguesía aman la guerra...

—Basta de verdades desagradables—dijo con tono de suficiencia un grave personaje, aparentemente de muy elevada jerarquía eclesiástica pues M. de la Mole sonrió con agrado, en vez de enojarse, lo cual fué una señal muy significativa para Julián.—Basta de verdades desagradables; resumamos, señores; el hombre a quien se trata de cortar una pierna gangrenada, sería muy tonto si dijera a su cirujano: "Esta pierna está muy sana." Perdonad la expresión, señores; el noble duque de *** es nuestro cirujano.

—Ya está pronunciada la gran frase—pensó Julián.—Esta noche saldré galopando hacia...

XXIII. El clero, los bosques, la libertad

La primera ley de todo ser es conservarse, vivir. ¡Sembráis cizaña y queréis que maduren las espigas!

Maquiavelo.


El personaje grave continuó; se veía que estaba enterado; expuso con una elocuencia dulce y moderada, que agradó infinitamente a Julián, estas grandes verdades:

Primero. Inglaterra no tiene una guinea a nuestra disposición; la economía y Hume están de moda allí. Ni los "Santos" nos darán dinero, y Mr. Brougham se burlará de nosotros.

Segundo. Imposible conseguir más de dos campañas de los reyes de Europa sin el oro inglés, y dos campañas no bastarán contra la pequeña burguesía.

Tercero. Necesidad de formar un partido armado en Francia, sin el cual el principio monárquico de Europa no aventurará ni esas dos campañas.

El cuarto punto que me atrevo a exponer como evidente es éste:

Imposibilidad de formar un partido armado en Francia sin contar con el clero.

—Os lo digo sin rebozo, porque voy a probarlo, señores. Al clero hay que darle todo.

Primero. Porque ocupándose de su negocio noche y día, y guiado por hombres de gran capacidad, establecidos lejos de nuestras tormentas, a trescientas leguas de nuestras fronteras...

—¡Ah! ¡Roma, Roma!—exclamó el dueño de la casa...

—Sí, señor, "Roma"—continuó el cardenal con orgullo.—Sean cuales fueren las bromas, más o menos ingeniosas, que estuvieron de moda cuando usted era joven, diré muy alto que, en 1830, el clero, dirigido por Roma, es el único que habla con el pueblo bajo.

Cincuenta mil sacerdotes repiten las mismas palabras el día indicado por los jefes, y el pueblo, que es a fin de cuentas el que da los soldados, se sentirá más conmovido con la voz de sus sacerdotes que con la de todos los pequeños gusanos del mundo... (Esta personalidad levantó murmullos.)

—El clero tiene un talento superior al vuestro;—continuó el cardenal, levantando la voz—todos los pasos que se han dado hacia este punto capital, "tener en Francia un partido armado", los hemos dado nosotros. Aquí aparecieron hechos... ¿Quién envió ochenta mil fusiles a Vendée?..., etc.

Mientras el clero no tenga sus bosques, no tiene nada. A la primera guerra, el ministro de Hacienda escribe a sus agentes que no hay dinero más que para los curas. En el fondo, Francia no es creyente, y tiene afición a la guerra.  Sea quien sea el que se la proporcione, será doblemente popular, pues hacer la guerra supone hacer pasar hambre a los jesuitas, para hablar en lenguaje vulgar; hacer la guerra es librar a esos monstruos de orgullo, los franceses, de la amenaza de una intervención extranjera.

El cardenal era escuchado con atención...

—Sería preciso—dijo—que M. de Nerval dejase el ministerio; su nombre irrita inútilmente.

A estas palabras, todo el mundo se levantó y comenzó a hablar a un tiempo.

—Me van a echar otra vez;—pensó Julián,pero hasta el sensato presidente se había olvidado de la presencia y la existencia de Julián.

Todos los ojos buscaban un hombre, que Julián reconoció: era M. de Nerval, el primer ministro que él había visto en el baile del duque de Retz.

El desorden llegó a su apogeo, como dicen los periódicos hablando de la Cámara. Al cabo de un cuarto de hora largo logró restablecerse un silencio relativo.

Entonces se levantó M. de Nerval, y, adoptando el tono de un apóstol, dijo con una voz extraña:

—No afirmaré en modo alguno que no tengo apego al ministerio. Está probado, señores, que mi nombre duplica las fuerzas de los jacobinos, puesto que decide contra nosotros a muchos de los moderados. Así pues, me retiraría gustoso; pero los caminos del Señor sólo son visibles para un corto número, y además,—añadió mirando fijamente al cardenal—tengo una misión que cumplir. El cielo me ha dicho: Llevarás tu cabeza al cadalso o restablecerás la monarquía en Francia, y reducirás las Cámaras a lo que fué el Parlamento en tiempo de Luis XV; y esto, señores, "lo haré".

Se calló, se volvió a sentar y reinó un gran silencio.

—He aquí un buen actor—pensó Julián.

Se engañaba, como por lo regular le ocurría siempre, suponiendo demasiado talento a las personas. Animado por los debates de una reunión tan brillante y, sobre todo, por la sinceridad de lo discutido, M. De Nerval en aquel momento creía en su misión. Teniendo un gran valor, aquel hombre no tenía sentido.

En el silencio que siguió a la bella frase "lo haré", sonaron las campanadas de la media noche.

A Julián le pareció que el sonido del reloj tenía algo imponente y fúnebre. Estaba emocionado.

La discusión se reanudó pronto con una energía creciente, y, sobre todo, con una increíble ingenuidad.

—Esta gente me va a envenenar—pensaba Julián en algunos momentos.—¿Cómo dicen ciertas cosas delante de un plebeyo?

Dieron las dos y aún estaban hablando. El dueño de la casa dormía hacía un buen rato; M. de la Mole tuvo que llamar para que renovaran las bujías. M. De Nerval, el ministro, se había marchado a la una y tres cuartos, no sin antes haberse fijado atentamente varias veces en la cara de Julián, que se reflejaba en un espejo que el ministro tenía a su lado. Su marcha produjo, en apariencia, tranquilidad a todo el mundo.

Mientras estaban cambiando las bujías, dijo en voz baja a su vecino el hombre de los chalecos:

—Dios sabe lo que este hombre va a decir al rey. Puede muy bien ponemos en ridículo y echar por tierra nuestro porvenir.

Es preciso reconocer que hay en él una suficiencia muy rara, y hasta desvergüenza en presentarse aquí. Es verdad que venía antes de su entrada en el ministerio; pero la cartera lo cambia todo; ahoga los intereses de un hombre, y él ha debido comprenderlo.

Apenas se marchó el ministro, el general de Bonaparte cerró los ojos. En aquel momento habló de su salud, de sus heridas, consultó su reloj y se fue.

—Apostaría—dijo el hombre de los chalecos—a que el general corre detrás del ministro; ya a excusarse de su presencia aquí, y a presumir de que nos guía.

Cuando los criados, medio dormidos, hubieron renovado las bujías, dijo el presidente:

—Deliberemos, por fin, señores, y no tratemos de convencemos los unos a los otros. Ocupémonos del contenido de la nota que dentro de cuarenta y ocho horas estará ante la vista de nuestros amigos de fuera. Se ha hablado de los ministros. Ahora que no está presente M. De Nerval, podemos decirlo: ¿qué nos importan los ministros? Les haremos que quieran.

El cardenal mostró su aprobación con una sonrisa sutil.

—Me parece que no hay nada más fácil que resumir nuestra posición;—dijo el joven obispo de Agda, con el fuego concentrado y constreñido del más exaltado fanatismo.

Hasta entonces había permanecido silencioso; sus ojos, que Julián observaba al principio, dulces y tranquilos, se habían inflamado después de la primera hora de discusión. Ahora su alma se desbordaba como la lava del Vesubio.

—De 1806 a 1814, Inglaterra ha cometido un error,—dijo—y es no haber obrado directa y personalmente contra Napoleón. En cuanto este hombre hizo duques y chambelanes, en cuanto restableció el trono, la misión que Dios le había confiado terminó; ya no servía más que para ser inmolado. Las Santas Escrituras nos enseñan, en más de un pasaje, la manera de acabar con los tiranos. (Aquí, varias citas en latín.)

Hoy, señores, no es un hombre al que hay que inmolar, es París. Toda Francia imita a París. ¿Para qué armar a esos quinientos hombres por departamento? Empresa arriesgada y que no acabaría nunca. ¿A qué mezclar a Francia en una cosa que es exclusiva de París? París es el único que hace el daño con sus periódicos y sus salones; que perezca, pues, la moderna Babilonia.

Entre el altar y París, hay que acabar con éste. Esta catástrofe está, incluso, dentro de los intereses mundanos del trono. ¿Por qué París no se atrevió a respirar contra Bonaparte? Preguntadlo al cañón de Saint-Roch...


Hasta las tres de la madrugada no salieron Julián y M. De la Mole.

El marqués estaba avergonzado y cansado. Por primera vez, al hablar a Julián, se notaba en su acento un tono de ruego. Le pidió su palabra de que no revelaría jamás el exceso de celo, estas fueron sus palabras, de que la casualidad le había hecho testigo.

—No hable usted de ello a nuestro amigo del extranjero, sino en el caso de que insista seriamente en conocer a nuestros jóvenes locos. ¿Qué les importa a ellos que se eche abajo al Estado? Serán cardenales y se refugiarán en Roma. Nosotros, en nuestros castillos, seremos asesinados por los campesinos.

La nota secreta que dictó el marqués, de acuerdo con el proceso verbal de veintiséis páginas escrito por Julián, no estuvo lista hasta las cuatro y tres cuartos.

—Estoy muerto de cansancio,—dijo el marqués—y se percibe en esta nota que le falta claridad al final. Es la cosa que menos me gusta de todas las que he hecho en mi vida. Téngala, amigo mío;—añadió—vaya a descansar unas horas, y, como temo que le rapten a usted, voy yo mismo a encerrarle con llave en su cuarto.

Al día siguiente, el marqués condujo a Julián a un castillo aislado, bastante lejos de París. Allí encontraron huéspedes raros, que Julián supuso eran curas. Le entregaron un pasaporte con un nombre supuesto, pero que indicaba al fin el verdadero objetivo del viaje, que él había fingido ignorar siempre. Montó solo en una carretela.

El marqués no tenía inquietud alguna respecto a su memoria, pues Julián le recitó varias veces la nota secreta, pero temía mucho que fuera detenido.

—Sobre todo, trate usted de aparecer como un presumido que viaja por matar el tiempo—le dijo el marqués cariñosamente, en el momento en que salía del salón.—Es muy posible que hubiera más de un traidor en nuestra asamblea de anoche.

El viaje fué rápido y muy triste. Apenas Julián estuvo fuera de la vista del marqués, olvidó la nota secreta y la misión, para no pensar más que en el desprecio de Matilde.

En un pueblecito, algunas leguas más allá de Metz, el dueño de postas fué a decirle que no había caballos. Eran las diez de la noche; Julián, muy contrariado, pidió de cenar. Empezó a pasearse por delante de la puerta, e insensiblemente, sin aparentar interés, pasó al patio de las cuadras. No vió caballo alguno.

—Y, sin embargo, el aire de ese hombre era extraño;—se decía Julián—su mirada grosera me examinaba.

Como se ve, comenzaba a no creer de primera intención lo que le decían. Pensaba escapar después de la cena, y con el propósito de saber algo del país, dejó su cuarto para ir a calentarse al hogar de la cocina. ¡Cuál no fué su alegría al encontrarse allí al "signor Gerónimo", el célebre cantante!

Instalado en un sillón, que había hecho colocar junto al fuego, el napolitano se lamentaba en voz alta, y hablaba más él solo que los veinte campesinos alemanes que le rodeaban embobados.

—Esta gente me arruina;—gritó a Julián—he prometido cantar mañana en Maguncia. Siete príncipes regentes se han reunido allí para oírme.

Pero vamos a tomar el aire—añadió con un tono significativo.

Cuando estuvo a cien pasos, ya en el camino, y fuera del alcance de los oídos indiscretos, dijo a Julián:

—¿Sabe usted de lo que se trata? Este dueño de postas es un bribón. Paseándome antes, he dado un franco a un pillastre, que me lo ha contado todo. En una cuadra, al otro extremo del pueblo, hay más de doce caballos. Quieren retrasar algún correo.

—¿De veras?—dijo Julián con aire cándido.

No era bastante haber descubierto el engaño; era preciso marcharse, y esto es lo que no pudieron conseguir Jerónimo y su amigo.

—Esperemos que sea de día;—dijo por fin el cantante—desconfían de nosotros. Quizá van contra usted o contra mí. Mañana por la mañana pedimos un buen almuerzo; mientras nos lo preparan, nos vamos de paseo; nos escapamos, alquilamos caballos y alcanzamos la próxima posta.

—¿Y su equipaje?—dijo Julián, pensando que quizá el mismo Jerónimo podía ser enviado para interceptarlo.

No hubo más remedio que cenar y acostarse. Julián estaba aún en el primer sueño, cuando despertó sobresaltado por la voz de dos personas que hablaban en su habitación sin preocuparse gran cosa.

Reconoció al dueño de postas, armado de una linterna sorda. La luz se dirigía hacia la arquilla de la calesa, que Julián había hecho subir a su cuarto. Al lado del maestro de postas había un hombre que revolvía tranquilamente el arca abierta. Julián no distinguía más que las mangas de su traje, que eran negras y muy apretadas.

—Es una sotana,—se dijo—y acarició las pistolas que había colocado bajo la almohada.

—No tema usted que despierte, señor cura— decía el dueño de postas.—El vino que le han servido era del que preparó usted mismo.

—No encuentro ni rastro de papeles—respondió el cura.—Mucha ropa blanca, esencias, pomadas, futilidades: es un joven mundano, preocupado tan sólo de sus placeres. Quizá sea el otro el emisario, ese que afecta hablar con acento italiano.

Aquella gente se acercó a Julián para registrar en los bolsillos de su traje de viaje. Estuvo tentado de matarlos como ladrones. Nada de menos peligrosas consecuencias. Se le pasaron buenas ganas...

—Sería un majadero,—se dijo—y comprometería mi misión.

Registrado su traje, dijo el cura:

—No es un diplomático.

Se alejó, e hizo bien.

—Si llega a tocarme en la cama, ¡desgraciado de él!—se decía Julián.—Podía venir a apuñalarme, y eso sí que no lo aguantaría.

El cura volvió la cabeza. Julián entreabrió los ojos. ¡Cuál no fué su asombro al reconocer al abate Castanède! En efecto, aunque aquellas dos personas hablasen bastante bajo, desde el principio creyó reconocer una de las voces. Julián fué asaltado de un gran deseo de librar al mundo de uno de sus más cobardes bribones...

—¿Y mi misión?—se dijo.

El cura y su acólito salieron. Un cuarto de hora más tarde, Julián fingió despertarse. Llamó y puso en conmoción a toda la casa.

—¡He sido envenenado!—exclamó.—Sufro horriblemente.

Buscaba un pretexto para ir en auxilio de Jerónimo. Le encontró medio asfixiado por el láudano contenido en el vino.

Julián, temiendo alguna broma de este género, cenó chocolate que traía de París. No consiguió despertar del todo a Jerónimo para decidirle a marchar.

—Aunque me dieran todo el reino de Nápoles,—decía el cantante—no renunciaría en este momento a la voluptuosidad de dormir.

—¡Pero los siete príncipes regentes!...

—Que esperen.

Julián partió solo, y sin otro accidente llegó donde estaba el gran personaje. Perdió una mañana entera en solicitar inútilmente una audiencia. Afortunadamente, a eso de las cuatro, el duque quiso tomar el aire. Julián le vió salir a pie, y no vaciló en acercarse a él y pedirle limosna. Cuando llegó a dos pasos del gran personaje, sacó el reloj del marqués de la Mole y lo enseñó con afectación.

—Sígame usted de lejos—le dijeron sin mirarle.

A un cuarto de legua de allí, el duque entró bruscamente en un pequeño Café-Hauss. En una habitación de aquella posada, de ínfima calidad, fué donde Julián tuvo el honor de recitar al duque sus cuatro páginas. Cuando hubo terminado, le dijeron:

—Vuelva a comenzar y vaya más despacio.

El príncipe tomó notas.

—Gane usted a pie la posta inmediata. Abandone aquí su equipaje y su coche. Vaya como pueda a Estrasburgo, y el veintidós de este mes (era diez) esté usted a las doce y media en este mismo Café-Hauss. No salga usted hasta dentro de media hora. Silencio

Aquellas fueron las únicas palabras que Julián oyó. Bastaron para llenarle de la más grande admiración.

—Así es—pensaba—como se tratan los negocios. ¿Qué diría este gran hombre de Estado si creyese a los charlatanes apasionados de hace tres días?

Julián empleó dos en llegar a Estrasburgo; le parecía que no tenía nada mejor que hacer. Dió un gran rodeo.

—Si ese diablo de abate Castanède me ha reconocido, no es hombre que deje perder mi huella sin más ni más. ¡Y qué placer para él burlarse de mí y hacer fracasar mi misión!

El abate Castanède, jefe de la policía de la Congregación en toda la frontera del Norte, no le había reconocido, afortunadamente. Y los jesuitas de Estrasburgo, aunque muy celosos, no se ocuparon de observar a Julián, que, con su cruz y su levitón azul, parecía un joven militar muy preocupado de su persona.

XXIV. Estrasburgo

¡Fascinación! Tienes toda la energía del amor, todo su poder de experimentar la desventura. Sus encantadores placeres, sus dulces goces exceden solos tu esfera. Yo no podía decir viéndola dormir: es toda mía, con su belleza angelical y sus dulces debilidades. Ya está entregada a mi poderío, como la hizo el cielo en su misericordia para encantar un corazón de hombre.

Oda de Schiller.


Obligado a pasar ocho días en Estrasburgo, Julián trataba de distraerse con ideas de gloria militar y de abnegación por la patria. ¿Estaba enamorado? No lo sabía; solamente notaba que, en su espíritu torturado, Matilde era dueña absoluta de su felicidad y de su imaginación. Necesitaba de toda la energía de su carácter para mantenerse por encima de la desesperación. El pensar en algo que no se relacionara con Mlle. De la Mole era superior a sus fuerzas. La ambición, los éxitos de la vanidad, le distraían en otros tiempos de los sentimientos que Mme. De Renal le inspiró. Matilde lo había absorbido todo; la encontraba siempre al pensar en el porvenir.

Por todas partes, Julián veía ahora el porvenir falto de éxito. Este ser, a quien vimos en Verrières tan lleno de presunción, tan orgulloso, había caído en un exceso de modestia ridícula.

Tres días antes habría matado al abate Castanède con un gran placer, y si en Estrasburgo un niño se hubiera puesto a reñir con él, le hubiese dado la razón. Recapacitando sobre los enemigos que había encontrado en su vida, Julián pensaba que siempre había sido él el equivocado.

Y es que ahora tenía por implacable enemigo aquella imaginación poderosa, empleada sin cesar en otro tiempo en pintarle éxitos brillantes para el porvenir.

La soledad absoluta de la vida de viajero aumentaba el dominio de aquella negra imaginación. ¡Qué tesoro hubiera sido un amigo!

—Pero,—decíase Julián—¿habrá algún corazón que lata por mí? Y aunque tuviera un amigo, ¿no me ordena el honor un silencio eterno?

Se paseaba tristemente a caballo por los alrededores de Kehl, una aldea a orillas del Rhin, inmortalizada por Desaix y Gouvion Saint-Cyr. Un campesino alemán le enseñaba los arroyos, los caminos, los islotes del Rhin, a los cuales dieron fama las hazañas de aquéllos grandes generales. Julián, conduciendo a su caballo con la mano izquierda, sostenía en la derecha el magnífico mapa que ilustra las "Memorias del mariscal Saint-Cyr". Una exclamación de alegría le hizo levantar la cabeza.

Era el príncipe Korasoff, aquel amigo de Londres, que le había iniciado algunos meses antes en las reglas de la alta fatuidad. Fiel a este arte, Korasoff, llegado la víspera a Estrasburgo, hacía una hora a Kehl, y que en su vida había leído una línea sobre el sitio de 1796, se puso a explicárselo todo a Julián. El campesino alemán le miraba asombrado, pues sabía suficiente francés para entender las enormes tonterías que decía el príncipe. Julián estaba a mil leguas de las ideas del campesino; miraba con asombro a aquel guapo mozo, admiraba su gracia montando a caballo.

—¡Qué feliz carácter!—se decía.—¡Qué bien cae su pantalón! ¡Con qué elegancia lleva cortado el pelo! ¡Ay, si yo hubiera sido así, es posible que después de amarme tres días, ella no me hubiera tomado aversión!

Cuando hubo terminado su relato del sitio de Kehl, dijo el príncipe a Julián:

—Tiene usted el aspecto de un trapense; exagera usted el principio de la gravedad que le enseñé en Londres. El aire triste no es de buen tono. Hay que tener aire aburrido. Si está usted triste es porque le falta algo, porque algo le ha salido mal. Es "mostrarse inferior". Si está usted aburrido, por el contrario, es que un inferior a usted ha tratado inútilmente de agradarle. Comprenda usted, querido, lo grave que es la equivocación.

Julián arrojó un escudo al campesino, que les escuchaba con la boca abierta.

—¡Bien!—dijo el príncipe.—Eso tiene gracia. Un desdén noble. ¡Muy bien!

Y puso su caballo al galope.

Julián le siguió, lleno de una admiración estúpida.

—¡Si yo hubiese sido así no hubiera ella preferido a Croisenois!

Cuanto más le chocaban las ridiculeces del príncipe, tanto más se despreciaba por no admirarlas y se consideraba desgraciado por no tenerlas. El desprecio de sí mismo no puede ir más lejos.

El príncipe, que le encontraba decididamente triste, le dijo al entrar en Estrasburgo:

—¿Ha perdido usted todo su dinero, o está enamorado de alguna actriz?

Los rusos copian las costumbres francesas; pero siempre con cincuenta años de distancia. Ahora están en la época de Luis XV.

Aquellas bromas sobre el amor llenaron de lágrimas los ojos de Julián.

—¿Por qué no he de consultar a este hombre tan amable?—se dijo de pronto.

—Pues bien, querido,—dijo al príncipe—me encuentra usted en Estrasburgo muy enamorado e incluso desdeñado. Una mujer encantadora, que vive en una ciudad vecina, me ha plantado después de tres días de pasión, y este cambio me mata.

Y pintó al príncipe, cambiando los nombres, los actos y el carácter de Matilde.

—No continúe usted;—dijo Korasoff—para que tenga usted más confianza en el médico, voy yo mismo a terminar la confidencia. El marido de esa mujer tiene una enorme fortuna, o quizá más bien ella pertenece a la más rancia nobleza del país. Es preciso que esté orgullosa por algo.

Julián asintió con la cabeza; no tenía valor para hablar.

—Muy bien—dijo el príncipe.—Aquí tiene usted tres drogas, muy amargas, que va usted a tomar sin pérdida de tiempo.

Primera, ver todos los días a Mme.. ¿Cómo se llama?

—Madame de Dubois.

—¡Qué nombre!—dijo el príncipe, echándose a reír.—Pero, perdón; para usted es sublime. Se trata de ver a diario a Mme. De Dubois; pero no vaya usted a presentarse a sus ojos como molesto y frío; recuerde el gran principio de su tiempo: ser lo contrario de lo que esperan de uno. Muéstrese precisamente como era usted ocho días antes de verse honrado con sus bondades.

—¡Qué tranquilo estaba yo entonces!—exclamó Julián con desesperación.—Creía tener compasión de ella...

—La mariposa se quema en la luz;—continuó el príncipe—comparación tan vieja como el mundo.

Primera, la verá usted todos los días.

Segunda, cortejará usted a una mujer de su entorno, pero sin aparentar estar apasionado de ella, entiéndalo bien. No negaré que el papel es un poco difícil, pues representa usted una comedia, y si lo adivinan está usted perdido.

—¡Tiene ella tanto talento y yo tan poco! Estoy perdido—dijo Julián tristemente.

—No, lo que está usted es más enamorado de lo que yo me figuraba. Madame de Dubois estará profundamente ocupada de sí misma, como todas las mujeres a quienes el cielo ha concedido mucha nobleza o mucho dinero. Se mirará a sí misma en vez de mirarle a usted, y, naturalmente, no le conoce a usted. Durante los dos o tres ataques de amor que ha tenido en favor de usted, con gran esfuerzo de imaginación veía en usted el héroe soñado, y no lo que es usted en realidad...

Pero ¡qué demonios! ¡Ahí están todos los elementos, querido Sorel! ¿Es usted, acaso, un completo escolar?

¡Caramba! Vamos a entrar en esta tienda. Vea usted un cuello negro encantador; parece hecho por John Anderson, de Burlington Street. Hágame el favor de tomarlo y tirar lejos esa innoble cuerda negra que lleva usted al cuello.

Bueno,—continuó el príncipe al salir de la tienda del encajero más importante de Estrasburgo—¿qué relaciones tiene Madame de Dubois? ¡Dios mío, qué nombre! No se enfade usted, mi querido Sorel, pero es más fuerte que yo... ¿A quién va a hacer usted la corte?

—A una puritana por excelencia, hija de un comerciante de medias inmensamente rico. Tiene los ojos más bonitos del mundo, y me gustan mucho; ocupa la más elevada jerarquía en la comarca; pero, en medio de todas sus grandezas, se ruboriza hasta al punto de desconcertarse si alguien habla de comercio o de tienda. Y, por desgracia, su padre es uno de los comerciantes más conocidos de Estrasburgo.

—Así que si se habla de "industria",—dijo el príncipe riendo—está usted seguro que la bella piensa en ella y no en usted. Esa ridiculez es divina y muy útil, pues evitará que sienta usted el menor momento de locura junto a esos bellos ojos. El éxito es seguro.

Julián pensaba en la mariscala de Fervaques, que iba mucho al palacio de la Mole. Era una extranjera hermosa, que se casó con el mariscal un año antes de su muerte. Toda su vida parecía encaminada a hacer olvidar que era hija de un industrial, y, para ser algo en París, presumía de virtuosa.

Julián admiraba sinceramente al príncipe; ¡qué no hubiese dado por tener sus ridiculeces! La conversación entre los dos amigos fué interminable. Korasoff estaba radiante; nunca un francés le había escuchado tanto tiempo.—¡De modo—se decía el príncipe encantado—que llego a hacerme oír dando lecciones a mis maestros!

—¿Estamos de acuerdo?—repetía a Julián por décima vez.—Ni el menor asomo de pasión cuando hable usted a la beldad, hija del comerciante de medias de Estrasburgo, en presencia de Mme. De Dubois. Leer una carta de amor bien escrita es el placer supremo para una pudorosa; es un momento de descanso. La mujer no representa una comedia; se atreve a escuchar su corazón; así que dos cartas diarias.

—¡Nunca! ¡Nunca!—dijo Julián descorazonado.—Antes me haría machacar en un mortero que componer tres frases; soy un cadáver; no espere nada de mí. Déjeme usted morir al borde del camino.

—¿Y quién habla de componer frases? En mi saco tengo seis tomos de cartas de amor manuscritas. Las hay para todos los caracteres de mujer, aun para la virtud más austera. ¿No cortejó Kalisky en Richemond-la-Terrasse,—sabe usted, a tres leguas de Londres), a la más linda cuáquera de toda Inglaterra?

Julián se sentía menos desgraciado cuando, a las dos de la madrugada, se separó de su amigo.

Al día siguiente, el príncipe mandó llamar a un copista, y dos días después, Julián tenía en su poder cincuenta y tres cartas de amor, numeradas, con destino a la virtud más austera y más sublime.

—No hay cincuenta y cuatro porque Kalisky se hizo despedir; pero ¿qué le importa a usted ser maltratado por la hija del comerciante de medias, si sólo quiere actuar sobre el corazón de madame de Dubois?

Todos los días montaban a caballo; el príncipe estaba loco por Julián, y no sabiendo cómo demostrarle su amistad, acabó por ofrecerle la mano de una prima suya, rica heredera de Moscú.

—Y una vez casado,—añadió—mi influencia y la cruz que tiene usted le hacen coronel en dos años.

—Pero esta cruz no ha sido concedida por Napoleón, y para eso haría falta que fuera así.

—¡Qué importa!—dijo el príncipe.—No la inventó él. Es, ya de antiguo, la primera en Europa.

Julián estuvo a punto de aceptar, pero su deber le llamaba junto al gran personaje. Al separarse de Korasoff le prometió que le escribiría.

Recibió la contestación a la nota secreta que había llevado y corrió a París; pero apenas estuvo solo dos días seguidos, abandonar Francia y a Matilde le pareció un suplicio mayor que la muerte.

—No me casaré con los millones que me ofrece Korasoff,—se dijo—pero seguiré sus consejos.

Después de todo, su oficio es el arte de seducir; hace más de quince años que no se ocupa de otra cosa, y tiene treinta. No se puede decir que le falte ingenio. Es fino y cauteloso; el entusiasmo, la poesía, son imposibles en ese carácter: es un procurador, razón de más para que no se equivoque.

No hay más remedio; voy a cortejar a madame de Fervaques.

Probablemente me aburriré un poco; pero miraré aquéllos ojos tan bellos y que tanto se parecen a los que más me han amado en el mundo.

Es extranjera, y, por tanto, un carácter nuevo que observar.

Estoy loco; me ahogo. Debo seguir los consejos de un amigo y no creer en mí mismo.

XXV. El ministerio de la virtud

Pero si gusto el placer con freno y medida, ya no será un placer para mí.

Lope de Vega.


Apenas de vuelta en París, y al salir del gabinete de M. de la Mole, que pareció muy desconcertado con los despachos que se le presentaban, nuestro héroe corrió a casa del conde de Altamira.

A la honra de estar condenado a muerte, este simpático extranjero unía gran seriedad y la dicha de ser devoto; estos dos méritos y, sobre todo, la alta alcurnia del conde, convenían absolutamente a Mme. De Fervaques, quien le veía con frecuencia.

Julián le confesó seriamente que estaba muy enamorado de ella.

—Es la virtud más pura y más firme,—respondió Altamira—aunque un poco jesuítica y enfática. Hay días en que no entiendo las frases que dice y, sin embargo, entiendo perfectamente las palabras que las componen. Algunas veces me hace pensar que no sé el francés tan bien como dicen.

Esa amistad hará que su nombre suene; le dará peso en el mundo. Pero vamos a ver a Bustos;—dijo el conde de Altamira, que era un espíritu ordenado—él cortejó en otro tiempo a la mariscala.

Don Diego Bustos se hizo explicar prolijamente el asunto, sin decir nada, como un abogado en su despacho. Tenía una gran cara de fraile, con bigotes negros, y una seriedad sin parangón; por lo demás, era un buen carbonario.

—Ya comprendo—dijo por fin a Julián.—¿Ha tenido amantes la mariscala de Fervaques? ¿No los ha tenido? ¿Abriga usted alguna esperanza de éxito? Esa es la cuestión. Por mi parte, debo decir que no conseguí nada. Ahora que ya no me siento molesto, me hago esta reflexión: muchas veces tiene mal humor y, como verá usted por lo que le voy a contar, no deja de ser vengativa. No es que yo le atribuya ese temperamento bilioso, propio del genio, y que da a todos los actos como un barniz de pasión. Por el contrario, a la manera de ser, flemática y tranquila, de los holandeses, es a lo que debe su rara belleza y sus frescos colores.

Julián se impacientaba de la lentitud y la flema inalterable del español; de vez en cuando, a su pesar, se le escapaban algunos monosílabos.

—¿Quiere usted escucharme?—le dijo con seriedad D. Diego Bustos.

—Dispense la furia francesa—dijo Julián.—Soy todo oídos.

—La mariscala de Fervaques es muy dada al odio; persigue sin piedad a personas que no ha visto nunca: abogados, pobres diablos de literatos que han compuesto canciones, como Collé. ¿Sabe usted?


J’ai la marotte

>D’aimer Marote, etc.


Y Julián tuvo que soportar la cita entera. Al español le gustaba mucho cantar en francés.

Nunca fué escuchada aquella divina canción con más impaciencia.

Cuando terminó, dijo D. Diego Bustos:

—La mariscala hizo destituir al autor de la canción:


Un jour l’amour au cabaret.


Julián tembló ante la idea de que quisiera cantarla también. Se contentó con analizarla. Realmente, era irreverente y poco culta.

—Cuando la mariscala se indignó con esta canción,—dijo D. Diego—le hice observar que una mujer de su jerarquía no debía leer todas las estupideces que se publican. Por muchos progresos que hagan la piedad y la seriedad, siempre habrá en Francia literatura de taberna. Cuando Mme. de Fervaques hizo que le quitaran al autor, pobre diablo a medio sueldo, un empleo de mil ochocientos francos, le dije yo: "Tenga cuidado; usted ha atacado a ese poetastro con sus armas; él puede contestar con sus rimas. Hará una canción sobre la virtud. Los salones dorados estarán de su parte; la gente aficionada a reír, repetirá sus epigramas." ¿Sabe usted, caballero, lo que me respondió la mariscala? "Por el interés del Señor, todo París me vería marchar hacia el martirio; sería un espectáculo nuevo en Francia. El pueblo aprendería a respetar la calidad. Sería el día más hermoso de mi vida." Nunca he visto sus ojos más bonitos.

—Los tiene soberbios—exclamó Julián.

—Veo que está usted enamorado... Así, pues,—continuó D. Diego Bustos—no tiene ella la constitución biliosa que conduce a la venganza. Si le gusta hacer daño, sin embargo, es porque es desgraciada. Yo sospecho en ella una desgracia interior. ¿No será una pudorosa cansada de su oficio?

El español le miró, silencioso, durante más de un minuto.

—Esta es la cuestión;—añadió gravemente—y ahí puede usted tener alguna esperanza. Yo he reflexionado mucho durante los dos años que me dediqué a ser su más humilde servidor. Todo su porvenir, caballero enamorado, depende de este gran problema: "¿Es una pudorosa cansada de su papel, y mala porque es desgraciada?"

—O bien,—dijo Altamira, saliendo al fin de su profundo silencio—no será más que lo que te he dicho veinte veces: vanidad francesa, simplemente.

El recuerdo de su padre, el famoso comerciante de paños, hace la desgracia de ese carácter sombrío y seco. Sólo puede haber una felicidad para ella: habitar en Toledo y verse atormentada por un confesor que todos los días le muestre el infierno abierto.

Cuando se marchaba Julián, le dijo D. Diego, cada vez más serio:

—Altamira me ha dicho que es usted de los nuestros. Un día nos ayudará usted a reconquistar nuestra libertad; por eso quiero ayudarle a usted en esta pequeña diversión. Bueno será que conozca el estilo de la mariscala; aquí tiene algunas cartas suyas.

—Voy a copiarlas y se las devolveré a usted.

—¿Y nadie sabrá nunca una palabra de lo que aquí hemos hablado?

—¡Jamás! Palabra de honor—exclamó Julián.

—Que Dios le ayude—añadió el español, y acompañó silencioso hasta la escalera a Altamira y a Julián.

Esta escena alegró un tanto a nuestro héroe; estuvo a punto de sonreir al decirse: "Este beato de Altamira ayudándome en una empresa de adulterio!".

Durante toda la seria conversación de D. Diego Bustos, Julián había estado atento a las horas que sonaban en el reloj del palacio de Aligre.

Se acercaba la de comer, y, por lo tanto, iba a ver de nuevo a Matilde. Volvió a la casa y se vistió con mucho esmero.

—Primera tontería—se dijo al bajar la escalera.—Debo seguir al pie de la letra las instrucciones del príncipe.

Subió otra vez a su cuarto y se puso un traje de viaje de lo más sencillo.

—Ahora—pensó—se trata de las miradas.

No eran más que las cinco y media, y se cenaba a las seis. Se le ocurrió la idea de bajar al salón, que encontró desierto. A la vista del sofá azul su emoción fué tal, que las lágrimas acudieron a sus ojos; sus mejillas ardían.

—Tengo que dominar esta sensibilidad estúpida que me traicionaría—díjose colérico.

Cogió un periódico, para fingir que se ocupaba de algo, y salió y entró cuatro o cinco veces del salón al jardín y del jardín al salón.

Temblando y bien oculto por una gran encina, se atrevió a levantar los ojos hasta la ventana de Mlle. De la Mole. Estaba herméticamente cerrada. Julián estuvo a punto de caerse, y permaneció mucho tiempo apoyado contra la encina. Luego, con paso vacilante, fué a contemplar la escalera del jardinero. El eslabón que un día forzó en circunstancias, ¡ay!, tan distintas, estaba aún sin reparar. Arrastrado por un movimiento de locura, Julián lo apretó contra sus labios.

Después de andar errando mucho tiempo del salón al jardín, Julián se halló horriblemente fatigado; este fué su primer éxito, del que se sintió muy contento. "Mis miradas serán apagadas y no me traicionarán." Poco a poco fueron llegando al salón los invitados; pero nunca se abría la puerta sin que el corazón de Julián sintiese una turbación mortal.

Se sentaron a la mesa. Por fin, apareció mademoiselle de la Mole, siempre fiel a su costumbre de hacerse esperar. Se puso muy colorada al ver a Julián. No le habían comunicado su llegada. Siguiendo la recomendación del príncipe Korasoff, Julián miró sus manos: temblaban. Emocionado hasta más no poder por este descubrimiento, fué lo bastante feliz para no parecer más que cansado.

Monsieur de la Mole hizo su elogio. La marquesa le dirigió la palabra momentos después, y le felicitó por su aire fatigado.

Julián se decía a cada instante:

—No debo mirar demasiado a Mlle. De la Mole; pero tampoco debo rehuirla. Tengo que ser exactamente igual que era, ocho días antes de mi desgracia...

Tuvo motivos para sentirse satisfecho del éxito, y se quedó en el salón. Atento por primera vez a la dueña de la casa, se esforzó intensamente en hacer hablar a los hombres de la reunión y mantener animada la conversación.

Su cortesía fué recompensada. A eso de las ocho anunciaron a la mariscala de Fervaques. Julián desapareció y volvió al poco tiempo, vestido con el mayor cuidado. Mademoiselle de la Mole le agradeció infinito aquella muestra de respeto, y quiso demostrarle su satisfacción hablando de su viaje a madame de Fervaques.

Julián se instaló cerca de la mariscala, de manera que sus ojos no fuesen vistos por Matilde. Así colocado, siguiendo todas las reglas del arte, madame de Fervaques fué para él el objeto de la más entusiasta admiración. Por un párrafo sobre ese sentimiento comenzaba la primera de las cincuenta y tres cartas que le había regalado el príncipe Korasoff.

La mariscala anunció que iba a la Opera Bufa. Allá se fué Julián corriendo; se encontró al caballero de Beauvoisis, que le condujo a un palco de los gentilhombres de cámara, precisamente al lado del palco de Mme. De Fervaques. Julián la miró constantemente.

—Necesito—se dijo al volver a casa—llevar un diario del asedio; si no, olvidaré mis ataques.

Se esforzó en escribir dos o tres páginas sobre aquel asunto enojoso, y así consiguió, cosa admirable, casi no pensar en Mlle. De la Mole.

Matilde casi lo había olvidado durante su viaje.

—Después de todo, no es más que un ser vulgar,—pensaba—y su nombre me recordará siempre la falta más grande de mi vida. Hay que volver de buena fe a las ideas vulgares de formalidad y de honor; una mujer corre el riesgo de perderlo todo al olvidarlas.

Se mostró dispuesta a consentir en que se ultimase el contrato con el marqués de Croisenois, preparado hacía tanto tiempo. Él estaba loco de alegría, y se habría asombrado mucho si alguien le hubiera dicho que en aquel modo de sentir de Matilde, que tanto le enorgullecía, había, en el fondo, mucho de resignación.

Todas las ideas de Matilde cambiaron al ver a Julián.

—En realidad,—se dijo—este es mi marido; si vuelvo de buena fe a las ideas de sensatez, evidentemente debo casarme con él.

Ella esperaba importunidades, aires de desgracia por parte de Julián. Preparaba sus contestaciones; pues sin duda al terminar de comer, él trataría de decirle algunas palabras. Lejos de ello, se quedó en el salón, y sus miradas ni siquiera se dirigieron al jardín. Eso sí, ¡Dios sabe con cuánto trabajo!

—Más vale tener cuanto antes esa explicación—pensó Mlle. de la Mole.

Salió sola al jardín, pero Julián no pareció. Matilde fué a pasearse junto a los ventanales del salón; desde allí le vió muy entretenido, describiendo a Madame de Fervaques los castillos en ruinas que coronan los altozanos a orillas del Rhin y que le dan tanto carácter. Empezaba a usar, y no sin éxito, la frase sentimental y pintoresca que en algunos salones se llama "esprit".

Si el príncipe de Korasoff hubiese estado en París, se habría sentido orgulloso: aquella velada era exactamente como él la había predicho. También habría merecido su aprobación la conducta de Julián en los días siguientes.

Una intriga entre los miembros del gobierno oculto dejaba vacantes algunos cordones azules; Madame de Fervaques exigía que su tío abuelo fuese caballero de la Orden. El marqués de la Mole tenía la misma pretensión para su suegro; reunieron sus esfuerzos, y la mariscala fué casi todos los días al palacio de la Mole. Por ella supo Julián que el marqués iba a ser ministro: ofrecía a la camarilla un plan muy ingenioso para anular la Carta, sin conmoción, en tres años.

Julián podía esperar un obispado si M. de la Mole llegaba al ministerio; pero para él, todos estos grandes intereses se le aparecían como cubiertos con un velo. Su imaginación no los percibía más que vagamente y, por decirlo así, en la lejanía. La gran desgracia que le convertía en un maníaco, cifraba todos los intereses de la vida en su manera de ser con Mlle. de la Mole. Calculaba que, después de cinco o seis años de trabajo, conseguiría de nuevo su amor.

Aquella cabeza tan fría había llegado, como se ve, a un completo estado de locura. De todas las cualidades que antes lo habían distinguido, sólo le quedaba un poco de firmeza. Materialmente fiel al plan de conducta trazado por el príncipe Korasoff, todas las noches se colocaba lo más cerca posible del sillón de Mme. De Fervaques, pero no conseguía encontrar una palabra que decirle.

El esfuerzo que se había impuesto para parecer curado ante Matilde, agotaba todas las fuerzas de su alma, y permanecía al lado de la mariscala como un ser apenas animado. Hasta sus ojos habían perdido todo su fuego, como ocurre cuando se tiene un gran sufrimiento físico.

Como la manera de ver las cosas de Mme. De la Mole era siempre una copia de las opiniones de aquel marido que podía hacerla duquesa, hacía unos días que ensalzaba hasta las nubes el mérito de Julián.

XXVI. El amor moral

There also was of course in Adeline That calm patrician polish in the adress, Which ne’er can pass the equinoctial line Of any thing which Nature would express: Just as a Mandarin finds nothing fine. At least his manner suffers not to guess That any thing he views can greatly please.

(Don Juan , c. XIII, estancia 84.)


—Hay algo de locura en la manera de ver de toda esta familia—pensaba la mariscala.—Están encantados con su joven abate, que no sabe sino escuchar, con unos ojos muy bonitos, es cierto.

Julián, por su parte, encontraba en los modales de la mariscala un ejemplo casi perfecto de aquella "calma patricia" que respira una exquisita cortesía, pero más aún la imposibilidad de ninguna emoción viva.

Lo imprevisto en los movimientos, la falta de dominio sobre sí mismo, hubiera escandalizado a Mme. De Fervaques casi tanto como la falta de majestad con los inferiores. El menor signo de sensibilidad hubiese sido a sus ojos como una especie de embriaguez moral, de la que hay que ruborizarse, y que perjudica mucho a lo que una persona de una jerarquía elevada se debe a sí misma. Su gran placer era hablar de la última cacería del rey; su libro favorito, las "Memorias del duque de Saint-Simon", sobre todo por la parte genealógica.

Julián sabía el sitio que, según la disposición de las luces, era conveniente a la belleza de madame de Fervaques. El solía estar allí de antemano, pero procurando colocar su silla de modo que no viese a Matilde. Extrañada de aquella insistencia en ocultarse de ella, un día abandonó el sofá azul y fué a trabajar junto a una mesita cercana al sillón de la mariscala. Julián podía verla bastante cerca, por debajo del sombrero de Mme. De Fervaques. Aquellos ojos, que disponían de su suerte, le asustaron al principio, pero luego le sacaron violentamente de su apatía habitual; habló, y muy bien.

Dirigía la palabra a la mariscala, pero su intención única era actuar sobre el alma de Matilde. Se animó de tal modo, que Mme. De Fervaques llegó a no entender lo que decía.

Aquél era un primer mérito. Si Julián hubiera tenido la idea de completarlo con alguna frase de misticismo alemán, de alta religiosidad y de jesuitismo, la mariscala le hubiera clasificado desde luego entre los hombres superiores llamados a regenerar el siglo.

—Puesto que tiene tan mal gusto,—decíase mademoiselle de la Mole que está hablando tanto tiempo y con tanto fuego a Mme. De Fervaques, no le escucharé más.—Durante el final de aquella velada cumplió su palabra, aunque con trabajo.

A media noche, cuando cogió la palmatoria de su madre para acompañarla a su cuarto, madame de la Mole se detuvo en la escalera para hacer un elogio completo de Julián. Matilde acabó de ponerse de mal humor; no pudo conciliar el sueño. Una idea la calmó: lo que yo desprecio puede aun parecer un hombre de gran mérito ante los ojos de la mariscala.

En cuanto a Julián, como había actuado, era menos infeliz; sus ojos se fijaron por casualidad en la cartera de piel de Rusia en que el príncipe Korasoff había encerrado las cincuenta y tres cartas de amor que le regaló. Julián vió una nota al final de la primera carta, que decía: "Se envía el número 1 ocho días después del primer encuentro".

—¡Estoy retrasado!—exclamó Julián,—pues hace mucho tiempo que estoy viendo a Mme. de Fervaques.—Se puso enseguida a copiar aquella carta de amor. Era una homilía llena de frases sobre la virtud y aburrida de muerte; Julián tuvo la suerte de dormirse a la segunda carilla.

Unas horas después, el sol le sorprendió apoyado sobre la mesa. Uno de los momentos más penosos de su vida era cada mañana, cuando, al despertar, "advertía" toda su desgracia. Aquel día acabó la copia de su carta casi riendo.—¿Es posible—se decía—que haya habido un muchacho capaz de escribir así?—Contó varias frases de nueve líneas. Al pie del original vió una nota con lápiz.

"Estas cartas las lleva uno mismo: a caballo, corbata negra, levita azul. Se entrega la carta al portero con aire contrito; profunda melancolía en la mirada. Si se ve a alguna doncella, enjugarse los ojos furtivamente. Dirigir la palabra a la doncella."

Todo esto fué fielmente ejecutado.

—Lo que estoy haciendo es un poco expuesto,— pensó Julián al salir del palacio de Fervaques—pero tanto peor para Korasoff. ¡Atreverse a escribir a una virtud tan célebre! Voy a ser tratado con el mayor desprecio, y nada me divertirá más. Esta es, en el fondo, la única comedia a la que puedo ser sensible. Sí, cubrir de ridículo a este ser odioso que llamo "yo" me divertirá. Si me dejara llevar por mis impulsos, cometería un crimen para distraerme.

Hacía un mes que el momento más feliz de la vida de Julián era aquel en que conducía su caballo a la cuadra. Korasoff le había prohibido expresamente mirar, bajo ningún pretexto, a la amante que le había abandonado. Pero el paso del caballo, que tan bien conocía ella, la manera en que Julián llamaba con la fusta a la puerta de la caballeriza para que saliera un mozo, atraían algunas veces a Matilde detrás de las cortinillas de su ventana. La batista era tan fina, que Julián veía a través de ella. Mirando de cierto modo, por debajo del ala de su sombrero, distinguía el cuerpo de Matilde, sin ver sus ojos.—Por lo tanto,—se decía—ella tampoco puede ver los míos, y esto no es mirarla.

Por la noche, Mme. De Fervaques fué para él exactamente lo mismo que si no hubiera recibido la disertación filosófica, mística y religiosa que por la mañana había entregado él a su portero con tanta melancolía. La víspera, la casualidad había revelado a Julián el medio de ser elocuente; se las arregló de manera que viese los ojos de Matilde. Ella, por su parte, unos instantes después de la llegada de la mariscala, abandonó el sofá azul, lo cual era desertar de su sociedad habitual. El marqués de Croisenois parecía consternado con aquel nuevo capricho; su dolor evidente consoló a Julián de lo más horrible de su desgracia.

Aquel detalle, imprevisto en su vida, le hizo hablar como un ángel; y como el amor propio se desliza siempre incluso en los corazones que sirven de templo a la virtud más augusta, al subir en su coche, la mariscala pensaba: madame de la Mole está en lo cierto; este curita tiene distinción. Se conoce que, los primeros días, mi presencia le intimidaba. Ciertamente, todo el ambiente de esta casa es muy frívolo; no se ven más que virtudes sostenidas por la vejez, muy necesitadas, sin duda, de los hielos de la edad. Este muchacho habrá visto la diferencia; escribe bien, pero mucho me temo que la petición que me hace en su carta de que le ilumine con mis consejos, sea, en el fondo, un sentimiento que él mismo ignora.

Y, sin embargo, ¡cuántas conversiones han comenzado así! Lo que me hace augurar algo bueno de esta es la diferencia de su estilo con el de los muchachos cuyas cartas he tenido ocasión de ver. Es imposible no reconocer la unción, una seriedad profunda y mucho convencimiento en la prosa de este joven levita; quizá tenga la dulce virtud de Massillon.

XXVII. Los mejores puestos de la Iglesia

¡Servicios! ¡Talento! ¡Mérito! ¡Bah! Perteneced a un partido.

Telémaco.


La idea del obispado se presentaba por primera vez, unida con la de Julián, en la cabeza de una mujer que, tarde o temprano, había de distribuir los mejores puestos de la Iglesia de Francia. Aquella probabilidad no hubiera impresionado apenas a Julián; en aquel instante su pensamiento no se salía para nada de su desgracia actual. Todo la acrecentaba. Por ejemplo, la vista de su habitación se le había hecho insoportable. Por la noche, cuando se retiraba con su bujía, cada mueble, cada pequeño adorno parecíale que tenían voz para anunciarle agriamente algún nuevo detalle de su desdicha.

—Hoy tengo un trabajo forzoso;—se dijo, al entrar con una vivacidad inusitada en él desde hacía algún tiempo—esperemos que la segunda carta sea tan fastidiosa como la primera.

Lo era mucho más. Le parecía tan absurdo lo que copiaba, que concluyó por transcribir línea por línea, sin preocuparse del sentido.

—Este es aún más enfático—se decía—que los documentos oficiales del tratado de Munster, que mi profesor de diplomacia me hacía copiar en Londres.

Entonces se acordó de las cartas de madame de Fervaques, cuyos originales se había olvidado de devolver al grave español don Diego Bustos. Las buscó: eran realmente casi tan ininteligibles como las del joven señor ruso. Eran de una completa vaguedad. Aquello quería decirlo todo y no decir nada.—Es el arpa eolia del estilo—pensó Julián.—En medio de los más sublimes pensamientos sobre la nada, sobre la muerte, sobre el infinito, etc., no veo de real más que un miedo abominable al ridículo.

El monólogo que acabamos de resumir se repitió durante quince días seguidos. Dormirse copiando una especie de comentario al Apocalipsis, al día siguiente ir a llevar una carta con aire melancólico, devolver el caballo a la cuadra con la esperanza de divisar el traje de Matilde, trabajar por la noche, presentarse en la Opera cuando Mme. De Fervaques no iba al palacio de la Mole; tales eran las monótonas ocupaciones de la vida de Julián. Algún más interés cuando Mme. De Fervaques iba a ver a la marquesa; entonces podía entrever los ojos de Matilde por debajo del ala del sombrero de la mariscala, y entonces era elocuente. Sus frases pintorescas y sentimentales comenzaban a tomar un giro más elegante y más interesante a la vez.

Comprendía perfectamente que lo que hablaba era absurdo a los ojos de Matilde, pero quería impresionarla por la elegancia de la dicción.—Cuanto más falso sea lo que diga, tanto más debo gustarle— pensaba Julián. Y entonces, con una osadía inaudita, exageraba algunos aspectos de la naturaleza. Pronto advirtió que, para no parecer vulgar ante Mme. De Fervaques, tenía que prescindir sobre todo de las ideas sencillas y razonables. Así, pues, continuaba o abreviaba sus amplificaciones, según veía el éxito o la indiferencia en los ojos de las dos grandes damas a quienes tenía que agradar.

En conjunto, su vida era menos triste que cuando pasaba los días en la inacción.

—Pero—decíase una noche—estoy copiando la decimoquinta de estas abominables disertaciones; las catorce primeras han sido fielmente entregadas al suizo de la mariscala. Voy a tener el honor de llenar todos los cajones de su escritorio. Y, sin embargo, ella me trata exactamente lo mismo que si no escribiese. ¿En qué acabará todo esto? ¿Le fastidiará a ella mi constancia tanto como a mí? Hay que reconocer que el ruso amigo de Korasoff, y enamorado de la bella cuáquera de Richmond, fué en su tiempo un hombre terrible; no se puede ser más abrumador.

Como todos los seres mediocres a quienes la casualidad pone en presencia de las maniobras de un gran general, Julián no comprendía una palabra del ataque ejecutado por el joven ruso contra el corazón de la bella inglesa. Las cuarenta primeras cartas no tenían más objeto que hacerse perdonar el atrevimiento de escribir. La cuestión era que aquella dulce persona, que probablemente se aburría infinitamente, contrajera la costumbre de recibir cartas, quizá un poco menos sosas que su vida diaria.

Una mañana entregaron una carta a Julián; en ella reconoció las armas de Mme. De Fervaques, y abrió el sello con un interés que algunos días antes le habría parecido imposible: no era más que una invitación a comer.

Consultó presuroso las instrucciones del príncipe Korasoff. Desgraciadamente, el joven ruso había querido ser ligero, como Dorat, en donde hubiera debido ser sencillo e inteligible. Julián no pudo adivinar la posición moral que debía ocupar en la comida de la mariscala.

El salón era de una gran magnificencia, dorado como la galería de Diana en Les Tuileries, con cuadros al óleo en los artesonados. En estos cuadros aparecían algunas manchas claras. Julián supo más tarde que, habiendo parecido los asuntos poco decentes a la dueña de la casa, ésta había mandado corregir los cuadros.

—¡"Siglo moral"!—pensó.

En aquel salón reconoció a tres de los personajes que asistieron a la redacción de la nota secreta. Uno de ellos, monseñor el obispo de ***, tío de la mariscala, tenía la ficha de ganancias, y, según decían, no sabía negar nada a su sobrina.

—¡Qué gran paso he dado!—se dijo Julián, sonriendo con melancolía.—¡Y qué indiferente me resulta! Heme aquí comiendo con el famoso obispo de ***.

La comida fué mediocre, y la conversación, inaguantable.

—Es el índice de un mal libro—pensaba Julián.—Todos los grandes problemas suscitados en el pensamiento de los hombres, se tratan aquí con orgullo. A los tres minutos de escuchar, se pregunta uno qué es más insoportable: el énfasis del orador o su perfecta ignorancia.

El lector quizá haya olvidado a aquel literato de poca monta llamado Tanbeau, sobrino del académico y futuro profesor, que parecía el encargado de envenenar el salón De la Mole con sus bajas calumnias.

A la vista de aquel hombrecillo apuntó en Julián la idea de que, aun cuando Mme. De Fervaques no contestase a sus cartas, podría muy bien ocurrir que viese con indulgencia el sentimiento que las dictaba. El alma negra de M. Tambeau se desgarraba ante los éxitos de Julián. Pero como, por otra parte, un hombre de mérito, lo mismo que un majadero, no puede estar en dos sitios a la vez,si Sorel se hace amante de la sublime mariscala,—se decía el futuro profesor—ella le colocará en la Iglesia en algún buen puesto y yo me veré libre de él en el palacio De la Mole.

El abate Pirard también dirigió a Julián largos sermones sobre sus triunfos en el palacio de Fervaques. Había algo de "celos de secta" entre el austero jansenista y el salón jesuítico, regenerador y monárquico de la virtuosa mariscala.

XXVIII. Manon Lescaut

Una vez que se hubo convencido de lo estúpido y burro que era el prior, acertaba comúnmente llamando negro a lo blanco y blanco a lo negro.

Lichtemberg.


Las instrucciones rusas prescribían imperiosamente no contradecir nunca de viva voz a la persona a quien se escribía. No había que separarse, bajo ningún pretexto, del papel de la más extática admiración; las cartas partían siempre de este supuesto.

Una noche, en la ópera, en el palco de Mme. De Fervaques, Julián ponía por las nubes el ballet de "Manon Lescau"t. Su única razón para hablar así era que lo consideraba insignificante.

La mariscala dijo que el ballet era muy inferior a la novela del abate Prévost.

—¡Cómo!—pensó Julián, asombrado y divertido.—¡Una persona tan virtuosa alabar una novela!—Madame de Fervaques hacía alarde, dos o tres veces por semana, del más completo desprecio por los escritores que mediante esas obras chabacanas tratan de corromper a una juventud, por desgracia, demasiado propicia a los errores de los sentidos.

—En ese género inmoral y peligroso, "Manon Lescaut"—continuó la mariscala—ocupa, según dicen, uno de los primeros puestos. Las debilidades y las angustias de un corazón muy criminal están, según dicen, pintadas con una verdad realmente profunda; lo cual no impide que vuestro Bonaparte diga en Santa Elena que es una novela escrita para lacayos.

Esta frase devolvió toda su actividad al espíritu de Julián.—Han querido perderme con la mariscala; le han contado mi entusiasmo por Napoleón. El hecho le ha molestado lo bastante para ceder a la tentación de hacérmelo comprender.—Aquel descubrimiento le divirtió toda la noche, y a su vez le hizo ser divertido. Al despedirse en el vestíbulo de la ópera, le dijo la mariscala:—Recuerde usted que no hay que querer a Bonaparte cuando se me quiere a mí; todo lo más, puede aceptársele como una necesidad impuesta por la providencia. Además, ese hombre no tenía suficiente flexibilidad de espíritu para comprender las obras maestras de las artes.

—"¡Cuándo se me quiere a mí!"—se repetía Julián.—Esto no quiere decir nada, o quiere decirlo todo. Sutilezas del lenguaje ignoradas por nosotros, pobres provincianos.—Y pensó mucho en Mme. De Renal mientras copiaba una carta interminable destinada a la mariscala.

—¿Cómo es—le dijo ella al día siguiente, con un aire de indiferencia que a él le pareció fingido—que me habla usted de "Londres" y de "Richmond" en una carta que, al parecer, escribió usted anoche al salir de la ópera?

Julián se quedó muy avergonzado; había copiado al pie de la letra, sin pensar en lo que escribía, y, por lo visto, se había olvidado de poner "París" y "Saint-Cloud", en vez de "Londres" y "Richmond", que figuraban en el original. Comenzó dos o tres frases, pero no logró acabarlas; tenía unas ganas irresistibles de reír a carcajadas. Finalmente, buscando alguna frase, se le ocurrió esta idea:

—Exaltado por la discusión de los más sublimes, de los más grandes intereses del alma humana, la mía, al escribir, ha podido tener una distracción.

—He hecho efecto;—se dijo—por lo tanto, puedo ahorrarme el aburrimiento del resto de la velada.—Salió corriendo del palacio de Fervaques. Por la noche, revisando el original de la carta que cogió la víspera, llegó al pasaje fatal en que el joven ruso hablaba de Londres y de Richmond. A Julián le chocó mucho encontrar aquella carta casi tierna.

El contraste entre la aparente frivolidad de su conversación y la profundidad sublime y casi apocalíptica de sus cartas, era lo que le había conseguido la consideración de Mme. De Fervaques. La longitud de las frases complacía, sobre todo, a la mariscala; no es ese estilo a saltos, puesto de moda por Voltaire, aquel hombre tan inmoral. Aun cuando nuestro héroe hiciese esfuerzos increíbles por desterrar todo asomo de buen sentido en su conversación, esta siempre tenía cierto tinte antimonárquico e impío que no escapaba a madame de Fervaques. Rodeada de personas eminentemente morales, pero a quienes de ordinario no se les ocurría una idea en toda la noche, aquella señora se interesaba sobremanera en lo que parecía una novedad, pero al mismo tiempo creía un deber para sí misma mostrarse ofendida por ello. Llamaba ella a aquel defecto "conservar el sello de la frivolidad del siglo"...

Tales salones sólo son soportables cuando se pretende algo. Todo el aburrimiento de la vida sin interés que llevaba Julián es, sin duda, compartido por el lector. Estos son los páramos de nuestro viaje.

Durante todo el tiempo usurpado en la vida de Julián por el episodio Fervaques, mademoiselle de la Mole tenía necesidad de hacer un gran esfuerzo para no pensar en él. Su alma era presa de los combates más violentos; a veces se jactaba de despreciar a aquel hombre tan triste, pero, a pesar suyo, su conversación la cautivaba. Lo que le chocaba sobre todo era su absoluta falsedad; no decía una sola palabra a la mariscala que no fuese una mentira, o, por lo menos, un disfraz abominable de su modo de pensar, qué Matilde conocía tan perfectamente en casi todos los asuntos. Aquel maquiavelismo la asombraba.—¡Qué profundidad!—se decía.—¡Qué diferencia con los bobos pretenciosos o los bribones vulgares, como M. Tambeau, que emplean el mismo lenguaje!

Julián, sin embargo, tenía días horribles. Se presentaba a diario en el salón de la mariscala para cumplir el más penoso de los deberes. Sus esfuerzos para representar una comedia acababan de quitar a su alma toda la fuerza. Muchas veces, por la noche, al atravesar el patio inmenso del palacio de Fervaques, necesitaba acudir a todo su carácter y sus razonamientos para conseguir mantenerse por encima de la desesperación.

—En el seminario vencí la desesperación,—se decía—y, sin embargo, ¡qué horrible perspectiva tenía entonces! Debía tener éxito o hundirme para siempre; en uno y en otro caso, me vería obligado a pasar mi vida entera en intimidad con lo más despreciable y más repugnante que hay en el mundo. En la primavera siguiente, total once meses después, era quizá el más feliz de los muchachos de mi edad.

Pero casi siempre estos bellos razonamientos se estrellaban contra la horrible realidad. Todos los días veía a Matilde en el almuerzo y en la cena. Por las numerosas cartas que le dictaba M. De la Mole, sabía que estaba en vísperas de casarse con M. de Croisenois. Este joven amable ya iba dos veces al día al palacio de la Mole: a la mirada celosa de un amante abandonado no se le escapaba ninguno de sus pasos.

Cuando había creído advertir que Mlle. De la Mole trataba bien a su pretendiente, al volver a su cuarto Julián no podía evitar el acariciar sus pistolas amorosamente.

—¡Ay! ¡Más sensato sería quitar las iniciales a mi ropa blanca y marcharme a algún bosque solitario, a veinte leguas de París, a terminar esta vida maldita! Desconocido en la comarca, mi muerte permanecería oculta durante quince días, y al cabo de ellos, ¿quién pensaría en mí?

Este razonamiento era muy sensato. Pero al día siguiente, el brazo de Matilde, entrevisto entre la manga y el guante, bastaba para sumir a nuestro joven filósofo en penosos recuerdos que, sin embargo, le apegaban a la vida.—Bueno,—se decía—entonces, seguiré hasta el fin la política rusa. ¿Cómo terminará todo esto?

Respecto a la mariscala, ciertamente no volveré a escribirle después que haya copiado las cincuenta y tres cartas. En cuanto a Matilde, estas seis semanas de comedia tan penosa, o no harán cambiar en nada su cólera, o me proporcionarán un instante de reconciliación ¡Dios santo! ¡Me moriría de felicidad!...—Y no podía acabar su pensamiento.

Cuando, después de una largo deliquio conseguía reaccionar, decíase:—Obtendría quizá un día de felicidad; después sus rigores volverían a comenzar, fundados, desgraciadamente, en la poca fuerza que tengo para agradarle, y no me quedaría ya recurso alguno; me veré arruinado, perdido para siempre—¿Qué garantía puede darme ella con su carácter?

¡Ay! Mi poco mérito es causa de todo. Indudablemente carezco de elegancia en mis modales, mi manera de hablar es pesada y monótona. ¡Dios mío! ¿Por qué soy como soy?

XXIX. El aburrimiento

Sacrificarse a las propias pasiones, pase; pero a pasiones que no se tienen... ¡Oh, triste siglo diez y nueve!

Girodet.


Después de haber leído, sin placer alguno al principio, las cartas de Julián, Mme. de Fervaques empezaba a preocuparse de ellas; pero una cosa la tenía desolada:—¡Qué lástima que M. Sorel no sea definitivamente cura! Entonces podría admitírsele con cierta intimidad; pero con esa cruz y ese traje casi seglar, se expone una a preguntas crueles, y ¿qué responder?

No terminaba su pensamiento. Alguna amiga maliciosa puede suponer, y hasta divulgar, que es algún primo modesto, pariente de mi padre, algún comerciante condecorado por la guardia nacional.

Hasta el momento en que vió a Julián, el mayor placer de Mme. de Fervaques había sido escribir la palabra "mariscala" al pie de su nombre. Luego, una vanidad de advenedizo, malsana y que se ofendía por todo, combatió un comienzo de interés.

—¡Me sería tan fácil—se decía la mariscala—hacer de él un vicario mayor en alguna diócesis cercana a París! Pero Sorel a secas y, además, secretario de M. de la Mole..., es desolador.

Por primera vez aquel alma, que todo lo "temía", se sentía emocionada por un interés extraño a sus pretensiones de jerarquías y superioridad social. Su anciano portero notó que, cuando llevaba una carta de aquel guapo mozo que tenía un aire tan triste, estaba seguro de ver desaparecer el aire distraído y molesto que la mariscala cuidaba siempre de adoptar a la llegada de alguno de sus criados.

El aburrimiento de un modo de vivir supeditado al efecto en el público, sin que hubiese en el fondo una satisfacción real por tal género de éxito, había llegado a ser tan intolerable desde que pensaba en Julián, que bastaba una hora que pasase durante la velada con aquel hombre singular para que las doncellas no fuesen maltratadas en todo el día siguiente. El crédito naciente del joven resistió a algunos anónimos, muy bien hechos. En vano el pequeño Tambeau proporcionó a de Luz, de Croisenois y de Caylus dos o tres calumnias muy hábiles, que estos señores se encargaron de divulgar sin preocuparse mucho de la verdad de las acusaciones. La mariscala, cuyo espíritu no estaba hecho para resistir a esos medios vulgares, contaba sus dudas a Matilde y siempre recibía consuelo.

Un día, después de haber preguntado tres veces si había cartas, Mme. de Fervaques se decidió repentinamente a contestar a Julián. Fue una victoria del aburrimiento. A la segunda carta, la mariscala fué detenida por la inconveniencia de escribir de su puño y letra una dirección tan vulgar: "A M. Sorel, en casa del marqués de la Mole."

—Es preciso—dijo ella por la noche a Julián con un aire muy seco—que me traiga usted sobres con sus señas.

—Heme aquí convertido en amante de escalera abajo—pensó Julián, y se inclinó, divirtiéndole la idea de disfrazarse de Arsène, el viejo ayuda de cámara del marqués.

Aquella misma noche llevó los sobres, y al día siguiente, muy de mañana, recibió una tercera carta. Leyó cinco o seis líneas del principio y dos o tres del final. Era de cuatro carillas, de letra muy apretada.

Poco a poco, tomaron la costumbre de escribirse casi todos los días. Julián contestaba con copias fieles de las cartas rusas y, ¡ventajas del estilo enfático!, Mme. de Fervaques no se extrañó de ver la poca relación de las contestaciones con sus cartas.

Cuál no hubiera sido la indignación de su orgullo si el pequeño Tambeau, que se había constituído en espía voluntario de Julián, le hubiese podido decir que todas sus cartas, sin abrir, estaban tiradas y revueltas en el cajón de Julián.

Una mañana, el portero le llevó a la biblioteca una misiva de la mariscala; Matilde se encontró a aquel hombre, y vió la carta y la dirección con letra de Julián. Entró en la biblioteca al tiempo que el portero salía; la carta estaba aún en el borde de la mesa, pues Julián, muy ocupado en su escritura, no la había metido en el cajón.

—Esto es una cosa que no puedo sufrir—exclamó Matilde, apoderándose de la carta.—Me olvida usted por completo, a mí, que soy su esposa. ¡Su conducta es horrible, caballero!

A estas palabras, su orgullo, espantado de la tremenda inconveniencia de aquel paso, la sofocó; se deshizo en lágrimas, y al poco tiempo le pareció a Julián que no podía respirar.

Sorprendido, confuso, Julián no apreciaba bien todo lo que para él tenía de feliz aquella escena. Ayudó a Matilde a sentarse; ella casi se abandonaba en sus brazos.

Al percatarse de este movimiento, la alegría de Julián fué inmensa. Enseguida pensó en Korasoff: "Puedo echarlo todo a perder con una palabra."

Sus brazos quedaron inmóviles: tan grande era el esfuerzo impuesto por la política.

No debo ni siquiera permitirme estrechar contra mi pecho este cuerpo grácil y encantador que encierra el corazón que me maltrata y desprecia. ¡Qué carácter más terrible!

Y, maldiciendo el carácter de Matilde, la amaba cien veces más; le parecía tener en sus brazos a una reina.

La impasible frialdad de Julián redobló el dolor de orgullo que desgarraba el alma de Matilde. Estaba muy lejos de tener la sangre fría necesaria para tratar de adivinar en los ojos de él lo que sentía por ella en aquel momento. No pudo decidirse a mirarle; temblaba de encontrar en él la expresión del desprecio.

Sentada en el diván de la biblioteca, inmóvil, con la cabeza vuelta al lado contrario de Julián, era presa de los dolores más vivos que el orgullo y el amor pueden hacer sentir a un alma humana. ¡Qué mal paso acababa de dar!

—¡Desgraciada de mí! ¡Me estaba reservado el ver rechazar los avances más indecorosos! ¡Y rechazados por quién!—añadía su orgullo dolorido.—¡Rechazados por un criado de mi padre!

Esto no lo soportaré—dijo en alta voz.

Y, levantándose furiosa, abrió el cajón de la mesa de Julián, que estaba a dos pasos de ella. Quedó como helada de horror al ver allí ocho o diez cartas, sin abrir, semejantes en todo a la que el portero acababa de entregarle. En todos los sobres reconocía la letra de Julián, más o menos fingida.

—¿De modo—exclamó fuera de sí—que no solamente está usted bien con ella, sino que también la desprecia usted? ¡Usted, un hombre de poca monta, despreciar a la mariscala de Fervaques!... ¡Ay, perdón, querido mío!—añadió, echándose a sus pies—; despréciame sí quieres, pero ámame. ¡No puedo vivir privada de tu amor!

Y cayó al suelo, desmayada.

—¡Ya está la orgullosa a mis pies!—se dijo Julián.

XXX. Un palco en la Bufos

As the blackest sky
Foretells the heaviest tempest.

Don Juan. C. I., est. 73.


En medio de todos aquéllos arranques, Julián se sentía más asombrado que feliz. Las injurias de Matilde le demostraban cuán sabia era la política rusa. "Hablar poco, obrar poco", éste es el único medio de salvarme.

Levantó a Matilde y, sin pronunciar palabra, la volvió a colocar sobre el diván. Poco a poco las lágrimas la vencieron.

Para recuperar la serenidad, ella cogió en sus manos las cartas de Mme De Fervaques; las abría lentamente. Tuvo un movimiento nervioso muy marcado cuando reconoció la letra de la mariscala. Volvía, sin leerlas, las hojas de aquellas cartas; la mayoría eran de seis carillas.

—Contésteme al menos—dijo por fin Matilde, con el tono de voz más suplicante, pero sin atreverse a mirar a Julián.—Usted sabe bien que soy orgullosa; esta es la desgracia de mi posición y hasta de mi carácter, lo confieso. ¿Madame de Fervaques me ha arrebatado el corazón de usted?... ¿Ha hecho ella por usted todos los sacrificios a los que a mí me ha arrastrado este amor fatal?

Un hosco silencio fué toda la respuesta de Julián.—¿Con qué derecho—pensaba—me pide una indiscreción, indigna de un hombre honrado?

Matilde trató de leer las cartas; sus ojos arrasados en lágrimas le quitaban la posibilidad de lograrlo.

Hacía un mes que era desgraciada, pero aquella alma altiva estaba muy lejos de confesarse sus sentimientos. Solo la casualidad había traído aquella explosión. Por un momento, los celos y el amor habían vencido al orgullo. Matilde estaba en el diván y muy cerca de él. Julián veía sus cabellos, su cuello de alabastro. Un instante se olvidó de lo que se debía. La enlazó por la cintura con su brazo y casi la estrechó contra su pecho.

Ella volvió lentamente la cabeza hacia él, dejándole asombrado por la expresión de intenso dolor de sus ojos, que hacía variar totalmente su fisonomía habitual.

Julián sintió que le abandonaban las fuerzas; tan penoso era el acto de valor que se imponía.

—Estos ojos no expresarán dentro de poco sino el más frío desdén,—se dijo Julián—si me dejo llevar por la dicha de amarla.—Y, sin embargo, con voz muy tenue y con palabras entrecortadas, ella le repetía en aquel momento la seguridad de todos sus remordimientos por las acciones que su orgullo había podido aconsejarla.

—Yo también tengo orgullo—le dijo Julián, con una voz apenas inteligible.

Y en sus rasgos se pintaba el máximo grado del abatimiento físico.

Matilde se volvió bruscamente hacia él. Oír su voz era una felicidad a la que casi había renunciado. En aquel momento sólo recordaba su altivez para maldecirla; hubiera deseado encontrar medios insólitos, increíbles, para probarle hasta qué punto le adoraba y se detestaba a sí misma.

—Probablemente, a causa de ese orgullo—continuó Julián—usted me ha distinguido un instante; a causa de esta firmeza animosa, propia de un hombre, me estima usted aún en este momento. Yo puedo estar enamorado de la mariscala...

Matilde se estremeció; sus ojos tomaron una expresión extraña. Iba a oír pronunciar su sentencia. Este movimiento no pasó inadvertido para Julián, que sintió debilitarse su valor.

—¡Ah!—decíase , escuchando el sonido de las vanas palabras que su boca pronunciaba, como si fuera un ruido extraño—¡si yo pudiera cubrir de besos esas mejillas tan pálidas sin que tú lo sintieses!

—Puedo estar enamorado de la mariscala,—continuó... Y su voz era cada vez más débil—pero ciertamente, no tengo ninguna prueba decisiva de su interés por mí...

Matilde le miró; él sostuvo aquella mirada, suponiendo que al menos su fisonomía no le había traicionado. Se sintió penetrado de amor hasta en los repliegues más íntimos de su corazón. Nunca había adorado hasta aquel punto, estaba casi tan loco como Matilde. Si ella hubiese tenido suficiente sangre fría y ánimo para maniobrar, él habría caído a sus pies, renegando de toda vana comedia. Tuvo bastante fuerza para continuar hablando.—¡Ah, Korasoff!—exclamó interiormente,—¿por qué no estás aquí? ¡Qué bien me vendría una palabra que dirigiera mi conducta!—Entretanto, su boca decía:

—A falta de otro sentimiento, la gratitud bastaría para mostrarme adicto a la mariscala; ella ha sido indulgente conmigo, me ha consolado cuando se me despreciaba... Yo no puedo tener una fe sin límites en ciertas apariencias, en extremo halagüeñas, sin duda, pero quizá también poco duraderas.

—¡Ay, Dios mío!—exclamó Matilde.

—Vamos a ver: ¿qué garantía me daría usted?—continuó Julián con un acento vivo y firme, y que parecía abandonar por un momento las formas prudentes de la diplomacia.—¿Qué garantía, qué Dios me responderá que la posición que en este momento está usted dispuesta a devolverme durará más de dos días?

—El exceso de mi amor y de mi desgracia si no me ama usted ya—le dijo ella tomándole las manos y volviéndose hacia él.

El movimiento brusco que hizo echó hacia atrás el chal con que se cubría; Julián pudo ver sus hombros encantadores. Sus cabellos, algo alborotados, le trajeron a la memoria un recuerdo delicioso...

Iba a ceder.—Una palabra imprudente—se dijo—y volverá a dar comienzo la serie interminable de días pasados en la desesperación. Madame de Renal hallaba razones para hacer lo que su corazón le dictaba; esta muchacha de la alta sociedad no deja conmoverse a su corazón sino cuando se ha probado con razones que debe conmoverse.

Vió esta verdad en un abrir y cerrar de ojos, y en un abrir y cerrar de ojos recobró todo su valor.

Retiró las manos, que Matilde estrechaba entre las suyas, y con marcado respeto, se separó de ella un poco. El valor de un hombre no puede ir más lejos. Enseguida se puso a reunir todas las cartas de Mme. De Fervaques, que estaban esparcidas por el diván, y con la apariencia de una extremada cortesía, muy cruel en aquel momento, añadió:

—Mademoiselle de la Mole me permitirá que reflexione sobre todo esto.

Se alejó rápidamente de la biblioteca; ella le oyó cerrar todas las puertas, una tras otra.

—El monstruo no se ha conmovido—dijo Matilde...

—Pero ¡qué ha de ser un monstruo! Es sensato, prudente, bueno; yo soy la que ha cometido todas las equivocaciones que puedan imaginarse.

Esta manera de pensar perduró. Matilde se sintió casi feliz aquel día, pues se dedicó por entero al amor; se hubiera dicho que nunca aquel alma se había sentido agitada por el orgullo, y ¡qué orgullo!

Se estremeció de horror cuando por la noche, en el salón, el lacayo anunció a Mme. De Fervaques; la voz de aquel hombre le pareció siniestra. No pudo soportar la presencia de la mariscala y se alejó rápidamente. Julián, poco orgulloso de su penosa victoria, tenía miedo de sus propias miradas y no comió en el palacio De la Mole.

Su amor y su felicidad aumentaban rápidamente a medida que se alejaba del momento de la batalla. Llegaba a censurarse.

¿Cómo he podido resistirme a ella?—se decía.—¡Si fuera a dejar de amarme! Un momento puede hacer variar a ese alma altiva, y hay que reconocer que la he tratado de un modo horrible.

Por la noche comprendió que era absolutamente preciso presentarse en la Opera Bufa, en el palco de Mme De Fervaques, que le había invitado expresamente. Matilde se enteraría con seguridad de su presencia o de su ausencia poco correcta.

A pesar de la evidencia de este razonamiento, no tuvo fuerza para alternar con la gente al principio de la noche. Hablando, iba a perder la mitad de su dicha.

Dieron las diez. No había más remedio que dejarse ver.

Afortunadamente, encontró el palco de la mariscala lleno de señoras, y se vió relegado a un sitio cerca de la puerta y oculto completamente por los sombreros. Aquel sitio le salvó de hacer el ridículo. Los acentos divinos de desesperación de Carolina en el "Matrimonio secreto" le arrancaron lágrimas. Madame de Fervaques vió aquellas lágrimas; de tal modo contrastaban con la firmeza viril de su fisonomía habitual, que aquel alma de gran señora, saturada desde hacía tiempo de todo lo que el orgullo del "advenedizo" tiene de más corrosivo, se sintió conmovida. Lo poco de mujer que quedaba en su corazón la indujo a hablar. Quería gozar del sonido de su voz en aquel momento.

—¿Ha visto usted a las damas de la Mole?—le dijo.—Están en el tercero.

Al punto, Julián se asomó a la sala, apoyándose con bastante descortesía en la barandilla del palco. Vió a Matilde; sus ojos tenían brillo de lágrimas.

—Y, sin embargo, hoy no es su día de ópera—pensó Julián.—¡Qué afán!

Matilde había convencido a su madre de ir a la Opera Bufa, a pesar de lo poco distinguido del palco que una amiga complaciente de la casa se había apresurado a ofrecerles. Quería ver si Julián pasaba aquella noche con la mariscala.

XXXI. Asustarla

Este es el milagro de vuestra civilización. Habéis hecho del amor un negocio corriente.

Barnave.


Julián corrió al palco de Mme. De la Mole. Sus ojos se cruzaron enseguida con los ojos, llenos de lágrimas, de Matilde. Lloraba sin contenerse. En el palco solo había personas poco distinguidas: la amiga que había prestado el palco y algunos amigos suyos. Matilde puso su mano sobre la de Julián; parecía como si hubiera olvidado todo temor de su madre. Casi ahogada por las lágrimas, Matilde sólo le dijo esta palabra: "Garantías"

—Por lo menos, que yo no le hable—se decía Julián, muy conmovido y tapándose como podía los ojos, con el pretexto de la araña que deslumbra a los ocupantes del tercer piso de palcos.—Si hablo, no podrá dudar del exceso de mi emoción; el tono de mi voz me traicionaría, y todo puede perderse aún.

Su lucha era mucho más penosa que por la mañana, pues su alma había tenido tiempo de conmoverse. Temía ver a Matilde picada de vanidad. Ebrio de amor y de voluptuosidad, se decidió por el silencio.

A mi modo de ver, este es uno de los rasgos más bellos de su carácter; un ser capaz de tal esfuerzo sobre sí mismo puede ir lejos, "si fata sinant".

Mademoiselle de la Mole insistió para que Julián se fuese con ellas a casa. Afortunadamente llovía mucho. Pero la marquesa le colocó frente a ella, le habló sin cesar e impidió que pudiese decir una palabra a su hija. Podría haberse pensado que la marquesa favorecía a Julián; no temiendo ya echarlo todo a perder por el exceso de su emoción, se entregaba a ella con locura.

¿Me atreveré a decir que al entrar en su cuarto, Julián se arrodilló y cubrió de besos las cartas de amor que le había dado el príncipe Korasoff?

—¡Oh, gran hombre! ¡Cuánto te debo!—exclamó en su desvarío.

Poco a poco recobró su sangre fría. Se comparó a un general que acaba de ganar a medias una gran batalla.—El avance es seguro y grande;—se dijo—pero ¿qué pasará mañana? Un momento puede echarlo todo a perder.

Con un movimiento apasionado, abrió las Memorias de Santa Elena, y durante dos horas largas se esforzó en leerlas; sólo leían los ojos, pero no importaba; siguió haciendo el esfuerzo. Durante aquella singular lectura, su cabeza y su corazón, elevados al nivel de lo más alto, trabajaban a pesar suyo.—Este corazón es bien distinto del de Mme. De Renal—se decía; pero no iba más lejos.

—¡Asustarla!—exclamó de repente, tirando el libro lejos de sí.—El enemigo no me obedecerá sino mientras me tema; entonces no se atreverá a despreciarme.

Y pensando esto, se paseaba por su reducida habitación, ebrio de alegría. A decir verdad, aquella alegría era más de orgullo que de amor.

—¡Asustarla!—se repetía con orgullo, y tenía razón de sentirse orgulloso.—Aún nen los momentos de mayor dicha, Mme. De Renal temía siempre que mi amor no fuese igual al suyo. En este caso, es un demonio al que subyugo; es preciso, pues, "subyugar".

Sabía de sobra que a la mañana siguiente, desde las ocho, Matilde estaría en la biblioteca; así que no apareció en ella hasta las nueve, ardiendo de amor; pero su cabeza dominaba a su corazón. No pasaba un solo minuto sin que se repitiese:—"Debo tenerla siempre preocupada con esta gran duda: ¿me ama?" Su brillante posición, los halagos de todo el que le habla, la llevan un "poco demasiado" a la seguridad.

La encontró pálida, tranquila, sentada en el diván; pero, al parecer, incapaz del menor movimiento. Matilde le tendió la mano.

—Querido, te he ofendido, es cierto, y tienes derecho para estar enojado.

Julián no esperaba aquel tono sencillo. Estuvo a punto de traicionarse.

—Quieres garantías;—añadió, después de un silencio que esperaba ver roto—es justo. Ráptame, partamos para Londres... Quedaré perdida para siempre, deshonrada...

Tuvo el valor de retirar su mano de la de Julián para taparse los ojos con ella. En aquel alma habían renacido todos los sentimientos de recato y virtud femenina.

—Pues bien; deshónrame;—dijo por fin con un suspiro—eso es una "garantía".

—Ayer fuí feliz porque tuve el valor de ser severo conmigo mismo—pensó Julián. Después de un corto silencio, tuvo el suficiente dominio sobre su corazón para decir con tono glacial:

—Una vez camino de Londres, una vez deshonrada, para servirme de sus mismas expresiones, ¿quién me responde de que me amará usted, de que mi presencia en la silla de posta no le parecerá importuna? No soy un monstruo; que su reputación quede por los suelos, sólo será una desgracia más. Y el obstáculo no es la posición de usted en el mundo; es, por desgracia, su carácter.

¿Puede usted asegurarse a sí misma que me amaría ocho días seguidos?

(¡Que me ame ocho días, solamente ocho días,—se decía Julián en voz baja—y me moriré de alegría. ¿Qué me importa el porvenir? ¿Qué me importa la vida? Y esta dicha inefable puede comenzar en este instante si yo quiero, sólo depende de mí.)

Matilde le vió pensativo.

—¿Entonces, soy completamente indigna de usted?—dijo ella, tomándole una mano.

Julián la abrazó, pero enseguida la mano de hierro del deber se adueñó de su corazón.—Si ve cómo la adoro, la pierdo. Y antes de separarse de sus brazos, ya había recobrado toda la dignidad que conviene a un hombre.

Aquel día y los siguientes, el delirio de la felicidad vencía a todos los consejos de la prudencia.

Cerca de una bóveda de madreselvas, dispuesta para ocultar la escalera en el jardín, era donde tenía costumbre de colocarse para mirar de lejos la persiana de Matilde y llorar su inconstancia. Había muy cerca una gran encina, y el tronco de este árbol le ocultaba de miradas indiscretas.

Paseando con Matilde por aquel mismo sitio, que le recordaba tan intensamente su extrema desventura, el contraste entre la desesperación pasada y la felicidad presente fué demasiado fuerte para su espíritu; las lágrimas inundaron sus ojos, y llevando a sus labios la mano de su amiga, exclamó:

—Aquí vivía pensando en ti; desde aquí miraba aquella persiana y esperaba horas enteras el momento dichoso en que viera que esta mano la abría.

Su debilidad fué completa. Le pintó, con esos colores verdaderos que no pueden inventarse, el exceso de su desesperación de entonces. Algunas exclamaciones atestiguaban su felicidad actual, que había hecho cesar aquella pena atroz...

—¿Qué estoy haciendo, Santo Dios?—se dijo Julián, volviendo en sí de repente.—Me pierdo.

En el exceso de su alarma, ya creyó ver menos amor en los ojos de Mlle. de la Mole. Era una ilusión, pero la cara de Julián varió rápidamente, cubriéndose de mortal palidez. Sus ojos se apagaron un instante y una expresión de altivez, no exenta de maldad, sucedió a la del amor más verdadero y más olvidado de sí.

—¿Qué tienes, querido mío?—le dijo Matilde con ternura e inquietud.

—Estoy mintiendo,—exclamó Julián malhumorado—y estoy mintiéndote a ti. Me lo reprocho y, sin embargo, Dios sabe que te estimo lo bastante para no mentir. Tú me amas, me tienes afecto, y no necesito hacer frases para agradarte.

—¡Dios bendito! ¿Son frases todo lo que me estás diciendo, tan encantador, desde hace diez minutos?

—Y lamento mucho haberlas dicho, querida mía. Las compuse hace tiempo para una mujer que me amaba y me aburría... Es el defecto de mi carácter, lo confieso; perdóname.

Lágrimas amargas corrían por las mejillas de Matilde.

—En cuanto, por cualquier matiz que me impresiona, tengo un momento de obligada ensoñación,—continuó Julián—mi execrable memoria, que maldigo en este momento, me sugiere un recurso, y abuso de él.

—Entonces es que, sin quererlo, he cometido alguna acción que te ha desagradado—dijo Matilde con una sencillez encantadora.

—Un día recuerdo que, pasando cerca de estas madreselvas, cogiste una flor. M. de Luz te la quitó y tú se la dejaste. Yo estaba a dos pasos.

—¿Monsieur de Luz? ¡Es imposible!—repuso Matilde con la altanería tan habitual en ella.—No tengo esas costumbres.

—Estoy seguro—replicó Julián con brusquedad.

—Pues bien; es cierto—dijo Matilde bajando los ojos con tristeza. Estaba segura de que en muchos meses no había permitido tal acción a monsieur de Luz.

Julián la miró con una ternura inexplicable.

—No—se dijo—no me ama menos.

Por la noche, Matilde le criticó, riendo, su afición a Mme. De Fervaques:

—¡Un burgués amar a una advenediza! Los corazones de esa clase son quizá los únicos que mi Julián no puede enloquecer. Y había llegado a hacer de ti un verdadero "dandy"—añadía, jugando con sus cabellos.

En la época en que se creía despreciado por Matilde, Julián se había convertido en uno de los hombres mejor vestidos de París; pero con una ventaja sobre los hombres de esa clase: una vez que se acicalaba, no volvía a pensar en ello.

Una cosa molestaba a Matilde: Julián continuaba copiando las cartas rusas y enviándoselas a la mariscala.

XXXII. El tigre

¡Ay! ¿Por qué eso y no aquéllo?

Beaumarchais.


Un viajero inglés cuenta la intimidad en que vivía con un tigre; le había domesticado y le acariciaba, pero siempre tenía en su mesa una pistola cargada.

Julián no se abandonaba al exceso de su dicha sino en los momentos en que Matilde no podía leerla en la expresión de sus ojos. Cumplía exactamente con el deber de decirle de vez en cuando una frase dura.

Cuando la dulzura de Matilde, que él observaba con asombro, y el exceso de su cariño estaban a punto de quitarle el dominio de sí mismo, tenía el valor de separarse de ella bruscamente.

Por primera vez, Matilde amó. La vida, que siempre se había arrastrado para ella a paso de tortuga, volaba ahora.

Como era preciso, sin embargo, que el orgullo se abriera paso de algún modo, quería exponerse temerariamente a todos los peligros que su amor podía hacerle correr. Era Julián quien tenía prudencia, y solamente cuando se trataba de algún peligro era cuando ella no cedía a su voluntad; pero sumisa y casi humilde con él, se mostraba cada vez más altanera con todo lo que en la casa la rodeaba: parientes o criados.

De noche, en el salón, entre sesenta personas, llamaba a Julián para hablarle aparte y mucho tiempo.

El pequeño Tambeau se instaló un día junto a ellos; Matilde le rogó que fuese a la biblioteca a buscar el tomo de Smollett en que se habla de la revolución de 1688, y como él dudaba, añadió con una expresión de insultante altanería, que fué un bálsamo para el alma de Julián:—"No tenga usted prisa".

—¿Has notado la mirada de ese pequeño monstruo?—le dijo él.

—Si su tío no tuviera los diez o doce años de servicio que tiene en este salón, haría que lo echaran inmediatamente.

Su conducta con Croisenois, De Luz, etc., extremadamente cortés en la forma, no era menos provocativa en el fondo. Matilde se reprochaba vivamente las confidencias que hizo en otro tiempo a Julián, tanto más cuanto que no se atrevía a confesarle que había exagerado las muestras de interés, casi inocentes, de que aquéllos señores habían sido objeto.

A pesar de todas sus decisiones, su orgullo de mujer le impedía todos los días decir a Julián:—Porque hablaba contigo era por lo que me complacía en describir la debilidad que tenía de no retirar la mano cuando M. De Croisenois la rozaba un poco al colocar la suya sobre una mesa de mármol.

Hoy, apenas uno de aquéllos caballeros le hablaba unos instantes, se le ocurría hacer una pregunta a Julián, y aquéllo era un pretexto para retenerle a su lado.

Se encontró encinta, y se lo dijo a Julián con alegría:

—¿Dudarás ahora de mí? ¿No es esto una garantía? Soy tu esposa para siempre.

Aquel anuncio llenó a Julián de un asombro profundo. A punto estuvo de olvidar el principio de su conducta.—¿Cómo ser voluntariamente frío y ofensivo con esta pobre muchacha que se pierde por mí?—Sí; tenía ella el aire un poco enfermo; aun en aquéllos días en que la sensatez hacía oír su voz terrible, no se encontraba con valor para dirigirle una de aquellas frases crueles, tan indispensables, según su experiencia, para la duración de su amor.

—Quiero escribir a mi padre;—le dijo un día Matilde—para mí más que padre es un amigo; como tal, encontraría indigno de ti y de mí que le engañásemos, aunque no fuese más que un minuto.

—¡Dios Santo! ¿Qué vas a hacer?—dijo Julián asustado.

—Lo que es mi deber—respondió ella, con los ojos brillantes de alegría.

Matilde se sentía más magnánima que su amante.

—Pero me echará ignominiosamente.

—Está en su derecho; hay que respetarlo. Yo te daré el brazo y saldremos por la puerta grande, a pleno sol.

Julián, asombrado, le rogó que lo retrasase una semana.

—No puedo;—respondió ella—el honor habla. Conozco mi deber; hay que cumplir con él y sin demora.

—Bueno; te ordeno que lo retrases—dijo por fin Julián.—Tu honor está a cubierto; yo soy tu esposo. La situación de los dos ha de cambiar con este paso decisivo. Yo también estoy en mi derecho. Hoy es martes; el martes próximo es el día del duque de Retz. Por la noche, cuando vuelva M. De la Mole, el portero le entregará la carta fatal... El sólo piensa en hacerte duquesa, estoy seguro, ¡piensa en su dolor!

—¿Quieres decir: piensa en su venganza?

—Puedo tener compasión de mi bienhechor, estar desesperado por causarle daño; pero no temo ni temeré nunca a nadie.

Matilde se sometió. Desde que había anunciado a Julián su estado, era la primera vez que se dirigía a ella con autoridad; nunca la había amado tanto. La parte sensible de su alma se aferraba con alegría al pretexto del estado en que se hallaba Matilde, para dispensarse de dirigirle frases crueles. La confesión a M. De la Mole le agitó profundamente. ¿Irían a separarle de Matilde? Y por mucho que fuese su dolor al verle partir, ¿pensaría en él al cabo de un mes?

Casi igual era el horror que sentía por los justos reproches que podría dirigirle el marqués.

Por la noche confesó a Matilde este segundo motivo de pesar, y luego, extraviado por su amor, le confesó también el primero.

Ella cambió de color.

—Realmente,—le dijo—¿sería para ti una desgracia pasar seis meses alejado de mí?

—Inmensa; la única en el mundo que veo con espanto.

Matilde fué muy feliz. Julián había desempeñado su papel con tal aplicación, que llegó a hacerle pensar que, de los dos, ella era la más enamorada.

El martes fatal llegó. A media noche, al volver a casa, el marqués encontró una carta con la dirección precisa para que la abriese él mismo, y cuando estuviese sin testigos.


"Padre mío:

"Todos los lazos sociales están rotos entre nosotros, ya no quedan más que los de la naturaleza. Después de mi marido, tú eres y serás siempre el ser más querido para mí. Mis ojos se llenan de lágrimas, pienso en el dolor que te causo; pero para que mi vergüenza no sea pública, para dejarte tiempo de deliberar y de actuar, no puedo diferir por más tiempo la confesión que te debo. Si tu cariño, que sé que es grande para mí, quiere concederme una pequeña pensión, iré a instalarme donde tú quieras: a Suiza, por ejemplo, con mi marido. Su nombre es tan oscuro, que nadie reconocerá a tu hija en la señora de Sorel, nuera de un carpintero de Verrières. Este es el nombre que me ha costado tanto trabajo escribir. Por Julián temo tu cólera, tan justa en apariencia. No seré duquesa, padre mío; pero ya lo sabía al amarle; he sido yo quien le ha amado primero, yo quien le ha seducido. Heredo de ti un alma demasiado elevada para fijar mi atención en lo que es o me parece vulgar. Ha sido inútil que, con intención de agradarte, haya pensado en M. De Croisenois. ¿Por qué me has puesto ante los ojos el verdadero mérito? Tú mismo me lo dijiste cuando volví de Hieres: este joven Sorel es la única persona que me entretiene. El pobre muchacho está tan afligido como yo, si es posible, ante la idea del dolor que esta carta te cause.

"No puedo evitar que te indignes como padre, pero quiéreme siempre como amigo.

"Julián me respetaba. Si alguna vez me hablaba era únicamente a causa de su profunda gratitud hacia ti, pues la altivez natural de su carácter le induce a no contestar más que oficialmente a aquéllo que está por encima de él. Tiene un sentimiento vivo e innato de la diferencia de las posiciones sociales. Yo fuí, lo confieso con rubor a mi mejor amigo, y semejante confesión no volverá a salir de mis labios, yo fuí quien un día en el jardín le estrechó un brazo.

"Dentro de veinticuatro horas, ¿por qué has de estar irritado con él? Mi falta es irreparable. Si lo exiges, yo seré el intérprete de la certeza de su profundo respeto y su desesperación por disgustarte. No le verás más; pero yo iré a reunirme con él donde quiera. Está en su derecho, y es mi deber: es el padre de mi hijo. Si tu bondad nos concede seis mil francos para vivir, los recibiré con agradecimiento; si no, Julián piensa establecerse en Besançon, donde puede dedicarse a ser maestro de latín y de literatura. Por bajo que sea el escalón desde donde empiece, tengo la certeza de que se elevará. Con él no temo la oscuridad. Si hay revolución, estoy segura de que desempeñará un gran papel. ¿Podrías decir otro tanto de ninguno de los que han solicitado mi mano? Estos tienen hermosas propiedades; pero yo no puedo encontrar en ello una razón para admirarlos. Mi Julián llegaría a conseguir una posición incluso con el régimen actual, si tuviese un millón y la protección de mi padre..."


Matilde, que sabía que su padre era un hombre impulsivo, había escrito ocho carillas.

—¿Qué hacer?—decíase Julián, mientras M. De la Mole leía la carta.—¿Cuál es, en primer lugar, mi deber; en segundo lugar, mi interés? Lo que yo le debo es inmenso: sin él hubiese sido un bribón subalterno; pero no tan bribón que no me hubiese ganado el odio y las persecuciones de los demás. Me ha hecho un hombre de mundo. Mis picardías "necesarias" serán, primero, más raras; segundo, menos innobles. Esto es más que si me hubiera dado un millón. Le debo esta cruz y la apariencia de servicios diplomáticos que me elevan sobre mis iguales.

Si tuviese la pluma para ordenar mi conducta, ¿qué escribiría?...

Julián fué interrumpido bruscamente por el viejo ayuda de cámara de M. De la Mole.

—El marqués dice que vaya usted inmediatamente, vestido o sin vestir.

El criado añadió en voz baja, andando junto a Julián:—"Está fuera de sí; tenga usted cuidado."

XXXIII. El infierno de la debilidad

Al tallar este diamante, un torpe artífice le ha quitado algunos de sus más vivos destellos. En la Edad Media... ¿qué digo? Aún nen tiempos de Richelieu, el francés tenía la fuerza de querer.

Mirabeau.


Julián encontró al marqués furioso. Quizá por primera vez en su vida aquel señor fué de mal tono; abrumó a Julián con todos los insultos que le vinieron a la boca. Nuestro héroe se sintió extrañado, impaciente, pero su agradecimiento no flaqueó.—¡Cuántos hermosos proyectos, acariciados mucho tiempo en el fondo de su pensamiento, ve el pobre hombre venirse abajo en un instante!

Pero debo contestarle; mi silencio aumentará su ira.—La contestación se inspiró en el héroe de Tartufo.

—"No soy un ángel"... Si le he servido bien, usted me ha pagado con generosidad... Yo le estaba agradecido; pero tengo veintidós años... En esta casa, nadie me comprendía más que usted y esta persona amable...

—¡Monstruo!—exclamó el marqués.—¡Amable, amable! El día en que la encontró usted amable, debió huir.

—Ya lo intenté; entonces propuse marcharme al Languedoc.

Cansado de pasearse con furia, el marqués, dominado por el dolor, se dejó caer en un sillón; Julián le oyó decir a media voz:

—No es un mal hombre.

—No, no lo soy para usted—exclamó Julián, cayendo a tus pies.

Pero se avergonzó muchísimo de aquel impulso y se levantó enseguida.

El marqués estaba realmente aturdido. Al percatarse de aquel movimiento, volvió a llenarle de insultos atroces y dignos de un cochero de punto. La novedad de aquellas palabrotas quizá era una distracción.

—¿De modo que mi hija se llamará Madame Sorel? ¿Mi hija no será duquesa?

Cada vez que estas dos ideas se presentaban con claridad ante M. de la Mole, se sentía atormentado, y los movimientos de su alma no eran voluntarios. Julián temió que le pegase.

En los intervalos lúcidos, y cuando el marqués se iba acostumbrando a su desgracia, dirigía a Julián reproches bastante razonables:

—Debió usted huir—le decía.—Su deber era huir... Es usted el más vil de los hombres...

Julián se acercó a la mesa y escribió:


"Hace tiempo que la vida me es insoportable. Pongo término a ella. Ruego al señor marqués que reciba, con la expresión de mi gratitud sin límites, mis excusas por la incomodidad que puede causar mi muerte en su palacio."


—Dígnese el señor marqués pasar la vista por este papel... Máteme usted o hágame matar por su criado. Es la una de la madrugada; voy a pasearme por el jardín hacia la tapia del fondo.

—Váyase a todos los diablos—le gritó el marqués cuando se iba.

—Ya comprendo—pensó Julián.—No le molestaría nada que le ahorrase el hecho de mi muerte a su criado... Que me mate si quiere, en buena hora; es una satisfacción que le ofrezco... Pero, ¡qué diablos! Amo la vida... Me debo a mi hijo.

Esta idea, que por primera vez acudía a su imaginación con tanta claridad, le preocupó por entero después de los primeros minutos de su paseo dedicados al sentimiento del peligro.

Aquel interés tan nuevo hizo de él un hombre prudente.—Necesito consejos para conducirme con este hombre tan fogoso... No razona; es capaz de todo.

Fouqué está demasiado lejos; además no comprendería los sentimientos de un corazón como el del marqués.

El conde de Altamira... ¿Estoy seguro de un eterno silencio? Es preciso que mi petición de consejo no vaya a ser un acto que complique mi situación. Sólo me queda el sombrío abate Pirard... Su espíritu está encogido por el jansenismo... Un pillo jesuita conocería el mundo y me serviría más... M. Pirard es muy capaz de pegarme a la sola mención del crimen.

El genio de Tartufo acudió en auxilio de Julián:—Bueno, iré a confesarme con él.—Esta fué la última resolución que tomó en el jardín, después de pasearse dos horas. Ya no pensaba que podría ser sorprendido por un tiro; el sueño se apoderaba de él.

Al día siguiente, muy temprano, Julián estaba a varias leguas de París, llamando a la puerta del severo jansenista. Con gran asombro suyo, advirtió que no se mostraba sorprendido de la confidencia.

—Quizá tengo yo algo que reprocharme—decía el abate, más preocupado que irritado.—Había creído adivinar este amor... Mi cariño hacia usted, desgraciado, me impidió advertir al padre...

—¿Qué va hacer?—le dijo bruscamente Julián.

(En aquel momento amaba sinceramente al abate, y le hubiera sido muy penosa una escena.)

—Yo veo tres probabilidades—continuó Julián:—Primera, M. de la Mole puede hacerme matar (y contó lo de la carta de suicidio que había entregado al marqués.) Segunda, puede hacerme ser blanco del conde Norbert, que me provocaría a un duelo.

—¿Y aceptaría usted?—dijo el abate furioso, levantándose.

—No me deja usted acabar. Ciertamente, yo nunca dispararé contra el hijo de mi bienhechor. Tercera, puede alejarme. Si me dice: "Márchese a Edimburgo, Nueva York," yo le obedeceré. Entonces, quizá puedan ocultar la situación de mademoiselle de la Mole; pero yo no toleraré el que supriman a mi hijo.

—Eso será, no lo dude usted, la primera idea de ese hombre corrompido.

En París, Matilde estaba desesperada. A eso de las siete había visto a su padre. Este le había enseñado la carta de Julián, y ella temía que hubiera encontrado muy noble el poner fin a su vida.—¿Y sin mi permiso?—se decía, con un dolor que más bien era indignación.

—Si él se mata, yo me moriré—le dijo a su padre.—Y tú serás la causa de su muerte... Quizá te alegres de ella... Pero juro por sus manes que llevaré luto por él y seré públicamente la viuda de Sorel. Repartiré tarjetas comunicando la noticia, puedes estar seguro... Nunca me hallarás pusilánime ni cobarde.

Su amor llegaba a la locura. A su vez, M. de la Mole quedó confuso.

Comenzó a ver los sucesos con alguna serenidad. Matilde no se presentó en el almuerzo. El marqués se vió libre de un gran peso, y le halagó el saber que no había dicho una palabra a su madre.

Julián se apeaba del caballo. Matilde le mandó llamar y se echó en sus brazos, casi delante de su doncella. Julián no le agradeció mucho aquel arrebato. Salía muy diplomático y muy calculador de su larga conferencia con el abate Pirard. Su imaginación estaba apagada por el cálculo de probabilidades. Matilde, con lágrimas en los ojos, le dijo que había visto su carta de suicidio.

—Mi padre puede cambiar de opinión; hazme el favor de marcharte enseguida a Villequier. Vuelve a montar a caballo y sal del palacio antes de que se levanten de la mesa.

Como Julián no abandonaba su aire extrañado y frío, ella tuvo un ataque de Lágrimas.

—Déjame dirigir nuestros asuntos—exclamó con pasión, estrechándole entre sus brazos.—Demasiado sabes que no me separo de ti voluntariamente. Escríbeme dirigiendo las cartas a mi doncella, y que el sobre venga con una letra desconocida. Yo te escribiré volúmenes enteros. ¡Adiós! ¡Huye!

Esta última palabra hirió a Julián, pero obedeció, sin embargo.

—Es una fatalidad—pensaba—que hasta en los mejores momentos, esta gente tenga la habilidad de molestarme.

Matilde resistió con firmeza a todos los proyectos "prudentes" de su padre. No quiso entrar en negociaciones más que sobre las bases siguientes: sería la señora de Sorel y viviría pobremente con su marido en Suiza, o en la casa de su padre en París. Rechazo decididamente la proposición de un alumbramiento clandestino.

—Entonces es cuando empezaría para mí la posibilidad de la calumnia y del deshonor. Dos meses después de mi boda, iré a viajar con mi marido, y será fácil después suponer que mi hijo ha nacido en una época conveniente.

Acogida al principio con muestras de cólera, esta firmeza hizo vacilar al marqués.

En un momento de ternura, dijo a su hija:

—Mira: aquí tienes un resguardo de diez mil libras de renta; envíalo a tu Julián, y que se las arregle de forma que yo no pueda recobrarlo.

Para obedecer a Matilde, cuya afición al mando conocía, Julián había hecho cuarenta leguas inútiles; estaba en Villequier arreglando las cuentas de los granjeros. Aquella donación del marqués fué la causa de su retorno. Fué a pedir albergue al abate Pirard, que durante su ausencia, se había hecho el auxiliar más útil de Matilde. Siempre que el marqués le preguntaba, le demostraba que toda solución que no fuera el matrimonio público, sería un crimen a los ojos de Dios.

—Y afortunadamente,—añadía el abate—en este caso están de acuerdo la religión y la sensatez mundana. ¿Podría tenerse seguridad, dado el carácter impetuoso de Mlle. De la Mole, de un secreto que ella no se impusiera a sí misma? De no admitirse el paso franco de un matrimonio público, la sociedad se ocupará mucho más tiempo de esta unión extraña. Más vale decirlo todo de una vez, sin apariencia ni realidad del menor misterio.

—Es verdad—dijo pensativo el marqués.—En este sistema, hablar de ese matrimonio después de tres días resulta una repetición propia de un hombre que no tiene ideas. Habría que aprovechar alguna importante medida antijacobina del gobierno, para deslizarse de incógnito en consecuencia.

Dos o tres amigos de M. De la Mole pensaban como el abate Pirard. El gran obstáculo, según ellos, era el carácter decidido de Matilde. Pero, a pesar de todos aquéllos buenos razonamientos, el alma del marqués no podía acostumbrarse a renunciar a la esperanza del escabel para su hija.

Su memoria y su imaginación daban mil vueltas a las pilladas y falsedades de todo género que eran posibles ya en su juventud. Ceder a la necesidad, tener miedo a la ley, le parecieron cosas absurdas y deshonrosas en un hombre de su jerarquía. Bien caros pagaba ahora los sueños maravillosos que se permitía hacía diez años sobre el porvenir de aquella hija querida.

—¿Quién lo hubiera podido prever?—se decía—¡Una muchacha de carácter tan altivo, con un talento tan elevado, más orgullosa que yo del nombre que lleva, y cuya mano me pedían los hombres más ilustres de Francia!

Hay que renunciar a toda prudencia. Este siglo está hecho para confundirlo todo. Vamos hacia el caos.

XXXIV. Un hombre de talento

El gobernador, caminando a caballo, pensaba: ¿Por qué no he de ser ministro, presidente del Consejo, duque? De este modo haría yo la guerra... Así metería en la cárcel a los innovadores.

El Globo.


No hay argumento que pueda destruir el dominio de diez años de sueños agradables. El marqués no encontraba razonable enfadarse, pero no podía decidirse a perdonar.

Si el tal Julián desapareciese por accidente—se decía algunas veces...

Aquella imaginación entristecida hallaba algún alivio persiguiendo las más absurdas quimeras, que paralizaban la influencia de los razonamientos lógicos del abate Pirard. Así se pasó un mes, sin que la negociación adelantase un paso.

En aquel asunto de familia, lo mismo que en los políticos, el marqués tenía ideas luminosas que le entusiasmaban durante tres días. Un plan de conducta no le resultaba agradable, porque se sustentaba en buenas razones, y los razonamientos no le convencían sino cuando apoyaban su plan favorito. Durante tres días trabajaba, con todo el ardor y el entusiasmo de un poeta, para que las cosas llegaran a una determinada situación; al día siguiente no pensaba más en ello.

Al principio, Julián se desconcertó con la lentitud del marqués; pero, después de unas cuantas semanas, comenzó a vislumbrar que, en aquel asunto, M. de la Mole no tenía ningún plan determinado.

Madame de la Mole y toda la gente de la casa creían que Julián estaba de viaje para asuntos de la administración. Él estaba escondido en la casa del abate Pirard, y veía a Matilde casi todos los días. Ella, todas las mañanas, pasaba con su padre una hora; pero algunas veces transcurrían semanas enteras sin hablar del asunto que ocupaba todos sus pensamientos.

—No quiero saber dónde está ese hombre—le dijo un día el marqués.—Envíale esa carta.

Matilde leyó:

"Las tierras del Languedoc producen 20.600 francos. Doy 10.600 a mi hija, y 10.000 a Julián Sorel. Les doy las tierras, por supuesto. Que el notario dicte dos actas de cesión separadas y me las traiga mañana. Después de esto se acabaron las relaciones entre nosotros. ¡Ah, caballero! ¿Podía yo esperarme esto? EL MARQUES DE LA MOLE.

—Muchas gracias—dijo Matilde alegremente.— Nos iremos a instalar al castillo de Aiguillon, entre Agen y Marmande. Dicen que es una comarca tan bella como Italia.

Aquella donación sorprendió muchísimo a Julián. Ya no era el hombre severo y frío que hemos conocido. La suerte de su hijo absorbía de antemano todos sus pensamientos. Aquella fortuna imprevista, y bastante considerable para un hombre tan pobre, le hizo ambicioso. Se encontraba con que, su mujer o él, tenían treinta y seis mil libras de renta. En cuanto a Matilde, todos sus sentimientos se resumían en la adoración por su marido, pues así le llamaba siempre en su orgullo. Su grande, su única ambición era publicar su matrimonio. Se pasaba la vida exagerándose la gran prudencia que había demostrado uniendo su suerte a la de un hombre superior. El mérito personal estaba de moda en su cabeza.

La ausencia casi continua, la multiplicidad de los negocios, el poco tiempo que tenían para hablar de amor, contribuyeron a completar el buen efecto de la sabia política imaginada por Julián.

Matilde acabó por impacientarse al ver tan poco al hombre a quien había llegado a amar realmente.

En un momento de mal humor escribió a su padre, comenzando la carta como Otelo:

"Que he preferido a Julián a las satisfacciones que la sociedad ofrecía a la hija del marqués de la Mole, lo prueba de sobra mi elección. Los placeres de consideración y de vanidad menuda no son nada para mí. Pronto hará seis semanas que vivo separada de mi marido. Es suficiente para demostrarte mi respeto. Antes del jueves próximo, abandonaré la casa paterna. Tu generosidad nos ha enriquecido. Nadie más que el respetable abate Pirard conoce mi secreto. Me iré a su casa; él nos casará, y una hora después de la ceremonia, estaremos camino del Languedoc y no volveremos a aparecer en París sin una orden tuya. Pero lo que me traspasa el corazón es que todo esto va a constituir una anécdota molesta contra ti y contra mí. Y los epigramas de un público imbécil, ¿no pueden obligar a nuestro excelente Norbert a buscar pelea con Julián? En tal caso, le conozco, no tendría yo el menor dominio sobre él. En su alma surgiría el plebeyo rebelde. ¡Te lo pido de rodillas, padre mío! Ven a asistir a mi boda en la iglesia de M. Pirad el jueves próximo. Lo ofensivo de la anécdota se suavizará, y quedarán aseguradas la vida de tu hijo único y la de mi marido, etc., etc..."

Esta carta llevó al alma del marqués una extraña turbación. No había más remedio que tomar partido. Todas las costumbres menudas, todos los amigos vulgares, habían perdido su influencia.

En aquella circunstancia extraordinaria, los grandes rasgos de carácter, impresos por los acontecimientos de la juventud, recobraron su dominio. Las desgracias de la emigración le hicieron un hombre de recursos. Después de disfrutar durante dos años de una fortuna inmensa y de todas las distinciones de la corte, el año 1790 le sumió en las terribles miserias de la emigración. Aquella dura escuela cambió su alma de veintidós años. En el fondo, él estaba acampado en medio de sus riquezas actuales, más que dominado por ellas. Pero la misma imaginación que había preservado a su alma de la gangrena del oro, le había arrojado en presa de una loca pasión por ver a su hija dotada de un título brillante.

Durante las seis semanas transcurridas, empujado quizá por un capricho, el marqués había querido enriquecer a Julián. La pobreza le parecía innoble, deshonrosa para él, M. de la Mole; imposible para el esposo de su hija: así, pues, tiró el dinero. Al día siguiente, tomando su imaginación un nuevo rumbo, le parecía que Julián iba a entender el lenguaje mudo de aquella generosidad de dinero y a cambiar de nombre, expatriándose en América y escribiendo a Matilde que había muerto para ella... Monsieur de la Mole suponía escrita esa carta, y seguía su efecto sobre el carácter de su hija...

El día en que la carta "real" de su hija le sacó de aquéllos sueños tan cándidos, después de emplear algún tiempo pensando en matar a Julián o hacerle desaparecer, soñaba con crearle una fortuna brillante. Le haría tomar el nombre de una de sus propiedades; y, ¿por qué no habría de cederle el título de par anejo a ella? El duque de Chaulnes, su suegro, le había hablado varias veces, después que su hijo único fué muerto en España, del deseo de trasmitir su título a Norberto...

—No se puede negar a Julián una aptitud singular para los negocios, osadía, quizá hasta brillantez—decíase el marqués...—; pero en el fondo de su carácter encuentro algo que asusta. Y es la impresión que produce en todo el mundo, por lo tanto, es que hay algo en realidad. (Cuanto más difícil era dar con ese punto real, tanto más asustaba al alma imaginativa del marqués.)

Mi hija me lo decía muy hábilmente el otro día. (En una carta suprimida.)

"Julián no se ha afiliado a ningún salón, a ninguna camarilla."

No se ha procurado ningún apoyo contra mí; si yo le abandono, no tiene el menor recurso... ¿Pero no será esto ignorancia del estado actual de la sociedad?... Dos o tres veces le he dicho: "No hay más candidatura real y aprovechable que la de los salones..."

No, no tiene el talento hábil y cauteloso del intrigante, que no pierde un minuto ni una oportunidad... No es un carácter a lo Luis XI. Por otra parte, veo en él las máximas más antigenerosas... Me confundo.... ¿Recordará estas máximas para que sirvan de dique a sus pasiones?

Una cosa, además, sale a la superficie: el desprecio le impacienta; por ahí le tengo cogido.

No tiene la religión de la alcurnia, es cierto; no nos respeta por instinto... Esto es una equivocación; pero, en fin, el alma de un seminarista no debería impacientarse más que por la falta de placeres y de dinero. Él, al contrario, no puede soportar el desprecio por nada del mundo.

Apremiado por la carta de su hija, M. de la Mole comprendió que tenía que decidirse.

—La cuestión principal es ésta: ¿ha llegado la audacia de Julián hasta atreverse a seducir a mi hija porque sabe que es lo que más quiero en el mundo, y porque tengo cien mil libras de renta?

Matilde asegura lo contrario... No, señor Julián, este es un punto en el que no quiero hacerme ilusiones.

¿Ha habido amor verdadero, inesperado? ¿O, sencillamente, deseo de elevarse a una bonita posición? Matilde es clarividente, ha comprendido desde luego que esta sospecha puede perderle en mi opinión, y de ahí su confesión de que ella ha sido la primera en amarle.

Una muchacha de un carácter tan altivo, ¿se había olvidado hasta el punto de hacer avances materiales?... ¡Apretarle el brazo una noche en el jardín, qué horror! Como si no hubiera tenido mil maneras menos indecorosas de hacerle comprender que le distinguía.

"Quien se excusa, se acusa"; desconfío de Matilde...—Aquel día, los razonamientos del marqués eran más concluyentes que de ordinario. Sin embargo, la costumbre se impuso; resolvió ganar tiempo escribiendo a su hija. Porque en el palacio de la Mole se pasaban el tiempo escribiéndose de un lado a otro. M. De la Mole no se atrevía a discutir con Matilde y enfrentarse a ella. Temía que todo terminase por una concesión repentina.


Carta.


"Ten cuidado y no hagas nuevas locuras; ahí te envío un nombramiento de teniente de húsares para el caballero Julián Sorel de La Vernaye. Ya ves lo que hago por él. No me contraríes, no me preguntes. Que salga dentro de veinticuatro horas para tomar posesión en Estrasburgo, donde está su regimiento. Adjunto una letra contra mi banquero; que se me obedezca."


El amor y la alegría de Matilde no tuvieron límites; quiso aprovecharse de la victoria, y escribió enseguida:


"Monsieur de La Vernaye estaría a tus pies, loco de agradecimiento, si supiera todo lo que te dignas hacer por él. Pero en medio de esta generosidad, mi padre me ha olvidado; el honor de tu hija está en peligro. Una indiscreción puede suponer una mancha eterna, que no podrían reparar veinte mil escudos de renta. No enviaré el nombramiento a M. de La Vernaye sino cuando me hayas prometido que, durante el mes próximo, mi boda se celebrará públicamente en Villequier. Poco después de esa época, de la que te suplico no pases, tu hija no podría presentarse en público más que con el nombre de madame de La Vernaye. Te doy mil gracias, querido papá, por haberme librado del nombre de Sorel, etc., etc."


La respuesta fué inesperada:


"Obedece o me retracto de todo. Tiembla, joven imprudente. Aún no sé de lo que es capaz tu Julián, y tú misma lo sabes menos que yo. Que salga para Estrasburgo y tenga cuidado de andar derecho. De aquí a quince días daré a conocer mis decisiones."


Aquella contestación tan firme sorprendió a Matilde. "No conozco a Julián"; esa frase le produjo una preocupación que no tardó en dejar paso a las más halagüeñas suposiciones, que ella creía la realidad.

—El espíritu de mi Julián no se ha vestido con el uniforme mezquino de los salones, y mi padre no cree en su superioridad, precisamente a causa de lo que la demuestra...

Pero si no obedezco a esta veleidad de su carácter, preveo una escena pública; un escándalo rebajaría mi posición en el mundo, y me podría hacer menos estimable a los ojos de mi Julián. Después del escándalo... pobreza durante diez años; y la locura de elegir un marido por su mérito no puede salvarse del ridículo sino con la más brillante opulencia. Si vivo lejos de mi padre, a su edad, puede olvidarme... Norberto se casará con una muchacha agradable, lista; el viejo Luis XIV fué seducido por la duquesa de Borgoña...

Se decidió a obedecer, pero se guardó de comunicar la carta de su padre a Julián; su carácter impetuoso quizá le hubiera llevado a cometer alguna locura.

Por la noche, cuando le dijo a Julián que era teniente de húsares, su alegría fué inmensa. Se puede uno formar una idea aproximada de ella por la ambición de toda su vida, y la pasión que ahora tenía por su hijo. El cambio de nombre le asombró extraordinariamente.

—Después de todo,—pensaba—mi novela ha terminado, y mío es todo el mérito. He sabido hacerme amar por ese monstruo de orgullo;—añadía mirando a Matilde—su padre no puede vivir sin ella, ni ella sin mí.

XXXV. Una tormenta

¡Dios mío, dadme la mediocridad!

Mirabeau.


Su alma estaba absorta; sólo respondía a medias a la viva ternura que ella le mostraba. Permanecía silencioso y sombrío. Nunca se había presentado tan grande, tan adorable a los ojos de Matilde, quien temía que alguna sutileza de su orgullo viniese a echar por tierra toda la situación.

Casi todas las mañanas, ella veía llegar al palacio al abate Pirard. ¿No habría podido Julián haber averiguado por él algo de las intenciones de su padre? ¿No podría el marqués, en un momento de capricho, haberle escrito? Después de una dicha tan grande, ¿cómo se podía explicar el aire severo de Julián? Ella no se atrevió a interrogarle.

¡No se atrevió! ¡Ella, Matilde! Desde aquel momento, hubo en el cariño que sentía por Julián algo de vago, de imprevisto, algo como terror. Aquel alma seca se sintió apasionada, todo lo que puede apasionarse un ser educado en medio del exceso de civilización que París admira.

Al día siguiente, muy temprano, Julián estaba en casa del abate Pirard. En el patio esperaban los caballos de posta con una silla desmantelada, alquilada en la posta vecina.

—Tal tren no es propio—le dijo el severo abate, de mal humor.—Aquí tiene usted veinte mil francos que le regala M. de la Mole; quiere que los gaste usted dentro del año, pero procurando ponerse en ridículo lo menos posible.

(Con una suma tan crecida en manos de un joven, el sacerdote sólo veía ocasión de pecar.)

—El marqués añade: M. Julián de La Vernaye habrá recibido este dinero de su padre, a quien es inútil nombrar de otro modo. M. de La Vernaye quizá juzgue oportuno hacer un regalo a M. Sorel, carpintero de Verrières, que le cuidó en su infancia... Yo podría encargarme de esta parte de la comisión;—añadió el abate—al fin he conseguido que M. de la Mole se decida a transigir con el abate de Frilair, tan jesuita. Su crédito es, definitivamente, mucho mayor que el nuestro. El reconocimiento implícito del origen de usted, por este hombre que gobierna Besançon, será una de las condiciones tácitas del arreglo.

Julián no pudo dominar su alegría al verse reconocido, y abrazó al abate.

—¡Váyase al diablo!—dijo M. Pirard, rechazándole.—¿Qué significa esta vanidad mundana?... En cuanto a Sorel y a sus hijos, yo les ofreceré, en mi nombre, una pensión anual de quinientos francos, que se les pagará a cada uno de ellos mientras se porten bien.

Julián volvía a mostrarse frío y altanero. Dio las gracias, pero en términos muy vagos y sin comprometerse a nada.

—¿Será posible—se decía—que yo sea, efectivamente, hijo natural de algún gran señor desterrado en nuestras montañas por el terrible Napoleón?

Cada vez le parecía menos absurda esta suposición.

—Mi odio por mi padre sería una prueba... Entonces, yo no sería un monstruo.

Pocos días después de este monólogo, el regimiento número 15 de húsares, uno de los más lucidos del ejército, estaba en formación en la plaza de armas de Estrasburgo. El caballero de La Vernaye montaba el caballo más bonito de Alsacia, que le había costado seis mil francos. Tomaba posesión del empleo de teniente sin haber sido subteniente más que en las listas de un regimiento del que ni siquiera había oído hablar.

Su aire impasible, sus ojos severos y casi malvados, su palidez, su inalterable sangre fría, le empezaron a formar una reputación desde el primer momento. Poco después, su cortesía, mesurada y perfecta, su destreza en la pistola y las armas blancas, que dio a conocer sin demasiada afectación, alejaron toda idea de burlarse de él en voz alta. Después de cinco o seis días de duda, la opinión general en el regimiento se declaró en su favor.

—Este muchacho—decían los viejos oficiales chocarreros—lo tiene todo, menos juventud.

Desde Estrasburgo, Julián escribió a M. Chelan, el antiguo cura de Verrières, que ya estaba en los límites de la extrema vejez:

"Seguramente habrá usted sabido con alegría los sucesos que han empujado a mi familia a enriquecerme. Le envío quinientos francos para que los distribuya sin ruido alguno, y sin hacer mención de mi nombre, entre los desgraciados pobres de ahora, como yo lo fui antes, y a los que, sin duda, socorrerá usted como me socorrió a mí."

Julián estaba ebrio de ambición, pero no de vanidad, y, sin embargo, prestaba gran parte de su atención a la apariencia externa. Sus caballos, sus uniformes, las libreas de sus criados, todo era de una corrección que hubiera hecho honor a la minuciosidad de un gran señor inglés. Apenas llevaba dos días de teniente, con apoyo, ya calculaba que para ser comandante en jefe a los treinta años, a lo sumo, como los grandes generales, era preciso ser más que teniente a los veintitrés. Sólo pensaba en la gloria y en su hijo.

En medio de los arrebatos de la más desenfrenada ambición, se vió sorprendido por un lacayo del palacio de la Mole, que llegaba de correo.

"Todo está perdido;—le escribía Matilde—acude lo antes posible; sacrifícalo todo, deserta, si es preciso. Apenas llegues, espérame en un coche de alquiler, cerca de la puertecita del jardín, en el número... de la calle... Iré a hablar contigo; quizá pueda introducirte en el jardín. Todo está perdido, y me temo que sin remedio; cuenta conmigo, que te seré fiel y firme en la adversidad. Te quiero."

En pocos minutos, Julián consiguió un permiso del coronel y salió de Estrasburgo a galope tendido; pero la terrible inquietud que le devoraba no le permitió continuar de esta forma el viaje más allá de Metz. Se metió en una silla de posta y, con una rapidez casi increíble, llegó al sitio indicado, cerca de la puertecita del jardín del palacio de la Mole. Esta puerta se abrió, y enseguida Matilde, olvidándose de todo respeto humano, se precipitó en sus brazos. Por suerte, no eran más que las cinco de la mañana, y la calle estaba aún desierta.

—Todo está perdido; mi padre, temiendo mis lágrimas, se ha marchado la noche pasada. ¿Adónde? Nadie lo sabe. Aquí tienes su carta; lee.

Y se metió en el coche, con Julián.

"Podía perdonarlo todo, menos el proyecto de seducirte porque eres rica. Esta es, desgraciada hija, la terrible realidad. Te doy mi palabra de honor de que no consentiré jamás un matrimonio con ese hombre. Le asigno diez mil libras de renta, si quiere vivir lejos, fuera de las fronteras de Francia, o, mejor aún, en América. Lee la carta que recibo, en contestación a los informes que había pedido. El desvergonzado me había propuesto que escribiese a Madame de Renal. No volveré a leer una línea tuya que se refiera a ese hombre. Me horrorizas tú y me horroriza París. Te conjuro a guardar el mayor secreto sobre lo que ha de ocurrir. Renuncia sinceramente a un hombre vil, y volverás a encontrar un padre."

—¿Dónde está la carta de madame de Renal?—dijo fríamente Julián.

—Aquí la tienes. No he querido enseñártela sin prepararte de antemano.


Carta.


"Lo que debo a la causa sagrada de la religión y de la moral me obliga, caballero, a dar este paso terrible; una regla que no puede fallar me obliga, en este momento, a hacer daño a mi prójimo, pero es a fin de evitar un escándalo mayor. El dolor que siento debe ser compensado por el sentimiento del deber. Es muy cierto, caballero; la conducta de la persona sobre quien me pide usted la verdad, ha podido parecer inexplicable, y hasta honrada. Quizá alguien ha podido juzgar conveniente ocultar o disfrazar una parte de la realidad; la prudencia y la religión así lo querían. Pero esa conducta que usted quiere conocer ha sido realmente muy condenable, mucho más de lo que yo puedo decir. Pobre y ambicioso, valiéndose de la hipocresía más consumada, y por la seducción de una mujer débil y desgraciada, ese hombre trató de crearse una posición y ser alguien. Una parte de mi penoso deber es añadir que creo que M. J.... no tiene ningún principio de religión. En conciencia, me veo obligada a pensar que uno de los medios de que se vale para tener éxito en una casa, es seducir a la mujer que en ella tenga más crédito. Con apariencia de desinterés y con frases de novela, su gran, su único objetivo, es llegar a manejar al dueño de la casa y su fortuna. Tras él deja la desgracia, los remordimientos eternos, etc., etc."


Esta carta, extremadamente larga y borrosa por las lágrimas, era, sin duda alguna, de letra de Mme. De Renal, y estaba escrita con más cuidado que de costumbre.

—No puedo censurar a M. de la Mole;—dijo Julián, después de terminarla—es justo y prudente. ¿Qué padre querría entregar a su hija querida a semejante hombre? ¡Adiós!

Julián saltó del coche y corrió a su silla de posta, que aguardaba al extremo de la calle. Matilde, a quien parecía haber olvidado, dio algunos pasos para seguirle; pero las miradas de los comerciantes, que estaban a las puertas de sus tiendas y que la conocían, la obligaron a entrar precipitadamente en el jardín.

Julián había partido para Verrières. En aquel viaje rápido no pudo escribir a Matilde, como había proyectado, pues su mano no trazaba en el papel más que rasgos ininteligibles.

Llegó a Verrières un domingo por la mañana. Entró en casa del armero del pueblo, que le llenó de felicitaciones por su reciente fortuna. Era la noticia de la comarca.

Julián tuvo que emplear un gran esfuerzo para hacerle comprender que quería un par de pistolas. El armero las cargó, obedeciendo sus órdenes.

Dieron las "tres campanadas"; es una señal muy conocida en los pueblos de Francia, que, después de los distintos toques de la mañana, anuncia el comienzo inmediato de la misa.

Julián entró en la iglesia nueva de Verrières. Todas las ventanas altas del edificio estaban veladas con cortinas carmesíes. Julián se encontró a algunos pasos de distancia del banco de madame de Renal. Le pareció que oraba con fervor. La vista de aquella mujer que tanto le había amado hizo temblar el brazo de Julián de tal forma, que no pudo de momento ejecutar su propósito.

—No puedo;—se decía a sí mismo—físicamente, no puedo.

En aquel momento, el monaguillo que ayudaba a misa tocó "alzar". Mme. De Renal bajó la cabeza, que por un momento casi se ocultó entre los pliegues de su chal. Julián ya no la reconocía tan bien; disparó un tiro sobre ella, que no hizo blanco; disparó un segundo tiro: ella cayó Mme. De Renal.

XXXVI. Detalles tristes

No esperéis que se debilite mi ánimo. Me he vengado. He merecido la muerte, y aquí estoy. Rogad por mi alma.

Schiller.


Julián quedó inmóvil; no veía. Cuando se rehizo un poco, advirtió que todos los fieles huían de la iglesia; el sacerdote había abandonado el altar. Julián comenzó a seguir, con paso bastante lento, a unas mujeres que se iban gritando. Una mujer, que trataba de huir más deprisa que las otras, le empujó violentamente, derribándole al suelo. Sus pies se enredaron en una silla caída; al levantarse, sintió que le apretaban el cuello: era un gendarme de uniforme, que le detenía. Maquinalmente, Julián quiso recurrir a sus pistolas, pero un segundo gendarme le sujetaba los brazos.

Fué conducido a la cárcel. Le metieron en una habitación, le colocaron las esposas, le dejaron solo, cerrando la puerta con dos vueltas de llave; todo esto fué hecho muy rápidamente; él permaneció insensible.

—A fe mía, todo ha terminado—dijo en alta voz, volviendo en sí.—Dentro de quince días, la guillotina... o matarse de aquí a entonces.

Su razón no iba más lejos; sentía la cabeza como si se la apretaran con violencia. Miró por ver si alguien le sujetaba. Después de unos minutos se durmió profundamente.

Madame de Renal no estaba herida de muerte. La primera bala atravesó su sombrero, y en el momento en que se volvía, disparó él por segunda vez.

La bala le había alcanzado en el hombro, y, cosa rara, después de chocar con el hueso, que, sin embargo, rompió, de rebote fué a dar contra una columna gótica, a la que arrancó un gran pedazo.

Cuando, después de una cura larga y dolorosa, el cirujano, hombre serio, dijo a Mme. De Renal: "Respondo de la vida de usted como de la mía", ella sintió una aflicción profunda.

Hacía mucho tiempo que deseaba sinceramente la muerte; la carta que había escrito a M. de la Mole, impuesta por su confesor actual, había sido el último golpe para aquel ser, debilitado por una desgracia constante. Esa desgracia era la ausencia de Julián, que ella llamaba "remordimientos". El director espiritual, eclesiástico joven, virtuoso y ferviente, recién llegado de Dijon, no se dejaba engañar.

—Morir así, pero no por mi mano, no es un pecado—pensaba Mme. De Renal.—Dios me perdonará quizá al alegrarme de mi muerte.—No se atrevía a añadir:

Y morir a manos de Julián, es el colmo de la felicidad.

Apenas se vió libre de la presencia del cirujano y de todos los amigos, que acudieron en tropel, mandó llamar a Elisa, su doncella, y le dijo, ruborizándose:

—El carcelero es un hombre cruel. Sin duda le maltratará, creyendo hacer con ello una cosa que me resulte agradable... No puedo soportar esta idea. ¿No podría usted ir y, como cosa suya, darle al carcelero este paquetito que contiene algunos luises? Al mismo tiempo, le dice usted que la religión no permite que le maltrate... Y, sobre todo, que no vaya a decir una palabra de este dinero...

A esta circunstancia de la que hablamos se debió la humanidad para con Julián del carcelero de Verrières; era aquel mismo M. Noiroud, perfecto ministerial, al que vimos asustarse profundamente ante la presencia de M. Appert.

El juez se presentó en la cárcel.

—He asesinado con premeditación;—le dijo Julián—he comprado y mandado cargar las pistolas en casa de fulano, el armero. El artículo 1.342 del Código penal es claro; merezco la muerte y la espero.

El juez, extrañado ante aquella manera de responder, quiso multiplicar las preguntas para arreglárselas de modo que el acusado se culpase en sus contestaciones.

—Pero ¿no ve usted—le dijo Julián sonriendo— que me confieso tan culpable cuanto puede usted desear? Váyase, caballero; no dejará de conseguir el objeto que se propone. Tendrá usted el placer de condenarme, pero ahórreme su presencia.

Me queda un penoso deber que cumplir;—pensó Julián—tengo que escribir a Mlle. de la Mole.

"Me he vengado—le decía.—Desgraciadamente, mi nombre aparecerá en los periódicos, y no puedo escapar de incógnito de este mundo. Dentro de dos meses, moriré. La venganza ha sido atroz, como el dolor de verme separado de ti. Desde este momento, me prohíbo escribirte y pronunciar tu nombre. No hables nunca de mí, ni aun a mi hijo; el silencio es la única manera de honrarme. Para la mayoría de los hombres, yo seré un asesino vulgar... En este momento supremo, permíteme la verdad: tú me olvidarás. Esta gran catástrofe, de la cual te aconsejo no hablar a ningún ser viviente, agotará para muchos años todo lo romántico y aventurero que yo veía en tu carácter. Tú habías nacido para vivir con los héroes de la Edad Media; muestra su firmeza de carácter. Que lo que ha de ocurrir, suceda en secreto y sin comprometerte. Tomarás un nombre falso y no tendrás confidente alguno. Si tienes la absoluta necesidad del socorro de un amigo, te dejo en manos del abate Pirard.

"No hables con nadie más, sobre todo, con la gente de tu clase: los de Luz, los Caylus.

"Un año después de mi muerte, cásate con M. de Croisenois; te lo ruego y te lo ordeno como esposo. No me escribas; no te contestaría. Mucho menos malo que Yago, según creo, diré como él: "From this time forth. Y never will speak word." (Desde este momento, no diré ni una palabra.)

"No me verán hablar ni escribir; tuyas habrán sido mis últimas palabras, así como mis últimas adoraciones.—J. S."


Después de enviar esta carta cuando Julián, algo rehecho, se sintió muy desgraciado por primera vez. Una a una, todas sus esperanzas y ambiciones debían ser arrancadas de su corazón por estas horribles palabras: "He de morir." La muerte, en sí, no era "horrible" a sus ojos. Toda su vida no había sido más que una larga preparación para la desgracia, y no por ver de cerca la mayor de todas le ocurría olvidarse de lo pasado.

—¡Qué!—se decía.—Si dentro de sesenta días tuviera que batirme en duelo con un hombre muy diestro en las armas, ¿acaso sería tan débil como para estar pensando siempre en ello, con el terror en el alma?

Pasó más de una hora tratando de conocerse a ese respecto.

Cuando hubo visto claro en su alma, y ante sus ojos apareció la verdad tan claramente como una de las columnas de su celda, pensó en el remordimiento.

—¿Y por qué habría de tenerlo? He sido ofendido de un modo atroz; he matado; merezco la muerte; eso es todo. Moriré después de haber saldado mi cuenta con la humanidad. No dejo ninguna obligación sin cumplir; no debo nada a nadie; mi muerte no tiene de vergonzoso más que el instrumento. Es verdad que eso sólo basta y sobra para mi vergüenza ante los ojos de los burgueses de Verrières; pero ¿habrá nada más despreciable que ellos, intelectualmente considerados? Y aún me queda un medio de hacerme valer a sus ojos: echar al pueblo monedas de oro al ir al suplicio. Mi recuerdo, unido a la idea del "oro", será algo resplandeciente para ellos.

Después de este razonamiento, que al cabo de una hora le pareció evidente, se dijo Julián:

—No tengo nada que hacer en el mundo.

Y se durmió profundamente.

A eso de las nueve de la noche, el carcelero le despertó, llevándole la cena.

—¿Qué se dice en Verrières?

—Señor Julián, el juramento prestado ante el crucifijo el día en que tomé posesión de mi destino me obliga al silencio.

Se calló, pero no se marchaba. Aquella hipocresía vulgar divirtió a Julián.

—Es necesario—pensó—que le haga esperar un rato los cinco francos que desea para venderme su conciencia.

Cuando el carcelero vió que la comida estaba terminando sin intento de seducción, dijo con aire falso y meloso:

—El cariño que le tengo, señor Julián, me obliga a hablar, porque lo que le he decir, aun cuando sea en contra del interés de la justicia, puede servirle para preparar su defensa... El señor Julián, que es un buen muchacho, se alegrará mucho cuando yo le diga que Madame de Renal está mejor.

—¡Cómo! ¿No ha muerto?—exclamó Julián, fuera de sí.

—¿Pero no sabía usted nada?—dijo el carcelero con aire estúpido, que al momento se convirtió en avaricia satisfecha.—Será justo que el señor dé algo al médico, que, según la ley y la justicia, no debía hablar. Pero por dar gusto al señor, he ido a su casa, y él me lo ha contado todo...

—Luego, la herida no es mortal—le dijo Julián impaciente.—¿Me respondes de ello con tu vida?

El carcelero, gigante de seis pies de altura, sintió miedo y se retiró hacia la puerta. Julián comprendió que iba por mal camino para saber la verdad; se sentó de nuevo y arrojó un napoleón a M. Noiroud.

A medida que el relato de aquel hombre demostraba a Julián que la herida de madame de Renal no era mortal, se sentía invadido por las lágrimas.

—¡Váyase usted de aquí!—dijo bruscamente.

El carcelero obedeció. Apenas había cerrado la puerta, exclamó Julián:

—¡Dios mío! ¡No está muerta!

Y cayó de hinojos, derramando ardientes lágrimas.

En aquel momento supremo era creyente. ¿Que importan las hipocresías de los curas? ¿Pueden quitar algo a la verdad y a la sublimidad de la idea de Dios?

Solo entonces empezó Julián a arrepentirse de su crimen. Por una coincidencia que le evitó la desesperación, en aquel instante acababa de cesar el estado de irritación física, y casi de locura, en el que estuvo sumido desde que salió de París para Verrières.

Sus lágrimas tenían un origen generoso, pues no podía caberle duda de la condena que le esperaba.

—¡De modo que vivirá!—se decía.—Vivirá para perdonarme y para amarme...

Al día siguiente, muy temprano, cuando el carcelero le despertó, le dijo:

—Debe usted tener un corazón valiente. He venido dos veces y no he querido despertarle. Aquí tiene usted dos botellas de un vino excelente que le envía M. Maslon, nuestro cura.

—¿Está aún aquí ese bribón?—dijo Julián.

—Sí, señor;—respondió el carcelero bajando la voz—pero no hable tan alto, que podría perjudicarle.

Julián se rió de buena gana.

—En el punto en que estoy, amigo mío, sólo podría perjudicarme el que usted dejase de ser dulce y humano... Pero será usted bien pagado—continuó Julián interrumpiéndose y volviendo a tomar un aire altanero, que justificó enseguida dando una moneda.

Monsieur Noiroud contó nuevamente, con gran lujo de detalles, todo lo que sabía de madame de Renal, pero no dijo una palabra de la visita de Elisa.

Aquel hombre era bajo y sumiso a más no poder. Una idea cruzó por la mente de Julián.

—Esta especie de gigante deforme puede ganar trescientos o cuatrocientos francos, pues esta cárcel no es muy frecuentada. Yo puedo asegurarle diez mil francos si quiere huir conmigo a Suiza... La dificultad será convencerle de mi buena fe.

La idea del largo coloquio que debería tener con un hombre tan vil produjo asco a Julián, y pensó en otra cosa.

Por la noche, ya no había tiempo. Una silla de posta llegó a media noche para llevárselo. Quedó muy contento de los gendarmes que le acompañaron en el viaje. Por la mañana, cuando llegó a la cárcel de Besançon, tuvieron la amabilidad de alojarle en el piso superior de un torreón gótico. Admiró la gracia y la ligereza de su arquitectura, que supuso del comienzo del siglo XIV. Por una estrecha abertura entre dos muros, y más allá de un patio profundo, se ofrecía un punto de vista soberbio.

Al día siguiente, sufrió un interrogatorio, después del cual le dejaron tranquilo unos cuantos días. Su alma estaba serena. Veía su asunto de lo más sencillo:—He intentado matar; deben matarme.

Su imaginación no se detuvo más en este razonamiento. El juicio, el fastidio de aparecer en público, la defensa; consideraba todo eso como ligeras molestias, como ceremonias enojosas, en las cuales no valía la pena pensar hasta que llegara el caso. Tampoco le preocupaba el momento de la muerte:

—Ya pensaré en ello después del juicio.

La vida no era aburrida para él; consideraba las cosas bajo un nuevo aspecto. Ya no tenía ambición. Pensaba raras veces en Mlle. de la Mole. Sus remordimientos le ocupaban mucho y le presentaban con mucha frecuencia la imagen de madame de Renal, sobre todo en el silencio de la noche, que en aquel torreón elevado solo interrumpía el canto de la lechuza.

Daba gracias al cielo por no haberla herido mortalmente.

—¡Qué cosa más rara!—decíase.—Yo creía que, con su carta a M. De la Mole, había destruido para siempre mi felicidad futura, y menos de quince días después de la fecha de aquella carta, no pienso en nada de lo que me absorbía entonces... Dos o tres mil libras de renta para vivir tranquilo en un pueblo de montaña como Vergy... Entonces era feliz... No comprendía mi felicidad.

En otros momentos, se levantaba de la silla, sobresaltado.

—Si hubiese herido mortalmente a Madame de Renal, me habría matado... Necesito convencerme de esto para no horrorizarme de mí mismo. ¡Matarme! Esta es la gran cuestión—se decía.—Estos jueces tan formalistas, tan encarnizados con el pobre acusado, que harán colgar al mejor ciudadano por prenderse una cruz... Me sustraería a su dominio, a sus insultos en mal francés, que el periódico del departamento llamará elocuencia... Puedo vivir aún cinco o seis semanas, poco más o menos... ¡Matarme! De ninguna manera—se dijo después de algunos días.—Napoleón vivió...

Además, la vida me es agradable; aquí estoy tranquilo; no hay gente molesta—añadió riendo. Y se puso a redactar una nota de los libros que pensaba pedir a París.

XXXVII. Un torreón

La tumba de un amigo.

Sterne.


Oyó un gran ruido en el corredor; no era la hora en que solían subir a su encierro. La lechuza levantó el vuelo gritando, la puerta se abrió, y el venerable cura Chelan, temblando, apoyado en el bastón, se arrojó en sus brazos.

—¡Dios santo! ¿Es posible, hijo mío?... ¡Monstruo!, debería decir.

Y el buen viejo no pudo añadir una palabra más. Julián temió que se cayese. Se vió obligado a llevarle a una silla. La mano del tiempo se había ensañado con aquel hombre, antes tan enérgico. A Julián le pareció la sombra de sí mismo.

Cuando recobró el aliento:

—Anteayer mismo recibí tu carta de Estrasburgo, con los quinientos francos para los pobres de Verrières; me la llevaron a Liveru, a la montaña, donde vivo retirado con mi sobrino Jean. Ayer, me entero de la catástrofe... ¡Cielos! ¿Es posible?

Y el viejo ya no lloraba; parecía privado de la facultad de pensar, y añadió maquinalmente:

—Necesitarás los quinientos francos; aquí te los traigo.

—¡Necesito verle, padre mío!—exclamó Julián enternecido.—Tengo dinero de sobra.

Pero no consiguió una respuesta con sentido. De vez en cuando, M. Chelan vertía algunas lágrimas que se deslizaban silenciosamente por sus mejillas; luego miraba a Julián, y estaba como aturdido al ver que le cogía las manos y se las llevaba a los labios. Aquella fisonomía, antes tan viva y que reflejaba tan enérgicamente los más nobles sentimientos, no salía del aire apático. Pronto, una especie de campesino vino a buscar al viejo.

—No hay que cansarle—dijo a Julián, quien comprendió que era el sobrino.

Aquella aparición dejó a Julián sumido en una tristeza cruel, que alejaba las lágrimas. Todo le parecía triste y sin consuelo; sentía su corazón helarse en el pecho.

Aquellos minutos fueron los más crueles que pasara desde el crimen. Acababa de ver la muerte en toda su fealdad. Todas las ilusiones de grandeza de alma y de generosidad se disiparon como una nube ante la tempestad.

Tan angustiosa situación duró varias horas. Después de un envenenamiento moral, se necesitan remedios físicos y vino de Champagne. Julián se hubiera considerado un cobarde recurriendo a ellos. Al final de un día horrible, que pasó por entero paseándose en su estrecho torreón, exclamó:

—¿Estoy loco? La vista de ese pobre viejo hubiera podido sumirme en el estado de horrible tristeza en el que estoy, si yo fuera a morir como otro cualquiera; pero la muerte rápida, y en la flor de la edad, me pone precisamente en la imposibilidad de llegar a esa triste decrepitud.

Por más razonamientos que se hacía, Julián estaba enternecido como un ser pusilánime, y, por consiguiente, entristecido con aquella visita.

Ya no había nada rudo y grandioso en él, nada de virtud romana; la muerte se le aparecía a muy gran altura, y como cosa menos fácil.

—Este será mi termómetro—se dijo.—Esta noche estoy a diez grados por debajo del valor que me conduce al nivel de la guillotina. Esta mañana tenía ese valor. Pero, en resumen, ¿qué importa? Con tal que lo tenga en el momento necesario.

Esat idea del termómetro le divirtió, y consiguió distraerle.

Al día siguiente, al despertar, sintió vergüenza del día anterior.

—Mi felicidad, mi tranquilidad, están en juego.

Casi estuvo resuelto a escribir al procurador general para pedirle que no permitiesen que le visitase nadie.

—Pero ¿y Fouqué?—pensó.—Si se decide a venir a Besançon, ¿cuál no sería su pena?

Hacía quizá dos meses que no había pensado en Fouqué.

—Qué majadero era yo en Estrasburgo; no pensaba más allá del cuello de mi uniforme.

El recuerdo de Fouqué le ocupó mucho tiempo, y le dejó más enternecido. Se paseaba con agitación.

—Decididamente, estoy a veinte grados bajo el nivel de la muerte... Si esta debilidad va en aumento, más me valdría matarme. ¡Qué alegría para los abates Maslon y los Valenod si yo muriese como un criado!

Fouqué llegó; aquel hombre sencillo estaba loco de dolor. Su única idea, si tenía alguna, era vender toda su hacienda para seducir al carcelero y hacer fugarse a Julián. Le habló largo rato de la evasión de M. de Lavalette.

—Me causas pena—le dijo Julián.—Mnsieur de Lavalette era inocente, yo soy culpable. Sin querer, me haces pensar en la diferencia...Pero ¿es cierto? ¿Venderías toda tu hacienda?—dijo Julián volviendo a ser el hombre observador y desconfiado.

Encantado Fouqué de ver que por fin su amigo respondía a su idea dominante, le detalló con minuciosidad, cien francos por encima o por debajo, lo que podría sacar de cada una de sus propiedades.

—¡Qué sublime esfuerzo en un propietario campesino!—pensó Julián.—¡Cuántas economías, cuántas pequeñas tacañerías, que tanto sonrojo me causaban cuando se las veía hacer, sacrificaría por mí! Ninguno de los jóvenes que he visto en el palacio de la Mole, y que leen "René", cometería aquellas ridiculeces; pero, exceptuando los muy jóvenes y ricos por herencia, y que desconocen el valor del dinero, ¿cuál de esos lindos parisienses sería capaz de semejante sacrificio?

Todas las faltas de lenguaje, todos los gestos ordinarios de Fouqué desaparecieron; Julián se arrojó en sus brazos.

Nunca ha recibido un homenaje más sincero lo provinciano, comparado con lo de París.

Fouqué, entusiasmado con la alegría que veía en los ojos de su amigo, lo tomó como consentimiento en la fuga.

La contemplación de lo "sublime" devolvió a Julián toda la fuerza que le había quitado la aparición de M. Chelan.

(Era nuestro héroe aún muy joven; pero, a mi parecer, de buena cepa. En lugar de ir de lo sentimental a lo taimado, como la mayoría de los hombres, la edad le hubiera dado la bondad fácil al enternecimiento, y se habría curado de su loca desconfianza... ¿Pero para qué estas vanas predicciones?

Los interrogatorios eran cada vez más frecuentes, a pesar de los esfuerzos de Julián, cuyas respuestas tendían a abreviar el asunto.

—He matado, o, por lo menos, he querido matar con premeditación—repetía diariamente.

Pero el juez era formalista ante todo. Las declaraciones de Julián no abreviaban en modo alguno los interrogatorios; el amor propio del juez se picó. Julián no se enteró de que habían querido trasladarle a un calabozo sombrío, y que, gracias a las gestiones de Fouqué, le habían dejado su linda habitación con ciento ochenta escalones,

El abate de Frilair era uno de los hombres importantes que se proveían de leña en casa de Fouqué. El buen comerciante llegó hasta el todopoderoso vicario mayor. Con gran asombro y alegría, oyó a M. de Frilair anunciarle que, interesado por las buenas condiciones de Julián y por los servicios que había prestado en el seminario, pensaba recomendarlo a los jueces. Fouqué entrevió la esperanza de salvar a su amigo, y al salir, prosternándose hasta el suelo, rogó al vicario que distribuyera en misas, para pedir la absolución del acusado, la suma de diez luises.

Fouqué se equivocaba por completo. M. de Frilair no era un Valenod. Se negó a aceptar, y hasta trató de hacer entender al buen campesino que lo mejor que podía hacer era guardar su dinero. Viendo que era imposible ser más claro, sin cometer una imprudencia, le aconsejó que diera aquella cantidad como limosna a los pobres presos, que en realidad carecían de todo.

—Este Julián es un ser extraño; su acción es inexplicable,—pensaba M. de Frilair—y nada debe serlo para mí... Quizá sea posible convertirlo en un mártir... En todo caso, yo sabré el "fin" de este asunto, y quizá encuentre ocasión de meter miedo a ese M. De Renal, que no nos estima en absoluto, y que, en el fondo, me detesta... Quizá pueda hallar en todo esto un medio de reconciliarme públicamente con M. de la Mole, que tiene debilidad por este joven seminarista.

La transacción del pleito se había firmado unas semanas antes, y el abate Pirard se marchó de Besançon, no sin antes haber hablado del misterioso nacimiento de Julián, el mismo día en que el desgraciado atentaba contra la vida de madame de Renal en la iglesia de Verrières.

Julián sólo veía un acontecimiento desagradable entre él y la muerte: la visita de su padre. Consultó a Fouqué sobre la idea de escribir al procurador general para que le dispensaran de toda visita. Aquel horror de ver a su padre, y en tal momento, extrañó profundamente al corazón honrado y burgués del comerciante de madera.

Creyó comprender por qué había tanta gente que odiaba apasionadamente a su amigo. Por respeto a la desgracia, ocultó su manera de pensar.

—En todo caso,—le respondió fríamente—esa orden no se aplicará a tu padre.

XXXVIII. Un hombre pudiente

¡Hay tanto misterio en sus andanzas y tanta elegancia en su talle! ¿Quién será ella?

Schiller.


Las puertas del torreón se abrieron muy temprano al día siguiente. Julián despertó sobresaltado.

—¡Ay, Dios mío! ¡Aquí está mi padre!—pensó.—¡Qué escena más desagradable!

En el mismo momento, una mujer, vestida de campesina, se arrojó en sus brazos; a él le costó mucho trabajo reconocerla. Era Mlle. De la Mole.

—¡Infame Hasta no recibir tu carta no sabía dónde estabas! Lo que tú llamas tu crimen, y que no es sino una venganza noble que demuestra toda la grandeza del corazón que late en ese pecho, no lo supe hasta llegar a Verrières...

A pesar de sus prevenciones contra Mlle. de la Mole, que en realidad no se confesaba claramente, Julián la encontró muy bonita. ¿Cómo no ver en toda aquella manera de hablar y de actuar un sentimiento noble, desinteresado, muy por encima de lo que hubiera osado un alma vulgar y pequeña? De nuevo creyó amar a una reina. Después de unos minutos, le dijo, con una gran nobleza de elocución y de pensamiento:

—El porvenir se presentaba, a mis ojos, muy claro. Después de mi muerte, te casaba con M. de Croisenois, que te consideraría viuda. El alma noble, pero un poco romántica, de esta viuda adorable, asombrada y convertida al culto de la prudencia vulgar por un acontecimiento singular, trágico y grande para ella, se hubiera dignado comprender el verdadero mérito del joven marqués. Te hubieras resignado a ser feliz, con la felicidad de todo el mundo: la consideración, las riquezas, la elevada jerarquía... Pero, Matilde querida, si sospechan tu venida a Besançon, será un golpe mortal para M. de la Mole, y eso no me lo perdonaré nunca. ¡Le he causado ya tanta pena! El académico va a decir que ha abrigado en su seno una serpiente.

—Confieso que lo que menos esperaba yo era tanto razonamiento frío, tanta preocupación por el porvenir. Mi doncella, casi tan prudente como tú, ha sacado un pasaporte para ella, y he hecho mi viaje con el nombre de Mme. Michelet.

—¿Y Mme. Michelet ha podido llegar hasta mí con tanta facilidad?

—¡Ah! ¡Eres siempre el hombre superior, el que yo he descubierto! Primero he ofrecido cien francos a un secretario del juez, quien pretendía que mi entrada en el torreón era imposible. Pero, una vez recibido el dinero, el tal hombre me ha hecho esperar, ha puesto dificultades, yo creo que quería robarme...

Matilde se detuvo.

—¿Y qué más?—dijo Julián.

—No te enfades, mi querido Julián;—le dijo, abrazándole—me he visto obligada a dar mi nombre a ese secretario, que me tomaba por una joven obrera de París, enamorada del guapo Julián... Estas son sus mismas palabras. Le he jurado que era tu mujer, y me dará un permiso para verte a diario.

La locura es completa;—pensó Julián—pero yo no he podido impedirla. Después de todo, M. de la Mole es tan gran señor, que la opinión pública encontrará siempre una excusa para el joven coronel que se case con esta encantadora viuda. Mi cercana muerte ocultará todo...

Y se entregó con delicia al amor de Matilde; aquéllo era la locura, la grandeza de alma, lo más singular del mundo. Ella le propuso seriamente matarse con él.

Después de los primeros arrebatos, y cuando Matilde se vió satisfecha con la delicia de ver a Julián, una viva curiosidad se apoderó de su alma. Examinaba a su amante, a quien encontraba muy por encima de lo que se había imaginado. Le parecía Boniface de la Mole resucitado, pero más heroico.

Matilde visitó a los principales abogados de la ciudad, a los que ofendió ofreciéndoles dinero con crudeza; claro que luego acabaron por aceptar.

Pronto vino a parar Matilde a esta conclusión: que en materia de cosas dudosas y de importancia, en Besançon, todo dependía del abate de Frilair.

Bajo el nombre oscuro de madame Michelet, tropezó primero con invencibles dificultades para llegar al todopoderoso congregante. Pero por la ciudad circulaba el rumor de la belleza de una joven modista, loca de amor, y llegada de París a Besançon para consolar al joven abate Sorel.

Matilde recorría a pie, sola, las calles de Besançon, esperando no ser reconocida. En todo caso, no creía que fuera perjudicial a su causa el producir una gran impresión en el pueblo. Su locura llegaba a pensar en hacerlo rebelarse para salvar a Julián cuando fuera conducido a la muerte. Mademoiselle de la Mole creía que iba ataviada sencillamente, como conviene a una mujer llena de tristeza; sin embargo, lo estaba de un modo que atraía todas las miradas.

Era en Besançon, el blanco de la curiosidad general cuando, después de ocho días de solicitudes, obtuvo una audiencia de M. De Frilair.

Por mucho que fuese su valor, las ideas de congregante influyente y de maldad cauta y profunda aparecían hasta tal punto unidas en su espíritu, que temblaba al llamar a la puerta del obispado. Apenas podía andar cuando le fué preciso subir la escalera que conducía a las habitaciones del vicario mayor. La soledad del palacio episcopal le daba frío.

—Puede que me siente en un sillón, y ese sillón me coja los brazos y me haga desaparecer. ¿A quién podrá reclamar mi doncella? El capitán de los gendarmes ya se cuidará de no hacer nada... ¡ Me encuentro aislada en esta gran ciudad!

Su primera ojeada por la habitación la tranquilizó. Primero, le había abierto un lacayo con una librea muy elegante. El salón en que la hicieron esperar era de ese lujo fino y delicado, tan diferente de la magnificencia grosera, y que sólo se encuentra en París en las mejores casas. En cuanto vió a M. de Frilair, que se acercaba a ella con aire paternal, desaparecieron todas las ideas de crimen atroz. Ni siquiera encontró, en aquel hermoso rostro, el sello de esa virtud enérgica, y un tanto salvaje, tan antipática a la sociedad de París. La sonrisa, casi imperceptible, que animaba los rasgos del sacerdote, dueño de todo Besançon, anunciaba al hombre de buena sociedad, al prelado instruído, al administrador hábil. Matilde se creyó en París.

Pocos minutos necesitó M. de Frilair para lograr que Matilde le confesara que era la hija de su poderoso enemigo, el marqués de la Mole.

—En efecto, no soy Madame Michelet,—dijo ella, recobrando toda la altivez de su actitud—y esta confesión me cuesta poco trabajo, pues vengo, señor, a consultaros acerca de la posibilidad de procurar la evasión de M. De La Vernaye. En primer lugar, él no es culpable sino de aturdimiento; la mujer sobre la cual ha disparado ya está bien. En segundo lugar, para seducir a los subalternos, puedo disponer sobre la marcha de cincuenta mil francos, y comprometerme por el doble. En fin, mi reconocimiento y el de mi familia no hallará nada imposible para quien salve a M. de La Vernaye.

Monsieur de Frilair pareció extrañado de ese nombre. Matilde le mostró varias cartas del ministro de defensa dirigidas a M. Julián Sorel de La Vernaye.

—Ya veis que mi padre se encargaba de su fortuna. Me he casado con él en secreto; mi padre quería que fuese oficial superior antes de publicar este matrimonio, un poco raro para una la Mole.

Matilde observó que la expresión de bondad, y de cierta alegría dulce, se desvanecía rápidamente a medida que M. de Frilair iba haciendo descubrimientos importantes. En su rostro se pintó una finura mezclada de profunda falsedad.

El abate tenía sus dudas; releía con calma los documentos oficiales.

—¿Qué partido puedo sacar de estas extrañas confidencias?—se decía.—Heme aquí, de pronto, en relación íntima con una amiga de la célebre mariscala de Fervaques, sobrina todopoderosa de Monseñor el obispo de ***, por cuya mediación se llega a obispo en Francia. Lo que yo veía muy lejos en el porvenir se presenta de improviso. Esto puede conducirme a la realización de todos mis deseos.

Al principio, Matilde se asustó del rápido cambio de la fisonomía de aquel hombre tan influyente, con el cual se encontraba sola en un aposento apartado. Pero pronto se dijo a sí misma:

—¡Bah! Lo peor hubiera sido no causar impresión alguna en el frío egoísmo de un hombre harto de poder y de satisfacciones.

Deslumbrado por aquel camino rápido e imprevisto que se abría ante sus ojos para llegar al episcopado, asombrado del talento de Matilde, M. de Frilair, por un momento, no fué dueño de sí.

Mademoiselle de la Mole le vió casi a sus pies, ambicioso y vivo hasta ser presa de un temblor nervioso.

—Todo se aclara;—pensó ella—nada será imposible aquí para la amiga de madame de Fervaques.

A pesar de un sentimiento de celos, muy doloroso aún, tuvo valor para explicar que Julián era amigo íntimo de la mariscala, y que veía casi todos los días en su casa al obispo de ***.

—Si se sortease cuatro o cinco veces una lista de treinta y seis jurados entre los notables del departamento,—dijo el vicario, con la mirada amarga de la ambición, y recalcando las palabras—me consideraría muy desgraciado si, en cada una de las listas, no contara con ocho o diez amigos, y de los más inteligentes de la pandilla. Casi siempre podría tener mayoría, y más que mayoría, para condenar; vea usted, señorita, con cuánta facilidad puedo hacer absolver...

El abate se paró en seco, como asustado de sus propias palabras; estaba confesando cosas que nunca se dicen a los profanos.

Pero, a su vez, impresionó a Matilde, dejándola estupefacta, cuando le dijo que lo que asombraba e interesaba sobre todo a la sociedad de Besançon en la extraña aventura de Julián, era que en otros tiempos había inspirado una gran pasión a Madame de Renal, a la que, por algún tiempo, había correspondido. M. de Frilair advirtió fácilmente la turbación extrema que producía su relato.

—¡Tengo mi desquite!—pensó.—Ya he encontrado el medio de manejar a esta personita tan decidida; temía no llegar a conseguirlo.

El aire distinguido y poco fácil de dominar redoblaba a sus ojos el encanto de la rara belleza, que veía casi suplicante ante él. Recobró toda su sangre fría, y no vaciló en revolver el puñal en su corazón.

—No me sorprendería, después de todo,—le dijo con aire frívolo—que nos dijeran que habían sido los celos el móvil que impulsó a Sorel a disparar los dos tiros contra esa mujer, antes tan amada. Desde hace poco tiempo, ella veía con mucha frecuencia a cierto abate Marquinot, de Dijon, especie de jansenista, vicioso como lo son todos.

M. de Frilair torturó voluptuosamente y a su placer el corazón de aquella linda muchacha, cuya cuerda sensible había descubierto.

—¿Por qué Sorel—decía, fijando una mirada ardiente sobre Matilde—habría elegido la iglesia, sino porque, precisamente en aquel momento, estaba diciendo misa su rival? Todo el mundo atribuye mucho talento, y aún mayor prudencia, al hombre feliz que usted protege. Nada más sencillo que haberse escondido en los jardines de monsieur. De Renal, que tan bien conoce, y allí, con la casi seguridad de no ser visto, ni cogido, ni sospechoso, haber dado muerte a la mujer de quien tenía celos.

Aquel razonamiento, tan sensato en apariencia, acabó de poner a Matilde fuera de sí. Aquella alma altiva, pero saturada de esa prudencia seca, que pasa en el gran mundo por fiel expresión del corazón humano, no estaba hecha para comprender rápidamente el placer de burlarse de toda prudencia, que puede ser tan vivo en un alma ardiente. En las clases altas de la sociedad de París, donde Matilde había vivido, la pasión rara vez puede prescindir de la prudencia, y se tiran por la ventana desde el quinto piso.

Finalmente, el abate de Frilair se afirmó en su dominio. Hizo creer a Matilde (mintiendo, sin duda) que podía disponer a su antojo del ministerio público encargado de sostener la acusación contra Julián.

Después que la suerte designara los treinta y seis jurados de la sesión, hablaría directamente con treinta de ellos, por lo menos.

Si Matilde no le hubiera parecido tan bonita a M. de Frilair, éste no le habría hablado con tanta claridad hasta la quinta o la sexta entrevista.

XXXIX. La intriga

Castres, 1676.—Un hermano acaba de asesinar a su hermana en la casa que está junto a la mía. Ese hidalgo había cometido ya un asesinato. Su padre mandó distribuir en secreto quinientos escudos a los consejeros, y le salvó la vida.

Locke. —Viaje por Francia.


Al salir del obispado, Matilde no dudó en enviar un correo a Mme. de Fervaques; el temor de comprometerse no la detuvo un segundo. Conjuraba a su rival a que consiguiese una carta para M. de Frilair, escrita de puño y letra de Monseñor el obispo de ***. Llegaba hasta a suplicarle que acudiese ella misma a Besançon. Este fué un rasgo heroico en un alma celosa y altanera.

Siguiendo el consejo de Fouqué, había tenido la prudencia de no hablar de sus intrigas a Julián. Ya le turbaba bastante su presencia sin esto. Más honrado al acercarse a la muerte que lo fué durante su vida, tenía remordimientos, no solamente por M. de la Mole, sino también por Matilde.

—¡Qué cosa!—se decía.—Encuentro a su lado distracción, pero también fastidio. Se pierde por mí, y es así como yo la recompenso. ¿Seré un malvado?

Esta pregunta le hubiera preocupado poco cuando era ambicioso; entonces, no conseguir su objetivo era la única vergüenza para él.

Su malestar moral junto a Matilde era tanto más decidido, cuanto que él le inspiraba en aquel momento la pasión más extraordinaria y más loca. Sólo hablaba de los sacrificios extravagantes que haría por salvarle.

Exaltada por un sentimiento del que estaba orgullosa y que la elevaba sobre todo su orgullo, hubiera querido no dejar pasar un instante de su vida sin ocuparlo en alguna intentona extraordinaria.

Sus largas conversaciones con Julián eran siempre sobre proyectos, los más raros, los más peligrosos para ella, llenaban . Los guardianes, bien pagados, la dejaban reinar en la prisión. Las ideas de Matilde no se limitaban al sacrificio de su reputación; poco le importaba que todo el mundo supiese su estado. Una de las menores quimeras con que soñaba aquella imaginación exaltada era echarse de rodillas para pedir el indulto de Julián al paso del coche del rey cuando fuese al galope; llamar la atención del príncipe, a riesgo de ser aplastada mil veces. Por medio de sus amigos de la corte del rey, estaba segura de ser admitida en los reservados del parque de Saint-Cloud.

Julián se creía poco digno de tanta abnegación; a decir verdad, estaba cansado de heroísmo. Hubiera sido sensible a una ternura sencilla, ingenua y casi tímida, mientras que, por el contrario, el alma orgullosa de Matilde necesitaba siempre la idea de un público: de "los demas"

En medio de todas sus angustias, de todos sus temores por la vida de aquel amante, al que no quería sobrevivir, ella sentía una necesidad secreta de asombrar al público por el exceso de su amor y la sublimidad de sus empresas.

Julián se ponía de mal humor al ver que no se sentía conmovido por todo aquel heroísmo. ¿Qué habría pasado, si hubiera conocido todas las locuras con que Matilde abrumaba el espíritu abnegado, pero eminentemente razonable y limitado, del bueno de Fouqué?

Este no sabía qué censurar en la abnegación de Matilde, pues él también hubiese sacrificado toda su fortuna y expuesto su vida a los mayores peligros para salvar la de Julián. Estaba estupefacto ante la cantidad de oro que Matilde tiraba. Los primeros días, las cantidades así derrochadas llegaron a imponer a Fouqué, que tenía por el dinero toda la veneración de un provinciano.

Finalmente, descubrió que los proyectos de mademoiselle de la Mole variaban a menudo, y, con gran satisfacción por su parte, halló una palabra para censurar aquel carácter que le resultaba tan agotador: era "voluble". De este epíteto al de "mala" cabeza, el mayor anatema en provincias, no hay más que un paso.

—Es extraño—se decía Julián, un día en que Matilde se marchaba de la cárcel—que una pasión tan viva, de la cual soy objeto, me deje tan insensible.

¡Y la adoraba hace dos meses! Yo había leído que la proximidad de la muerte desinteresa de todo; pero es horrible sentirse ingrato y no poder cambiar. ¿Seré un egoísta?

Y, con este motivo, se hacía los reproches más humillantes.

La ambición había muerto en su corazón, pero otra pasión había surgido de sus cenizas: él la llamaba el remordimiento por haber asesinado a Mme. de Renal.

En realidad, se sentía perdidamente enamorado de ella. Encontraba un placer singular, cuando lo dejaban completamente solo y no tenía temor de que le interrumpieran, en entregarse por entero al recuerdo de los días felices pasados en Verrières o en Vergy. Los menores incidentes de aquéllos tiempos, que tan rápidamente volaron, tenían para él una frescura y un encanto irresistibles. Ni un momento pensaba en sus éxitos de París; le aburrían.

Esta disposición de espíritu, que aumentaba con rapidez, fué adivinada en parte por la celosa Matilde. Se dió cuenta exacta de que tenía que luchar contra el amor de la soledad. Alguna vez pronunciaba con terror el nombre de Mme. de Renal. Observaba que Julián se estremecía. Desde aquel momento, su pasión no tuvo límites ni medida.

—Si muere, moriré después de él—se decía, con toda la buena fe posible.—¿Qué dirían los salones de París si vieran a una muchacha de mi alcurnia adorar hasta ese punto a un amante condenado a muerte? Para hallar tales sentimientos hay que remontarse a la época de los héroes; amores de este género eran los que hicieron palpitar los corazones del siglo de Carlos IX y Enrique III.

En medio de los arrebatos más vivos, cuando apretaba contra su corazón la cabeza de Julián, solía decirse con horror:

—¿Es posible que esta cabeza encantadora esté destinada a caer? Pues bien,—añadía, inflamada en un heroísmo no exento de placer—antes de veinticuatro horas, mis labios, que ahora besan apasionadamente estos lindos cabellos, estarán yertos.

Los recuerdos de aquéllos instantes de heroísmo y de horrible voluptuosidad la perseguían tenazmente. La idea del suicidio, tan obsesionante en sí misma, pero tan alejada hasta entonces de aquel alma altiva, penetró en ella y pronto reinó con dominio absoluto.

—No; la sangre de mis antepasados no se ha envilecido al llegar a mí—se decía Matilde con orgullo.

—Tengo que pedirte un favor—le dijo un día Julián.—Busca para tu hijo una nodriza en Verrières, para que Mme. de Renal vigile a la nodriza...

—Es muy duro lo que me dices...—Y Matilde palideció.

—Es verdad, y por ello te pido mil veces perdón—exclamó Julián, saliendo de su ensimismamiento y estrechándola en sus brazos.

Después de secar sus lágrimas, volvió a su idea, pero con más habilidad. Había dado a la conversación un tono de filosofía melancólica. Hablaba del porvenir, que tan pronto se cerraría para él.

—Preciso es convenir, querida, que las pasiones son un accidente en la vida; pero este accidente no se suele hallar más que en las almas superiores... La muerte de mi hijo sería, en el fondo, una dicha para el orgullo de tu familia, y esto lo admirarían los inferiores. El abandono será la suerte de este hijo de la desgracia y de la vergüenza... Espero que en una época que no quiero fijar, pero que sin embargo mi ánimo entrevé, obedecerás mis últimas recomendaciones y te casarás con el marqués de Croisenois.

—¡Cómo! ¡Deshonrada!

—El deshonor no podrá caer en un nombre como el tuyo. Serás una viuda, la viuda de un loco; eso es todo. Y aún digo más: como mi crimen no obedeció al móvil del dinero, no tiene nada de deshonroso. Es posible que en esa época algún legislador filósofo haya conseguido vencer los prejuicios de sus contemporáneos y abolir la pena de muerte. Entonces, alguna voz amiga dirá, como un ejemplo: "El primer marido de Mlle. de la Mole era un loco, pero no un malvado, ni un bandido. Fue absurdo cortarle la cabeza..." Entonces, mi recuerdo será menos infame; por lo menos, después de cierto tiempo... Tu posición en el mundo, tu fortuna, y, permíteme decirlo, tu talento, harán que el marqués de Croisenois, ya tu marido, desempeñe un papel al que, solo, llegaría nunca.

El únicamente tiene alcurnia y valor, y estas cualidades, que por sí solas eran suficientes para que un hombre figurase en 1729, un siglo más tarde son un anacronismo, y sólo incuban pretensiones. Hacen falta otras cosas para ponerse a la cabeza de la juventud francesa. Tú llevarás la ayuda de un carácter firme y emprendedor al partido político en que lanzarás a tu esposo. Podrás suceder a las Chevreuse, a las Longueville de la Fronda... Pero entonces, querida mía, el fuego sagrado que te anima en este momento estará un poco más tibio. Y, permíteme decirlo—añadió, después de muchas más frases preparatorias:—dentro de quince años mirarás como una locura disculpable, pero locura al fin, el amor que has sentido por mí...

Se calló y quedó pensativo. De nuevo se encontraba frente a frente aquella idea, tan molesta para Matilde:—"Dentro de quince años, Mme. de Renal adorará a mi hijo, y tú le habrás olvidado."

XL. La tranquilidad

Porque entonces estaba loco, hoy soy sabio. ¡Oh, filósofo, que sólo ves lo instantáneo, cuán poco alcanza tu mirada. Tus ojos no siguen la labor subterránea de las pasiones.

Goethe.


Aquel coloquio fué interrumpido por un interrogatorio, seguido de una conferencia con el abogado defensor. Estos momentos eran los únicos completamente desagradables de una vida llena de abandono y de sueños tiernos.

—Hay asesinato, y asesinato con premeditación—dijo Julián, tanto al juez como al abogado.—Lo siento mucho, señores,—añadió sonriendo—pero esto reduce el cometido de ustedes a muy poca cosa.

Después de todo—se decía Julián, cuando consiguió verse libre de aquéllos dos seres,—es preciso que sea valiente y, en apariencia, más valiente que esos dos hombres. Ellos miran como el colmo de los males, como "al rey de los espantos", este duelo de resultado infeliz, del que yo no pienso ocuparme seriamente hasta el día preciso.

Y es que yo he conocido una desgracia mayor—continuó Julián, filosofando consigo mismo.—

Sufría mucho más cuando, en mi primer viaje a Estrasburgo, me creía abandonado de Matilde... Y decir que he deseado tan apasionadamente esta intimidad perfecta que hoy me deja tan frío... En realidad, estoy más contento cuando me veo solo que cuando esa muchacha tan hermosa comparte mi soledad...

El abogado, hombre de ley y de formalidades, le creía loco y pensaba, con el público, que los celos eran los que habían puesto la pistola en su mano. Un día se atrevió a hacer comprender a Julián que esta alegación, verdadera o falsa, sería un medio excelente de defensa. Pero el acusado se volvió, en un abrir y cerrar de ojos, un ser apasionado y violento.

—Por su vida, caballero,—exclamó Julián fuera de sí—guárdese de proferir tan abominable mentira.

El prudente abogado tuvo miedo, por un instante, de ser asesinado.

Preparaba su defensa, porque el momento decisivo se acercaba rápidamente. En Besançon, y en todo el departamento, no se hablaba más que de esta causa célebre. Julián ignoraba este detalle, pues había rogado que no le hablaran de estas cosas.

Aquel día, Fouqué y Matilde habían querido informarle de algunos rumores públicos, muy propios, según ellos, para dar esperanzas, pero Julián les había detenido a las primeras palabras.

—Dejadme mi vida ideal. Vuestros chismes, vuestros detalles de la vida real, más o menos molestos para mí, me sacarían del cielo. Se muere como se puede; yo no quiero pensar en la muerte más que a mi manera. ¿Qué me importan "los demás"? Mis relaciones con los demás van a romperse bruscamente. Por favor, no me habléis más de esa gente; bastante tengo con ver al juez y al abogado.

En verdad—decíase a sí mismo—que mi destino parece ser morir soñando. Un ser oscuro, como yo, seguro de ser olvidado antes de quince días, sería bien tonto, hay que confesarlo, si representara una comedia... Pero es raro, sin embargo, que yo no haya conocido el arte de gozar de la vida, sino cuando veo tan cerca de mí su término.

Julián pasaba estos últimos días paseándose por la estrecha terraza del torreón, fumando magníficos cigarros que Matilde había enviado buscar a Holanda por un correo, y sin sospechar que su aparición era esperada todos los días por todos los anteojos de la ciudad. Su pensamiento estaba en Vergy. Nunca hablaba de madame de Renal a Fouqué, pero este excelente amigo le había dicho dos o tres veces que ella se restablecía rápidamente, y aquella frase resonaba en su corazón.

Mientras el alma de Julián estaba casi siempre por entero en el país de las ideas, Matilde, ocupada de las cosas reales, como conviene a un corazón aristócrata, había sabido hacer llegar a tal punto la intimidad de la correspondencia directa entre madame de Fervaques y M. de Frilair, que ya se había dicho la gran palabra: obispado.

El venerable prelado, a cuyo cargo se hallaba la hoja de beneficios, ponía como apostilla a una carta de su sobrina: "Ese pobre Sorel no es más que un atolondrado; espero que nos sea devuelto."

Al ver estas líneas, M. de Frilair se sintió fuera de sí. No dudaba de salvar a Julián.

—La víspera del sorteo de los treinta y seis jurados de la sesión—decía a Matilde—.Sin esa ley jacobina que dispone la formación de una lista interminable de jurados, y que, en realidad, no tiene otro objeto que quitar influencia a la gente bien nacida, yo hubiera respondido del "veredicto". —Yo hice absolver al cura N...

Con gran alegría, a la mañana siguiente, encontró M. de Frilair, entre los nombres salidos de la urna, los de cinco congregantes de Besançon, y entre los extraños a la ciudad, los de Valenod, Moirod y Cholin.

—Respondo, en principio, de estos ocho jurados—dijo a Matilde.—Los cinco primeros son máquinas. Valenod es mi agente, Moirod me lo debe todo, Cholin es un imbécil que tiene miedo de todo.

El periódico difundió por el departamento los nombres de los jurados, y Mme. de Renal, para el inexpresable terror de su marido, quiso ir a Besançon.

Todo lo que pudo conseguir M. De Renal fué que ella le prometiera no levantarse de la cama, para no tener la incomodidad de verse llamada como testigo.

—No te haces cargo de mi situación;—decía el antiguo alcalde de Verrières—ahora soy liberal de la "disidencia", como ellos dicen. Sin duda, el sinvergüenza de Valenod y M. de Frilair conseguirán fácilmente de los jueces y del procurador general todo lo que pueda serme desagradable.

Madame de Renal cedió sin esfuerzo a las órdenes de su marido.

—Si me presentara en la Audiencia,—se decía—parecería que iba a pedir venganza.

A pesar de todas las promesas de prudencia que hizo a su director espiritual y a su marido, apenas llegada a Besançon, escribió de su puño y letra a cada uno de los treinta y seis jurados:


"Señor: Yo no me presentaré el día de la vista, porque mi presencia podría perjudicar a la causa de M. Sorel. No deseo más que una cosa en el mundo, y con pasión: que le salven. No lo dude usted; la espantosa idea de que, por mi causa, un inocente ha sido condenado a muerte, envenenaría el resto de mi vida y, sin duda alguna, la acortaría. ¿Cómo podrían condenarle a él a muerte, viviendo yo? No; la sociedad no puede tener derecho a quitar la vida, y, sobre todo, a un hombre como Julián Sorel. Todo el mundo en Verrières le ha conocido momentos de extravío. Ese pobre muchacho tiene formidables enemigos; pero, incluso entre sus enemigos (¡y cuántos no tiene!), ¿cuál será el que ponga en duda su admirable talento y su profunda ciencia? Durante más de dieciocho meses le hemos conocido piadoso, serio, aplicado; pero, dos o tres veces al año, se veía acometido de ataques de melancolía que llegaban hasta el extravío.

"Todo el pueblo de Verrières, todos los vecinos de Vergy, donde pasamos el verano, mi familia entera, el mismo subprefecto, harán justicia a su piedad ejemplar; se sabe de memoria toda la santa Biblia. Un impío, ¿habría empleado años enteros en aprender el libro santo? Mis hijos tendrán el honor de entregarle a usted esta carta: son niños. Dígnese preguntarles, señor; ellos le darán, acerca de ese pobre muchacho, todos los detalles que sean aun necesarios para convencerle de lo bárbaro que sería condenarle. Lejos de vengarme, me causaría usted la muerte.


"¿Qué podrán oponer sus enemigos a esto? La herida, consecuencia de uno de esos momentos de locura que mis propios hijos observaban algunas veces en su preceptor, es tan poco peligrosa que, apenas transcurridos dos meses, me ha permitido venir en posta de Verrières a Besançon. Si sé, señor, que tiene usted la menor duda en sustraer a la barbarie de las leyes a un ser tan poco culpable, me levantaré de la cama, donde me retienen  únicamente las órdenes de mi marido, e iré a arrojarme a sus pies.

"Declare usted, señor, que la premeditación no es evidente, y no tendrá que reprocharse la sangre de un inocente, etc., etc."

XLI. El juicio

La comarca recordará por mucho tiempo esa célebre causa. El interés por el acusado llegaba a la agitación. Su crimen era extraño, y, sin embargo, no era atroz. Y aunque lo fuera, ¡era tan bello aquel joven! Su fortuna, tan en flor quebrada, aumentaba el enternecimiento. ¿Lo condenarán?, preguntaban las mujeres a los hombres a quienes conocían. Y palidecían, aguardando la respuesta.

Sainte-Beuve.


Por fin amaneció el día tan temido por Madame de Renal y por Matilde.

El aspecto extraño de la ciudad redoblaba su terror, y hasta llegó a emocionar el alma firme de Fouqué. Toda la provincia había acudido a Besançon para presenciar la vista de aquella causa novelesca.

Hacía varios días que no se encontraba sitio en las posadas. El presidente de la Audiencia estaba agobiado de peticiones de entrada; todas las damas de la ciudad querían asistir al juicio; por las calles se pregonaba el retrato de Julián, etcétera, etc.

Matilde tenía reservada, para el momento supremo, una carta, escrita toda ella de puño y letra de Monseñor el obispo de ***. Este prelado, que dirigía la Iglesia de Francia y nombraba obispos, se dignaba pedir la absolución de Julián. La víspera del juicio, Matilde llevó esta carta al omnipotente vicario mayor.

Al final de la entrevista, como ella se marchase desecha en llanto, le dijo M. de Frilair, saliendo por fin de su reserva diplomática y casi emocionado:

—Respondo de la declaración del jurado. Entre las doce personas encargadas de examinar si el crimen de su protegido está probado, y, sobre todo, si en él ha habido premeditación, cuento con seis amigos fieles a mí, a los que he dado a entender que dependía de ellos que me elevaran al obispado. El barón Valenod, a quien yo he hecho alcalde de Verrières, dispone por entero de dos personas de su administración: Moirod y Cholin. Es cierto que la suerte nos ha deparado, para este asunto, dos jurados muy difíciles; pero, aunque ultraliberales, son fieles a mis órdenes en las grandes ocasiones, y les he hecho rogar que votasen como M. de Valenod. He sabido que un sexto jurado, industrial inmensamente rico y liberal charlatán, aspira en secreto a una contrata de utensilios del Ministerio de defensa, y, sin duda, no querrá disgustarme. Le he enviado a decir que M. de Valenod tiene mi última palabra.

—¿Y quién es ese M. de Valenod?—dijo Matilde, inquieta.

—Si le conociera usted, no podría dudar del éxito. Es un hablador audaz, desvergonzado, grosero, a propósito para conducir a los tontos. En 1814 estaba en la miseria, y voy a hacerle prefecto. Es capaz de pegar a los demás jurados, si no quisieran votar a su gusto.

Matilde se tranquilizó un poco.

Por la noche le esperaba otra discusión. Para no prolongar una escena desagradable, y cuyo resultado era seguro bajo su punto de vista, Julián estaba resuelto a no tomar la palabra.

—Mi abogado hablará, y esto basta—dijo a Matilde.—Demasiado tiempo voy a estar expuesto como espectáculo ante mis enemigos. Estos provincianos se han asombrado ante la fortuna rápida que te debo, y, créeme, no hay uno solo que no desee mi condena, aunque luego lloren como tontos cuando me lleven al cadalso.

—Desean verte humillado, eso es cierto;—respondió Matilde—pero no creo que sean crueles. Mi presencia en Besançon y el espectáculo de mi dolor han interesado a todas las mujeres; tu linda figura hará el resto. Si dices una palabra ante los jueces, todo el auditorio estará de tu parte, etc., etc.

Al día siguiente, a las nueve, cuando Julián bajó de su prisión para ir a la gran sala del Palacio de Justicia, a duras penas pudieron los gendarmes apartar a la inmensa multitud que se apiñaba en el patio.

Julián había dormido bien; estaba tranquilo, y no experimentaba otro sentimiento que una lástima filosófica por toda aquella multitud de envidiosos que, sin crueldad, iban a aplaudir su sentencia de muerte. Se sorprendió mucho cuando, detenido más de un cuarto de hora entre la muchedumbre, se vió obligado a reconocer que su presencia inspiraba al público una compasión mezclada de ternura. No oyó ni una sola frase desagradable.

—Estos provincianos son menos malos de lo que yo creía—se dijo.

Al entrar en la sala del tribunal, se quedo admirado de la elegancia de su arquitectura. Era de un gótico puro, con una porción de lindas columnitas labradas en la piedra con el mayor cuidado. Creyóse en Inglaterra.

Pero pronto, toda su atención fué absorbida por doce o quince mujeres bonitas que, colocadas frente al banquillo del acusado, llenaban los tres balcones que había encima de los jueces y de los jurados.

Al volverse hacia el público, vió que la tribuna circular que corona el anfiteatro estaba llena de mujeres; la mayoría de ellas eran jóvenes, y le parecieron muy lindas; sus ojos brillaban, llenos de interés.

En el resto de la sala, el gentío era enorme; algunos se pegaban en las puertas, y los centinelas no podían conseguir que se callasen.

Cuando todos los ojos que buscaban a Julián advirtieron su presencia, al verle ocupar el sitio un poco elevado del acusado, fué acogido con un murmullo de asombro y de interés cariñoso.

Hubiérase dicho en aquel momento que no tenía ni veinte años; iba vestido muy sencillamente, pero con una gracia perfecta; sus cabellos y su frente eran encantadores. Matilde había querido ocuparse personalmente de su "tocado". La palidez de Julián era extrema. Apenas sentado en el banquillo, oyó decir por todos lados:

—¡Dios santo! ¡Qué joven es!... ¡Pero si es un niño!... Es mucho mejor que el retrato.

—Mi acusado;—le dijo el gendarme que estaba sentado a su derecha—¿ve usted aquellas seis damas que ocupan aquel balcón?

El gendarme le señalaba una pequeña tribuna salediza, colocada encima del anfiteatro donde se sientan los jurados.

—Es la señora prefecta;—continuó el gendarme—a su lado, la marquesa de H***; ésta tiene mucha simpatía por usted, la he oído hablar con el juez de instrucción. La otra es Madame Derville...

—¡Madame Derville!—exclamó Julián, y un vivo rubor cubrió su frente. Al salir de aquí escribirá a Mme. de Renal—pensaba.

Ignoraba la llegada de ésta a Besançon.

Los testigos declararon. Desde las primeras palabras de la acusación, sostenida por el fiscal, dos de aquellas señoras que estaban en el balconcillo, frente a Julián, rompieron a llorar.

—Madame Derville no se enternece así—pensó Julián.

Sin embargo, observó que estaba muy encarnada.

El fiscal, con tono patético y en mal francés, se extendió sobre la barbarie del crimen cometido.

Julián observó que las vecinas de madame Derville desaprobaban vivamente al fiscal. Varios jurados, al parecer amigos de aquellas señoras, les hablaban y parecían tranquilizarlas.

—Esto no deja de ser un buen augurio—pensó Julián.

Hasta entonces habíase sentido lleno de un profundo desprecio por todos los hombres que asistían al juicio. La elocuencia burda del fiscal aumentó este sentimiento de repugnancia. Pero, poco a poco, la sequedad de espíritu de Julián fué desapareciendo ante las muestras de interés de que era objeto.

Le satisfizo el aspecto firme de su abogado.

—Nada de frases—le dijo en voz baja, cuando iba a tomar la palabra.

—Todo el énfasis robado a Bossuet, que han derrochado contra usted, le ha servido—dijo el abogado.

En efecto, apenas llevaba cinco minutos hablando, casi todas las mujeres tenían el pañuelo en la mano. El abogado, animado, dirigió a los jurados conceptos extremadamente fuertes. Julián se estremeció, se sentía a punto de llorar.—¡Dios mío! ¿Qué dirán mis enemigos?

Iba a ceder al enternecimiento que se apoderaba de su espíritu, cuando, por suerte para él, sorprendió una mirada insolente del barón de Valenod.

—Los ojos de ese imbécil echan chispas—se dijo.—¡Qué triunfo para su alma baja! Aunque mi crimen no hubiera traído consigo más que esta circunstancia, tendría que maldecirle. ¡Dios sabe lo que irá diciendo de mí a Mme. de Renal!

Esta idea borró todas las demás. Poco después, Julián volvió en sí por las muestras de asentimiento del público. El abogado terminaba su defensa. Julián recordó que era conveniente estrecharle la mano. El tiempo había pasado con rapidez.

Trajeron un refrigerio para el abogado y el acusado. Entonces, se fijó Julián en un detalle: ninguna mujer había abandonado la sala para ir a comer.

—Estoy muerto de hambre—dijo el abogado.—¿Y usted?

—Yo también—respondió Julián.

—Mire, mire, la prefecta también recibe su comida—le dijo el abogado señalando al balconcillo.—Animo, todo va bien.

La sesión se reanudó.

Cuando el presidente hacía el resumen, dieron las doce de la noche. El presidente tuvo que interrumpir su discurso. En medio del silencio, de la ansiedad general, el sonido de la campana del reloj llenaba la sala.

—Comienza el último de mis días—pensó Julián. De pronto, se sintió inflamado por la idea del deber. Hasta allí había dominado su enternecimiento y conservado su resolución de no hablar, pero cuando el presidente del tribunal le preguntó si tenía alguna cosa que añadir, se levantó. Ante él veía los ojos de Mme. Derville, que, con las luces, le parecieron muy brillantes.—¿Estará llorando?—pensó.

"Señores del jurado:

"El horror del desprecio, al que creía poder hacer frente en el momento de morir, me obliga a tomar la palabra. Señores, no tengo el honor de pertenecer a vuestra clase; en mí veis un campesino que se ha rebelado contra la humildad de su fortuna.

"No os pido gracia alguna—continuó Julián con voz más firme.—No me hago ilusiones; la muerte me espera; será justa. He atentado contra la vida de la mujer más digna de todos los respetos, de todos los homenajes. Mme. De Renal había sido para mí como una madre. Mi crimen es atroz y fué premeditado. He merecido la muerte, señores del jurado. Pero, aunque fuese menos culpable, estoy viendo hombres que, sin detenerse en lo que mi juventud puede merecer de piedad, querrán castigar en mí, y desalentar para siempre a esa clase de jóvenes que, nacidos en una clase inferior, y en cierto modo oprimidos por la pobreza, tienen la suerte de procurarse una buena educación, y la audacia de mezclarse con lo que el orgullo de la gente rica llama la sociedad.

"Este es mi crimen, señores, y será castigado con tanta mayor severidad, cuanto que, en realidad, no me juzgan mis iguales. No veo en los bancos del jurado ningún campesino enriquecido, sino únicamente burgueses indignados..."

Durante veinte minutos, Julián habló en este tono; dijo todo lo que se le ocurrió. El fiscal, que aspiraba a los favores de la aristocracia, saltaba en su asiento; pero, a pesar del tono abstracto que Julián dio a su discurso, todas las mujeres se deshacían en lágrimas. ¡Hasta Mme. Derville tenía el pañuelo en los ojos!

Antes de acabar, Julián volvió sobre la premeditación, su arrepentimiento, el respeto y la adoración filial y sin límites que, en tiempos más felices, había sentido por Mme. De Renal...

Madame Derville dió un grito y se desmayó.

La una daba cuando los jurados se retiraron a deliberar. Ninguna mujer se había movido de su sitio; muchos hombres tenían lágrimas en los ojos. Las conversaciones fueron, al principio, muy animadas; pero poco a poco, y como el fallo del jurado se dilatase, el cansancio general fué tranquilizando a la reunión. El momento era solemne. Las luces brillaban menos. Julián, cansadísimo, oía discutir a su lado si aquel retraso era de buen o de mal agüero. Vió con placer que todo el mundo estaba de su parte. El jurado no volvía y, sin embargo, ninguna mujer dejaba la sala.

Acababan de dar las dos cuando se sintió un gran movimiento. La puertecilla del salón del jurado se abrió. M. de Valenod avanzó con paso grave y teatral, seguido de los demás jurados. Tosió; luego dijo que, en su alma y en su conciencia, la declaración unánime del jurado era que Julián Sorel era culpable de asesinato, y de asesinato con premeditación. Esta declaración lleva consigo la pena de muerte.

Un momento después fué dictada la sentencia.

Julián miró su reloj y se acordó de M. De Lavalette: eran las dos y cuarto.

—Hoy es viernes—pensó.—Sí, pero hoy es un día feliz para el Valenod que me condena... Estoy demasiado vigilado para que Matilde pueda salvarme, como lo hizo Mme. de Lavalette... Así es que, dentro de tres días, a esta misma hora, ya sabré a qué atenerme respecto a "la gran incógnita".

En aquel momento, oyó un grito que le tornó a las cosas de este mundo. Las mujeres, a su alrededor, sollozaban; vió que todas las cabezas se volvían hacia una pequeña tribuna practicada en el coronamiento de un pilar gótico. Más tarde supo que allí estaba oculta Matilde. Como el grito no se repitió, todo el mundo volvió a mirar a Julián, que atravesaba la multitud, abriéndole paso los gendarmes a duras penas.

—Procuraremos no dar motivo de risa a ese bribón de Valenod—pensó Julián.—¡Con qué aire contrito y fingido ha pronunciado la declaración que lleva consigo la pena de muerte! En cambio, el pobre presidente de la Audiencia, a pesar de ser juez hace muchos años, tenía lágrimas en los ojos al condenarme... ¡Qué alegría para el tal Valenod, poderse vengar de nuestra antigua rivalidad respecto a Mme. de Renal!... ¡Y ya no la veré más! Eso es un hecho... Comprendo que un último adiós es imposible entre nosotros... ¡Qué feliz hubiera sido pudiéndole decir, con todo el horror que mi crimen me inspira, solamente estas palabras: "Creo que soy condenado en justicia"!

XLII

Al tornar a la prisión, Julián fué introducido en una celda destinada a los condenados a muerte. Él, que de ordinario se fijaba hasta en los menores detalles, ni se dio cuenta de que no le hacían subir a su torreón. Iba pensando en lo que diría a Mme. de Renal, si, antes del último momento, tenía la dicha de verla. Daba por supuesto que ella le interrumpiría, y quería, en la primera frase, pintarle todo su arrepentimiento.

Después de lo que he hecho, ¿cómo convencerla de que a ella es a quien amo únicamente? Porque el caso es que he querido matarla por ambición o por amor a Matilde.

Al meterse en la cama, notó que las sábanas eran de tela ordinaria. Entonces abrió los ojos.

—¡Ah!—se dijo.—Estoy en el calabozo como condenado a muerte. Es justo... El conde de Altamira me contaba que, la víspera de su muerte, Danton decía con voz ronca: "Es raro; el verbo guillotinar no puede conjugarse en todos los tiempos. Se puede decir: yo seré guillotinado, tú serás guillotinado; pero no se puede decir: yo he sido guillotinado."

¿Por qué no,—repuso Julián—si hay otra vida?... A fe mía que si me encuentro con el Dios de los cristianos, estoy perdido: es un déspota y, como tal, lleno de ideas de venganza. Su "Biblia" no habla más que de castigos atroces. Nunca le he amado; nunca he querido creer que se le amase sinceramente. No tiene piedad. (Y recordaba algunos pasajes de la "Biblia".) Me castigará de un modo abominable... ¡Pero si me encuentro con el Dios de Fenelón! Quizá me diga: "Mucho te será perdonado, porque has amado mucho..."

¿He amado mucho? Sí, he amado a madame de Renal, pero mi conducta ha sido atroz. En esto, como en muchas otras cosas, el mérito sencillo y modesto ha sido abandonado por lo que brilla...

Pero también, ¡qué perspectiva!... Coronel de húsares, si tuviésemos guerra; secretario de Legación durante la paz; enseguida, embajador... pues pronto me habría enterado de los negocios... Y aunque no hubiese sido más que un tonto, ¿el yerno del marqués de la Mole podría temer ninguna rivalidad? Me habrían perdonado todas mis tonterías, o, mejor aún, apuntado como méritos. Hombre de valía y gozando de la más elevada posición en Viena o en Londres...

No es eso precisamente, caballero; guillotinado dentro de tres días.

Julián rió de buena gana ante esta salida de su ingenio.

—En verdad, el hombre tiene dentro de sí dos seres—pensó.—¿Quién demonios pensaba en esta reflexión malévola?

Pues bien, sí, amigo mío, guillotinado dentro de tres días—respondía al interlocutor.—Monsieur de Cholin alquilará un balcón, a medias con el abate Maslon. ¿Y cuál de los dos robará al otro para pagar el precio del alquiler de tal ventana?

Súbitamente, recordó el siguiente pasaje del Venceslao, de Rotrou:


LADISLAO

Mi alma está dispuesta.


EL REY, padre de Ladislao.

El cadalso también lo está; lleva allí tu cabeza.


—¡Hermosa respuesta!—pensó, y se durmióse.

Por la mañana le despertaron, abrazándole fuertemente.

—¡Cómo! ¿Ya?—dijo Julián, abriendo los ojos espantado.

Creíase en las manos del verdugo.

Era Matilde.—Felizmente, no me ha entendido.—Esta reflexión le devolvió toda su sangre fría. Encontró a Matilde tan cambiada, como si hubiera pasado seis meses de enfermedad; realmente no se la reconocía.

—Ese infame de Frilair me ha hecho traición—le decía ella, retorciéndose las manos; la rabia no la dejaba llorar.

—¿No te parecí guapo ayer cuando tomé la palabra?—respondió Julián.—Improvisaba, y por primera vez en mi vida. Ciertamente, es de temer que también sea la última.

En aquel momento, Julián jugaba con el carácter de Matilde con la misma sangre fría que un pianista hábil toca un piano...—Me falta, ciertamente,—añadió—la condición de un nacimiento ilustre; pero el alma grande de Matilde ha elevado a su amante hasta ella. ¿Crees que Bonifacio de la Mole habría estado mejor ante sus jueces?

Matilde, aquel día, estaba tierna, sin afectación, como una pobre muchacha que vive en un quinto piso; pero no pudo obtener de él palabras más sencillas. Le devolvía, sin saberlo, el tormento que ella le había infligido tantas veces.

—Nadie conoce las fuentes del Nilo;—se decía Julián—al hombre no le ha sido dado ver al rey de los ríos como un simple arroyo; de la misma manera, ningún ojo humano verá débil a Julián, principalmente porque no lo es. Pero tengo un corazón fácil de conmover; la palabra más vulgar, si se dice con acento verdadero, puede hacer temblar mi voz, y hasta hacer correr mis lágrimas.

¡Cuántas veces no me han despreciado por este defecto los corazones secos! Creían que pedía clemencia: eso no se puede tolerar.

Dicen que el recuerdo de su mujer emocionó a Danton al pie del cadalso; pero Danton había dado empuje a una nación de hombres frívolos e impedía que el enemigo llegara a París... Solo yo sé lo que yo podría haber hecho... Para los demás, a lo sumo, soy una "incógnita".

Si estuviera aquí, en mi calabozo, Mme. de Renal en vez de Matilde, ¿hubiera podido responder de mí mismo? El exceso de mi desesperación y de mi arrepentimiento habría pasado, a los ojos de los Valenod y de todos los patricios del país, por el innoble miedo a la muerte. ¡Están tan orgullosos, esos débiles de corazón, de que su posición pecuniaria les coloca por encima de las tentaciones! Y los Moirod y los Cholin, que me han condenado a muerte, dirían: "Mirad lo que significa nacer hijo de un carpintero". Se puede llegar a ser sabio, hábil; pero el corazón... el corazón no se aprende. Ni aun con esta pobre Matilde, que ahora llora, o, mejor dicho, que ya no puede llorar,—dijo, mirando sus ojos enrojecidos... Y la estrechó entre sus brazos. La vista del dolor verdadero le hizo olvidar su silogismo...—Ha llorado toda la noche, seguramente;—se dijo—pero ¿cuánto no le avergonzará este recuerdo algún día? Pensará que fué enloquecida, en los primeros años de su juventud, por los pensamientos bajos de un plebeyo... El Croisenois es lo bastante débil para casarse con ella, y a fe mía que hará bien. Ella conseguirá que haga papel.


Du droit qu'un esprit ferme et vaste en ses desseins a sur l'esprit grosier des vulgaires humains


—¡Qué cosa más graciosa! Desde que tengo necesariamente que morir, todos los versos que he sabido en mi vida acuden a mi memoria. Debe ser un signo de decadencia...

Matilde le repetía con voz apagada:

—Está en la habitación inmediata.

Por fin, Julián atendió a sus palabras.—Su voz es débil,—pensó—pero toda la fuerza de su carácter imperioso está aún en su acento. Baja la voz para no enfadarse.

—¿Y quién está ahí?—dijo él con aire dulce.

—El abogado, para que firmes la apelación.

—No apelaré.

—¡Cómo! ¿No vas a apelar?—dijo ella levantándose con los ojos chispeantes de cólera.—¿Y por qué, si puede saberse?

—Porque en este momento, me siento con valor para morir sin hacer reír demasiado a mi costa. ¿Y quién me dice que dentro de dos meses, después de una larga permanencia en este calabozo húmedo, esté tan bien dispuesto? Preveo entrevistas con curas, con mi padre... Nada en el mundo puede serme más desagradable. Muramos.

Aquella contrariedad imprevista reavivó toda la parte altiva del carácter de Matilde. No había logrado ver al abate de Frilair antes de la hora en que se abren los calabozos de la cárcel de Besançon; su furia descargó contra Julián. Ella le adoraba, y, durante un cuarto de hora largo, él volvió a encontrar en sus imprecaciones contra el carácter suyo, en sus remordimientos por haberle amado, toda la altanería de alma que un día le había colmado de injurias tan punzantes en la biblioteca del palacio de la Mole.

—El cielo debía a la gloria de tu raza haberte hecho nacer hombre—dijo él.

—Pero lo que es yo,—pensaba—sería bien tonto si viviese, aunque fuera dos meses, en esta estancia asquerosa, siendo el blanco de todo lo que la gente patricia pueda inventar de infame y humillante, y teniendo por único consuelo las imprecaciones de esta loca... Pero pasado mañana me batiré en duelo con un hombre conocido por su sangre fría y su destreza notable... Muy notable, dice el partido mefistofélico: nunca falla su golpe.

Bueno, sea, enhorabuena. (Matilde continuaba siendo eelocuente.) ¡Qué demonios!—se dijo.—No apelaré.

Tomada esta resolución, volvió a sus ensoñaciones...—El correo llevará el periódico, como de costumbre, a las seis; a las ocho, después que lo haya leído M. De Renal, Elisa, de puntillas, irá a dejarlo encima de su cama. Más tarde, ella despertará: de pronto, mientras lee, se sobresaltará, su linda mano temblará, leerá hasta estas palabras: "A las diez y cinco, había dejado de existir." Llorará a lágrima viva, la conozco; en vano he querido asesinarla; lo olvidará todo. Y la persona a quien he querido quitar la vida, será la única que llore sinceramente mi muerte.

¡Esto es una antítesis!—pensó, y durante un cuarto de hora largo que aún duró la escena que le hacía Matilde, no se ocupó más que de Mme de Renal.

A pesar suyo, y aun respondiendo a menudo a lo que Matilde le decía, no lograba apartar su pensamiento de la alcoba de Verrières. Veía la Gaceta de Besançon sobre la colcha de seda naranja. Veía aquella mano tan blanca, arrugándola con un movimiento convulso; veía a Mme. de Renal llorando... Y seguía el curso de cada lágrima en aquel rostro encantador.

Como Mlle. de la Mole no pudo conseguir nada de Julián, hizo entrar al abogado.

Por fortuna, este era un antiguo capitán del ejército de Italia, de 1796, donde había sido compañero de Manuel.

Empezó combatiendo la resolución del condenado. Julián, queriendo tratarle con astucia, le rebatió todos sus argumentos.

—A fe mía, se puede pensar como usted—terminó por decirle M. Félix Vaneau: éste era el nombre del abogado.—Pero aún tiene usted tres días completos para apelar; mi deber es venir todos los días. Si de aquí a dos meses se abriera un volcán bajo la prisión, usted se salvaría. Además, puede usted morir de enfermedad—añadió, mirando a Julián.

Julián le estrechó la mano.

—Le doy las gracias; es usted un hombre honrado. Pensaré en esto.

Y cuando, por fin, Matilde se marchó con el abogado, él sintió mucha más simpatía por éste que por ella.

XLIII

Una hora más tarde, cuando ya dormía profundamente, le despertaron las lágrimas que sentía correr por su mano.—¡Otra vez Matilde!—pensó, despierto a medias.—Vendrá, fiel a su teoría, a atacar mi resolución por la ternura.—Molesto ante la perspectiva de esta nueva escena del género patético, no abrió los ojos. A su memoria acudieron los versos de Belphegor, huyendo de su mujer.

Oyó un suspiro extraño; abrió los ojos. Era Mame. de Renal.

—¡Ah! Te vuelvo a ver antes de morir; ¿es esto una ilusión?—exclamó él, arrojándose a sus pies.

—Pero, perdón, señora: solo soy un asesino ante sus ojos—repuso al momento, volviendo en sí.

—Caballero... vengo a obligarle a que apele; sé que no quiere usted hacerlo...—Los sollozos la ahogaban, no podía hablar.

—Dígnese usted perdonarme.

—Si quieres que te perdone,—le dijo ella, levantándose y echándose en sus brazos—apela enseguida tu sentencia de muerte.

Julián la cubría de besos.

—¿Vendrás a verme todos los días en estos dos meses?

—Te lo juro. Todos los días, a menos que mi marido me lo prohiba.

—Firmaré—exclamó Julián.—Pero tú me perdonas! ¿es posible?

La estrechaba en sus brazos; estaba loco. Ella dio un ligero grito.—No es nada;—dijo—me has hecho daño.

—En el hombro—exclamó Julián, deshaciéndose en lágrimas. Se separó un poco y cubrió sus manos de besos ardientes.—¡Quién me lo hubiera dicho la última vez que te vi en tu cuarto, en Verrières!...

—¡Quién me hubiera dicho entonces que yo escribiría la carta infame que escribí a M. de la Mole!...

—Has de saber que te he amado siempre; que no he amado a nadie más que a ti.

—¿Es posible?—exclamó Madame de Renal, encantada.

Y se apoyó sobre Julián, que estaba a sus pies. Durante largo rato lloraron en silencio.

En ninguna época de su vida había pasado Julián un momento semejante. Mucho tiempo después, cuando pudieron hablar, dijo Mme. de Renal:

—¿Y esa joven, Mme. Michelet, o, mejor dicho, esa Mlle. de la Mole? Porque, en realidad, ya empiezo a creer esa extraña novela.

—Sólo es verdad en apariencia—respondió Julián.—Es mi mujer, pero no es mi amante...

E, interrumpiéndose cien veces el uno al otro, consiguieron a duras penas contarse lo que ignoraban. La carta escrita a M. de la Mole era obra del joven sacerdote que dirigía la conciencia de Mme. de Renal, y luego copiada por ella.

—¡Qué horror me ha hecho cometer la religión!—le decía ella.—Y aun suavicé bastante los pasajes más horribles de la dichosa carta...

Los arrebatos y la alegría de Julián demostraban bien a las claras su perdón. Nunca había estado tan loco de amor.

—Y, sin embargo, me considero piadosa—le decía madame de Renal, en el curso de la conversación.—Creo sinceramente en Dios; creo igualmente, y de esto tengo pruebas, que el crimen que cometo es atroz, y en el momento en que te veo, aun después de haberme tú disparado dos tiros...

Aquí, a pesar suyo, Julián la cubrió de besos.

—Déjame;—continuó ella—quiero razonar contigo, por miedo a olvidarlo... En cuanto te veo, todos los deberes desaparecen; no soy más que amor para ti o, mejor dicho, la palabra amor es muy poco. Siento por ti lo que únicamente debería sentir por Dios: una mezcla de respeto, de amor, de obediencia... Realmente, no sé lo que me inspiras. Si me dijeras que le diese una puñalada al carcelero, el crimen quedaría cometido antes que yo lo pensara. Explícame esto claramente antes de dejarte; quiero ver claro en mi corazón, pues dentro de dos meses nos separamos... A propósito, ¿nos separaremos?—le dijo ella, sonriendo.

—Retiro mi palabra—exclamó Julián, levantándose.—No apelaré la sentencia de muerte si, por veneno, puñal, pistola, carbón o de cualquier otro modo, intentas poner fin u obstáculo a tu vida.

La fisonomía de Mme. de Renal cambió de repente; la ternura más intensa dejó sitio a un extravío profundo.

—Si muriésemos enseguida...—le dijo ella, por fin.

—¡Quién sabe lo que se encuentra en la otra vida!—repuso Julián.—Quizá tormentos, quizá nada. ¿No podemos pasar dos meses juntos de un modo delicioso? Dos meses son muchos días. Nunca habré sido tan feliz.

—¿Nunca habrás sido tan feliz?

—Nunca—repitió Julián, entusiasmado.—Y te hablo como me hablo a mí mismo. ¡Dios me libre de exagerar!

—Si hablas así, es como una orden para mí—dijo ella, con sonrisa tímida y melancólica.

—Bueno, ¿entonces juras por el amor que me tienes que no atentarás contra tu vida, ni directa, ni indirectamente?... Piensa—añadió—que tienes que vivir para mi hijo, que Matilde abandonará en manos de lacayos en cuanto sea marquesa de Croisenois.

—Lo juro;—repuso ella, fríamente—pero quiero llevarme tu apelación, escrita y firmada por ti. Iré en persona a ver al procurador general.

—Ten cuidado; mira que te comprometes.

—Después del paso de venir a verte a la cárcel, seré para siempre en Besançon, y en todo el Franco-Condado, una heroína de anécdota—dijo ella, con aire profundamente afligido.—He franqueado los límites del pudor austero... Soy una mujer perdida; bien es verdad que es por ti...

Su acento era tan triste, que Julián la abrazó con una emoción completamente nueva para él. No era la embriaguez del amor, era un agradecimiento infinito. Acababa de darse cuenta, por primera vez, de toda la extensión del sacrificio que ella le hacía.

Algún alma caritativa informó, sin duda, a M. De Renal de las largas visitas que su mujer hacía a la prisión de Julián, pues, a los tres días, le envió un coche con orden expresa de regresar inmediatamente a Verrières.

Con esta separación cruel, comenzó mal el día para Julián. Dos o tres horas después, le anunciaron que cierto curita intrigante, pero que, sin embargo, no había podido colarse entre los jesuitas de Besançon, estaba instalado desde por la mañana a la puerta de la cárcel. Llovía mucho, y el buen hombre pretendía de este modo hacerse el mártir. Julián estaba mal dispuesto; aquella tontería le molestó profundamente.

Por la mañana ya se había negado a recibir a aquel cura; pero al buen hombre se le había metido en la cabeza confesar a Julián, y hacerse un nombre entre las mujeres de Besançon por las confidencias que pretendería haber escuchado.

Declaraba en voz alta que pensaba pasar el día y la noche a la puerta de la cárcel:—"Dios me envía para conmover el corazón de ese joven apóstata..."—Y el pueblo bajo, siempre curioso de una escena, comenzaba a aglomerarse.

—Sí, hermanos míos;—les decía—pasaré aquí el día, la noche, y todos los días y las noches que seguirán. El Espíritu Santo me ha hablado, tengo una misión de lo alto; yo soy quien tiene que salvar el alma del joven Sorel. Uníos a mis oraciones, etc., etc.

Julián sentía horror al escándalo y a todo lo que pudiera atraer sobre él la atención. Quería aprovechar el momento para escapar de incógnito de este mundo; pero tenía alguna esperanza de volver a ver a Mme. de Renal, de la que estaba locamente enamorado.

La puerta de la cárcel se abría a una de las calles más frecuentadas. La idea de aquel cura lleno de barro, reuniendo a la multitud y promoviendo escándalo, torturaba su alma.—Y, seguramente, repite mi nombre a cada minuto.—Aquello era más penoso que la muerte.

Con una hora de intervalo, llamó dos o tres veces a un carcelero que le era fiel, para que fuese a ver si el cura seguía a la puerta de la cárcel.

—Señor, está de rodillas en el barro;—le decía siempre el carcelero—reza en voz alta, y dice letanías por el alma de usted...

—¡Qué impertinente!—pensó Julián.

En aquel instante, en efecto, oyó un murmullo sordo: era el pueblo, que contestaba a las letanías. Para colmo de impaciencia, vió al mismo guardián que movía los labios, repitiendo las palabras latinas.

—Ya se empieza a decir—añadió el carcelero—que debe usted de tener el corazón bien empedernido para rehusar la ayuda de ese santo varón.

—¡Oh, patria mía! ¡Qué bárbara eres aún!—exclamó Julián, ebrio de cólera.

Y continuó su razonamiento en voz alta y sin cuidarse de la presencia del llavero.

—Ese hombre aspira a un artículo en el periódico, y seguramente lo conseguirá. ¡Malditos provincianos! En París no me vería sometido a todas estas vejaciones. Allí son más duchos en charlatanismo. ¡Que entre ese cura!—dijo, por fin, al guardián. Y el sudor le corría a chorros por la frente.

El carcelero hizo la señal de la cruz y salió muy gozoso.

Aquel santo sacerdote era horriblemente feo y estaba cubierto de barro. La lluvia fría que estaba cayendo aumentaba la humedad y la oscuridad del calabozo. El cura quiso abrazar a Julián y trató de enternecerle hablando. Era evidente en él la más baja hipocresía; en su vida Julián se había sentido tan enfurecido.

Un cuarto de hora después de la entrada del cura, Julián se sintió un completo cobarde. Por primera vez le pareció horrible la muerte. Pensaba en el estado de putrefacción en que estaría su cuerpo dos días después de la ejecución, etcétera, etc..

Estaba a punto de traicionarse por algún signo de debilidad, o de arrojarse sobre el cura y estrangularle con su cadena, cuando tuvo la ocurrencia de rogar al santo varón que fuese a decir por él una misa de cuarenta francos aquel mismo día.

Como eran cerca de las doce, el cura salió corriendo.

XLIV

Cuando se hubo marchado, Julián lloró mucho, y lloró por su muerte. Poco a poco se decía que, si Madame de Renal hubiese estado en Besançon, le habría confesado su debilidad...

En el momento en que más sentía la ausencia de aquella mujer adorada, oyó los pasos de Matilde.

—La mayor desgracia en la cárcel—pensó—es no poder cerrar la puerta.

Todo lo que Matilde le dijo no hizo más que irritarle.

Le contó que, el día del juicio, M. de Valenod, que guardaba en el bolsillo su nombramiento de prefecto, se había atrevido a burlarse de M. de Frilair, dándose además el gusto de condenarle a muerte.

—¡Qué idea ha tenido su amigo—acaba de decirme M. de Frilair—de ir a despertar y atacar la pequeña vanidad de esta " " "aristocracia burguesa"? ¿Por qué hablar de "casta"? Les ha indicado el camino que debían seguir en su interés político; esos bobos no pensaban en ello y estaban a punto de llorar. Este interés de casta ha venido a disfrazarles el horror de la condena a muerte. Hay que confesar que M. Sorel es un novato en los negocios. Si no conseguimos salvarle con la apelación, su muerte será una especie de "suicidio"...

Matilde no pudo decir a Julián una cosa que ella misma no sospechaba aún: que el abate Frilair, viendo perdido a Julián, creía útil a su ambición aspirar a ser su sucesor.

Casi fuera de sí a fuerza de cólera impotente y de contrariedad, Julián dijo a Matilde:

—Ve a oír una misa por mí y déjame en paz un momento.

Matilde, muy celosa ya con las visitas de madame de Renal, y que acababa de saber su partida, comprendió la causa del mal humor de Julián y rompió a llorar.

Su dolor era sincero. Julián lo veía, y ello le irritaba más. Tenía una necesidad imperiosa de soledad, y, ¿cómo procurársela?

Finalmente, Matilde, después de intentar todos los razonamientos para enternecerle, le dejó solo; pero casi al mismo tiempo apareció Fouqué.

—Necesito estar solo—dijo Julián a aquel amigo fiel... Y como le vió dudar:

—Estoy escribiendo una memoria para el recurso de casación... Además... hazme un favor; no me hables nunca de la muerte. Si aquel día necesito algún servicio particular, déjame que sea yo el primero que hable.

Cuando Julián logró procurarse la soledad, se encontró más abrumado y cobarde que antes. Las pocas fuerzas que le quedaban a aquel espíritu desfallecido, las había agotado para ocultar su situación a Mlle. de la Mole y a Fouqué.

Al llegar la noche, una idea le consoló.

—Si esta mañana, en el momento en que la muerte me parecía tan horrible, me hubieran avisado para la ejecución, la mirada del público hubiera sido un aguijón de gloria; quizá mi paso habría tenido algo de afectado, como el de un fatuo tímido que entra en un salón. Algunas personas clarividentes, si es que las hay entre estos provincianos, hubiesen podido adivinar mi flaqueza...; pero nadie la "hubiera visto".

Y se sintió liberado de una parte de su desgracia.

—Soy un cobarde en este momento;—se repetía, cantando—pero nadie lo sabrá.

Un suceso casi más desagradable le esperaba al día siguiente. Hacía mucho tiempo que su padre le anunciaba su visita. Aquel día, antes de despertarse Julián, el viejo carpintero de cabellos blancos se presentó en su calabozo.

Julián se sintió débil; esperaba las más desagradables censuras

Para hacer aún más penosa esta sensación, aquella mañana sentía remordimientos por no querer a su padre.

El azar nos ha colocado el uno junto al otro en la tierra,—se decía mientras el carcelero arreglaba un poco el calabozo—y nos hemos hecho todo el daño posible. Ahora viene, en el momento de mi muerte, para darme el golpe de gracia.

Los severos reproches del viejo comenzaron en cuanto estuvieron sin testigos.

Julián no pudo contener sus lágrimas.—¡Qué indigna flaqueza!—se dijo con rabia.—Irá por todas partes exagerando mi falta de valor. ¡Qué triunfo para los Valenod y para todos los hipócritas redomados que reinan en Verrières! ¡Y qué fuerza tienen en Francia! Asumen todas las ventajas sociales. Hasta ahora podía decirme al menos: Tienen dinero, es cierto, todos los honores se acumulan en ellos; pero yo tengo nobleza de corazón.

Y éste es un testigo a quien todo el mundo dará crédito, y que certificará en todo Verrières, exagerándolo, que he sido débil ante la muerte. ¡Y pasaré por haber sido un cobarde en esta prueba que todos comprenden!

Julián estaba casi desesperado. No sabía cómo despedir a su padre. Y fingir, de forma que lograra engañar a aquel viejo astuto, era cosa superior a sus fuerzas en aquel momento.

Su espíritu recorría rápidamente todas las posibilidades.

—"He hecho economías"—exclamó de pronto.

Esta frase afortunada cambió la fisonomía del viejo y la posición de Julián.

—¿Cómo debo disponer de ellas?—continuó Julián, más tranquilo. El efecto producido le quitó todo sentimiento de inferioridad.

El viejo carpintero ardía en deseos de no dejar escapar aquel dinero, del cual, al parecer, Julián quería legar una parte a sus hermanos. Habló mucho tiempo, y con fuego. Julián fué capaz de ser burlón.

—El Señor me ha inspirado mi testamento. Dejaré mil francos a cada uno de mis hermanos, y el resto para usted.

—Muy bien; —dijo el viejo— ese resto me corresponde. Pero, puesto que Dios ha hecho el milagro de tocarte el corazón, si quieres morir como un buen cristiano, conviene que pagues tus deudas. No has pensado en los gastos de tu alimentación y de tu educación, que yo he adelantado...

—¡Este es el amor de padre!—se repetía Julián, con el alma destrozada, cuando al fin se vió solo. Enseguida, se presentó el carcelero.

—Señor, después de la visita de los padres, siempre traigo a mis huéspedes una botella da buen vino de Champagne. Es un poco caro, seis francos la botella; pero alegra el corazón.

—Traiga tres vasos,—dijo Julián, con un apresuramiento de niño—y que entren dos de los presos que oigo pasear por el corredor.

El carcelero le trajo dos condenados a galeras, reincidentes, que se preparaban a volver a presidio. Eran unos bandidos muy alegres y, en realidad, muy notables por su astucia, su valor y su sangre fría.

—Si me da usted veinte francos, —dijo uno de ellos a Julián—le contaré al detalle mi vida. Es de "primera".

—¿Pero va usted a echar muchas mentiras?—dijo Julián.

—No; —respondió— mi amigo, aquí presente, y que tiene envidia de los veinte francos, me denunciará si digo algo falso.

Su historia era abominable. Ponía de manifiesto un corazón animoso, en el que no había más que una pasión: el dinero.

Después que se marcharon, Julián no era el mismo hombre. Toda su rabia contra sí mismo había desaparecido. El dolor atroz, enconado por la pusilanimidad que se había apoderado de él después de la partida de Mme. de Renal, habíase trocado en melancolía.

—A medida que hubiera sido menos víctima de las apariencias,—se decía—habría visto que los salones de París están llenos de gente honrada, como mi padre, o de bribones hábiles, como estos presidiarios. Tienen razón; los hombres de salón no se despiertan ningún día con este pensamiento punzante: ¿Qué comeré? ¡Y se alaban de su honradez! ¡Y, como jurados, condenan con crueldad al hombre que ha robado un cubierto de plata porque se sentía desfallecer de hambre!

Pero si hay una corte, si se trata de perder o de ganar una cartera, mi gente honrada cae en los mismísimos crímenes que la necesidad de comer ha sugerido a estos dos presidiarios...

No hay "derecho natural"; esta palabra es una tontería anticuada, digna del fiscal que me dio caza el otro día, y cuyo abuelo fué enriquecido por una confiscación de Luis XIV. No hay mas "derecho" más que cuando hay una ley que prohíbe hacer una cosa, bajo pena de castigo. Antes de la ley, no hay nada "natural" más que la fuerza del león o la necesidad del individuo que tiene hambre, que tiene frío; en una palabra: la "necesidad"... No; las personas a quienes se honra no son más que bribones que han tenido la suerte de no ser cogidos "in fraganti". El acusador que la sociedad pone contra mí, ha sido enriquecido por una infamia... Yo he cometido un asesinato y me condenan con justicia; pero, aparte de ese hecho, el Valenod que me ha condenado es cien veces más perjudicial para la sociedad.

Después de todo,—añadía Julián tristemente, pero sin cólera—a pesar de su avaricia, mi padre vale más que todos estos hombres. Nunca me ha querido. Y yo vengo a colmar la medida deshonrándole por una muerte infame. Ese temor de carecer de dinero, esa perspectiva exagerada de la maldad de los hombres que se llama avaricia, le hace encontrar un poderoso motivo de consuelo y seguridad en una suma de trescientos o cuatrocientos luises que yo pueda dejarle. Un domingo, después de comer, enseñará su oro a todos los envidiosos de Verrières y les dirá con la mirada—"A este precio, ¿cuál de vosotros no querría tener un hijo guillotinado?"

Esta filosofía podía ser verdadera, pero era para hacer desear la muerte. Así pasaron cinco días interminables.

Era dulce y cortés con Matilde, a la que veía exasperada por los celos más vivos. Una noche, Julián pensaba en serio en suicidarse. Su alma se sentía enervada por la tristeza profunda en que le había sumido la partida de Mme. de Renal. Nada le agradaba ya, ni en la vida real ni en la imaginación. La falta de ejercicio comenzaba a alterar su salud y a darle el carácter exaltado y débil de un estudiante alemán. Perdía esa altivez varonil, que rechaza con un juramento enérgico ciertas ideas poco convenientes que asaltan a las almas de los desgraciados.

—Yo he amado la verdad... ¿Dónde está? Por todas partes hipocresía, o por lo menos, charlatanería, hasta en los más virtuosos, hasta en los más grandes...

Y sus labios tomaron un gesto de desprecio.

—No, el hombre no puede fiarse del hombre. Madame de ***, haciendo una colecta para sus pobres  huérfanos, me decía que cierto príncipe había dado diez luises. ¡Mentira! Pero ¿qué digo? ¡Napoleón en Santa Elena!... Charlatanismo puro; proclamación en favor del rey de Roma.

¡Dios mío! Si un hombre como aquel, y cuando la desgracia le debe recordar severamente su deber, se rebaja hasta el charlatanismo, ¿qué esperar del resto de la especie?...

¿Dónde está la verdad? En la religión... Sí;—añadió, con la sonrisa amarga del más profundo desprecio—en los labios de los Maslon, de los Frilair, de los Castanède... ¿Quizá en el verdadero cristianismo, donde no se pagaría a los curas, como no se pagaba a los apóstoles?... Pero San Pablo se cobró con el placer de mandar, de hablar, de hacer hablar de sí mismo...

¡Ah! ¡Si hubiera una verdadera religión!.. ¡Qué estúpido soy! Veo una catedral gótica, vidrieras venerables; mi corazón débil se imagina al sacerdote de esas vidrieras... Mi alma lo comprendería, mi alma necesita comprenderlo... No veo más que un fatuo con los cabellos sucios... fuera de los encantos, un caballero de Beauvoisis.

Pero un sacerdote verdadero, un Massillon, un Fénelon... Massillon consagró a Dubois. Las Memorias de Saint-Simón me han estropeado a Fenelón; pero, al fin, un verdadero sacerdote... Entonces, las almas tiernas tendrían un punto de encuentro en el mundo... No estaríamos aislados... Ese buen sacerdote nos hablaría de Dios. Pero ¿qué Dios? No el de la Biblia, pequeño déspota cruel y lleno de sed de venganza..., sino el Dios de Voltaire, justo, bueno, infinito...

Se agitó con todos los recuerdos de aquella Biblia que se sabía de memoria...

—Pero, reuniéndose tres personas, ¿cómo creer en ese gran nombre de Dios, después del abuso espantable que de él hacen nuestros curas?

¡Vivir aislado!... ¡Qué tormento!...

Me vuelvo loco y soy injusto—se dijo Julián, golpeándose la frente.—Estoy aislado aquí, en este calabozo; pero no he "vivido aislado" en el mundo; tenía la idea pujante del "deber". El deber que me había impuesto, con razón o sin ella..., ha sido como el tronco de un árbol robusto en el que me apoyaba durante la tormenta; vacilaba, estaba agitado. Después de todo, no era más que un hombre... pero no era arrastrado.

El aire húmedo de este calabozo es lo que me hace pensar en el aislamiento... ¿Y por qué ser aún hipócrita maldiciendo la hipocresía? Lo que me aplasta no es la muerte, ni el calabozo, ni el aire húmedo; es la ausencia de Mme. de Renal. Si, por verla en Verrières, me viera obligado a ocultarme semanas enteras en los sótanos de su casa, ¿me quejaría?

La influencia de mis contemporáneos sale vencedora—dijo en voz alta y con una amarga sonrisa.—Aun hablando conmigo mismo, a dos pasos de la muerte, soy hipócrita... ¡Oh, siglo XIX!

...Un cazador dispara un tiro en un bosque, su presa cae, él se precipita para alcanzarla. Su calzado tropieza con un hormiguero de dos pies de altura, destruye la vivienda de las hormigas, las esparce por aquí y por allá, y lo mismo sus huevos... Las más filósofas de las hormigas no podrán nunca comprender aquel cuerpo negro, inmenso, terrible: la bota del cazador, que, de repente, ha penetrado en su vivienda con una rapidez increíble, precedida de un ruido espantoso, acompañado de chispas de un fuego rojizo...

...Así la muerte, la vida, la eternidad: cosas muy sencillas para quien tuviera los órganos lo bastante amplios para concebirlas...

Una mosca efímera nace a las nueve de la mañana de un día de verano, para morir a las cinco de la tarde: ¿cómo podría comprender la palabra "noche"?

Dadle cinco horas más de existencia, y verá y comprenderá lo que es la noche.

Así, yo moriré a los veintitrés años. Dadme cinco años más de vida, para vivir con Mme. de Renal.

Se echó a reír como Mefistófeles.—¡Qué locura, discutir estos grandes problemas!

Primero: Soy hipócrita, como si aquí me estuviera escuchando alguien.

Segundo: Me olvido de vivir y de amar cuando me quedan tan pocos días de vida... ¡Ay! Madame de Renal está ausente. Quizá su marido no la deje volver a Besançon, para que no continúe deshonrándose.

Esto es lo que me aisla, y no la ausencia de un Dios justo, bueno, omnipotente; no malo, no ávido de venganza...

¡Ah! ¡Si existiera!... Yo caería a sus pies. "He merecido la muerte, le diría; ¡pero, Dios bendito, Dios bueno, Dios clemente, devuélveme a la que amo"

La noche estaba muy avanzada. Después de una hora o dos de sueño tranquilo, llegó Fouqué.

Julián se sentía fuerte y decidido, como el hombre que ve claro en su alma.

XLV

—No le quiero jugar a ese pobre abate Chas-Bernard la mala pasada de llamarle;—dijo Julián a Fouqué—no podría comer en tres días. Pero procura encontrar un jansenista, amigo de M. Pirard, que sea inaccesible a la intriga.

Fouqué esperaba con impaciencia aquella decisión. Julián cumplió decentemente con todo lo que en provincias se debe a la opinión. Gracias al abate de Frilair, y a pesar de la mala elección de confesor, Julián era, en su calabozo, el protegido de la congregación; con un poco más de ingenio, habría podido escapar. Pero el aire viciado del calabozo producía su efecto: su razón se nublaba. Por eso fué aún más feliz con el retorno de madame de Renal.

—Mi deber principal es ocuparme de ti;—le dijo ella, abrazándole—me he escapado de Verrières...

Julián no tenía con ella ningún amor propio; le contó todas sus debilidades. Ella fué buena y encantadora para él.

Por la noche, apenas salió de la cárcel, hizo venir a casa de su tía a aquel cura que se había aferrado a Julián como a una presa; este individuo no deseaba otra cosa que hacerse un nombre entre las mujeres jóvenes de la alta sociedad de Besançon, así que Madame de Renal lo convenció fácilmente de que se fuera a hacer una novena al monasterio de Bray-le-Haut.

No hay palabras para expresar la locura y el amor de Julián.

A fuerza de dinero, y usando y abusando del crédito de su tía, beata célebre y rica, madame de Renal consiguió verle dos veces al día.

Con esta noticia, los celos de Matilde se exaltaron hasta la locura. M. de Frilair le había confesado que todo su crédito no llegaba hasta desafiar las conveniencias al punto de conseguir que le permitieran ver a su amigo más de una vez al día. Matilde hizo seguir a Madame de Renal, para saber al detalle lo que hacía. M. de Frilair agotaba todos los recursos de un espíritu astuto para hacerle comprender que Julián era indigno de ella.

En medio de todos estos tormentos, ella le amaba más y más, y, casi a diario, le hacía una escena terrible.

Julián quería a toda costa ser honrado hasta el fin con aquella pobre muchacha, que tan extrañamente le amaba; pero, a cada momento, el amor desenfrenado que sentía por Madame de Renal le arrebataba. Cuando, por medio de razonamientos capciosos, no lograba convencer a Matilde de la inocencia de las visitas de Mme de Renal, se decía:

—Después de todo, el fin del drama debe estar muy cerca; eso es una excusa para mí, si no sé disimular mejor.

Mademoiselle de la Mole se enteró de la muerte del marqués de Croisenois. M. de Thaler, aquel hombre tan rico, se había permitido juicios poco favorables sobre la desaparición de Matilde; M. de Croisenois le rogó que se retractara; M. de Thaler le enseñó anónimos dirigidos a él, llenos de detalles, tramados con tanto arte, que el pobre marqués no pudo menos de comprender la verdad.

Monsieur de Thaler se permitió burlas groseras. Ebrio de ira y desesperado, M. de Croisenois exigió una reparación tan dura, que el millonario prefirió un duelo. La estupidez triunfó, y uno de los hombres más dignos de ser amados de París encontró la muerte, cuando aún no tenía veinticuatro años.

Aquella muerte causó una impresión extraña y malsana en el alma debilitada de Julián.

—El pobre Croisenois—decía él a Matilde—ha sido realmente muy razonable y muy honrado con nosotros; debió odiarme cuando comenzaste a cometer imprudencias en el salón de tu madre, y buscar pelea conmigo, pues el odio que sigue al desprecio suele ser siempre furioso...

La muerte de Croisenois cambió las ideas de Julián respecto al porvenir de Matilde; empleó varios días en demostrarle la conveniencia de que se casara con M. de Luz.

—Es un hombre tímido, no demasiado jesuita,—le decía—y que, sin duda, ocupará altas posiciones. De una ambición más oscura y más continuada que el pobre Croisenois, y sin ducado en su familia, no tendrá inconveniente en casarse con la viuda de Julián Sorel.

—Y una viuda que desprecia las grandes pasiones,—replicó fríamente Matilde—pues ha vivido lo bastante para ver, después de seis meses, que su amante prefería a otra mujer, y una mujer que ha sido causa de todas sus desdichas.

—Eres injusta; las visitas de madame de Renal darán motivo al abogado de París, encargado del recurso de casación, para hacer frases; pintará al asesino honrado por los cuidados de su víctima. Eso puede hacer efecto, y quizá algún día me veas protagonista de algún melodrama, etc.

Los celos furiosos e imposibles de vengar, la continuidad de una desgracia sin esperanza (pues aun suponiendo que se salvase Julián, ¿cómo volver a conquistar su corazón?), la vergüenza y el dolor de amar más que nunca a aquel amante infiel, habían sumido a Mlle. de la Mole en un silencio triste, del que no la podían sacar ni los cuidados solícitos de M. de Frilair, ni la ruda franqueza de Fouqué.

En cuanto a Julián, excepto en los momentos usurpados por la presencia de Matilde, vivía de su amor y casi sin pensar en el porvenir. Por un efecto extraño de esta pasión, cuando es extremada y sin fingimiento alguno, madame de Renal participaba de su despreocupación y su dulce alegría.

—En otro tiempo, —le decía Julián— cuando podía haber sido tan feliz en nuestros paseos por los bosques de Vergy, una ambición fogosa arrastraba mi alma a los países imaginarios. En vez de apretar contra mi corazón este brazo encantador, que estaba tan cerca de mis labios, el porvenir me alejaba de ti; me entregaba a los combates innumerables que tendría que sostener para hacer una fortuna colosal... No; habría muerto sin conocer la dicha, si tú no hubieras venido a verme a esta prisión.

Dos sucesos turbaron aquella vida tranquila. El confesor de Julián, a pesar de ser jansenista, no pudo ponerse al abrigo de una intriga de los jesuitas, y, a pesar suyo, se convirtió en su instrumento.

Fué un día a decirle que, a menos de caer en el horrible pecado del suicidio, debía hacer todos los esfuerzos por conseguir su indulto. Y como el clero tenía mucha influencia en el Ministerio de Justicia en París, había un medio muy fácil: convertirse con solemnidad...

—¡Con solemnidad!—repitió Julián.—¡Ah! También le pillo a usted, padre mío, representando una comedia como un misionero...

—Su edad,—repuso gravemente el jansenista—la cara interesante con que le ha dotado la Providencia, el motivo mismo de su crimen, que sigue siendo inexplicable, los intentos heroicos que Mlle. de la Mole prodiga en su favor, todo, en fin, hasta la sorprendente amistad que le demuestra su víctima, ha contribuido a hacerle el héroe de las jóvenes de Besançon. Por usted han olvidado todo, hasta la política...

Su conversión repercutiría en sus corazones, dejando en ellos una impresión profunda. Puede usted ser de gran utilidad a la religión, y yo no dudaré por la frívola razón de que los jesuitas harían lo mismo en mis circunstancias. Entonces, resultaría que, aun en este caso particular, que escapa a su rapacidad, perjudicarían también. Que no sea así... Las lágrimas que su conversión haga verter, anularán el efecto corrosivo de diez ediciones de las obras impías de Voltaire.

—¿Y qué me quedará, —respondió fríamente Julián— si me desprecio a mí mismo? He sido ambicioso, no quiero censurarme; pero entonces obraba con arreglo a las conveniencias del tiempo. Ahora vivo al día, y sería muy desgraciado si me entregara a alguna cobardía...

El otro incidente, mucho más sensible, fué producido por Madame de Renal. Alguna amiga intrigante llegó a convencer a aquel alma ingenua y tan tímida, de que su deber era ir a Saint-Cloud y echarse a los pies del rey Carlos X.

Había hecho el sacrificio de separarse de Julián, y, después de tal esfuerzo, el desagrado de exponerse al público, que en otra época le hubiera parecido peor que la muerte, no era nada para ella.

—Me presentaré al rey, confesaré en voz alta que eres mi amante; la vida de un hombre, y de un hombre como Julián, debe estar por encima de todas las consideraciones. Diré que has atentado contra mi vida por celos. Hay muchos ejemplos de pobres muchachos salvados en casos semejantes por la humanidad del jurado o la del rey...

—Dejaré de verte, te cerraré la puerta de mi calabozo,—exclamó Julián—y, seguramente, al día siguiente me mataré de desesperación, si no me juras que no has de dar un paso que nos ponga en evidencia ante el público a los dos. Esta idea de ir a París no es tuya. Dime el nombre de la intrigante que te la ha sugerido.

Seamos felices durante el corto número de días de esta breve vida; ocultemos nuestra existencia; mi crimen es demasiado evidente. Mademoiselle de la Mole tiene mucha influencia en París, y estoy seguro de que hará todo lo humanamente posible. Aquí, en esta capital, tengo contra mí a toda la gente rica y considerada. Si dieras ese paso, eso amargaría aún más a esa gente rica y, sobre todo, moderada, para quien la vida es una cosa tan fácil... No demos motivos de risa a los Maslon, los Valenod y a otros mil que no son mejores.

El aire infecto del calabozo se le hacía insoportable a Julián. Por fortuna, el día que fueron a anunciarle que había que morir, un sol espléndido alegraba la naturaleza, y Julián se sentía animoso. Caminar al aire libre fué para él una sensación tan deliciosa como el pisar tierra para el navegante que lleva mucho tiempo en el mar.

—Vamos, todo va bien;—se dijo—no me falta valor.

Nunca había sido más poética aquella cabeza como lo era en el momento en que iba a caer. Los ratos más dulces, pasados en otro tiempo en los bosques de Vergy, acudían en tropel a su memoria, y con una extrema energía.

Todo pasó sencillamente, convenientemente y sin afectación alguna por su parte.

La antevíspera había dicho a Fouqué:

—No puedo responder de si me emocionaré. Este calabozo tan horrible, tan húmedo, me produce momentos de fiebre en los que no me reconozco; pero miedo, no; no me verán palidecer.

Había preparado las cosas de modo que, la mañana del último día, Fouqué se llevase a Matilde y a Madame de Renal.

—Llévatelas en el mismo coche—le había dicho.—Arréglatelas para que los caballos de posta vayan siempre al galope. Caerán una en brazos de la otra o se mostrarán un odio mortal. En cualquiera de los dos casos, las desgraciadas se distraerán algo de su horrible dolor.

Julián había exigido a Mme de Renal el juramento de que viviría para cuidar del hijo de Matilde.

—¡Quién sabe!—decía él un día a Fouqué.—Quizá tenemos alguna sensación después de la muerte. Me gustaría mucho descansar, puesto que descansar es la palabra, en aquella pequeña gruta de la gran montaña que domina Verrières. Ya te lo he dicho varias veces; en esa gruta, por la noche, contemplando a lo lejos las comarcas más ricas de Francia, la ambición, mi pasión de entonces, embargaba mi alma... En fin, tengo cariño a esa gruta, y no se puede negar que está situada de modo que daría envidia al alma de un filósofo... Pues bien, estos congregantes de Besançon hacen dinero de todo; si tienes habilidad, te venderán mis restos mortales...

Fouqué tuvo éxito en tan triste negociación. Estaba pasando la noche, solo, en su cuarto, junto al cuerpo de su amigo, cuando, con gran sorpresa, vió entrar a Matilde. Pocas horas antes, la había dejado a diez leguas de Besançon. Tenía la mirada y los ojos espantados.

—Quiero verle—le dijo.

Fouqué no tuvo valor para hablar ni para levantarse. Le mostró con el dedo un gran paño azul en el suelo: allí estaba envuelto lo que quedaba de Julián

Ella se arrodilló. El recuerdo de Boniface de la Mole y de Margarita de Navarra le dio, sin duda, un valor sobrehumano. Sus manos temblorosas apartaron el paño. Fouqué volvió los ojos.

Sintió a Matilde andar precipitadamente por la habitación. Matilde encendió varias bujías. Cuando Fouqué tuvo fuerzas para mirarla, vió que había colocado la cabeza de Julián en una mesita de mármol y la besaba en la frente...

Matilde siguió a su amante hasta la tumba que él se había escogido. Gran número de curas escoltaba el ataúd, y, sin que nadie lo supiese, sola en su coche enlutado, ella llevaba en sus rodillas la cabeza del hombre a quien tanto había amado.

Llegados al punto más alto de una de las elevadas montañas del Jura, en medio de la noche, en aquella pequeña gruta, espléndidamente iluminada por un número infinito de cirios, veinte sacerdotes cantaron el oficio de difuntos. Todos los habitantes de los pueblecitos serranos que atravesaba el cortejo, le habían seguido, atraídos por la singularidad de aquella extraña ceremonia.

Matilde estaba en medio de ellos, vestida con largas tocas de luto, y, al fin del oficio, les repartió varios millares de monedas de cinco francos.

Sola con Fouqué, quiso enterrar con sus propias manos la cabeza de su amante. Fouqué por poco enloquece de dolor.

Por los cuidados de Matilde, aquella gruta salvaje fué adornada con mármoles esculpidos por los mejores artistas en Italia.

Madame de Renal fué fiel a su promesa. No trató en modo alguno de atentar contra su vida; pero, tres días después que Julián, murió abrazando a sus hijos.


Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.
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