Cuentos del Hogar

Teodoro Baró


Cuentos infantiles, Colección



Mi hogar

Allá, cabe la frontera,
teniendo el mar por espejo;
por techumbre la azulada
bóveda del firmamento;
por diadema los picachos
de eterna nieve cubiertos;
por guardián la cordillera
del hermoso Pirineo;
hay un valle ¡vallecito!
de dulces, gratos recuerdos,
que con los ojos del alma,
soñando despierto, veo.

En el cristal de sus ríos
y en la linfa de arroyuelos
murmurantes, juguetones,
de agua fresca y limpio seno,
el amarillento trigo
y la vid buscan espejo;
la amapola en él se mira,
y le prestan sus reflejos
las más olorosas flores
con sus matices del cielo.
Tiene prados cuyo césped
ofrece mullido asiento;
arboledas tan frondosas
que morada son del céfiro,
do lanzan eternamente
los pájaros sus gorjeos,
ocultos entre las hojas
do sus nidos tienen puestos.

¡Vallecito, vallecito
de mis infantiles juegos,
que mis ilusiones guardas
y mis mejores recuerdos,
valle do dejé la esencia
de mi ser, de mis ensueños!
yo te veo noche y día,
yo noche y día te veo
tan hermoso, tan hermoso
cual en mis días primeros,
en que el ambiente, las nubes,
la morera, el alto fresno,
el susurro de las olas
y los suspiros del viento
y el murmurio de la fuente,
del gorrión el picaresco
piar, y de las ovejas
el balido plañidero,
el triscar de los cabritos,
de las palomas el vuelo;
todo para mí tenía
tal encanto y embeleso,
que aún ahora, que rebosa
la amargura de mi seno,
con sólo cerrar los ojos
gozo, porque veo y siento.

¡Madre mía! ¡madre mía!
tú duermes el sueño eterno
en el valle. A ti, mi encanto,
ángel que subiste al cielo,
dejando frío el hogar
porque frío quedó el pecho,
al dar por amor tu vida
y al alzar a Dios el vuelo;
y a ti, padre, ¡padre mío!
a quien nombre y vida debo,
¡cómo os recuerdo a vosotros
cuando mi valle recuerdo!

Aquellos tiempos pasaron,
aquellos tiempos ya fueron;
yo no sé por qué son idos
aquellos tan dulces tiempos;
mas sí sé que del hogar
siento el calor en mi pecho;
de aquel hogar do mis ojos
a primera luz se abrieron,
do de Dios el santo nombre
pronuncié con embeleso
y el dulcísimo de madre
balbuceaba yo entre besos.

¡Hogar santo, santo hogar!
cuando en las noches de invierno
rodaba la tramontana
por los altos Pirineos,
después de barrer los picos
siempre de nieve cubiertos
del Canigó, yo en mi casa,
al dulce amor del brasero,
y al más dulce de mis padres,
oía silbar el viento
y también narrar oía
aquellos sabrosos cuentos
que empujando iban las horas
de las veladas de invierno.
Sean estos que ahora he escrito
de aquellos cuentos recuerdo.
Quiera Dios que en su relato
haya siquiera un destello
del calor del hogar mío;
la dulzura de los besos
de mis padres; de la infancia
el perfume; el embeleso,
las ilusiones del niño
y del cristiano el aliento.
Cuentos del hogar se llaman.
Aquí los tenéis: leedlos.

La mariposa

Cuando la noche termina, los ángeles revolotean sobre el mar y las montañas, y por esto vemos una línea de oro y rosa detrás de los montes y encima de las aguas. Entonces es cuando las flores, que han pasado la noche dormidas, despiertan lanzando sus primeros suspiros; y como los suspiros de las flores son perfumes, embalsaman el ambiente.

Un día, al amanecer, despertó la magnolia, y al lanzar su primer suspiro oyó una vocecita, pero muy tenue, muy tenue que decía:

—¡Cuán dulce es tu aliento!

—¿Quién eres? preguntó la magnolia.

—Una mariposa.

—Las mariposas son nuestras hermanas; son las flores aladas. ¿Cómo estás aquí?

—Acabo de nacer. Al sentirme con alas he querido volar, pero me he cansado y en ti he buscado refugio.

—Los primeros instantes de la mañana son fríos. Yo te abrigaré, y cuando haya salido el sol podrás continuar tu vuelo.

La magnolia juntó sus pétalos.

—¡Qué bien se está aquí! dijo la mariposa. Parece que a tu calor mi cuerpo se transforma y adquieren fuerza mis alas.

Cuando los rayos del sol hubieron inundado la tierra, la magnolia abrió los pétalos.

—¿Puedo salir? preguntó la mariposa.

—Sí. Vuela si quieres.

—No me atrevo.

—Veo que posees una gran cualidad.

—¿Cuál es?

—La prudencia.

—¿En qué consiste la prudencia?

—En una virtud que nos enseña a discernir lo bueno de lo malo, para seguir lo primero y huir de lo segundo.

—¿Hay cosas malas?

—Sí, y el que no tiene prudencia para evitarlas suele convertirse en su víctima.

—Yo huiré de las cosas malas.

—Todas dicen lo mismo, pero no todas cumplen su propósito.

—No lo comprendo, porque lo malo debe rechazarse.

—Ten presente que el mal reúne a veces grandes atractivos y que sus galas y el placer que creemos ha de proporcionarnos, atraen y acaban por fascinar.

—¿Cómo se huye de su fascinación?

—No queriendo ser fascinada y teniendo fuerza de voluntad bastante para no dejarse atraer.

—Yo la tendré.

—¡Dios lo quiera! No olvides tu propósito, porque vosotras las mariposas acostumbráis morir atraídas por la llama, en la que os quemáis.

—No me explico que mis hermanas gusten de revolotear alrededor de la llama, si en ella se abrasan:

—Es que la presunción nos hace suponer con fuerzas superiores a las que realmente tenemos, y nos empuja, después de habernos obcecado, a arrostrar peligros en los cuales perecemos.

—No seré presuntuosa.

—Muy bien discurres, mariposita; pero ten en cuenta que es necesario que el propósito vaya seguido del cumplimiento, pues de lo contrario de nada sirve. Noto que tus alas son blancas y quiero que tengan los colores que adornan las de las otras mariposas.

—¡Ay qué gusto!

—¡Hermanas! gritó la magnolia.

Todas las flores se irguieron sobre sus tallos.

—Tenemos una nueva hermana alada, pero sus alas no tienen color.

—Yo te daré el azul celeste, dijo una campanilla meciéndose dulcemente a impulsos de la brisa.

—Yo los matices amarillos y encarnados, contestó un Don Diego de día.

—Yo el blanco mate, exclamó la azucena.

—También yo proporcionaré matices blancos, añadió la magnolia.

—Yo los reflejos de oro, dijo el lirio.

—Yo, balbuceó la modesta violeta, os daré el color morado.

—Yo el rojo, gritó el clavel.

Todas las flores fueron ofreciendo sus matices, mientras la mariposa batía las alas y agitaba el cuerpo llena de alegría, exclamando:

—¡Qué gozo! ¡Cuán hermosa seré!

—¿Quién será el pintor? preguntó la magnolia.

—Las abejas, contestarán las flores.

Y las abejas, que revoloteaban deseosas de libar néctar, recibieron el encargo de pintar las alas de la mariposa y lo cumplieron con mucho esmero y como verdaderas artistas. Iban y venían de las demás flores a la magnolia, donde estaba la mariposa; y con mucho cuidado, por no dañarla con el aguijón, marcaban un punto en sus alas y luego se alejaban en busca de otro color. Los puntos se convirtieron en dibujos tan lindos como caprichosos; y cuando hubieron terminado su tarea, la magnolia dijo a la mariposa:

—Ya puedes volar.

Y voló. Se detuvo en las hojas de una rosa y se miró en una gota de rocío que para ella se convirtió en espejo, y al ver sus alas volviose loca de contento. Durante todo el día no hizo más que vagar de flor en flor, parándose en todas y prodigándolas sus caricias, a las que las flores correspondían afectuosamente. Sus correrías del primer día se repitieron el siguiente y en los sucesivos. La mariposita fue creciendo y se convirtió en mariposa. Sus alas tenían tanta fuerza que le permitían levantar el vuelo y corretear por los campos. Era feliz, era dichosa.

Cierta tarde se alejó mucho del jardín donde crecía la magnolia y la noche la sorprendió en el bosque. En medio del bosque había una casita en la que brillaba una luz. La mariposa metiose dentro por la entreabierta ventana. La luz la deslumbró y se dijo:

—¡Qué brillante es!

Se acercó a ella y sintió un suave calor que la hizo murmurar:

—¡Qué bien se está aquí!

Continuó girando alrededor de la llama, acercándose cada vez más a ella. De pronto recordó lo que la magnolia le había dicho:

—Vosotras, las mariposas, acostumbráis morir atraídas por la llama, en la que os quemáis.

La mariposa pensó:

—Bien se conoce que la magnolia no tiene alas, pues yo revoloteo alrededor de la llama y no me quemo. ¡Cómo gozo a su calor!

Luego recordó que la flor le había dicho:

—La presunción nos hace suponer con fuerzas superiores a las que realmente tenemos y nos empuja, después de habernos obcecado, a arrostrar peligros en los cuales perecemos.

La mariposa añadió:

—Como la magnolia no podía moverse, así discurría. Yo tengo fuerza para alejarme de la llama y, por lo tanto, puedo acercarme a ella porque puedo huir cuando quiera. Esto no es presunción, sino conocimiento de lo que soy. Estoy muy cercana a la llama y no me quemo.

Y la mariposa fue girando como una loca alrededor de la llama, subiendo, bajando, huyendo, acercándose de nuevo, siempre segura de que la llama no la atraería; hasta que por último lanzó un quejido, la llama se avivó, cayó en el suelo la mariposa quemadas las alas y quemado el cuerpo, y se cuenta que al caer, antes de quedar muerta, murmuró:

—Tenía razón la magnolia. La presunción me ha perdido. He buscado el peligro y en él he perecido.

Don Narices

Don Narices era un perro honrado. Lo que no se ha podido averiguar es por qué le llamaban don Narices, pues las que tenía eran como las de los otros perros de su casta, sin cosa alguna que las hiciese notables o siquiera diferenciarse en algo de las de los demás canes. Verdad es que al que no tiene pelo le llaman pelón, y rabón al que no tiene rabo, pero esto nada tiene que ver con D. Narices, cuyo pelo era muy lustroso; y como a su dueño no se le había ocurrido la tonta idea de cortarle el rabo y las orejas cuando nació, conservaba aquél y éstas.

Hemos dicho que D. Narices tenía el pelo lustroso, lo que equivale a confesar que le lucía el pelo, que a su vez vale tanto como declarar que comía bien. Si alguien lo dudase bastaría una mirada al cuerpo redondeado y a los muslos rollizos del perro para desvanecer la duda. Comía bien el can, y, además de buena, la comida era abundante. Aseguro que D. Narices era un perro privilegiado. ¡Vaya si lo era! Sépase que aún no se sabe todo; y no se sabe todo porque no se ha dicho. Este perro tenía por morada la mejor de las moradas que a un can puede darse: una cocina. ¿Se concibe dicha superior a la de D. Narices? ¡Cuántos perros vagabundos se quedaban como clavados en el suelo, el cuello a medio torcer y las fosas nasales abiertas aspirando el tufo que de la cocina se desprendía! Y D. Narices comía lo que sus errantes compañeros sólo podían oler. En invierno tenía buena lumbre; y al llegar la noche siempre encontraba una silla, una estera o un trapo que le sirviera de cama. Confesemos que no podía desear mayor felicidad perruna.

Pues bien: D. Narices no estaba contento. ¿Por qué? No se lo hubiera podido explicar. Ganaba el pan que comía, mejor dicho, las tajadas y los huesos que en abundancia se le daban, pues hay que añadir que la cocina donde estaba empadronado era la de una fonda. En cambio del buen trato que recibía, debía dar vueltas al asador cuando le tocaba, y aún entonces trabajaba por cuenta propia, pues sabía que algo había de corresponderle de aquellos pollos, capones y pavos que se estaban dorando al amor de la lumbre.

Un día D. Narices dejó el asador, que se quedó sin movimiento; y los pollos, más bien que a asarse, comenzaron a tostarse de sólo un lado, con gran desesperación del jefe de la cocina cuando lo notó. Si el perro hubiese estado al alcance de su mano, le hubiera arrimado un palo, pero D. Narices había echado a correr y estaba ya en la calle. Una vez en ella se miró de soslayo y comenzó a dar saltos y a describir círculos con el propósito de cogerse la cola. Cuando estuvo cansado, se quedó parado; aspiró el aire tibio de un hermoso día de primavera; y como su satisfacción fuese grande porque no trabajaba y era completamente dueño de sus acciones, pues podía ir, venir, correr, saltar, tenderse al sol; en una palabra, hacer lo que mejor le acomodara, expresó su satisfacción dando desaforados ladridos.

En mala ocasión lo hizo, pues a su lado estaban hablando dos caballeros; y como el que más cerca de D. Narices estaba se asustara a los ladridos, creyendo que iba a morderle, con su bastón arrimole un fuerte golpe en los lomos; con lo cual el perro salió escapado y lanzando lastimeros quejidos, que hubieran partido el corazón de Rosita si los hubiese oído.

¿Quién era Rosita? Una niña muy remonona a quien una amiga había regalado el perrito cuando sólo tenía un mes. Pero como Rosita se pasase el día jugando con el perrito y a veces se entretuviera en enfadarle, su mamá, que sabía que los perros rabian y que cuando están hidrófobos y muerden a una persona ésta suele morirse, no quiso exponer la vida de su hija al capricho de tener perro; y como se dijera que más segura está la que no los tiene en su casa que la que en ellas los guarda, lo dio al fondista, en cuya cocina vivió tranquilamente D. Narices hasta recibir el palo que le propinó aquel caballero.

Parose el perro cuando estuvo muy lejos; y entonces, sin miedo al bastón, que ya no podía alcanzarle, ladró al que le había pegado; y luego, muy satisfecho, como si hubiese obtenido una gran victoria, continuó su camino. Vio un compañero que estaba sentado delante de un pobre ciego que pedía limosna. D. Narices se acercó al perro; se saludaron encogiendo los hocicos y enseñando los dientes, y el de la fonda preguntó al del ciego:

—¿Qué haces aquí?

—Trabajo.

—¡Vaya una manera de trabajar, sentado!

—Cada cual trabaja a su manera en este mundo. Yo guío a mi amo, que pide limosna, y con lo que le dan, come él y como yo.

—¿Por qué no le abandonas?

—Porque sería una mala acción, pues como no ve no podría volver su casa y no tendría quién le guiara.

Fuese D. Narices y llegó a una plaza donde tropezó con un perro perdiguero. Acercose a él y le saludó exclamando:

—Tú lo entiendes.

Mirole con sorpresa el perdiguero, como diciéndose: —¿Qué quiere ése? —y le preguntó:

—¿Qué es lo que entiendo yo?

—La manera de vivir, pues no eres tan tonto como un amigo que he encontrado, que pasa la existencia trabajando.

—¿Acaso crees que yo no trabajo? Mi amo me saca al monte cuando va de caza y me paso todo el día corriendo detrás de las perdices.

—Pues también tú perteneces al número de los necios, porque trabajas pudiendo vivir como otros perros, y como yo me he propuesto, sin hacer nada.

Lanzole el perdiguero una mirada de desprecio y pagole D. Narices con otra de desdén, dando a continuación media vuelta y marchándose de allí. Al poco rato encontró otro perro junto a una puerta, y como deseaba hallar quien aprobara su plan, que consistía en vivir sin trabajar, le preguntó:

—¿Cómo va, compañero?

—Se ha pasado mala noche.

—¿Y eso?

—Querían robar el almacén que guardo, pero como estoy alerta, con mis ladridos he ahuyentado a los ladrones y despertado a los amos.

—¿Por qué te has molestado?

—¡Vaya una pregunta! ¿Acaso no he de servir al que me da de comer?

—Conque, ¿también tú trabajas?

—¡Claro está que sí! ¿Quién no trabaja?

—¡Qué tontos! ¡Qué tontos! ¡Qué tontos! pensó D. Narices. Yo he visto perros que no trabajan, y pudiendo vivir sin hacer nada, no comprendo por qué se esclavizan.

Así discurriendo y dando vueltas por calles y plazas, llegó la hora de la comida, y entonces comenzó a reflexionar que la vida de holgazanería tenía algunos inconvenientes, pues si bien había correteado a su gusto, en cambio se encontraba sin aquellos abundantes huesos que tanto tenían que roer, y restos de tajadas, para él tan sabrosos. El olor de la carne le atrajo hacia el mercado, y antes de entrar en él se le juntó un compañero, cuya vecindad hizo poca gracia a D. Narices, porque su pelo estaba lleno de polvo y barro y tenía más patas que cuerpo, pues éste era tan delgado que parecía debía venirse al suelo de un momento a otro la armazón de costillas que lo sostenía. Además, el incesante movimiento de su cabeza cuando dirigía el hocico al lomo, al pecho y a las patas, royendo como si quisiera comerse los pocos restos de carne que le quedaban, indicaba que de él se habían apoderado las pulgas. D. Narices hubiera deseado marcharse, pero como el hambre apretaba, entraron juntos en el mercado.

—¿Tú serás de los míos? preguntó el perro flaco.

—¿Quiénes son los tuyos?

—Los que viven de lo que pillan en el mercado.

—Conque, ¿aquí se come?

—¡Qué tonto eres! ¡Pues no se ha de comer! Sígueme y yo te guiaré. Soy maestro en la materia. Me parece que tu escapatoria es reciente.

—Hoy he abandonado a mi amo.

—¿Por qué?

—Porque me hacía trabajar.

—Has hecho bien. ¿Qué necesidad tenemos de trabajar pudiendo vivir sin hacer nada?

—Eso digo yo. ¿Tú no trabajas?

—¡Qué he de trabajar!

D. Narices le miró, y al fijarse de nuevo en aquellos huesos que parecía querían agujerear la piel, se dijo:

—Será verdad que no trabajas, pero también debe serlo que comes poco y mal.

Luego, añadió:

—¿Tiene inconvenientes esa manera de vivir?

—Ninguno. Hago lo que me da la gana, me acuesto cuando quiero, me levanto cuando me acomoda…

—¿Cuándo comes?

—Ahora: aquí hay huesos.

El perro vagabundo comenzó a roer uno muy sucio que estaba en el suelo. D. Narices no quiso probar aquella comida y pensó en la de la fonda.

—¡Muy delicado eres! le dijo en son de mofa su compañero. Sígueme y verás con qué prontitud nos proporcionamos sabrosas tajadas aprovechando el descuido de algún carnicero.

D. Narices fue tras él, pero no muy tranquilo, pues si veía piernas de carnero, también veía cuchillos y pesas y pensaba en el efecto que unos y otras habían de producir en contacto con su cuerpo. El perro vagabundo, mientras tanto, fijose en un cortante que estaba distraído hablando con el dueño de la mesa vecina, y de un salto ¡zas! apoderose de una magnífica tajada, echando luego a correr y haciendo otro tanto D. Narices, quien se dijo que la vida de holganza no era tan mala como había supuesto. Pero pronto cambió de modo de pensar, pues el cortante comenzó a gritar:

—¡Ah pillo, tunante!

Y uniendo a la palabra la acción, tiró una pesa al perro vagabundo, con tan mala suerte para éste que le dio en mitad de la cabeza, cayendo muerto. Tan grande fue el susto de D. Narices, que comenzó a ladrar desaforadamente como si él hubiese recibido el golpe, y, perdido el tino, pegó tal salto que fue a caer dentro de un barreño donde había bacalao en remojo. Cayó el barreño y chilló la vendedora sin darse cuenta de lo que había ocurrido; escapó D. Narices; se alborotaron las verduleras; una le tiró patatas, otra un banasto, quién un tomate, una cuarta el taburete; de suerte que no hubo manos quedas ni objeto que no se convirtiera en proyectil contra el perro; y por si algo le faltaba, el municipal que estaba de servicio en la plaza sacó el sable y echó a correr en su persecución.

Por fortuna D. Narices salió con vida, pero sazonado con tomates, pimientos y cebollas. Al verse libre de sus perseguidores se dirigió cabizbajo a la fonda, convencido de que para vivir hay que trabajar y de que quien mal anda mal acaba, como el perro vagabundo. Mohíno y el rabo entre piernas metiose en la cocina; se fue al asador, comenzó a darle vueltas e hizo el firme propósito, que cumplió, de rechazar en adelante toda tentativa de holgazanería.


Con lo dicho se ha acabado
el cuento de Don Narices,
de incidentes infelices;
¡y colorín, colorado!

Y como no es malo el fin,
pues volvió a la buena senda,
quien quiera en su ejemplo aprenda.
¡Colorado, colorín!

El zapatero remendón

En una callejuela estrecha, que no recibía de día más luz que la que lograba penetrar por el escaso trecho que separaba las altas y pobres casas de uno y otro lado; iluminándola de noche dos faroles que más bien parecían candilejas, pues encerrada en ellos despedía luz rojiza la torcida, anegada en aceite de mala calidad, sin lograr sus reflejos otra cosa que hacer más densas las sombras, vivía un zapatero remendón que tenía su tenducho en un portal bajo, húmedo y oscuro. Llamábase Francisco y se le veía durante todo el día, y a veces parte de la noche, encorvado sobre los zapatos, mejores para tirados que para remendados.

Teníanle los niños mucha afición, que él les agradecía poco, pues consistía en molestarle; y al salir de la escuela, en vez de ir directamente a sus casas, tomaban por la callejuela y pasaban corriendo delante del tenducho, gritando:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 

Francisco procuraba dominarse y no levantar la cabeza; pero se pintaba tal expresión de tristeza en su cara, que si los niños se hubiesen fijado en ella no le hubieran molestado más; porque, por lo regular, los niños son buenos y no creen causar el daño que a veces hacen con sus travesuras. El más travieso, el que más molestaba al remendón y el que capitaneaba a sus compañeros todos los días al salir de la escuela, se llamaba Rafaelito, tenía nueve años y era el que mayor ligereza mostraba en los pies y mayor fuerza en la garganta para huir y gritar a un tiempo:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 

Francisco cosía los rotos de los zapatos, les echaba medias suelas, siempre pegado a un taburete, que parecía formar parte de su cuerpo, tan encorvado como si nunca hubiese tenido erguido el espinazo. Cuando los niños se burlaban de él, el remendón murmuraba:

—¡Dios os conserve la alegría! Si pasarais mis penas y trabajos, no os burlaríais de mí.

Un día Rafaelito imaginó una jugarreta. El zapatero no estaba en la tienda y el audaz chicuelo ató el extremo de un cordel al taburete y el otro a la rueda de un carro que estaba parado en la calle. Francisco volvió a su trabajo, y cuando el carro echó a andar, vio con gran sorpresa que el taburete hacía otro tanto y se marchaba a la calle, rodando por el suelo todos los chismes que contenía. Salió el zapatero gritando, detúvose el carretero, pero no tan a tiempo que no se hubiese reunido mucha gente; mientras los chicos, apostados en la esquina, se reían de su gracia, que no la tuvo para Francisco, porque los objetos rotos y el deterioro sufrido por el taburete le representaban parte de su mísero jornal. Hay quien dice que al remendón se le escapó una lágrima, y es muy posible no se equivocara la mujer que afirmó haberla visto rodar por sus mejillas. En cambio Rafaelito se rió mucho y todo el día estuvo pensando en su travesura; y hasta soñó que con el taburete seguía la casa detrás del carro y luego el zapatero dando desaforadas voces. Y en esto despertó. Abrió los ojos, vio que apenas había amanecido y se volvió del otro lado; pero una voz le dijo:

—Levántate, que ya es hora.

—Hasta las ocho no he de ir a la escuela.

—Como no se trata de ir a la escuela…

—Pues ¿adónde vamos? preguntó el niño incorporándose en la cama, creyendo que se trataba de una excursión al campo.

—Vístete y lo sabrás.

Rafaelito abrió dos ojos como naranjas al ver a su interlocutor, que era una rata muy grande que le presentaba unos pantalones mugrientos y remendados. Como cobró mucho miedo no se atrevió a hacer ninguna observación y se puso los pantalones. Luego otra rata le dio una chaqueta tan estropeada que enseñó los codos el niño, mejor dicho, el hombre, pues Rafaelito había ido creciendo hasta convertirse en un hombre.

—Estate quieto, le ordenó una tercera rata.

De un bote le saltó a la cabeza y con la cola le enmarañó el cabello, mientras una cuarta y una quinta dieron un par de volteretas en sus manos, que quedaron llenas de pez. Rafaelito se echó a llorar y una de las ratas le dijo:

—Pronto principias. Reserva las lágrimas para mejor ocasión.

En esto una mosca le picó en la nariz, que se le llenó de granos, y una araña le paseó las patas por la cara, que se le cubrió de arrugas.

—En marcha, gritó la primera rata.

Echó a andar sirviéndole las ratas de escolta; y Rafaelito, al pasar delante del espejo, vio con espanto que se había convertido en el zapatero remendón. Llegaron al tenducho, que ya estaba abierto; y subiéndose dos ratas a los hombros del niño, le obligaron a sentarse, quedando como clavado en el taburete; y luego pasaron a sus espaldas y le forzaron a encorvarse. Otra le puso un zapato viejo sobre la rodilla, sujetándolo con el tirapié, y sus brazos se movieron manejando la lezna y el martillo. Las ratas se metieron en sendos agujeros sin asomar más que la punta del hocico, que adornado de erizados bigotes dirigían hacia el niño como diciéndole:

—¡Cuidado con lo que haces!

A la media hora, Rafaelito, que no había cesado de trabajar, tuvo deseos de desayunarse, y saltando de su escondrijo una rata le presentó un mendrugo negro y duro, advirtiéndole que aquél era el desayuno del remendón. Con él debió contentarse, y luego las ratas le ordenaron que siguiese su tarea, pues debía ganar el pan de su familia, que padecía más de hambre que de hartura. Se le saltaron las lágrimas, pero no hubo medio de levantarse del taburete; y a las ocho, como llevase algunas horas remendando zapatos, sintiose desfallecer a causa de la falta de alimento y exceso de trabajo; pero por su consuelo pasaron unos chiquillos que iban a la escuela, y echando a correr, gritaron:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 

Tanto coraje le dio a Rafaelito la burla, que se le encendieron las mejillas y se levantó para tirar la horma a aquellos desvergonzados; pero una de las ratas saltó del agujero a su cabeza y le obligó a sentarse, diciéndole en tono zumbón:

—Ahora principias a saber lo que es bueno.

—¿He de sufrir sus burlas, además de sufrir el trabajo y el hambre?

—Claro está que has de sufrirlas, pues los niños hacen lo que tú les has enseñado y lo mismo que tú hacías.

Callose Rafaelito y no su estómago, que cada vez era más exigente atormentado por el hambre, pero debió seguir trabajando hasta las doce; y cuando a mediodía iba a dejar el taburete rendido por la fatiga y por la necesidad, volvieron a pasar los niños que salían de la escuela y a coro repitieron la burla.

—¡Infames! ¡Infames! exclamó Rafael desesperado.

—Paciencia, amiguito, le dijo una de las ratas. Ten en cuenta que es la segunda vez que oyes lo de «zapatero, zapatero,» que hace meses vienes tú cantando al remendón. Vete a comer.

Bajando dos húmedos escalones se halló delante de la comida, que consistía en un plato de sopas de ajo y otro de patatas cocidas, con algunas sardinas saladas. Eran tres a comer: él, la mujer y un hijo de Francisco; y como la comida era escasa y la mujer y el niño estuviesen hambrientos, en particular éste, Rafaelito se privó de parte de lo que le correspondía. Con el último bocado volvió al taburete y a los zapatos, pensando en aquellos dos seres a cuyo mantenimiento difícilmente podía subvenir el remendón aunque trabajase desde el amanecer hasta la noche. Y a las dos volvieron a pasar los niños que iban a la escuela y se burlaron como de costumbre de Francisco, lo que equivalía a mofarse de Rafaelito hambriento, cansado y dominado por la tristeza; y al salir de la escuela renovose el escarnio; y entonces Rafaelito, prorrumpiendo en sollozos, exclamó:

—¡Dios mío! ¡Cómo ha debido sufrir el pobre zapatero! ¡Cuánto me arrepiento de haberme burlado de él!

Al oírle las ratas saltaron de sus agujeros encima del taburete, y la que parecía mandar a las demás, le dijo:

—Puesto que estás arrepentido, levántate.

Rafael se levantó y se encontró ágil como el día anterior.

—Péinale, ordenó la rata a una de sus compañeras.

La orden fue obedecida, y moviendo la cola como hubiera podido manejar el peine el más hábil peluquero, en un momento le dejó compuesto el cabello, y a falta de pomada le paseó por encima la lengua, quedando muy lustroso. Una mariposa que entró en el tenducho, le rozó la cara con sus alas y desaparecieron las arrugas de la frente y los granos de la nariz. Luego otra rata mojó en agua sus patitas y le limpió las manos, mientras las demás se apresuraban a quitarle la ropa que llevaba y a ponerle la suya con lo cual se halló transformado en Rafaelito. Fuese a su casa como si saliera de la escuela; y al día siguiente, al pasar delante del tenducho del remendón, en vez de gritar:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 

se detuvo y dijo:

—Buenos días le dé Dios, señor Francisco. Sé que tiene usted un hijo, y con el permiso de mamá le ofrezco estos juguetes; y también este dinero que mamá destinaba para comprarme otros, pero que estará mejor empleado en un vestido para su hijito.

El remendón levantó la cabeza, aceptó lo que el niño le ofrecía y murmuró saltándosele las lágrimas:

—¡Dios le bendiga a usted!

Rafaelito se fue a la escuela muy contento; y cuando sus condiscípulos le preguntaron al verle si había hecho una nueva jugarreta al zapatero, contestoles:

—No volveré a burlarme de él, porque sé que es cosa fea y mala mofarse de los pobres. Si queréis estar alegres como yo lo estoy, haced lo que he hecho.

—¿Qué has hecho? exclamaron todos.

—Una buena acción.

El gorrión

Nací debajo del alero de un tejado. Cuando rompí el cascarón y miré por la abertura del nido, todo me pareció muy bonito: deseaba llegase el momento de echar a volar, pero mis padres contuvieron mi impaciencia y la de mis hermanitos con sus buenos consejos. La alimentación era abundante y sana, y gracias a ella nuestras fuerzas se iban desarrollando. Por último llegó el momento tan deseado de echar a volar. La inquietud hacía que mi madre piara quejumbrosamente temiendo un accidente cualquiera, pero la nota triste convertíase en alegre cuando veía a mis hermanitos sostenerse en el espacio. Llegome la vez; extendí las alas y…

¿Adivinan lo que me sucedió? Pues voy a decírselo. No me faltaron las alas; pero la curiosidad, que es causa de tantos males, hizo que parara el vuelo en un prado en vez de detenerme en un árbol; y como en aquel prado había chiquillos y me vieron, tras de mí echaron a correr. Yo quise escapar; pero enredeme entre la hierba, no pude huir por no saber dar con la salida, que buscaba por todas partes menos donde hubiera debido buscarla, que era volando otra vez; y como a correr me ganaban los chiquillos, héteme convertido en su prisionero.

Por fortuna no di en manos de esos niños que tienen la mala y punible costumbre de martirizar a los pobres pájaros, y mis dueños me llevaron a su casa. Metiéronme en una jaula, donde colocaron algodón para que no tuviera frío. He de confesar que no estaba del todo mal. Pusieron pan en remojo y quisieron que comiera aquellas migas. No me hice de rogar; y como los niños se empeñaban en que siempre estuviera comiendo, porque les divertía verme abrir el pico y agitar las alitas, y a mí no me disgustaba atracarme, padecí una indigestión que por poco me mata; pero logré escapar de ella, si bien estuve alicaído durante tres días.

Todo marchaba a pedir de boca. A los pocos días me sacaron de la jaula y me permitieron correr por la casa. No digo volar porque me cortaron las alas. Esto me disgustó mucho, pero mi contrariedad subió de punto cuando a uno de los niños se le ocurrió recortar un pedazo de grana, dándole la forma de cresta y luego me la pegó a la cabeza con engrudo o no sé qué cosa; y héteme convertido en gallo. Ellos reían, pero a mí me hacía muy poca gracia su alegría. Traté de quitarme la cresta, pero convencime de que todos mis esfuerzos resultarían inútiles, pues en cuanto lograba desprenderme de ella, me la volvían a poner.

Revestime de paciencia y formé mi plan, que consistía en evadirme. Cuando los niños no me veían probaba la fuerza de mis alas, y cuando creí que las plumas habían vuelto a crecer lo bastante para sostenerme, eché a volar, salí por la abierta ventana y me detuve en el repecho de otra para quitarme la cresta, restregando la cabeza contra un rosal que había en un tiesto. No logré mi propósito, pero en cambio la grana quedó clavada en una espina del rosal y yo me encontré aprisionado, pues a cada esfuerzo por librarme, la sujeta cresta tiraba de las plumas de mi cabeza, siendo tanto el dolor que era irresistible. Comencé a chillar como chillan los gorriones; y en esto se abrió la ventana, me cogieron y una voz dijo con dulzura:

—¡Pobrecito! ¡Cómo te han puesto!

Para retirarme del rosal me cortaron con mucho cuidado las plumas a que estaba adherida la cresta. Luego se cerró la ventana.

Por segunda vez caí prisionero; y como la primera no me fue del todo mal, he de confesar que no me asusté gran cosa. Cuando me di cuenta de mi situación, me hallé encima de una mano blanca, tan fina que parecía de terciopelo, mientras la otra me estaba acariciando alisándome las plumas. Sobre la mano cayó una gotita, y como tenía sed, la bebí. No puede imaginarse bebida más dulce. Una vez los niños me dieron miel y creí que era lo más dulce que había, pero era amarga la miel comparada a aquella gota. Después supe que era una lágrima, y no hay que añadir que era una lágrima de amor, de ángel, porque las que hace derramar la envidia o el orgullo o el odio, estas son lágrimas del demonio y, por lo tanto, son amargas.

Quise saber quién era mi dueña y la miré. Vi una joven morenita, de ojos grandes, con dos pupilas que brillaban como dos luces, una frente que me pareció el pedazo de cielo que veía por el agujero de mi nido y unos labios que asemejaban el color de la aurora, que a mí me gustaba tanto contemplar, que todas las mañanitas dispertaba antes de salir el sol, y asomando la cabeza por debajo del ala, con la que me abrigaba mi madre, me extasiaba viendo cómo las nubes se teñían de rojo. Los cabellos de la joven eran negros como la noche, que a mí me daba miedo; pero aquella cabellera no me asustaba. Hubiera jugado con ella.

La joven se llamaba Manuelita. A la primera lágrima siguió otra; y yo, al verla llorar, agité las alas y sentí no saber cantar como los ruiseñores, porque hubiera deseado consolarla. Ella comprendió mi intento, pues aproximó la mano a sus labios y me dio un beso.

—Hermanita, murmuró una voz más melodiosa que la del jilguero.

La joven al oírla saltó de su asiento y corrió hacia la cama donde había una niña de cuatro a cinco años que en aquel momento acababa de despertar.

—Buenos días, Conchita, le dijo dándole un beso. Mira qué pajarito tan mono.

—¡Qué lindo es! exclamó la niña. Quiero tenerlo.

—Cuidado con hacerle daño.

—¡Pobrecito! Le querré mucho.

Manuelita me puso encima de la cama y su hermanita me acarició. Yo salté sobre su hombro; después pasé a la almohada, y luego me coloqué sobre su cabeza. Conchita estaba loca de contento.

—Ahora a vestir, le dijo Manuelita.

Cuando estuvo vestida se arrodilló sobre la cama y rezó guiándola su hermana. «Señor, dijeron: dignaos conceder la gloria del Paraíso a nuestra madre.» Los ángeles debieron recoger aquella plegaria y llevarla al cielo, porque de ángeles procedía.

Voy a contar la historia de Manuelita. Su padre era marinero y navegaba en un buque que debía dar la vuelta al mundo. Hacía dos años que estaba ausente, y durante este tiempo habían pasado muchas cosas y muy tristes. La casa donde el marinero tenía depositada la pequeña cantidad, fruto de sus ahorros para que su mujer y sus hijas estuviesen a cubierto de la miseria, quebró; y la miseria llamó a la puerta del modesto hogar y moviendo su lengua de hielo, dijo:

—¡Aquí estoy!

Manuelita abrazó a su madre para dominar con el fuego de su amor el frío de la desgracia y murmuró besándola:

—Madre, Dios es bueno y nos protegerá. Yo trabajaré.

Trabajó Manuelita mucho para que su madre no tuviera que trabajar tanto. Tenía la casa muy aseada y cuidaba a su hermanita con cariño. Procuraba sonreír siempre. A veces había lágrimas detrás de las sonrisas, pero cuidaba de que su madre no la viera, porque la pobre se hubiera puesto triste; y Manuelita se reservaba la tristeza para ella: la alegría era para aquellos seres tan queridos.

Vivieron con algunas privaciones, alentándoles la resignación que nacía de su confianza en Dios. Los días pasaban y aún faltaban muchos para el regreso del marinero. Hubieran deseado empujar el tiempo, pero el tiempo es un caballero que por nadie ni por nada sale de su paso y cuya presencia debe aprovecharse, porque en cuanto se ha ido ya no vuelve aunque le llamemos con lágrimas de desesperación.

Mientras esperaban al padre llamó a la puerta la enfermedad y dijo con su acento que abate:

—¡Aquí estoy!

Manuelita se sentó al lado de la cama de su madre. Tantos fueron los sufrimientos y tantas las penas de la hija, que si las ángeles no la hubiesen visitado hubiera acabado por sentirse abatida. Siguió sonriendo para impedir que su madre llorara. Un día ya no contuvo las lágrimas, porque la muerte llamó a la puerta de la casa y dijo con su voz de tristeza:

—¡Aquí estoy!

La madre dio a Dios su alma cristiana. Conchita tuvo otra madre: Manuelita, que quedó sola en el mundo. No quedó sola, porque también ella tenía su madre: la Virgen, que lo es de todos los afligidos.

Manuelita olvidó su orfandad para que no la sintiera Conchita. Pasaba todo el día trabajando y algunas veces parte de la noche, pero con el dinero que ganaba nada faltaba a su hermanita, que iba muy aseada; y ella, aunque se veía privada de todas las distracciones de su edad, se daba por muy satisfecha cuando Conchita la recompensaba con sus caricias. Cuando los días festivos, Manuelita llevaba a su hermana a paseo al salir de misa; la gente se detenía a mirarlas y todos pensaban:

—¡Qué buena es!

Yo procuré distraer a Manuelita y creo que más de una vez contribuí a que sonriera. Pude recobrar la libertad, pero sólo la aproveché para permitirme unos cuantos paseos por el espacio, con descansos en las ramas de los árboles del paseo vecino. Al volver al lado de mis amas me acariciaban y me decían:

—¿Ya estás aquí? ¿Qué has charlado con tus compañeros?

Cada día las quería más y prefería su casa al campo. Como en ella no había gato, estaba completamente tranquilo y era muy dichoso.

Una tarde, después de haber picoteado las migajas de pan que quedaron sobre la mesa, arranqué el vuelo y salime a dar mi acostumbrado paseo. Hallé la gente de la ciudad muy animada como si algo extraordinario ocurriera, y en verdad que extraordinaria era la cosa, pues el hijo del rey quería casarse y su padre había mandado pregonar que la elegida sería la más guapa y la más rica, convidando a un baile a todas las muchachas casaderas de sus Estados, para que el príncipe las viera y escogiera entre ellas a su esposa.

Las modistas trabajaron noche y día y también los molineros, pues todas querían empolvarse, con lo cual escaseó la harina y aumentó el precio del pan aquellos días. Yo quise saber a quién elegiría el príncipe y me metí en el salón del palacio real donde debía darse la fiesta. A la hora fijada acudieron tantas jóvenes y caballeros que llenaron todas las salas. A la mitad del baile el príncipe, que era muy guapo, se sentó en un sillón dorado al lado del trono donde estaban los reyes, y fueron pasando todas las jóvenes haciendo una gran reverencia. Cuando hubieron pasado yo me acerqué al hijo del rey y le dije:

—Príncipe: falta una joven.

Volvió la cabeza para ver quién le hablaba, pero yo ya había salido del salón. El príncipe llamó en el acto a su mayordomo y le preguntó si faltaba alguna joven en el baile.

—Falta una, señor, le contestó el mayordomo.

—¿Por qué no ha venido?

—Ha dicho que vistiendo luto, más su corazón que su cuerpo, por la muerte de su madre, no podía asistir a un baile.

—¿Sabía que en esta fiesta debía elegir esposa?

—Se lo hice presente y me contestó: «Ah, señor: el príncipe ha resuelto escoger a la más guapa y rica y yo no soy rica ni guapa. Además, yendo al baile quedaría sola en casa mi hermanita, y como soy para ella una madre, debo cuidarla.»

Oyó con mucha atención el príncipe lo que le dijo su mayordomo; y cuando llegó la hora en que debía pronunciar el nombre de la que elegía por esposa, anunció con gran sorpresa de todos que ya se sabría su resolución.

Yo conté a Manuelita lo que había visto en palacio y ella me dijo:

—¡Quiera Dios que la compañera que el príncipe elija sea digna de él, porque es muy bueno!

Por la mañana llamaron a la puerta y entró el príncipe, quien al ver a Manuelita lanzó una exclamación de sorpresa. La joven no acertaba a reponerse de su asombro y no sabía cómo recibir en casa tan humilde a personaje tan elevado; pero el hijo del rey se encontraba en situación de ánimo parecida, pues no había visto mujer tan bella como Manuelita, belleza aumentada por los relatos que al príncipe habían hecho de su abnegación y cariño filial. El caso fue que porque ella no sabía cómo hablar a un príncipe, y porque él no sabía qué decir a una mujer tan hermosa, la conversación tuvo más pausas que palabras. Aquella misma tarde el pregonero anunció que Manuelita era la elegida por esposa del hijo del rey. Éste preguntó al príncipe por qué había dado la preferencia a una joven que, si bien era muy bella, era muy pobre, y su hijo le contestó:

—Señor; dije que me casaría con la más hermosa y la más rica y cumplo mi promesa, pues si en belleza no hay quien iguale a Manuelita, tampoco hay quien la supere en riqueza, porque tiene la riqueza del alma.

El rey abrazó al príncipe y le dijo:

—Buena elección has hecho, hijo mío, porque la riqueza del alma es la mejor de las riquezas.

Celebrose la boda con mucha pompa. La carroza donde iba Manuelita la tiraban gorriones, pues yo conté lo sucedido a mis compañeros y quisieron para ellos el honor de llevar a la joven a la iglesia. Los reyes obsequiaron al pueblo con una comida compuesta de sopa, en la que se emplearon 400,000 panes, y para el caldo 100,000 gallinas y 2,000 vacas; pescado frito y en salsa, consumiéndose 80,000 merluzas, 40,000 anguilas, 150,000 salmonetes y 200,000 lenguados; y después hasta 5,000 cabritos, 100,000 terneras y 300,000 pavos asados. A cada convidado se le dio un queso de Holanda y una botella de vino. Manuelita, ya princesa, mandó socorrer a todos los pobres.

Grande fue la tristeza del marinero cuando al regresar de su viaje alrededor del mundo supo que su esposa había muerto, pero extremado fue también su júbilo al hallar a su hija convertida en princesa y a Conchita instalada en palacio al lado de su hermana. Los príncipes fueron muy dichosos y el hijo del rey nunca se arrepintió de haber preferido a todas las riquezas las del alma. El marinero fue nombrado capitán de uno de los mejores barcos del rey. Conchita fue creciendo y casó con un sobrino del monarca; y también a mí me alcanzó la felicidad, pues la princesa quiso tenerme a su lado y me conservó el mismo cariño que cuando vivía en su aseada y pobre casita. Dicho esto, sólo me queda deciros:


¡Colorado colorín!
¡Aquí tiene el cuento fin!
 

La vuelta al mundo

I

Hacía muchos años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.

Hubo quien sacó provecho del olvido del hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les seguía con la vista y se decía:

—¡Cómo me temen!

Teniendo delante un espejo, se cae en la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las sabandijas del fondo, murmuraba:

—¡Qué diferencia entre ellos y yo! Juntando todos los insectos, no llegan a la mitad de mi volumen.

Por este estilo discurría, y como no había quién la contradijera, llegó a deducir que era fuerte, que era bella, que era temible y no sabemos cuántas otras cosas, pues el vanidoso suele no hallar límites cuando la presunción le empuja.

A lo dicho hemos de añadir que las ventanas de la escuela del pueblo daban a la huerta y que la limaza oía las explicaciones del señor maestro; y a fuerza de repetir éste las descripciones geográficas, sacó un alumno aprovechado, del cual no tenía noticia; y este alumno no era otro que la limaza.

¡Lo que son las cosas! Tanto oyó hablar de mares y ríos y países lejanos y de las bellezas de la naturaleza, que la limaza resolvió dar la vuelta al mundo; y como los preparativos eran para ella muy sencillos, pues con poner en movimiento su cuerpo todo estaba listo sin necesidad de maleta ni dinero, echó a andar; mejor dicho, comenzó a arrastrarse, describiendo círculos alrededor del pozo, pero siempre subiendo, pareciéndole que éste era el camino más corto. Como lo único que en realidad hacía era moverse y fatigarse perdiendo el tiempo y gastando inútilmente sus fuerzas, empleó veinte días en llegar al brocal; y una vez hubo movido a derecha e izquierda los dos tentáculos en los que tienen los ojos los animales de su especie, se dijo muy satisfecha que otro hubiera necesitado triple tiempo para llegar a donde ella; y se dijo triple, porque no le bastaba en todas las cosas doblar a los demás seres, pues cuando menos quería triplicarles.

Después de haber tomado algún descanso, calculó el efecto que su presencia había de producir en el mundo. Pero ¿dónde está el mundo? se preguntó la limaza. Volvió a mirar, y como de las explicaciones del señor maestro había sacado en limpio o en turbio que el mundo era redondo, al ver que lo era el pozo, convenciose de que, dando la vuelta al brocal, daba la vuelta al mundo.

Ya reposada, arrastrose de nuevo. La noche anterior había llovido y se había llenado de agua la juntura de dos ladrillos. La limaza creyó hallarse ante el Tajo, cuya corriente había ponderado el maestro, admiró el caudaloso río, y al pasarlo convenciose de que era un animal privilegiado, pues su cuerpo llegó a la opuesta orilla cuando aún se apoyaba en la otra.

—¡Oh río, tan abundante en aguas como en profundidad! exclamó; ¿qué eres si conmigo te comparas?

Poco después halló un hoyuelo formado por la falta de un ladrillo, y como también estuviese lleno de agua, tomole por el Atlántico. Algunos segundos se entretuvo en su contemplación y convirtió en poderosos y veleros buques varios fragmentos de hojas de perejil que en el agua había. Dejó atrás el hoyo, pensando que las cosas están en relación con la importancia del que las mira, pues el Océano, tan temible para los hombres, era para ella un juguete, como lo probaba el haberlo atravesado en pocos instantes, en vez de los muchos días que en igual tarea empleaba un vapor. Una vez hubo pasado el Atlántico exclamó:

—¡Ya estoy en América!

Se hallaba al lado de un troncho de col; y como el sol desapareciese en el horizonte, puso fin la limaza a la primera parte de su viaje de circunnavegación.

II

Con el alba dispertó la limaza, y al mirar el troncho de col creyó encontrarse a la entrada de uno de aquellos bosques vírgenes de América y pensó que el señor maestro no había exagerado al ponderar la esplendidez de la vegetación americana, pues nunca había visto cosa semejante. Los ladrillos tomados de moho, pareciéronle las inmensas praderas de la América del Norte; y como su presencia turbase la tranquilidad de varios de esos bichos que en los parajes húmedos habitan, creyó que eran rebaños de búfalos. Más allá había un tiesto por entre cuyas rendijas se escapaban gotas de agua. Detúvose la limaza y exclamó:

—¡Éstas deben ser las cataratas del Niágara! ¡Oh portento de la naturaleza, jamás igualado!

Un mosquito pasó zumbando por encima del descalabrado tiesto, y la limaza murmuró:

—Águila es este pájaro que por encima del Niágara vuela, sin que le imponga pavor tan asombroso salto de agua. Sólo yo y el águila somos capaces de tanta intrepidez.

Encogió su cuerpo, lo estiró y siguió su viaje, que interrumpió un agujereado puchero puesto boca abajo, que después de haber estado convertido por espacio de muchos años en nido de gorriones, había ido a parar allí porque ya ni para tal uso servía. Al considerar su elevación, se dijo que aquello debía ser la cordillera de los Andes, y al recordar que los Andes estaban en la América meridional, acabó de formarse extraordinario concepto de sí mismo, pues en pocas horas se había trasladado del Niágara a los Andes, tan distantes para los hombres y tan cercanos para la limaza. Resolvió pasar la noche al pie de la cordillera y así lo hizo.

III

Al amanecer del siguiente día comenzó la exploración de los Andes, o sea del puchero, y al llegar a la cima vio algunas manchas, resto de la capa de cal que antes tenía para inspirar confianza a los gorriones; y recordando las explicaciones del señor maestro, se dijo que estaba en el elevado cono de Cuptona, siempre nevado y cuya altura es de 10,500 pies. El agujero por donde antes se metían los pájaros llamole extraordinariamente la atención y supuso que debía ser el cráter de algún apagado volcán; y como en esto el aire moviese el puchero, que no tenía sólido asiento, creyó que había comenzado un terremoto; temió que el volcán fuese a arder; el miedo le hizo perder el tino, y tratando de escapar, cayó en el interior del puchero por uno de los boquetes que en él habían abierto las pedradas. El batacazo no fue cosa, pero necesitó algunos segundos para reponerse, y al lograrlo pensó que se hallaba en las entrañas de la tierra. No estaba sola, pues allí tenía su refugio un enjambre de orugas que con los vaivenes del puchero se agitaron moviéndose en todas direcciones. En monstruos antidiluvianos les convirtió la limaza, que de sí misma espantose al ver que a ellos espantaba. En esto entró un moscardón, que comenzó a revolotear zumbando; y no supo qué clase de animal era aquél, superior al mosquito, que había tomado por águila. El moscardón se enredó en la tela de una araña, que hacia él extendió sus largas y vellosas patas, avanzando su asqueroso cuerpo. La víctima agitose creciendo en intensidad el zumbido. La araña procuró sujetarla con sus patas, y cuando estaba a punto de lograrlo, el viento volvió a agitar el puchero; balanceose la araña, logró desasirse el moscardón y huyó. Buscó escape la limaza en medio del débil susurro del aire, que para ella era rugido de deshecha tempestad; y al salir del centro de la tierra recordó los tremebundos espectáculos que había presenciado, y entre ellos la lucha de aquellas bestias fieras, por los nacidos no imaginada; de todo lo cual dedujo que otra que no fuera ella hubiera muerto del batacazo, o comida de aquellos monstruos o bien del susto; siendo el haber salido ilesa señal evidente de que ni en fiereza, ni en fuerza, ni en resistencia, a ella podrían compararse ni siquiera los animales antidiluvianos.

Las emociones habían sido tantas, que la limaza creyó conveniente descansar.

IV

En su cuarta jornada vio unas piedrecitas que apenas mojaba la humedad que aún conservaba el ladrillo en que las había puesto el hijo del hortelano.

—Estoy en la Oceanía, pensó la limaza.

Atravesó la Oceanía; y como en aquella parte del brocal faltasen los ladrillos y creciese la yerba, quedose parada delante de lo que para ella eran espesos bosques, y algo perpleja, pues no sabía si se hallaba en Asia o en África. Al arrastrar su cuerpo por aquel continente, vio una hormiga, y la limaza se detuvo exclamando:

—¡Un león!

El león, o sea la hormiga, iba y venía buscando una salida, y la limaza se dijo que debía tener la calentura. Al compararse con la hormiga, preguntose qué era ella si el león era el rey de las selvas. Y mientras así discurría, vio avanzar con torpes movimientos un escarabajo.

—Éste debe ser el elefante, el más colosal de los animales. ¿Qué soy yo entonces, pues su volumen no llega al mío? Me convenzo de que soy un ser extraordinario. Fiero es el león, fiero el elefante y estoy cerca de ellos y no tiemblo. ¡Qué lucha tan terrible se trabará entre esas feroces bestias! Preparémonos a presenciarla.

En efecto, el escarabajo pasó al lado de la hormiga, y ésta cerca de aquél, y uno y otro siguieron su camino sin que hubiese nada, emprendiendo de nuevo el suyo la limaza. Encontrose con un gusano que tomó por serpiente boa; atravesó nuevas tierras y nuevos ríos; y por último, topó otra vez con el troncho de col y después con la juntura de los dos ladrillos, que tomó por el Tajo, que así como había marcado el principio, marcaba el término de su viaje.

—¡He dado la vuelta al mundo! exclamó llena de vanidad. Hubiera deseado ver un pozo, pues recuerdo que un día el señor maestro dijo riendo a uno de sus alumnos que el mar era un pozo grande; pero los pozos deben ser tan pequeños que escapan a mi grandeza.

Dicho esto comenzó a descender; metiose en su escondrijo, y la vanidad la hinchó tanto, que cuando quiso salir de él no pudo y murió de vanidad.


No tendría el tonto precio
si se pagara lo necio,
mas como no vale nada
la necedad sólo enfada,
o bien merece desprecio.

Ser presuntuoso es un vicio
que a muchos saca de quicio:
huye de ser presuntuoso
que huirás de hacer el oso,
y a más de perder el juicio.

Un día de libertad

Ocho años tenía Luisito, niño moreno, de ojos como nueces, cabello rizado, en cuyo peinado ponía grande esmero su mamá, que le quería como sólo saben querer las madres; y Luisito a veces abusaba algo del cariño maternal, cosa que no deben hacer los niños. Nada le faltaba, a no ser que el criado no le acompañara cuando iba a la escuela, pues al pasar por la calle sus ojos se clavaban en los niños menos dichosos que él, que por ellas vagaban y hubiera deseado poder correr por la ciudad como ellos, sin que nadie le molestara con su vigilancia. Tanto creció el deseo, que un día aprovechó un descuido del criado para esconderse detrás de la puerta de una escalerilla; y transcurrido buen rato, asomó las narices a la calle, y al convencerse de que el criado se había ido, saltó a ella, echó la gorra en el aire y se dijo:

—¡Ya soy libre!

El bueno del criado estaba desesperado; pero Luisito, sin cuidarse de él, comenzó a recorrer las calles hasta que se detuvo delante de una frutera, compró una libra de peras y se las comió murmurando:

—¡Qué ricas están! ¡En mi casa sólo me permiten comer una! ¡Qué tiranía!

Luego jugó con otros niños; y todo marchaba perfectamente, y Luisito estaba tan contento que no comprendía cómo antes no había hecho su primera escapatoria. Como tenía algunos cuartos, compró un trompo; pero no era muy diestro en su manejo, y el trompo, en vez de bailar en el suelo, pegó un brinco y rompió uno de los vidrios de la tienda de un zapatero que salió con el tirapié. Corrió Luisito cayéndosele la gorra, y tras él echó el zapatero, quien no pudo alcanzarle; pero se quedó con la gorra, diciéndole mientras le amenazaba con el tirapié:

—¡Ah, tunante; lo que es la gorra no te la devuelvo sin que me pagues el vidrio!

Sin ella quedose Luisito, muy contrariado y más cansado; y como se había atracado de peras y la larga carrera le había descompuesto el estómago, éste no se aquietó hasta que el niño hubo echado cuanto tenía en su cuerpo, con tan poco tino que manchó las sayas de una criada que volvía de la compra; y como fuese poco sufrida, cogió del cesto lo primero que le vino a mano, que era harina que llevaba envuelta en un papel, y tirola a la cabeza de Luisito, cuyos negros cabellos y moreno rostro quedaron como buñuelo cubierto de azúcar. Los niños que pasaban por la calle se echaron a reír y a cantar:


El señor de la tahona
se ha empolvado su persona.
¡Qué blanco va!
¡Qué lindo está!
 

Luisito procuró escurrirse, pero sin lograrlo, pues nuevos niños se unieron a los primeros, formaron la rueda a su alrededor y comenzaron a dar vueltas cantando a compás:


Un señor enharinado
sentó plaza de soldado,
y por ser gran caballero
destináronle a ranchero.
 

La aparición de un municipal al extremo de la calle puso término a la broma; y Luisito se fue como los demás, pero por distinto lado, pues también temía al municipal, porque se le había ocurrido que había cometido una falta escapando del criado; y en vez de repararla volviendo a su casa, la agravó perseverando en ella. A la hora de comer pareciole que el estómago le preguntaba si estaba puesta la mesa; y el niño rascose la cabeza, de la que había quitado parte de la harina, pues toda no le había sido posible; y no supo qué contestarle, porque había gastado los pocos cuartos que tenía y ni siquiera le quedaban para comprar un panecillo. Parece que le entraron ganas de llorar al recordar el blanco pan, los bien aderezados manjares y los cuidados de su mamá, que entonces apreció; pero temió volver a su casa y comenzó a dar vueltas por las calles, muy cabizbajo y como perro vagabundo que no sabe a dónde va, pero sí a lo que va: en busca de un hueso que roer. Se detuvo delante de un tenducho donde vio tajadas de bacalao frito, sardinas y otros comestibles en platos de dudosa limpieza, y los ojos se le quedaron fijos en ellos, diciéndose que con gusto se comería todas las tajadas, por más que en su casa le hiciese ascos el bacalao; y mientras en esto pensaba, un perrillo que estaba echado en una silla de la tienda comenzó a gruñirle; y Luisito, muy enfadado, le hizo una mueca e imitó el gruñido del perro, que saltó de la silla, armando gran alboroto de ladridos, y le embistió. Otra vez el niño echó a correr; y como el perro estuviese a punto de alcanzarle, se amparó detrás de una mujer que por la acera pasaba llevando una cesta con huevos; la que, como se viese el perro encima, valiose como arma de la cesta dando con ella en los hocicos al perrillo, que con la misma rapidez que embistiera escapó lanzando quejumbrosos gruñidos. Pero mientras tanto los huevos se habían estrellado formando una colosal tortilla encima de las piedras. Libre del perro, volviose la mujer hacia el niño, y un: —¡Ah pillo!— lanzado con mucha cólera, indicó a Luisito que era ocasión de volver a huir, como así lo hizo; mas no con tanta presteza que no le alcanzara un huevo que a modo de proyectil disparole la mujer. Diole en mitad del cogote, y de él tuvo noticia por el golpe y por la clara y la yema que comenzaron a escurrirse por su espinazo, entre piel y camisa.

Esta vez Luisito echó a llorar a lágrima viva, pero sin cesar de correr. Metiose en una escalerilla muy oscura, temeroso de aquella mujer, y sentose en uno de los escalones. Pensando en su casa y en sus padres pasose algún tiempo, hasta que vio una cosa que se movía encima de su pierna; y al notar que era un escarabajo y que de ellos estaba llena la escalera por ser la casa muy húmeda, bajola con tanto apresuramiento que por poco se cae. Al salir a la calle vio al otro extremo a la mujer que estaba hablando a un municipal, contándole sin duda lo ocurrido; y no fue lo peor que él la viera, sino que ella viera a Luisito, pues con paso apresurado se dirigió hacia donde estaba seguida del municipal. No les esperó el niño, porque el miedo puso alas a sus pies, y a pesar de los escarabajos volvió a subir la escalera, no parando hasta el tejado, cuya puerta encontró abierta. Por fortuna suya era aquél plano y de ladrillo, porque a ser inclinado y de tejas hubiera sido fácil que resbalara y fuera a morir estrellado en mitad de la calle.

Creyose salvado; pero como al poco rato oyese ruido de pasos y voces, se apoderó de él un miedo cerval; y buscando por dónde escapar, no halló otro medio que meterse en una ancha chimenea, a tiempo que el municipal y la mujer penetraban en el tejado. Vieron las manos de Luisito, que le servían para sostenerse agarrado a los bordes de la chimenea, y como dijese el municipal: —Allí está: veo sus manos, las retiró instintivamente; lo que equivale a decir que bajó por el cañón de la chimenea y cayó encima de una cazuela, haciéndola mil pedazos, que una vieja se disponía a poner en un fogón. Lanzó agudos gritos Luisito y terribles chillidos la vieja, a los cuales se alborotó toda la vecindad. Afirmaba aquélla que una bestia extraña y muy negra se le había metido en casa. Espantáronse los vecinos y acudieron unos con palos y otros con escopetas para matar aquella bestia feroz; pero afortunadamente llegó a tiempo el municipal, quien les enteró de lo que pasaba; mas por lo que pudiera suceder, entraron todos muy prevenidos y el municipal delante, con el sable desenvainado, y encontraron al niño cubierto de hollín que hacía resaltar más la blancura de la harina que le había quedado en los cabellos, con los vestidos desgarrados y llorando a lágrima viva. La mujer de los huevos quería pegarle; la vieja, reclamaba el valor de la cazuela y los vecinos decían que era necesario dar una paliza a aquel ladrón.

—¡No soy ladrón! ¡No soy ladrón! exclamó Luisito avergonzado, al oír que por tal le tomaban. El municipal contuvo a todos e interrogó al niño, que dijo el nombre de sus padres y dio las señas de su casa contando su escapatoria.

—Nos engaña, gritaron. ¡Es un pillete! ¡Un bribón!

—Digo la verdad, sollozaba Luisito.

—Ahora lo sabremos, dijo el municipal. Le acompañaré a la casa cuyas señas me ha dado.

Salieron de la habitación de la vieja; bajaron la escalera y al llegar a la calle se encontraron con mucha gente atraída por el alboroto. Echaron a andar, el municipal y Luisito delante y detrás muchos hombres, mujeres y niños, cuyo número iba a cada paso en aumento. Llegaron a la casa y Luisito entró cabizbajo; y cuando estuvo en presencia de su madre, que se hallaba muy inquieta, echose a sus pies y llorando le pidió perdón. La mamá ordenó al criado que pagara lo que valían los huevos y la cazuela; y cuando estuvieron solos, dispuso que metieran a Luisito en un baño y le limpiaran, en lo cual se emplearon cuatro libras de jabón, pues entre blanco de la harina, amarillo del huevo y negro del hollín, no había por dónde cogerle. Parece que el niño escarmentó, pues estuvo todo el resto del día muy pensativo y por la noche soñó que le metían en un costal de harina, le freían en tortilla y que, al mismo tiempo, era el carbón que servía para freírle; y a la mañana siguiente, después de haber dado los buenos días y besado la mano a su madre, le dijo:

—Mamá, ya se me han acabado las ganas de correr solo por las calles y de desobedecer tus órdenes.

La muñeca

Enriqueta estaba loca de contento pues había llegado el instante, para ella tan deseado, de ir a la quinta de los Rosales, situada en una preciosa campiña que tenía por perspectiva verdes montañas y a corta distancia un riachuelo que se deslizaba dulce y tranquilamente sobre un lecho de rocas, debajo de las cuales se guarecían algunos peces, muy poco amables por cierto, pues no se dejaban ver por Enriqueta y se ocultaban en cuanto la morenita cara de la niña se reflejaba en las aguas. Gustaba mucho de las flores, de los árboles, de correr y jugar por el verde prado tachonado de amapolas. La niña gozaba en el campo y respiraba con fruición el aire embalsamado. Llena de júbilo subió al carruaje, tomando asiento al lado de sus padres; cuando divisó la quinta lanzó gritos de alegría; y apenas hubo puesto los pies en el suelo, hubiera comenzado a saltar si su mamá no la hubiese obligado a estarse quieta para descansar de las fatigas del viaje.

Al día siguiente fuese a recorrer el jardín y a visitar los rosales que daban nombre a la quinta, cuyas flores eran sus queriditas amigas; por la tarde dio una vuelta por el prado y llegose al riachuelo; pero los ariscos peces se escondieron y sólo logró ver la cola de uno al meterse debajo de una piedra.

Los días se asemejaban para Enriqueta, aunque nunca fuesen iguales, pues los incidentes siempre variaban. Ya descubría un nido oculto en un matorral y con júbilo participaba el hallazgo a su papá, que le recordaba que los nidos debían ser respetados por los niños y que era crueldad robar a una madre sus hijitos; ya la entusiasmaba el vuelo de las mariposas, el canto de las aves, la fruta que colgaba de los árboles, de la cual sólo comía con permiso de sus padres para evitar que la dañara; ya lograba sorprender a los peces del arroyuelo y verlos hasta que se ocultaran; y todo esto constituía otras tantas emociones para Enriqueta.

Cierta tarde volvió a su casa e hizo un mohín al entrar. Su madre lo notó y preguntole:

—¿Qué te ha pasado?

Enriqueta parecía una mujercita en el hablar y contestó con desenfado:

—He visto un niño sucio; muy sucio.

—¿Te ha disgustado?

—Sí, mamá.

—Eso prueba que eres aseada, cualidad que nunca deben perder las niñas.

—No sé, añadió Enriqueta, porque todos los niños no han de vestir trajes limpios como el mío.

La madre miró a su hija, y después de haberla observado un instante, le preguntó:

—¿El niño tenía la cara sucia o los vestidos?

—Los vestidos.

—¿Éstos serían viejos?

—Muy viejos, mamá. Estaban más echados a perder que los trapos de cocina. ¡Yo no sé por qué los niños no han de llevar vestidos nuevos!

La madre no contestó. La mañana siguiente acompañó a Enriqueta. Al poco rato vieron una mujer que llevaba en brazos un niño de apariencia enfermiza, cubierto de harapos.

—Mamá, dijo Enriqueta, vámonos de aquí.

—¿Por qué quieres irte?

—Porque viene aquella mujer con el niño sucio.

—Nos marcharemos después, Enriqueta.

La mujer llegó delante del grupo que formaban madre e hija y saludó. La mamá de Enriqueta, que se llamaba Inés, devolvió el saludo y preguntó cariñosamente:

—¿Vive V. cerca?

—Sí, señora.

—¿Está enfermo su hijo?

—Muy enfermo. El señor médico me manda que le saque a paseo a la hora del sol, pero no mejora.

—¡Pobre angelito! murmuró Inés. ¿Quieres darme un beso?

Tomó el niño en sus brazos, con gran sorpresa de Enriqueta; le sentó sobre sus rodillas y le dio un beso en cada mejilla. Luego metió la mano en el bolsillo, sacó unos dulces y se los ofreció. Los cogió el niño y apenas si con una sombra de sonrisa pudo dar gracias. La madre volvió a tomar el niño y se alejó. En cuanto estuvo algo distante, exclamó Enriqueta:

—Mamá; ¡te habrá ensuciado el vestido!

—No, hija mía. Tú has confundido la pobreza con la falta de aseo. Sus vestidos son pobres, pero aseados.

—¿Cómo le has besado? ¿Por qué le has dado dulces?

—Porque las buenas acciones lo mismo consisten en besos que en dádivas, y porque el que da a los pobres, da a Dios.

Enriqueta inclinó la cabeza. Su madre no insistió. Al llegar a su casa enterose de quién era aquella mujer y supo que era tan honrada y laboriosa como desdichada, pues había perdido a su marido y estaba enfermizo hacía tiempo su único hijo, de manera que su cuidado la impedía dedicarse al trabajo. Por fortuna suya, los vecinos habían tenido noticia de su triste situación y procuraban aliviarla en lo posible. Inés ordenó que prepararan una cesta con comestibles, y fuese con Enriqueta a casa de la viuda. La morada era muy mísera, pero limpia. En un rincón había una cuna donde dormía el niño, mientras la madre se ocupaba en disponer la cena, que consistía en legumbres hervidas. Al ver entrar a Inés, la viuda exclamó:

—¡Ah, señora! ¡Dios la bendiga a V. por dignarse visitar mi casa.

Inés puso sobre un banco la cesta y contuvo las muestras de gratitud de la viuda, que con lágrimas no cesaba de darle las gracias. Enriqueta estaba mirando a aquella mujer y al niño, que despertó y abrió los ojos. Enriqueta se acercó a la cama y le besó. Al salir le preguntó su madre:

—¿Por qué has besado al niño?

—Porque recuerdo que V. me dijo que las buenas acciones lo mismo consisten en besos que en dádivas y que el que da a los pobres da a Dios.

—Mientras Dios te recompensa, yo te devolveré duplicado el beso que has dado.

Inés besó repetidas veces con efusión a su hija.

Al llegar a su casa, Enriqueta encontrose con una agradable sorpresa, consistente en una muñeca que le ofreció su padre. Tirando de un cordón de seda decía «papá», «mamá»; sus ojos se abrían y cerraban y movía la cabeza. Su cabello era rubio, y la niña se propuso peinarla todos los días y confeccionarla vestidos nuevos; la hizo dormir, y como tardara en conciliar el sueño, la riñó. Besola luego para que no llorara. La sentó a su lado a la mesa, la dio de comer y quiso que bebiera, y al acostarse la metió en su camita. Cuando fueron a ver a la viuda llevose la muñeca, de la que no podía separarse un momento. El niño estaba en brazos de su madre, recostada la cabecita sobre el hombro de la que le había dado la vida. El sello de tristeza era más intenso y bastaba mirar a la infeliz viuda para comprender que había llorado.

—Ánimo, amiga mía, le dijo Inés; Dios es misericordioso.

—¡Bendito sea! murmuró la pobre mujer: no ceso de rogarle que devuelva la salud a mi Luisito.

—¿Cómo sigue?

—¡No mejora! dijo con voz apenas perceptible la viuda.

—Parece que está bastante animado.

—No ha levantado en todo el día la cabeza, que tiene pegada a la mía.

—Pues ahora la tiene erguida y los ojos muy abiertos.

Así era. La viuda siguió la mirada de su hijo y una nube de tristeza oscureció su frente. Luisito tenía la vista clavada en la muñeca de Enriqueta. Aquel precioso juguete parecía devolverle la vida; pero ¡pobre niño! al irse Enriqueta se llevaría la muñeca y entonces el disgusto aumentaría su postración.

Inés comprendió lo que significaba la tristeza de la viuda y qué era lo que mantenía una vaga sonrisa en los labios de Luisito, y dijo a Enriqueta:

—Hija mía, ¿no es verdad que es muy linda la muñeca?

—Sí, mamá; muy hermosa, muy linda.

—Pero más lindas y hermosas son las niñas que hacen una buena acción. Luisito está muy triste.

—Sí mamá; yo desearía devolverle la alegría, porque le quiero.

—Devolverle la alegría equivaldría a devolverle la salud, y tú puedes contribuir a que la recobre.

—¿Cómo, mamá?

—¿No has notado que al poco rato de estar nosotras aquí ha levantado la cabeza?

—Es verdad.

—Parece que quiere sonreír.

—Pero no acaba de decidirse.

—¿Quieres que sonría?

—Sí, mamá.

Inés cogió la muñeca y la presentó a Luisito, que extendió las manos, agitó los pies y lanzó una exclamación de alegría.

—Ahora, añadió Inés, si quieres que cese de sonreír, vuelve a tomarle la muñeca. Ella puede contribuir a que recobre la salud.

—Quiero mucho la muñeca, mamá, pero prefiero que Luisito recobre la salud.

—¡Ah, señora!… ¡Señora! balbuceó la pobre viuda. ¡Dios las bendiga!

Enriqueta pensó mucho en la muñeca durante el resto del día, pero no se arrepintió de haberla dado a Luisito. Hemos de confesar que se durmió pensando en ella. Al despertarla un beso de su madre, la niña le dijo:

—Mamá: he soñado que la muñeca venía a visitarme con muchas amiguitas suyas, que hablaban como nosotras. ¡Qué sueños tan agradables he tenido!

—Hija mía, le contestó Inés; cuando las niñas son buenas, los ángeles velan su sueño; cuando son malas, los ángeles lloran. Tú eres buena: diste ayer tu muñeca a Luisito, y los ángeles, que todo lo ven y lo oyen, no se han apartado del lado de tu camita.

—¿Iremos a ver al enfermo?

—Sí.

Luisito mejoró y a los pocos días volvió a reaparecer el color en sus mejillas, que fue para la viuda lo que la aurora para el firmamento, pues desvaneció muchas nubes de tristeza. Inés la tomó a su servicio; y cuando la agradecida mujer contaba a quien quería oírla lo que por ella había hecho tan bondadosa señora y relataba cómo Enriqueta contribuyó a la curación de su hijo dándole la muñeca, la niña exclamaba:

—Quien ha ganado soy yo, porque quien da a los pobres, da a Dios, y con una muñeca logré ganarme el corazón de V. y el de Luisito.

Al oír estas palabras la madre de Luisito juntaba las manos y exclamaba con toda la efusión de su alma:

—¡A su mamá y a V. pertenecen, señorita Enriqueta!

El mosquito

En un país donde nunca hacía frío ni jamás era excesivo el calor, siendo constante la primavera, reinaba un príncipe muy bueno, que por serlo era amado de su pueblo. Tuvo este príncipe un hijo, y al saberse la noticia tocaron las campanas de todas las aldeas, la gente se puso los vestidos domingueros, se adornaron los balcones con tapices y damascos y los más pobres colgaron los cubre-camas menos deteriorados, ya que no tenían cosa mejor con que demostrar su alegría; y si por la noche no hubo iluminaciones, debiose a que entonces no se violentaban las leyes de la naturaleza y se dedicaba la noche al descanso y el día al trabajo, con lo cual era perfecta la salud de todos, tanto que era cosa rara morir de enfermedad, pues allí se moría de vejez. Como aquel príncipe protegía mucho la agricultura y tenía prohibido molestar a los pájaros, también las flores, las aves y los insectos quisieron demostrar su contento: las rosas y las azucenas dieron sus más tiernas y olorosas hojas para llenar el colchón que con destino a la cama tejieron los gusanos de seda y cubrieron de caprichosos dibujos las hormigas, tarea que se les encomendó por ser muy laboriosas y que desempeñaron sirviéndoles de pinceles sus antenas cubiertas de polen, que gustosas les habían proporcionado las flores; las mariposas se recortaron las alas y las abejas unieron con miel los pedazos, formando los pañales del recién nacido; los pájaros descolgaron una telaraña muy grande que estaba en lo más alto de un roble, pidieron a cada flor una gotita de néctar para lavarla y al sol sus más hermosos rayos para teñirla, y formaron el pabellón de la cuna; y, por último, los mosquitos acordaron tener siempre uno de guardia alrededor de ella para avisar a los demás que en aquella cuna estaba el hijo del príncipe y no le molestaran con sus zumbidos ni con sus picadas. El día del bautizo, el príncipe hizo muchas limosnas, pues se dijo que las oraciones de los pobres atraerían la bendición de Dios sobre el recién nacido.

Cuidó el príncipe con mucho esmero de la educación de su hijo, deseoso de que fuera un padre para sus pueblos; pero como la lisonja es muy sutil y muy traidora, tanto que por todas partes se mete, tomando diversas formas por no ser conocida, en particular la de la modestia; fue el caso que a medida que el principito iba creciendo en años, también iba creciendo en vanidad y orgullo, porque los cortesanos le hicieron creer que era el más guapo, el más sabio, el más fuerte, el más audaz y el más bueno de todos sus contemporáneos. No era feo, pero tampoco era extraordinaria su hermosura; no era tonto, pero su edad no le permitía ser sabio; la fuerza era nominal, como la audacia; pero en cambio su bondad era real, si bien la deslucía el orgullo, que es tan negro y pestilencial que una gota basta para convertir en cenagosa el agua más cristalina. Compadecía los males ajenos y procuraba remediarlos y hacía limosna a los pobres. En cierta ocasión vio a una mujer anegada en llanto, y al saber que su desesperación procedía de que eran tantos sus males como escasos los bienes, diole unas cuantas monedas de oro que llevaba en el bolsillo; y casi se arrepintió de habérselas dado, porque la pobre no le dijo, como los cortesanos, que era muy hermoso y sabio; pero en cambio le llenó de bendiciones, que valen más que frases aduladoras.

Fue el caso que, ya crecido el principito, resolvió su padre completar su educación; y consultados los cortesanos, éstos le dijeron que era conveniente recibiera lecciones de una águila, porque el águila es la reina de las aves, remonta su vuelo hasta el sol y tiene bajo su mirada a todos los demás seres y a la naturaleza entera; siendo, por lo tanto, muy conveniente que en su ejemplo se inspirara el que estaba llamado a reinar. Creyó el padre a pies juntillas lo que le decían y aceptó por bueno el consejo; y como en una montaña muy alta que había a poca distancia, anidaba una águila muy poderosa, resolvió que allí fuera el principito, a quien casi ya podemos llamar joven, avisando antes al águila y poniéndose con ella de acuerdo por medio de los halconeros de palacio, por ser gente muy entendida en todo lo que a aves se refiere.

Como había que atravesar un bosque, dispuso el príncipe que algunos cortesanos acompañaran a su hijo; pero éste les ordenó, en cuanto estuvieron lejos de la población, que se volvieran, pues quería poner a prueba la fuerza y la audacia que en tan alto grado poseía, según le habían repetido mil veces; añadiendo que con su ingenio sabría salirse de todos sus peligros y hacer frente a los contratiempos. Los cortesanos intentaron oponerse a tal resolución, porque sabían que era de mentirijillas aquello de fuerza, audacia y sabiduría, y temían las consecuencias de un mal paso; pero por lo mismo que habían hecho creer al principito que a todos aventajaba y a todos era superior, dirigioles tan colérica mirada, que se apresuraron a retroceder y entraron cabizbajos en palacio. Motivo para ello tenían, pues el príncipe enfadose mucho al saber que habían abandonado a su hijo, y en castigo mandó encerrarles en un calabozo, teniéndoles a pan y agua hasta que hubiese vuelto. Mientras tanto el joven se había metido en el bosque; y al hallarse solo, apoyó la mano en el puño del espadín, y moviendo la otra exclamó con aire de valentón:

—¿Quién me toca a mí?

Un gallo que le oyó, cantó:

—¡El que está aquí!

El principito no pudo evitar cierto estremecimiento, porque nunca había oído el canto del gallo silvestre; pero se repuso y gritó:

—¡A que no saldrá!

—¡Ya se verá! ¡Ya se verá! cantó la perdiz.

Esta vez tuvo miedo; miró a su alrededor y pareciole oír otra voz que le decía:

—¡Echa a correr! ¡Echa a correr! ¡Echa a correr!


Era una codorniz la que con su canto tales palabras asemejaba. El principito salió escapado y no se detuvo hasta que le faltó el aliento, cosa que se explica, pues todos los gallos, perdices y codornices se pusieron a alborotar a un tiempo; sirviéndoles de coro las demás aves, de tiples los grillos y marcando el compás millares de millones de mosquitos con sus zumbidos; todo lo cual prueba que debían estar enterados de los defectos del hijo del príncipe. Se detuvo cuando ya no pudo correr más, y sentose o dejose caer, que esto no está bien averiguado, si bien se supone fue lo último; sirviéndole de silla una piedra, que a orillas de un recodo que formaba el agua de un arroyo, había. Como se había restablecido la calma, el reposo devolviola al principito; y pasado el miedo volvió a las andadas, y como se viese en el agua, exclamó:

—Verdaderamente soy hermoso y no hay blancura como la de mi cara.

—Más blanco soy yo, le dijo un lirio que cerca del agua crecía.

El joven indignado arrancó el lirio, lo tiró en el suelo y lo pisoteó exclamando:

—¡Ahora verás si eres más blanco!

Con tanta furia pateaba la hermosa flor, que se le fue el pie y cayó; y entonces las ranas, que lo habían presenciado todo y estaban enfadadas por la destrucción del lirio que adornaba las orillas de su morada, salieron del agua y comenzaron a saltar encima del caído, llenándole de agua y fango, cara, manos y vestidos; repitiendo:

—¡Feo! ¡Feo! ¡Feo!

Levantose como pudo; y muy indignado cogió un palo resuelto a castigar a las ranas, y comenzó a descargar fuertes golpes en el agua, sin lograr otra cosa que remojarse de lo lindo; mientras las ranas, ocultas entre los juncos, hay quien supone le hacían esos gestos que nunca hacen los niños bien educados, y que consisten en poner una mano a continuación de la otra y en las narices el dedo pulgar de la derecha, moviéndolos todos. Fuese muy satisfecho, pero despeinado y sucio. Mientras andaba, murmuraba:

—No hay color tan sonrosado como el de mis mejillas.

—¡Más sonrosado es el mío! le dijo una rosa.

El joven la arrancó para castigarla, pero lo hizo con tanta violencia que se clavó las espinas en las manos y de las heridas le salió mucha sangre. No escarmentado aún, repitió:

—No hay color tan rojo como el de mis labios.

—¡Más rojo soy yo! le contestó un clavel.

Iba a hacer con el clavel lo que con el lirio y con la rosa, pero de una choza que había al lado, salió un niño gritando:

—No arranques mis flores.

El principito no hizo caso de la advertencia; el niño defendió su clavellina y aquél le dio un bofetón. Echose el otro a llorar; acudió el padre con un palo y el príncipe sacó el espadín, pero de nada le sirvió, pues quedó roto en dos al primer golpe; y si no echa a correr, hubiera salido con las espaldas calientes. A los gritos del padre siguieron ladridos de perros, y por sus aullidos perseguido, no se detuvo hasta llegar frente a la puerta de una choza, a la que llamó; y cuando hubieron abierto, dijo a una vieja:

—Dáme inmediatamente de comer:

La vieja, que estaba hilando, paró el huso y se quedó mirando al joven, sorprendida de su tono insolente; mas como los cortesanos le habían dicho que tanta era la dignidad de su persona, que todos reconocían en él un príncipe aunque nunca le hubiesen visto, impacientole la tardanza y golpeó con fuerza la mesa repitiendo la orden; pero fue el caso que sobre aquélla dormitaba un gato, que despertó azorado y pegó un bote, yendo a parar sobre el pecho del joven, en cuyos vestidos clavó las uñas y los desgarró; al mimo tiempo que la vieja se levantaba y con la rueca en alto dirigiose hacia él en actitud tan amenazadora, que no tuvo por conveniente esperarla; y otra vez se salvó valiéndole la ligereza de sus piernas, cualidad que los cortesanos no habían ponderado, pero que era muy efectiva. Se le vino encima la noche y se encontró solo en el bosque con mucha hambre y más miedo, y por temor a las alimañas subiose a un árbol, donde estuvo seguro, pero sin poder dormir, pues de intentarlo hubiera perdido el equilibrio con riesgo de desnucarse al caer. En cambio tuvo espacio para sus pensamientos; y recordando lo que le había sucedido, comenzó a poner en duda fuera verdad lo que los cortesanos le afirmaban y sospechó que no era tan hermoso, tan sabio, tan audaz y tan fuerte como le habían dado a entender.

Cuando amaneció bajó del árbol, pero no sin que el roce con el tronco y con las ramas hubiese desgarrado su vestido, que con las manchas, los rotos y los descosidos quedó convertido en un pingo. Vio cerca el picacho de la montaña donde anidaba el águila, y sacando fuerzas de flaqueza llegó hasta lo más alto, diciéndose que allí encontraría abundante comida, puesto que los halconeros se habían puesto de acuerdo con la reina de las aves; pero el águila, al verle tan estropeado y sucio, le recibió con ademán amenazador; y por más que él afirmase que era el hijo del príncipe, le replicó que era un solemne embustero a quien iba a castigar por su audacia; y al decir esto encogió las garras, abrió el pico y levantó el vuelo para caer con más fuerza sobre el joven, que se consideró perdido y comenzó a lamentarse amargamente de haber dado crédito a los aduladores.

—Yo soy la reina de las aves, chilló el águila; nada resiste a mi poder; el león no es para mí enemigo invencible y tengo a mis pies todo lo creado.

—Ésa es tan orgullosa como tú, dijo una voz, débil como un zumbido, que resonó pegada al oído del príncipe.

Volvió éste la cabeza y vio el mosquito que había velado junto a su cuna para que sus compañeros no le molestaran. Al mismo tiempo azotó su rostro un fuerte viento producido por el aleteo del águila. El mosquito añadió:

—No temas, y aprende.

Dicho esto voló hacia el águila y le clavó el aguijón en uno de los ojos. El águila lanzó un espantoso chillido y se revolvió furiosa contra su enemigo, que por evitar el atropellado movimiento de los párpados se metió dentro de uno de los agujeros de la nariz del ave y comenzó a picarla, con lo cual ella principió a estornudar y a dar vueltas como loca, pegándose fuertes zarpazos en el pico sin lograr otra cosa que ensangrentarse. Cuando la tuvo rendida por el cansancio, el mosquito le dijo:

—¿Pactemos?

—¿Qué quieres?

—Que te estés quieta mientras este joven se marcha.

—Convenido.

—Vete, dijo el mosquito al príncipe, y no olvides las lecciones que has recibido.

El joven apresurose a bajar la montaña, proponiéndose no volver a abrir los oídos a los aduladores y recordar siempre que él, tan orgulloso que se creía superior a todos, debía la vida a un mosquito, que había dominado a la más fuerte de las aves; lo que probaba que no hay ser despreciable en este mundo, y que si los grandes merecen ser considerados, también merecen serlo los pequeños. Sumido en sus pensamientos llegó a la puerta de una cabaña, y deteniéndose a la entrada, preguntó:

—¿Quieren hacer el favor de permitirme descansar y darme algo que comer?

Una mujer que estaba dentro le contestó afirmativamente después de haberle estado mirando con atención; cubrió la mesa con pobres, pero blancos manteles, y sirviole una sopa y unas patatas sazonadas con manteca, que era cuanto tenía, dándole después nueces e higos secos. Comió el joven con mucho apetito y luego la buena mujer le dio agua para que se lavase; y como traía el vestido hecho jirones, le obligó a ponerse otro de su hijo, que en aquel momento estaba trabajando en el campo. El príncipe supuso que la mujer le había conocido y le preguntó:

—¿Sabes quién soy?

—Sólo sé que una vez te compadeciste de mí porque lloraba abrumada por mis penas, y me socorriste dándome unas cuantas monedas de oro que me libraron de la miseria. Te he conocido por tus buenas obras, y doy gracias a Dios porque me ha permitido demostrarte mi gratitud por tu buena acción.

El joven permaneció callado. Al poco rato se dispuso a salir, y al llegar a la puerta vio venir una lujosa comitiva que su padre había enviado en su busca. Sorprendida quedó la mujer al saber que había albergado el hijo del príncipe reinante, como admirados quedaron los otros al verle en aquel traje, que no quiso cambiar, empeñándose en ir con él a palacio, donde fue recibido con grandes muestras de alegría por sus padres. Diose orden de poner en libertad a los cortesanos, pero cuando se le presentaron les dijo el hijo del príncipe:

—Me he convencido de que al hombre sólo se le conoce y se le aprecia por sus buenas obras. Como las vuestras han sido malas, pues me habéis estado engañando adulándome, idos y os prohíbo volváis a poner los pies en palacio.

Los cortesanos se marcharon muy mustios; el príncipe metió en su guarda-ropa el traje que le había dado la mujer de la choza, a la que recompensó con esplendidez; y siempre que se sentía tentado por el orgullo recordaba lo que le había pasado en el bosque, la lucha del mosquito con el águila y las palabras que la mujer le había dicho, con lo cual se le pasaban los deseos de ser vanidoso. Cuando murió el príncipe su padre, él subió al trono, gobernó con mucho acierto y vivió muchos años feliz y dichoso.

Y aquí el cuento tiene fin;
¡colorado, colorín!

La perla

—Con fe y perseverancia, todo se alcanza.

Así decía un padre a sus hijos, hace de esto muchos años, tantos, que forman siglos; pero con ser tantos, lo dicho por aquel hombre, que por más señas era cardador de lana, ha llegado hasta nosotros, porque le escuchó un pajarito; éste se lo contó a sus hijos, y a los descendientes de éstos lo oímos narrar ha poco en el campo. Estaban ocultos varios pájaros entre las ramas de un plátano, en el que se habían refugiado porque el calor era extremado. Un gorrión, que mientras piaba saltaba de una a otra rama, sin estarse un momento quieto y moviendo la cabeza a todos lados, era el que charlaba y decía:

—El cardador de lana miraba al hablar a sus hijos, pero en particular a un niño de unos doce años, rubio, más encarnado que una de esas cerezas que con tanto placer pico a pesar de los espantajos que pone encima del árbol el hortelano; y el niño levantaba la cabeza y parecía dudar de lo que oía.

—¿Por qué dudaba? preguntó un jilguero, agitando el plumaje y alisándoselo luego con el pico.

—La razón es sencilla, contestó el gorrión. El pobre padre mostraba gran perseverancia en el trabajo, y como su laboriosidad apenas bastaba para dar de comer a sus hijos, no es de extrañar que el rubio pusiera en duda que con perseverancia todo se alcanza. Además, parece que en su mente había ese algo que hace que el águila se remonte a las regiones del sol; y como, según cuentan, las alas con que vuela el hombre son la inteligencia y la instrucción, y si él tenía la primera no podía proporcionarse la segunda, porque su padre no contaba con recursos, el niño se desesperaba y ponía en duda que la perseverancia sirviera para cosa buena.

—También sé algo de esa historia, dijo la paloma. El niño no se acostaba ni se levantaba sin rezar y pedir a Dios, por la intercesión de la Virgen Santísima, que le protegiera; y yo vi muchas veces a su Ángel Guardián subir al cielo sirviéndole por la noche de escala un rayo de luna, y de sol al amanecer, llevando entre sus plegadas alas las plegarias del niño.

—Ahora me toca hablar a mí, dijo la golondrina, que dio vueltas alrededor del árbol mientras estuvo hablando. Uno de mis antepasados llegó cierta primavera a las costas de esta tierra procedente de las de África. La travesía había sido penosa, porque no siempre los vientos fueron favorables. Para descansar, las golondrinas de la bandada viéronse muchas veces obligadas a meter la punta de una de las alas en el agua, manteniendo la otra desplegada a modo de vela para que el aire las empujara. Al llegar a la costa, todas estaban rendidas, y mi antecesora cayó sin fuerzas al lado del niño. Lejos de atormentarla, la cogió cariñosamente, colocola en la palma de su mano y así la tuvo expuesta al sol para que a su calor recobrara las fuerzas. Cuando se hubo repuesto, cantó de alegría, tendió las alas y levantó el vuelo; pero tuvo deseos de ver de nuevo a su protector, dirigiose al punto donde le había dejado y le halló dormido. Sus labios se movían como si hablara con alguien, pero no pudo entender lo que hablaba.

—Pues yo lo sé, chilló una gaviota, que desde el mar se había trasladado al árbol atraída por la cháchara de los otros pájaros. Lo que voy a contaros es una tradición de familia. Una de mis abuelas hundió la cabeza en las salobres aguas y con su pico cogió uno de esos pescados sin escama, de tan hermosos colores que parecía que el sol le había dado los más preciosos.

—Si no me matas, dijo el pez, mirando con sus grandes y redondos ojos a mi abuela, te contaré una cosa extraordinaria que he presenciado.

Mi abuela era curiosa, gustábanle los cuentos y admitió el pacto. Volvió a meter el pez dentro del agua, pero sin abrir el pico para que no se le escapara y la burlase, y aquél le narró lo siguiente:

—Vivo entre las rocas y tengo por vecina una ostra, que se quejaba hace días porque se le había metido entre las carnes un grano de arena que la molestaba mucho. Una tarde, a la hora del calor, me estaba metidito en mi escondrijo cuando se inflamaron las aguas, brillando una luz tan intensa que a su lado era oscuridad la del sol. Los peces más feroces quedaron deslumbrados y se volvieron tan mansos que los otros pasaban por entre los dientes de los tiburones sin que les mordieran, y los pequeñitos se refugiaron en las algas, pero asomando sus cabecitas para ver lo que pasaba. La luz era más viva donde yo estaba. Miré, y aunque tuve que apartar muchas veces los ojos porque quedé cegado, acostumbreme a aquel brillo y vi que la luz procedía de un Ángel que se deslizaba al fondo de las aguas llevando en brazos un niño dormido. A los reflejos del resplandor del Ángel, los peces eran carbunclos, las aguas oro, las algas corales y las rocas diamantes. Al llegar el Ángel delante del sitio donde estaba la ostra, se detuvo, se abrió aquélla y el Ángel dijo al niño, que veía a pesar de tener los ojos cerrados y oía a pesar de estar dormido:

—Mira: entre las carnes de la ostra deslizose un grano de arena, que es lo más pobre que tiene la naturaleza, pobre como tú lo eres; y mísera es la ostra comparada con los demás pobladores del mar, como mísero tú eres comparado a los grandes de la tierra. Sufrió la ostra, como tú sufres; pero tuvo perseverancia en el padecer, y el grano de arena se ha convertido en esa hermosa perla, que con tener origen tan humilde, está destinada a ser la admiración de los poderosos y del vulgo. Tú aventajas a la ostra porque estás dotado de inteligencia, lo que te permite tener fe, a más de perseverancia. Recuerda que el hombre es hijo de sus obras. Si tus obras son perlas, serás admirado aunque sea humilde tu origen.

Dicho esto, el Ángel se elevó, desapareciendo del mar; y como se extinguieron los resplandores que despedía, pareció que quedábamos sepultados en tinieblas más espesas que las de la noche, por más que brillase el sol en el horizonte.

Soltó la gaviota el pez, y al tender el vuelo vio un niño que debía ser el que bajó el Ángel al fondo del mar; y como tuviera deseos de saber a qué destinos estaba llamado, todos los días al amanecer pasaba volando cerca de la ventana de su casa, que no distaba mucho de la playa, y le veía contiguo a una mesa, estudiando con tanta perseverancia que demostraba no había olvidado las palabras que oyó al ver la ostra.

Creció el niño y se embarcó en Génova, que era donde vivía, y mi abuela siguió aquella nave y las demás en que se embarcó. Naufragó una vez después de un combate que su barco sostuvo con otro, y cuando estaba a punto de perecer, oyó que decía: —«Con fe y perseverancia, todo se alcanza»; y al mismo tiempo siguió luchando con las olas hasta llegar a la playa. Después fuese a tierras del interior, y como nosotros no podemos vivir lejos del mar, mi abuela le perdió de vista durante muchos años, hasta que al amanecer de cierto día de verano, vio salir tres buques de un puerto que los hombres llaman de Palos, y creyó reconocer al niño aquél en el anciano que mandaba las carabelas, cuya prematura vejez indicaba que muchas veces había debido recordar en los contratiempos y en las luchas de la vida, que con fe y perseverancia todo se alcanza, porque de no recordarlo hubiera desmayado en sus empresas. Mi antepasada quiso seguir los buques, pero tanto avanzaron mar adentro y tan lejos fueron, que se espantó y retrocedió. También se espantaron los marineros, pero la gaviota oyó que aquel hombre les decía: —Tengo fe y perseverancia. Adelante. —Ya os he narrado todo lo que sé, chilló la gaviota.

—Pues yo os contaré lo que falta, añadió una cotorra que se había escapado de la jaula donde la tenían sus dueños. Cuando todos vacilaban, el que mandaba las carabelas mostrábase confiado en Dios y perseverante; y un día, al amanecer, descubrió las tierras donde yo he nacido, que desde la Creación habían estado ocultas en la inmensidad del Océano.

—¿Qué nombre tienen esas tierras? preguntó el murciélago asomando la cabeza por entre las rendijas de un derruido paredón.

—Las Américas, y Cristóbal Colón aquel hombre, quien al saltar de la lancha se arrodilló para dar gracias a Dios y recordó que eran exactas las palabras del Ángel y de su padre: «Con fe y perseverancia, todo se alcanza.»

—Algo más sé yo, añadió el murciélago. Saltó uno de los míos de encima del escudo de armas de Barcelona para enterarse de lo que ocurría en la ciudad, pues tocaban las campanas, la gente corría alborozada y los reyes recibían a Cristóbal Colón obligándole a sentarse y cubrirse en su presencia. Posose el murciélago encima del escudo de la silla en que Colón se sentaba para estar más cerca de él, y parece que le oyó decir lo siguiente: —Humilde era mi origen, como humilde era el grano de arena que se metió en la ostra; pero sufriendo y perseverando, la arena se transformó en perla; como perseverando y sufriendo y puesta la confianza en Dios y en la Virgen, yo, hijo de un pobre cardador de lana, me siento y me cubro ante los reyes a quienes he dado un nuevo mundo.

—Recordaré la lección que de esto se desprende, dijo la cotorra, porque en la casa donde estoy, que es de gente rica y noble, hay un niño muy holgazán e infatuado que desprecia a los humildes; y yo he de repetirle que el pobre con su laboriosidad puede elevarse mucho, y que el hombre es hijo de sus obras.

Las cerezas

Juanito tenía diez años; unos ojos grandes como manzanas y negros como moras y labios semejantes a su fruta favorita, las cerezas. Era aficionado a ellas con locura, y con ser tantas las que pesaban en las ramas de un cerezo que había delante de su casa, llevaba la cuenta de ellas, comiéndose todos los días las que estaban más maduras, no sin que algunas veces, por falta de medida en el comer, que todo la requiere en este mundo, y por pecar de goloso, que es cosa fea como todo pecado, hallaba en éste la penitencia y lo purgaba con indigestiones. Cuando estaba en cama y a dieta, hacía formal propósito de enmienda, que duraba tanto como la indisposición, pues no tenía fuerza de voluntad bastante para abstenerse de lo que no le convenía.

Si las cerezas gustaban a Juanito, también gustaban a los gorriones; y como en el elegir la fruta sazonada son maestros los pájaros, abrían con su pico un agujero en las más maduras y azucaradas y se recreaban comiendo y bebiendo a un tiempo. Pero lo que era solaz para los gorriones, era desesperación para el niño, que se ponía furioso cada vez que al coger una cereza la hallaba picada; y aunque hubiesen dejado para él la mejor parte, no se consolaba, por más que los gorriones al picotear cantasen:


¡Qué rica está! ¡Pi, pi, pi!
Hay para ti y para mí.
 

—Ahora verás lo que hay para ti, decía Juanito echando espumarajos de rabia, sin tener en cuenta que los niños se ponen muy feos cuando tal hacen, porque la ira es cosa del infierno. Cogía piedras y las tiraba a los gorriones, acertándoles algunas veces; y cuando caían atontados, los remataba para que no volvieran a comerse sus cerezas. También tenía guerra declarada a los insectos, porque a veces encontraba en ellas algún gusanillo que las tomaba por morada; y cuando los veía en el suelo o en las hojas de las flores, los aplastaba, repitiendo lo que decía cuando mataba algún gorrión:

—De nada sirven, a no ser para hacer daño.

El tío Pedro, que cuando niño había recibido algunas lecciones del Sr. Cura, que le había enseñado a leer y a escribir inculcándole buenas máximas, observaba a Juanito que en este mundo todo tiene su destino y utilidad, desde el hombre al último insecto; pero Juanito se burlaba de él y continuaba apedreando a los gorriones. Fue el caso que éstos se dieron por ofendidos, con sobrado motivo; y como además de la ofensa había el constante peligro que corría su existencia, resolvieron emigrar, y así lo hicieron; con lo cual las langostas, que quedaron en completa libertad, pues que los gorriones no se las comían como antes, despacharon una emisaria a sus vecinas para noticiarlas que en aquella comarca no había gorriones; y a ella volaron todas, en tanto número que parecían nubes, pues llegaron a interceptar los rayos del sol, y se comieron los sembrados de los campos y de las huertas del padre de Juanito; pasando la familia un invierno muy rigoroso y con él algunos días de hambre, todo por no permitir a los pájaros picotear unas cuantas cerezas. Como el niño era testarudo, no quiso darse por convencido, pero hubo de ceder ante las reprensiones de su padre que le prohibió molestar a los gorriones. Mas éstos, escarmentados, no volvían. Un día el padre pudo proporcionarse uno que un amigo suyo, que vivía a algunas leguas de distancia, había cogido en el nido; se lo llevó a su casa, criole con tanto mimo que el pájaro hacía mil monadas, saltaba a la mesa y comía las migajas de pan que quedaban en los manteles y seguía, revoloteando, a los de la casa. Diéronle las cerezas más maduras, que el gorrión picoteaba con fruición; y cuando ya sus alas tuvieron bastante resistencia para sostenerle en el aire, el padre le sacó al campo y le dijo:

—Gorrioncito, gorrioncito: si me entiendes ve a donde están tus hermanitos y díles que aquí comerán tantas langostas como quieran y se refrescarán chupando el jugo de las cerezas.

Abrió luego la mano; el pájaro le dio dos picotazos en la palma sin duda para mostrar su gratitud y alegría, y luego tendió el vuelo piando:


¡Qué rica está! ¡Pi, pi, pi!
Si hay para mí, hay para ti.
 

Sus compañeros le recibieron con grandes muestras de alborozo porque le creían muerto; preguntáronle de dónde venía y contestoles que de una tierra donde había langostas en abundancia y muy ricas cerezas, invitándoles a ir a ella; pero como había en la bandada muchos gorriones viejos, disuadieron a los demás de su primer impulso, que fue volar hacia allí. Mas tanto insistió el emisario y tan grandes fueron las seguridades que les dio, que ordenaron le acompañara uno de los más viejos y listos para cerciorarse de si era exacto lo que decía. Llegaron al cerezo, no sin haberse atracado antes de langostas; y el gorrión viejo, si bien metió el pico en la fruta, no apartó los ojos de Juanito, pues recordaba una pedrada que antes de emigrar le había tirado estropeándole dos plumas de la cola; pero el niño se estuvo quieto, aunque de mala gana, recordando las órdenes de su padre; y los pájaros pudieron comer a su sabor, repitiendo, aunque con una variación:


¡Qué rica está! ¡Pi, pi, pi!
Hay para ti y para mí.
 

Fuéronse luego a dar aviso de lo que pasaba, y todos los gorriones levantaron acto seguido el vuelo y se fueron a los campos y a las huertas del padre de Juanito, dando tan buena cuenta de las langostas, que a los pocos días no quedaba ni una, pues las que salvaron la vida escaparon; con lo cual al año siguiente la cosecha fue muy abundante, gracias al sacrificio de unas cuantas cerezas. Pero como los gusanillos continuaban metiéndose en algunas, Juanito seguía matando insectos, ya que no gorriones, y repetía:

—De nada sirven, a no ser para dañar.

Ocurrió cierto día que la noche sorprendió a Juanito en el bosque, y oyó un aullido que parecía decirle:


¡Oh! ¡oh! ¡oh!
¡que me lo como yo!
 

El niño conoció la voz del lobo y echó a correr espantado; pero cada vez oía más cerca:


¡Oh! ¡oh! ¡oh!
¡que me lo como yo!
 

Juanito no cesaba de correr, pero con tan poco tino que acabó por extraviarse; y ya el aullido del lobo resonaba tan cerca de sus oídos que parecía que el aliento de la fiera humedecía su cogote, cuando vio una lucecilla; y creyendo que procedería de una casa, echó a correr en dirección a ella dando fuertes gritos. Llegó donde estaba la lucecita, que brillaba encima de la hoja de un rosal, y a los pocos pasos vio la casa. El lobo le tocaba los talones y repetía:


¡Oh! ¡oh! ¡oh!
¡que me lo como yo!
 


Un gorrión que estaba encima de una piedra, voló espantado y sin saber a dónde iba; y como la piedra difícilmente mantenía el equilibrio, lo perdió al volar el pájaro, rodó en el momento de pasar el lobo, que ya abría la boca para coger a Juanito, y cayó sobre el lomo de la fiera, que creyendo le daban caza, dio una vuelta y echó a correr en dirección contraria, aullando:


¡Hi! ¡hi! ¡hi!
¡que me comen a mí!
 

En aquel momento salía el padre de Juanito armado de una escopeta, y como era buen cazador alcanzó al lobo de un tiro dejándole muerto. Al ver los afilados dientes de la fiera, se estremeció el niño, porque tocaba de cerca el peligro que había corrido de ser destrozado por ellos; y como aún brillase la lucecita que le había guiado, se acercó al rosal y en una de las hojas vio un insecto, una luciérnaga, a la que debía la vida, además de debérsela al gorrión. Cuéntase que desde entonces ya no dijo que los gorriones y los insectos para nada servían y se restableció por completo la paz entre ellos y Juanito, aunque debiese pagarles como tributo algunas cerezas; y


¡Colorín colorado!
El cuento se ha acabado.
 

Las castañas

La familia de Juan Honrado estaba reunida alrededor del hogar donde se levantaba una hermosa llama y chisporroteaban, gimiendo antes al soltar los restos de savia, gruesos tizones que en abundancia proporcionaba el bosque. Juan era hombre de cincuenta años, fornido y robusto, que se dedicaba al cultivo de la tierra y a la felicidad de su familia, compuesta de su esposa, de nombre Concepción; de Perico, hermoso niño de doce años, y de Pablito, no menos bello, que contaba diez. Después de cenar en paz y gracia de Dios, habían rezado el rosario y luego comido unas cuantas castañas que se asaban en el rescoldo, alegrando a los niños su ¡pim! ¡pum! con que anunciaban que pronto estarían a punto, al mismo tiempo que hacían saltar la ceniza que las cubría, no sin que a veces molestara a Chelín, perro de caza que dormitaba apoyado el hocico en ambas patas, quien, en este caso, se limitaba a levantar una para sacudirse la ceniza de las narices, al mismo tiempo que abría un ojo para enterarse de lo que pasaba, volviendo a quedar a los pocos momentos cerrados los dos y él dormido.

El viento entraba por el cañón de la chimenea murmurando débilmente y se oía en el exterior un ruido pausado, que era el producido por una gran nevada; rumor que convidaba a extender las manos hacia la llama y a restregárselas después con fruición. Los niños, más que en el frío, pensaban en las castañas; y mientras las comían hubieran deseado adelantar el tiempo y que ya hubiese salido el sol del siguiente día, porque estaban en vísperas de Reyes, tenían preparados los zapatitos y anhelaban saber en qué consistirían los presentes de aquel año. Perico esperaba hallar un caballo de madera muy bonito, con cola y crines muy largas, y un carrito al que pudiese engancharlo; y no se atrevía a esperar más, porque sabía que es muy conveniente ser moderado hasta en el deseo por no sufrir después tristes desengaños. Su hermanito contaba hallar una pareja de bueyes de cartón y una carreta; además una escopeta de esas que disparan bolitas de papel a manera de balas; un trompo y otras cosas. Como Perico sabía que los presentes de los Santos Reyes Magos corresponden a la conducta de los niños, se daba por muy satisfecho con el caballito y el carrito, pues recordaba que alguna que otra vez, si no había hecho enfadar a sus padres, en cambio no había sido todo lo diligente que debía en el cumplimiento de sus órdenes; pero Pablito, que era muy perezoso y bastante testarudo, defectos ambos muy malos, les había dado más de un motivo de disgusto; lo que no era obstáculo para que se creyera mejor que su hermano y esperara hallar más juguetes al lado de su zapatito. Perico era compasivo, y cuando se le presentaba ocasión partía el pan de su almuerzo o merienda con los pobres; Pablito también era compasivo, pero esta cualidad estaba bastante deslucida por el egoísmo; y al dar a los pobres les escatimaba su parte, y, la verdad sea dicha, hubiera preferido comérsela.

Mientras uno y otro estaban pensando en la aurora del siguiente día, se oyeron como débil eco, muy débil, campanadas del reloj de la iglesia del pueblo, que estaba algo distante. Levantose Juan Honrado, encendió un candil y dijo:

—Son las nueve, hijos míos. A la cama y que Dios nos conceda una buena noche.

—Buenas noches, contestaron todos.

Ocho castañas sobraron, y Perico y Pablito se las repartieron, si bien el segundo quedose las más gordas. Al subir los niños, acompañados de su madre, el primer peldaño de la escalera que conducía a su cuarto de dormir:

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! resonaron tres golpes en la puerta.

—¿Quién será a esta hora y con este tiempo? preguntó Juan.

Dirigiose a la puerta, y después de haber mirado a través de una rendija para reconocer al que llamaba, abriola y penetró en la casa un hombre alto, pero algo encorvado, apoyado en un nudoso bastón que tenía en su extremo inferior una gruesa punta de hierro. Parecioles a los niños que al entrar aquel hombre despedía algunos brillantes fulgores, pero luego creyeron que era efecto de la nevada. El recién llegado dijo:

—¡La paz de Dios sea en esta casa!

—Y contigo, contestaron todos.

—¿Queréis darme hospitalidad?

—Acércate a la lumbre, pues el frío te tendrá aterido.

Aquel hombre sonrió; sacudiose la nieve que cubría sus vestidos y se aproximó al hogar tomando asiento en un taburete. Entonces los niños pudieron mirarle a su sabor, pues se quitó el capuchón adherido a un capote de pieles de carnero y apareció su cabeza cubierta de cabellos muy largos, muy rizados, y tan blancos que lo eran más que la nieve. Del mismo color eran sus cejas y la barba que le llegaba hasta la cintura. Su aspecto era el de un hombre viejo, muy viejo, pero al mismo tiempo tan fuerte que parecía hallarse en todo el vigor de su juventud. Los niños no se cansaban de mirarle y él les preguntó sonriendo:

—¿Sois buenos?

—Sí, señor, contestó Pablito.

—No del todo, dijo Perico.

El anciano volvió a sonreír, y a Perico pareciole que nunca labios humanos habían sonreído como los de aquel hombre.

—¿De dónde vienes? le preguntó Juan Honrado.

—De donde nace el sol.

—¿Adónde vas?

—Recorro el mundo entero.

—¿A pie?

—Jamás me canso.

—¡Cuántas veces te habrás extraviado en el camino!

—Nunca, porque tengo por guía una estrella.

—¡Cuánto me gustaría correr mundo! exclamó Perico.

—Hijo mío, contestó el viejo; para los niños el mundo ha de estar concentrado en el hogar y en el cariño de sus padres.

—¿Traerás apetito? le preguntó Juan.

—Casi es hambre.

—¡Pobre hombre! exclamó Perico: yo tengo cuatro castañas. Tómalas.

El anciano las aceptó y principió a comerlas, y cuando hubo terminado, dijo mirando a Pablito.

—He de confesar que comería más.

Pablito vaciló un instante; metiose la mano en el bolsillo y sacó una castaña que presentó al viejo, diciéndole:

—Toma ésta.

—Me parece que no me la das sin disgusto.

El niño se ruborizó y balbuceó:

—No tengo otra.

—La mentira es un grave defecto, añadió el viejo.

Pablito volvió a meterse la castaña en el bolsillo, y en vez de confesar su falta se fue a un rincón, muy enfadado con el viejo, cuando debía estarlo consigo mismo por haber mentido. Concepción, entre tanto, había preparado algunos manjares, que el anciano comió con apetito. Cuando hubo terminado la cena, se levantó; cogió el palo, echose el capuchón y dijo:

—Dios te pague la hospitalidad que me has dado, Juan.

—¿Te vas? La noche está muy mala.

—Quédate, añadió Perico; yo dormiré con mi hermano y te cederé mi cama.

El viejo tocó la cara del niño y a Perico pareciole que aquella mano era muy blanda y muy fina. Pablito no se movió del rincón en que estaba porque aún le guardaba rencor al desconocido. Salió el anciano, y en cuanto estuvo fuera todos pegaron el rostro a los vidrios de la ventana atraídos por la curiosidad, y le vieron andar por encima de la nieve y a través del bosque con mucha rapidez, porque a cada paso adelantaba más terreno que un hombre con veinte. También vieron que al llegar delante de las chozas se detenía, miraba a través de las ventanas y volvía a andar, hasta que le perdieron de vista. Entonces fuéronse todos a la cama. Mientras subían la escalera, Perico metiose la mano en el bolsillo buscando las castañas, y como no las hallara recordó que las había dado al viejo, y lejos de pesarle estuvo muy contento, pues había contribuido a apagar su hambre. Otro tanto hizo Pablito, y al hallar las suyas, mucha fue su alegría por estar las cuatro y haberse guardado la que, con poco deseo de que fuese aceptada, había ofrecido. Rezaron sus oraciones, se acostaron, durmiéronse y soñaron que de los zapatitos salían bueyes, caballos, carretas, trompos y mil otros juguetes; y en cuanto amaneció despertaron, se vistieron precipitadamente y corrieron al punto donde aquéllos estaban. Dentro de cada uno de ellos hallaron cuatro castañas. Los niños se miraron sorprendidos y poco satisfechos. Perico cogió una castaña y exclamó:

—¡Cuánto pesa!

—Pues ésta no pesa nada.

La castaña que tenía en la mano Perico se abrió y de ella salieron dos caballitos pequeños como pulgas, que fueron creciendo hasta llegar al tamaño de perros chiquitines, con cola y crines muy largas y rizadas; pero no eran de cartón, sino de carne y hueso y se movieron haciendo mil monadas. En la cáscara de la castaña había escrito: «Modestia.» Pablito se apresuró a abrir la suya y dentro sólo halló un papel con estas letras: «Testarudo.» La segunda castaña que había en el zapatito de Pablito se abrió a su vez y apareció un carrito pintado de amarillo y encarnado, cuyo tamaño fue aumentando hasta ser proporcionado al de los caballitos; de la tercera saltó un trompo dorado que se puso a dar vueltas, y a cada vuelta que daba salían de él muchos juguetes que hacían lanzar exclamaciones de júbilo al niño; de la cuarta salieron cuatro castañas, que fueron creciendo hasta ser tan grandes como melones, y tan hermosas que nada que a ellas se asemejase había visto; y en la cáscara tenían escrito en letras de oro: «Caritativo.» Cuando Perico se volvió hacia su hermanito para que participara de su alegría, le halló con los puños en los ojos llorando a lágrima viva, porque también había encontrado vacías las otras tres castañas, pero con estas letras: «Mentiroso.» Perico procuró consolarle y le ofreció la mitad de sus juguetes.

—No los merezco, sollozó Pablito; aquel hombre de ayer noche lo ha contado todo a los Santos Reyes.

Los padres se echaron a discurrir quién sería aquel viejo. Después de haber tomado el desayuno fuéronse todos a misa y encontraron en el sendero otros niños, que también llevaban muy contentos sus juguetes, si bien alguno tenía los ojos encendidos de haber llorado, pues por malo sólo había recibido carbón como presente. Al salir de la iglesia les detuvo el guardabosque, quien dijo a Juan:

—Yo sé a quién diste ayer hospitalidad en tu casa.

—Díme, ¿quién era aquel viejo?

—Uno de los criados de los Santos Reyes Magos, que todos los años los envían la víspera a enterarse de cómo se han portado los niños para ponerles en el zapatito juguetes si son buenos, y carbón si son malos.

—Ya decía yo, pensó Pablito, que aquel hombre había ido a contárselo a los Santos Reyes.

Pero Pablito aprovechó la lección, dejó de ser testarudo, perdió el defecto del egoísmo, fue muy obediente, y al año siguiente halló el zapato lleno de juguetes, lo mismo que su hermano. La víspera el criado de los Reyes Magos no estuvo en su casa, como la otra vez, pero el guardabosque afirmó que al pasar le había visto detenerse y mirar al través de la ventana para enterarse de cómo se habían portado los niños durante el año.

Las golondrinas

Las golondrinas aparecieron en el horizonte, se fueron acercando y comenzaron a describir círculos por encima de la casa de Isidro. Luego su vuelo fue vertiginoso; unas veces se elevaban más rápidas que una saeta, otras se dejaban caer como plomo, y al rozar la hierba se deslizaban por encima del prado con loca velocidad, tocando las florecillas con la punta de sus alas y cantando:


¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!
¡El buen tiempo ya está aquí!
 

Al oírlas, el gallo, siempre desdeñoso por exceso de orgullo, se atufaba, enderezaba sus patas, estiraba el cuerpo, alargaba el cuello, abría desmesuradamente el pico y cantaba contestando a las golondrinas:


¡Quiquiriquí!
¿qué me cuenta V. a mí?
 

El pavo convertía su cola en abanico, agitaba todas sus plumas, se ahuecaba, su cresta colgante tomaba matices blancos, azulados y rojos; en una palabra, se daba una pavonada, y exclamaba:


¡Garú, garú, garó!
¡El mal tiempo ya pasó!
 

Las golondrinas continuaron su vuelo errante y vagabundo sin hacer caso del orgulloso gallo ni del vanidoso pavo; poco a poco se fueron acercando a la casa, pasaron tocando sus nidos, que se conservaban pegados al alero del tejado; algunas alargaron el pico y hasta metieron la cabecita dentro del agujero del nido; y como con su alegría creciese el canto, no se oía otra cosa en el espacio que

¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!

¡El buen tiempo ya está aquí!

Otras golondrinas se aproximaban al alero, tocaban las piedras de la fachada con sus picos y se alejaban para volver otra vez. Los hijos de Isidro las estaban observando y decían:

—Mira, mira, cómo construyen nuevos nidos.

Y aquella edificación maravillosa fue progresando y aparecieron otros nidos; y luego se metieron en ellos las golondrinas, empollando sus huevos y esperando el instante dichoso para ellas en que las pequeñitas rompieran la cáscara y asomando sus piquitos dijeran:


¡Madre, madre! ¡Pi, pi, pi!
¿Hay comida para mí?
 

Mientras llegaba el feliz momento, las golondrinas permanecían en sus nidos sin que nadie las molestara, pues Isidro había dicho a sus hijos que las golondrinas purifican la atmósfera comiéndose los insectos y alegran el ánimo con su vuelo y su canto, sin pedir, en cambio, otra cosa al labriego sino que las permita embellecer su morada colgando sus nidos debajo de las ventanas y de los aleros. Si queremos ser exactos, hemos de decir que había quien molestaba a los pájaros, que si de día estaban tranquilos, en cambio muchas veces veían interrumpido su sueño durante la noche. Entonces asomaban la cabeza fuera del agujero del nido; abrían sus negros, brillantes y redondos ojos y decían:

—¡Dichoso perro!

El dichoso perro se llamaba Inquieto, nombre que le habían puesto porque no podía estarse un momento parado. Cuando tomaba el sol, tendido en la era, daba guerra a las moscas y mosquitos pegando dentelladas por cogerlos, y al dormir gruñía por no estarse callado. Si por casualidad veía un gato, echaba a correr tras él ladrando como un desesperado. En cuanto atisbaba un pájaro, de un salto procuraba darle alcance; pero mayor era la rapidez del pájaro en escapar que la de Inquieto en acometerle. Al verse burlado se paraba al pie del árbol donde aquél se había refugiado, escarbaba la tierra, y entre gruñidos y ladridos se pasaba buen rato, hasta que se había cansado tontamente. Pero todo esto nada era comparado con lo que ocurría al ver la luna. El perro la tenía guerra declarada y la ladraba hasta desgañitarse; y lo más chistoso era que creía intimidarla, pues cuando la luna estaba en el cuarto menguante y perdía su redondez hasta desaparecer, decíase que se había espantado de sus ladridos y que no se atrevía a asomarse por encima de las montañas. Su vanidad veíase contrariada cuando la luna entraba en el cuarto creciente, y entonces vuelta otra vez a los ladridos, a las carreras y a los saltos por cogerla; pues nada menos que coger la luna se había propuesto Inquieto.

Mientras tanto las golondrinas seguían empollando sus huevos; y una mañana, poco después de haber salido el sol, la madre oyó un ruido que hizo saltar de gozo su corazón en el pecho. Eran los pequeñuelos que picoteando la cáscara decían:

—Madre: aquí estamos.

—Bien venidos, hijos míos, contestó la golondrina, ayudando con mucho cuidado a romper el cascarón a los más débiles. Y aparecieron los pequeñuelos, desnuditos, casi con tanta cabeza como cuerpo, pero con más boca que cabeza, pues la abrían desmesuradamente.

—Esperad un momento, les dijo la madre.

Salió del nido, echó a volar y al poco rato volvió con un mosquito. La golondrina hubiera deseado almorzárselo, porque tenía apetito, pero primero eran sus hijitos. Lo puso en el pico de uno de ellos, que exclamó después de habérselo tragado:

—¡Qué rico está!

No sé si dijo esto, pero algo parecido debió decir cuando sus hermanos se empeñaron en asomar todos a la vez la cabeza por el agujero. La madre iba y venía y les decía:

—Calma, hijitos, calma, que para todos habrá comida. No os empeñéis en un imposible.

—¿Qué es eso de imposible, madre? le preguntó uno de los pequeñuelos.

—Lo que no puede ser. El que intenta obtener lo que es imposible, se expone a estrellarse.

—¿Qué quiere decir estrellarse?

—Caerse del nido y morir.

Los pajaritos tuvieron en cuenta la advertencia y ya no se empeñaron en asomar todos a un tiempo sus cabecitas, con lo cual nada perdieron, pues no por esto dejaron de comer. Después respiraron el aire tibio y perfumado, miraron el cielo, las copas de los árboles, las montañas y exclamaron:

—¡Qué hermoso es todo eso!

Pasaron junto al nido otras golondrinas dando con sus cantos la enhorabuena a su compañera, y los pequeñuelos dijeron:

—Madre, nosotros quisiéramos volar. ¡Debe ser muy agradable volar!

—Sí, hijos míos, pero para volar se necesitan alas, y en las vuestras aún no hay plumas. Si ahora os empañarais en sosteneros en el espacio, no lo lograríais, pero, en cambio, pereceríais. Si tenéis paciencia y sabéis esperar, volaréis como las otras golondrinas cuando os hayan crecido las plumas.

—¿Qué significa saber esperar, madre?

—No hacer las cosas hasta que puedan hacerse.

—¿Qué pasa cuando no se sabe esperar?

—Que no se obtiene lo que con paciencia se obtendría.

Callaron los polluelos, proponiéndose no volar hasta que les hubieran nacido las plumas. El sol declinó, y antes de ocultarse en el horizonte, cantó el gallo:

Gallinitas, gallinitas,

acudid al gallinero,

que el sol dora ya las cumbres

con sus rayos de oro y fuego.

¡Quiquiriquí!

¡Al corral! Seguidme a mí.

El pavo no podía sufrir al gallo, por la misma razón que el gallo no podía sufrir al pavo, porque uno y otro eran muy vanidosos; y si cien seres modestos viven en perfecta armonía, en cambio no pueden estar juntos dos vanidosos; y el pavo escarneció al gallo, y con su voz poco agradable dijo:


Gallinitas, gallinitas,
ese gallo tonto y feo
os ordena que al instante
os vayáis al gallinero.
¡Quiquiriquí!
Borriquito, ven aquí.
 

Se le puso roja de ira la cresta al gallo, que saltó sobre el pavo. Defendiose éste y armose una de picotazos que fue necesario les pusiera en paz Isidro, enseñándoles el palo. Mientras tanto los pequeñuelos de la golondrina se habían acurrucado debajo de las alas de su madre, no sin que ésta les hubiese enseñado antes de dormirse a imitar su canto para dar gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante el día.

Tranquilamente dormían cuando despertaron con sobresalto al oír los ladridos de Inquieto. Aquella noche molestaron más que nunca a la madre, porque molestaban a sus hijos; y asomando la cabeza fuera del nido, llamó al perro y le dijo:

—¿Por qué ladras a la luna?

—Porque nadie pasa por aquí sin que yo lo consienta, y no quiero que ella se libre de aquello a que todos los demás se sujetan.

—No seas tonto: ¿no adviertes que la luna está tan alta que no llegan hasta ella tus ladridos?

—Te engañas. Ya verás cómo la espanto y se oculta.

—¡Qué necio eres! No se oculta; es que en tu pequeñez no la ves; pero ella está en el espacio y ni te oye ni te hace caso.

—¿Que no me hace caso? Ahora lo sabrás. Allí está y me la como de una dentellada.

—¿Dónde?

—En el pozo.

Inquieto echó a correr hacia el pozo. La golondrina gritole:

—Cuidado, amigo, que vas a morir. Tú siempre has amado el peligro, y perecerás en él. Te has empeñado en un imposible, y te estrellarás.

—Imbécil golondrina, ladraba el perro mientras daba vueltas alrededor del pozo; ¿qué sabes tú de la luna y de lo que yo puedo? Aquí la tengo y voy a llevártela despedazada.

Inquieto se dejó caer en el pozo en busca de la luna. Abrió la boca por cogerla y lo único que logró fue llenársela de agua; y como era testarudo, persistió en su empeño, por más que sólo lograra tragar mucha agua; y cuando quiso salir, vio la luna en la inmensidad que seguía su majestuosa marcha, pero él no tuvo dónde apoyar las patas y se ahogó.

La golondrina, que había presenciado esta escena, iba refiriendo a sus pequeñuelos lo que veía, y cuando Inquieto desapareció en el fondo del agua, les dijo:

—Recordad, hijos míos, que el que ama el peligro en él perece, y que el que se empeña en imposibles, suele estrellarse. También os diré que nunca os causen envidia los pájaros que valgan más que vosotros o hagan algo bueno, ni pretendáis mortificarles o negar su mérito, pues entonces imitaríais al perro y ladraríais a la luna.

Los pequeñuelos tuvieron muy presente la muerte de Inquieto y lo que su madre les había dicho; y cuando ya crecidas las plumas y fuertes sus alas llegó el momento de salir del nido, se lanzaron en el espacio cantando:


El que ladra a la luna
el tiempo pierde,
y el que ama el peligro
en él perece.

Éste es el canto
de las golondrinitas
al ir volando.
Pi, piu; pi, pi;
no se me olvida a mí.

El que quiere imposibles
es tonto o loco,
y va a dar de cabeza
dentro del pozo.

Éste es el canto
de las golondrinitas
al ir volando.
Pi, piu, pi, pi;
el cuento acaba aquí.

Antonieta

Cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso después de haber cometido el primer pecado, el diablo, a quien el Arcángel había hecho huir a los infiernos, con sus uñas se abrió una salida por el corazón de las rocas, apareció en lo más alto de una elevadísima montaña, que a su contacto se convirtió en volcán; sentose en su boca que vomitaba lava ardiendo, que, a pesar de ser muy roja, no lo era tanto como las carnes del demonio, que estaban encendidas por la ira, que es el fuego que más quema; batió sus alas que despidieron chorros de chispas, y poniendo una pierna sobre otra, paseó sus miradas por el mundo y vio a Adán y Eva ocupados en el trabajo, al que pedían el pan que habían de ganar con el sudor de su frente.

El diablo sonrió, y del hálito que entonces se desprendió de su boca, se formaron nuevos nubarrones, tan espesos que parecían piedras suspendidas en el espacio; y sus labios pronunciaron estas palabras, mientras sus infernales ojos estaban clavados en nuestros primeros padres:

—Estáis condenados a comer el pan con el sudor de vuestra frente y a atender a todas vuestras necesidades. La satisfacción de ellas y el instinto de la propia conservación harán que el hombre olvide a sus hermanos por no pensar más que en sí mismo. Ha nacido un nuevo pecado: el egoísmo. Con él, mío es el mundo.

A medida que el diablo hablaba, los nubarrones eran más densos y rugía con más fuerza el volcán, despidiendo torrentes de lava que formaban un lago a su alrededor. Arrojose en él y se zambulló repetidas veces agitando los brazos, las piernas y moviendo las alas. Rocas como montañas eran despedidas a grande altura y se derretían convertidas en lluvia de fuego. Luego volvió de un salto a la boca del volcán y repitió extendiendo sus garras:

—¡El egoísmo me hará rey del mundo!

Sonó una voz dulcísima en las alturas, y despejose el firmamento y apagose el volcán, y el lago que formaba la lava se convirtió en una hermosa pradera. El diablo rugió al oír aquella voz, que dijo:

—¡Réprobo! Nunca lograrás que el egoísmo te haga rey del mundo, porque siempre quedará el amor, reflejo del amor divino, en el corazón de la madre.


El diablo volvió a rugir, y el Arcángel exclamó:

—¡Ve, maldito de Dios, a los infiernos!

La tierra se abrió y hundiose el demonio.

Y pasaron muchos años, muchos años; tantos, que forman siglos, muchos siglos.

Y dentro de una habitación había una cama, y en ella una niña hermosa como el sol, con los ojos cerrados, la boca amoratada y su bello rostro encendido por la calentura.

Al lado de la cama estaba sentada una mujer tan hermosa como la niña, que no apartaba la mirada de la enferma, que era vida de su vida, sangre de su sangre y alma de su alma; y los labios de la madre murmuraban:

—¡Virgen Santa! ¡ampara a mi hija, ampara a mi Conchita!

Y sus párpados se cerraron porque hacía muchísimos días y muchísimas noches, no se sabe cuántas, que su hija estaba enferma, estaba muriéndose; pero ella imponía la fuerza del amor de madre al cansancio de la materia.

La enfermedad progresaba, progresaba, y ella tenía puesta su confianza en Dios y en la Virgen.

Un día sus párpados llegaron a cerrarse y pareciole oír una voz extraña que le decía:

—Piensa en ti.

Ella se levantó asustada, porque aquella voz le había espantado, y contestó:

—Pienso en mi hija.

Y cuando algunas horas después el sueño comenzó de nuevo a vencerla, la misma voz le dijo:

—Descansa.

—No, contestó la madre: mi hija me necesita, porque sufre.

—La fatiga te abate. Tu hija morirá; no puedes salvarla.

—¡Dios lo puede todo!

La madre rezó, rezó mucho. Al día siguiente oyó la misma voz que le decía:

—Si te concediera una cosa, a tu elección, ¿pedirías ser reina?

—No.

—¿Todo el oro que contiene el mundo en sus entrañas?

—No.

—¿Tu dicha?

—Sí.

—Te concederé la dicha si te duermes, porque sólo tus cuidados sostienen la vida de tu hija y son bastante poderosos para luchar con la muerte.

—¡Es que mi dicha consiste en la salud de mi hija! exclamó la madre.

La voz calló, pero volvió a resonar a las pocas horas y le dijo:

—¿Y si tu hija tuviese otras enfermedades que la dejasen fea, horrorosa?

—Siempre sería hermosa para mí.

—¿Y si fuese ingrata?

—No lo sería, pero aunque lo fuese, yo sería dichosa si ella fuese feliz.

—¡Amor sin recompensa!

—¡Amor de madre! ¡amor divino!

Oyose algo parecido a un rugido. La voz continuó:

—¿Por qué amas tanto a esta niña?

—Porque es mi hija.

—¿Qué recompensa esperas?

—Su amor.

—¿Y si llegara a odiarte?

—¡No será!

—¿Y si fuera?

—¡La amaría yo!

Pasó aquella noche y aumentó la calentura y aumentó el letargo; y Antonieta, que así se llamaba la madre, no se movió del lado de la cama ni dejó de rezar.

Poco antes de amanecer, la misma voz volvió a resonar en los oídos de la madre y la dijo:

—Otra noche perdida.

Antonieta no contestó: siguió rezando.

—Oye, prosiguió la voz: yo puedo revelarte secretos que no ha penetrado la ciencia y sabrás en qué consiste la enfermedad que mata a tu hija.

—Hazlo, contestó la madre con vehemencia.

—Mira, dijo la voz.

La madre miró, y vio un ser invisible llamado miasma, horroroso, que corrompía la sangre de Conchita.

Antonieta lanzó un grito de espanto.

El demonio se dijo:

—Comienza el miedo y con él el egoísmo.

Luego añadió de modo que la madre le oyese:

—Continuaré revelándote secretos que aún no ha penetrado la ciencia: puedes curar a tu hija.

—¿Cómo?

—Besándola en la boca: al besarla el miasma pasará de su cuerpo al tuyo. Ella sanará y tú morirás.

Oyose un fuerte beso seguido de un rugido. El beso lo daba Antonieta en los labios de su hija Conchita; el rugido el diablo.

La niña comenzó a curar. La madre a enfermar. Al sentirse postrada por la calentura, Antonieta murmuró:

—¡Dios mío, Virgen Santa! ¡permitidme que muera pronunciando vuestros santos nombres y el de mi hija!

Y murió pronunciando los santos nombres de Dios y de la Virgen y el de su hija Conchita, al amanecer de un día de noviembre, cuando el sol esparcía carbunclos en las aguas del mar, doraba los picos de las montañas y encendía las nubes.

Los ángeles recogieron el alma de la madre en sus brazos y la llevaron al cielo; mientras Conchita, ya recobrada la salud, dormía y sonreía porque sin duda veía a su madre en compañía de los ángeles.

Y al llegar a la presencia de Dios, Antonieta se arrodilló ante su trono y le dijo:

—Señor, Dios de las alturas; permíteme que mientras mi hija viva te ruegue por ella al cantar tus alabanzas.

Al mismo tiempo que tal súplica dirigía Antonieta al Eterno en el cielo, el demonio bramaba en el infierno, y el acento del Ángel resonaba en el espacio y decía:

—¡Réprobo! Nunca lograrás que el egoísmo te haga rey del mundo, porque siempre quedará el amor, reflejo del amor divino, en el corazón de la madre.

La hiedra

Rafaelito tenía un humor muy negro porque su padre le había castigado. Verdad es que el castigo no es cosa agradable y que ponga la cara alegre, pero también lo es que los niños deben portarse bien para que los padres no se vean obligados a recurrir a tan duro trance, que siempre lo es para ellos castigar a sus hijos. Rafaelito daba motivo, cuando menos dos veces por semana, a que le aplicasen una corrección.

Figuráos que un día se le antojó coger a Minina, una gatita de pelo blanco con una mancha negra en el lomo y otra en la oreja derecha; y mientras la tenía en sus rodillas, le ató traidoramente a la cola un cordel del cual pendía una sartén inservible. Luego puso a Minina en el suelo y dio unas cuantas palmadas y patadas acompañadas de gritos que produjeron su efecto, pues la gatita escapó; y como la sartén rebotara por encima de los ladrillos con ruido estridente, la gatita se asustó y echó a correr hacia la calle. A su vista y a los golpes de la sartén sobre el empedrado, los perros emprendieron su persecución dando desaforados ladridos, y en breves instantes corrieron todos los del pueblo detrás de la pobre Minina, que no sabiendo dónde hallar amparo, salió al campo y subiose a un árbol en busca de refugio. Precisamente aquel árbol era una higuera en la que estaba encaramado su propietario cogiendo higos. El buen hombre oyó el estrépito de la sartén al golpear el tronco; se espantó; y como el miedo no le permitiera ver qué era lo que por el árbol subía, más bien se dejó caer que se bajó, con riesgo de desnucarse. Diole alas el pánico y comenzó a vocear diciendo que había encima de la higuera una espantosa fiera que tenía escamas de acero que sonaban como cadenas. Todas las puertas del pueblo se cerraron y los hombres se asomaron a las ventanas armados de sus fusiles, que cargaron con bala por si la fiera se presentaba; aumentando la creencia de que se trataba de un animal monstruoso, los ladridos de los perros, que formaban círculo amenazador alrededor del árbol donde Minina se había refugiado.

Otra vez fuese Rafaelito a casa de Josefina, una mujer de muy mal genio, y deteniéndose al pie de la escalera para que la mujer, que estaba en la cocina, no pudiese verle, gritó fingiendo la voz:

—Señora Josefina.

—¿Quién és?

—Soy el aprendiz del droguero, y me ha dicho mi amo que cuándo le paga V. aquella libra de azúcar que le tomó V. al fiado.

—Nada le debo, chilló Josefina.

—Ya me ha prevenido que contestaría V. esto; pero me ha ordenado le diga que si no le da V. los cuartos, mandará el alguacil.

—¡Desvergonzado! ¡Con alguaciles a mí… !

No oyó Rafaelito el resto de las exclamaciones, porque echó a correr. Y Josefina, que estaba en muy malas relaciones con la mujer del droguero, porque un día ésta había dicho si aquélla era fea, fuese a la tienda hecha un basilisco y armose la gorda entre el marido y la mujer y la vecina, con gran contentamiento de Rafaelito, que presenciaba la escena desde la calle, y con suma indignación del droguero, que no sabía de qué le hablaba la señora Josefina.

En el pueblo, cuyas costumbres eran patriarcales, los vecinos que debían madrugar tenían la de poner piedras en el umbral para que el sereno supiese a qué hora debía despertarles golpeando la puerta con el chuzo. Si querían levantarse a la una, dejaban una piedra; si a las dos, dos piedras. Este proceder era muy primitivo y descansaba en la buena fe; pero como la de Rafaelito naufragaba con frecuencia en las tempestades de la travesura, a veces se permitía poner piedras para que madrugara quien se había hecho el propósito de dormir a pierna suelta. Llamaba el sereno; despertaba la víctima creyendo que ocurría alguna novedad y se dirigía con sobresalto a la ventana, cuyo postigo abría, y preguntaba:

—¿Quién és?

—Levántate, contestaba el sereno.

—¿Qué ocurre?

—Que es la hora.

—¿Qué hora?

—La de levantarte.

—Pero, ¿por qué he de levantarme?

—Si nada tienes que hacer, replicaba el sereno, ¿por qué has puesto las piedras a la puerta?

Entonces se descubría la burla, y mientras el uno se volvía a la cama refunfuñando, el sereno se marchaba muy poco satisfecho, pues a nadie le gusta ser instrumento de bromas de mal género. Por cierto que Antonio, el panadero, que fue objeto de las travesuras de Rafaelito, pilló un aire tan fuerte que le dio una pulmonía y estuvo muchos días entre la vida y la muerte; lo cual demuestra que si la broma digna y culta está permitida, otras burlas que parecen inocentes pueden convertirse en crímenes.

No recuerdo qué fechoría cometió Rafaelito el día que su padre le castigó privándole de salir a paseo, pero sé que el niño estaba muy contrariado; y como al extremo de la calle viera el bosque y se sintiera atraído y con deseos de correr por entre los árboles, se fue acercando a la puerta, andando de puntillas por no meter ruido; se escurrió, y a los pocos instantes se halló en campo libre. Antes de entrar en el bosque encontró una mujer que iba con su borrico y cantaba:


El niño que a sus padres
desobedece,
de sus defectos víctima,
al fin perece.
¡Arre borrico,
que no es malo ni feo
mi pequeñito!
 

—Parece que lo dice por mí, pensó Rafaelito.

Como la mujer pasase muy cerca de él, el fugitivo exclamó:

—Mucha carga lleva el burro.

—Más pesa una falta, contestole la mujer.

Siguió Rafaelito su camino, y cuando estuvo en el bosque se encontró con un hombre que llevaba sobre sus espaldas un haz de leña. Iba caminando y cantando:


Son las culpas más amargas
que la espuma de la mar.
Sólo goza de la dicha
el que no peca jamás.
 

—¡Qué manía por cantar le da hoy a todo el mundo! murmuró Rafaelito.

Al estar cerca aquel hombre, le dijo:

—Mucho pesa la leña.

—Más pesan las culpas, le contestó.

—¡Qué manera de contestar tiene esa gente! se dijo Rafaelito algo preocupado.

Olvidose pronto de lo que había oído, pues comenzó a corretear por el bosque, y cuando estuvo cansado se sentó al pie de una encina y al poco rato se fijó en un reguero formado por numerosas hormigas que se metían en un agujero, cada cual con su provisión.

—Es admirable lo que hacen estos insectos, pensó el niño. En verano acopian para el invierno y pasan la vida tranquila.

Las hormigas debieron adivinar su pensamiento, pues una de ellas le dijo, mientras iba metiendo dentro del agujero un grano de trigo:

—¿Sabes por qué es admirable lo que hacemos y por qué pasamos la vida con tranquilidad? Pues se debe a que cuando jóvenes obedecimos a nuestros padres e hicimos lo que nos mandaron.

Levantose Rafaelito y se alejó de allí. A los pocos pasos vio un jilguero que saltaba de rama en rama y parecía dirigirse a él con sus trinos. Prestando atención creyó comprender el lenguaje del pájaro, pero no debió serle agradable porque puso mal gesto y continuó andando. El jilguero arrancó el vuelo, y tomándole la delantera se posó en una rama muy alta y comenzó a gorjear lo siguiente:


Lo que canta el jilguerito,
si quieres te lo diré:
canta que el niño que es malo
dichoso no puede ser.
Pi, pi, pi, pi.
¡Qué malo es el chiquitín!
 

Muy cabizbajo siguió su camino, y a los cinco minutos llamole la atención un ruido seco que oía a corta distancia. Fuese hacia allí y vio un leñador en ademán de descargar el hacha sobre un árbol muy hermoso, de frondosas y verdes ramas. Cayó el hacha y el árbol lanzó un quejido.

—¿Por qué cortas este árbol tan lindo? preguntó Rafaelito.

—No me he propuesto cortarlo.

—¿Pues qué haces?

—Destruir la hiedra que comienza a enroscarse en el tronco.

—¿Qué daño causa?

—La misma pregunta se hacen los niños cuando sus padres les castigan, contestó el leñador, sin tener en cuenta que el daño lo causan a los demás y a sí mismos.

Rafaelito principió a sospechar que aquel hombre tenía razón, pero añadió:

—Es lástima que cortes una planta tan hermosa como la hiedra.

—También son a veces hermosos los defectos, contestó el leñador, y matan, como la hiedra mataría a este árbol.

—Pero el árbol se ha quejado, prueba de que le ha lastimado.

—Leñador, dijo el árbol, no hagas caso de las palabras de este niño. Más vale que hoy lance algunos quejidos al recibir el castigo del hacha que me librará de la hiedra, que no que muera mañana ahogado en sus brazos.

—¿Has oído? También los vicios ahogan; y si el castigo mortifica, en cambio nos libra de sus terribles consecuencias y de la perdición.

El leñador cogió del brazo a Rafaelito y le llevó delante de un árbol corpulento, cuyo tronco desaparecía cubierto por la hiedra.

—¿Ves sus ramas? le preguntó.

—Están secas, mientras las de los otros árboles están cubiertas de verdes hojas.

—¿Sabes por qué están secas?

—Porque el árbol ha muerto.

—Le mató la hiedra. Comenzó por ser una planta débil y acarició el árbol deslizándose por su pie; luego se enroscó suavemente, y, por último, fue creciendo y acabó por matarle. Así sucede con los vicios, hijo mío: comienzan por parecer cosa insignificante y agradable; luego se enroscan y aprisionan el alma y acaban por matar el alma y el cuerpo. No olvides lo que acaba de decirte el viejo leñador.

Rafaelito bajó la cabeza y se alejó. Metiose en su casa procurando no ser visto, y desde aquel momento renunció a sus malignas travesuras y obedeció a sus padres y maestros. Recordando la lección que había recibido en el bosque, se propuso no cometer faltas para evitar que se convirtieran en vicios y, como había dicho el leñador, acabaran por matar su alma y su cuerpo, como la hiedra había matado el árbol.

Los rosales

Una reja separaba los jardines de dos casas de Sevilla, allá por el año 1630. El uno era muy grande y correspondía a una fachada de piedra, muy hermosa; y el otro era muy chiquitito, tanto como modesta y casi pobre la casita que adornaba. Por entre los hierros se enroscaban las enredaderas, cuyas flores de botones y pétalos amarillos, carmesíes y azules recreaban la vista y perfumaban el ambiente. Las hojas de dos rosales se besaban a través de la reja, cariño muy natural, pues la tierra de la casita dijo un día al magnífico rosal que crecía en el jardín inmediato:

—Dáme una de las semillas. Yo la abrigaré con cuidado y cuando llegue la primavera me abriré para que el delicado tallo que brote se bañe en aire y sol.

El rosal soltó una semilla que se convirtió en otro rosal lozano; y como recordaba su origen, se querían y se contaban todo lo que pasaba en una y otra casa. ¿Cómo lo sabían? Ambos encerraban néctar en sus corolas; y cuando los insectos, que tenían el privilegio de penetrar en las habitaciones, pedían a una de ellas que les permitiese libar una gotita del dulcísimo licor, les contestaban:

—Si me referís lo que habéis visto, tendréis néctar.

Los insectos no se hacían de rogar; y luego las rosas pedían al céfiro que las empujara hacia sus hermanas, y cuando estaban cerca, se decían:

—Oíd lo que me ha contado el insecto.

Unas veces las rosas se ponían más encendidas de lo que estaban, y era que las nuevas las ponían contentas; otras palidecían a impulsos de la tristeza, cosa muy natural, pues cada rosal se interesaba por sus dueños.

Cierta mañana de la estación hermosa, poco después de salir el sol, una mosca escapó zumbando de la casita, y posando el vuelo en una hoja, cerca de la flor, le dijo:

—Buenos días. Veo una gota de rocío que parece una perla. ¿Quieres que beba?

—Págame el servicio contándome lo que sepas.

—Con mucho gusto. Ayer cerraron las ventanas antes que pudiera salir y me vi obligada a pasar la noche en el cuarto de Bartolomé Esteban.

—¿El niño que vive con sus padres en esta casita?

—El mismo.

—¿Qué hizo?

—Se acostó muy temprano y se durmió.

—¡Vaya unas noticias las que me das! exclamó la rosa.

—Al desnudarse se le cayeron algunas lagrimitas.

—¿Por qué lloraba?

—Francisco, el niño que vive en la casa inmediata, se estuvo burlando toda la tarde de él porque sus vestidos no son tan lujosos como los suyos. ¿Puedo beber?

—Sí, le contestó la rosa.

Una vez hubo saciado su sed, la mosca levantó el vuelo; y después de haber ido y venido, vuelto y revuelto, vio a Francisco asomado a la ventana y le picó en la oreja. El niño diose un fuerte golpe por coger la mosca, pero sólo logró pegarse un cachete, pues aquélla escapó diciéndose:

—Por malo lo tienes merecido.

—Mientras tanto el céfiro sacudía levemente las plantas, jugaba con las gotas de rocío, que al moverse descomponían la luz, y reflejaban todos los brillantes colores del iris y mecía las campanillas blancas, con manchas azules, de una de las enredaderas. Después de algunos esfuerzos, los rosales lograron aproximarse, manteniéndose asidos a la reja por medio de algunas de sus ramas, y hablaron lo siguiente:

—¿Por qué molesta Francisco a Bartolomé Esteban? No puede tenerle envidia, porque Bartolomé es pobre y él hijo de padres muy ricos.

—¡Quién sabe! contestó el otro rosal. A Francisco le irrita que todos elogien a Bartolomé por su aplicación y laboriosidad.

—¿Por qué no hace él otro tanto, aplicándose y trabajando?

—Porque dice que siendo rico no tiene necesidad de trabajar.

Oyose un zumbido y alguien contestó:

—Dice bien, Francisco.

El que así hablaba era un zángano, que se posó sobre una de las flores del rosal del jardín de la casa de Francisco y comenzó a libar néctar.

Oyose otro zumbido y una voz que dijo:

—Pues hace muy mal.

Eran de una abeja estas palabras. Se detuvo en una de las rosas de la casa de Bartolomé Esteban y chupó el néctar, mientras el zángano la miraba de través.

—¡Ah! ¿Eres tú? murmuró en tono burlón.

—Sí, yo soy, dando cumplimiento a la santa ley del trabajo.

—Pues yo prefiero no hacer nada.

—Por esto te llaman haragán y te echan de todas partes, como nosotras nos vimos obligadas a echarte de la colmena.

—¡Qué me importa! Mi cuerpo es hermoso como el tuyo; mis alas transparentes como las tuyas; como a ti me dan néctar las flores.

—Pero el que yo libo se convierte, gracias a mi trabajo, en miel y cera.

—¿De qué te sirve tanto afán?

—El campesino me respeta y me quiere porque sabe que le soy útil, y me pone una colmena bien cómoda y abrigada, mientras a ti te desprecia. Cuando me ve, dice: —¡Una abeja! ¡Qué linda! ¡Cómo se afana! —Si te ve a ti, exclama tirándote el pañuelo para alejarte: —¡Un zángano! ¡Fuera de aquí gandul!

—Todo eso está muy bien, contestó en tono guasón el zángano; pero luego el campesino se queda con la miel y la cera.

—Es el fruto de mi trabajo, que yo le ofrezco en recompensa del que él ha puesto en prepararme la colmena.

—Pero él saca el provecho.

—Como antes lo he sacado yo, pues el néctar se ha convertido en miel después de haberme alimentado, y la cera no se ha transformado en cirios sino después de haberme servido de celda. Como ves, zángano haragán, trabajando para los demás, trabajo para mí.

—Cuando los cirios se encienden y los niños se comen la miel, ¿qué provecho sacas?

—Uno tan grande, que por sí sólo sería bastante recompensa: la gloria. Los niños piensan en la abeja al saborear la miel; y cuando las llamas de los cirios brillan como estrellas en el altar de la Virgen, todos saben que yo he producido la cera.

No sabiendo qué responder el zángano, levantó el vuelo y continuó su vida de holgazán. La abeja fuese a su colmena y los rosales quedaron solos.

—¿Sabes, dijo tristemente el de la casa grande, que me temo que Francisco sea el zángano?

El otro rosal contestó con júbilo:

—Yo tengo la seguridad de que Bartolomé Esteban es la abeja.

Pasaron los días y se convirtieron en semanas, y luego en meses y después en años, y éstos fueron sucediéndose; y los niños Francisco y Bartolomé Esteban se convirtieron en hombres. Los jardines se transformaron. En el de la casa grande crecieron las yerbas y las ortigas echaron sus raíces cerca del muro, mientras el de la casita de Bartolomé Esteban era cada día más cuidado, más lindo y las flores se abrían lozanas y ufanosas. El rosal de la casa de Francisco extendía sus ramas cubierto de hojas amarillentas, mientras el otro las ostentaba frescas y verdes. Su cariño era el mismo de antes. El viento aproximó uno al otro.

—¡Cuánto me molestan estas ortigas! Me arañan y privan a mis raíces de su alimento, que ellas absorben. Por esto mis hojas están mustias. ¡Dichoso tú!

—Quisiera poder consolarte y comunicarte mi alegría. ¿Es posible que Francisco te tenga tan abandonado?

—Mi estado es imagen de su situación. La holganza, que es madre de los vicios, le ha arruinado. Sólo le queda esta casa, de la cual le echarán en breve, según me ha dicho un mosquito que la otra noche le oyó lamentarse. Ahora comprende que el trabajo es una santa ley impuesta a la criatura. Quisiera trabajar y no sabe, porque no aprendió de niño. Pero dime: ¿qué pasa en tu casa? ¿Por qué entra tanta gente principal en ella?

—Bartolomé ha pintado un cuadro de la Virgen; y según me ha referido una mariposa que ha entrado en el taller sólo por verlo, la Madre de Dios está representada con tanta perfección, que parece que la aurora y las flores han dado sus matices al pintor. A los pies de la Virgen hay ángeles con la sonrisa en los labios y la luz del cielo en los ojos, y el espacio está encendido por los arreboles más purísimos. Oye lo que dicen esos caballeros que salen.

Los rosales se estuvieron quedos por no perder una palabra, y oyeron que uno de los caballeros decía a los demás:

—Confiesen vuesas mercedes que debemos enorgullecernos de que haya nacido en Sevilla Bartolomé Esteban Murillo, gloria de España y el primero de nuestros pintores.

—¿Has oído?

—Sí, contestó con tristeza el rosal de la casa de Francisco.

—¿Qué hombres son esos que están en tu jardín?

—No lo sé: oigamos.

Varias personas, entre ellas un escribano y dos alguaciles, penetraron en la casa contigua. Se detuvieron cerca del rosal y hablaron lo siguiente:

—Duéleme, en verdad, echarle de esta casa, pero él se tiene la culpa, pues Francisco heredó de sus padres una rica herencia, que ha malbaratado con sus vicios; y como nunca quiso trabajar, creyendo que los ricos no tenían necesidad del trabajo, no ha podido reponerla.

—Razón lleva vuesarced en lo que habla, contestó el escribano. Si de niño hubiese trabajado, hoy no le amenazaría la miseria.

Entraron en la casa, mientras de la otra continuaban entrando y saliendo caballeros y señoras, todos elogiando a Murillo.

—¿Has oído? preguntó con melancolía un rosal al otro.

—Sí, contestó el interrogado con sentimiento, pues los males ajenos siempre dan pesadumbre. Si mis flores van a parar a manos de algún niño, yo le diré muy quedo al oído: —Trabaja, niño querido, para que cuando seas hombre puedas alcanzar el aplauso de los demás y librarte de la miseria. Ten en cuenta que ni los ricos están libres de ella.

La conciencia

En aquellos tiempos en que los guerreros iban completamente vestidos de hierro, vivía un hombre muy poderoso, pero muy malo, tanto que cuando se pronunciaba su nombre, sus infelices vasallos se santiguaban y decían:

—¡Dios y la Virgen nos libren de él!

Pero lo decían en voz muy baja y hacían la señal de la cruz cuando nadie les veía, por temor de que alguien fuese a aquel hombre y le dijera:

—Señor; aquél ha hablado mal de ti.

Si tal acusación llegaba a sus oídos, en el acto daba a sus esbirros orden de prender al infeliz, a quien arrancaban del seno de su familia, sin que les conmoviera el llanto ni les impresionaran los desgarradores gritos de su mujer e hijos; y aquella misma noche era sacrificado el vasallo, sin piedad ni misericordia.

Y los villanos cerraban las ventanas y las puertas de sus moradas, porque no llegase hasta ellas rumor alguno, y murmuraban santiguándose:

—¡Dios y la Virgen nos libren de él!

Aquel hombre había edificado un castillo en un picacho alto, muy alto, donde anidaban las aves de rapiña; y éstas le cedieron las peladas rocas porque se dijeron:

—Vámonos de aquí, pues no podemos vivir en compañía de un hombre que es peor que nosotras.

Cuando hubo levantado el castillo, abrió a su alrededor un ancho foso que llenó con las cenagosas aguas que las tempestades depositaban en las inmediaciones y el tiempo corrompía; y cuando las sabandijas y los reptiles llegaron al foso arrastradas por las aguas, se agitaron y remontaron la corriente murmurando:

—Vámonos de aquí, porque no podemos vivir en compañía de un hombre que es peor que nosotros.

El castillo tenía altas torres desde las cuales los centinelas vigilaban la comarca, y hombres de armas prontos a caer como perros de presa sobre los desdichados señalados a sus iras; en las entrañas de la tierra había calabozos que ahogaban todos los gemidos; puentes levadizos le aislaban por completo; y el señor feudal, al dejar caer su mirada de fiera sobre el pueblo, que estaba acurrucado a la sombra del castillo, como bandada de palomas amenazada por el gavilán, exclamaba:

—Nada resiste mi poder; nadie se atreve a levantar ante mí los ojos. Sus vidas, sus haciendas, todo depende de mi voluntad y no hay quién me pida cuenta de mis actos.

Y en tanto los suplicios se sucedían y los vasallos lloraban.

Las piedras del castillo se ennegrecían con rapidez, porque la brisa recogía todas las mañanas las lágrimas de las víctimas; y como cada lágrima era un quejido, un dolor, enmohecían los espesos muros de aquella morada.

Un día pasaba por delante de la choza de un pobre labrador, y porque no se levantó y se descubrió con bastante presteza, se dio por ofendido y mandó prenderle; y como el demonio aprovecha la ira para cegar al hombre y empujarle al mal, fue creciendo su cólera y acabó por ordenar que le mataran. Cuando los esbirros iban a cumplir la orden, resonó en el interior de la choza una voz infantil que cantaba:


Válgame la Virgen,
Madre de Dios Santa,
que a los pobrecitos
desde el cielo ampara.
Tú eres su consuelo,
tú enjugas sus lágrimas.
¡Cuán buena es la Virgen,
Madre de Dios Santa!
 

Era una niña la que cantaba, hija del infeliz que iba a ser muerto. La tranquilidad de aquel ser que ignoraba que su padre corriese peligro de muerte y, sobre todo, la invocación a la Virgen, impresionaron a aquel hombre. Mandó soltar al campesino y le dijo:

—Tu hija te ha salvado: quiero verla.

Miró a la niña y se alejó. Hay quien dice que la fiera se conmovió.

El poder del monstruo iba siempre en aumento; si algún señor vecino se negaba a rendirle vasallaje, reunía sus bandidos, caía sobre él, quemaba las mieses y las casas, imponía crueles penas, arrasaba el castillo de su enemigo; y todos se apresuraban a prestarle obediencia y a inclinarse ante él, mientras murmuraban:

—¡Dios y la Virgen de ti nos libren!

Los vasallos derramaban en el silencio del hogar lágrimas que escaldaban sus mejillas y decían:

—¡Señor! ¿quién nos librará de ese monstruo?

Y no veían término a sus dolores ni esperanza para su amargura, porque aquel hombre era tan poderoso que nadie podía más que él en la tierra.

Cierta noche sin luna, oscura, el tirano bajó de la torre del homenaje, y al entrar en un aposento cuyos muros estaban cubiertos de armas y cabezas de lobos y jabalíes, exclamó con orgullo, extendiendo a manera de garras sus manos hacia la ventana:

—Todo está sujeto a mi poder. ¡Soy aquí el soberano!

Y el eco repitió la última sílaba, y contestó:

—¡No!

El castellano se revolvió furioso creyendo que alguien le hablaba, y gritó:

—¿Quién osa contradecirme? Preséntese, que mi valor ante nada desmayó.

El eco contestó:

—¡Yo!

Perdido el tino dirigiose a la escalera, pensando que de allí procedía la voz, y dijo:

—¡Miserable! ¡Baja! ¡Baja! ¡Baja!

A manera de risotada repitió el eco:

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

—¿Me desafías? Sea así.

—¡Sí! dijo el eco.

—¡Morirás en la horca!

—¡Ca! contestó el eco.

—¡Sí, por Belcebú! vociferó el monstruo.

Y el eco respondió irónicamente:

—¡Uh! ¡Uh!

Por vez primera tuvo miedo y llamó a sus esbirros, gritando:

—¡A mí! ¡A mí!

Y mientras él vociferaba, el eco parecía reír cuando repetía:

—¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!

Acudieron hombres de armas, pero a nadie hallaron. Aquella noche el castellano no durmió; y como soplase un viento muy fuerte y moviese el badajo de la campana del pueblo, pareciole que el sonido del santo bronce crecía, crecía hasta producir el efecto de centenares de campanas que doblaban a difuntos. A la mañana siguiente mandó quitar la campana y se dijo:

—Dormiré esta noche.

Pero cuando llegó la hora del sueño, pareciole que el viento, al penetrar por las rendijas de la ventana, reproducía los quejidos de la víctima. No pudo dormir, y al amanecer mandó tapiar la ventana y murmuró:

—Dormiré esta noche.

Se acostó al anochecer y pasó la noche revolviéndose en su cama, y mandó abrir de nuevo la ventana diciéndose:

—¡Quiero luz y dormiré de día!

Y volvió a acostarse; y al ir a dormirse le zumbaron los oídos y pareciole que oía gritos.

Llegó la noche y mandó poner luz a la cabecera de su cama porque tenía miedo a la oscuridad; y al ir a pegar los ojos, vio en la pared la sombra de su cabeza; y pareciole que su sombra era un ser sobrenatural. Se incorporó; y la sombra creció. Extendió el brazo para rechazarla, y la sombra también extendió el suyo. Se puso de pie en la cama, y la sombra fue aumentando, aumentando. Cubierto de frío sudor, sin atreverse a volver la cabeza, bajó del lecho y se acurrucó tiritando. Transcurrido mucho rato se atrevió a levantar poquito a poco la cabeza, hasta tener los ojos al nivel de la cama, y vio que la sombra hacía otro tanto. Quiso gritar, y la voz se le anudó en la garganta; pero aún tuvo fuerzas para echar a correr, y al mirar vio que la sombra le seguía. Llevose las manos a las sienes; los objetos principiaron a dar vueltas a su alrededor y cayó desplomado. La sangre que se agolpaba a sus ojos le hizo ver lucecitas que le recordaron las miradas de sus víctimas; sus oídos zumbaron y reprodujeron el toque funerario de la campana que había mandado quitar; de sus apretados dientes se escapaba un silbido que parecía el eco de los quejidos de las viudas y del llanto de los huérfanos. La luz que se extinguía comenzó a chisporrotear y a lanzar reflejos rojizos, que hacían mover las sombras de los objetos, sombras que tan pronto se agrandaban como se achicaban. Aquel hombre cuyo poder todo lo dominaba, cuyas crueldades a todos martirizaban, ante quien nadie osaba levantar los ojos, murmuró:

—¿Quién me mata?

Y una voz secreta pareció decirle:

—¡Tu conciencia!

Al ruido acudió gente. Todos tuvieron miedo y huyeron. Llegó a una choza la noticia de lo ocurrido y una joven dijo a su padre:

—Padre: ¿por qué no vamos nosotros a auxiliarle ya que todos le han abandonado? Él te concedió la vida porque me oyó cantar.

El campesino fue al castillo acompañado de su hija. Recogieron a aquel hombre que daba aún señales de vida, y le socorrieron. La joven cantó:


Válgame la Virgen
Madre de Dios Santa,
que a los pobrecitos
desde el cielo ampara.
Tú eres su consuelo,
tú enjugas sus lágrimas.
¡Cuán buena es la Virgen,
Madre de Dios Santa!
 

Aquel hombre abrió los ojos y murmuró:

—¡Cuántas lágrimas he hecho derramar! Pero una vez una lágrima humedeció mis ojos al oír el acento de una niña invocando a la Virgen.

La joven dijo:

—Y los ángeles debieron recoger aquella lágrima y ofrecerla a la misericordia de Dios.

Gracias a los cuidados del campesino y de su hija volvió a la vida, pero su razón estaba extraviada. Quería tener siempre a su lado a la joven para que repitiese la canción. Entonces aquel hombre levantaba los ojos al cielo y las lágrimas corrían por sus mejillas. La joven rezaba, rezaba; y el que había sido un monstruo, recobró el juicio y su primer acto fue entonces arrodillarse y decir a la hija del campesino:

—¡Canta! ¡Canta!

La joven comenzó:


Válgame la Virgen,
Madre de Dios Santa…
 

Aquel hombre repitió:


Válgame la Virgen
Madre de Dios Santa…
 

Cuando terminó la canción sus ojos derramaban abundantes lágrimas de arrepentimiento; y desde entonces fue muy bueno y el padre de sus vasallos. Cuando oía a éstos bendecirle y les veía levantarse a su presencia y saludarle con respeto; cuando los niños corrían presurosos al punto por donde pasaba y le miraban con sus grandes ojos y sonriendo, entonces decía:

—¡Dios mío; cuán bueno eres! ¡Infinita es tu misericordia! ¡Las lágrimas del arrepentimiento llegan al cielo!

Y luego añadía:

—¡Si los hombres supieran cuánto se goza siendo bueno, todos serían buenos!

La hija del campesino recibió una gran dote y casó con un señor muy poderoso. Su padre vio convertida su choza en una casita blanca, muy linda, a donde iba a visitarle la joven con frecuencia. Cuando, muchos años después, murió el señor del castillo, todos sus vasallos le lloraron y todos rogaron a Dios por él, porque la gratitud va más allá de la muerte.

El viento

El viento despertó aterido en la cima de la montaña más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su desperezar fue terrible, pues pareció que la cordillera temblaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se agitó y rugió.

—¡Tengo frío!

Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se inclinaban a su paso. El viento no hacía más que tocarles y se doblaban. Al llegar a los valles sintió ya el calor de la carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña le cerró el paso, y después de haberla azotado como si quisiera derribarla, subió a sus picachos desgajando árboles y derrumbando rocas y saltó al lado opuesto. Allí estaba el mar.

—¡Despierta, hermano, bramó el viento! ¡Aquí estoy yo!

—¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el Océano.

—Quiero jugar contigo. Despierta.

Y para desperezarle, el viento le sacudió con sus robustos brazos.

El mar se entregó al viento, que le levantó hasta las nubes y le dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerle al fondo del abismo, y como locos saltaron, corrieron, brincaron; bramando, silbando y rugiendo.

—¿Dónde está el rayo? exclamó el viento. ¡Me gusta jugar contigo, oh mar, cuando su luz siniestra enrojece las nubes!

—Aquí estoy, exclamó con acento metálico.

—¿Quién habla?

—Yo.

—¿Quién eres?

—El telégrafo.

—¿Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo?

—El hombre me ha sujetado a este alambre y ha aprovechado mi velocidad para suprimir el espacio.

El viento soltó una carcajada. Al oírla, las ballenas y los tiburones se espantaron y huyeron hacia el polo.

—¡Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las nubes y te aprisione!

—Ya lo ha hecho. Pone el pararrayos encima de su morada y a él me tiene encadenado.

—¡Necio! Te creía más fuerte. ¡Nubes: abríos y azotad la casa del hombre! ¿Dónde estáis?

—¡Aquí! contestó una voz estridente.

—¿Quién habla?

—La locomotora.

—¿Qué tiene que ver la locomotora con las nubes?

—Las tengo aprisionadas en mi seno. En vez de flotar en el espacio, se retuercen dentro de las paredes de mi caldera, y convertidas en fuerza arrastran los trenes y suprimen las distancias.

—¿Quién ha podido tanto?

—El hombre.

—¡Mar! bramó el viento: tú no te dejas aprisionar como el rayo y las nubes.

—Yo tenía un secreto, dijo el mar: tenía abrazado un mundo y le escondía a todas las miradas. El hombre lo adivinó y un débil leño bastole para arrebatármelo.

—¿Qué es el hombre?

—El que a ti te domina.

—¡A mí! rugió el viento.

Y en su cólera sacudió las aguas, que se convirtieron en montañas.

—A ti, añadió el mar, pues te obliga a mover las aspas de un molino y a hinchar las velas de un buque.

—¿Quién ha dado su poder al hombre?

—El que me puso por valla a mí, infinitamente grande, el grano de arena, que es lo infinitamente pequeño: Dios.

—¿Qué tiene el hombre que le hace superior a nosotros?

—El alma, reflejo de la divinidad. He aquí porque aprisiona el rayo y el vapor; he aquí porque también a ti te encadena y porque sorprende mis secretos, me arrebata un mundo y me obliga a sostenerle cuando me cruza, azotándome con la hélice; he aquí porque te fuerza a ti a empujarle hinchando las velas de sus buques.


Publicado el 4 de enero de 2019 por Edu Robsy.
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