Pero le acompañó en cierta ocasión hasta la puerta de su casa otro amigo de los más íntimos, y como en aquel momento empezase á llover, le pidió prestado el paraguas.
Y don Tomás, acordándose de la regla que se había impuesto, le dio el paraguas, sí, pero le exigió que subiese y le extendiera un recibo.
Hay, sin embargo, gente muy susceptible, y el amigo se ofendió de veras, le tiró el paraguas á la cabeza, le llamó imbécil y le volvió la espalda.
Don Tomás escribió en su diario: «Aunque siempre hay cierto riesgo, los paraguas pueden prestarse á los amigos íntimos sin necesidad de recibo.»
Iba por la Carrera de San Jerónimo una tarde de verano nuestro don Tomás, naturalmente de cara al sol, y en dirección contraria venía una señora que resultó ser muy guapa.
Tropezó con ella, que fué tropiezo agradable, y se disculpó galantemente diciendo: «Dispénseme usted, señora; iba deslumhrado, y es natural, puesto que iba de cara al sol»; y acompañó la galantería con un ademán gracioso, que indicaba claramente «el sol es usted.»
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