A poco andar, el camino declinaba bruscamente, desembocando en un ancho y fangoso estero cubierto de lamas y batrales; sus aguas tenían un débil reflejo de acero bajo la bruma.
La niebla principiaba a romperse rápidamente, recogiéndose como un
inmenso telón de teatro hacia las montañas lejanas. Sobre los surcos
obscuros y los pantanos, vagaban todavía algunos tenues vapores; el aire
adquiría una intensa claridad bajo las nubes espesas, y un soplo de
extraña calma parecía adormecer todo el paisaje.
Después de pasar el estero, en un alto árido y pedregoso, divisé el
cementerio del lugar. Por encima de las tapias ruinosas, entre viejos
sauces y rosales, asomaban algunos mausoleos: enormes columnas truncadas
teñidas de cal, ángeles de yeso, grandes cruces negras con adornos de
papel blanco. ¡Pobres muestras de la vanidad lugareña!
En el corredor de la sucia y pobre casita del sepulturero, una mujer,
embozada en un pañuelo rojo, soplaba el fuego, mientras sus hijos
harapientos con los pies desnudos, jugaban en el camino real.
Este texto no ha recibido aún ninguna valoración.
24 libros publicados.