Libro gratis: La Obra
de Émile Zola

El café Baudequin estaba situado en el boulevar des Batignolles, esquina con la rue Darcet. Sin que se supiera el porqué, la cuadrilla lo había elegido como lugar de reunión, a pesar de que sólo Gagnière vivía en el barrio. Normalmente se reunían allí los domingos por la tarde; luego los jueves, hacia las cinco, los que estaban libres habían adquirido la costumbre de dejarse ver un momento por allí. Aquel día, con aquel sol espléndido, las mesitas de fuera, debajo del toldo, se encontraban todas ocupadas por una doble fila de parroquianos que invadían la acera. Pero a ellos les horrorizaba aquella frecuentación, aquella exhibición en público, así que se pusieron a empujar a la gente para entrar en la sala desierta y fresca.

—¡Vaya, ahí tenéis a Fagerolles solo! —exclamó Claude.

Se había dirigido hacia su mesa de costumbre, al fondo a la izquierda, y estaba estrechándole la mano a un muchacho delgado y pálido, cuyo rostro de muchacha iluminaban unos ojos grises, de una burlona zalamería, por el que cruzaban unos destellos acerados.